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LAS METAMORFOSIS EN ISLA: OVIDIO
Y VIRGILIO PIÑERA, LUCHA CONSTANTE ENTRE EL ODIO Y EL AMOR
Isabel Abellán Chuecos
(Universidad de Murcia)
RESUMEN
Virgilio Piñera, el isleño que llegó
a ser ínsula, amaba al tiempo que odiaba aquella isla que lo tenía prisionero.
Desde sus inicios siempre lamentaría el hecho de estar rodeado de agua por
todas partes y, sin embargo, acabaría metamorfoseándose en esa “isla” de su
poema del ‘79. Amante de Ovidio, las islas podrán ser para ambos tanto castigo
como premio, tortura como redención, y entre los resquicios de un estado y otro
nos moveremos mientras se van sucediendo las distintas metamorfosis.
ABSTRACT
Virgilio
Piñera, the islander who became an isle, both loved and hated the island that
had become a kind of prison. From the very beginning he would regret being
surrounded by water and yet would end up being metamorphosed into the “island” of
that poem of ’79. As a lover of Ovid, islands could for both poets be a form of
punishment and also a prize, a source of torture and also of redemption. We
shall explore the interfaces between one condition and another to find the
different metamorphoses that take place.
Virgilio Piñera, el isleño que llegó a ser ínsula, amaba
al tiempo que odiaba aquella isla que lo tenía prisionero. Desde sus inicios
siempre lamentaría “La maldita circunstancia del agua por todas partes” (Piñera,
2005: 24) y, sin embargo, acabaría metamorfoseándose en esa “isla” de su poema
del ‘79.
Amante de Ovidio, las islas podrán ser para ambos tanto
castigo como premio. Ya en las Metamorfosis
de Ovidio nos encontraremos con esta ambivalencia, que se mantendrá en el
“poeta ocasional”[1]
cubano. La isla Delos, errante como Virgilio, acogería a Latona para que
pudiera dar a luz a sus hijos (los gemelos Apolo y Diana), quien “Ni en el
cielo ni en la tierra ni en las aguas fue aceptada vuestra diosa; estaba
exiliada del mundo hasta que, compadecida de la errante, “tú vagabundeas
extranjera en las tierras, yo en las aguas”, le dijo Delos y le proporcionó un
lugar inestable.”[2]
(Ovidio, 2009: 395), cuando Delos aún “nadaba como una isla sin peso” (Ovidio,
2009: 401).
Y frente a esta “isla sin peso” que sería Delos en las Metamorfosis, Virgilio Piñera siente
todo el peso de su isla:
“un pueblo desciende resuelto en
enormes postas de abono,
sintiendo cómo el agua lo rodea por
todas partes,
más abajo, más abajo, y el mar
picando en sus espaldas;
un pueblo permanece junto a su bestia
en la hora de partir,
aullando en el mar, devorando frutas,
sacrificando animales,
siempre más abajo, hasta saber el
peso de su isla;
el peso de una isla en el amor de un
pueblo.” (Piñera, 2005: 38)
“Siempre más abajo, hasta saber el peso de su isla”, o
hasta que su propia persona sienta esa gravidez al convertirse él mismo en isla
pero, sin embargo, evadiéndose precisamente del peso en su transformación;
transformación que redime al tiempo que se asume lo que “me tocó en suerte”
(Piñera, 1988: 92), aceptándolo “(…) porque no está en mi mano / negarme, y
sería por otra parte una descortesía / que un hombre distinguido jamás haría.”
(Piñera, 1988: 92).
Pero antes de que llegue la asunción, nos encontraremos
constantemente con ese sujeto oprimido por la isla, esa cárcel circundada de
agua a la que, por otra parte, siempre regresará. Se trata de ese sentimiento
erotanático de Virgilio Piñera hacia la isla que lo vio crecer, esa isla que
provoca en él los más enfrentados sentimientos: desde la repulsión a la ira, la
opresión, la claustrofobia que imposibilita la salida, y, sin embargo, cuando
se salga ocasionalmente de ella, el nunca posible abandono, regresándose para
ser ese pez que “nada en el asfalto”[3]
rodeado por el agua que lo ahoga.
Es la isla como castigo, como aquellas Equínades de las
que habla el río Aqueloo en el libro VIII de las Metamorfosis:
“éstas fueron unas náyades que, tras
haber sacrificado diez novillos y haber invocado para los sacrificios a los
dioses del campo, hicieron sus danzas festivas sin acordarse de mí. Me hinché
y, cuan grande soy cuando me deslizo cargado al máximo de agua, tan grande era
y a la vez, enorme por mi furia y por mis aguas, arranqué bosques de bosques y
labrantíos de labrantíos y con el lugar arrastré hasta el mar a las ninfas que
entonces, por fin, de mí se acordaron. Mi oleaje y el del mar separó una tierra
ininterrumpida y a la vez la arrancó en tantas cuantas Equínades distingues separadas
por las aguas. Sin embargo, tal como tú mismo ves, se apartó lejos, muy lejos,
una sola isla grata para mí.” (Ovidio, 2009: 493).
La metamorfosis en isla, en este caso, se relacionaría
con el tema de la impietas in deos,
ese castigo de los dioses o deidades hacia aquellos que los olvidan, o que no
actúan como ellos pretenden. Castigo como el que suponía para Piñera vivir en
ese lugar del que le gustaría beber toda el agua “para escupir al cielo.”
(Piñera, 2005: 24).
En esa isla rodeada de agua el sujeto se siente
prisionero y, por si no bastara con la opresión del agua en derredor, se da
frecuentemente esa “misteriosa llovizna tropical”[4],
que añade agua al agua. El individuo se siente como ahogado en la isla,
inundado, rebosado de tanta agua por todas partes, agua que no sólo lo rodea
sino que también lo cubre.
“(…) encima de las aguas estáticas, / los cuerpos, en las
aguas, como carbones apagados derivan hacia el mar.” (Piñera, 2005: 28), ese
mar que es el morir -como nos diría Jorge Manrique[5]-,
ese mar que -para Piñera- no sólo es el morir sino la circunstancia y
consecuencia de la muerte no sólo física sino íntima y personal, esa muerte
psicológica y existencial del ser que se siente acorralado, oprimido,
aherrojado por el océano que, circundante, se vierte sobre él.
Pero al mismo tiempo que muerte íntima y profunda, será
causa de la putrefacción que pueda verse por las calles, “los siniestros
manglares, como un cinturón canceroso, / dan la vuelta a la isla” (Piñera,
2005: 30), “Los mangos podridos en el lecho del río ofuscan mi razón” (Piñera,
2005: 28). El agua dadora de vida, pero al mismo tiempo causante de muerte, y
de hastío.
La húmeda fealdad, además, no solamente se ve por las
calles, sino que también puede olerse[6]:
el “hedor del puerto” (Piñera, 2005: 24), “los manglares y la fétida arena
/aprietan los riñones de los moradores de la isla.” (Piñera, 2005: 30), los
cadáveres, “los once mulatos fálicos murieron en la orilla de la playa.”
(Piñera, 2005: 25). Empero, el olor que desprenda la isla no será solamente el
fétido olor de la putrefacción, sino todo ese olor cargado a la par que
sensual, dulce y afrutado, por el que los hombres se sienten atraídos:
“En esta isla lo primero que la noche
hace es despertar el olfato:
Todas las aletas de todas las narices
azotan el aire[7]
buscando una flor invisible;
la noche se pone a moler millares de
pétalos,
la noche se cruza de paralelos y
meridianos de olor,
los cuerpos se encuentran en el olor,
se reconocen en este olor único que
nuestra noche sabe provocar;
el olor lleva la batuta de las cosas
que pasan por la noche,
el olor entra en el baile, se aprieta
contra el güiro,
el olor sale por la boca de los
instrumentos musicales,
se posa en el pie de los bailadores,
el corro de los presentes devora
cantidades de olor,
abre la puerta y las parejas se suman
a la noche.” (Piñera, 2005: 37)
Sin embargo, “Bajo la lluvia, bajo el olor, bajo todo lo
que es una realidad, / un pueblo se hace y se deshace dejando los testimonios”
(Piñera, 2005: 38). Se anticipa aquí el tema de la creación de un pueblo, que
necesita de ciertos vestigios para conformarse y asentarse. Es lo que sucederá
con Macondo en Cien años de soledad,
en la que asistiremos al proceso de estabilización de la comunidad atravesando
los distintos vestigios necesarios para ello, testimonios como los que nos
señala Piñera en “La isla en peso”:
“un velorio, un guateque, una mano,
un crimen,
revueltos, confundidos, fundidos en
la resaca perpetua,
haciendo leves saludos, enseñando los dientes, golpeando
sus riñones,
un pueblo desciende resuelto en
enormes postas de abono,
sintiendo cómo el agua lo rodea por
todas partes (…)”
(Piñera, 2005: 38)
En relación al “velorio” que señala Piñera, es
significativo el pasaje que encontramos al inicio de Cien años de soledad, cuando Úrsula se niegue a irse de Macondo:
“-No nos iremos -dijo-. Aquí nos quedamos, porque aquí hemos tenido un
hijo.
-Todavía no tenemos un muerto –dijo él-. Uno no es de ninguna parte
mientras no tenga un muerto bajo la tierra.
Úrsula replicó, con suave firmeza:
-Si es necesario que yo me muera para que se queden
aquí, me muero.
José Arcadio Buendía no creyó que fuera tan rígida la voluntad de su
mujer. Trató de seducirla con el hechizo de su fantasía, con la promesa de un
mundo prodigioso donde se bastaba con echar unos líquidos mágicos en la tierra
para que las plantas dieran frutos a voluntad del hombre, y donde se vendían a
precio de baratillo toda clase de aparatos para el dolor. Pero Úrsula fue
insensible a su clarividencia.” (García Márquez, 2007: 23)
Al igual que Piñera, José Arcadio Buendía quería salir de
Macondo porque estaba “rodeado de agua por todas partes” (García Márquez, 2007:
22), sin embargo, Úrsula “estaba segura de no abandonar [la casa] en el resto
de su vida” (García Márquez, 2007: 23-24). Y entre uno y otro se movería
Virgilio Piñera, quejándose desde el inicio al tiempo que asumía “La maldita
circunstancia del agua por todas partes” (Piñera, 2005: 24) y, sin embargo,
comprobando que esa sería la casa que no abandonaría jamás, porque es esa “isla
en peso” en “el amor de un pueblo” (Piñera, 2005: 38).
Y de la isla diría Virgilio Piñera: “¡Nadie puede salir,
nadie puede salir!” (Piñera, 2005: 30) y precisamente, como nadie puede salir,
él se transformaría en ínsula, para conseguir escapar de ella. Es la
metamorfosis como beneficio, como redención y calma, al igual que ocurriría con
una de las islas de las que nos hablaba Aqueloo en las Metamorfosis, esa sola isla grata para él:
“Sin embargo, tal como tú mismo ves,
se apartó lejos, muy lejos, una sola isla grata para mí. Los marineros la
llaman Perimele. A ésta, de la que me había prendado, le arrebaté yo el título
de doncella; su padre Hipodamante lo tomó a mal y arrojó a las profundidades
desde un peñasco el cuerpo de su hija para que muriese. La recogí y, llevándola
mientras nadaba, dije: “¡Oh portador del tridente, al que han tocado por sorteo
los reinos del mundo próximos a las errantes aguas, [en el que desembocamos, a
donde corremos los sagrados ríos, ven aquí y escucha de buen grado, Neptuno, al
que te suplica! Yo no he hecho daño a esta que transporto. Si su padre
Hipodamante hubiera sido bueno y justo, o si menos impío, hubiera debido
compadecerse de ella, perdonarme a mí. En otro tiempo a ella le fue cerrada la
tierra por la fiereza de su padre][8]
proporciónale ayuda y concede a la sumergida por la fiereza de su padre, te lo
ruego, Neptuno, un lugar o que se permita que ella misma sea un lugar.”
(Ovidio, 2009: 493-494)
Si Aqueloo implora al dios Neptuno para que éste
interceda y conceda a su amada “un lugar o que se permita que ella misma sea un
lugar”, a Virgilio Piñera le será anunciada su transformación: “Se me ha
anunciado que mañana, / a las siete y seis minutos de la tarde, / me convertiré
en una isla, / isla como suelen ser las islas.” (Piñera, 1988: 92). Ambos
recibirán la metamorfosis con calma, e incluso como alivio al dolor. Aqueloo
nos cuenta que mientras tocaba el pecho de la ninfa sintió cómo el cuerpo de la
amante comenzaba a endurecerse y cómo “una nueva tierra abrazó sus extremidades
que nadaban y una pesada isla creció sobre sus metamorfoseados miembros.”
(Ovidio, 2009: 494), evitando Neptuno así, al convertirla en un lugar, la
muerte de la arrojada al precipicio por su padre, y posibilitando la cercanía
de los amantes -el río y la isla-, unidos por el agua. Irónico es que el
castigo que el río Aqueloo había impuesto a quienes se olvidaron de él –la
metamorfosis de las ninfas en las islas Equínades- sea ahora el beneficio
recibido para poder permanecer junto a la amada.
Igualmente si el castigo para Piñera era el peso de la
isla y el agua por todas partes, su redención final se dará precisamente cuando
la gravidez de la isla de Cuba se torne en su propia transformación en ínsula.
César Vallejo pronosticó su propia muerte bajo el peso del agua[9],
y rodeado de agua será el fin de Piñera en su poema, pues las aguas acariciarán
eternamente la orilla de la isla en ese movimiento ondulante y tantálico[10].
Los miembros del poeta -como si de un conjunto de las
metamorfosis vegetales y telúricas que aparecen en Ovidio se tratara- se irán
transformando, y así, “Mis piernas se irán haciendo tierra y
mar, / y poco a poco, igual que un andante chopiniano[11], /
empezarán a salirme árboles en los brazos, / rosas en los ojos y arena en el
pecho.” (Piñera, 1988: 92). El sujeto acepta la transformación serenamente,
como aquel que sabe que tenía que ocurrir y espera el momento[12]; casi nos susurra el proceso de su propia
metamorfosis, con tono íntimo y música de fondo que nos hace visualizar la
apacible y detenida conversión, con parsimoniosa elegancia y sosiego.
“Después, tendido como suelen hacer las islas, / miraré fijamente al
horizonte, / veré salir el sol, la luna, / y lejos ya de la inquietud, / diré
muy bajito: / ¿así que era verdad?” (Piñera, 1988: 92). Tendido, dejando que el
viento ulule a su deseo al haber muerto las palabras en su boca, y observando
en su nuevo estado recostado lo que ocurre en el horizonte, la sucesión de los
días, sentirá la plenitud.
Pero si ahora como isla mirará el horizonte, cuando aún no era una de
ellas y solamente la habitaba, veía cómo cada hombre comía “fragmentos de la
isla” (Piñera, 2005: 31), al igual que el personaje de su cuento “La montaña”
decidió un día comérsela poco a poco. La montaña iba perdiendo redondez y
altura, porque “Todas las mañanas me echo boca abajo sobre ella y empiezo a
masticar lo primero que me sale al paso. (…) Vuelvo a casa con el cuerpo molido
y con las mandíbulas deshechas.” (Piñera, 2008: 298). Tras esto, el personaje
siempre miraba su montaña “en la azulada lejanía” (Piñera, 2008: 298), y notaba
poco a poco en ella los cambios, sabiendo que “ninguno querrá admitir que he
sido yo el devorador de la montaña de mil metros de altura.” (Piñera, 2008:
298) y que ésa sería su tragedia, pero él sabría la verdadera razón.
Sin embargo, a diferencia de esta montaña que iba menguando, en “La
isla en peso” a pesar de que cada hombre devoraba parte de la isla, no se darán
los cambios:
“Cada hombre comiendo fragmentos de la isla,
cada hombre devorando los frutos, las piedras y el
excremento nutridor,
cada hombre mordiendo el sitio dejado por su sombra,
cada hombre lanzando dentelladas en el vacío donde el
sol se acostumbra,
cada hombre, abriendo su boca como una cisterna,
embalsa el agua
del mar, pero como el caballo del barón de
Munchausen,
la arroja patéticamente por su cuarto trasero,
cada hombre en el rencoroso trabajo de recortar
los bordes de la isla más bella del mundo,
cada hombre tratando de echar a anclar a la bestia
cruzada de cocuyos.”
(Piñera, 2005: 31)
Y ahora como ínsula, el sujeto volverá
a mirar el horizonte, pero esta vez de forma más sosegada, observando los
cambios de la noche al día y de éste a la noche, pero sin participar activamente
en el intento –frustrado o no- de creación de un nuevo perfil de la isla, que
permita descargarse de la condena de tener que permanecer siempre en ella, con
la imposibilidad de escapar al estar circundados de agua.
Si, como asegura Yisel Sequeda, “La isla en peso” es “la confesión del
encierro, de la asfixia que sufre el sujeto lírico ante los límites que le
impone la isla, su isla. Es el sol que agota, que quita el aliento, es
la arena caliente que martiriza reflejando al sol, es la sal que entra en los
ojos, y la noche fresca, y el sexo de los negros, y la sangre, y el baile; y
todo el excesivo peso que resulta la identidad de un país para un solo hombre,
un hombre solo. Agobiado.” (Sequeda, 2008: 3), toda esta intensidad se irá
desvaneciendo conforme se vaya dando la metamorfosis del sujeto, en esa
“poética de la carne condenada a ser su propia isla” (Cervera, 2009: 30);
condena que es, a un tiempo, salvación.
“De los muchos paraísos de este mundo, / ninguno te tocó
en suerte.” (Piñera, 1988: 87), pensaría Piñera, y, sin embargo, le tocó en
suerte el renacer al convertirse en una isla[13].
Renacer como ha sucedido también desde las dos últimas décadas del siglo XX,
donde Piñera está empezando a resurgir como las fuertes olas de ese mar en
tempestad que podría azotar la isla, y su obra está siendo objeto de
reconstrucción continua. El silencio crítico y oficial que se dio mientras
vivía hizo que, como a Flora[14],
“sin que nadie lo supiera te fue sorbiendo la nada.” (Piñera, 2005: 39), esa
nada por defecto de la que hablaba Piñera, y que surge de la propia Nada.
En el odio de esa isla “de las consagraciones”[15]
(Piñera, 2005: 21) por “el garzón de las melancolías” (Piñera, 2005: 20-21), el
pez que nadaba en el asfalto[16]
pasó a ser toda una isla entera para, desde allí, sentir la plenitud y
resurgir. Y ahora, sereno, mirando el azul del horizonte, “la noche se cierra
sobre la poesía y las formas se esfuman.” (Piñera, 2005: 36).
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[1]El propio
autor se definiría como “poeta ocasional” (Piñera, 1996: 7). Sin embargo, la
poesía lo acompañó a lo largo de toda su vida; se podría decir que más que un
“poeta ocasional” sería un poeta de intermitencias –la poesía se mantuvo
presente durante toda su vida, al igual que le ocurrió a Borges-. Señala
Joaquín Juan Penalva en el prólogo a La
vida entera. (Antología poética 1937-1977): “Aunque no me atrevería a decir
que fue principalmente poeta, es en su poesía donde encontramos al Piñera más
personal y atormentado, al más dubitativo, oscuro y desilusionado y, en
determinados momentos, al más frívolo, superficial y gamberro.” (Penalva, 2005:
11). Considero que, mientras en los cuentos nos encontramos con un Piñera donde
se da más fuertemente el sarcasmo y la ironía, en su poesía aparece además, en
ocasiones, un tono mucho más serio, y al mismo tiempo más descarnado y
descorazonado. Sin embargo, no hay que olvidar esa idea de la vida como “una
broma colosal”.
[2] Serán las palabras que lance Níobe al
comprobar que Latona es venerada mientras que ella carece de altar alguno en su
honor, a causa de su soberbia y su envidia hacia la que había sido una errante
por la cólera de Juno.
[3] “El pez de la torre nada en el
asfalto…” será uno de los versos que Óscar Romaguera –uno de los hermanos de la
familia que protagoniza Aire frío- se
atreva a leer a su hermana Luz Marina, quien le dirá que eso de que los peces
naden en el asfalto es un disparate y que, en caso de que pudieran hacerlo, se
asarían con el calor que hace. (Piñera, 1960: 279). Sin embargo, Virgilio
Piñera podría haber sido uno de esos peces que nadan en el asfalto:
incomprendido, silenciado, tratando de seguir siendo él mismo a pesar de ir a
contracorriente, nadando en ese duro y abrasador asfalto quemado por el sol, a
pesar de poder achicharrarse.
Comenta Vicente Cervera, hablando del personaje de Aire frío: “En efecto, “el pez de la
torre nadaba en el asfalto”, cabría colegir, parafraseando el verso del
alter-ego teatral de Piñera. Condenado como toda su familia a vivir la
insularidad como una “maldita circunstancia”, sucumbiría el personaje en el
olvido de su vocación al verso y a la fantasía. Similar fue el silencio crítico
y oficial que le aconteció a su creador en cuanto atañe a su obra poética,
aunque en su caso la maldición no le sobreviviría, ya que su obra –incluida su
poesía- sería objeto de reconstrucción continua desde las dos últimas décadas
del siglo XX por parte no sólo de editoriales, academias y ensayistas sino, lo
que es aún más importante, por parte del público lector.” (Cervera, 2009: 29).
[4] “Los cuerpos en la misteriosa
llovizna tropical, / en la llovizna diurna, en la llovizna nocturna, siempre en
la llovizna, (…)”. (Piñera, 2005: 27-28).
“Misteriosa llovizna tropical” que puede ser -al tiempo que la lluvia que
siempre cae sobre las gentes en el país rodeado de agua-, esa llovizna del sexo
recién descubierto, con sus múltiples prácticas y sus múltiples fluidos
saliendo de los cuerpos que “devorando oleadas de luz, revientan como girasoles
de fuego” (Piñera,
2005: 28) en esa
“virginidad que comienza a perderse” (Piñera, 2005: 28).
[5] “Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar /
qu’ es el morir; / allí van los señoríos / derechos a se acabar / e consumir; /
(…)” (Manrique, 1983: 48).
[6] Al igual que la lluvia formará parte
de las “Heces” para César Vallejo (Vallejo, 2006: 75-76), el agua del mar será
para Piñera causa de la putrefacción y el desagradable olor que sobre la isla
se cierne.
[7] Los distintos olores hacen que se
despierten las aletas de todas las narices, al igual que sucede en el cuento
“La cena”, en el que –incluso en la oscuridad- puede percibirse “ese aletear
característico de narices que aspiran un olor próximo a desvanecerse.” (Piñera,
2008: 143).
[8] Señalan Consuelo Álvarez y Rosa María Iglesias en su
edición: “Como indican Haupt-Ehwald y F. Bömer, VIII-IX 182-184, en los pasajes
entre corchetes se sospecha una doble recensión, que bien puede deberse al
propio Ovidio, a un contemporáneo que lo incluyera en las copias que circulaban
en Roma cuando ya Ovidio estaba en Tomi, o a un interpolador de la época
tardo-medieval. Para las diferentes posturas acerca de todas las dobles
redacciones en las Metamorfosis, cfr.
R. Lamacchia (1956) y P. J. Enk (1958)” (Ovidio, 2009: 494 –nota 992-).
[9] “Moriré en París con aguacero, / un
día del cual tengo ya el recuerdo.” (Vallejo, 2006: 233).
[10] Como le ocurría a Tántalo, los tenues
dedos del mar se acercarán y adentrarán constantemente en la arena, queriendo
conseguirla, queriendo poseerla, permanecer en ella, pero sin llegar nunca a
conseguirlo, pues cuando parece que va a obtenerse el objeto de deseo, se
produce el alejamiento.
[11] Aunque Virgilio Piñera nos hable de
los andantes de Chopin y no solamente de sus Nocturnos, podríamos relacionar asimismo la proliferación de las
flores y sus olores en la noche –la noche y los Nocturnos- (“En esta isla lo primero que la noche hace es despertar el olfato:
/ (…) la noche se pone a moler millares de pétalos” –Piñera, 2005: 37-) con esta metamorfosis del poeta en
que, con los andantes chopinianos, surgen de él las rosas y los árboles en ese tempo moderato.
[12] En relación al tema de quien está
esperando lo que sabe que llegará prontamente, podríamos señalar al personaje
de su cuento “El que vino a salvarme”, quien respira tranquilo al conocer “con
una anticipación de varios segundos el momento exacto de mi muerte.” (Piñera,
2008: 420), cuestión que lo había atormentado durante toda su vida. Al conocer
lo que no tardará en llegar, el fin de su tránsito, el personaje se siente
totalmente sereno y tranquilo, y agradece el que se le haya revelado antes de
su óbito esa cuestión que tanto lo torturaba; de esta manera, no podrá más que
agradecer a “el que vino a salvarme” que, efectivamente, con su propia muerte
lo salvara.
[13] “Aunque estoy a punto de renacer, /
no lo proclamaré a los cuatro vientos / ni me sentiré un elegido: / sólo me
tocó en suerte, / (…) Se me ha anunciado que mañana, / a las siete y seis de la
tarde, / me convertiré en una isla, / isla como suelen ser las islas.” (Piñera,
1988: 92).
[14] Flora es la protagonista de “Vida de
Flora” (Piñera, 2005: 39-40).
[15] Isla de las consagraciones, esa Cuba odiada y amada por
Piñera, donde también se desarrollaría La
consagración de la primavera, de Alejo Carpentier.
[16] Además de la referencia a este “pez
de la torre nada en el asfalto…” (Piñera, 1960: 279) que encontramos en Aire frío, el motivo del pez aparecerá
transversalmente en la obra de Virgilio Piñera. Así, nos encontramos, entre
otros, con ese nuevo Orestes de “Las Furias” diciendo: “No he conocido, Furias,
el secreto / del pez alegre sin modestia alzada” (Piñera, 2005: 20), o al
personaje del cuento “El enemigo” queriendo devenir en “pez singular” (Piñera,
2008: 315) al sumergirse en su bañadera; del mismo modo, podemos ver a ese
sujeto que –como el pez en el asfalto- nada en seco en el cuento “Natación”:
“No voy a negar que nadar en seco tiene algo de agónico.” (Piñera, 2008: 295),
o incluso observaremos cómo “Avanza el mar y quiere el blondo pez ensimismare
lentamente, / ensimismarse sin la menor espuma en medio de estos peces
agrupados” (Piñera, 2005: 51) en su “Poema para la poesía”. Además del pez, un
interesante y amplio bestiario se muestra a través de la obra de Virgilio
Piñera, pero éste sería otro tema de estudio.
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