REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


ANTONIORODRÍGUEZ-MOÑINO:

UN EXTREMEÑO UNIVERSAL

José Luis Bernal Salgado

(Universidad de Extremadura)

 

INTRODUCCIÓN

 

Con motivo de la celebración del primer centenario del nacimiento de Antonio Rodríguez-Moñino en 1910, la Editora Regional de Extremadura ha querido sumarse a los homenajes y rescates sobre su figura a través de la edición de un volumen[1] que recogía este perfil de don Antonio además de una selección antológica de algunas de sus obras. En 1991 la Editora Regional publicó, con el nº 34 y en el antiguo y primer formato de la colección Cuadernos Populares, un folletito en el que se unían intencionadamente “dos casos de marginación” en la cultura extremeña y española del siglo XX. Uno de ellos era Moñino, todavía entonces pobremente conocido por la ciudadanía y en las aulas, es decir, fuera del círculo de eruditos e interesados bibliófilos, tan granado en nuestra tierra, para sorpresa y pasmo del mundo.

De ahí que a Rodríguez-Moñino le venga como anillo al dedo la oportunidad y labor de la Editora de Bolsillo, por su función cultural-divulgativa de un patrimonio extremeño memorable. Pero esa misión de divulgar una información culturalmente relevante, como a Moñino le hubiera gustado, no debe ni tiene por qué negar la intención investigadora que caracteriza al artículo o al libro, ni ha de esconder bajo su carácter ‘popular’ una interpretación baja o poco ambiciosa del término. El lector, como pueblo interesado culturalmente, no puede esperar leer tan solo aquello que es moneda corriente o acervo ya revelado, ni puede aspirar sólo a mirarse, con la conciencia tranquila, su propio ombligo. La autocomplacencia y el chovinismo son malos amigos del rigor y de la verdad y Moñino supo mucho de esto en su difícil exilio interior durante el franquismo. Lo “popular”, genuinamente extremeño en el caso que nos ocupa, ha de ser en su esencia “universal” y, como tal, interesar a todos.

La importancia de Rodríguez-Moñino cuando se cumple el centenario de su nacimiento es algo indiscutido y por ello la valoración, estima y estudio de su figura ha crecido considerablemente desde su muerte, tras aquel espléndido pistoletazo de salida que, coincidiendo con el final del franquismo, representó el Homenaje a su memoria que le tributó la editorial Castalia en 1975. Y ha sido en Extremadura donde los rastros de esa reivindicación en las últimas décadas son más señeros, tanto por las aportaciones bibliográficas, o por las políticas bibliotecarias, como por la presencia en las aulas, también universitarias, del maestro. Queda aún, sin embargo, por delante una ardua tarea concerniente a la divulgación popular de su figura, que explique a la ciudadanía la razón de ser verdadera del nombre de una calle o de una biblioteca. Sigue siendo hora, como lo era hace veinte años, de que los extremeños como pueblo reivindiquemos nuestro patrimonio cultural y libresco, “desfaciendo viejos entuertos” y enderezando errores históricos, tantas veces ajenos a la conciencia cultural colectiva, aunque padecidos por ella. La construcción de un Imaginario cultural extremeño sólo tendrá sentido cuando se conozcan todas las piezas de su rico y guadianesco puzzle.

 

 

Antonio Rodríguez-Moñino h. 1968

 

 

Las circunstancias históricas de Extremadura han cambiado notoriamente en los últimos tiempos, y las razones traídas a propósito de la recalcitrante ignorancia que tanto esta tierra como España en su conjunto han regalado a sus hijos ilustres ya no son de recibo, a saber: la escasez de círculos, ámbitos y agentes intelectuales, causa y efecto a un tiempo de la carencia de un hábitat propicio en que vivir culturalmente hablando, el desfase en el progreso de las estructuras sociales y económicas que permitieran cualquier florecimiento cultural, etc. Aquella paradigmática pobreza extremeña, que ya Cervantes mencionara en su novela ejemplar, usada hasta nuestros días como icono emblemático de una España atrasada y “diferente”, es definitiva y afortunadamente agua pasada. Sin embargo, Moñino sí vivió y sufrió la etapa final de aquella vieja Extremadura, que en mayor medida reflejaba lo que sucedía en buena parte de España. Entonces sí era obligado para la gran mayoría de nuestros intelectuales emigrar, bien para no volver o para  hacerlo sólo pasajeramente, cuando no vivir en un doloroso exilio interior. Rodríguez-Moñino es un  caso ejemplar de lo que comentamos: es un extremeño  confeso y practicante, de vida y de obra, y sin  fronteras, es decir, un perfecto extremeño universal.  En modo alguno su extremeñismo artístico o  literario se fundamenta en una partida de nacimiento  (la “nacencia”), sino en el tratamiento amoroso,  crítico o artístico de lo extremeño, o bien en el  reflejo de ello en su obra no argumentalmente  extremeña. Moñino va de lo particular a lo universal  y de lo universal a lo particular con pasmoso  desparpajo, en un trasiego benéfico que rechaza cualquier tipo de restricción o anteojera intelectual.  Consecuentemente, como ya reveló aquel citado Homenaje… de Castalia en 1975, su figura se inserta  en el panorama cultural de España y ejemplifica  logros y aportaciones decisivas para la historia literaria española contemporánea y aún para el hispanismo internacional moderno. En realidad, Moñino, cronológicamente adscrito a la llamada “Generación del 36” o de la Guerra Civil, estuvo, dada su  precocidad intelectual, vinculado también, como le ocurriera a su coetáneo Miguel Hernández, a la llamada  “Generación del Veintisiete” o, en todo caso,  a lo que en un sentido más abarcador llamamos la “cultura del Veintisiete”, hervidero artístico protagonizado por las  Vanguardias europeas que cambiaron definitivamente el rostro de nuestro siglo  XX. Moñino, sin embargo, alcanza su primera madurez granada realmente en la República española, compartiendo la esperanza y revitalización cultural y artística vivida en aquel momento que la Guerra Civil truncaría dramáticamente. Por ello Moñino también es con apenas treinta años un hijo maltratado por la posguerra, cuyas desdichas “oficiales” llegan prácticamente hasta su muerte. Con todo, visto desde la distancia histórica y la perspectiva crítica de nuestros días, puede afirmarse que en realidad Moñino, republicano de buena fe, como tantos otros grandes intelectuales y artistas de aquella memorable “Edad de Plata”, sería hoy un intachable demócrata liberal y conservador a un tiempo, todo intelectual y nada político. Quizá por ello, ironías históricas de este país nuestro, don Antonio sufrió durante el franquismo una proscripción política descabellada; aunque, por lo que conocemos  de sus avatares y desventuras durante la Guerra Civil, podría decirse que las dos Españas le  helaron el corazón.

Antonio Rodríguez-Moñino, amante de la “verdad” y de su país como el que más (y ambos amores le impidieron irse al exilio), nunca recibió de su  madrastra España oficialmente en vida y a tiempo el reconocimiento merecido a su impresionante  labor intelectual. Porque pocas veces encontraremos  ejemplos tan claros como el de Moñino para ejemplificar la “pasión por los libros”, hasta el  punto que, en el caso de la vida de este extremeño universal, “bibliófilo ayudador, príncipe bibliógrafo y poeta”, puede hablarse en estricta clave libresca,  como si tratáramos, parafraseando a la Santa de  Ávila, del “libro de su vida”.

El humanismo integrador de Moñino, tan raro en nuestro tiempo, podría resumirse en la pasión constante por los libros que vemos en su biografía humana e intelectual. Además esa pasión decidida desembocó en Moñino en una sublimación del  libro, que lo alejó del manido concepto de su mera  unidad catalográfica, instalándole en la “alta alegría” de vivir en los libros, por los libros, con los libros, como un lector-amador incasable que hiciera suyo el viejo proverbio moral del rabí Sem Tob: “Cuanto más fuere tomado / con el libro porfía,  / Tanto irá ganado / Buen saber toda vía…”.

En una región como la nuestra y aun en la  España de la época, la labor de Moñino durante  toda su vida (con episodios destacados, como sus  trabajos para la Junta de Protección del Tesoro Artístico  Nacional, en concreto el bibliográfico, durante  los primeros años de la Guerra Civil) fue impagable y en absoluto está reñida con los derroteros virtuales por los que marcha el libro en nuestro tiempo. Es inimaginable lo que hubiera podido hacer Moñino, e hizo mucho, con los medios actuales electrónicos de búsqueda y rastreo bibliográfico, o de catalogación y digitalización de fondos para la  preservación del patrimonio.

          La pasión de Moñino por el libro no era, pues, ciega, ya que de haberlo sido hubiera quedado inerme ante tamaña tarea como la emprendida por el maestro; muy al contrario, dicha pasión estaba aliñada con ciertos componentes que labrarían su fama internacional, obstinadamente ninguneada, sin  embargo, por la España franquista, tales como su amor a la verdad científica, su portentosa memoria o su generosidad intelectual; todo ello unido a una increíble precocidad que en conjunto explica su apabullante producción bibliográfica y su ciclópea tarea textual. A lo que cabe añadir otra enseñanza impagable de Moñino, de plena vigencia en nuestros días, el saber hacer del trabajo ocio y del ocio  trabajo.

La afamada talla bibliográfica y bibliofílica de  Moñino estaba asentada, por lo demás, en su condición  de lector lucidísimo y apasionado por su objeto de estudio; es decir, el de Calzadilla era un hombre subyugado por los libros en tanto transmisores de conocimiento, de pensamiento y arte. Moñino era un trabajador infatigable desde la adolescencia, porque descubrió muy pronto la pasión de su vida y no le escatimó esfuerzos hasta su  muerte. Fue un hombre comprometido con la “verdad”, consecuente con sus ideas y convicciones,  pese a las contrariedades y reveses que le tocó sufrir.

Su bibliofilia supo así librarse de nocivas y típicas avaricias, que a la postre –nuevo ejemplo de generosidad intelectual, modélico en los tiempos que corren– preservó su legado –de incalculable  valor en el mercado del libro de viejo–, entregándolo a la Real Academia Española por expresa voluntad  testamentaria. Así en la docta y remozada institución, que lo acogió por fin en su seno poco antes de la muerte, hoy se guardan, para fascinación y disfrute de todos, incunables, manuscritos literarios desde el siglo XV, pliegos sueltos, espléndidos impresos  del Siglo de oro y otras épocas, grabados, cartas, legajos y papeles de diverso tipo; portentosa herencia a la que cabe añadir el valioso depósito de  libros extremeños, entre los que hay preciadas joyas, que ya definitivamente se guarda en la  Biblioteca Pública cacereña que lleva el nombre del  maestro y el de su esposa, María Brey.

 

EL LIBRO DE LA VIDA

 

En Antonio Rodríguez-Moñino se da, como hemos comentado, una portentosa simbiosis entre vida y obra, a lo que ayudó principalísimamente su  matrimonio con María Brey, compañera de afanes y pasiones librescos, ya desde los primeros tiempos  de la República. Por ello sería equivocado hablar de la vida de Moñino, de su biografía, sin aludir constantemente a sus pasiones vitales, la bibliografía y la bibliofilia, entendidas ambas de una manera especialísima y ajena a los tópicos y mancillas con  que el tiempo las ha adornado.

          El bibliógrafo Moñino practicó una especie de “bibliografía vital” que le llevó no sólo a frecuentar  –dando cauce y alivio a su pasión por los libros raros  y curiosos– el territorio de la bibliofilia, sino también el de la erudición e investigación literaria, folclórica,  histórica y artística. Le cuadraría muy bien a Moñino  aquel verso afortunado de Gerardo Diego en su temprano libro Imagen: “La vida es un único verso interminable”,  si cambiáramos “verso” por “libro”.

          Una vida así dedicada a su pasión por los libros sólo fructificaría en toda su sazón si la persona que la protagoniza estuviera, como lo estaba Moñino,  dotada de ciertos atributos y cualidades indispensables, como los ya citados por su importancia: el  amor y respeto a la verdad científica, la memoria portentosa y la generosidad intelectual y material para con el prójimo interesado en estas cuestiones.

 

 

Fotografía de familia, con Moñino en brazos de su madre, a la derecha

 

 

Moñino nació el 14 de marzo de 1910 en Calzadilla de los Barros (Badajoz), en una familia de hondas raíces extremeñas. Cursó el bachillerato en los  Marianistas de Jerez de la Frontera y en el Instituto Nacional de Segunda Enseñanza de Badajoz. En 1924, siguiendo las indicaciones paternas, ingresa  para estudiar derecho en la Universidad María Cristina de los P.P. Agustinos de San Lorenzo de El  Escorial. Sin embargo, el joven Moñino había manifestado tempranamente su inclinación a las letras, que se vería alimentada en aquellos años juveniles y escurialenses por el descubrimiento de la magnífica biblioteca de El Escorial, a la sazón, verdadera “caída de Pablo” y definitivo convencimiento para lo que sería pasión de su vida: la bibliografía. En efecto, allí inició sus estudios bibliográficos, como demuestran sus tempranas publicaciones en 1925 en la revista de la Universidad Maria Cristina Nueva etapa sobre Juan del Encina y Joaquín Romero de Cepeda, y sobre éste y Micael de Carvajal en La Medalla milagrosa. En 1926 forma parte del recién creado Centro de Estudios Extremeños, del que era director José López Prudencio, y escribe ya dos obras claves para su trayectoria futura: Teatro extremeño del siglo XVI (perdido en la Guerra Civil) y Folklore extremeño (folleto casi destruido íntegramente). Nuestro “Bibliófilo extremeño”, como firmaba por entonces Moñino sus publicaciones, tenía tan solo dieciséis años. En 1928, aprovechando el Preparatorio de derecho realizado y ya establecido en Madrid, Moñino seguirá la carrera de Filosofía y Letras (en la especialidad de letras) en la Universidad Central. Por entonces no sólo comienza a frecuentar tertulias (y la tertulia será un elemento axial en su vida futura), como la de Rodríguez Marín en el Café de la Bolsa, sino que también, junto a otros estudiantes, hace la suya propia en el Café Castilla.

Asimismo, Moñino, que sorprendía a sus compañeros de facultad por su bagaje y erudición asombrosos, sería nombrado en 1929 académico correspondiente de la Real Academia de Declamación, Música y Buenas Letras de Málaga; o Académico correspondiente de la Real Hispanoamericana de Ciencias y Artes de Cádiz, en 1930. En 1927, con diecisiete años, es nombrado bibliotecario auxiliar de la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Badajoz, de la que era miembro de número desde ese año; y en 1929 se encarga de la catalogación de libros de la biblioteca del Instituto General y Técnico de Badajoz, donde había estudiado el bachillerato.

En 1931, a sus veintiún años, obtuvo una beca de la Junta Constructora de la Ciudad Universitaria de Madrid, a propuesta unánime de la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central, de la que era decano Claudio Sánchez Albornoz, para ampliar estudios en Francia y Bélgica, que disfrutaría varios meses. Moniño acompaña sus estudios con una actividad investigadora inaudita, así, desde 1926 sus publicaciones crecen con asombroso ritmo y enjundia, con títulos que evidencian no solo su amplitud y altura de miras, sino también las trazas fundamentales que caracterizarían sus investigaciones en la madurez: La imprenta en Jerez de la Frontera durante los siglos XVI y XVII (1564- 1699) (1928); Momentos románticos de hombres que se fueron (1929); Extremadura en América. Conquista del Perú y viaje de Hernando Pizarro… (1929); Dictados tópicos de Extremadura (1931); y un largo etcétera.

En 1933 ya es licenciado en Filosofía y Letras y en Derecho por la Universidad Central de Madrid e inicia una actividad docente como profesor de Instituto cuya progresión sería truncada por la Guerra Civil. Seguramente a Moñino le esperaba una cátedra de universidad, aunque el prestigio entonces de las cátedras de instituto no le andaba a la zaga al de aquellas. Tras obtener su licenciatura en Letras, se presentó en julio de 1933 a los cursos de selección para el profesorado de Segunda Enseñanza. En octubre sería designado para ejercer el puesto de profesor encargado de curso de lengua y literatura españolas en el Instituto Velázquez de Madrid, donde era titular de la cátedra Gerardo Diego, hecho este clave para explicar la escritura del mejor texto poético de Moñino: Pasión y muerte del arquitecto. Tiempo apócrifo de la Fábula de Equis y Zeda.

A partir de entonces sus actividades se multiplican asombrosamente, no perdiendo, sin embargo, una bizarra cohesión y coherencia internas que las sometían a un proyecto intelectual de vida trazado tempranamente, casi en los bordes de su infancia, y mantenido hasta su muerte. En 1934 es miembro de la sección hispanoamericana del Centro de Estudios Históricos, motor impulsor de los nuevos aires de la filología española desde comienzos de siglo. También es miembro de la junta directiva de la Asociación de Bibliotecarios y Bibliógrafos de España. En 1935 gana por oposición (y la dureza de aquellas oposiciones de instituto es sobradamente conocida) una cátedra de lengua y literatura española de instituto. Pese a un destino en el Instituto de Orihuela, continuaría hasta la Guerra Civil en el Instituto Velázquez y en el Benito Pérez Galdós, pues mientras le fue posible no salió de Madrid con su cátedra, aunque hubiera obtenido por concurso de méritos en la primavera de 1936 el traslado al Instituto Nacional de Bilbao. En 1935 la Junta para la Ampliación de Estudios, que había becado a lo más granado de nuestra intelectualidad desde principios de siglo, le concede una pensión para investigar en Francia y Portugal.

 

 

Moñino (de pie, el tercero por la derecha) en la Universidad María Cristina

de los PP. Agustinos de San Lorenzo de El Escorial. Hacia 1924

 

Al filo de la Guerra Civil española, que a la postre se convertiría como para tantos otros contemporáneos en una experiencia determinante en su vida, fue nombrado auxiliar técnico del Ministerio en la Junta de Protección del Tesoro Artístico Nacional, a cuyo servicio pondría desde agosto de 1936 el celo, esmero, honradez y conocimientos que caracterizaron a todas sus actividades. El cargo lo ocupa, dedicado a la salvaguarda del tesoro bibliográfico español, hasta poco tiempo después, ya  en plena Guerra, cuando protagoniza abiertas discrepancias con sus superiores en distintas acciones para la conservación del tesoro bibliográfico en grave riesgo de pérdida o destrucción, como las referidas a la Biblioteca de El Escorial. En este periodo, además, establecido en Valencia sufre diversas penalidades al ser denunciado injustamente por el Secretario de la Alianza de Intelectuales antifascistas de propagandista de la dictadura, así como de haber tomado parte en unos cursos organizados “Pro Eclesia et Patria” de la Junta Central de Acción Católica en 1934 y haber suscrito un manifiesto de esa entidad. Estas injustas difamaciones no hicieron, como reconoce el propio Moñino, sino socavar el poco crédito que el Ministerio tenía en él, y que derivó entre otras cosas en el veto a su persona, compartido con Dámaso Alonso y José F. Montesinos, para obtener en 1937 un lectorado en el extranjero, o en su cese como vocal de la Junta de Protección del Tesoro Artístico, pese a los impagables esfuerzos y servicios que Moñino había prestado, como avala el hecho de que pusiera en marcha en 1938 sin medios ni apenas capacidad de acción la Junta de Protección del Tesoro Artístico extremeño, dentro del Frente Extremeño y como simple soldado de los servicios auxiliares, cuyo destino rezaba: “Servicio de recuperación del Tesoro Artístico”.

 

Como señalábamos, al estallar la Guerra Civil se traslada forzosamente al Instituto Luis Vives de Valencia. En esta ciudad se casará en enero de 1939 con su novia María Brey, a quien había conocido a principios de los años treinta y que se convertiría en su inseparable compañera y colaboradora hasta el final de sus días.

Al terminar la Guerra Civil con la derrota de la República, Moñino, pese a todos los riesgos previsibles (baste leer el fragmento de su poema “El miedo” que se nos ha conservado, fechado en 1939), no quiere salir de España, no quiere abandonar Madrid, sabiendo que con ello se le hubiera ido media vida: las librerías de viejo, su biblioteca ya crecida y Madrid mismo, pese a ser entonces una ciudad en ruinas y desangrada. Todo ello, sin embargo, era, como expresó con acierto Juan Manuel Rozas, amigo del maestro en sus años de doctorando en Madrid, el “aire para el pájaro”. No imaginaba Moñino, que por entonces recibiría ofertas tentadoras de universidades extranjeras, que aquel aire se le haría finalmente irrespirable.

El previsto aguacero se le vino encima sin clemencia, como les ocurriera a tantos otros que vivieron su exilio interior en el  franquismo. Su persona se convirtió en una de las señeras “cabezas de turco” de la intelectualidad española para el Régimen franquista. Y se inicia contra él un expediente de depuración política como catedrático que le inhabilitaría durante más de veinte años para el ejercicio de la docencia, resolviéndose el mismo de manera vergonzante en 1966 al “condenarle” a traslado forzoso fuera de la provincia de Madrid por cinco años y sin poder desempeñar cargos directivos o de confianza, designándosele como destino el instituto de Valdepeñas en Ciudad Real. Por entonces Moñino era una figura internacional en el hispanismo, autoridad reconocida y respetada en el extranjero hasta cotas inusitadas, amén de, entre otras cosas, catedrático en la Universidad de Berkeley y Vicepresidente de la Hispanic Society of America.

 

 

En Berkeley, mayo de 1961, con motivo de la última lección del curso. Tras de Moñino aparece María Brey, así como algunos de sus futuros discípulos, como Arthur L. F. Askins (de pie, octavo desde la izquierda) y Stanko Vranich (de pie, undécimo)

 

 

Desde 1940 Moñino se vería obligado a luchar contra corriente y contra todo tipo de adversidades en su propio país, con un tesón y una voluntad encomiables, convencido como estaba de servir a una verdad intelectual superior. Así, en los años cuarenta, despojado de su cátedra y sin reconocimiento oficial alguno en su país a su anónima y callada labor, reemprende su ambicioso plan de vida consolado por el ejercicio de tertulias, primero el Café Gijón, luego el Café Lyón, en el que desempeñaría su impagable y generoso magisterio ante todo aquel avezado o bisoño investigador que reclamara su ayuda: era la “cátedra del Lyón”. De su servicial y portentosa sabiduría se ha escrito mucho, demostrándose así la gratitud que el hispanismo le debe. Sin embargo, no sólo fue un oneroso cerco de silencio oficial el que se cernió sobre su persona, sino que también ésta desde las más altas instancias recibió, además del ya mencionado expediente de depuración, los más incomprensibles reveses. Por ejemplo, tras ser albacea testamentario de José Lázaro Galdiano, muerto ya este y donadas su fortuna y colecciones a España, el gobierno franquista relegaría a Moñino a simple bibliotecario de la Fundación creada al efecto en 1948. Contrariamente en 1949 la Hispanic Society of America le nombraba “Corresponding Member” (sería miembro de número desde 1955). Otro capítulo vergonzoso en la colección de reveses oficiales padecidos por Moñino lo protagoniza la Real Academia Española. A partir de 1952 sería nombrado Académico Correspondiente de la RAE, a propuesta de Marañón y José María de Cossío, entre otros; sin embargo, el gobierno vetaría en 1960 su candidatura como miembro de número, presentada por Camilo José Cela, Dámaso Alonso y de nuevo José María de Cossío, veto que ignoraba no sólo la altura intelectual de Moñino reconocida sin escatimo en el extranjero, sino fundamentalmente su encomiable labor bibliográfica a favor de la Academia, por cuyo encargo había publicado hasta aquel momento obras tales como las Poesías inéditas de Meléndez Valdés (1955), Las fuentes del Romancero general (12 vols. 1957) y el Cancionero General de Hernando del Castillo, en edición facsimilar que reproducía la de Valencia de 1511, con una introducción bibliográfica, índice y apéndices del maestro (1958). Por aquel entonces, en plenitud de sabiduría, Moniño sembraba su saber en congresos y universidades extranjeras, recibiendo unánimemente el reconocimiento de maestro del hispanismo. Así, no sólo Berkeley, donde explicaría su cátedra varios cursos, sino también otras universidades americanas lo disfrutaron como conferenciante, es el caso de las universidades de Nuevo México, Santa Bárbara (California), Los Ángeles, Illinois, Michigan, Chicago, Columbia o Harvard. En Europa su prestigio no era menor como lo muestran sus conferencias en varias universidades francesas o la consideración del gran Marcel Bataillon hacia su persona, titulándole “Príncipe de los Bibliógrafos”. No es de extrañar, pues, que el hispanismo norteamericano le rindiera a tiempo, en 1966, aún vivo Moñino, un valioso homenaje que imprimiría la Editorial Castalia, a cuya fundación o remozamiento contribuiría Moniño en los años cuarenta, asesorando a los hermanos Soler, al abrigo de las prensas de la valenciana “Tipografía moderna”.

En 1968, dos años después del mencionado homenaje, y siendo ya su director Dámaso Alonso, la Real Academia Española, por fin, recibe en su seno al maestro, quien regalaría a la institución un discurso de ingreso modélico y memorable, Poesía y Cancioneros (siglo XVI). Las palabras de Camilo José Cela en la recepción del nuevo académico dejaron ver con evidencia, aunque sin menoscabo de prudencia y equilibrio, la trascendencia del ingreso de Moñino como reparación tardía de un error histórico: “Recibimos hoy en nuestra casa, señores académicos, a don Antonio Rodríguez-Moñino, a quien en la jerga del hampa se le diría, paradójicamente, El perjuro, quizá porque es uno de los pocos españoles que jamás juró en falso”.

 

 

Junto a Dámaso Alonso, Camilo José Cela y Guillermo Díaz-Plaja, en la Real Academia Española con motivo de su ingreso en 1968

 

 

Oportunamente la intelectualidad extremeña de la época, con quien Moñino guardaba estrechísimos lazos por sus continuos viajes a su tierra y su participación en cuantas  actividades le era posible, además de por su atención constante hacia autores y obras extremeños, también supo sumarse a aquellos reconocimientos dedicándole al maestro un emotivo número monográfico de la Revista de Estudios Extremeños (1968).

Sin embargo, poco tiempo después de estos felices hechos y reconocimientos tan merecidos, en plenitud de sabiduría y vigor intelectual, relativamente joven todavía, en 1970, recién vuelto de California y cuando su granada madurez auguraba un futuro fructífero, la muerte detuvo su vertiginosa vida, aunque ya no pudiera detener su fama y el beneficio y enseñanzas ingentes de su obra para las generaciones venideras.

 

BIBLIÓGRAFO, ERUDITO Y “GENEROSO AYUDADOR”

 

Uno de los mayores méritos de la ciclópea e intensa tarea intelectual de Moñino ha sido el de revitalizar y adecentar para la filología contemporánea la “Bibliografía”, que en sus manos dejó de ser el trebejo ancilar y secundario del crítico o historiador de la literatura para recobrar toda su valía y pertinencia. Es verdad que Moñino rompió moldes y viejos clichés al entender y hacer entender a quienes vinieran tras él el carácter esencial que para las bases del edificio literario (su construcción crítica) tiene la bibliografía. Por ello siempre sorprendieron sus conferencias, escritos o sus conversaciones y charlas de tertulia, pues en ellos la bibliografía nunca se mostraba como una ciencia exangüe, falta de vida, empolvada y alejada de la misma esencia de los libros que describía y catalogaba, sino antes bien se revelaba como una disciplina enamorada de la materia que la componía, a cuyo servicio se dedicaba sin reservas, sin ensimismamientos vacuos. Así la gran diferencia entre Moñino y el bibliógrafo común y al uso estribaba en lo que el mismo don Antonio advertía al comienzo de su magnífica conferencia “Construcción crítica y realidad histórica…”:

 

Tal vez, para desgracia de ese papel de bibliógrafo, tengo la debilidad de no considerar el libro sólo como unidad catalográfica, sino como expresión material de pensamiento y sensibilidad: quiero decir que los leo.

 

De ahí que el concepto de bibliografía se enriquezca o vivifique en sus manos, singularizando por contagio los conceptos de “bibliofilia” y “bibliófilo”. No en vano la inmensa mayoría de quienes se han referido al Moñino bibliógrafo han tenido que precisar la originalidad del maestro, por las fértiles consecuencias que la mencionada “debilidad” por los libros ha reportado a su obra. De hecho el Moñino “lector” de libros explica perfectamente las dosis creativas de su labor bibliográfica, nada desdeñables, así como su relación comprometida con la literatura.

Camilo José Cela en su ya citado discurso de recepción académica advertía con razón que Moñino “entiende la bibliografía como un algo al servicio de algo y arranca, en su pesquisa, desde muy atrás –desde la pura esencia de la poesía– para llegar hasta mucho más delante de lo que a nadie pudiera pedírsele: el entendimiento cuasi matemático de las motivaciones de la misma poesía”.

En consecuencia, para Moñino la bibliografía es algo “útil”, al servicio de algo, y por ello el bibliógrafo Moñino busca el principio de la “verdad” científica (honradez, exhaustividad), para fundamentar en ella su labor.

Antonio Rodríguez-Moñino encarnó las acepciones básicas del bibliógrafo y del bibliófilo, al dedicarse a la descripción y conocimiento de libros (y demás papeles), también los raros y curiosos, y de sus ediciones; y a catalogarlos, como pertenecientes a una materia determinada; y, al mismo tiempo, a sentir pasión por ellos.

 

 

La tertulia del Lyon. [De izquierda a derecha] Donald Allen Randolph, J. E. Varey, C. B.

Morris, A. S. Trueblood, Marcel BatailIon, Moñino, López Toro y Kenneth H. Vanderford.

 

 

Por otro lado, preteriendo ahora la variedad de materias determinadas a las que prestó atención bibliográfica, aunque nos interesará fundamentalmente la literatura, Moñino al “leer” los libros que describe y cataloga se adentra o interesa por la esencia de lo literario, cimentando la base que toda crítica textual o historia literaria debe tener, o bien corrigiendo falsos o equívocos cimientos, nada extraños en una ciencia filológica aún neófita a comienzos del siglo XX. De ahí que necesariamente su pasión de bibliófilo no se vea acompañada del acostumbrado celo avaro por el libro propio, sino que, concebido este como un objeto útil y transmisor de conocimiento (artístico o de otra índole), sea en efecto amado, mas sin interés, sea cuidado como criatura indefensa, mas sin clausura u ocultamiento alguno.

Por ello Moñino se convierte en una “rara avis” en el terreno de la bibliografía y de la bibliofilia, al ser un crítico potencial (resuelto en alguna muestra brillante de su capacidad de análisis literario) y un historiador de la literatura lucidísimo, sin olvidar, en palabras de Marcel Bataillon, que fue el más “generoso ayudador” de investigaciones ajenas, prestando o incluso regalando no sólo sus conocimientos sino también sus propios libros, manuscritos o preciados papeles. De manera que su temprana bibliofilia, bibliofilia esencial y etimológica, fue el preciado correlato y a veces valioso soporte de su actividad bibliográfica, la cual le colocó en una posición privilegiada para ejercer la crítica e historiar la literatura. Sin embargo, paradójicamente, la “verdad” vislumbrada en su rigurosa dedicación bibliográfica le hizo ser prudente, cuando no llegó a desencantarle, ante la construcción crítica de nuestra literatura.

 

 “EL TERCER HOMBRE”

 

Antonio Rodríguez-Moñino ha entrado por la puerta grande y por derecho propio en la historia de la bibliografía española y lo ha hecho ocupando el tercer puesto, en estricto sentido cronológico, tras de Nicolás Antonio y Bartolomé José Gallardo, el extremeño de Campanario.

Juan Manuel Rozas advirtió con acierto hace ya mucho tiempo que Moñino recibió dos de las vertientes esenciales de la bibliografía española: la que venía de Gallardo, auténtico “alter ego” para él a quien admiraría sin tasa, contribuyendo con varios estudios memorables y valientes a restaurar la maltrecha fama del gran bibliógrafo decimonónico (recuérdense títulos como Don Bartolomé José Gallardo (1776-1852). Estudio bibliográfico (1955), o Historia de una infamia bibliográfica. La de San Antonio de 1823. Realidad y leyenda de lo sucedido con los libros y papeles de don Bartolomé José Gallardo (1965)).

La vertiente que Moñino recibe proveniente de Gallardo era aristocrática, incluso lúdica (recordemos la benéfica confusión entre ocio y trabajo en Moñino, ya mencionada), y, como puntualiza Rozas, “bibliofílica”.

          La otra vertiente le venía de don Marcelino Menéndez Pelayo y no era bibliofílica, sino antes bien historicista y científica, al servicio directo de la construcción de la historia de la cultura española. Nótese que en el verano de 1934, en plena madurez granada pese a su juventud, Moñino pasará el verano en Santander, recabando información para sus trabajos en curso, por ejemplo sobre Francisco de Aldana, consultando la Biblioteca de don Marcelino Menéndez Pelayo, además de asistir seguramente a la Universidad de verano, donde coincidiría con destacadas figuras jóvenes de la nueva literatura del momento como Gerardo Diego, Jorge Guillén o Dámaso Alonso.

Lo importante es que ambas vertientes o tendencias bibliográficas se conjugan y armonizan en Moñino dando lugar a una personalidad singularísima en lo bibliográfico y en lo literario. Así, en tanto bibliógrafo “a lo Gallardo”, Moñino será un consumado bibliófilo, erudito degustador de lo concreto, escondido y raro; pensemos, por ejemplo, al respecto, en sus vastos estudios locales básicamente abordados en la primera etapa de su vida, aunque nunca abandonados del todo. Mientras que, en tanto bibliógrafo “a lo Menéndez Pelayo”, supo poner sus conocimientos y afición al servicio de la construcción científica de la cultura literaria de nuestro país en algunas de sus líneas directrices y más ambiciosas, como es el caso, por ejemplo, de sus trabajos sobre el Siglo de oro. La singularidad de Moñino en una y otra vertiente estribaría en el continuo trasvase entre ambas y aun en la armonización de las mismas, fuera cual fuese la materia abordada. De esta manera sus estudios locales no son una mera acumulación erudita de trabajos, sino peldaños preliminares o ya maduros de una andadura investigadora sólidamente trabada (recuérdense sus trabajos sobre el teatro extremeño del siglo XVI o sobre los poetas de esa misma época –trabajos tan asombrosamente precoces–, o bien sus trabajos sobre Aldana, Zapata, el mismo Gallardo o sobre la imprenta en Extremadura desde el siglo XVI al XVIII, o sobre el Folclore extremeño, etc., etc.). Todos estos trabajos no son el fruto de un localismo alicorto sino el resultado de una visión de lo propio como patrimonio de todos, con rango universal.

 

 

Con su esposa María Brey  en la Hispanic Society de Nueva York, en 1962

 

 

Por otra parte, sus proyectos más ambiciosos no están faltos del pormenor más insospechado, de la cita erudita más difícil por rara. De todo ello resulta una asombrosa conjunción de, por un lado, una amplitud de miras ejemplar, que va desde lo más concreto a lo general; y, por otro lado, de una profundización rigurosa en todo lo tratado. Consecuentemente sería tarea prolija relatar pormenorizadamente sus aportaciones, reflejo de sus rastreos bibliográficos y lecturas innúmeras en archivos y bibliotecas públicas y particulares de España, Europa y América a lo largo de una intensísima vida de trabajo, que ni siquiera la Guerra Civil detuvo, al dedicar el maestro durante tan negro periodo sus esfuerzos a la conservación y rescate del Patrimonio bibliográfico español, como hemos comentado.

Puede bastar al lector interesado en dicho pormenor consultar las bibliografías del maestro: por ejemplo, en 1955 Moñino publica en Castalia un tomito en octavo de 55 páginas con sus entradas bibliográficas hasta la fecha, y aún faltaban quince años de fecundísima tarea.

Si hacemos un rápido repaso de sus trabajos y empresas editoriales de mayor calado en la bibliografía y filología españolas contemporáneas, repaso que pueda ilustrar al lector menos familiarizado con su obra, el balance es portentoso.

          En lo referido a la historia y crítica literaria, sus investigaciones y publicaciones, de la mano de un ejercicio humanístico de la bibliografía, deben valorarse, aun a costa de no mencionar ahora buena parte de su producción en esa línea, a la luz de lo que afirmara Juan Manuel Rozas al poco tiempo de morir Moñino:

 

En lo que respecta a la lírica de los siglos XV, XVI y XVII una buena parte de lo que se ha hecho en los últimos años, está de alguna manera, en lo textual, erudito y bibliográfico, en relación directa con Moñino.

 

Desde 1949 y hasta 1954 la editorial Castalia publica una colección de “Cancioneros españoles” bajo la dirección de Moñino, en la que aparecieron varios cancioneros prologados por investigadores como José Manuel Blecua, Eugenio Asensio, Margit Frenk Alatorre e incluso por su entrañable amigo y gran bibliófilo Antonio Pérez Gómez. De los diez volúmenes publicados, Moñino es responsable de seis: el Cancionero llamado danza de galanes (1949), el Cancionero llamado vergel de amores (1950), el Cancionero gótico de Velázquez Dávila (1951), los Cancioneros de Timoneda Enredo de amor, Guisadillo de amor y El truhanesco (1951), el Espejo de enamorados (1951) y los Cancionerillos góticos castellanos (1954).

Fuera de esta colección, en Madrid y en tirada aparte, publica en 1950 el Cancionero manuscrito de Pedro del Pozo, y en 1951, en Castalia de nuevo, su Jardincillo de romances del siglo de oro.

En 1953 inicia otra colección no menos valiosa para el conocimiento básico de la realidad textual de nuestra literatura áurea: “Floresta. Joyas poéticas españolas”, que también albergaría su querida editorial Castalia y donde colaboraron destacadísimas figuras como Wardropper, Santiago Montoto o Fernández Montesinos. También en “Floresta” se publicarían varias joyas bajo su directa tutela. Así, como número uno de la colección, se publicó la Silva de varios romances, la edición de Barcelona de 1561 (1953); y seguidamente la Flor de romances, glosas, canciones y villancicos, según la edición de Zaragoza de 1578 (1954). Ese mismo año y junto a Daniel Devoto publicaría el Cancionero llamado flor de enamorados de 1562, y seguidamente la Segunda parte del Cancionero General, según la edición de Zaragoza de 1552 (1955); de nuevo junto a Devoto, las Rosas de romances de Timoneda de 1573 (1963); la Silva de varios romances, recopilada por Juan de Mendaño en 1588 (1966); y, finalmente, la Primera parte de los romances nuevos, compuestos por Hieronimo Francisco Castaña, aparecidos en Zaragoza en 1604 (1966).

Por otra parte no pueden olvidarse otras obras claves en esa ciclópea recuperación de las bases bibliográficas y textuales de nuestra literatura áurea, algunas ya citadas, como Las fuentes del Romancero general (1957), su edición facsimilar del Cancionero General de Hernando del Castillo de 1511 (1958), del que aparecería un suplemento en 1959; la edición con los facsímiles de Los pliegos poéticos de la colección del Marqués de Morbecq (1962); el Cancionero general de la doctrina cristiana de J. López de Úbeda (1962 y 1964); los Cancionerillos de Munich y Las series valencianas del Romancero nuevo (1963); o, finalmente, la Silva de romances, según la edición de Zaragoza de 1550-1551 (1970).

A toda esta ingente y valiosísima actividad investigadora y producción editorial, hay que añadir, situados en la última etapa de la vida del maestro, al menos tres trabajos fundamentales en tanto que revelan claramente no sólo la capacidad crítica del bibliógrafo, sino también, y esto es muy importante por las consecuencias futuras que tuvo, su calidad como orientador y teórico en los arduos problemas de la lírica del Siglo de oro, nos referimos a Poesía y cancioneros (siglo XVI) (discurso de ingreso en la Real Academia Española, 1968); a Construcción crítica y realidad histórica en la poesía española de los siglos XVI y XVII (redactado en 1963, como texto de la conferencia presentada en el IX Congreso Internacional de la Federación Internacional de Lenguas y Literaturas Modernas, celebrado en Nueva York. 1968); y, por último, con carácter póstumo (se publicaría bajo la coordinación de Arthur L. F. Askins, su discípulo en Berkeley), a su monumental Manual bibliográfico de Cancioneros y Romanceros (impresos durante los siglos XVI y XVII) (la obra se publicó en cuatro tomos, dos para el XVI y dos para el XVII, desde 1973 a 1978), cuyos materiales, a falta de la introducción y últimos retoques, se trajo Moñino de Berkeley en la primavera de 1970, pocos meses antes de morir en junio de aquel año.

 

LAS NUPCIAS CON LA LITERATURA

 

Como efecto secundario inevitable del mal que aquejó a Moñino durante toda su vida: el amor y el estudio del libro, no solo antiguo, y especialmente el literario, amor y estudio que le llevaban a leerlos además de catalogarlos, no es extraño que el gran bibliógrafo y bibliófilo a lo largo de su vida, y a manera de descanso, desahogo, complemento y hasta divertimento respecto de su ocupación investigadora principal, emprendiera diversas aventuras relacionadas directamente con la actualidad literaria de su tiempo, con la vida literaria que le concernía, primero en una espléndida y rutilante “Edad de Plata” y después en una difícil posguerra en la que toda ayuda reconstructora era poca. Estas felices “nupcias con la literatura” tuvieron varios caminos, entre los que destaca, para asombro de muchos, el de la creación literaria, que en fin de cuentas es el más excelso de todos, el camino por antonomasia.

Entre las varias aventuras emprendidas por Moñino no prestaremos ahora atención a empresas tales como las series o colecciones fundadas o dirigidas por él, del talante de la “Biblioteca de erudición y crítica”, de “La lupa y el escalpelo”, de “España y españoles”, o incluso la famosa colección “Clásicos Castalia”, cuya renombrada fama como instrumento eficacísimo de acercamiento de los clásicos al lector moderno no es gratuita. Tampoco nos referiremos a su revista El criticón (Papel volante de letras y libros), continuadora de la de su admirado Gallardo, y de la que aparecerían solo dos números (en 1934 y en 1935); o bien a Bibliofilia, otro proyecto interesantísimo. En esta misma línea de animación incansable del gris panorama literario, libresco, cultural y erudito de la posguerra, Moñino puso en marcha también, como complemento directo de su pasión bibliofílica, dos pequeñas colecciones dirigidas literariamente por él: “Gallardo (colección de opúsculos para bibliófilos)” e “Ibarra”, subtitulada de la misma manera, colecciones iniciadas en 1947 y a finales de 1948, respectivamente.

Realmente las referidas “nupcias con la literatura” de Moñino se refieren fundamentalmente a tres cuestiones: en primer lugar su creación de una colección de “Prosistas contemporáneos” (1952- 1957), en la que aparecerían ocho entregas, entre las que destacan por su significación en la literatura del mediosiglo obras como Los bravos de Fernández Santos, Baraja de invenciones de Camilo José Cela, Historia de una tertulia de Antonio Díaz-Cañabate, El hombre y lo demás de Jorge Campos, El santero de  San Saturio de Juan Antonio Gaya Nuño o Smith y Ramírez, S.A. de Alonso Zamora Vicente.

En segundo lugar, su creación paralela y complementaria a la colección “Prosistas contemporáneos” de Revista española (1953-1954), dedicada a la creación literaria, en prosa fundamentalmente, así como a ensayos de arte, música, teatro y cine, y en la que, bajo el patronazgo de Moñino, actuaban como redactores tres jóvenes promesas de aquellos años: Ignacio Aldecoa, Rafael Sánchez Ferlosio y Alfonso Sastre. En Revista española aparecieron, pese a su corta y desdichada vida (seis números en apenas un año de recorrido, y a paginación seguida) los nombres de buena parte de lo más granado de la juventud literaria española de los primeros años cincuenta, como Ignacio Aldecoa, Rafael Sánchez Ferlosio, Jesús Fernández Santos, Juan Antonio Gaya Nuño, Carmen Martín Gaite, Josefina Rodríguez, Medardo Fraile, Alfonso Sastre, Juan Benet o Carlos Edmundo de Ory. Nótese que tanto la colección de “Prosistas” como Revista española nacieron y vivieron al amparo de Castalia y de la valenciana Tipografía Moderna de los hermanos Soler.

Y en tercer lugar, su exigua e inconstante dedicación a la creación poética. Aunque en realidad se tratara de una dedicación o pasión desconocida e insospechada por muchos, Moñino escribió versos y publicó algunos de ellos; sin embargo, la trayectoria de su prometedora biografía poética revela las lógicas vacilaciones e inseguridades propias de quien sacrificó una capacidad creadora indudable, por lo que apuntan los ejemplos conservados y conocidos, en aras de una absorbente labor investigadora y erudita. Es difícil saber, por la documentación conocida, si Moñino llegó a plantearse al abandonar la escritura de versos que la poesía fue una gracia que no quiso darle el cielo, o incluso, dada la espléndida época poética que le toco vivir –la Edad de Plata y el mediosiglo– que sus poemas no pasaban de ser ecos epigonales de una gran lírica leída y conocida por él de primera mano. Ello explicaría las reservas que siempre tuvo en la publicación de sus textos, el tono palinódico en sus escasas publicaciones de poemas o el refugio en la privacidad de la carta que dispensó a algunos de sus ejercicios líricos. Sea como fuere, es indudable el oficio del maestro, su conocimiento del medio expresivo empleado y el desenfado y tono lúdico, como de divertimento, que aplica a su quehacer lírico en muchas ocasiones. Por todo ello no tendría demasiado sentido comparar la creación lírica de Moñino conocida con la creación poética de su época, la de los hombres de la llamada Generación del 36 o incluso la de los hombres del Veintisiete, a los que Moñino conoció y trató hasta la Guerra Civil, sencillamente porque Moñino nunca ejerció de poeta público en su momento. Sus tentativas poéticas, con las características apuntadas, lejos de estorbar sus trabajos prioritarios, complementaron su pasión y dedicación absorbente a la bibliografía y a la bibliofilia, afianzando sus “nupcias con la literatura” en feliz maridaje con sus otros proyectos mencionados.

Los escasos textos poéticos de Moñino conservados (o conocidos) y la aún más escasa publicación de los mismos nos obligan a ser cautos a la hora de presumir una intensa labor creativa en el gran erudito. Más bien cabe pensar, por las trazas descubiertas de su dedicación poética, que estamos ante un poeta malogrado, quizá desengañado y desde luego con poco tiempo y sosiego para escribir versos.

Sus “Cinco poemas viejos”, compuestos en el lapso 1927-1933 y que Moñino publicó en 1949 en la cacereña revista Alcántara (“No, no, no”, “Liberación”, “Nocturno”, “Robinsón de bibliotecas” y “Epicedio por la muerte de Dafnis”), delatan por las circunstancias y características de su publicación (fecha tardía, revista local y epígrafe significativo) la distancia que su autor reconoce entre el presente y aquel temprano y bisoño ejercicio lírico de juventud.

 

 

En el  café Lyon de Madrid, donde celebraba su famosa tertulia y ejercía su “cátedra”

 

Su mejor texto, Pasión y muerte del arquitecto. Tiempo apócrifo de la Fábula de Equis y Zeda, compuesto en 1934, se editó mucho después en edición no venal de veinticinco ejemplares, quizá no distribuidos íntegramente, y sin la firma del autor.

 

Su poema “El miedo”, fechado en 1939, único texto que conocemos de su “poesía en la guerra o inmediata posguerra” (a la que habría que añadir el “Brindis” de Pasión y muerte…, compuesto en 1937), en realidad nunca fue publicado, pues sólo conocemos el fragmento manuscrito por Moñino en el “Cancionero” poético de autógrafos contemporáneos de su buen amigo José María de Cossío, conservado en la Casona del Señor de Tudanca (y en cuyas páginas Moñino también manuscribió su poema “Epicedio por la muerte de Dafnis”, fechado en agosto de 1931 y “Nocturno”, fechado en 1933).

A esta parca gavilla de textos, cabría añadir algún poema manuscrito de Moñino, copiado por el maestro en cartas a amigos, y que testimonia una suerte de poesía de circunstancia, compuesta a propósito de un asunto concreto, pero que revela la facilidad y oficio de Moñino y su gusto por el juego poético, heredero al fin y al cabo de la moda áurea tan bien conocida por él, pero que dista mucho de una escritura poética trabada, intensa, supeditada al ciclo de escritura de un libro.

          Todos los textos poéticos de Moñino conocidos hasta la fecha tienen, sin embargo, un valor inusitado como contrapunto artístico-vital en la personalidad íntegra del gran bibliógrafo, pues su personalidad intelectual quedaría, sin ese rostro poético apuntado, necesariamente trunca o incompleta.

Incluso, cabe afirmar que, pese a ser escasos los poemas conservados, su naturaleza y contexto de escritura sorprenden benéficamente al lector, pues Moñino se nos presenta no como un simple aficionado o allegado oportunista al terreno poético, sino antes bien como un creador consciente, osado (con su adarme de vanguardia) e incluso tímidamente vocacional. Sólo así podemos explicarnos que junto a textos vacilantes e inconexos entre sí, como los citados “Cinco poemas viejos”, en los que el autor apunta varias direcciones o vías de escritura posible, obediente a distintos impulsos inspiradores: desde su pasión bibliográfica o bibliofílica, hasta la traducción de los clásicos latinos, pasando por el tema amoroso transido de la experiencia propia; encontremos un poema mayor como Pasión y muerte del arquitecto…, que no sólo es un ejercicio de imitatio, un comentario lírico de otro texto en una suerte de diálogo poético muy barroco, sino también un salto al vacío para el poeta, un reto poético de envergadura en la más estricta tradición creacionista. Moñino abordaba en su “tiempo apócrifo” nada más y nada menos que uno de los textos más sorprendentes, bizarros y difíciles de la poesía española de los años veinte y primeros años treinta, aparentemente escrito al amparo del furor neogongorino que protagonizó el Veintisiete, pero realmente compuesto bajo la batuta del creacionismo poético más exigente, que tiene en textos como Altazor de Huidobro algunos de sus principales hitos. Nos referimos a la Fábula de Equis y Zeda de Gerardo Diego, poema “adrede” creacionista cuyo tiempo de escritura, dilatado y complejo, testimonia las dificultades del reto. Algún fragmento del poema de Diego se anticipó en revistas antes de su publicación completa en la revista mexicana Contemporáneos (en 1930) y de su primera edición exenta y no venal en la editorial mexicana Alcancía en 1932 (en edición de 50 ejemplares numerados). La rareza del texto dice mucho de la atención de Moñino también a los raros contemporáneos, aunque las causas de la escritura de su tiempo apócrifo se encuentren en circunstancias bien conocidas y mencionadas anteriormente. El texto del “tiempo apócrifo” de la Fábula..., pues, no es un comentario rancio ni erudito, ni un poema deudor de las pasiones bibliográficas de su autor, como ocurre con alguno de esos “Cinco poemas viejos”, como el titulado “Epicedio por la muerte de Dafnis”, perfectamente explicable por la moda de rescates fabulísticos áureos que proliferaron en la República; sino que es un texto absoluta y rabiosamente contemporáneo, que ha sabido leer la compleja construcción creacionista de Diego y ha osado continuarla, asumiendo el cascarón o máscara métrica de la sexta rima, como portentosa y libérrima “vuelta a la estrofa”, ya proclamada por Diego y el Veintisiete.

Es cierto que el poema de Moñino no es una “creación” original, lo que podría resultar paradójico al ser un poema creacionista el texto que continúa y al ser creacionista la arquitectura y urdimbre metafórica que adopta el propio Moñino en su texto, a fin de no desvirtuar la relación entre el original y el apócrifo. Pero no es menos cierto que todo ello contribuye a destacar las dosis de juego y de artificio, de “escritura adrede” que Moniño sabe entender muy bien en el poema de Diego, en cuyo comentario libre se ejercita, sin óbice de comprender la “pasión humana concreta” que encerraba la Fabula de Equis y Zeda, y que se refleja en las palabras elegidas por Moñino para el título de su “tiempo apócrifo”: “pasión” y “muerte”. Aunque sólo nos hubiera llegado este poema de Moñino bastaría para destacar dos cualidades innegables en él no suficientemente conocidas ni apreciadas: sus dotes de poeta y su fina sensibilidad como lector de poesía. De la conjunción de ambas resulta un texto como Pasión y muerte…, capaz de construir un comentario del texto dieguino obediente a lo que su autor sugirió cuando invitó a sus discípulos y amigos a continuarlo: que estuviera adecuado “a la poética y a la poesía de nuestro siglo”. El propio Diego no escatima elogios a Moñino en su ensayo sobre este “enigma bibliofílico”: “poeta sensible, eufónico y perfecto versificador, cultísimo conocedor del culteranismo y de la poesía de aventura del siglo XX, y en especial de la creacionista”.

          El citado fragmento de “El miedo”, poema compuesto en el ambiente angustioso del final de la Guerra Civil, testimonia no tanto una actitud o experiencia vital del autor, sino fundamentalmente la necesidad que Moñino tenía de dar cauce a dicha actitud y experiencia a través de la poesía.

A todo ello puede añadirse un dato curioso y poco conocido, y desde luego clave, en nuestra opinión, para comprender el truncamiento de una escritura poética más o menos continua y para la que el autor tenía indudables dotes, escritura que debería de haber desembocado en la definitiva epifanía poética de Moñino con la publicación de un libro de versos. Nos referimos a la concurrencia anónima de nuestro “poeta” a una de las primeras ediciones del Premio Adonais, en 1943 o en 1947. A día de hoy el archivo personal de Moñino está en proceso de catalogación. Quizá el futuro próximo nos depare la sorpresa de aquel original hoy perdido y del que nadie consultado sabe nada.

          Conjeturas aparte, la “realidad histórica” es que la última noticia apreciable de la relación entre Moñino y la creación poética es de 1949 (sus “Cinco poemas viejos” ya citados) y esta, como apuntábamos, con carácter palinódico, lo que nos permite concluir que en tales fechas el maestro había dado por terminada su fiebre poética juvenil.

Al mismo tiempo, y al socaire de esa vocación poética truncada, en la dura posguerra y tras el relanzamiento de la editorial Castalia bajo su sabia mano, la actividad investigadora de Moñino crece y se intensifica, como hemos comentado; y sus nupcias con la literatura adoptan otros rostros, como la citada colección de prosistas –no de poetas– y la creación de Revista española.

Otras preocupaciones y afanes literarios absorbieron la atención del maestro en su florecida madurez, quedando la poesía conminada al predio de la investigación bibliográfica que tan grandes beneficios depararía a la filología española de nuestro tiempo.

 

 

BIBLIOGRAFÍA

 

 

 

Moñino delante de la Biblioteca Pública de Nueva York en  agosto de 1961

 

 

1.- LA OBRA DE ANTONIO RODRÍGUEZ-MOÑINO

 

Para tener cabal idea de la amplísima obra de Antonio Rodríguez- Moñino debe acudirse a sus varias Bibliografías, publicadas por la editorial Castalia en sucesivas ediciones ampliadas: 1950, 1955, 1958 y 1965. También puede consultarse la bibliografía del maestro relacionada al final del Tomo II del Homenaje de los hispanistas norteamericanos, publicado en Castalia en 1966. Para la obra específicamente extremeña de Moñino, véase la enumeración de Manuel Pecellín en Literatura en Extremadura, t. II, Badajoz, Universitas Editorial, 1981, págs. 269-272. Las obras de finales de los años sesenta o publicadas póstumamente se citan en las páginas de este volumen.

 

2.- ESTUDIOS SOBRE ANTONIO RODRÍGUEZ-MOÑINO

 

ALONSO, Dámaso: “Antonio Rodríguez-Moñino, bibliófilo ejemplar”, en Del siglo de oro a este siglo de siglas, Madrid, Gredos, 1968, págs.190-202  [publicado inicialmente en Escorial, nº 50, t. XVII, Madrid, 1944, págs. 149-155].

BATAILLON, Marcel: “Moñino: saber, laboriosidad, hombría de bien”, en Ínsula (Homenaje a Antonio Rodríguez-Moñino), nº 287, año XXV, Madrid, octubre de 1970, pág. 1.

          BERNAL SALGADO, José Luis: “Nota introductoria” y edición de Pasión y muerte del arquitecto de Antonio Rodríguez-Moñino, en Gálibo. Revista de literatura, nº 3, marzo de 1985, págs. 31-49.

 ________ “La poesía de Antonio Rodríguez- Moñino”, en Revista de Estudios Extremeños, t. XLII, nº I, enero-abril de 1986, págs. 77-96.

          ________ Dos casos de marginación: Antonio Rodríguez-Moñino y Francisco Valdés, Mérida,  Editora Regional de Extremadura (col. Cuadernos populares, 34), 1991.

          ________ Rodríguez-Moñino, Badajoz, Diario HOY (col. Personajes extremeños, 30), 1996.

          ________ “Nota a la edición de un enigma”, en Gerardo Diego, Pasión y muerte del arquitecto. Un enigma bibliofílico, col. Pliegos La Sorpresa, 4, Santander, Fundación Gerardo Diego, 2010.

 CANO, José Luis: “Rodríguez-Moñino y Revista española”, en Ínsula, op. cit., pág. 4.

          CELA, Camilo José: Discurso de contestación a don Antonio Rodríguez-Moñino en su recepción pública en la Real Academia Española, Madrid, Real Academia Española, 1968, págs. 143-154 [El Folleto contiene en primer lugar el citado discurso de Moñino, “Poesía y Cancioneros (siglo XVI)”. El discurso de Cela fue reproducido fragmentariamente en el nº homenaje de la Revista de Estudios Extremeños. Vid. Infra].

          DIEGO, Gerardo: “Pasión y muerte del arquitecto. Un enigma bibliofílico”, en Homenaje a la memoria de don Antonio Rodríguez-Moñino, Madrid, Castalia, 1975, págs. 223-227. [El texto se ha rescatado recientemente en el citado pliego de “La Sorpresa”, 4, de la Fundación Gerardo Diego, 2010].

          FILGUEIRA VALVERDE, José: “Rodríguez- Moñino”, en Homenaje a la memoria de don Antonio Rodríguez-Moñino, op. cit., págs. 229-231.

          JURADO MORALES, José: “Revista española (1953-1954)”, en Revistas literarias españolas del siglo XX (1919-1975), ed. y coord. de Manuel J. Ramos Ortega, vol. II (1939-1959), Madrid, Ollero y Ramos, 2005, págs. 313-351.

          MALDONADO, Felipe C. R.: “El último libro”, en Ínsula, op. cit., pág. 4.

PECELLÍN LANCHARRO, Manuel: Literatura en Extremadura, t. II, Badajoz, Universitas Editorial, 1981, págs. 263-284.

          RODRÍGUEZ-MOÑINO SORIANO, Rafael: La vida y la obra del bibliófilo y bibliógrafo extremeño D. Antonio Rodríguez-Moñino, Madrid, Beturia, 2002 (2ª ed.).

          ROZAS, Juan Manuel: “Por su mucha antigüedad y autoridad”, en Ínsula, op. cit., págs. 1, 3 y 12.

 ________ Los periodos de la bibliografía literaria española ejemplificados con los bibliófilos extremeños, Cáceres, Universidad de Extremadura (col. Trabajos del Departamento de Literatura, 4), 1983.

          SEGURA ONTAÑO, Enrique: Notas biográficas de Antonio Rodríguez-Moñino, Badajoz, Diputación de Badajoz (Institución de Servicios Culturales), 1971.

 VIDAL CARRETERO, Sergio: La Revista española en el panorama narrativo de posguerra, Madrid, Pliegos, D. L. (col. Pliegos de ensayo, 214), 2010.

 

 3.- HOMENAJES

 

Homenaje a Rodríguez-Moñino: Estudios de erudición que le ofrecen sus amigos o discípulos hispanistas norteamericanos, 2 vols., Madrid, Castalia, 1966.

          Revista de Estudios Extremeños, t. XXIV, nº III, Badajoz, Diputación de Badajoz, septiembre-diciembre de 1968 [incluye interesantísimas colaboraciones de Segura Ontaño, Miguel Muñoz de San Pedro, Camilo José Cela, Diego Angulo, López de Toro, Lázaro Carreter, Julio Caro Baroja, Figueroa y Melgar, Joaquín del Val, Condesa de Romanoes, Antonio Pérez Gómez, Stanko B. Vranich, Elías L. Rivers, José Luis Cano (se trata del artículo luego reproducido en Ínsula), Ramón Solís, Felipe C. R. Maldonado y Tomás Rabanal Brito].

 Ínsula (Homenaje a Antonio Rodríguez-Moñino), nº 287, año XXV, Madrid, octubre de 1970 [con motivo de la muerte de Moñino, Ínsula incluye en este número misceláneo los citados artículos de Bataillon, Rozas, Maldonado y Cano].

Alcántara, nº 161, año XXVI, octubre-noviembre-diciembre de 1970 [con motivo de la muerte del maestro Alcántara recoge colaboraciones de Dámaso Alonso, Miguel Muñoz de San Pedro (Conde de Canilleros), Dalmiro de la Válgoma y Díaz-Varela, Alfonso de Figueroa y Melgar (Duque de Tovar), Antonio Pérez y Pérez, Antonio López Martínez y Guillermo Díaz-Plaja. La revista Alcántara ha reeditado facsimilarmente y en separata adjunta a su número 72-73 de enero-diciembre de 2010 aquel homenaje de 1970]

Homenaje a la memoria de don Antonio Rodríguez- Moñino, Madrid, Castalia, 1975.

 



[1] Este texto reproduce el estudio preliminar del libro de José Luis Bernal Salgado, Antonio Rodríguez-Moñino: un extremeño universal. Badajoz: Junta de Extremadura, Editora Regional de Extremadura, 2010, 125 pp. Agradecemos a la Editora Regional de Extremadura la autorización que ha hecho posible incluir este texto en Tonos Digital.