REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


REFLEXIÓN SOBRE EL HUMOR EN LA ANTIGUA GRECIA Y ROMA

Alfonso Ortega Carmona

(Doctor honoris causa de la Universidad de Murcia)[1]

 

 

Excmo. Sr. Presidente de la Comunidad

Autónoma de la Región de Murcia

Excmo. y  Magfco. Sr. Rector

Excmo. Sr. Presidente del Consejo Social

Excmas. e Ilmas. Autoridades

Profesores, Personal de Administración y Servicios.

Estudiantes.

Señoras y Señores.

 

 

   DOCTORES, MAESTROS Y GRACIAS

 

   La vez primera que, dentro de una lengua, la latina, madre de nueve idiomas actualmente hablados en Europa y uno de ellos en diecinueve de América, aparece el vocablo Doctor, fue en el escritor y político Cicerón (Orator I, 6), quien también por primera vez lo vincula expresamente a la designación de doctor rhetoricus, (Orator I 19), el que enseña a hablar bien. Desde entonces adquiere tanto prestigio esta palabra, como término alternativo a la más antigua de magister –el que hace más (magis) a sus oyentes o aprendices-, que hasta el mismo Quintiliano, maestro de Retórica, no tuvo reparo alguno en utilizarla para señalar a quienes preparaban a ser más a otros en el blandir la espada y lanzar la red, a los antiguos técnicos del circo romano: palaestriti doctores, a los enseñantes en la palestra (Institutio Oratoria, XII, 2.12).

   Pero como expresión significativa, por excelencia, de la enseñanza intelectual, se ennoblece de manera que los cristianos la reservaron para nombrar, desde los primeros testimonios de su literatura latina, al Apóstol Pablo, al doctor, al enseñante o evangelizador de las naciones. El tránsito para el uso de esta denominación, como título propio, se nos presenta en la designación de los llamados Padres de la Iglesia como Doctores Ecclesiae. En esta tradición medieval los Cartularios de París conceden desde el siglo XIII este título – doctores –a ciertos distinguidos magistri de la Sorbona, para ponderar el singular éxito de algunos enseñantes sobre los restantes maestros, con la prerrogativa de enseñar sin límitación territorial en cualquiera de las Universidades de la Cristiandad. Así debe entenderse el Doctor angelicus o universalis, para nombrar a Santo Tomás de Aquino o al Doctor subtilis, con el que se conoce al franciscano inglés Juan Duns Escoto, por fin beatificado por Juan Pablo II.

   Pero ha de recordarse que esta aplicación nominal era en el lenguaje académico una concesión honorífica, un cierto acto de gracia, ya que con él se intentaba aproximar su autoridad a los cuatro grandes de la Iglesia Latina, San Ambrosio, San Agustín, San Jerónimo y San Gregorio Magno, el único Papa que comparte el elogio de Magno con León I. Y el pueblo, tan inclinado al cambio, tanto a los rechazos, racionales o no, como a los ensalzamientos súbitos, hizo uso de esta generosidad llamando doctor, tenga título o no, legítimamente adquirido, a quien intenta curar dolencias y a veces o con frecuencia lo consigue.

   En esta misma corriente de dádiva de gracia la Universidad Europea, desde principios del siglo XX, compartió similar generosidad dispensando el don académico de doctor honoris causa a quienes considere tener merecimientos especiales, bien sea en la promoción de la ciencia o de la investigación, por su apoyo económico, ya que para ello no es necesario el ser docto o enseñado en ellas -también a políticos-,o bien porque en virtud de una larga experiencia docente o investigadora se juzque que alguien pueda recibir este laureado nombramiento,

   Es cosa patente que en uno y otro caso se trata de un acto de gracia, cosa no merecida, ya que este título no es recompensa a un especial rendimiento, a un singular trabajo, a la exigida Tesis Doctoral y al examen riguroso, conocido eliminador del apetito y del sueño. Por ello la denominación más justa, en la opinión del filólogo, no tendría de ser honoris causa, pues causa denota , como originario término jurídico, una exigencia a prueba de tribunales, como indicó Cicerón en su Primer Discurso contra el corrupto Verres (al mencionar a Curión, cónsul del año 76, a quien considera varón honoris causa, por exigencia justa del honor a él debido, I, 7), sino honoris gratia, una distinción en la que sobreabunda la benevolencia y la gracia sobre otras pretensiones posiblemente justificables. En este mismo sentido introdujo Plinio el Viejo la expresión brevitatis gratia, con el favor de la brevedad (Naturalis Historia,XVIII, 25), y exempli gratia, con la gracia o beneficio de un ejemplo (ibídem II, 17).

   Así desearía yo hoy responder cabalmente a la gracia, que aquí se me dispensa, con profundo y emocionado agradecimiento. Gracias a la Facultad de Letras y al Claustro de Profesores, a toda la Universidad de Murcia, al Excmo. y Magfco. Sr. Rector, Dr. D. José Ballesta Germán, por haber estimado aceptable mi incorporación al grupo de sus Doctores Honoris Causa, y gracias a mi buen amigo y Padrino, el Dr. D. José García López que, como profundo conocedor de la música griega, ha querido armonizar y mejorar aquí mi presencia con su tono amable y generoso.

   Y como estas gracias reclaman, según rito y costumbre académica, alguna aportación obligada a la gracia concedida, concedan Ustedes que yo reflexione sobre algo que tiene que ver con gracia, cuyos sinónimos señala el Diccionario de la Real Academia en chiste, dicho agudo, discreto, y donaire; especialmente con el abarcante concepto del humor entre antiguos griegos y romanos.

 

 

HUMOR EN GRECIA Y ROMA

 

   De romanos y griegos tenemos por lo general la imagen y el recuerdo solemne de sus calzadas, de sus basílicas, de sus acueductos, del cónsul que en sus desplazamientos lleva siempre en su carroza la silla curul, símbolo de la autoridad suma; del Derecho, cimiento del Estado en Europa; de la estatua de Zeus, obra de Fidias, en Olimpia; del Partenón que, con los templos de Egina y del Cabo Sunio, forman el triágulo áureo de la arquitectura doria. Porque, si bien hay vías del pensamiento, que son tan fundamentales y magníficas, que parecieran haber existido siempre, son los griegos a quienes somos deudores del drama y de las representaciones teatrales. Antes de ellos no hubo pregunta filosófica alguna, ni la idea de la igualdad de todos ante la ley, la isonomía, la más hermosa palabra de la lengua griega, según afirmaba Heródoto, fundamento de la democracia de todos los tiempos; de su concepto del honor; del poder de la palabra y del arte de hablar en público y decir algo mejor que el silencio.

   Pero toda esta majestuosa representación, compartida por romanos y griegos, no puede hacernos olvidar el espíritu humano de estos pueblos, a los que con típica ironía describía Sócrates de esta manera: Nosotros, los helenos, los que estamos entre las columnas de Heracles (Gibraltar) y del Fasis (río de la Cólquide, desemboca en el Mar Negro), habitamos una pequeña porción de tierra, viviendo en torno al mar, como hormigas o ranas en torno a una charca (Fedón, 109 a 9- 109 b 4), -desde Sicilia y la africana Cirene, en la actual Libia, hasta las costas del Asia Menor.

   Quienes estemos acostumbrados a ver en la Antigüedad Clásica sólo una estilizada visión de ambas culturas, debemos revisar este falso juicio clasicista. Estas como hormigas o ranas en torno a una charca, - que así vio Sócrates a nuestro Mediterráneo-, alternaron gustosamente los patéticos acentos, que nosotros ponemos en su cultura, con los tonos suavizadores del humor. Se trata de una condición humana, podría decirse con André Malraux, de modo que, a partir de la reflexión de Platón, el geógrafo Estrabón llamó al hombre (XVI, 2, 29) spoudogéloion, un ser serio y risible al mismo tiempo. Aunque enemigo de la carcajada desmesurada (República 389ª ss.), -el cachinnus latino, con que se tronchaba Calígula, tan inclinado al sarcasmo y a la mofa cuel, como nos refiere Suetonio (Vida de los Césares, 3), concutiebatur cachinno-, escuchamos frecuentes risas entre el Sócrates platónico y sus contertulios, y claramente traza Platón la fraternidad entre la seriedad y el humor (Carta VI, 323b), hermano de la sabiduría, hasta el punto de que ambas características del ser humano son, a su parecer, el fundamento de toda educación (Leyes, 637b ss.), ya que el hombre es entendido como proporcionada armonía entre el llanto y la risa, en la recta medida entre la alegría y la broma (República, 396e), entre tensión y alivio, spoudé-ánesis (Leyes, 724 a 8-b 1).

 

 

   RISA, CARCAJADA Y SONRISA 

 

   Es ésta la risa inextinguible, la llamada desde finales del sigloXVIII risa homérica, en la que el primer poeta de Occidente, Homero, nos presenta a los dioses del Olimpo cuando, tras una vehemente discusión matrimonial entre Zeus y su esposa Hera, Hefesto, el hijo caído antaño desde el Olimpo a la isla de Lemnos, por un puntapié de Zeus su padre, provoca con su eterna cojera la risa de los Inmortales, mientras de derecha a izquierda, renqueando, va él escanciándoles el néctar en las doradas copas (Ilíada, I, 595- 6009). La misma que oímos en la más tierna de todas las escenas de esta epopeya de guerra, cuando al despedirse Héctor de su esposa Andrómaca, armado y con el yelmo encajado en su rostro, para no darle signos de tristeza, la aparición del pequeño hijo Astianacte, lleno de susto ante aquel horrible guerrero y refugiándose con gritos en el regazo de su nodriza, hace reir a sus padres. Y cuando Héctor se quita de su cabeza el yelmo, (lo que no logró la esposa), toma al hijo en sus brazos y ruega a los dioses por aquel niño, augurándole venturas, la madre –escribe Homero- lloró sonriendo  (Il. VI, 466-485; cf. Odisea VIII, 326; XX, 346-347).

   No es la ruidosa carcajada – kanchalóôsi- de los aqueos al ver a Paris huir de Menelao y sumergirse lleno de pánico entre las filas troyanas (Ilíada III, 43). Preferible habría sido no haber nacido, sentencia Héctor, hermano de Paris. Ni es ésta la risa sardónica, de la que por primera vez habla Cicerón en una de sus cartas a los amigos (Ad amicos, 7, 25), convulsiva, amarga y despreciadora, legendario efecto de una hierba natural de Sardinia, Cerdeña (Virgilio, Egl. 7,41). Si se la hierve y bebe su líquido contrae la boca en un rictus de paralizada carcajada, y hasta puede causar la muerte, si damos crédito a Pausanias, autor de la primera y más antigua Guía Turística de Grecia y en Europa (siglo II d.Cr., Periégesis tes Helládos, 10, 17, 7).

   Estamos ante la platónica y pedagógica tragicomedia de la vida, en la que el dolor y la risa, el placer y la depresión, se resisten a estar al mismo tiempo juntos en el hombre; pero están como unidos por la coronilla, de modo que siempre que el uno termina, comienza el otro, según oímos decir a Sócrates en la cárcel (Fedón, 60 e), mientras se restregaba la pierna, poco antes sujeta a una cadena y, frotándose el lugar endolecido, se procuraba un cierto gozo y alivio. Seguramente fueron acompañadas estas palabras con alguna manifestación de risa o de sonrisa, símbolo humano en el que cabe superar los contrastes de la vida.

   Probablemente el más adecuado vocablo y más cercano a esta actitud fundamental ante la vida, reflejada en la risa, sea humor, cuyo valor pedagógico descubrimos en el pensamiento griego y, desde Sócrates, en la Filosofía. Antes de él, sea por los escasos testimonios llegados a nosotros de pensadores presocráticos, o bien porque ellos se tomaron con excesiva seriedad su investigador pensamiento, si prescindimos, entre otros, de alguna sentencia de Tales de Mileto, - si es verídico lo que transmite Diógenes Laercio-, no hallamos humor filosófico. Preguntado porqué no se casaba, y tenía niños, replicó: No me caso por amor a los niños, (Vida y doctrina de los filósofos, I, 26). Según la antigua leyenda, que tan ausentes de este mundo consideraba a los filósofos, cayó a una fosa mientras caminaba contemplando el cielo, y la anciana que le acompañaba, le increpó: Quieres conocer las cosas del cielo y ni siquiera ves lo que tienes delante de tus pies (Ibídem, 35). Al afirmar que no había diferencia alguna entre la muerte y la vida, uno de sus oyentes le interrumpió: ¿Por qué entonces no te mueres tú? - ¡Porque es igual, respondió sin inmutarse (Ibídem, 35). Y a la pregunta sobre qué había sido antes, la noche o el día, respondió: La noche, pero un día antes (Ib.36, cf. o.c. Ferecides, Carta a Tales, 122; Anaxímenes, Carta a Pitágoras, II, 4; Anaxágoras, ib. 7, 10, 13).

   Por esta ausencia notable de testimonios humorísticos en los pensadores presocráticos, parece sospechoso de autenticidad histórica el Banquete de los Siete Sabios de Plutarco, cuyo pórtico delata su imitación platónica. Pero en contra de la costumbre y del rito simposial, oímos risas y chistes en la primera parte, durante la comida, mientras el tono serio queda reservado al tiempo de las bebidas, en el que era obligado escuchar precisamente los tonos alegres y chispeantes entrelazados con las cuestiones serias, mezcla del trágico y risible sentido de la vida, revelado en el humor.

 

 

   SENTIDO DEL HUMOR

 

   Consiste sustancialmente el humor en poder reír o sonreír a pesar de todo. Se trata de una actitud de distanciamineto frente al mundo, frente a las cosas y aun respecto de uno mismo. Mientras la comicidad es el resultado de una acción, y ésta es preciso hacerla o descubrirla, el humor se tiene o no se tiene. Precisamente porque es una actitud, una disposición psíquica, del ánimo, y ánimos hay tantos como personas con sus propios e íntimos problemas. El humor es a su vez la capacidad de superar, al menos, aquellas situaciones en que muchos hombres no hacen otra cosa que maldecir o llorar. Podría recordarse esta capacidad con la diversa actitud de los soldados en la Segunda Guerra Mundial. Los ingleses, cuando les era posible, antes de atacar solían tomarse unas cucharadas de mermelada, componente irrenunciable del breckfast británico; los alemanes cantaban himnos, armónica costumbre adquirida ya en el Kindergarten; los italianos recordaban la marcha triunfal de la ópera Aida de Verdi, y los franceses tiritaban y maldecían, porque les faltaba el vaso de vino del mediodía. Gracias a esta actitud tomaba cada uno elegante y humorística distancia frente a sí mismos y a cuanto les esperaba.

   Son distintas maneras de acercarse al humor, como se dice de la corneja, esa avecilla que al cantar hace impresión de estar haciendo burla de su propio canto. Con ello nos incorporamos a una de las más finas corrientes del espíritu europeo, que en el humor descubre un aspecto amable dentro de toda realidad, por más insignificante y adversa que parezca. A diferencia de la ironía, de la sátira y del chiste, en el humor se hacen sensibles y eficaces las fuerzas del ánimo, gracias a inesperadas sorpresas.

   La primera de ellas tiene que ver con la expresión misma humor, vocablo latino que crea Lucrecio (IV, 1022), si no fue Cicerón quien lo introdujo en su edición del poeta, precisamente el cónsul del año 63 a.Cr., ante cuya elección exclamó el pueblo romano: consulem facetum habemus, tenemos un cónsul chistoso. Pero humor no fue para él, igual para los poetas Virgilio, Horacio y Ovidio, otra cosa que un sinónimo o sustituto del elemento líquido, sea agua que, paralizada, gélida, se convierte en nieve (gelidus humor, Virgilio, Geórgica I, 43), o agua de Baco del monte Másico, un vino excelente (Bacchi massicus humor, Geórg. II, 143); desde la que siempre hay en las narices (nares humorem semper habent, Cicerón, De natura deorum, II, 57), hasta el efluvio inevitable del cuerpo (Lucrecio, IV, 1022). En suma, cualquier líquido del cuerpo animal, como escribió, recogiendo doctrina hipocrática, el genial Infante Don Juan Manuel (1282-1348) sobrino de Alfonso X El Sabio (Libro del caballero y del escudero, 488, 26) y buen conocedor de latines. En vano, pues se esforzará el investigador del lenguaje, o estudioso de la Filosofía, tras la búsqueda de este vocablo, revelador de tal concepto psicológico, en un diccionario griego o latino.

   Donde no existe una realidad, falta también su concepto y su formulación lingüística, o está muy débilmente expresa, podría ser la conclusión legítima, extraída de esta desolada ausencia del significado nuestro de humor en uno de los léxicos indicados. Conclusión falsa. Y es la segunda sorpresa.

   Presumen los ingleses de haber acuñado la significación de humor en el actual sentido de buena disposición, complacencia, aptitud para mostrar o descubrir el aspecto ridículo de cosas o personas. Según su control lingüístico habría sido Sir William Tempel, Conde de la familia Grenville, quien por vez primera a finales del siglo XVIII usó la palabra humour para describir el ánimo alegre, inclinado a reír o hacer reír, como típicamente inglés: No creo equivocarme – escribió a uno de sus amigos – al decir que el carácter inglés sobresale en cierto modo entre todos los pueblos antiguos y modernos por lo que nosotros llamamos humour. Y aun esta palabra es propia nuestra y difícil de expresar en otro lenguaje. Este humor es un resultado de nuestro pueblo, de nuestro clima incomparable, como también de la serenidad de nuestros gobiernos y de la libertad de expresar opiniones.

   No sabemos si el Conde echaría el resto inventivo de su buen humor británico al hablar del clima incomparable de Inglaterra, si no es una ironía, y de lo que él llamó la serenidad de nuestros gobiernos, si es que puede darse la serenidad en alguno. Pero cierto es que, más de dos siglos antes del Conde de Grenville, nuestro Góngora (11,7,1561- 23,5,1627) empleó ya la palabra humor como sinónimo de jovialidad (Obras, I, 5, cita del Diccionario de Martín Alonso). Y no podemos decir si gallegos y andaluces, por lo menos, estarían de acuerdo con el Conde británico.

   De todos modos una rica antología del humor, recolectada de pensadores griegos y latinos, literatos y filósofos, ilumina con encantadora luz la parte alegre y divertida de nuestra herencia cultural e histórica, que pone de relieve la actitud humorística en la realidad vital del hombre antiguo. Sería un error quedarse solamente con los cuatro serios de Atenas y Roma, Sófocles y Tucídides, Julio César y Séneca, si bien Séneca se burlara del Emperador Claudio ya fallecido, cuya alma se transformó en una calabaza (Apocolocýntosis), en la que los dioses no acertaban a reconocer la persona de Claudio llegado al cielo.

   Son precisamente los griegos quienes inventaron para Europa la Comedia como jocosa y humorística compañera de la severa Tragedia y, en todo caso, a ellas dio en Atenas valor institucional dentro del Estado, no sólo como parte de la diversión común teatral, añadiendo obligatoriamente a la representación de tres dramas trágicos una obra satírica, - las llamadas Tetralogías-, sino también al discutir en la comedia temas políticos y de crítica social y, sobre todo, al considerarla como acto de culto en honor de Dioniso, dios del vino y de la poesía, para purgar el alma de los miasmas de las tristezas de la vida, de los efluvios malignos que recorren el cuerpo y contaminan desequilibradores el ánimo.

 

 

   HUMOR Y SÁTIRA

 

   Lo mismo cabe aseverar de Roma y de sus romanos. Dentro de su supuesta gruñonería, como pueblo de origen rural, y de su digna rigidez, que le atribuyen clichés de algunos historiadores y el tópico de pueblo de carácter, también ellos tuvieron tiempo para sacar de pila un género literario y alzarlo a la más bella perfección, que vale desde entonces como suma y esencia de lo humorístico: la Sátira. De ella afirmaba con cierto orgullo Quintiliano de Calahorra: Satura quidem tota nostra est (de cierto la Sátira es por entero nuestra, Instit.oratoria, X, 1, 93)). No dice Quintiliano que haya estado ausente del pensamiento griego el acento satírico en su antigua comedia, en los poetas yambógrafos y en la diatriba filosófica del Helenismo. Lo importante es que no existió entre ellos la Sátira, en cuanto género literario, como postura crítica frente al mundo de los hombres desde la perspectiva del yo del poeta y de su manifestación personal. Y se hace como un género literario que, en su variedad y tratamiento de temas, se parece a un plato (lanx satura) que se colma (a esto alude el adjetivo satura, saciado), con pasas, cereales, piñones y granada con sus jugosos granos, bañado todo en miel, una especie de Potpourri, por su mezcla de contenidos, expresados con humor-jovialidad, ya que, como decía el mismo Horacio: ¿Qué impide decir la verdad riendo?  (Sátiras I, 1, 25).

   También el epigrama burlesco, gracias al socarrón latino-aragonés Marcial de Bílbilis-Calatayud (38 al 100 d.Cr.), es una creación romana. Y hasta podemos dudar si después de leer sus mejores Epigramas hallamos algún discípulo suyo en Europa, entre los muchos aparecidos tras sus huellas, que en su respectiva lengua materna haya superado jamás al gran maestro latino hispano.

 

 

   EL HUMOR EN LA FÁBULA

 

   Ciertamente la primera manifestación del gran humor son las fábulas de Esopo. Prescindiendo ahora del origen de la fábula y de datos biográficos sobre el mismo Esopo, entendemos la fábula, en su origen, como la unión de un elemento narrativo y de otro educativo o moral. Y se trata especialmente en su origen de una narración sobre animales. La idea de que se tenga a los animales como imagen o símbolo de propiedades o de acciones del hombre, nace de causas diversas. Podemos pensar en una primitiva sensación de parentesco entre hombre y animal (biólogos actuales aseveran que son unos pocos genes los que nos separan del chimpancé), parentesco que apunta a una humanización de los animales, entre pueblos originarios sin nuestra civilización, y a las ingenuas conversaciones de los niños con sus animales preferidos. De ahí pudo el creador de fábulas establecer metáforas y comparaciones entre animal y hombre, en las que se representan formas de la conducta humana. En su estructura la parte narrativa de la fábula pertenece al delectare, a procurar gozo, y la sentencia o moraleja, su conclusión racional o lógos, al prodesse, a la utilidad, en cuya doble dimensión vio el poeta Horacio unos de los fines de la creación poética (Arte Poética 333). De un caso particular el humor de la fábula nos traslada a una verdad universal. Aquí reside su grandeza. Por ta razón defendía G.Ephraim Lessing, poeta y filósofo, la necesidad de su enseñanza en las escuelas, algo que con placer aprendríamos nosotros en el Colegio de Cehegín traduciendo las Fábulas latinas de Fedro.

   Pero ¿qué tiene todo esto que ver con aguas, con humores? La armonía interior y el equilibrio psicofísico del hombre, según una consideración griega de la medicina hipocrática, depende de distintos elementos líquidos – stoicheîa-, con su eficacia en el cuerpo, denominados jugos o zumos, cuya presencia predominante en cada persona, da lugar a los cuatro temperamentos o caracteres fundamentales: colérico – por desordenada prepotencia de la bilis-; melancólico, el de la bilis negra, por invasión de la sangre en la bilis perturbada; el flemático, término derivado del griego phlegma (llama, calentamiento), que Hipócrates aplicaba para designar una mucosidad fría y lenta en el cuerpo humano, que producía indiferencia, pereza y pesadez y, por último, el sanguíneo, pletórico de sangre, la persona de reacciones vehementes, que se hacen transparentes en el rostro.

Estos elementos o jugos fueron poco a poco sustituídos en la medicina medieval, cultivada en los monasterios benedictinos, por la expresión humores –factores líquidos- de cuya denominación nació el significado de temperamentos, actitudes características y notas habituales de la personalidad, por influencia dominante de uno de esos elementos, que causan la enfermedad, rompiendo la igualdad entre todos, la democracia de los humores, la salud, que el médico y filósofo Alcmeón de Crotona describió como un equilibrio entre tales elementos o fuerzas (Diels, Presocráticos, Frag. 4).

   En este variopinto mundo de caracteres encontró el humor materia de observaciones y de crítica acerba, a veces combativa, otras suavemente exhortadora y, en la mayoría de los casos, campo de deleite para solaz y entretenimiento educativo y de sabio aviso para la conducta humana

 Su intención, en suma, es crear un estado de ánimo, que se levante benevolente y distanciado por encima de las deficiencias de la vida, y penetre, aun más allá de lo ridículo, vulgar y antinatural, en un espacio sano y superador de nuestro mundo. En unas ocasiones podrá ser instrumento de autocrítica y a su vez de autoafirmación en una existencia al parecer absurda, proyectando suave y humana tolerancia y sublime serenidad y desasimiento en la directa contemplación de los hombres y de sus cosas; aun viéndose uno a sí mismo desenmascarado en la observación de la irracional conducta y comportamiento extraño de los otros.

 

 

   DOCUMENTOS DE HUMOR

 

   Como documentación y recuerdo del humor, he aquí unos pocos ejemplos de esta tradición cultural griega y latina. Es comprensible que algunas profesiones, como la del médico, hayan sido objeto preferido de la trasmisión humorística. De emperadores, Césares y reyes, de  filósofos y médicos, séanos permitido recordar algunos pensamientos, en los que ante nuestro espíritu se abre toda la galería de las flaquezas humanas y del ingenio a través del humor; como si fuesen vivencias nuestras, experiencias perennes, digamos clásicas, término éste sustantivado en classicum -, que vale tanto como decir corneta para dar órdenes militares (Tito Livio, VII, 36). Por ello llamó Aulo Gelio, en sus Noches Áticas, (XIX; 8; siglo II d.Cr.) escritores clásicos a todos aquellos cuya voz, revelación de lo permanente y humano, merece ser siempre escuchada, y no sólo por razones estilísticas. Como se sigue el sonido de los clarines. No sin una relación con el concepto social de una clase elevada, como metáfora de la autoridad y rango del escritor modelo en su pensar y estética. ( El sexto rey de Roma, Servio Tulio, dividió la sociedad romana en clases atendiendo a los bienes y a sus obligaciones con los impuestos del Estado, mayores para la clase más alta -Tito Livio, I, 40 ss.-; de aquí su traslación para designar a los escritores mejores ).

 

 

   SOBRE EMPERADORES Y REYES

 

   Vuelto Alejandro Magno del templo de Amón, en el desierto egipcio de Siwa, creyó firmemente ser hijo de Zeus-Amón, del dios supremo. Con esta persuasión emprendió, para vengar injurias hechas a Grecia, la gran campaña contra el Imperio Persa, con éxito sorprendente. Su consciencia de estar bajo la protección de Zeus parecía confirmada por algunos raros fenómenos. En la primavera del año 328 (a.d.Cr), junto al río Oxos no lejos de la actual Cabul, y al lado de la tienda de campaña de Alejandro, brotó de repente del suelo y continuó fluyendo -recuerda su historiador Calístenes, presente en las filas del ejército-, una fuente con un oscuro líquido cuyo olor y color permitía confundirlo con el aceite de oliva, aunque en aquella región no existía el olivo. Como aquel aceite era petróleo, todavía sin nombre, el augur o profeta del ejército consideró que aquel extraño aceite del actual Irán, por primera vez testimoniado en la lengua griega, era un signo prodigioso para esperanza de toda la humanidad (cf. Lane Fox, Robin, The Search for Alexander, p.212, 1980 Art Services, S.A.).

   Con estas manifestaciones de benevolencia divina, Alejandro escribió a su madre una carta con la siguiente fórmula gratulatoria:

 

             Alejandro, rey de Asia, hijo de Zeus Amón, saluda a su madre

            Olimpias,

   A vuelta del regio correo macedonio escribió Olimpias a su hijo:

 

           Hazme el favor, hijo mío querido, y calla. No me delates, por favor,

          a la diosa Hera-Juno, pues podría tomar terrible venganza contra                            mí, si tú vas propalando en tus cartas que soy la querida de su olímpico

        marido.

                                     (Aulo Gelio, Noches Áticas, XIII, 4.

 

   Reacción dialéctica: 

     Durante su campaña contra Persia decidió Alejandro destruir la ciudad enemiga de Lámpsaco, en una de las orillas del Helesponto, cuando para evitar la catástrofe se aventuró a presentarse ante él Anaxímenes, ilustre hijo de la ciudad, autor del primer Manual de Retórica conocido (fines del siglo IV a.d.Cr). Al verlo Alejandro acercarse con la intención de pedir perdón para su ciudad, le gritó ya a varios metros de distancia:

 

                      Te juro que no te voy a conceder lo que me vas a suplicar”.

-        Yo te suplico- dijo Anaxímenes – que destruyas mi ciudad”.

Y así se libró Lámpsaco de ser arrasada (Valerio Máximo, VII, 3).

 

   Éxitos funestos:

   A principios del siglo III a.d.Cr. consiguió Pirro, Rey del Epiro, sobrino nieto de Alejandro Magno, una espectacular victoria sobre las legiones romanas en el sur de Italia. En aquella batalla perdió Pirro tantos oficiales, soldados y amigos, que exclamó alarmado: Otra victoria más y estamos perdidos. Aviso útil para algunos políticos con triunfos pírricos.(Plutarco, Moralia, 184 c.).

 

   Comprensión irónica paterna:

   El rey Antíoco I, fundador de Antioquía de Siria, supo que su hijo Demetrio se encontraba enfermo alejado del palacio real. Por ello decidió hacerle una visita. Al acercarse a la casa de su hijo, vio precisamente salir en ese momento a una bella muchacha. Sentado ya sobre la cama y tomando el pulso a su hijo, dijó éste con cierto desconcierto:

                       

                         Me acaba de dejar la fiebre, padre.

-        Ya lo sé, hijo mío, acabo de verla salir de casa. (cf.Plutarco,Vidas, Demóstenes).

 

   Misterios de la vida cotidiana:

   A la polémica pregunta de Dionisio, tirano de Siracusa, sobre cómo puede explicarse que los filósofos vayan a la casa de los ricos, y los ricos nunca a la casa de los filósofos, respondió Antístenes, el austero discípulo de Sócrates: Porque los filósofos saben lo que necesitan, y los ricos no.

 

   La ironía de César Augusto:

   El senador Pacuvio Tauro hizo la propuesta de que se diese el nombre del Emperador Augusto a un mes del año. En una sesión solemne de la primavera del año 26 a.d.Cr. el Senado cambió el nombre del mes Sextilis – el sexto, ya que el año romano comenzaba en marzo, antes de la reforma de Julio César-, en mensis Augusti. Pacuvio esperaba alguna recompensa por su iniciativa. Como ésta no llegaba, se presentó un día a Augusto y le dijo, como quien no quería la cosa: En toda Roma se cuenta que yo he recibido de ti una importante suma de dinero por mi propuesta en el Senado. Y dándole un amistoso golpecito en la espalda, le dijo Augusto: ¡Pues tú no te lo creas!

   Desde la muerte de Julio César, todos los Césares o emperadores romanos solían ser declarados habitantes del divino Olimpo, una especie de canonización pagana. El emperador Vespasiano, ya agónico, dijo a su hijo Tito: Siento, hijo mío, que me estoy haciendo un dios (Suetonio, Vida).

 

 

   SOBRE FILÓSOFOS Y MÉDICOS

 

   Sin duda, entre todos los filósofos griegos, son Sócrates y Diógenes el Cínico los grandes campeones de la dialéctica y del improvisador ingenio. No es fácil estar casado con un filósofo. Con frecuencia se entretienen con pensamientos, que pocos entienden, andan muchas veces ausentes y otras muchas no son puntuales a las obligaciones de familia. La mujer de Sócrates, llamada Jantipa, de tan mal carácter, como recuerda Jenofonte en su obra El Banquete, aunque contra Antístenes salió en su defensa el mismo Sócrates, es un excelente testimonio de algunos dramas familiares y de soluciones nada comunes (Jenofonte, Banquete, 2, 10; Memorabilia-Recuerdos sobre Sócrates, II, 2, 7).

   Quizá llegó un día demasiado tarde a casa, sin tomar parte en el yantar de mediodía. Al entrar, cuando Jantipa terminaba de lavar platos, Sócrates se vio sorprendido por una catarata de reproches, que detuvo Jantipa echándole sobre la cara el agua de la palangana. Sócrates, paciente y comprensivo, le dijo: ¿No he dicho yo siempre que Jantipa, cuando truena, inmediatamente llueve? Y reflexionaba sobre cómo el tratamiento con una mujer colérica se parece al de los jinetes con los caballos fogosos: Igual que ellos, después de domar a los más resistentes, tienen tarea más fácil con los otros, así me enseña Jantipa a poder tratar más fácilmente con los demás hombres (Jenofonte, l.c.).

   El odio de algún ciudadano a la Filosofía se hizo patente en un puntapié propinado a Sócrates. Extrañado de la nula reacción de Sócrates, díjole su acompañante: ¿Pero no haces nada? - ¿Y qué debería hacer? –replicó. Y si un asno me diere una coz, ¿quieres que lo lleve al juez? – Los atenienses te han condenado a muerte, le anunció el carcelero. Y a ellos,- respondió él- los condenó la naturaleza (Diógenes Laercio, o.c., I, 2. 18-47). Y cuando Jantipa se lamenta de que le condenen injustamente, Sócrates le pregunta: ¿Y quieres que me condenen justamente?

   El anecdotario humorístico de Diógenes de Sínope pareció inagotable. Vestido con el manto de la pobreza y del cinismo – lo que significa tomar al perro como modelo contra las convenciones sociales-, hizo de la burla filosófica su arma preferida contra cuanto consideraba locuras humanas. Su lema fue oponer al azar osadía, a la ley la naturaleza, a la pasión la razón (Diógenes Laercio, o.c., VI, 20-81). Fustiga a los que supersticiosos acuden a consultar sus sueños a intérpretes y adivinos y no se preocupan de lo que hacen en las horas del día; a los músicos, que saben templar las cuerdas de la lira y dejan desafinados los hábitos del alma; al amante de pomadas y perfumes avisa: Mira, no sea que el perfume de tu cabeza lleve mal olor a tu vida. Y a quien le pregunta capcioso cuál es la hora mejor para comer, le aclara: Si eres rico, cuando quieras; si eres pobre, cuando puedas. Al doblar una esquina, un carpintero, sin quererlo, con la tabla que al hombro llevaba, dio insperado golpe a Diógenes. ¡Cuidado! -dijo el carpintero-. Y Diógenes -le preguntó-: ¿Me vas a dar otra vez?

   Es comprensible que algunas profesiones, como la del médico, hayan sido objeto preferido de la transmisión humorística. Esta profesión estuvo en la antigüedad, como profesión servil, ejercida en la mayoría de los casos por esclavos. En una carta de Plinio el Joven al Emperador Trajano, primer emperador llegado de una provincia, nacido en Itálica, cerca de Sevilla, le escribe lleno de inquietud cómo la salud del Imperio está en manos de los esclavos. Quizá esta situación hacía más fácil y libre, aunque no justos, el chiste, la burla y el sarcasmo contra ellos, esa mofa que, como dice la metáfora de la palabra griega, sarx, te desgarra la carne. Hierocles de Alejandría, filósofo neoplatónico (siglo IV), nos dejó en su libro Philógelos El amante de la risa-, que algunos atribuyen a otro contemporáneo suyo, al médico Filagrio (Cf. Sidón, Epist.VII, 14), una serie de anécdotas ocurridas, unas veces gratas, otras invenciones maledicentes, a costa de médicos.

   Por amor a la brevedad, virtud que he de olvidar en la obra que sobre este tema preparo, bastará un par de recuerdos. Un ciudadano de Atenas, acompañado de un buen amigo, se detuvo en una calle y rápidamente cambió de dirección. Preguntado por su acompañante qué razón había para este cambio súbito, repuso: He visto venir de frente a un médico, que me diagnosticó la muerte hace ya más de un año. Y ahora me da muchísima vergüenza de encontrame con él y seguir viviendo. El poeta Marcial conocía a un médico romano que, después de incontables fracasos, cambió de profesión. Marcial dejó constancia de ello: Antes era médico/, ahora enterrador/. Siempre hizo lo mismo/ el buen Nicanor.

   Y como el humor comenzó en Grecia con la Fábula, terminemos por una de ellas en Esopo, con una experiencia médica, que invita a mantenernos en los límites de nuestro conocimiento. “Un asno, que se encontraba pastando en un prado, viendo avanzar hacia él un lobo hambriento, fingió estar cojo. Se acercó el lobo y le preguntó por qué cojeaba. Respondió el asno que, al saltar una cerca, se había clavado una espina, rogándole que se la arrancara primero, tras lo cual podía tranquilamente devorarlo, sin temor a desgarrarse la boca masticando. Dejóse persuadir el lobo, y mientras levantaba la pata al asno, para examinar atentamente el lugar donde molestaba la espina, recibió tal coz que le arrancó todos los dientes. Y el lobo, entre lamentos, decía: Bien me lo tengo merecido, porque, habiéndome enseñado mi padre el oficio de carnicero, ¿quién me manda a mí ensayar la medicina?

    “Así mismo los hombres que se aventuran en empresas fuera de su capacidad y competencia – termina el poeta y su moraleja-, se acarrean naturalmente grandes infortunios”.

 

   Para estos valores morales y, sobre todo, para guardar sabia distancia en este mundo, el humor, en todas sus variaciones, algo puede ayudar a vivir con más prudencia. Con él se lleva serenidad a los sanguíneos, a los flemáticos se quita indiferencia, a los melancólicos se infunde alegría, y excesiva pasión se les modera a los coléricos. Su beneficio y sentido supremo lo expresó en su Autobiografía el Homero del humor moderno, Charles Chaplin: “El humor conserva nuestra existencia y es signo de nuestra cordura".

    

                            Muchas gracias.

 

 

 



[1] Doctor Honoris Causa de la Universidad de Murcia a propuesta de la Facultad de Letras (27 de septiembre de 2004).

Cf. http://www.um.es/tonosdigital/znum5/entrevistas/Carmona.htm