REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


CREACIÓN LITERARIA: EL CALDO DE LOS LOCOS

Lola Gracia

 

 

La Literatura es un arte especial, diferente. Sólo se asemeja al resto en el hecho de que la finalidad última de todo arte (bajo mi humilde y osada opinión) es la comunicación, la transmisión de estados del alma, de situaciones sociales, humanas. La Literatura pretende, incluso, emocionar pero utiliza unas herramientas diferentes al resto de creaciones.

La música nos conecta con el sistema límbico. Estaremos de acuerdo que entrar en situación con Puccini no ha de ser demasiado complicado. Los artistas plásticos utilizan la imagen para acceder a los resortes de la emoción con colores y formas,  pero el literato llega al otro utilizando la herramienta fundamental del lenguaje. El lenguaje que es un sistema abstracto de signos. El lenguaje que es la herramienta de la racionalidad. El escritor hace un viaje desde el neocórtex al sistema límbico para emocionar con la palabra. La palabra, que suspendida en la nada, sin el basto bosque de significados, significantes, contextos e implicaciones, es algo vacío.

 

Esta diferencia es fundamental. El literato utiliza el intelecto –aparte de la emoción, el sentido de la estética, de la perpetua búsqueda de la belleza- y al trabajar con la racionalidad considero que es un artista raro. El literato tiene poco arte, de cara a la galería. Es un ser normalito, en apariencia, pero dentro de él están la revolución de ideas, desgarros, tramas, suposiciones, encontronazos. Una bomba de relojería, vaya. Honestamente pienso que si todos los literatos del mundo se pusieran de acuerdo podrían dominarlo. Pero, para la gran mayoría, su reino no es de este mundo, sino del que inventan y crean.

 

Las mentes de los escritores me han parecido un jeroglífico fascinante. Unas mentes incansables, trepidantes, de altos y bajos, que circulan a mil por hora. Y no creo equivocarme. Creo que esto es algo común a todos ellos, por mucho que por fuera nos parezcan pusilánimes, o racionales, o calculadores.

 

El escritor no es nadie sin sus obsesiones. En algunos casos, el escritor no es nada sin sus manías, sin sus depresiones. En el ámbito literario proliferan los depresivos. Hay famosos suicidas, pero hay otros que han sabido exorcizar los fantasmas del muerto en vida mediante la fábula, la invención. También encontramos bipolares y personas con síndromes diversos.

Todo escritor para funcionar en la vida necesita de un narcisismo inevitable: ha de mirarse a sí mismo para poder contar la vida.

Narcisos hay de todos los colores. El que produce las obras más impactantes y viscerales y aquel que denomino “el narciso triste”, que es quien sabe que “se ha perdido a sí mismo”, hundido en el abismo de la depresión. No hay duelo por el otro. Hay duelo por uno mismo. Pero algunos de estos narcisos tristes cuentan con una medicina, con un elixir de incalculable valor. Existe la literatura para salvar a los deprimidos del mundo, escritores incluidos.

Según la psicóloga Norma Albero[1]: “los escritores, al contar su historia, reconstruyendo los fragmentos, los trozos rotos de la existencia, toman posesión de su vida.”

En este caso, escribir es vivir. Incluso, sobrevivir.

Proust o Beckett tratan con la muerte desde el sarcasmo, se enfrentan a ella en la ficción para  exaltar la vida. Se distancian de sí mismos, del hecho luctuoso, lo desafían y salen victoriosos.

 

Albero afirma que el depresivo convive con “otro yo”. Otro mortífero, e incluso muerto, que le llena de actitudes autodestructivas, en mayor o menor grado. Tenemos claros ejemplos: Kafka incluso lo explica en su diario: “Aquel que, en su vida, no llega a triunfar necesita una de sus manos para separar la desesperación que le causa su destino y de la otra mano para registrar lo que percibe bajo los escombros, puesto que él ve una cosa distinta que los otros, él está, entonces, muerto en vida y no es, esencialmente, más que un superviviente” (1915)

 

El escritor con depresión utiliza ese otro para realizar el cuadro clínico de su situación, a través de su obra. Esta psiquiatra se plantea incluso, que la depresión es la madre de grandes obras literarias. Incluso va más allá y afirma si no es la depresión un acto creativo en sí. Aquí entraríamos en un círculo vicioso. Si el depresivo es un creativo impenitente que se inventa esa tristeza porque le hace vivir de un modo más literario…O es la depresión la que impulsa los estados creativos.

 

La gran tragedia del creador depresivo es que aunque quiera, su propia situación le impide crear. Hemingway explicaba esta tragedia del siguiente modo: “¿Qué es lo que crees que le ocurre a un hombre cuando se da cuenta que nunca podrá escribir los libros y cuentos que se proponía escribir? Si no puedo existir en mi propio estilo, entonces la existencia es imposible para mi”

 

Así mismo, gran parte de la obra literaria de Virginia Woolf son sus quejas y lamentos. Quejas que su marido escondió pero que la ayudaron a seguir viva unos años más.

 

Depresión, melancolía, manía son vocablos que están unidos al arte literario desde los albores de la civilización. La palabra manía comenzó a utilizarse en la poesía mitología pre- socrática. Era una angustia vital. En el 150 A.D Areteo de Capadocia crea el concepto maniaco-depresivo, que se nos antoja de mucha actualidad pero que convive con nosotros desde la noche de los tiempos.

 

Es posible que algunos autores se libren de la depresión. Habrá escritores a los que incluso estos planteamientos les resulten ajenos. Algunos se autodenominan “normalizados”. No les creo. Sencillamente. Son máscaras necesarias para vivir o no son propiamente “creadores”.  En cualquier caso, mis favoritos siempre han tenido ese deje triste. Desde Vargas Llosa a Víctor Hugo quien aseguraba que eran los espíritus de los muertos los que les contaban las historias que escribía, que eran un médium de las letras. Aunque si nos adentramos en el jardín del pasado, en los brotes misteriosos de la inspiración y las voces de los muertos que susurran sus cánticos en el “harpa de hierba” de los bosques –en las almenas de las catedrales, en las cornisas de los rascacielos, incluso en el humo de los tubos de escape de las ciudades— nos perderíamos en un argumento distinto del que pretendemos presentar en este ensayo.

El autor Ariel Rivadeneira[2] plantea que las obsesiones más habituales de los escritores son la muerte, el sexo, la locura, la culpabilidad, la soledad y la incomunicación. Yo añadiría alguna más: el paso del tiempo, el misterio de la vida y los recuerdos. El de las obsesiones es un terreno abonado para los más variopintos gustos y subjetividades.

 

La locura

 

Hay un personaje que sincretiza varias de las obsesiones mencionadas. Un personaje del que hemos descubierto una postrera vocación rapsoda, aprovechada para mayor gloria de sus herederos, imaginamos. Una vocación que nos ofrece claves de su vida y su muerte. Conocer su vocación literaria y su refugio habitual en el mundo de los barbitúricos y las letras nos hace comprender mejor el desenlace fatal. Nos referimos a la actriz Marilyn Moroe. Quizá faltaron libros, sobraron amantes egoístas y el personaje que ella creó la fagocitó con voracidad.  La madre de Marilyn vivía recluida en un psiquiátrico, la propia Marilyn salía en sus últimos años a la caza de amantes de ocasión en una actitud autodestructiva, persiguiendo la obsesión del cuerpo, del sentirse deseada y superar su propio rechazo. Se dice que a Marilyn le practicaron innumerables abortos y que cuando quiso concebir no pudo. Ahí comenzó su obsesión con la muerte, con la del bebé no nato, con la suya propia. Nada pudo salvarla al final. Le falló, quizá, fe en su propia creación, en sí misma, en su capacidad creadora. Le pudieron más los complejos de inferioridad por los que anduvo por el mundo y sobre todo por el mundo de la cultura desde que se casara con Arthur Miller.

 

Guy de Maupassant fue un autor que también vivía obsesionado por la locura. En “Diario de un loco” escribe: “Estoy ahora en una casa de reposo; pero he ingresado voluntariamente, por prudencia, ¡por miedo! Una sola persona conoce mi historia. Voy a escribirla. Para librarme de ella, pues la siento como una intolerante pesadilla”. En esta obra incluso reivindica la muerte: “Matar es la ley, porque la naturaleza busca la eterna juventud. Parece gritar desde todos sus actos inconscientes: “¡De prisa, de prisa, de prisa!, cuanto más destruye, más renueva”.

 

Dostoievski se libera de la presión que le produce la culpa por odiar en ocasiones a su mujer. Esta es la ventaja de que disfrutan ciertos escritores, se inventan a otro que cometa el pecado, que les redima, que les ayude a exorcizar sus fantasmas. 

La soledad suele ser si no una obsesión una compañera de viaje muy habitual en el mundo de los creadores. A veces buscada, a veces impuesta. Suele ser el escritor un trabajador en soledad, si de verdad quiere es escritor.

Tenessee Williams afirmó que “La aflicción de la soledad me sigue como una sombra, una onerosa sombra, demasiado pesada para transportarla a lo largo de todos mis días y todas mis noches”.  Incluso llegó a asegurar que todas sus obras son la descripción de su soledad y, en verdad, encontramos el aplastante aislamiento del calor pesado del sur, de las familias encorsetadas en convenciones sociales que hacen impracticable cualquier forma de vida para un homosexual como él, sensible como él, con un padre que nunca le prefirió, como debía ser.

 

En la deliciosa obra de Enrique Vila-Matas “París no se acaba nunca”, el escritor pone en boca de Marguerite Duras la siguiente afirmación:"Llevamos una vida muy pobre los escritores: hablo de la gente que escribe de verdad. No conozco a nadie que tenga menos vida personal que yo".

 

El contemporáneo Paul Auster refleja su soledad, la soledad no buscada, en la obsesión por el padre. Un padre ausente, con el que yo misma me he podido sentirme identificada y comprender perfectamente esa sensación de “orfandad” que le impide a uno ver la vida como es en realidad y no como le gustaría que fuera. Pero, volvemos a lo de siempre. Este pequeño defecto de visión es el que ofrece al escritor la posibilidad de ofrecer un ángulo original, una lectura diferente de la cotidianidad y esto lo vemos continuamente en Auster.

 

Capote escribía en la cama y vivía obsesionado con la búsqueda del prestigio social, quien sabe si para agradar también a ese padre ausente que nunca tuvo y que le hizo mendigar el favor de los ricos, la compañía de las clases altas de la sociedad que lo adoptaron como un bufón intelectual. La obsesión produce monstruos. En su caso, él fue protagonista de una conducta monstruosa: conocer de primera mano todos los detalles y la vida de los protagonistas de su novela “A sangre fría” para verlos morir al fin en la silla eléctrica y poder así terminar su historia.

 

Después de esta exposición, el mundo de los creadores y artistas nos puede resultar desolador. En cierta forma lo es. Los grandes artistas sufren al igual que esculpen su obra. Los grandes artistas, de la materia que sean, abandonan parte de su alma en cada creación. El consuelo es que las rarezas, la depresión, la muerte, el suicidio y el dolor descarnado de muchos autores son el germen de grandes obras que estarán por los siglos de los siglos entre nosotros. Se recrea la muerte para alcanzar la inmortalidad. El pobre Cervantes escribió con un solo brazo y en la cárcel una obra que retrata la esencia del ser humano y con ese rasgo tan poco frecuente en mucha literatura de hoy, llena de efectos especiales y de decorados. Ese rasgo es LA HUMANIDAD.

Y porque somos humanos, el arte nos es sensible. Porque somos humanos escribimos y leemos buscándonos y buscando respuestas. Esperemos encontrarlas al final del camino.