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LAS HORAS MUERTAS, DE J. M. CABALLERO BONALD
Juan Carlos Abril
(Universidad
de Granada)
RESUMEN
Publicado en 1959, Las horas muertas es un libro fundamental
en la trayectoria de J. M. Caballero Bonald, quien se distingue por su estética
proteica, su barroquismo y su sintaxis poliédrica. Comienzan a funcionar aquí
aquellos rasgos que le caracterizarán en el futuro, tales como un yo diluido,
la diseminación de la referencialidad, la autorreferencialidad, y una crítica
radical de la visión plana de la historia. A través del análisis de los poemas
desvelamos esas claves que evitan la propaganda del realismo social, pero sin renunciar
a una poesía de compromiso civil y fuerte componente emocional.
PALABRAS
CLAVE
Caballero
Bonald, estética, sintaxis, yo, historia, análisis textual
ABSTRACT
Published in 1959, Las
horas muertas is an essential
book on the career of J. M. Caballero Bonald, who is distinguished by his protean
aesthetic, his baroque style, and
his syntax full of polyhedrons. The features that will characterize
the author in the future start to work
here, such as the diluted self, the spread of the referentiality, the self-referentiality, and a radical critique of the flat approach of History. Through the analysis of the poems, we unveil those keys that avoid the propaganda of social realism, but without relinquishing a poetry of civil
commitment and a strong emotional
component.
KEY
WORDS
Caballero
Bonald, aesthetics, syntax, the self, History, textual analysis
En Las horas muertas, libro
ganador del Premio Boscán 1958, concedido por el Instituto de Estudios
Hispánicos de Barcelona[1]
(también consiguió el Premio de
Las horas muertas se publicó a
principios del 59 y es uno de los textos poéticos míos que más me satisfacen.
Probablemente, y a pesar del nada disimulado acarreo de ciertas modas
filosóficas, el libro tiene como una tonalidad que procede en muy buena medida
de mi propia cosecha. Su elocución, muchos de sus ingredientes verbales y
registros imaginativos, marcan sin duda una nueva etapa —una etapa distinta— en
el despliegue cíclico de mi poesía. A través de una tenaz vigilancia rítmica de
la frase, de una sintaxis bastante airosa y de un léxico entreverado de
préstamos barrocos —qué despilfarro—, Las
horas muertas puede significar la decantación de toda mi obra anterior, al
menos en el área de lo que se conoce como poesía de la experiencia. A los casi
veinticinco años de haber sido escrito, no hay nada que me impida seguir
estando muy de acuerdo con su autor.
Las materias de este libro, pasadas muchas de ellas por el entonces
frecuente tamiz del existencialismo, tal vez desarrollen en profundidad las
mismas sensaciones de mi poesía precedente. Pero ahora, junto a esos contenidos
globales (las confabulaciones amorosas, la fragilidad horaciana del tiempo, las
nocturnidades más o menos malévolas, los injertos del absurdo, la libertad), se
acentúa el sondeo en el paisaje moral y físico de la infancia y, acaso por
idénticas razones, en esa cantera educativa de la que iba surgiendo cierta
apremiante tendencia a la crítica de la sociedad. El ascendente irracionalista
sigue actuando, desde luego, en los tramos más vistosos del libro, allí donde
apuntan una serie de corrosivas intuiciones que no sé muy bien si procedían de
algún impúdico rincón del subconsciente. (1983: 23-24)
Las horas muertas presenta la agradable mezcla del realismo en breves trazos, atmósferas sugeridas
en esquemáticas situaciones, y esos nuevos elementos constitutivos del lenguaje
y la sintaxis que eliminan la noción del texto en beneficio del discurso,
extendiéndose la noción de emisor a la noción de emisión, y la noción de
receptor a la de recepción. Se amplía el horizonte de la recepción, la lectura
se convierte en lección. La crítica tradicional lo llama barroquismo, entendido
como conceptualización consecuente de una red expresiva que implica una
estética formal. Este rasgo, que luego
dará mucho que hablar en nuestro autor, se manifiesta ahora por vez primera con
claridad. Desde este distanciamiento se plantea un producto literario
extrañamente acabado en el que cualquier referencia supera su propia
enunciación nominal: he ahí el tiempo que nos queda no sólo por vivir, sino
sobre todo por pensar. El tiempo que nos queda por imaginar y las razones que
nos llevan desde una palabra o verso a tejer toda una red de significaciones
dinámicas, entrelazadas, que van más allá del corte estático que aporta un
concepto. «Mi diario reencuentro con la fe» (1959: 48, luego «Diario
reencuentro», 2011: 167), explica esta paradójica relación del autor/emisor
consigo mismo y con cada lector/receptor, extensible a cualquier individuo.
Lavada
está mi vida
por virtud de
su polvo. Ayer, mañana,
viven juntos
y frágiles, conforman
mi memoria
conmigo.
Únicamente soy
mi libertad y
mis palabras. (1959: 48, vv. 7-11)
La operación que se está produciendo es un cambio de
dirección en el foco del discurso, en la canalización del objetivo, que
provenía de unos parámetros pero que se va alejando de esas coordenadas,
suprimiendo las salteadas referencias sentimentales, depurándose, en beneficio
de un canal que expresa por sí mismo lo que se es a través de las palabras y que busca parecerse a sí mismo,
hablar de sí mismo, ser por sí mismo, y estamos aludiendo obviamente al manido
sueño del lenguaje autónomo. Frases concisas, apretado contenido (Fernández
Almagro 1959), que también resumen en la alabada brevedad y condensación de
ciertos poemas, incidiendo en estos asuntos con particular fuerza, como destacó
Gil de Biedma en carta personal (2006: 64); o, en otras palabras, con inusitado
y singular «vigor expresivo» (Barceló 1959). No es que no exista vínculo entre
el yo del poema y el yo biográfico del autor, sino que ese yo habla por sí solo
y no necesita más vínculos textuales que su propia capacidad por expresarse:
así se pone de relieve la desaparición del sujeto en el texto, quedando sólo el
texto en la página en blanco mallarmeana (cf. Sánchez Trigueros 2003: 14). Sin
falacia autobiográfica o patética a las que acogerse, sin relación directa con
su predicado, ni con pertenencia a ningún otro de atributo o relación
sintáctica, el yo cobra independencia semántica, adquiere por fin categoría
autónoma, heredero del simbolismo: «El “sudoroso yo” se levanta en la noche,
materia de pesadilla, como fiscal y reo. No hay defensa posible […]» (León
1959: 13-14).[2] Así
el yo se relaciona a través del texto, y Aurora de Albornoz (1970: 334) lo hila
con los recuerdos trágicos de la guerra durante la infancia, evocados a través
de un yo que se representa no tal y como fue, sino como se quiere que sea
ahora, con la subjetividad actual del que dirige la evocación: «En Las horas muertas asistimos a una
angustiosa, desesperada y, a veces, hasta cruel búsqueda de sí» (Albornoz 1970:
331). El yo forma parte de un discurso que lo engloba. El yo no es el motor,
por tanto, sino el discurso —y la lógica textual— que lo encierra. La poética
de nuestro autor adquiere a partir de estos poemas esa profundidad y
complejidad que le otorgó con el tiempo ese puesto privilegiado y singular en
el grupo del 50. En Memorias de poco
tiempo la palabra fluctuaba entre la memoria y la suplantación del sujeto que
acertaba a expresarse por el borde de su doble filo (cf. Payeras Grau 2006:
220). Esos conflictos identitarios habían producido un dictum inusual, fomentando el choque de las palabras y creando
tensiones en el seno de las significaciones. A partir de ahora, todos estos
procesos se intensificarán. La madurez estilística de la voz bonaldiana ha sido
reconocida en Las horas muertas (Vila
Pastur 1959: 18; Albornoz 1970: 332; Buendía 1982: 138; Soto Vergés 1992: 29;
Payeras Grau 2006: 221; et alii)
enlazada a lo que inmanentemente denominamos vanguardia (Fernández Almagro
1959). Comenzaba su madurez vital, alejándose de su presurosa juventud y
escapando también de
A partir de estos años —1956, 1958— mi poesía tiende a bifurcarse en dos direcciones,
o eso me parece ahora. En una se acentúan con palmaria exclusividad mis manías
a propósito del «acto de lenguaje» y, en la otra, empiezo a incurrir de un modo
mucho más severo en una cierta meditación social o política, más bien en una
cuña informativa desglosada de mi pensamiento moral. Se conoce que todavía
tenía mis dudas sobre la escasa o nula relevancia que podía aportar un tema en
el estricto proceso de la creación poética. Pero esa nueva atención por asuntos
que antes no me habían preocupado mayormente, o sólo a rachas, va a condicionar
en parte mis modales expresivos. No ya de un modo sistemático —que eso no
recuerdo que ocurriera nunca— sino como una esporádica obediencia a las
solicitaciones del tiempo histórico. (Caballero Bonald 1983: 23)
La incidencia del mundo externo y el contraste entre
exterioridad —representación— e interioridad —expresión— se convierten en una
cuña temática incisiva, con prolongaciones en Pliegos de cordel. Aún así, en Las
horas muertas el conflicto con el mundo se abre en dos vertientes, interior
o moral, y exterior o social, y ambos se reflejan en las diferentes matrices
textuales en las que desembocará la escritura. Con los años, este proceso se
decantará por los conflictos interiores y su proyección semiótica. Aurora de
Albornoz lo describe de la siguiente forma: «Acaso lo primero que cabría decir
de los dos últimos libros es, precisamente que, en este sentido, son
complementarios: Las horas muertas
es, digamos, el libro del yo; Pliegos de cordel, el de los otros» (1970: 331). Pero más allá de
similitudes, diferencias o contingencias, cada una de las obras posee entidad
propia, si bien Las horas muertas
delimita su propia estructura discursiva y sus temas concibiéndose como una
depuración de todo lo anterior, y Pliegos
de cordel se singulariza gracias a esa misma depuración pero adentrándose
en una estructura narrativa y poemática más apegada al «tiempo que le tocó
vivir», como diría el propio autor en diversas ocasiones, con una poética del
compromiso. Su trayectoria va «afinándose» (Rodón 1979: 11), o sea
decantándose. Su poesía aumenta en gravedad, heredera de la gravitas, tocando temas serios, pudiendo
partir de un hilo argumental narrativo más o menos claro, o no, pero que se
preocupa por realizar un recorrido por los objetos aludidos en una presunta
trama, y en general por un mundo (interior o exterior, o ambos en continua
relación), con una finalidad última, moral —o amoral: malévola (Soto Vergés
1960: 12-14; Payeras Grau 1987: 223-234)—, y en cualquier caso irónica o
distanciada, a veces con cierto mal humor, en el sentido clásico de la
terminología medieval de los humores. No confundamos en ningún caso los temas
serios con la seriedad: la sátira, la ironía, el sarcasmo, el epigrama, el
apunte, etcétera, son poesía seria y grave. Su materialidad, historicidad y
conflictos paradoxales sirven para definirla, pero no como puntos de partida.
La cita del inicio de Séneca de las Epístolas morales, apelando a conocerse a uno mismo, presenta al
conocimiento como eje de esas horas muertas que han pasado, el tiempo como
ejecutor, Cronos vigilante e inflexible, pero también «horas que pasan vacías y
ociosas» (Payeras Grau 1997: 42). Tiempo invertido en los complejos procesos de
conocimiento de uno mismo, Las horas muertas
culmina la indagación subjetivista en la que se fraguó la identidad como poeta
de nuestro autor de sus dos libros anteriores, inicia su madurez, y «Defiéndame
Dios de mí», el primer poema del libro, explica el riesgo creativo y vital en
el que se sumerge. El poeta-profeta pide al dios creador de sus poemas, a su
capacidad creativa, protegerse frente a sí mismo y esa búsqueda infinita en los
misterios del yo, la debilidad —apela a Dios para que le ayude a no ser débil—
y la tentación de fracaso. Llama poderosamente la atención la fuerza con la que
irrumpe el yo en los textos, frente a los anteriores poemarios en los que no
destacaba tanto. En primera instancia primó aquella visión panteísta de la
naturaleza y de las cosas frente a los círculos que cada vez con más intensidad
rodean al yo, porque esta recurrencia servirá como eje desde el que dimana la
poesía bonaldiana. La identidad, poeta-profeta pero despojada «de no sé qué
ropajes» metafísicos, se halla en el centro de los textos, debatiéndose de modo
vital, agonal si cabe, y ahora además toma una razón de ser distinta al asumir
la imposibilidad de la estabilidad, renunciar al trascendentalismo, esa falacia
desenmascarada, recordando al New Criticism. Desde Memorias de poco tiempo se estaba llevando a cabo una quiebra en el
interior del sujeto. El yo trascendente comenzaba a tocar techo, y en Las horas muertas resulta insostenible
su situación, que empezará a ser distinta, en términos de otra cosa: no hablaremos de evolución sino de ruptura (coupure), pues no se establece ninguna
linealidad en los procesos de re-creación textual que a partir de ahora se dan
en la poesía bonaldiana, donde el yo deja de actuar como un único signo lírico,
esencial y definido, estableciéndose como una pieza poliédrica que se enmarca
en un discurso mucho más complejo, en una red sígnica, cambiante y dinámica. Es
más, se produce una ruptura interna, más profunda de lo que suponemos. Pero
para que estas transformaciones y evoluciones se realicen, partiendo de la
subjetividad desde la que se construye el poema, primero el yo debe fragmentarse,
y aunque exista resistencia —que la hay, pues nadie quiere autodestruirse—, acabará
asumiendo esa falta de asidero yoico en la identidad en los libros siguientes
que lo mostrará totalmente fracturado, evidenciando la ruptura interna y
epistemológica que caracterizan la obra bonaldiana más madura.
El yo se construye, se rellena de signos y le da al
sujeto que lo soporta una identidad histórica, frente a otros yoes que se han
planteado como transhistóricos, o fuera de la historia. El yo se enmarca
radicalmente en su historicidad, en sus contemporáneas coordenadas, de ahí que
un mismo sujeto también pueda poseer diferentes yoes (son constructos), y que
en nuestros procesos de búsqueda de una identidad, ese yo tenga sus idas y
venidas, sus dudas y sus miedos por hacerse, construirse. De ahí también que
ese yo que se vaya haciendo —formando— y rehaciendo, no alcance nunca una
esencialidad o estabilidad y se defina por su naturaleza proteica. Que la literatura
no haya existido siempre (Rodríguez 1990) significa según nuestra opinión, al
trasladarlo a los conflictos del yo, que el yo no ha existido siempre (cf.
Rodríguez 2002). Significa que lo que nosotros entendemos como yo también ha
evolucionado de la misma forma que han ido cambiando en
A partir de
ahí se considerará que en la obra literaria el contenido (lo empírico) está
constituido por las impresiones sensibles que el individuo recibe del mundo
exterior y la forma (lo trascendental) por las formas de la sensibilidad que
actúan sobre esas impresiones sensibles para darles una estructuración estética
[…] Aquí se encuentran las bases que legitiman la diferencia entre forma y
contenido […] forma se refiere a lo propiamente interior del autor de la obra,
y contenido a lo exterior al autor de la obra, por lo que no se reconoce la
objetividad misma del texto, ya que al hablar de interior o exterior del texto
en realidad se está refiriendo no al propio texto sino al sujeto que lo
escribe. (1999: 473)
El modelo de lenguaje comunicativo intenta ser el método
más completo, dejando diseñado el territorio de la literatura: sujeto,
imaginación, libertad, expresión, belleza y lenguaje. La batalla había
comenzado siglos atrás en el nivel económico (Marx 1986) y ahora se conseguía
la sistematización definitiva en el ideológico. Luego el hegelianismo intentará
suturar la herida kantiana entre lo trascendental y lo empírico, fusionándolos:
El espíritu
sería la última e incondicionada realidad, el único ser verdadero y real, la
totalidad de todo ser y el medio para el conocimiento de la totalidad. Ahora
bien, el conocimiento, para Hegel, no es un prisma deformante, como para Kant,
sino el camino que conduce, a través de la duda y la desesperación, hacia el
Absoluto […] Con Hegel se consuma el monologismo filosófico, cuya afirmación de
la unidad del ser se transforma en el principio de la unidad de la conciencia,
que somete la multiplicidad cognoscitiva a un solo centro (unidad de significación),
encerrando definitivamente sus posibles sentidos contradictorios en el rincón
de lo irrelevante, inesencial y accidental. (1999: 474-475)
Si el yo se había rellenado de significaciones
trascendentes, el paso que a dar e vaciarlo de esa trascendencia, destruir esa
forma unívoca de pensar, ese entramado monológico de una sola conciencia, y ahí
operará la poesía de madurez de nuestro autor, acercándose a las posturas
dialógicas más modernas al separar el sujeto trascendente del no trascendente,
quebrándolo en Las horas muertas. Invertido,
ese sujeto se materializa y cristaliza en el texto, quedando el texto frente a
la unidad del sujeto, la relación sujeto-objeto o la de autor-lector. El yo se
desplaza en el devenir de los textos. Estas rupturas se tematizan en sus otros
libros de madurez, se segregan incluso, de ahí la complejidad de algunos de sus
aspectos textuales, cuando se establecen juegos de espejos autor/lector,
difuminándose ambos en el texto. De esta evolución había indicios, marcas en
los libros precedentes, pero ahora se convierte en una realidad textual
tangible y analizable, percibiéndose no precisamente como un proceso lineal,
sino como un proceso basado en rupturas, como una especie de coupure en la propia epistéme bonaldiana. El lenguaje
bonaldiano se adensa, posibilita el engranaje barroco, con el que afrontará
esta etapa y se consolidará en los poemarios posteriores. El poeta dispone de
una voz y de un don y va configurando esa voz —de por sí estilísticamente
madura: cada libro es un paso autónomo pero legible dentro de la perspectiva
total— y ese don con el paso de los años, alcanzando diversos logros estéticos
en cada una de esas etapas. En «Defiéndame Dios de mí» se introduce un yo que
acapara la acción poemática. Lo consigue y será una señal de que ese yo se
encuentra en una situación delicada.
DEFIÉNDAME
DIOS DE MÍ
Entre
muros de vidrio
y de papel,
sangrientas láminas
de tinta
agraz y vino
intraducible,
voy recogiendo
cada furtiva
noche alguna
palabra,
alguna gota
de humildad o
de olvido
con que pueda
perder
mi lucha
contra mí.
Yo imploro al
miedo,
a la locura,
para que no mancillen
este piadoso
vértigo de tierra
podrida, este
votivo claustro
de desdén, y
que me dejen
desoír los
oráculos,
andar a
tientas hasta
poder llegar a
equivocarme
impunemente,
mereciendo
mi propia
rendición.
Usurpadores
panes, sucios
oros
coléricos,
vaso y libro
malditos,
libradme del
laurel
alevoso, de
la paz
enemiga.
¿Quién eres tú,
que osas
profanar este triunfante
cerco de
esclavitud: la mesa vil,
la sábana
cobarde, los dinteles
iracundos del
cuerpo? ¿Para qué
tanta
propiciatoria rebelión?
Nunca
más, nunca
más. Estoy solo
mirando las
cenizas
de la noche
indefensa, las espadas
del azar
trunco en vida sin nadie.
Tumba
y tesoro, duermo
conspirando
conmigo, levantando
setenta veces
siete
la bandera
del sueño, la culpable
rapiña de mi
alma.
Madre
primera,
búscame entre los hijos
de la ira,
ciégame el pecho
injusto,
restáñame este vidrio
desolado,
este papel
escrito para
nunca. Aquí
se yergue la
equidad de mi derrota.
Defiéndame
Dios de mí. (1959: 11-13; 2011: 145-146)
Este poema sirve de pórtico del libro, y utilizamos esta
palabra con énfasis, porque ese era el lugar donde los estoicos se reunían para
charlar y discutir, y de ahí viene el nombre de la escuela (Casadesús Bordoy
2002: 11). En este poema se comprimen los temas más importantes que se
desarrollan en Las horas muertas.
Desde el principio nos situamos entre unos «muros de vidrio» que más tarde, en
el acontecer del texto, sabremos que se relacionan con el vaso —elemento icónico
en la poética bonaldiana— vacío y la afición a la bebida, que mucho tiene que
ver con ese malditismo y malevolismo apuntado por Soto Vergés (cf. Caballero
Bonald 2001: 150-151), pero que no se reduce sólo a la mala vida nocturna de
los borrachos y otra gente de mal vivir:
Acaso en Las horas muertas nos
vamos a enfrentar con un malevolismo, con una poesía fabricada en los límites
mismos de la naturaleza y la razón, localizada más que en otra parte en los
interregnos biológicos y éticos, orquestada en un sistema de tensiones entre el
mal y el bien. (1960: 12)
Desde una moral distinta a la establecida por la
biempensante sociedad, que luego se caracterizará como infractora, Caballero Bonald, como un arma arrojadiza, imprecará a
ese sujeto —a veces él mismo— que se debate entre sus propias contradicciones. El
poeta escribe de noche, territorio de la libertad según coordenadas románticas,
y va recogiendo —no es él quien las genera, sino que se encuentran en el aire y
las va seleccionando— las palabras. El poeta no posee el don innato de las
palabras sino el de reconocerlas, con lo que se ha desplazado el sentido
profético que pululaba por sus primeros libros. El alcohol ayuda en ese
reconocimiento de las palabras, se encuentra entremezclado, crea confusión con
la propia palabra, por medio de la hipálage. Esta tensión retórica será una
constante no sólo en este poema, sino en todo el libro (cf. Panero 1959). Las
palabras se encadenarán de un modo tenso, hilándose pero chocando
semánticamente, provocando sorpresa. Por eso aunque los temas sean ya clásicos,
la noche, el escritor, la bebida, etcétera, lo importante será el modo en que
se tratan. Detrás de esta primera estrofa y de este primer poema en general, se
encuentra el acto de escritura y el gusto por una escritura (Cristóbal de Castillejo
representa la línea castellana frente a la invasión de la moda italianizante en
el Renacimiento).[3] El
poeta renacentista que sirve de modelo para el jerezano, lucha contra su deseo,
contra sus pasiones y todo lo que no puede controlar de sí mismo. También, en
el caso de nuestro poema, existe una lucha contra «el desagradable mundo que le
rodea» (Fernández Almagro 1959), no sólo exterior, aunque también. Apelación hacia
un Dios humano, son los propios deseos y no hay otro abismo que el que el
propio hombre recorre por sus bordes peligrosamente. Hay una «trágica lucha
consigo mismo [en una] tendencia al sondeo moral de la propia persona en
contraste con el mundo en torno» (Vázquez-Zamora 1959: 37).
Detrás del poema renacentista se hallan reflexiones
vitales y metapoéticas, y por eso encabeza Las
horas muertas, ejerce como poética. «Defiéndame Dios de mí» se presenta
como una descripción recortada —como si de pequeñas dosis se tratara— de
aquellos elementos más interesantes desde el punto de vista reflexivo. El poeta
nunca pierde el referente de la metapoesía, la mirada hacia la misma escritura,
que es y será la constante más obsesiva y que mejor caracterizará la estructura
profunda de sus textos («el poeta ha de elegir entre la paz o la poesía»,
afirmará Vázquez-Zamora, 1959: 37). Metapoesía como eje desde el cual se van
expandiendo otros horizontes discursivos. Muy aminoradas las ínfulas
metafísicas, Dios es aquí un elemento panteísta, una fuerza dinámica que nos vigila:
un Dios lejano de la moral cristiana, una energía natural o instancia
inmanente. Si relacionamos esa preocupación metapoética con el título del
texto, el poeta alude a su conocimiento poético, a su propio numen. Visión
propia de un sistema idealista, no podemos escapar ni desde las lecturas más
antiesencialistas, por mucho que nos empeñemos:
De todas maneras, en el seno de las prácticas teóricas y críticas se ha
seguido reproduciendo, durante todo el siglo veinte, el concepto ideológico de
literatura a que me estoy refiriendo. Con esto no quiero decir que el gran
espacio de la teoría y de la crítica idealista haya permanecido estático desde
sus orígenes; indudablemente su dinamismo ideológico está fuera de toda duda en
cuanto que ha avanzado, ha superado muchos obstáculos y ha ido perfeccionando y
aquilatando sus propuestas, sin que olvidemos, claro es, que ello ha sido
consecuencia de sus propias necesidades ideológicas en alianza con los avances
de la ciencia, en al que desde sus orígenes el espacio de la teoría y la
crítica ha buscado inspiración y apoyo. (Sánchez Trigueros 2003: 16)
No sabemos hasta qué punto el jerezano quiso sustraerse a
estas prácticas teóricas, no sólo porque el idealismo se encuentre en los
tuétanos de nuestro pensamiento sino porque más que nunca, en aquellos años,
cualquier atisbo de rebelión o pensamiento alternativo se hallaba barnizado por
la pátina idealista (Salas 2003: 227-267). Pero habría que reconocer que poseemos
conciencia de que operamos desde este reducto de pensamiento idealista (Bürger
1996), lo cual no impide que podamos continuar con nuestro análisis. Leyendo el
texto, vemos cómo frente a sí mismo, el poeta busca no sólo la libertad sino su
propio interior, sin el que no puede alcanzar la libertad. La libertad moral se
relaciona íntimamente en sus dimensiones individuales y sociales, junto a las
diatribas éticas y ciertos remordimientos que inciden («la culpable / rapiña de
mi alma»). El poeta venera el lenguaje y a la vez se debate por domarlo, mira
el azar de las cosas que ocurren, el propio lenguaje que no puede dominar y que
incluso no entiende a veces, la caída de átomos —en términos democriteos— que
debe aceptar. El azar viene con las espadas en alto como un activo beligerante,
un ente armado que influye negativamente, porque no lo controlamos, y el poeta
no quiere vivir esas pasiones que se escapan a su poder, busca la
imperturbabilidad, impasibilidad o ataraxia, «Nunca / más, nunca más» que le
permita afrontar la vida con dignidad y tranquilidad, conocerse a sí mismo,
profundizar en su ser. No quiere que se repita aquella rebelión interior, aquel
distanciamiento del yo consigo mismo, aquella laguna de la identidad y ruptura
con la realidad que le rodea. La «ceniza» arrastra claves en términos
negativos, y aparece en esta estrofa, después de haber introducido la palabra
«tierra» tres estrofas antes, en su acepción más positiva. El poeta se
encuentra solo, enfangado en la ceniza y en mitad de la noche. Ha bebido ya
tanto que se ha dado cuenta de que la bebida no le sirve como refugio, antes
bien, otro laberinto igual que el papel. Atmósfera maldita, la evocación, las
emociones y ese espacio necesario para la poesía. Desolado, en medio de la
muerte de las horas, velando su cadáver. Es ese momento «de soledad y de
memoria, en el que el poema y el verso, más breves y esenciales, se andan y
desandan como el tiempo, porque “siempre se vuelve a lo perdido”» (Flores 1999:
66). Una esencialidad a través de la soledad del poeta que busca la poesía en
su forma más depurada, también espoleado por el existencialismo sartriano, que
la crítica señaló: recordemos la estancia en Francia de nuestro autor a
mediados de esta década, apuntada por Quiñones (1959: 363).[4]
«Sencillez relativa, cabría decir», apostilla Autora de Albornoz (1970: 332).
En esta aparente sencillez o búsqueda de los orígenes, opera en sentido
generativo y se realiza un nacimiento, un manifiesto o poética, al dar a luz
desde esa ceniza, como ave fénix: es el poema mismo. El poeta se rodea de los
atributos de la escritura, entregándose al «acto» de conocerse a sí mismo. Pide
la ayuda de Dios porque sabe que no le va a ayudar.
Por otro lado, en Las
horas muertas los remordimientos no son tema central, sino accidental, y existe
una aceptación —estoica, una vez más— del propio pasado, con lo que ello
sexualmente implica. Nuestro autor comienza a frecuentar cierto malevolismo,
como un gusto por remarcar los territorios prohibidos de la sexualidad, que
cuajará con plenitud en libros posteriores, pero que ya es visible en poemas
como «Desde donde me ciego de vivir» (1959: 14-15), posteriormente «Desde
aquella noche» (2011: 147-148), y que posee el mismo sabor de la primera
versión. A la luz de estos versos, no sabemos si se trata de una experiencia
homosexual o heterosexual, aunque nos inclinamos por una visión pansexual
(«férvido pan maldito»). Esta ambigüedad tendrá un correlato en otros poemas,
ya que nunca el referente se señala con claridad. La polisemia del lenguaje hará
el resto, y el siguiente texto puede ser una buena prueba, titulado «No tengo
nada que perder» (1959: 16-17; 2011: 149-150). Si la poesía es un discurso
polisémico, en Caballero Bonald este sintagma cobra singular ímpetu, ya que
ambos segmentos presentan una fuerza inusitada. La ambigüedad se está fraguando
como tema, se está «tematizando» y llegará a convertirse en el motor de los
textos, plasmándose en composiciones como «Ambigüedad del género» (1977: 30;
2011: 283). Si contemplamos la trayectoria de nuestro autor desde la diacronía,
la evolución de la discursividad, la determinación temática redundante y los
modos que se manifiestan, mueven esta poesía hacia diversos lugares, impulsada
por una instancia de renovación estética. Comprendemos entonces las transformaciones
en cadena provocadas por la intrusión de elementos o cuerpos extraños al poema,
giros internos en forma de pequeños engranajes que espolean a otros, capaces a
su vez de mover otros más grandes, posibilitando la rotación de esos mismos
temas y modos. Estas evoluciones establecen otros parámetros estéticos,
desechando los anteriormente concebidos y privilegiando los «nuevos», hasta
llegar a un punto en que precisamente se cuestione el novum lingüístico o literario, otorgando a la propia renovación del
discurso un estatus de singularidad y maduración en la cadena de las
transformaciones. La conformación de un universo semántico, sintáctico,
poemático y discursivo propio, con características muy singulares, va
configurándose, rectificándose y perfeccionándose y en Las horas muertas comienza a verse con meridiana claridad.[5]
A partir de este libro se gesta sin ambages el universo semiótico de Caballero
Bonald. La ambigüedad se repite como doblez del lenguaje en «No tengo nada que
perder» (1959: 16-17; 2011: 149-150).[6]
En este poema, como en el anterior y en los dos siguientes («El patio», 1959:
18-21; 2011: 151-153; «Un libro, un vaso, nada», 1959: 22-23; 2011: 155), en
total cuatro, aparece la palabra «mano» repetidas veces, aludiendo a actos de
escritura o a actos amorosos, como quien guía a alguien para llevarla a algún
lugar.[7]
Esta concatenación de manos que se tocan, que se unen en el decurso del libro, están
cerca de una lectura simbólica que trasciende los márgenes de la palabra,
ampliándose por la poesía. En «Un libro, un vaso, nada», además, observamos la
matriz del título del libro para extraer una lectura global: el poeta se
refiere a la frustración del creador en soledad, a la lucha y al malditismo que
lo recorren en la noche.
UN
LIBRO, UN VASO, NADA
Todas
las noches, dejo
mi soledad
entre los libros,
abro la
puerta a los oráculos,
fundo mi alma
con el fuego
del salmista.
Qué contraria
voluntad de
peligro me desvela,
quiebra la
vigilante
sed de vivir
de mi palabra.
Todas
las noches
vivo inútilmente
la
frustración del día, recupero
las horas
muertas de mi libertad,
consisto en
lo que he sido.
(Una mano
olvidada entre las sábanas
rompe
papeles, mancha el último
pedazo de mi
sueño.)
Oh corazón
sin nadie,
¿para qué
tantas
páginas vanas, tantos
himnos
vacíos? Mira
a tu
alrededor, ¿qué queda? Solos
estamos: toda
la vida cabe
entre el callar
y el sueño.
Aquí
mi soledad es
mi alegría:
un libro, un
vaso, nada.
El territorio romántico y nocturno se repite al comienzo
de la primera y tercera estrofa: «Todas las noches», pero la ambigüedad se
desplaza y se circunscribe más a ese espacio agonal de la creación misma, en la
frustración que implica (recordemos «Toda la dicha cabe en una lágrima»):[8]
actitud ambigua, puesto que con la excusa de quien no puede escribir un poema,
ni domeñar las palabras, el poeta construye un texto.[9]
Volvemos a la conciencia estoica de la libertad, de quien es esclavo de su
palabra, y a esas horas muertas del creador que sabe que el tiempo pasa, pero
que al menos deja un rastro con su poesía. Ésa será la única consistencia de lo
que ha sido, y por eso la soledad es alegría o esperanza (cf. Sainz de Robles
1959). El perfil metapoético y autorreferencial se propone como interpretación
de este libro de Caballero Bonald, confirmando su trayectoria, y esas horas
muertas aluden al proceso de escritura. Así, en «Una palabra es una lágrima»
(1959: 24), después «Modus faciendi» (2011: 156) aparece la madre según estas
claves:
UNA
PALABRA ES UNA LÁGRIMA
Quemé mi
libertad y los papeles,
le puse un
nombre único a mi sueño,
fui
desandando el destruido
corazón.
Madre mía, que escuchas
mis lágrimas,
estés donde estés,
mira a tu
hijo con la trunca
palabra en
los labios.
Nadie
como yo más
dichoso
de no serlo
jamás.
Aquí se condensan todos los elementos conjugados hasta
ahora. El poeta sigue presentándose como hijo de la tierra y a la vez como
poseedor, siempre frustrado y agonal, de la palabra. Hay una invocación para
que la palabra le llegue al poeta, y al mismo tiempo, estoicamente, se posee la
conciencia de no ser feliz, no aspirar a la felicidad, porque sabe que la
felicidad completa no existe: quizás existan momentos de felicidad, y lo que
más cuesta es acostumbrarse a esa discontinuidad. Las palabras provienen de la
felicidad, y esta sólo se reconoce porque antes se ha sufrido, he ahí la razón
del título del poema. Sólo si se sufre, si se busca, si nos adentramos en los
misterios de la palabra que no conocemos todavía, lograremos encontrar algo.
Cuando se deja de ser libre porque nos debemos a la palabra, y nos volvemos sus
esclavos porque nuestro sueño es ser poeta, nos precipitamos en nuestro propio
vacío, en nuestro propio abismo, y por eso se invoca a la madre primera (también
por eso se apela a ella en otras y repetidas ocasiones). La palabra poética es
una esclavitud para quien no puede salir de ella. El último poema de esta
parte, «La sed» (1959: 25-26, luego «Entreacto de la sed», 2011: 168-169),
incide en el carácter maldito de la bebida y en la búsqueda de la palabra
precisa a través de ella, en los mitos del poeta, dándose cuenta de que ninguna
bebida —ni en clave metapoética— puede ser «máscara de la alegría», pues la
interrogación y las dudas sobre la identidad siguen estando presentes. La
continuidad, en este sentido, del poemario sigue la misma estela en la
siguiente parte, y de «Túmulo de la noche» entresacamos la segunda estrofa:
Túmulo
de la fétida
noche, cuando
con la
temible luna hendiendo
las
insaciables olas,
no busqué merecerme
más refugio
que el de la
libertad
junto al
fosco borracho
marino, cerca
de las rompientes
del puerto
cegador.
Noche como el espacio de la libertad, y la bebida rondando
ese momento privilegiado del creador, que busca nutrirse de experiencias… sea
verdad o no que se emborrachara con un marino, lo que importa es su
verosimilitud. Libertad de la palabra frente esclavitud, el poeta elige irse de
fiesta, pero en función de la huida de esa esclavitud, de la que no puede
sustraerse. La libertad ex negativo. Al
describir la noche como «fétida», y con el antecedente del primer verso donde
se adjetiva también como «mefítica», nos adentramos en un locus displicentis que se convierte en ese territorio mítico de la
poesía del autor (cf. Soto Vergés 1992: 29). No queda nada de aquellas aguas de
la memoria de ecos garcilasistas de Las
adivinaciones, y ahora la poesía se ha convertido en un impulso agonal que
nunca termina. Por eso «Desnudo estoy igual que este papel» (1959: 32-33; 2011:
157-158), comienza así:
Para
poder llegar hasta este trozo
de diaria
alegría, hasta este férvido
peligro del
papel, cuántos pasos
en
falso
cuántas
barandas
vacilantes
asomadas al
lado de lo negro.
La alegría diaria de la escritura tiene una cara oculta,
un sufrimiento que no podemos evitar, una cadena que nos ata a la palabra, o
esclavitud. La dialéctica libertad/esclavitud, como vemos, está muy presente en
todo el libro, ya que el problema de la libertad no se redujo a la coyuntura
política de España, sino que trascendió a una concepción vital. De ahí que la
vida haya que contemplarla también desde esta doble óptica, de esplendor y
miseria. En «Cloto» (1959: 34; 2011: 159) el poeta nos presenta a una de las
hilanderas, las Moiras o Parcas, en concreto la que hila la vida. Átropos se
encarga de enhebrarla con el nacimiento, Cloto, que es la del poema,[10]
va haciendo un ovillo, y Láquesis, la última, corta, poniendo le pone fin
(Grimal 1999: 300b). El poeta, obviamente, se centra en la figura central,
Cloto, y se compara a ella: «Igual que Cloto, me hilo / la vida: yo no me puedo
/ equivocar». Confía en su proceder, quizá porque no tenga otra opción, pero
ante todo porque en la siguiente estrofa reivindica el error: «Los errores /
los busco de antemano». El error es un derecho ya que supone un modo de construirse,
aprendemos a golpes, a fuerza de sacrificio: «Metal / de implacable ley, fundo
/ mi fortaleza y mis pasos / en falso, / equilibro la fe / con la renuncia.»
Los pasos en falso de la poesía, inseguridades, vueltas y tachaduras, desvelos,
son la única seguridad del poeta. La composición afirma al concluir, estoicamente,
que «Sólo es verdad / lo que aún no conozco.» He aquí uno de los versos más
misteriosos del libro, de los más bellos también, en clave estoica y
metapoética. Lo que hemos vivido deja de ser verdad en cuanto lo rememoramos, y
lo cambiamos, lo alteramos, lo falseamos y convertimos en simulacro, como mirada
retrospectiva, descreimiento del pasado a través de la conciencia lúcida en la
intervención del sujeto en su propia memoria. Pero el autor se presenta todavía
ovillando la palabra, ejerciendo como poeta, a debida distancia de la muerte,
que acabará con todo, ovillar y palabras, con su voz y el signo lingüístico a
él ligado. La reducción de la palabra a signo, a un último gesto, también se
contempla como otra posibilidad de estirpe semiótica. Y continuamos con el
análisis de Fröhlicher del siguiente poema:
EL
CONTORNO DE
El
que con mano incierta traza
el propio
emblema de su corazón
sobre el
polvo, allí también dibuja
la oquedad de
su historia, signo
de proféticas
lindes que se expande
entre la
grava de la esclavitud.
Glorioso
es el instante
en que el
amor confunde sus fronteras
con la vida,
límite donde el hombre
circunda el
filo de su libertad
de fugaces
siluetas opresoras,
imagen
caediza sobre un poco
de tierra,
última forma inerte
desprendida
de tiempo, carnal
contorno
esquivo de la historia. (1959: 37; 2011: 83)
Este poema es una de las primeras muestras en la poesía
bonaldiana en que aparece la palabra «historia» con matiz social, o mejor dicho
universal. Se apunta una contenida lectura de lo colectivo, y en esa contención
estriba el contenido y riqueza de estos versos. Caballero Bonald, durante los
años cincuenta se había relacionado con Camilo José Cela, llegando a tener una
relación estrecha con él. A finales de esta década hace más amistad con Gabriel
Celaya y con todo lo que representa el poeta vasco. Podríamos denominar este
paso como «Cela o Celaya», tomando partido por este último, pero siempre
teniendo en cuenta una particular elegancia lingüística.[11]
Así se inaugura un campo semántico y esa nueva etapa que el propio autor certifica
(Caballero Bonald 1983: 23). La palabra «historia» no responde a ningún esbozo
sino a una responsable determinación circunscrita sincrónicamente en un
discurso y en un anclaje concretos. Los otros temas del poema, tales como la
mano, la libertad o la tierra, aluden al sentido originario de madre. El poeta elabora
un lenguaje distanciado del manoseado léxico de la época, tan apegado a la moda
del verso protesta, dotando a ese lenguaje de un fresco significado, refrescándolo.
En definitiva, responde a signos inequívocos de una necesidad no sólo
individual, sino en todo punto íntimamente relacionada con lo colectivo,[12]
no encontrándose solo en ese camino sutil de la reivindicación de lo colectivo,
y otros compañeros de generación elaborarán ese discurso. Por eso Caballero
Bonald nunca será un poeta social ad usum,
ni él mismo se considerará como tal, caracterizándose por su elegancia
lingüística (Albornoz 1970: 334). La nueva (entiéndase: otra) denominación de nociones como el tiempo y el espacio, la
libertad, la paz o la historia, a fuerza de recurrentes se habían desgastado
por la saturación de la poesía en boga, habían perdido su sentido o su
actualidad, pero con las nuevas asociaciones lingüísticas que el jerezano les
imprimirá —en unión con otros semas y sobre todo adjetivos, en contacto con
otras estructuras sintácticas, sin desdeñar sugestivas particularidades métrico-musicales—
y las nuevas aglutinaciones en torno a diversas significaciones y referencias,
estas nociones se redefinirán, se lavarán de un determinado lastre social y se
pondrán en otra dirección semántica.
Teniendo en cuenta «el tiempo que nos tocó vivir», parafraseando una expresión
que usa el propio Caballero Bonald en sus escritos críticos en esta época
(Abril 2006: 281), esto es
Concluimos con «Blanco de España», un elegante ejercicio
de denuncia civil que no se considera propaganda, y así lo afirma el comienzo
de la crónica anónima —en realidad las firmaban al alimón Ángel Crespo y Gabino
Alejandro Carriedo (Gómez Bedate 1997: 4)— de la revista Poesía de España:[13]
El camino recorrido por la poesía de Caballero Bonald sirve por sí solo
para ilustrar de manera inequívoca la afirmación, que desde siempre venimos
haciendo, de que la poesía ha de responder a las circunstancias de tiempo y
lugar sin menoscabo de sus valores puramente estéticos. (VV. AA. 1962: 60)
Este es el poema:
BLANCO
DE ESPAÑA
Escribo la
palabra libertad,
la extiendo
sobre la piel
dormida de mi patria.
Cuántas salpicaduras,
ateridas
entre sus
letras indefensas, mojan
de fe mis
manos, las consagran
de olvido.
¿Quién se sacrificó
por quién?
Tarde llegué a las puertas
que me
abrieron, tarde llegué
desde el
refugio maternal
hasta el
lugar del crimen,
con la paz
aprendida
de memoria y
una palabra pura
yerta sobre
papel atribulado.
Blanco
de España, ensombrecido
de púrpura,
madre y madera
de odio,
olvídate
del número
moral, bruñe y colora
los hierros
sanguinario
con las
ciegas tinturas del amor,
para que
nadie pueda recordar
las divididas
grietas de tu cuerpo,
para escribir
tu nombre sobre el mío,
para encender
con mi esperanza
la piel
naciente de tu libertad. (1959: 38-39; 2011: 174-175)
Cargado de emoción, este poema es sin duda una de las
mejores muestras de poesía social de la época, y de hecho fue recogido en las
antologías de José María Castellet (1960, 1966). Con enormes repercusiones en
la poesía de la época, a día de hoy se puede asegurar que esta composición
conserva toda su tensión emotiva: lógicamente el tema de España ya no nos
preocupa de la misma manera ni con los mismos matices que entonces, pero desde
un punto de vista utópico sí que puede contemplarse igual. En la obra del poeta
se están inaugurando nuevos temas, que se mezclan con la trayectoria ya
descrita, aquí la preocupación metapoética con el tema de España. La lógica
mallarmeana del papel en blanco —constante en la poesía de nuestro autor—[14]
funciona como un correlato de la patria sobre la que escribir libremente (se
escribe con la mano, ésa que tanto ha aparecido por Las horas muertas del escritor que se empeña en plasmar sus
inquietudes), pero el poeta se encuentra con la sangre de los otros y con los
remordimientos por no haber hecho nunca lo bastante como para sentirse
satisfecho y el deber cumplido. Sabe que la historia colectiva no le pertenece,
y sabe también que sus escritos tendrán poca repercusión. Sólo pretende, en ese
papel teñido de púrpura y de sangre, plasmar su esperanza individual, fundirse
en un abrazo solidario con la historia de su patria y encender así, con su
esperanza, la nueva libertad que está naciendo. Todo un ejercicio de ilusión en
torno al presente y al futuro colectivo de la patria, pero también respecto a
la misma escritura.
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[1] Véase Gracia 2006: 285.
[2] Esta
insostenibilidad del yo o cambio de dirección semántica, se debe a que «Toda
poesía honda viene de una disconformidad con el mundo, de una asqueada
decepción que “yo” le causa al poeta, por la pureza que hay en él.»
(Vázquez-Zamora 1959: 37)
[3] LETRA: Defiéndame Dios de mí. GLOSA: En el campo me metí / A lidiar con mi deseo.
/ Contra mí mismo peleo. / Defiéndame Dios de mí. // A tan mortal enemigo /
Yo no basto a resistir, / Ni menos puedo huir, / porque le llevo conmigo. /
Rendírmele luego allí / Es un exemplo muy feo / En gran estrecho me veo; / Defiéndame Dios de mí. // La razón que
me endereça, / Porfía con mi porfía; / Pero vuelve todavía / Las manos en la
cabeça. / Y / esperar socorro aquí / De ninguno, es devaneo; / Pues soy yo con
quien peleo / Defiéndame Dios de mí.
(Castillejo 1957: 106-107).
[4] Soledad y
esencialidad, regusto introspectivo, desamparo creciente, etcétera, serán
calificativos con los que Santiago Melero saludará esta obra, augurándole «un
puesto cimero en nuestro Parnaso» (cf. 1959).
[5] Algunas de
estas nociones fueron tratadas, aunque desde la narrativa, por Yborra Aznar
(1998), creando una misma sensación de universo.
[6] Una lectura de sus variantes
da interesantes claves acerca de esta constante, pero son muy numerosas y solo
dejamos constancia. En la primera edición de este poema los mecanismos
lingüísticos desplegados van en beneficio de la ambigüedad, referida tanto al
acto amoroso como al propio proceso escritural. El poeta asocia en repetidas
ocasiones ambas instancias, creando un efecto de convulsión semántica en el
texto.
[7] El motivo
obsesivo de la mano, como de otros ya señalados (libertad, madre, etc.) fueron
vistos también por Vázquez-Zamora (1959: 37). Se repite tantas veces que
incluso en el penúltimo verso del libro aparece el mismo motivo.
[8] «Toda la
dicha cabe en una lágrima» (1959: 70; 2011: 84), luego en Memorias de poco tiempo, se relaciona con «Las órbitas bellas»
(1952: 14-15, después «Órbita de la palabra», 2011: 28-29), donde habla de las
lágrimas de su madre. Otra vez su madre en el fondo, como madre y como tierra.
También podemos acudir a Sebold (1983) y a aquella lágrima que atraviesa la
poesía romántica española.
[9] La duda del
creador es obsesiva: «La interrogación es una forma patética de la vivencia,
porque nunca se aclara el por qué razonable de la vida, el oscuro camino que
conduce a una realidad mejor. Por eso, la poesía es como una larga voz con
sordina, o una amarga sospecha de quehacer inútil» (Díaz-Plaja 1969: 124).
[10] Esta
terminología, conceptos y personajes grecolatinos son conscientemente usados
por el autor, y así lo confiesa en Alvarado Tenorio (1980: 91). También, entre
otros, en «Cráter del tiempo (1959: 74-77; 2011: 193-195), poema final de Las horas muertas, aparecen algunos
otros personajes mitológicos.
[11] No obstante hay que recordar
que existió una más que notable sintonía ideológica (Gracia 2006: 306).
[12] Respecto a
la palabra «historia» se repetirá –la coyuntura política lo exigía– hasta Laberinto de Fortuna (1984), libro que
se puede considerar epílogo de una estado de ánimo, paralelo a la transición y
la instauración de la democracia.
[13] Caballero
Bonald figuraría en el último número –el nueve, en 1963– como fundador y
ordenador de la revista, y así lo señala Gómez Bedate (1997: 7). Es decir que
habría estado colaborando en los otros números desde Colombia, aunque
oficiosamente, y en el último número sus amigos colocaron su nombre en el lugar
que se merecía. Son muy interesantes al respecto las notas a pie de página de
Flores (1999: 33n y 34n).
[14] En Las horas muertas hay más referencias a
esta página en blanco mallarmeana, por ejemplo «Desnudo estoy igual que este
papel» (1959: 32-33; 2011: 157-158).
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