REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


LA CONFIGURACIÓN DEL YO Y DE LA HISTORIA EN

LAS HORAS MUERTAS, DE J. M. CABALLERO BONALD

 

Juan Carlos Abril

(Universidad de Granada)

 

 

RESUMEN

Publicado en 1959, Las horas muertas es un libro fundamental en la trayectoria de J. M. Caballero Bonald, quien se distingue por su estética proteica, su barroquismo y su sintaxis poliédrica. Comienzan a funcionar aquí aquellos rasgos que le caracterizarán en el futuro, tales como un yo diluido, la diseminación de la referencialidad, la autorreferencialidad, y una crítica radical de la visión plana de la historia. A través del análisis de los poemas desvelamos esas claves que evitan la propaganda del realismo social, pero sin renunciar a una poesía de compromiso civil y fuerte componente emocional.

 

PALABRAS CLAVE

Caballero Bonald, estética, sintaxis, yo, historia, análisis textual

 

ABSTRACT

Published in 1959, Las horas muertas is an essential book on the career of J. M. Caballero Bonald, who is distinguished by his protean aesthetic, his baroque style, and his syntax full of polyhedrons. The features that will characterize the author in the future start to work here, such as the diluted self, the spread of the referentiality, the self-referentiality, and a radical critique of the flat approach of History. Through the analysis of the poems, we unveil those keys that avoid the propaganda of social realism, but without relinquishing a poetry of civil commitment and a strong emotional component.

 

KEY WORDS

Caballero Bonald, aesthetics, syntax, the self, History, textual analysis

 

 

En Las horas muertas, libro ganador del Premio Boscán 1958, concedido por el Instituto de Estudios Hispánicos de Barcelona[1] (también consiguió el Premio de la Crítica de Poesía en 1960), se aprecia un complejo entramado de significaciones que había ido de manera larvaria fraguándose en los libros precedentes, una base que estructura —superestructura, si se quiere— y sujeta la composición poemática, como una red que sirve de receptáculo del sentido. Los rescoldos metafísicos de sus dos primeros libros, se transforman en metapoéticos a medida que la obra bonaldiana se desarrolla, y se eliminan las preocupaciones de tipo trascendental para ser transportadas al propio texto como elucubraciones. Nuestro escritor de entonces, vigía —en su acepción social, pero también como herencia simbolista— que se encuentra a la vanguardia en una sociedad muerta o dormida, presenta en la Segunda Generación de Posguerra, y más para el sector de poetas visionarios, rasgos ineludibles que le destacarán por el uso de la palabra.

 

Las horas muertas se publicó a principios del 59 y es uno de los textos poéticos míos que más me satisfacen. Probablemente, y a pesar del nada disimulado acarreo de ciertas modas filosóficas, el libro tiene como una tonalidad que procede en muy buena medida de mi propia cosecha. Su elocución, muchos de sus ingredientes verbales y registros imaginativos, marcan sin duda una nueva etapa —una etapa distinta— en el despliegue cíclico de mi poesía. A través de una tenaz vigilancia rítmica de la frase, de una sintaxis bastante airosa y de un léxico entreverado de préstamos barrocos —qué despilfarro—, Las horas muertas puede significar la decantación de toda mi obra anterior, al menos en el área de lo que se conoce como poesía de la experiencia. A los casi veinticinco años de haber sido escrito, no hay nada que me impida seguir estando muy de acuerdo con su autor.

Las materias de este libro, pasadas muchas de ellas por el entonces frecuente tamiz del existencialismo, tal vez desarrollen en profundidad las mismas sensaciones de mi poesía precedente. Pero ahora, junto a esos contenidos globales (las confabulaciones amorosas, la fragilidad horaciana del tiempo, las nocturnidades más o menos malévolas, los injertos del absurdo, la libertad), se acentúa el sondeo en el paisaje moral y físico de la infancia y, acaso por idénticas razones, en esa cantera educativa de la que iba surgiendo cierta apremiante tendencia a la crítica de la sociedad. El ascendente irracionalista sigue actuando, desde luego, en los tramos más vistosos del libro, allí donde apuntan una serie de corrosivas intuiciones que no sé muy bien si procedían de algún impúdico rincón del subconsciente. (1983: 23-24)

 

Las horas muertas presenta la agradable mezcla del realismo en breves trazos, atmósferas sugeridas en esquemáticas situaciones, y esos nuevos elementos constitutivos del lenguaje y la sintaxis que eliminan la noción del texto en beneficio del discurso, extendiéndose la noción de emisor a la noción de emisión, y la noción de receptor a la de recepción. Se amplía el horizonte de la recepción, la lectura se convierte en lección. La crítica tradicional lo llama barroquismo, entendido como conceptualización consecuente de una red expresiva que implica una estética formal. Este rasgo, que luego dará mucho que hablar en nuestro autor, se manifiesta ahora por vez primera con claridad. Desde este distanciamiento se plantea un producto literario extrañamente acabado en el que cualquier referencia supera su propia enunciación nominal: he ahí el tiempo que nos queda no sólo por vivir, sino sobre todo por pensar. El tiempo que nos queda por imaginar y las razones que nos llevan desde una palabra o verso a tejer toda una red de significaciones dinámicas, entrelazadas, que van más allá del corte estático que aporta un concepto. «Mi diario reencuentro con la fe» (1959: 48, luego «Diario reencuentro», 2011: 167), explica esta paradójica relación del autor/emisor consigo mismo y con cada lector/receptor, extensible a cualquier individuo.

 

Lavada está mi vida

por virtud de su polvo. Ayer, mañana,

viven juntos y frágiles, conforman

mi memoria conmigo.

 

                                 Únicamente soy

mi libertad y mis palabras. (1959: 48, vv. 7-11)

 

La operación que se está produciendo es un cambio de dirección en el foco del discurso, en la canalización del objetivo, que provenía de unos parámetros pero que se va alejando de esas coordenadas, suprimiendo las salteadas referencias sentimentales, depurándose, en beneficio de un canal que expresa por sí mismo lo que se es a través de las palabras y que busca parecerse a sí mismo, hablar de sí mismo, ser por sí mismo, y estamos aludiendo obviamente al manido sueño del lenguaje autónomo. Frases concisas, apretado contenido (Fernández Almagro 1959), que también resumen en la alabada brevedad y condensación de ciertos poemas, incidiendo en estos asuntos con particular fuerza, como destacó Gil de Biedma en carta personal (2006: 64); o, en otras palabras, con inusitado y singular «vigor expresivo» (Barceló 1959). No es que no exista vínculo entre el yo del poema y el yo biográfico del autor, sino que ese yo habla por sí solo y no necesita más vínculos textuales que su propia capacidad por expresarse: así se pone de relieve la desaparición del sujeto en el texto, quedando sólo el texto en la página en blanco mallarmeana (cf. Sánchez Trigueros 2003: 14). Sin falacia autobiográfica o patética a las que acogerse, sin relación directa con su predicado, ni con pertenencia a ningún otro de atributo o relación sintáctica, el yo cobra independencia semántica, adquiere por fin categoría autónoma, heredero del simbolismo: «El “sudoroso yo” se levanta en la noche, materia de pesadilla, como fiscal y reo. No hay defensa posible […]» (León 1959: 13-14).[2] Así el yo se relaciona a través del texto, y Aurora de Albornoz (1970: 334) lo hila con los recuerdos trágicos de la guerra durante la infancia, evocados a través de un yo que se representa no tal y como fue, sino como se quiere que sea ahora, con la subjetividad actual del que dirige la evocación: «En Las horas muertas asistimos a una angustiosa, desesperada y, a veces, hasta cruel búsqueda de sí» (Albornoz 1970: 331). El yo forma parte de un discurso que lo engloba. El yo no es el motor, por tanto, sino el discurso —y la lógica textual— que lo encierra. La poética de nuestro autor adquiere a partir de estos poemas esa profundidad y complejidad que le otorgó con el tiempo ese puesto privilegiado y singular en el grupo del 50. En Memorias de poco tiempo la palabra fluctuaba entre la memoria y la suplantación del sujeto que acertaba a expresarse por el borde de su doble filo (cf. Payeras Grau 2006: 220). Esos conflictos identitarios habían producido un dictum inusual, fomentando el choque de las palabras y creando tensiones en el seno de las significaciones. A partir de ahora, todos estos procesos se intensificarán. La madurez estilística de la voz bonaldiana ha sido reconocida en Las horas muertas (Vila Pastur 1959: 18; Albornoz 1970: 332; Buendía 1982: 138; Soto Vergés 1992: 29; Payeras Grau 2006: 221; et alii) enlazada a lo que inmanentemente denominamos vanguardia (Fernández Almagro 1959). Comenzaba su madurez vital, alejándose de su presurosa juventud y escapando también de la España de la época:

 

A partir de estos años —1956, 1958— mi poesía tiende a bifurcarse en dos direcciones, o eso me parece ahora. En una se acentúan con palmaria exclusividad mis manías a propósito del «acto de lenguaje» y, en la otra, empiezo a incurrir de un modo mucho más severo en una cierta meditación social o política, más bien en una cuña informativa desglosada de mi pensamiento moral. Se conoce que todavía tenía mis dudas sobre la escasa o nula relevancia que podía aportar un tema en el estricto proceso de la creación poética. Pero esa nueva atención por asuntos que antes no me habían preocupado mayormente, o sólo a rachas, va a condicionar en parte mis modales expresivos. No ya de un modo sistemático —que eso no recuerdo que ocurriera nunca— sino como una esporádica obediencia a las solicitaciones del tiempo histórico. (Caballero Bonald 1983: 23)

 

La incidencia del mundo externo y el contraste entre exterioridad —representación— e interioridad —expresión— se convierten en una cuña temática incisiva, con prolongaciones en Pliegos de cordel. Aún así, en Las horas muertas el conflicto con el mundo se abre en dos vertientes, interior o moral, y exterior o social, y ambos se reflejan en las diferentes matrices textuales en las que desembocará la escritura. Con los años, este proceso se decantará por los conflictos interiores y su proyección semiótica. Aurora de Albornoz lo describe de la siguiente forma: «Acaso lo primero que cabría decir de los dos últimos libros es, precisamente que, en este sentido, son complementarios: Las horas muertas es, digamos, el libro del yo; Pliegos de cordel, el de los otros» (1970: 331). Pero más allá de similitudes, diferencias o contingencias, cada una de las obras posee entidad propia, si bien Las horas muertas delimita su propia estructura discursiva y sus temas concibiéndose como una depuración de todo lo anterior, y Pliegos de cordel se singulariza gracias a esa misma depuración pero adentrándose en una estructura narrativa y poemática más apegada al «tiempo que le tocó vivir», como diría el propio autor en diversas ocasiones, con una poética del compromiso. Su trayectoria va «afinándose» (Rodón 1979: 11), o sea decantándose. Su poesía aumenta en gravedad, heredera de la gravitas, tocando temas serios, pudiendo partir de un hilo argumental narrativo más o menos claro, o no, pero que se preocupa por realizar un recorrido por los objetos aludidos en una presunta trama, y en general por un mundo (interior o exterior, o ambos en continua relación), con una finalidad última, moral —o amoral: malévola (Soto Vergés 1960: 12-14; Payeras Grau 1987: 223-234)—, y en cualquier caso irónica o distanciada, a veces con cierto mal humor, en el sentido clásico de la terminología medieval de los humores. No confundamos en ningún caso los temas serios con la seriedad: la sátira, la ironía, el sarcasmo, el epigrama, el apunte, etcétera, son poesía seria y grave. Su materialidad, historicidad y conflictos paradoxales sirven para definirla, pero no como puntos de partida.

La cita del inicio de Séneca de las Epístolas morales, apelando a conocerse a uno mismo, presenta al conocimiento como eje de esas horas muertas que han pasado, el tiempo como ejecutor, Cronos vigilante e inflexible, pero también «horas que pasan vacías y ociosas» (Payeras Grau 1997: 42). Tiempo invertido en los complejos procesos de conocimiento de uno mismo, Las horas muertas culmina la indagación subjetivista en la que se fraguó la identidad como poeta de nuestro autor de sus dos libros anteriores, inicia su madurez, y «Defiéndame Dios de mí», el primer poema del libro, explica el riesgo creativo y vital en el que se sumerge. El poeta-profeta pide al dios creador de sus poemas, a su capacidad creativa, protegerse frente a sí mismo y esa búsqueda infinita en los misterios del yo, la debilidad —apela a Dios para que le ayude a no ser débil— y la tentación de fracaso. Llama poderosamente la atención la fuerza con la que irrumpe el yo en los textos, frente a los anteriores poemarios en los que no destacaba tanto. En primera instancia primó aquella visión panteísta de la naturaleza y de las cosas frente a los círculos que cada vez con más intensidad rodean al yo, porque esta recurrencia servirá como eje desde el que dimana la poesía bonaldiana. La identidad, poeta-profeta pero despojada «de no sé qué ropajes» metafísicos, se halla en el centro de los textos, debatiéndose de modo vital, agonal si cabe, y ahora además toma una razón de ser distinta al asumir la imposibilidad de la estabilidad, renunciar al trascendentalismo, esa falacia desenmascarada, recordando al New Criticism. Desde Memorias de poco tiempo se estaba llevando a cabo una quiebra en el interior del sujeto. El yo trascendente comenzaba a tocar techo, y en Las horas muertas resulta insostenible su situación, que empezará a ser distinta, en términos de otra cosa: no hablaremos de evolución sino de ruptura (coupure), pues no se establece ninguna linealidad en los procesos de re-creación textual que a partir de ahora se dan en la poesía bonaldiana, donde el yo deja de actuar como un único signo lírico, esencial y definido, estableciéndose como una pieza poliédrica que se enmarca en un discurso mucho más complejo, en una red sígnica, cambiante y dinámica. Es más, se produce una ruptura interna, más profunda de lo que suponemos. Pero para que estas transformaciones y evoluciones se realicen, partiendo de la subjetividad desde la que se construye el poema, primero el yo debe fragmentarse, y aunque exista resistencia —que la hay, pues nadie quiere autodestruirse—, acabará asumiendo esa falta de asidero yoico en la identidad en los libros siguientes que lo mostrará totalmente fracturado, evidenciando la ruptura interna y epistemológica que caracterizan la obra bonaldiana más madura.

El yo se construye, se rellena de signos y le da al sujeto que lo soporta una identidad histórica, frente a otros yoes que se han planteado como transhistóricos, o fuera de la historia. El yo se enmarca radicalmente en su historicidad, en sus contemporáneas coordenadas, de ahí que un mismo sujeto también pueda poseer diferentes yoes (son constructos), y que en nuestros procesos de búsqueda de una identidad, ese yo tenga sus idas y venidas, sus dudas y sus miedos por hacerse, construirse. De ahí también que ese yo que se vaya haciendo —formando— y rehaciendo, no alcance nunca una esencialidad o estabilidad y se defina por su naturaleza proteica. Que la literatura no haya existido siempre (Rodríguez 1990) significa según nuestra opinión, al trasladarlo a los conflictos del yo, que el yo no ha existido siempre (cf. Rodríguez 2002). Significa que lo que nosotros entendemos como yo también ha evolucionado de la misma forma que han ido cambiando en la Historia los modos de producción. Pero sí ha existido siempre el vehículo gramatical de ese yo transhistórico, pero no nuestra concepción del yo, heredada y madurada a lo largo de la historia más reciente, como resultado de un largo proceso inscrito en la historia social del hombre (Sánchez Trigueros 1999: 466). Este modo de entender el yo es una singular forma de entender la literatura. En esta formulación aplicada al yo, traducida a nivel literario, entendemos cualquier enunciado del discurso como obra de un autor. Lo que diferenciaría al discurso literario de los otros discursos sería el hecho de que en ese discurso se expresaría «la propia verdad interior, la propia intimidad del sujeto/autor de la obra» y por extensión la verdad, la intimidad de todos los sujetos humanos. Se explica, pues, el discurso literario a partir de la relación especular y adialéctica sujeto-objeto, que se otorga a sí misma el carácter de verdad natural, descubierta, si se quiere, en un momento más o menos preciso de la historia, pero no producida por la historia social. La noción de sujeto revolucionó el orden feudal, se presenta como definitiva y natural, cerrando cualquier proceso histórico (Ibidem cf. 1999: 467), y ayuda a comprender el paso del monologismo teocéntrico al antropocéntrico (siempre hablamos no obstante de monologismo, de una sola manera de enfocar las cosas, de un dios oculto detrás de cualquier teoría). Desde el kantismo todo tipo de conocimiento se realiza de acuerdo con el siguiente proceso: las impresiones sensibles que el sujeto recibe —desordenadas— son luego estructuradas en los dos niveles posibles que existen dentro del sujeto. Si estas impresiones sensibles son recibidas por el nivel del entendimiento, entonces actúa sobre ellas la razón, id est las categorías. Si estas impresiones, en cambio, son recibidas en el nivel de la sensibilidad, entonces no actúan las categorías sino las formas que dan como resultado los juicios estéticos. El nivel del entendimiento generaría los discursos teóricos y el de la sensibilidad los discursos estéticos.

 

A partir de ahí se considerará que en la obra literaria el contenido (lo empírico) está constituido por las impresiones sensibles que el individuo recibe del mundo exterior y la forma (lo trascendental) por las formas de la sensibilidad que actúan sobre esas impresiones sensibles para darles una estructuración estética […] Aquí se encuentran las bases que legitiman la diferencia entre forma y contenido […] forma se refiere a lo propiamente interior del autor de la obra, y contenido a lo exterior al autor de la obra, por lo que no se reconoce la objetividad misma del texto, ya que al hablar de interior o exterior del texto en realidad se está refiriendo no al propio texto sino al sujeto que lo escribe. (1999: 473)

 

El modelo de lenguaje comunicativo intenta ser el método más completo, dejando diseñado el territorio de la literatura: sujeto, imaginación, libertad, expresión, belleza y lenguaje. La batalla había comenzado siglos atrás en el nivel económico (Marx 1986) y ahora se conseguía la sistematización definitiva en el ideológico. Luego el hegelianismo intentará suturar la herida kantiana entre lo trascendental y lo empírico, fusionándolos:

 

El espíritu sería la última e incondicionada realidad, el único ser verdadero y real, la totalidad de todo ser y el medio para el conocimiento de la totalidad. Ahora bien, el conocimiento, para Hegel, no es un prisma deformante, como para Kant, sino el camino que conduce, a través de la duda y la desesperación, hacia el Absoluto […] Con Hegel se consuma el monologismo filosófico, cuya afirmación de la unidad del ser se transforma en el principio de la unidad de la conciencia, que somete la multiplicidad cognoscitiva a un solo centro (unidad de significación), encerrando definitivamente sus posibles sentidos contradictorios en el rincón de lo irrelevante, inesencial y accidental. (1999: 474-475)

 

Si el yo se había rellenado de significaciones trascendentes, el paso que a dar e vaciarlo de esa trascendencia, destruir esa forma unívoca de pensar, ese entramado monológico de una sola conciencia, y ahí operará la poesía de madurez de nuestro autor, acercándose a las posturas dialógicas más modernas al separar el sujeto trascendente del no trascendente, quebrándolo en Las horas muertas. Invertido, ese sujeto se materializa y cristaliza en el texto, quedando el texto frente a la unidad del sujeto, la relación sujeto-objeto o la de autor-lector. El yo se desplaza en el devenir de los textos. Estas rupturas se tematizan en sus otros libros de madurez, se segregan incluso, de ahí la complejidad de algunos de sus aspectos textuales, cuando se establecen juegos de espejos autor/lector, difuminándose ambos en el texto. De esta evolución había indicios, marcas en los libros precedentes, pero ahora se convierte en una realidad textual tangible y analizable, percibiéndose no precisamente como un proceso lineal, sino como un proceso basado en rupturas, como una especie de coupure en la propia epistéme bonaldiana. El lenguaje bonaldiano se adensa, posibilita el engranaje barroco, con el que afrontará esta etapa y se consolidará en los poemarios posteriores. El poeta dispone de una voz y de un don y va configurando esa voz —de por sí estilísticamente madura: cada libro es un paso autónomo pero legible dentro de la perspectiva total— y ese don con el paso de los años, alcanzando diversos logros estéticos en cada una de esas etapas. En «Defiéndame Dios de mí» se introduce un yo que acapara la acción poemática. Lo consigue y será una señal de que ese yo se encuentra en una situación delicada.

 

DEFIÉNDAME DIOS DE MÍ

 

Entre muros de vidrio

y de papel, sangrientas láminas

de tinta agraz y vino

intraducible, voy recogiendo

cada furtiva noche alguna

palabra, alguna gota

de humildad o de olvido

con que pueda perder

mi lucha contra mí.

 

Yo imploro al miedo,

a la locura, para que no mancillen

este piadoso vértigo de tierra

podrida, este votivo claustro

de desdén, y que me dejen

desoír los oráculos,

andar a tientas hasta

poder llegar a equivocarme

impunemente, mereciendo

mi propia rendición.

 

Usurpadores panes, sucios

oros coléricos,

vaso y libro malditos,

libradme del laurel

alevoso, de la paz

enemiga.

 

               ¿Quién eres tú,

que osas profanar este triunfante

cerco de esclavitud: la mesa vil,

la sábana cobarde, los dinteles

iracundos del cuerpo? ¿Para qué

tanta propiciatoria rebelión?

 

                                     Nunca

más, nunca más. Estoy solo

mirando las cenizas

de la noche indefensa, las espadas

del azar trunco en vida sin nadie.

 

Tumba y tesoro, duermo

conspirando conmigo, levantando

setenta veces siete

la bandera del sueño, la culpable

rapiña de mi alma.

 

                           Madre

primera, búscame entre los hijos

de la ira, ciégame el pecho

injusto, restáñame este vidrio

desolado, este papel

escrito para nunca. Aquí

se yergue la equidad de mi derrota.

Defiéndame Dios de mí. (1959: 11-13; 2011: 145-146)

 

Este poema sirve de pórtico del libro, y utilizamos esta palabra con énfasis, porque ese era el lugar donde los estoicos se reunían para charlar y discutir, y de ahí viene el nombre de la escuela (Casadesús Bordoy 2002: 11). En este poema se comprimen los temas más importantes que se desarrollan en Las horas muertas. Desde el principio nos situamos entre unos «muros de vidrio» que más tarde, en el acontecer del texto, sabremos que se relacionan con el vaso —elemento icónico en la poética bonaldiana— vacío y la afición a la bebida, que mucho tiene que ver con ese malditismo y malevolismo apuntado por Soto Vergés (cf. Caballero Bonald 2001: 150-151), pero que no se reduce sólo a la mala vida nocturna de los borrachos y otra gente de mal vivir:

 

Acaso en Las horas muertas nos vamos a enfrentar con un malevolismo, con una poesía fabricada en los límites mismos de la naturaleza y la razón, localizada más que en otra parte en los interregnos biológicos y éticos, orquestada en un sistema de tensiones entre el mal y el bien. (1960: 12)

 

Desde una moral distinta a la establecida por la biempensante sociedad, que luego se caracterizará como infractora, Caballero Bonald, como un arma arrojadiza, imprecará a ese sujeto —a veces él mismo— que se debate entre sus propias contradicciones. El poeta escribe de noche, territorio de la libertad según coordenadas románticas, y va recogiendo —no es él quien las genera, sino que se encuentran en el aire y las va seleccionando— las palabras. El poeta no posee el don innato de las palabras sino el de reconocerlas, con lo que se ha desplazado el sentido profético que pululaba por sus primeros libros. El alcohol ayuda en ese reconocimiento de las palabras, se encuentra entremezclado, crea confusión con la propia palabra, por medio de la hipálage. Esta tensión retórica será una constante no sólo en este poema, sino en todo el libro (cf. Panero 1959). Las palabras se encadenarán de un modo tenso, hilándose pero chocando semánticamente, provocando sorpresa. Por eso aunque los temas sean ya clásicos, la noche, el escritor, la bebida, etcétera, lo importante será el modo en que se tratan. Detrás de esta primera estrofa y de este primer poema en general, se encuentra el acto de escritura y el gusto por una escritura (Cristóbal de Castillejo representa la línea castellana frente a la invasión de la moda italianizante en el Renacimiento).[3] El poeta renacentista que sirve de modelo para el jerezano, lucha contra su deseo, contra sus pasiones y todo lo que no puede controlar de sí mismo. También, en el caso de nuestro poema, existe una lucha contra «el desagradable mundo que le rodea» (Fernández Almagro 1959), no sólo exterior, aunque también. Apelación hacia un Dios humano, son los propios deseos y no hay otro abismo que el que el propio hombre recorre por sus bordes peligrosamente. Hay una «trágica lucha consigo mismo [en una] tendencia al sondeo moral de la propia persona en contraste con el mundo en torno» (Vázquez-Zamora 1959: 37).

Detrás del poema renacentista se hallan reflexiones vitales y metapoéticas, y por eso encabeza Las horas muertas, ejerce como poética. «Defiéndame Dios de mí» se presenta como una descripción recortada —como si de pequeñas dosis se tratara— de aquellos elementos más interesantes desde el punto de vista reflexivo. El poeta nunca pierde el referente de la metapoesía, la mirada hacia la misma escritura, que es y será la constante más obsesiva y que mejor caracterizará la estructura profunda de sus textos («el poeta ha de elegir entre la paz o la poesía», afirmará Vázquez-Zamora, 1959: 37). Metapoesía como eje desde el cual se van expandiendo otros horizontes discursivos. Muy aminoradas las ínfulas metafísicas, Dios es aquí un elemento panteísta, una fuerza dinámica que nos vigila: un Dios lejano de la moral cristiana, una energía natural o instancia inmanente. Si relacionamos esa preocupación metapoética con el título del texto, el poeta alude a su conocimiento poético, a su propio numen. Visión propia de un sistema idealista, no podemos escapar ni desde las lecturas más antiesencialistas, por mucho que nos empeñemos:

 

De todas maneras, en el seno de las prácticas teóricas y críticas se ha seguido reproduciendo, durante todo el siglo veinte, el concepto ideológico de literatura a que me estoy refiriendo. Con esto no quiero decir que el gran espacio de la teoría y de la crítica idealista haya permanecido estático desde sus orígenes; indudablemente su dinamismo ideológico está fuera de toda duda en cuanto que ha avanzado, ha superado muchos obstáculos y ha ido perfeccionando y aquilatando sus propuestas, sin que olvidemos, claro es, que ello ha sido consecuencia de sus propias necesidades ideológicas en alianza con los avances de la ciencia, en al que desde sus orígenes el espacio de la teoría y la crítica ha buscado inspiración y apoyo. (Sánchez Trigueros 2003: 16)

 

No sabemos hasta qué punto el jerezano quiso sustraerse a estas prácticas teóricas, no sólo porque el idealismo se encuentre en los tuétanos de nuestro pensamiento sino porque más que nunca, en aquellos años, cualquier atisbo de rebelión o pensamiento alternativo se hallaba barnizado por la pátina idealista (Salas 2003: 227-267). Pero habría que reconocer que poseemos conciencia de que operamos desde este reducto de pensamiento idealista (Bürger 1996), lo cual no impide que podamos continuar con nuestro análisis. Leyendo el texto, vemos cómo frente a sí mismo, el poeta busca no sólo la libertad sino su propio interior, sin el que no puede alcanzar la libertad. La libertad moral se relaciona íntimamente en sus dimensiones individuales y sociales, junto a las diatribas éticas y ciertos remordimientos que inciden («la culpable / rapiña de mi alma»). El poeta venera el lenguaje y a la vez se debate por domarlo, mira el azar de las cosas que ocurren, el propio lenguaje que no puede dominar y que incluso no entiende a veces, la caída de átomos —en términos democriteos— que debe aceptar. El azar viene con las espadas en alto como un activo beligerante, un ente armado que influye negativamente, porque no lo controlamos, y el poeta no quiere vivir esas pasiones que se escapan a su poder, busca la imperturbabilidad, impasibilidad o ataraxia, «Nunca / más, nunca más» que le permita afrontar la vida con dignidad y tranquilidad, conocerse a sí mismo, profundizar en su ser. No quiere que se repita aquella rebelión interior, aquel distanciamiento del yo consigo mismo, aquella laguna de la identidad y ruptura con la realidad que le rodea. La «ceniza» arrastra claves en términos negativos, y aparece en esta estrofa, después de haber introducido la palabra «tierra» tres estrofas antes, en su acepción más positiva. El poeta se encuentra solo, enfangado en la ceniza y en mitad de la noche. Ha bebido ya tanto que se ha dado cuenta de que la bebida no le sirve como refugio, antes bien, otro laberinto igual que el papel. Atmósfera maldita, la evocación, las emociones y ese espacio necesario para la poesía. Desolado, en medio de la muerte de las horas, velando su cadáver. Es ese momento «de soledad y de memoria, en el que el poema y el verso, más breves y esenciales, se andan y desandan como el tiempo, porque “siempre se vuelve a lo perdido”» (Flores 1999: 66). Una esencialidad a través de la soledad del poeta que busca la poesía en su forma más depurada, también espoleado por el existencialismo sartriano, que la crítica señaló: recordemos la estancia en Francia de nuestro autor a mediados de esta década, apuntada por Quiñones (1959: 363).[4] «Sencillez relativa, cabría decir», apostilla Autora de Albornoz (1970: 332). En esta aparente sencillez o búsqueda de los orígenes, opera en sentido generativo y se realiza un nacimiento, un manifiesto o poética, al dar a luz desde esa ceniza, como ave fénix: es el poema mismo. El poeta se rodea de los atributos de la escritura, entregándose al «acto» de conocerse a sí mismo. Pide la ayuda de Dios porque sabe que no le va a ayudar.

Por otro lado, en Las horas muertas los remordimientos no son tema central, sino accidental, y existe una aceptación —estoica, una vez más— del propio pasado, con lo que ello sexualmente implica. Nuestro autor comienza a frecuentar cierto malevolismo, como un gusto por remarcar los territorios prohibidos de la sexualidad, que cuajará con plenitud en libros posteriores, pero que ya es visible en poemas como «Desde donde me ciego de vivir» (1959: 14-15), posteriormente «Desde aquella noche» (2011: 147-148), y que posee el mismo sabor de la primera versión. A la luz de estos versos, no sabemos si se trata de una experiencia homosexual o heterosexual, aunque nos inclinamos por una visión pansexual («férvido pan maldito»). Esta ambigüedad tendrá un correlato en otros poemas, ya que nunca el referente se señala con claridad. La polisemia del lenguaje hará el resto, y el siguiente texto puede ser una buena prueba, titulado «No tengo nada que perder» (1959: 16-17; 2011: 149-150). Si la poesía es un discurso polisémico, en Caballero Bonald este sintagma cobra singular ímpetu, ya que ambos segmentos presentan una fuerza inusitada. La ambigüedad se está fraguando como tema, se está «tematizando» y llegará a convertirse en el motor de los textos, plasmándose en composiciones como «Ambigüedad del género» (1977: 30; 2011: 283). Si contemplamos la trayectoria de nuestro autor desde la diacronía, la evolución de la discursividad, la determinación temática redundante y los modos que se manifiestan, mueven esta poesía hacia diversos lugares, impulsada por una instancia de renovación estética. Comprendemos entonces las transformaciones en cadena provocadas por la intrusión de elementos o cuerpos extraños al poema, giros internos en forma de pequeños engranajes que espolean a otros, capaces a su vez de mover otros más grandes, posibilitando la rotación de esos mismos temas y modos. Estas evoluciones establecen otros parámetros estéticos, desechando los anteriormente concebidos y privilegiando los «nuevos», hasta llegar a un punto en que precisamente se cuestione el novum lingüístico o literario, otorgando a la propia renovación del discurso un estatus de singularidad y maduración en la cadena de las transformaciones. La conformación de un universo semántico, sintáctico, poemático y discursivo propio, con características muy singulares, va configurándose, rectificándose y perfeccionándose y en Las horas muertas comienza a verse con meridiana claridad.[5] A partir de este libro se gesta sin ambages el universo semiótico de Caballero Bonald. La ambigüedad se repite como doblez del lenguaje en «No tengo nada que perder» (1959: 16-17; 2011: 149-150).[6] En este poema, como en el anterior y en los dos siguientes («El patio», 1959: 18-21; 2011: 151-153; «Un libro, un vaso, nada», 1959: 22-23; 2011: 155), en total cuatro, aparece la palabra «mano» repetidas veces, aludiendo a actos de escritura o a actos amorosos, como quien guía a alguien para llevarla a algún lugar.[7] Esta concatenación de manos que se tocan, que se unen en el decurso del libro, están cerca de una lectura simbólica que trasciende los márgenes de la palabra, ampliándose por la poesía. En «Un libro, un vaso, nada», además, observamos la matriz del título del libro para extraer una lectura global: el poeta se refiere a la frustración del creador en soledad, a la lucha y al malditismo que lo recorren en la noche.

 

UN LIBRO, UN VASO, NADA

 

Todas las noches, dejo

mi soledad entre los libros,

abro la puerta a los oráculos,

fundo mi alma con el fuego

del salmista.

 

                   Qué contraria

voluntad de peligro me desvela,

quiebra la vigilante

sed de vivir de mi palabra.

 

                                    Todas

las noches vivo inútilmente

la frustración del día, recupero

las horas muertas de mi libertad,

consisto en lo que he sido.

 

(Una mano olvidada entre las sábanas

rompe papeles, mancha el último

pedazo de mi sueño.)

 

                               Oh corazón

sin nadie, ¿para qué

tantas páginas vanas, tantos

himnos vacíos? Mira

a tu alrededor, ¿qué queda? Solos

estamos: toda

la vida cabe entre el callar

y el sueño. Aquí

mi soledad es mi alegría:

un libro, un vaso, nada.

 

El territorio romántico y nocturno se repite al comienzo de la primera y tercera estrofa: «Todas las noches», pero la ambigüedad se desplaza y se circunscribe más a ese espacio agonal de la creación misma, en la frustración que implica (recordemos «Toda la dicha cabe en una lágrima»):[8] actitud ambigua, puesto que con la excusa de quien no puede escribir un poema, ni domeñar las palabras, el poeta construye un texto.[9] Volvemos a la conciencia estoica de la libertad, de quien es esclavo de su palabra, y a esas horas muertas del creador que sabe que el tiempo pasa, pero que al menos deja un rastro con su poesía. Ésa será la única consistencia de lo que ha sido, y por eso la soledad es alegría o esperanza (cf. Sainz de Robles 1959). El perfil metapoético y autorreferencial se propone como interpretación de este libro de Caballero Bonald, confirmando su trayectoria, y esas horas muertas aluden al proceso de escritura. Así, en «Una palabra es una lágrima» (1959: 24), después «Modus faciendi» (2011: 156) aparece la madre según estas claves:

 

UNA PALABRA ES UNA LÁGRIMA

 

Quemé mi libertad y los papeles,

le puse un nombre único a mi sueño,

fui desandando el destruido

corazón.

 

               Madre mía, que escuchas

mis lágrimas, estés donde estés,

mira a tu hijo con la trunca

palabra en los labios.

 

                              Nadie

como yo más dichoso

de no serlo jamás.

 

Aquí se condensan todos los elementos conjugados hasta ahora. El poeta sigue presentándose como hijo de la tierra y a la vez como poseedor, siempre frustrado y agonal, de la palabra. Hay una invocación para que la palabra le llegue al poeta, y al mismo tiempo, estoicamente, se posee la conciencia de no ser feliz, no aspirar a la felicidad, porque sabe que la felicidad completa no existe: quizás existan momentos de felicidad, y lo que más cuesta es acostumbrarse a esa discontinuidad. Las palabras provienen de la felicidad, y esta sólo se reconoce porque antes se ha sufrido, he ahí la razón del título del poema. Sólo si se sufre, si se busca, si nos adentramos en los misterios de la palabra que no conocemos todavía, lograremos encontrar algo. Cuando se deja de ser libre porque nos debemos a la palabra, y nos volvemos sus esclavos porque nuestro sueño es ser poeta, nos precipitamos en nuestro propio vacío, en nuestro propio abismo, y por eso se invoca a la madre primera (también por eso se apela a ella en otras y repetidas ocasiones). La palabra poética es una esclavitud para quien no puede salir de ella. El último poema de esta parte, «La sed» (1959: 25-26, luego «Entreacto de la sed», 2011: 168-169), incide en el carácter maldito de la bebida y en la búsqueda de la palabra precisa a través de ella, en los mitos del poeta, dándose cuenta de que ninguna bebida —ni en clave metapoética— puede ser «máscara de la alegría», pues la interrogación y las dudas sobre la identidad siguen estando presentes. La continuidad, en este sentido, del poemario sigue la misma estela en la siguiente parte, y de «Túmulo de la noche» entresacamos la segunda estrofa:

 

              Túmulo

de la fétida noche, cuando

con la temible luna hendiendo

las insaciables olas,

no busqué merecerme más refugio

que el de la libertad

junto al fosco borracho

marino, cerca de las rompientes

del puerto cegador.

 

Noche como el espacio de la libertad, y la bebida rondando ese momento privilegiado del creador, que busca nutrirse de experiencias… sea verdad o no que se emborrachara con un marino, lo que importa es su verosimilitud. Libertad de la palabra frente esclavitud, el poeta elige irse de fiesta, pero en función de la huida de esa esclavitud, de la que no puede sustraerse. La libertad ex negativo. Al describir la noche como «fétida», y con el antecedente del primer verso donde se adjetiva también como «mefítica», nos adentramos en un locus displicentis que se convierte en ese territorio mítico de la poesía del autor (cf. Soto Vergés 1992: 29). No queda nada de aquellas aguas de la memoria de ecos garcilasistas de Las adivinaciones, y ahora la poesía se ha convertido en un impulso agonal que nunca termina. Por eso «Desnudo estoy igual que este papel» (1959: 32-33; 2011: 157-158), comienza así:

 

Para poder llegar hasta este trozo

de diaria alegría, hasta este férvido

peligro del papel, cuántos pasos

                                           en falso

cuántas barandas

                         vacilantes

asomadas al lado de lo negro.

 

La alegría diaria de la escritura tiene una cara oculta, un sufrimiento que no podemos evitar, una cadena que nos ata a la palabra, o esclavitud. La dialéctica libertad/esclavitud, como vemos, está muy presente en todo el libro, ya que el problema de la libertad no se redujo a la coyuntura política de España, sino que trascendió a una concepción vital. De ahí que la vida haya que contemplarla también desde esta doble óptica, de esplendor y miseria. En «Cloto» (1959: 34; 2011: 159) el poeta nos presenta a una de las hilanderas, las Moiras o Parcas, en concreto la que hila la vida. Átropos se encarga de enhebrarla con el nacimiento, Cloto, que es la del poema,[10] va haciendo un ovillo, y Láquesis, la última, corta, poniendo le pone fin (Grimal 1999: 300b). El poeta, obviamente, se centra en la figura central, Cloto, y se compara a ella: «Igual que Cloto, me hilo / la vida: yo no me puedo / equivocar». Confía en su proceder, quizá porque no tenga otra opción, pero ante todo porque en la siguiente estrofa reivindica el error: «Los errores / los busco de antemano». El error es un derecho ya que supone un modo de construirse, aprendemos a golpes, a fuerza de sacrificio: «Metal / de implacable ley, fundo / mi fortaleza y mis pasos / en falso, / equilibro la fe / con la renuncia.» Los pasos en falso de la poesía, inseguridades, vueltas y tachaduras, desvelos, son la única seguridad del poeta. La composición afirma al concluir, estoicamente, que «Sólo es verdad / lo que aún no conozco.» He aquí uno de los versos más misteriosos del libro, de los más bellos también, en clave estoica y metapoética. Lo que hemos vivido deja de ser verdad en cuanto lo rememoramos, y lo cambiamos, lo alteramos, lo falseamos y convertimos en simulacro, como mirada retrospectiva, descreimiento del pasado a través de la conciencia lúcida en la intervención del sujeto en su propia memoria. Pero el autor se presenta todavía ovillando la palabra, ejerciendo como poeta, a debida distancia de la muerte, que acabará con todo, ovillar y palabras, con su voz y el signo lingüístico a él ligado. La reducción de la palabra a signo, a un último gesto, también se contempla como otra posibilidad de estirpe semiótica. Y continuamos con el análisis de Fröhlicher del siguiente poema:

 

EL CONTORNO DE LA HISTORIA

 

El que con mano incierta traza

el propio emblema de su corazón

sobre el polvo, allí también dibuja

la oquedad de su historia, signo

de proféticas lindes que se expande

entre la grava de la esclavitud.

 

Glorioso es el instante

en que el amor confunde sus fronteras

con la vida, límite donde el hombre

circunda el filo de su libertad

de fugaces siluetas opresoras,

imagen caediza sobre un poco

de tierra, última forma inerte

desprendida de tiempo, carnal

contorno esquivo de la historia. (1959: 37; 2011: 83)

 

Este poema es una de las primeras muestras en la poesía bonaldiana en que aparece la palabra «historia» con matiz social, o mejor dicho universal. Se apunta una contenida lectura de lo colectivo, y en esa contención estriba el contenido y riqueza de estos versos. Caballero Bonald, durante los años cincuenta se había relacionado con Camilo José Cela, llegando a tener una relación estrecha con él. A finales de esta década hace más amistad con Gabriel Celaya y con todo lo que representa el poeta vasco. Podríamos denominar este paso como «Cela o Celaya», tomando partido por este último, pero siempre teniendo en cuenta una particular elegancia lingüística.[11] Así se inaugura un campo semántico y esa nueva etapa que el propio autor certifica (Caballero Bonald 1983: 23). La palabra «historia» no responde a ningún esbozo sino a una responsable determinación circunscrita sincrónicamente en un discurso y en un anclaje concretos. Los otros temas del poema, tales como la mano, la libertad o la tierra, aluden al sentido originario de madre. El poeta elabora un lenguaje distanciado del manoseado léxico de la época, tan apegado a la moda del verso protesta, dotando a ese lenguaje de un fresco significado, refrescándolo. En definitiva, responde a signos inequívocos de una necesidad no sólo individual, sino en todo punto íntimamente relacionada con lo colectivo,[12] no encontrándose solo en ese camino sutil de la reivindicación de lo colectivo, y otros compañeros de generación elaborarán ese discurso. Por eso Caballero Bonald nunca será un poeta social ad usum, ni él mismo se considerará como tal, caracterizándose por su elegancia lingüística (Albornoz 1970: 334). La nueva (entiéndase: otra) denominación de nociones como el tiempo y el espacio, la libertad, la paz o la historia, a fuerza de recurrentes se habían desgastado por la saturación de la poesía en boga, habían perdido su sentido o su actualidad, pero con las nuevas asociaciones lingüísticas que el jerezano les imprimirá —en unión con otros semas y sobre todo adjetivos, en contacto con otras estructuras sintácticas, sin desdeñar sugestivas particularidades métrico-musicales— y las nuevas aglutinaciones en torno a diversas significaciones y referencias, estas nociones se redefinirán, se lavarán de un determinado lastre social y se pondrán en otra dirección semántica. Teniendo en cuenta «el tiempo que nos tocó vivir», parafraseando una expresión que usa el propio Caballero Bonald en sus escritos críticos en esta época (Abril 2006: 281), esto es la España franquista de los años cincuenta y principio de los sesenta, cuando no se veía el final de la dictadura, no nos extraña que con la lucidez que le caracteriza se diera cuenta de todo ese desgaste semántico y emprendiera esa labor de renovación. Y es que la historia ha sido el gran caballo de batalla de las ambiciones e inquietudes colectivas de finales del siglo XIX, y tras la II Guerra Mundial había perdido fuelle, a pesar de las renovadoras esperanzas esgrimidas por la Escuela de Frankfurt y de la instancia última con la que concluían uno de sus grandes retos filosóficos, que era saber, aunque resignándose, que todavía era posible escribir poesía. Aunque la respuesta hubiera sido sí, la historia había salido muy mal parada tras la embestida llevada a cabo entre 1939 y 1945, hasta anunciarse su fin con la posmodernidad. A pesar de todo la historia buscó refugio y esgrimió una renovada fachada, que venía fraguándose durante la primera mitad del siglo XX, respaldada por el pensamiento marxista: la creencia en una historia científica, recogiéndose ese testigo, y durante los años cincuenta y sesenta la crítica se encargó de reedificar una nueva verdad en torno a la noción de historia, casi matemática. En «El contorno de la historia», es difícil superar el análisis que Fröhlicher realiza en 2001, minucioso y técnico, en el que desarrolla las claves fundamentales no sólo del poema sino que también apunta, colateralmente, algunos temas interesantes presentes en la obra del jerezano. Subraya el profesor suizo algunos aspectos estilísticos como: «El hecho de que el verso más breve del poema contenga un elogio del “instante” puede considerarse como un efecto icónico […] Los frecuentes encabalgamientos, algunos abruptos […] plantean, en el nivel de la expresión, el problema del límite, uno de los temas en el nivel del contenido» (2001: 506). También destaca que «Partiendo de la interpretación del proceso semiótico puesto en escena al comienzo —el dibujo en el corazón— el poema se configura como un discurso gnómico que presenta un saber general sobre la conditio humanae» (2001: 507), poniendo de manifiesto, en la página siguiente, «de acuerdo con la interpretación propuesta por el enunciador implícito, el carácter dudoso de la actividad humana en general» (2001: 508). Justo a renglón seguido se presenta «La figuración de la “historia” como “oquedad”», lo que nos deja a las puertas de un descreimiento generalizado en la historia. Descreimiento motivado por una decepción, por una ilusión anterior que no ha pudo realizarse. «El efecto paradójico producido por la interpretación del contenido como vaciedad, es debido […] al propio hacer del hombre que se funda en la interdependencia de las categorías opuestas libertad y opresión» (2001: 509). Como vemos no tiene desperdicio este análisis: «La frase “carnal contorno esquivo de la historia”, que aparece como una expansión del título, retoma y trasforma sistemáticamente los contenidos manifestados al comienzo, en principio incompatibles, reuniendo mediante una metáfora los distintos niveles de la primera estrofa, lo figurativo y lo abstracto, lo lleno y lo vacío, la pasión momentánea y la perspectiva del devenir. El punto de vista individual (“su historia”, verso 4) da lugar, al final del poema, a una visión global de “la historia”» (2001: 510). Dos ideas más para ir concluyendo. La primera a propósito de una concepción de la poesía, que ya tratamos más arriba: «La reflexión sobre lo que podría llamarse grandeza y miseria de la condición humana plantea también el problema de la comunicación poética» (2001: 511). La segunda, a propósito también de ese papel enunciador, de ese foco emisor en el que se convierte el poeta a partir de Las horas muertas y que también comentamos: «El sujeto poético cobra una doble identidad: por un lado se presenta como un personaje dominado por la pasión y, por otro, asume […] la función del enunciador implícito que supone la competencia de interpretar y evaluar los signos y fenómenos del mundo» (2001: 512). Puede estar todo esto relacionado con la frecuente combinación de expresiones figurativas y abstractas (cf. 2001: 509n), como si se pasara de lo concreto a lo inconcreto, de lo tangible a lo intangible, haciendo abstracción de la realidad. Será, sin duda, una característica rastreable en los siguientes libros, que parten de la realidad pero tienden a un razonamiento no realista, buscando la interpretación simbólica o metaforizada, como lectura última de esa realidad.

Concluimos con «Blanco de España», un elegante ejercicio de denuncia civil que no se considera propaganda, y así lo afirma el comienzo de la crónica anónima —en realidad las firmaban al alimón Ángel Crespo y Gabino Alejandro Carriedo (Gómez Bedate 1997: 4)— de la revista Poesía de España:[13]

 

El camino recorrido por la poesía de Caballero Bonald sirve por sí solo para ilustrar de manera inequívoca la afirmación, que desde siempre venimos haciendo, de que la poesía ha de responder a las circunstancias de tiempo y lugar sin menoscabo de sus valores puramente estéticos. (VV. AA. 1962: 60)

 

Este es el poema:

 

BLANCO DE ESPAÑA

 

Escribo la palabra libertad,

la extiendo

sobre la piel dormida de mi patria.

Cuántas salpicaduras, ateridas

entre sus letras indefensas, mojan

de fe mis manos, las consagran

de olvido.

 

              ¿Quién se sacrificó

por quién?

 

                Tarde llegué a las puertas

que me abrieron, tarde llegué

desde el refugio maternal

hasta el lugar del crimen,

con la paz aprendida

de memoria y una palabra pura

yerta sobre papel atribulado.

 

Blanco de España, ensombrecido

de púrpura, madre y madera

de odio, olvídate

del número moral, bruñe y colora

los hierros sanguinario

con las ciegas tinturas del amor,

para que nadie pueda recordar

las divididas grietas de tu cuerpo,

para escribir tu nombre sobre el mío,

para encender con mi esperanza

la piel naciente de tu libertad. (1959: 38-39; 2011: 174-175)

 

Cargado de emoción, este poema es sin duda una de las mejores muestras de poesía social de la época, y de hecho fue recogido en las antologías de José María Castellet (1960, 1966). Con enormes repercusiones en la poesía de la época, a día de hoy se puede asegurar que esta composición conserva toda su tensión emotiva: lógicamente el tema de España ya no nos preocupa de la misma manera ni con los mismos matices que entonces, pero desde un punto de vista utópico sí que puede contemplarse igual. En la obra del poeta se están inaugurando nuevos temas, que se mezclan con la trayectoria ya descrita, aquí la preocupación metapoética con el tema de España. La lógica mallarmeana del papel en blanco —constante en la poesía de nuestro autor—[14] funciona como un correlato de la patria sobre la que escribir libremente (se escribe con la mano, ésa que tanto ha aparecido por Las horas muertas del escritor que se empeña en plasmar sus inquietudes), pero el poeta se encuentra con la sangre de los otros y con los remordimientos por no haber hecho nunca lo bastante como para sentirse satisfecho y el deber cumplido. Sabe que la historia colectiva no le pertenece, y sabe también que sus escritos tendrán poca repercusión. Sólo pretende, en ese papel teñido de púrpura y de sangre, plasmar su esperanza individual, fundirse en un abrazo solidario con la historia de su patria y encender así, con su esperanza, la nueva libertad que está naciendo. Todo un ejercicio de ilusión en torno al presente y al futuro colectivo de la patria, pero también respecto a la misma escritura.

 

 

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[1] Véase Gracia 2006: 285.

[2] Esta insostenibilidad del yo o cambio de dirección semántica, se debe a que «Toda poesía honda viene de una disconformidad con el mundo, de una asqueada decepción que “yo” le causa al poeta, por la pureza que hay en él.» (Vázquez-Zamora 1959: 37)

[3] LETRA: Defiéndame Dios de mí. GLOSA: En el campo me metí / A lidiar con mi deseo. / Contra mí mismo peleo. / Defiéndame Dios de mí. // A tan mortal enemigo / Yo no basto a resistir, / Ni menos puedo huir, / porque le llevo conmigo. / Rendírmele luego allí / Es un exemplo muy feo / En gran estrecho me veo; / Defiéndame Dios de mí. // La razón que me endereça, / Porfía con mi porfía; / Pero vuelve todavía / Las manos en la cabeça. / Y / esperar socorro aquí / De ninguno, es devaneo; / Pues soy yo con quien peleo / Defiéndame Dios de mí. (Castillejo 1957: 106-107).

[4] Soledad y esencialidad, regusto introspectivo, desamparo creciente, etcétera, serán calificativos con los que Santiago Melero saludará esta obra, augurándole «un puesto cimero en nuestro Parnaso» (cf. 1959).

[5] Algunas de estas nociones fueron tratadas, aunque desde la narrativa, por Yborra Aznar (1998), creando una misma sensación de universo.

[6] Una lectura de sus variantes da interesantes claves acerca de esta constante, pero son muy numerosas y solo dejamos constancia. En la primera edición de este poema los mecanismos lingüísticos desplegados van en beneficio de la ambigüedad, referida tanto al acto amoroso como al propio proceso escritural. El poeta asocia en repetidas ocasiones ambas instancias, creando un efecto de convulsión semántica en el texto.

[7] El motivo obsesivo de la mano, como de otros ya señalados (libertad, madre, etc.) fueron vistos también por Vázquez-Zamora (1959: 37). Se repite tantas veces que incluso en el penúltimo verso del libro aparece el mismo motivo.

[8] «Toda la dicha cabe en una lágrima» (1959: 70; 2011: 84), luego en Memorias de poco tiempo, se relaciona con «Las órbitas bellas» (1952: 14-15, después «Órbita de la palabra», 2011: 28-29), donde habla de las lágrimas de su madre. Otra vez su madre en el fondo, como madre y como tierra. También podemos acudir a Sebold (1983) y a aquella lágrima que atraviesa la poesía romántica española.

[9] La duda del creador es obsesiva: «La interrogación es una forma patética de la vivencia, porque nunca se aclara el por qué razonable de la vida, el oscuro camino que conduce a una realidad mejor. Por eso, la poesía es como una larga voz con sordina, o una amarga sospecha de quehacer inútil» (Díaz-Plaja 1969: 124).

[10] Esta terminología, conceptos y personajes grecolatinos son conscientemente usados por el autor, y así lo confiesa en Alvarado Tenorio (1980: 91). También, entre otros, en «Cráter del tiempo (1959: 74-77; 2011: 193-195), poema final de Las horas muertas, aparecen algunos otros personajes mitológicos.

[11] No obstante hay que recordar que existió una más que notable sintonía ideológica (Gracia 2006: 306).

[12] Respecto a la palabra «historia» se repetirá –la coyuntura política lo exigía– hasta Laberinto de Fortuna (1984), libro que se puede considerar epílogo de una estado de ánimo, paralelo a la transición y la instauración de la democracia.

[13] Caballero Bonald figuraría en el último número –el nueve, en 1963– como fundador y ordenador de la revista, y así lo señala Gómez Bedate (1997: 7). Es decir que habría estado colaborando en los otros números desde Colombia, aunque oficiosamente, y en el último número sus amigos colocaron su nombre en el lugar que se merecía. Son muy interesantes al respecto las notas a pie de página de Flores (1999: 33n y 34n).

[14] En Las horas muertas hay más referencias a esta página en blanco mallarmeana, por ejemplo «Desnudo estoy igual que este papel» (1959: 32-33; 2011: 157-158).