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EL GRADO CERO RETÓRICO Y
Antonio Aguilar Giménez
(Universitat de
València)
Resumen.
Este artículo pretende abordar la problemática retórica desde el punto
de vista de lo que se llamó neorretóricas. Para ello haremos un breve recorrido
desde las influencias más notables encontradas en el formalismo ruso hasta la
lectura crítica, de los trabajos sobre todo de Roman Jakobson, Jean Cohen y el
Grupo µ. A estos paradigmas teóricos contrapondremos las lecturas retóricas de
Paul de Man y sobre todo lo que podríamos aplicar al grado cero retórico.
Veremos entonces que los efectos políticos de esta operación afectan al
posicionamiento ético ante la lectura y sobre todo ante la posibilidad de leer,
ante la imposibilidad de no leer políticamente un texto.
Palabras clave: retórica,
lectura, cero, neorretórica, metáfora.
Abstract.
This article tackles with the
problematic of rhetorics from the point of view of what was called
neo-rhetoric. We will see the most notable influences found in Russian
formalism and the critical reading especially of the work of Roman Jakobson,
Jean Cohen and the Group μ. These theoretical paradigms will be examined
through the perspective of Paul de Man’s rhetorical readings. We also will consider
if this could be applied to the zero rhetoric degree. We will see then that the
political effects of this critical position affects the ethical one towards
reading and especially towards the impossibility of not reading politically a
text.
Key Words: rhetorics,
reading, zero, neo-rhetorics, metaphor.
O.
Podría caerse en la tentación de justificar el
interés estructuralista por la retórica mediante el siguiente argumento: no hay
mejor sistema estructurante que la red retórica, no hay estructuralismo más claro
que el de la retórica clásica. Este silogismo forzado nos sirve de punto de
partida para tratar la relación del estructuralismo con la retórica. Kibedi
Varga (1970:135) se encarga de deshacer cualquier duda con respecto a la
relación entre la retórica clásica y la retórica de los estructuralistas: una
es analítica, y la de los otros, sintética. La crítica literaria, utilizando
esta retórica sintética puede llegar a crear una “ciencia de la literatura que
será una retórica que permitirá dar cuenta de todas las estructuras internas de
la obra literaria, y que tendrá éxito donde la estética clásica ha fracasado:
en una tentativa de fundar una verdadera ciencia de lo general” (Kibedi Varga,
1970, p.137-8). En este sentido, tanto la definición de poética como la de
retórica van a depender de la perspectiva comunicacional desde la cual se las
considere. Ambas se definen como la ciencia del mensaje literario[1],
sólo que la poética lo es desde el punto de vista del emisor, y la retórica
desde el punto de vista del receptor. De esta manera, la retórica queda
caracterizada, además de como arte lineal y temporal, como un modo de
intervención en la realidad social, lo cual nos recalca la importancia del
lector, del contexto y de la situación comunicativa dada en el momento
argumental de la persuasión. Esta afirmación nos señala dos vías de trabajo
sobre la retórica: una que se fija en su vertiente descriptiva elocutiva; la
otra, que toma posición en el estudio de los efectos de la argumentación
persuasiva. No obstante, sería posible destacar una tercera vía de trabajo que
identificaría el estilo con la retórica, una suerte de estilística retórica).
Vemos que la retórica puede ser útil a los modelos
puramente estructuralistas basados en un paradigma gramatical desviacional, a
los modelos pragmáticos respaldados por la teoría del texto y a los modelos
hermenéuticos argumentales referidos a las técnicas suasorias. Esta nueva
retórica parecer que pueda dar cuenta tanto de las logografías como de las psicogagías[2]. De hecho, las neorretóricas desarrollan
cada una, desde sus postulados, alguna de las dimensiones de la retórica
clásica. Encontraremos desde una teoría de los tropos y metáboles, o de los
efectos de relevancia en la situación comunicativa, hasta una reglamentación de
los efectos perlocutivos en el auditorio, pasando por la consideración de un
auditorio universal, incluso, comprobaremos la tentativa de formular una
retórica general.
Si por ejemplo consideramos por un instante el
paradigma gramatical desviacional, encontramos que toma como punto de partida
una gramática primaria ―un grado cero lingüístico― a la que la
retórica, gramática secundaria, está supeditada. La retórica se caracteriza
como operación agramatical, pero ¿hasta qué punto esta afirmación es lícita?
Esto es, cuando caracterizamos la retórica con la gramática ¿no estamos
intercambiando propiedades de registros diferentes?, ¿no estamos haciendo
intervenir alegóricamente a la retórica de nuevo?, ¿no estamos haciendo una
alegoría de la alegoría de la retórica? Al igual que las partes de la técnica
retórica son reelaboradas y fundidas con diversas corrientes textuales o
filosóficas, de igual manera la distinción primaria entre retórica, lógica y
gramática, las componentes del trivium medieval, van a verse afectadas y
envueltas en diferentes reconsideraciones, variaciones y restricciones. Como
recuerda Enkvist[3]
(1999) la lógica se caracteriza por ser una forma de analizar postulados, y una
vía para adquirir nuevos conocimientos. El objetivo de la gramática, a su vez,
radica en el hecho de poder establecer unos parámetros de corrección en el uso
del lenguaje, en mostrar qué expresiones son las adecuadas y cuáles deben
rechazarse por erróneas. El bene dicendi de la retórica difiere, por lo
tanto respecto de la vere dicere de la lógica, o respecto del recte
dicere de la gramática, porque busca la efectividad en lugar de la verdad o
la corrección. Así, en una situación comunicativa concreta en la que es posible
hallar restricciones sociales o contextuales, no sólo es necesario que las
oraciones estén gramaticalmente bien construidas, también deben ser efectivas
en esa situación concreta, deben atender al kairós
griego, o al decorum romano. La
estilística para Enkvist, por tanto, también puede plantearse como disciplina
de la retórica si toma como objeto de estudio el lenguaje en correlación con el
tipo de texto y la situación expresiva, si atiende a una variedad específica
del lenguaje. En definitiva, la estilística retórica es uno de los ejemplos más
claros de cómo todos estos nuevos usos retóricos vienen a incidir implícita o
explícitamente en la identificación de retórica
con poética[4],
en cómo la retórica se convierte en uno de los métodos fundamentales para la
teoría literaria.
Como antecedente próximo, podemos remontarnos a los
formalistas rusos, para referirnos a la transposición de las partes de la
retórica en la poética. Lo paradójico del caso es que en sus primeros libros y
artículos, los formalistas no hablan casi nunca de retórica. A sus ojos
(France, 1988, p. 130) la asimilación de ambas funciones, la poética y la
retórica, sería un contrasentido flagrante, porque la poesía o la literatura se
distinguen radicalmente del discurso persuasivo como de cualquier otro empleo
funcional de la lengua. En otras palabras, la literariedad poco tiene que con la persuasión retórica, si acaso,
con la seducción cosmética del ornato tropológico.
Ya en los estudios de Jakobson sobre la prosa de
Pasternak, como en los de Sklövski sobre Sterne se hace mención significativa a
la interrupción y el eufemismo, a ciertos tropos y figuras de sintaxis. La
lengua del poeta, como la del orador, se aparta de su uso habitual, no por la
presencia de elementos específicos, sino por la función de esos elementos. Así
lo afirma Eikhenbaum en un artículo de 1927. El interés en el discurso oratorio
está en el hecho de que en su aspecto de lenguaje práctico es el que más se
acerca al poético. Por este motivo Eikhenbaum defiende la necesidad de renovar
la retórica al lado de la poética.
Animados por el estudio institucional revolucionario
de la oratoria ―lo cual renovó el antiguo papel pedagógico de la
retórica―los formalistas van ideficandont elocuencia a poesía. Tynianov
en un artículo sobre el género de la oda sostiene claramente que la poesía es
una rama de la elocuencia y la poética una rama de la retórica. Para Bakhtin,
la retórica, a diferencia de la estilística, guarda una cierta consciencia de
elemento dialógico (France, 1988, p. 136). El rétor sabe que la palabra
oratoria tiene en ella misma la consciencia del
otro, del auditorio, de su lenguaje. No obstante, ahí se detiene la
utilidad de la retórica, que para Bakhtin, es incapaz de dar cuenta de la
polifonía del género novelesco. Así pues, la importancia de los formalistas
rusos reside en no haber reducido la retórica a una poética de la elocutio,
como parece hacer pensar el recurso al extrañamiento del lenguaje, sino en
haberse ocupado también de la dimensión perlocutiva de la retórica. Desde este
punto de vista, si la poética es asimilable a la retórica, lo es en tanto que
puede producir una serie de efectos que, bien al revertir sobre el mensaje
hacen que el receptor fije su atención en la lengua; o bien, son el conducto en
sí para llegar al receptor mediante un medio diferente al habla habitual. Lo
que se trasluce de todo ello, en definitiva, no deja de ser la consideración de
un grado natural del lenguaje y otro desautomatizado suplementándolo. Llegados
a este punto nos parece interesante recordar la matización que Pozuelo Yvancos
(1988) realiza entre lenguaje desautomatizado y desviado en el contexto
formalista. La matización es importante porque supone ampliar el radio de
acción de la retórica-poética formalista, de una perspectiva únicamente
tropológica, y por ello reducida a una teoría de la figura como desviación,
hasta una dimensión pragmática, mediante la consideración de un auditorio al
que va destinado el mensaje. Por ello, en el comentario de Jakobson sobre el
signo poético, “la involucración en la definición de signo poético de la esfera
de la recepción actualiza constantemente la poeticidad del signo, en sentido
positivo y negativo, y deja abierta la posibilidad de una lexicalización o de
un uso no poético de tal signo” (Pozuelo, 1988, p. 31) ¿Qué quiere decir esto?
Pues que la retórica no se concibe como un sistema sustitutorio del de la
lengua cotidiana, sino más bien como uno solapado a ésta. De este modo, es
oportuno, como hace Pozuelo, destacar el paralelismo entre Jakobson y el
Sklövski de “El arte como artificio”. Ambos mantienen que la lengua poética no
es un pensamiento adornado con figuras y tropos, como la concepción tradicional
retórica venía concibiendo. Sklövski, a su vez, afirma que mediante el lenguaje
poético el acto de percepción queda fijado en el mensaje y no en el objeto, el
lenguaje poético, por tanto se manifiesta como un vínculo desautomatizador. En
resumidas cuentas, la operación retórica ha dejado de considerarse como
artificio conceptual para posicionarse como artificio lingüístico. ¿Cuál es la
diferencia? Podemos decir que se pasa de una concepción de la retórica como
mero adorno literario a la integración en la poética de todas las partes de la
retórica, bien entendido que los formalistas detendrán el acto de habla de la
enunciación retórica en su fase constatativa en la que el tropo o figura se
manifiesta como tal. En suma, el acierto formalista se define por recuperar
para la retórica (poética) una teoría de la elocutio que se mantiene en el
nivel de los actos constatativos de habla. Los formalistas dejaron la puerta
abierta a esta consideración de la retórica en la que se conjuga persuasión y
seducción. Aunque sus planteamientos se detuvieron ahí, esto nos permitirá
entender cómo el enfoque post-estructural, al retomar la condición material del
lenguaje, puede denunciar las inestabilidades en el terreno textual que se
cuelan por esta puerta que dejaron abierta los formalistas ante la
constatividad del hecho retórico (de lo que podríamos denominar acto de habla
retórico).
Los formalistas, al incidir mediante la
desautomatización en la afirmación positiva del lenguaje literario y con ello
en la percepción de lo poético, y al situarse en una posición relativa respecto
al lenguaje, están haciendo referencia a un medio de hacer cosas con el
lenguaje. Se trataría de un acto de habla por el cual el lenguaje constata sus
mecanismos, que pueden tomarse por literarios o no, pero, que sin duda, tienen
un componente retórico y es aquel que el acto de habla nos muestra. Un acto
constatativo[5] por
el cual el lenguaje se postula a sí mismo, dejando a un lado las capacidades
cognitivas del acto. Mediante esta postulación el acto constatativo tiene
efectos performativos que lo distinguen como acto retórico en el que queda
suspendida toda función referencial, redirigiendo el interés hacia la actividad
del propio acto. ¿Puede llamarse a esto un acto extrañante? O por el contrario
¿es propio de la lengua el extrañamiento? ¿Es este acto un extranjero para la
lengua? Barilli (1984) nos recuerda que los formalistas vienen a recalcar
cuanto había hecho ya Aristóteles, es decir, la transposición de las partes de
la retórica en las de la poética. Así el nombre de Aristóteles es recordado
expresamente por Sklövski que hace suya la afirmación de que el lenguaje
poético debía aparecer extraño y sorprendente. De este modo, se formula la
propuesta de un efecto extrañante como específico de la poesía y del arte en
general como un desvío de la norma, del uso común, del modo corriente de decir
y ver las cosas. Para Barilli[6]
esto es una versión del tema del extranjero, del peregrino, una traducción en
términos modernos de esta figura. Precisamente la neorretórica retoma este
tema, el tema del extranjero, y lo traduce en términos retóricos, de ahí que
hayamos hecho este pequeño circunloquio a través del formalismo ruso. Hemos
elegido la palabra traducir precisamente por las implicaciones que tiene con
las nociones de desvío, de movimiento; por la referencia a una lengua propia y
a otra que hay que traducir y que es extraña, extranjera a la primera. Según
esta afirmación, en la noción misma de traducción ya encontraríamos la literariedad formalista.
La pregunta con la que nos vemos obligados a empezar
el recorrido por las neorretóricas es la siguiente: ¿Qué queda de la retórica
clásica en todas ellas? ¿Qué puntos de partida consideran y bajo qué
perspectiva se concibe este nuevo interés? Acaso, como sugiere Vickers (1988,
p. 447), la retórica moderna se caracteriza no por el efecto extrañante, por la
consideración de lo extranjero para mostrar lo propio en la diferencia
enajenante, sino todo lo contrario, por resultar totalmente extranjera a los
principios clásicos. La afirmación de Vickers permite contestar ya, de alguna
manera, a nuestra pregunta de partida: ¿qué queda de la retórica? Para algunos
autores de corte clásico lo que se hace desde el formalismo no es retórica, más
bien es algo totalmente extranjero a este término; para otros, es después del
estructuralismo cuando la retórica dejó de ser retórica para perderse en el
marasmo textual.
Jakobson,
paradigma y sintagma.
Cuando Jakobson (1963) asocia la metáfora a la
poesía, y la metonimia a la novela, ¿acaso está dejando de hacer retórica?
¿Acaso es menos retórico al definir la poética como “el estudio de la función
poética en el contexto de los mensajes verbales en general y de la poesía en
particular”, como la “transformación de la palabra en una obra poética, y el
sistema de procedimientos que efectúan esta transformación” (Jakobson, 1973, p.
486)? ¿Es posible hablar de retórica atendiendo a sus partes por separado? ¿Es
posible que hablemos de una retórica de la elocutio, de una retórica de la
persuasión sin que en ningún momento entren en conflicto sus partes? ¿En qué
medida se puede hablar entonces de una retórica restringida (Genette, 1973)? O
dicho de otro modo ¿de qué modo la restricción de la retórica no es más que una
figura? Porque, ¿cómo se puede restringir la retórica?
Volvamos con Jakobson y ocupémonos de uno de los
artículos que han sentado las bases de las nuevas retóricas. Hablamos, de “Dos
aspectos del lenguaje y dos tipos de afasia”, artículo de especial importancia
que ha transcendido hasta transformar y reconvertir las definiciones clásicas
de los tropos de la metáfora y la metonimia hasta las nociones que se manejan
hoy en día. ¿Acaso son incorrectas, o no retóricas las formulaciones de
Jakobson? No se trata de eso, veremos que en la base de las nuevas retóricas
está la re-utilización de la maquinaria retórica, su adaptación y aplicación a
la lingüística, a la teoría del texto, a la pragmática; veremos que es posible
hablar una determinada práctica de la inventio
teórica detrás de esta retórica.
Es bien sabido que Jakobson, en este artículo,
acomoda las nociones de sincronía y diacronía, en forma de ejes sintagmáticos y
paradigmáticos, a la definición de metáfora y de metonimia. Todo signo
lingüístico implica dos formas de ordenación: la combinación y la selección.
Mediante la combinación una unidad lingüística sirve al mismo tiempo de
contexto a unidades más simples, y viceversa. Así, afirma que “combinación y
contextualización son las dos caras de una misma operación” (Jakobson, 1963, p.
48). En cuanto a la selección, dice que se basa en la posibilidad de sustituir
uno de los elementos lingüísticos por otro, equivalente en un aspecto y
diferente en otro, de hecho, “selección y substitución son las dos caras de una
misma operación” (Jakobson, 1963, 48). La selección implica identidad y
diferencia, mientras que la combinación supone la posibilidad de
contextualización, y que ambas, junto a la contextualización y la substitución,
son las caras de una misma operación; es decir, están fundadas sobre una
catacresis que es el principio de la comparación. Este hecho es realmente
significativo. Porque en este principio catacrético reside la reutilización
misma de la retórica aplicada a los principios derivados del Curso de Lingüística de Saussure. Porque
la noción de inventio que vamos a
manejar como agente de estas lecturas retóricas tiene mucho que ver con la
catacresis, en tanto que este tropo sirve de modelo para la heuresis teórica.
Según recoge Lausberg (1989, §562) la catacresis es
una metáfora necesaria que viene a cubrir el espacio de la inopia. La inopia,
como se sabe, es la carencia de una expresión propia, la condición previa a la
catacresis. La catacresis marca el desplazamiento de una expresión propia por
una metáfora, que suele convivir con la primera expresión. La catacresis sirve
de modelo a esta inventio porque Jakobson
con sus definiciones de metáfora y metonimia[7]
está cubriendo el espacio de la inopia retórica descuidado antes. El crítico
ruso remarca estos términos, apartándolos de la concepción clásica (propia) de
éstos y haciéndolos convivir con la misma tradición de la que provienen, de
modo que son devueltos a la circulación con más fuerza que los primitivos. La
catacresis, concebida así como fenómeno espacial, reenvía a una teoría
topológica en la que la heuresis se
concibe como la re-inscripción, re-marcación, repetición de ciertos lugares
materiales. Esta topologización, remarcación de los espacios, es apreciable en
Jakobson, no sólo en el uso de ciertas categorías retóricas, sino también, lo
cual es muy clarificador, en la utilización y préstamo de conceptos
provenientes de diferentes campos de saber. Porque, cuando Jakobson habla de
retórica, no lo hace respecto a Aristóteles o Cicerón, ni siquiera con una
referencia clara o fundamentada en la poética, Jakobson en este ensayo está
hablando de problemas psicológicos relacionados con el lenguaje. Esta
intersección de áreas no debe considerarse como algo baladí. Debemos, por el
contrario, examinar qué hay detrás de ella, por cuanto supone la exploración de
terrenos extranjeros, en un principio, a la retórica. Dicha exploración
entendida como exploración de lugares, tópicos,
nos remite a la práctica de una estrategia retórica determinada, que se
caracteriza por la espacialización. Jakobson no sólo habla de retórica sino que
lo hace, visitando lugares concretos, con una retórica determinada. La
operación fundamental a la que Jakobson somete a la retórica pasa por la
maniobra catacrética en la que, por un lado, la metáfora y la metonimia se
convierten en nuevas figuras; y por
otro, en la que la topologización del saber, la espacialización y
des-limitación de las epistemes hacen
posible la incursión en terrenos no propios a materias como la retórica. Dicha
incursión aventurada en el terreno de la psicología, puede leerse como una
forma de catacresis de la misma retórica. Es decir, si la retórica se ocupa de
un asunto ajeno: las afasias; si al hacerlo está transponiendo un modelo a otro
espacio y cubriendo un hueco, la retórica se convierte en una catacresis por la
que lo impropio ha sido apropiado por lo propio. Y lo hace, además, con una
figura que muestra propiedad e impropiedad a un tiempo, una figura que, como la
catacresis, es al mismo tiempo una metáfora y no lo es. Por ello, la retórica,
desde esta perspectiva, se plantea como un terreno problemático en el que las
categorías de lo propio y figurado, lo recto y lo desviado, lo natural y lo
artificial, quedan suspendidas en un movimiento de indecisión que es, el que
propia o impropiamente, caracteriza a la retórica.
Jakobson distingue dos tipos de afasia, que
dependerán de si la carencia principal reside en la selección y la
substitución, o en la combinación y contextualización. Toda forma afásica
consiste en alguna alteración de la facultad de selección o de combinación. La
primera afección (implicada la selección)
comporta una deterioración de las operaciones metalingüísticas; la segunda
(implicada la combinación) altera la
posibilidad de mantener la jerarquía de las unidades lingüísticas. La capacidad
que tienen dos palabras para remplazarse es un ejemplo de similitud posicional.
Las respuestas metonímicas al mismo estímulo combinan y contrastan la similitud
posicional con la contigüidad semántica. Así pues, la metáfora se define por el
principio de combinación en posiciones semejantes, mientras que la metonimia
por la facultad de selección unida a la contigüidad posicional y semántica.
Tras estas definiciones vemos que la concepción topológica del lenguaje se
manifiesta en la noción de contigüidad, así como en la consideración de la
semántica como un espacio de campos.
Cuando Jakobson habla de metonimia nos sitúa en el terreno
de la diacronía textual; sería el caso del autor realista que puede trabajar
con digresiones espacio-temporales, o como hace el cine después de Grifith
(vemos otra vez la contigüidad misma de los espacios con la retórica).
Metafórico sería el cine de Chaplin y el Romanticismo. Se trata con la
metonimia el terreno de la prosa, mientras que la poesía se gobierna por el
principio de similitud. Según Jakobson (1963, p. 96-7), el paralelismo métrico
de los versos y la equivalencia fónica de las rimas remiten al problema de la
similitud y de los contrastes semánticos. De esta manera es como ha quedado, en
gran parte, la definición contemporánea de metáfora: reducida a la similitud,
al mismo tiempo que la de la metonimia a la contigüidad.
Jakobson, en definitiva, propone una bipolarización
del lenguaje en términos generales a través de la oposición metáfora-metonimia
que está revelando un monismo metafísico al privilegiar un polo sobre el otro
en determinadas aplicaciones (Ruegg, 1979). Es difícil mantener tal distinción
entre metáfora y metonimia sin que se produzcan interferencias entre los
términos, incluso en un nivel semántico puramente abstracto. Ruegg (1979, p. 145)
pone un ejemplo muy gráfico sobre esto. Si un realista (metonímico) llama a su
coche estas “ruedas”, cuando el romántico (metafórico) prefiere llamar a su
coche su “corcel acróbata”, se puede afirmar que ambos implican una clase de
sustitución (de un significante por otro), y que ambos, al mismo tiempo,
suponen algún grado de contigüidad semántica que proporciona el vínculo
necesario entre los dos significantes: “la carretera sin la que la
transferencia, el transbordo (transfer)
no puede ser hecho” (Ruegg, 1979, p. 145) [8].
Pero sigamos con Jakobson antes de ocuparnos de lo que ocurre con los desvíos y
los usos rectos. Las definiciones tropológicas de Jakobson no son muy
consistentes, las propiedades de una pueden aplicarse a las de otra[9];
sin embargo, este hecho, lejos de ser un obstáculo para el estudio retórico, lo
que hace realmente es mostrar la verdadera naturaleza en continua transferencialidad de la retórica.
Jean Cohen[10]
demostró que los ejes paradigmático (sustitutivo) y sintagmático (contiguo) son
inseparables en la constitución de la figuras retóricas. Jakobson, en
“Lingüística y poética”, hará alusión a la naturaleza polisémica que
caracteriza al discurso poético para reformular el desarreglo en la
polarización del lenguaje subsiguiente de sus metáforas y metonimias. En
poesía, dice Jakobson, “toda metonimia es ligeramente metafórica, y toda
metonimia tiene un matiz metafórico[11]”.
Y esta paradójica admisión del fracaso a la hora de delimitar la metáfora y la
metonimia, tiene su fundamento en la caracterización del lenguaje poético como
la proyección del eje de las similitudes sobre las contigüidades. El desarrollo
de este potencial polisémico, de entrada, impide la localización de un solo significado no ambiguo en poesía. Así, cualquier
intento de analizar el lenguaje en términos de lógica binaria termina reducido
a un cúmulo de inconsistencias lógicas. Y aún más, aunque Jakobson intenta mantenerse en los límites del
dualismo, siempre hay uno de los dos polos que resulta privilegiado. Él mismo
admite que el metalenguaje usado para los análisis es esencialmente metafórico,
lo cual incide en la tendencia a privilegiar la metáfora sobre la metonimia.
Precisamente, éste es uno de los puntos, como veremos, recurrentes en la obra
de Paul de Man, la denuncia de las lecturas que retóricamente leen una figura
como la predominante en el texto borrando en este acto de lectura la presencia
de toda tensión retórica del texto. La lectura de Proust sobre el predominio de
la metáfora que de Man expone en Alegorías
de la lectura da sobrada cuenta de ello. Pero, ¿acaso parte de Man de
puntos de partida muy diferentes a los de Jakobson? Creemos que no. Aún es más,
también está coincidiendo, en cierta manera, con la crítica de Genette a la
restricción de la retórica al estudio de una elocutio. Elocutio, a su
vez, reducida a la metáfora y la metonimia, que ciertamente se convierte en una
metaforología. Las lecturas retóricas
de Paul de Man demostrarán, en última instancia, todo lo dicho por Genette,
llevando el planteamiento inicial mucho más lejos; es decir, no sólo
denunciando determinadas lecturas retóricas que predominan en los textos, sino
también, describiendo la imposibilidad de escapar del mismo acto retórico de
leer que se pretende dilucidar, por el que la lectura queda atrapada sin
remedio en la cadena retórica.
Desviaciones.
La propuesta de Jean Cohen en la Estructura del lenguaje poético presupone la posibilidad de
distinguir entre mensajes que son reconocibles como retóricos, de aquellos que
son propiamente gramaticales. Cohen da por sentado la posibilidad de reducir y
recuperar las anomalías retóricas en
sintagmas gramaticalmente correctos. Ya la misma definición de estilo que
propone, parte de la base de una teoría desviacional: el estilo poético “es una
desviación con valor estético” (Cohen, 1984, p. 15). El lenguaje poético no es normal, el lenguaje del poeta “es
anormal, y esta anormalidad es la que le asegura un estilo” (Cohen, 1984, p. 15).
La poética será, pues, la ciencia del estilo poético, y en tanto que la poética
se funde con la retórica, podemos decir que para Cohen la retórica es la
ciencia del estilo poético, una ciencia de las aberraciones sobre la gramática.
Cohen, sin embargo, no hace más que apropiarse y poner en su boca la definición
de estilo de Paraud, por la que el estilo se considera una desviación que se
define cuantitativamente en relación con una norma. Se considera científico el
estilo poético porque, a partir de la desviación media, se puede estimar “el
grado de poesía” de un poema dado, lo cual implica, además, el uso de la
estadística como método complementario.
Los comentarios de Cohen se ocupan de la
especificidad de la poesía, partiendo de los binomios hjelmslevianos
forma/substancia, expresión/contenido. De este modo, puede afirmar que la
sustancia es la realidad mental u ontológica; y la forma, esa realidad tal como
se halla estructurada por la expresión. En principio, esto concuerda
perfectamente con Hjelmslev. Ahora bien, la manera en la que estos dos planos
se mantienen siempre en paralelo sin entrar en conflicto es otra cuestión. Para
Cohen, forma y substancia toman caminos que nunca se cruzan. Así pues, metro y
rima se “presentan como una súper-estructura
que afecta únicamente a la sustancia sonora, pero sin influencia funcional sobre
el significado” (Cohen, 1984, p. 29). Más adelante asegurará que la rima se
define por su relación con el significado, que el encabalgamiento se distingue
por la relación interna entre el sonido y el sentido. Pero aunque haga estas
matizaciones, los caminos de la expresión y del contenido nunca llegan a
producir interferencias o cruces problemáticos.
“¿Qué significa comprender un texto sino discernir lo
que se oculta tras las palabras, ir de las palabras a las cosas, o sea, dicho
brevemente, separar el contenido de su propia expresión?” (Cohen, 1984, p. 33).
La comunicación verbal se caracteriza, según Cohen, por dos operaciones: una de
puesta en clave que va de las cosas a las palabras (de la sustancia a la
forma); y otra, que deshace este camino, y va de las palabras a las cosas (de
la forma a la expresión), para lo que es necesario poner en funcionamiento una
suerte de traducción. Se trata de una traducción interna que dé cuenta de esta
transformación[12], y
que en cierta medida explica otro desvío, el de la forma hacia la sustancia.
Porque, mientras que la traducción sustancial es posible, la formal no lo es,
por ello los cambios en la forma, los desvíos formales, son los que
caracterizan el estilo. Por todo ello, lo que distingue a la poesía es un
determinado tratamiento, una determinada manipulación sobre el significado,
producto de los desvíos retóricos respecto a la norma gramatical: “puede ser
que una metáfora sea señal de una obsesión, pero no es poesía por eso, sino por
ser metáfora, es decir, cierto modo de significar un contenido que sin perder
nada de sí mismo se podría haber expresado en lenguaje directo” (Cohen, 1984,
p. 40). Lo que hace a la poesía, poesía,
es la retórica, y la retórica para Cohen se caracteriza por ser un modo de
hablar alejado del natural. Ello implica la presuposición de la existencia de
un lenguaje natural y uno artificial; de un lenguaje tético y otro protético o
prostético[13]; uno
de uso funcional, y otro de uso estético. En términos de Cohen esto se reduce a
la oposición gramatical/antigramatical.
El verso es antigramatical
porque es una desviación con respecto a las reglas de la prosa (¿es la prosa
gramatical y la poesía antigramatical?). El verso es la antifrase dice Cohen
(1984, p.71). Debemos entender que la asimilación de retórica con poesía, no
sólo con poética, nos deja a la prosa como modelo al que se opone el poético. Es
a nivel poético donde encontraremos las transformaciones y violaciones
semánticas que van a ser propias del uso retórico. Los términos retóricos que
maneja Cohen son aquellos que Jakobson ha proporcionado, es decir, la metáfora
determinada como relación de semejanza y la metonimia como relación de
contigüidad (Cohen, 1984, p. 113). La metáfora como violación del código de la
lengua se sitúa en el plano paradigmático, y sigue una estrategia poética que
tiene por único fin el cambio de sentido. La metáfora es el eje de todos estos
cambios retóricos. Desde esta lectura metafórica de la retórica se puede
explicar la siguiente afirmación:
Así, las distintas figuras no son, como pensaba la
retórica clásica, la rima, la inversión, la metáfora etc., sino la
rima-metáfora, la inversión-metonimia etc., [...] La retórica no ha sabido
distinguir entre el plano sintagmático y el plano paradigmático; no ha visto
que, lejos de oponerse, ambos planos se completaban […] (Cohen, 1984, p. 113).
Se puede explicar también desde la lectura
metafórico-totalizante que la sinestesia para Cohen sea también una clase de
metáfora. Cohen lo dice: los planos sintagmático y paradigmático se
complementan y esto es lo que la retórica clásica no ha sabido ver. Según se
desprende de las palabras de Cohen, el vínculo entre los dos planos es un
vínculo metafórico; por medio de este vínculo la desviación se produce, se
determina, y se recupera. Todo queda reducido a un orden sincrónico de lo
paradigmático. El eje sincrónico pasa a ser una metáfora del eje paradigmático.
Así se explica cómo la sinécdoque puede considerarse un tipo de metáfora,
porque la metáfora ha tropologizado a la metonimia en otra metáfora, porque el
plano sincrónico se ha paradigmatizado. Con ello queda claro en qué sentido los
dos planos se complementan. Pero al llevar a cabo esta reducción metafórica
Cohen está mostrando que la relación entre los planos se caracteriza por algo
más que por la supuesta tendencia a completarse armónicamente en una unión
tranquila, algo más que puede convertir a la metáfora en metonimia. Esto sucede
cuando el eje paradigmático deja paso al sintagmático, cuando la relación entre
los términos de la comparación metafórica se remarca a nivel de las
simultaneidades (donde la relación de contigüidad reivindica que nunca estuvo
ausente). Los ejes sincrónico y paradigmático no es que se complementen, sino
que siempre están en conflicto. En el momento que una lectura retórica se pone
en marcha ambos ejes chocan cuestionando la identidad y repetición de la
secuencia material del lenguaje. Privilegiar uno de los dos ejes, la identidad
sobre la diferencia, la gramática sobre la retórica, sería una de las formas por
las que, según de Man (1976, p. 6) se gramaticaliza la retórica. Para de Man
este es el gesto característico de las retóricas estructuralistas (nombra a
Barthes, Jakobson, Genette, Todorov, sin reparar en detalles). Estas retóricas
dejan la gramática y la retórica en perfecta continuidad, sin interrupción, por
lo que el estudio de tropos y figuras se convierte en una mera extensión de los
modelos gramaticales, en un subconjunto del estudio de las relaciones
sintácticas. En el caso de Cohen la reducción se efectúa a nivel semántico. La
metáfora es una metáfora del paradigma semántico, sin embargo reducir la
retórica a este nivel supone olvidar otros tantos que entran en juego y que
abren la puerta a la aberración referencial que la solidificación de la
metáfora en Cohen pretende controlar. Es por ello que de Man equipara la
literatura con la retórica, porque en la base de las dos encontramos el
movimiento que impide que una metáfora sea sólo una metáfora, que una metáfora
pueda reencontrarse pacíficamente con su origen. Lo hemos visto en la relación
entre los ejes sintagmático y paradigmático tal y como la concibe Cohen y en su
equiparación con el nivel semántico a la retórica. Repetimos, es lo que de Man
llama una gramaticalización de la retórica (de Man, 1979, p. 15-6) y que
muestra la disrupción entre la estructura paradigmática basada en la
substitución y la estructura sintagmática basada en asociaciones contingentes.
Ello implica que el doblete gramática y retórica en modo alguno supone la
exclusión de sus elementos, sino que alterna y confunde la cuidada antítesis
del modelo interno/externo. Mediante tal razonamiento este autor puede llegar a
la dudosa constatación de que el pensamiento científico corresponde con el
grado cero gramatical: “en el pensamiento científico se halla ciertamente la
coherencia del pensamiento, y es inútil citar ejemplos” (Cohen, 1984, p. 164).
Con la equiparación de gramática y lógica aparecen
otro tipo de problemas relacionados con la epistemología y con la
referencialidad, derivados de la identificación de la gramática con la
capacidad constativa del lenguaje. Así, es comprensible que la retórica, en
principio, ocupada de la performatividad en la persuasión, no tenga nada que
decir sobre la verdad o la mentira de los juicios, o sobre su adecuación al
mundo. Es por ello, que los tropos y figuras encuentren su valor en la función
estética. Un tropo es cosmético porque no atiende a la dimensión lógica del
lenguaje[14].
Este es el planteamiento que se continúa desde la Edad Media y que Cohen en
cierto modo actualiza. De la distinción entre significados gramaticales y
antigramaticales se deduce que los primeros tienen relación con el mundo,
mientras que los segundos son el fruto de juegos lógicos sin ninguna capacidad
constatativa, únicamente la de su ser figura o tropo. Así las transgresiones de
la lógica y la gramática pueden medirse en función del grado de violación de la
norma. Hasta tal punto está Cohen convencido de ello que en la “Teoría de la
figura” propone medir el grado de logicidad del lenguaje, lo que equivale a
medir y localizar, también, algo así como un grado lógico cero. Grado cero
gramatical y lógico del lenguaje al que se puede devolver cualquier figura o
tropo como una vuelta a los orígenes, porque “toda figura nos reconduce de la
inteligibilidad a lo sensible y la retórica se reconstituye así como la inversa
del movimiento dialéctico ascendente que va del precepto al concepto y que
define a la filosofía desde Sócrates” (Cohen 1982, p. 41). Por supuesto, para
entender esta afirmación hay que presuponer que tal traducción es posible. No
obstante, ¿en qué situación queda la semántica, y la capacidad referencial del
leguaje, al considerarlas desde una teoría de la figura como ésta? ¿En qué
medida, —es una pregunta lógica— si se produce una gramaticalización de la retórica
no se está produciendo también un acto por el que se devuelve a la retórica la
capacidad de efectuar juicios lógicos sobre el mundo? Y, por otro lado, al
contrario, ¿en qué medida no queda cuestionada la capacidad referencial de la
gramática en el transcurso de estas traducciones en el interior del trivium?
Consideremos de nuevo una
de las definiciones de Cohen de la figura. La figura “presenta, pues, en
definitiva una organización biaxial, articulada según dos ejes perpendiculares:
el eje sintagmático, en el que se establece la desviación; y el eje
paradigmático, donde se anula por el cambio de sentido” (Cohen, 1982, p. 39).
Queda patente que la gramática es el pilar sobre el que descansa la
significación. La retórica, sin embargo, puede significar pero
agramaticalmente. Ello entonces nos lleva a considerar de nuevo, bajo una luz
diferente, la complementación de los ejes sintagmático y paradigmático que
Cohen caracteriza como lo propio de la figura. Para que el poema funcione
poéticamente, léase retóricamente, es necesario que “su significación se pierda
y simultáneamente se vuelva a encontrar en la consciencia del lector” (Cohen,
1984, p. 178). La significación retórica, por tanto, nunca es nada por sí
misma, debe reconducirse de nuevo a los cauces de la gramática, en este caso en
la mente del lector, al estilo de los críticos de la consciencia. La
justificación de este modo de significar retórico no tarda en aparecer: la
función de la prosa es denotativa, la función de la poesía es connotativa. La
poesía al ser el lugar donde la retórica toma posición es el lugar de la
connotación. En consecuencia, la retórica es connotativa, y por el contrario,
la gramática denotativa. Es de destacar que también Barthes caracterizará de
este modo la retórica. Para Cohen la connotación, al funcionar en ausencia de
analogía objetiva se ocupa del
significado emocional, el lado subjetivo del significado, el sentido poético.
El sentido nocional y el sentido emocional no pueden
existir juntos dentro de una misma consciencia. El significante no puede
inducir al mismo tiempo dos significados que se excluyen. Por esta razón, la
poesía ha de hacer uso de un rodeo: ha de cortar el lazo original entre el
significante y la noción para reemplazarlo por la emoción; ha de bloquear el
viejo código para hacer posible el funcionamiento del nuevo. La poesía no es
algo distinto de la prosa, sino que es la antiprosa. La metáfora no es un
simple cambio de sentido, sino que es su metamorfosis. La palabra poética es a
la vez muerte y resurrección del lenguaje. (Cohen, 1984, p. 220).
La poesía es a la prosa lo que la retórica a la
gramática, por ello se puede afirmar que en la palabra poética-retórica el
lenguaje muere y resucita. Muere como retórico y resucita como gramatical. Muere
como desvío y resucita en el grado cero del lenguaje. La retórica es, entonces,
como el fantasma que se aparece al lenguaje en un tiempo disyunto[15]
y, por venir. La teoría de los tropos y figuras es también una teoría de los
espectros, de las figuras espectrales. ¿Cómo hacer frente al espectro de la
retórica? ¿Cómo controlar sus apariciones, sus idas y venidas, la amenaza de
que tras la muerte no vuelva la resurrección? El modo más lógico para hacerlo se basa en la presuposición de un grado
cero del lenguaje. Pero, ¿de qué grado cero?
Olivier Reboul (1984, p. 104-5)
ha revisado la noción de grado cero. Sus conclusiones son esclarecedoras. Si el
grado cero del lenguaje se aparta del código de la lengua, entonces, ¿el código
de la lengua es aquel que no utilizan los escritores, los poetas? El lenguaje
retórico se apartaría del sentido primitivo, original, de la etimología, aunque
la idea de un sentido original sea meramente arbitraria. Se apartaría del
sentido propio, al limitar el mensaje retórico a las figuras de sentido, y por
lo tanto, pasaría del terreno de la denotación al de la connotación. Aunque los
términos propios pueden ser connotados al igual que los figurados, la
connotación, según Reboul, es un sentido segundo, de orden afectivo, que no por
ello deja de estar codificado. El desvío del grado cero se separaría de lo usual, lo cual no significa que la
retórica se aparte del uso; la retórica posee un uso específico que es el de
persuadir. El grado cero se separaría, en cualquier caso, del discurso funcional,
que se limita a dar con el mínimo de palabras el máximo de informaciones
objetivas. Reboul traspasa el interés retórico de esta consideración a la
dimensión persuasiva, lo cual implica, de nuevo, mantenerse dentro de una
oposición, en la que los nuevos términos serían lenguaje persuasivo contra
lenguaje sin artificio. El discurso retórico se apartaría no de las reglas del
lenguaje en general, sino del lenguaje de la sinceridad, del lenguaje natural
por el cual se mantiene el vínculo que relaciona únicamente referentes con
signos, un lenguaje limpio[16].
Tanto desde un punto de vista como de otro, la referencia a un grado cero, al
término no marcado de la oposición, aparece como necesaria. De hecho, en Cohen
lo encontramos bajo la fórmula: “grado retórico que tiende a cero”, o lo que es
lo mismo: el grado que posee el lenguaje de la prosa (científica). Todos los
problemas que hemos visto planteados desde la retorización de la gramática
están presentes en la consideración del cruce perpendicular entre el eje
sintagmático y el paradigmático. Es decir, que el grado retórico tienda a grado
cero implica que ni es cero ni es retórico, ni es lógico ni gramático (siendo
lógico y gramático a la vez); implica, en otras palabras, que la idea de cero
puede leerse como una neutralización en la oposición lenguaje figurado-natural,
porque dicha neutralización, además, es una catacresis.
Leer a Cohen de este modo nos ejemplifica de qué modo
el proyecto post-estructuralista puede completar lecturas clásicamente
estructurales de la retórica. Por ejemplo, la noción de desvío queda totalmente
afectada desde el momento en que no se puede definir con claridad de qué se
separa, respecto a qué el desvío es desvío. Reboul considera que ello está en
la base de una consideración heurética de la retórica: “la tesis del desvío nos
parece sintomática de una época que no es capaz de hacer el vínculo entre la
regla y la invención, que no concibe el gesto creador más que como violación de
la regla” (Reboul, 1984, p. 106). Lo cual reduce las posibilidades
performativas relativas a la invención no tanto como invención de sentidos sino
como invención de otro que dé cuenta
de sí. Será necesario, por tanto,
volver a considerar la invención del otro, del otro de la retórica, que para
las retóricas estructuralistas será el grado cero.
El grado cero
tropológico. La respuesta demaniana.
La problemática sobre el grado cero, inherente al
estructuralismo, aporta nuevos datos para pensar el estatuto retórico desde la
antigüedad clásica hasta los enfoques post-estructurales. Hemos visto diversos
modos de afrontar la posibilidad de existencia de tal grado de lenguaje, lo que
mostraremos ahora, siguiendo a John Hillis Miller y Paul de Man, es cómo la
condición de imposibilidad del cero ha sido paradójicamente la condición de
posibilidad de la diferencia entre retórica y lenguaje no desviado. La
propuesta de estos autores consiste en pensar retóricamente el concepto de
cero; nuestro propósito consistirá en estudiar cómo reaccionan entonces las
definiciones desviacionales de la retórica ante a este tipo de lectura
deconstruccionista.
Después de rastrear las etimologías de la palabra
“cero”, algo habitual en la metodología de Hillis Miller[17],
justifica haber confundido la invención con el descubrimiento del cero en su
exposición introductoria. Lo cual, según Miller, es indicativo de la aporía que
impide decidir si esta cifra es un número o no lo es, si ha sido inventado tal
concepto o simplemente redescubierto[18].
La dificultad en la decisión se extiende también a la hora de discernir sobre
la manera en la que el cero es a la
vez un lugar absoluto de partida, una ausencia de número y, al mismo tiempo, un
número. De la misma manera, el grado cero lingüístico, por su parte, nombra una
ausencia que es al mismo tiempo significativa. No obstante, la palabra “cero”
es una palabra como cualquier otra, un conjunto de fonemas que implican un
significado. Tal como recuerda Barthes en Elementos
de semiología, el término no marcado en una oposición privativa es llamado
grado cero de la oposición. El grado cero no supone una ausencia total, sino
como hemos dicho, una ausencia significativa. Igual que el cero funciona ante
la ausencia de cualquier número, así en lingüística, la ausencia de una marca
puede funcionar frente a la ausencia de cualquier marca que pudiera funcionar
en ese lugar. Sólo el contexto, que nunca es saturable, puede decidir qué marca
es la ausente. De esta manera, el cero considerado como metáfora cambiante para
cada ausencia se convierte en catacresis.
Es bien sabido que el concepto de grado cero ha
tenido gran difusión en diversidad de áreas como la semántica, la lógica, la etnología,
el psicoanálisis lacaniano[19],
y que ello ha sido uno de los rasgos característicos del estructuralismo. Ahora
bien, ¿qué ocurre cuando tomamos el cero
del grado cero como una catacresis? Para ello será necesario referirnos al
ensayo de Paul de Man “La Alegoría de la persuasión en Pascal” (1996) donde
realiza una lectura de los Pensamientos
y de las “Reflexiones sobre la geometría en general: Del espíritu geométrico y
del Arte de persuadir”. La conclusión que el crítico belga extrae de su lectura
nos lleva al reconocimiento de que la distinción entre justicia y poder en
Pascal surge de la disyunción entre las funciones cognitiva y performativa del
lenguaje, puesto que el lenguaje, es al mismo tiempo tropológico y cognitivo,
así como performativo (de Man, 1996, p. 69). De estas relaciones indecidibles
nos ocuparemos más adelante, lo que nos interesa ahora es ver la posición de heterogeneidad
en la que queda el cero[20]
con respecto a otros pares de oposiciones sacados de los Pensamientos de Pascal, como son la oposición entre definiciones nominales y reales, o entre justicia
y poder. Precisamente en el examen de
la relación entre justicia y poder Pascal se ve obligado a introducir
algo como el cero ―dice Hillis Miller (2003) ― inasimilable a la
estructura quiasmática que había diseñado en un principio. Retomemos una cita
que Miller trae a colación del ensayo sobre Pascal: “Decir entonces, como
estamos diciendo, que la alegoría (como narración secuencial) es el tropo de la
ironía (como uno es el tropo de cero) es decir algo que es lo suficientemente
verdadero pero no inteligible, lo que implica también que no puede funcionar
como instrumento de análisis textual” (de Man 1996, p. 61). ¿Qué significa esto?
¿Qué significa que uno es el tropo de cero? ¿Qué implicaciones tiene esto para
con las capacidades performativas y cognitivas del lenguaje? Para responder a estas cuestiones debemos
remitirnos a los tropos de la alegoría y la ironía.
La ironía es la disrupción de toda narrativa o
secuencia dialéctica, así como el uno es paradójico y aparentemente
contradictorio, porque, a la vez, “es un mero nombre dado a la entidad que no
posee las propiedades del número, una definición de no-número” (de Man, 1996, p.
58). Dada la especial condición de la alegoría[21]
—fragmentada por la ironía— y del cero tropo del uno, podemos entender por qué
funcionan retóricamente, o precisamente, no
entenderlo, si continuamos la broma de Paul de Man; no entenderemos el cero
y la alegoría porque actúan fuera del
nivel cognitivo del lenguaje comportándose performativamente como catacresis.
El anacoluto en el entendimiento es lo que está intentando describir de Man
mediante la aplicación de la ironía a la alegoría. Decir que el cero es llamado siempre uno es llamar la atención sobre el hecho
de que el tropo llamado catacresis es siempre un acto de habla, un acto de habla,
dice Miller infundado (2003, p. 33) (no obstante ¿en qué medida todos lo tropos
no son actos de habla?).
El grado cero retórico, a la luz de lo expuesto por
de Man y Miller, no sería más que una cruel ironía, un violento oxímoron que
nunca dejaría de afirmarse ni de realizarse en tanto que parábasis continua.
Puesto que así es el modo en que de Man (1996, p. 178) caracteriza la ironía
como parábasis permanente, como continuo anacoluto, la narración alegórica que
se pretende realizar a través del grado cero retórico, se ve truncada, cortada
desde la ironía, o desde el cero. La mayor ironía de todas es, desde luego, considerar
un grado cero retórico sabiendo que el cero es un tropo catacrético, que el
cero deja entrar la heterogeneidad en el sistema argumental. La alegoría del
grado cero, si utilizamos la alegoría como de Man lo hace, nos relata una
historia en la que los tropos y la función cognitiva del lenguaje se oponen
productivamente. Desde este punto de vista, el grado cero es a la vez retórico,
performativo y cognitivo; es la catacresis que se ocupa de esta heterogeneidad
consustancial al lenguaje. Esto viene a mostrar un posicionamiento teórico desde
la retórica considerada como instrumento de lectura político y crítico. La
retórica así entendida, tal y como se ha desarrollado en el
postestructuralismo, transforma las lecturas tabulares retóricas en lecturas
cuya base es la parábasis o el anacoluto. Los efectos políticos de esta
operación afectan al posicionamiento ético ante la lectura y sobre todo ante la
posibilidad de leer, ante la imposibilidad de no leer políticamente un texto.
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[1] Cabe
destacar el esfuerzo de Kibedi Varga por trazar una distinción clara entre
literatura y retórica: « il y a sur ce point une différence fondamentale
entre rhétorique et littérature. Par son discours, l’orateur entend
intervenir directement dans la réalité sociale ; son discours fait partie
de cette réalité. En revanche, l’écrivain crée une œuvre et n’intervient dans
la réalité sociale qu’indirectement. Transposition de la réalité, réalité
seconde, l’œuvre littéraire possède en fait une double réalité : une
réalité objective et une autre qui s’établit au cours de la lecture ou durant
la représentation, du fait du contact avec un public. Tandis que la rhétorique
ne connaît q’une situation, il faudrait par conséquent en distinguer deux en
littérature : la situation interne,
c'est-à-dire les rapports interhumaines représentés à l’intérieur d’une œuvre,
et la situation externe, c'est-à-dire
les rapports de l’œuvre avec celui à qui elle s’adresse » (Kibedi Varga,
1970, p. 85). Por un
lado, esta distinción entre situaciones internas y externas nos recuerdan al
papel de la crítica literaria que según Genette (1966, p. 146) se
correspondería con la situación de primariedad y secundariedad con respecto al
hecho literario, es decir, la relación con lo segundo es lo que caracteriza la
crítica literaria. A este respecto, la distinción de Kibedi Varga en boca de
Genette puede plegarse, volverse del revés y mostrar que la retórica como
discurso crítico literario da cuenta en su interior de las situaciones internas
externas a su interioridad y de las internas que le son externas.
[2] Ver Manuel Asensi (1990).
[3] Enkvist (1999, p. 35) propone
agrupar las teorías del texto en cuatro tipos: 1.La primera trata de describir
los vínculos existentes entre oraciones para formar un texto mediante el uso
frecuente de métodos gramaticales tradicionales, basados en la práctica
oracional: Halliday y Hasan. 2. Modelos oracionales o predicacionales, basados
en un modelo cognitivo: Findler, Minsky, Schank y Abelson. 3. Modelos
interaccionales: Grice, Austin, Searle. 4. Modelos predicacionales. Explican
cómo en un conjunto de predicaciones, el contenido semántico puede ser
textualizado de diferentes maneras. Enkvist, Klenina. Según Enkvist, dentro de
este marco de intenciones, “las estrategias textuales” y los “estilos” se
vuelven prácticamente sinónimos, y la estilística pasa a formar parte de la
lingüística del texto, dicho de otra manera, la gramática se retoriza vía
estilística.
[4] Hacia 1200 apareció el nombre poetria para designar la Retórica en su
aplicación a las obras versificadas (Zumthor, 1973, p. 107).
[5] En sentido austiniano.
[6] “È
una versione novecentesca del “pellegrino” e del “forestiero” sui cui insisteva
tutta la tradizione rinascimentale, ricollegandosi a sua volta e traducendo i
correspondenti termini e concetti dell’antichità classica”. (1984, p. 311).
[7] Por ejemplo, Le Guern (1976, p.
34) afirma que la mayor parte de los ejemplos dados por Roman Jakobson en apoyo
de su teoría de la metonimia son en realidad sinécdoques de la parte por el
todo. Le Guern dice que hay que buscar en Quintiliano el origen de esta
clasificación errónea, que acerca indebidamente la relación que une el género
con la especie a la que existe entre el todo y la parte. Según este autor las
afirmaciones de Aristóteles se acercaban más a la verdad cuando consideraba el
desplazamiento del género a la especie y de la especie al género como
categorías de la metáfora. “Este procedimiento se distingue no obstante, de la
metonimia por el hecho de que hace intervenir una relación de caracterización y
no una relación de contigüidad” (1976, p. 38).
[8]
“the road without which the transfer cannot be made” (Ruegg, 1979, p. 145). Volvemos a encontrarnos con la
topologización de la retórica, donde la noción de desvío empieza a cobrar un
nuevo sentido como iremos desarrollando. No es
casual que Paul de Man (1984, p. 251) se haya ocupado también de comentar este
“transfer” con relación a Baudelaire:
“We have learned to recognize, of late, in “transport” the spatial displacement
implied by the verbal ending of meta-phorein.
One is reminded that, in the French-speaking cities of our century,
“correspondence” meant, on the trolley-cars the equivalence of what is called
in English a “transfer”—the privilege, automatically granted on the París
Métro, of connecting from one line to another without having to buy a new
ticket”.
[9]
(Vickers, 1988, p. 445): “In that case, they are not really metaphors, and
since the items in the first class are not really metonymies Jakobson’s use of
rhetorical terms can be seen to be both opportunistic and vague”.
[10]
Théorie de la Figure. En Communications 1970, nº 16, p 3-25.
[11] Citado por Ruegg (1979, p.145)
[12] John Hillis Miller tiene
precisamente un artículo titulado Traduciendo
teoría: cruce de fronteras, donde se plantea la problemática de las
intersecciones que estamos desarrollando aquí. El cruce del que se habla aquí,
además de aludir al solapamiento de las fronteras de la teoría y lo literario,
se está refiriendo al cruce entre los performativo y lo cognitivo, entre la
expresión y el contenido. Por ello Miller utiliza el término traducción como
equivalente al de transformación. El término inglés translation conserva gráficamente esta idea de movimiento que
permite el cruce entre las dos formas: transformación-traducción.
[13] El adjetivo prostético recoge a
la perfección el uso artificial y estético del desvío, en una especie de
palabra-cosa de las que hablaba Deleuze (1993) con relación a Wolfson.
[14] Es también la base de la definición
del juicio estético Kantiano: el juicio de gusto no es, pues, un juicio de
conocimiento; por lo tanto, no es lógico, sino estético. (Crítica del juicio, Sección primera,
§1.)
[15]
« Maintenir ensemble ce qui ne tient pas ensemble, et le disparate même,
le même disparate, cela ne peut se penser, nous y reviendrons sans cesse comme
à la spectralité du spectre, que dans un temps du présent disloqué, à la
jointure d’un temps radicalement dis-joint, sans conjonction assuré ».
(Derrida, 1993: 43).
[16] Más
interesante nos parece la referencia a Plotino por parte de Reboul haciendo
mención a la ambivalencia retórica: “La rhétorique est une invention grecque
et, comme telle, elle se justifie par deux grands axiomes, de la culture
hellénique ; le refus de distinguer totalement la raison et le discours,
refus qu’exprime la polysémie du mot logos ; le refus de séparer la
vérité de la beauté, le beau étant, comme disait Plotin, « la splendeur du
vrai »” (Reboul, 1984, p. 106)
[17] Nos referimos a una conferencia
dada en la Universidad de Valencia en enero de 2003, en el marco de las
actividades programadas por el Instituto de estudios de retórica de la Facultad
de Filología. La conferencia lleva por título: Zero.
[18] Invención y descubrimiento van
unidos de la mano, por cuanto la invención debe entenderse como remarcación en
una tópica.
[19]
Concretamente Hillis Miller se refiere a la conferencia “Of Structure as an
Inmixing of an Otherness Prerequisite to Any Subject Whatever”, celebrada en el
marco
[20] “The notion of language as sign is dependent
on, and derived form, a different notion in which language functions as
rudderless signification and transforms what it denominates into the linguistic
equivalence of the arithmetical zero. It is as sign that language is capable of
engendering the principles of infinity, of genus, species, and homogeneity
which allow for synecdochal totalizations, but none of these tropes could come
about without the systematic effacement of the zero and its reconversion into a
name. There can be no one without
zero, but the zero always appears in the guise of a one, of a some(thing). The name is the trope of the zero. The zero
is always called a one, when the zero
actually nameless, “innommable””. (de Man, 1996, p. 59)
[21]
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