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De Tirso, Lorca y Shakespare
al Litoral argentino: El Don Juan
criollo de Leopoldo Marechal
Marisa Martínez Pérsico
(Universidad de Buenos
Aires)
Resumen
En el presente trabajo me propongo
analizar la aplicación de uno de los procedimientos capitales del teatro de
Leopoldo Marechal (1900-1970) como es la criollización de temas tradicionales,
que adquieren así una doble dimensión, a la vez argentina y universal. El texto
más conocido de su producción dramática donde se evidencia este recurso es Antígona Vélez (1951), como hipertexto
criollo de la tragedia sofoclea. En esta oportunidad me concentraré en una
pieza menos estudiada como es el Don Juan
(1948), aunque efectuaré cotejos numerosos entre ambas obras, dada la
coherencia en la imaginería, cosmovisión y simbolismos que existe en la
producción del autor.
Abstract
This work focuses
on the “criollización” (creolization) of traditional themes inside the drama Don Juan (1948) written by Leopoldo
Marechal (1900-1970). The best known opera of the Argentine writer that
utilizes this literary strategy is Antígona
Vélez (1951), a creole hypertext of the Sophocles’ tragedy. Both books
share symbolisms and ideas, as we analyze in the following article.
Palabras clave
Criollización – universalidad – Don
Juan – creative reelaboration
Keywords
Creolization –
universality – Don Juan – creative reelaboration
El drama marechaliano Don Juan (1948) se trata de la
reelaboración creativa de una de las principales creaciones mitopoéticas
castellanas de tanta proyección como Don Quijote, como es el mito de Don Juan.
Protagonista de El burlador de Sevilla y
convidado de piedra compuesto por Tirso de Molina entre los años 1612 y
1625, este personaje ha nutrido la imaginación literaria y musical desde su
siglo XVII natal: la ópera Don Giovanni
de Wolfgang Amadeus Mozart, el poema sinfónico Don Juan del compositor alemán Richard Strauss a partir de un poema
de Nikolas Lenau o la ópera criolla homónima del músico, compositor y director
de orquesta argentino Juan Carlos Zorzi, que fue estrenada en el Teatro Colón
en 1998. Se ha bautizado con el nombre de este arquetipo a numerosos seductores
de la literatura universal, contagiados así de un determinismo onomástico: de
la larga lista mencionaré sólo cuatro, Don
Juan Tenorio (1844) del español José Zorrilla, el personaje Don Juan Luis,
de Barranca abajo (1905), drama del escritor
uruguayo Florencio Sánchez, Juanito Santa Cruz, protagonista de la
novela-folletín Fortunata y Jacinta
(1886-1887) del español Benito Pérez Galdós y el incompleto Don Juan de Lord Byron (1819-1824). Pero
el elenco es numeroso.
En la pieza de Marechal se produce una
mutación en la personalidad que le asigna la tradición. Así pasa de ser un arquetipo a un carácter, a trasmitir una cosmovisión teñida del optimismo
cristiano con resonancias neoplatónicas (porque la mujer es vía de ascenso y
escalera al conocimiento de la divinidad), que ofrece un nuevo giro argumental,
un punto inédito en el tejido de esta ‘tradición donjuanesca’.
Por otra parte, la presencia de un trío
de Brujas informantes que anticipa o influencia el desenlace, tanto en Don Juan como en Antígona Vélez, se inserta dentro de la tradición shakesperiana del
teatro en verso. Nos remite a una tragedia de tema escocés, Macbeth, donde también las brujas
adquieren un papel destacado. Sus utensilios, escenarios, expresiones
metafóricas y enigmáticas son reelaboradas por Marechal pero siempre en clave
criolla, con alusiones a géneros musicales, fauna y personajes folklóricos de
Pero el teatro de Leopoldo Marechal se vincula
en varios puntos con la obra de un contemporáneo, Federico García Lorca.
También el poeta andaluz perteneciente a
Existe un motivo literario que se reitera
tanto en la obra de Lorca como en la de Marechal: la presencia del caballo, el
río y la huída clandestina de los amantes. El caballo como símbolo de un
erotismo social y moralmente censurado ha sido una de las claves de
interpretación de Bodas de sangre (1936)
o de La casa de Bernarda Alba (1936).
La insistencia en el tópico de la sed es otro de los símbolos lorquianos por
excelencia, que en La casa de Bernarda
Alba es sed erótica de Adela, Martirio y Angustias, y en Don Juan de Marechal es sed de amor,
pero no ya del amor meramente físico sino trascendente. En esta obra la sed
representa la búsqueda infructuosa del ideal de una mujer celeste (encarnada en Inés), y no de una mujer terrestre (encarnada en Aymé y en todas las mujeres
abandonadas por Don Juan, luego muertas).
Karl Kohut, en su artículo “Teatro e
historia en Argentina” (Pelletieri, 1995) señala que en el siglo XX podemos
constatar que predominan, en las piezas de índole histórica, tres temas: mito e historia griegos, mito e historias indígenas e historia nacional, sobre todo del siglo
XIX. “Lo que tal vez más sorprende a un observador europeo es la cantidad de
piezas que se sirven de mitos griegos. Sea suficiente citar, a manera de
ejemplo, Antígona Vélez (1951), de
Leopoldo Marechal, La peste viene de
Melos (1956) de Osvaldo Dragún, y El
reñidero (1963) de Sergio de Cecco. (…) los últimos autores trasladan el
mito griego a
Señala Navascués que “la fuerte
cohesión del ideario marechaliano, la profunda unidad de temas y símbolos que
se advierte en su obra en prosa y verso, tiene en el género teatral, como no
podía ser menos, un ejemplo notable. (…) resulta fácil observar la predilección
por temas universales establecidos a partir de mitos literarios y culturales,
así como por la inclusión de figuras cristianas: Don Juan, Antígona, Belona, el
Mesías,
En El
burlador de Sevilla y convidado de piedra, Don Juan se propone burlarse de
las mujeres y asume este rol como un oficio natural y cotidiano, sobre el que
no admite culpas ni responsabilidades. Dice a Catalinón “Si burlar/ es hábito
antiguo mío/ ¿qué me preguntas sabiendo/ mi condición?” (Tirso de Molina, 1984:
892). Más adelante se vanagloria de su apodo: “Sevilla a voces me llama/ el Burlador, y el mayor/ gusto que en mí
puede haber/ es burlar una mujer/ y dejalla sin honor” (Tirso de Molina, 1984:
1309), retomando así el tópico de la honra tan revisitado durante el Siglo de
Oro español, especialmente por Calderón y Lope de Vega. Así, Don Juan primero
engaña y goza a la duquesa Isabela, fingiendo ser el duque Octavio. En
Tarragona traiciona impunemente a la pescadora Tisbea. Después a Doña Ana de
Ulloa, prima del Márqués de
En el texto de Marechal también se ofrece un
inventario de las mujeres muertas o abandonadas por Don Juan. Se habla de Irene, la de San
Pedro, encerrada en el convento de Santa Clara, y de “Carmen, la del juncal, así
la llamaban. (…) Las tías le pusieron su traje de domingo, y le enredaron entre
los dedos aquel rosario de su primera comunión. ¡Vidita! Los hombres del juncal
lloraban: parecían criaturas”. (Marechal, 1998: 188). Nótese la exclamación
“¡vidita!”, que se intercala a lo largo de la obra. Se trata de un vocativo
común en las letras de canciones pertenecientes a especies folklóricas
argentinas como el gato, el cielito y la cueca. Es habitual en el noroeste del
país el empleo de vocablos híbridos español-quechua, por ejemplo, “viditay”: al
lexema vidita se agrega el posesivo
quechua y, por lo que significa mi vidita. Los ejemplos nos numerosos.
Así se caracteriza a Don Juan: “Como un ratero se fue de noche, según dicen.
Llevaba en la cintura una rastra de corazones ¡vidalitay!, de corazones que
iban sangrando ¡ay, cielito! (Marechal, 1998: 192)
Tanto Don Juan como Antígona Vélez
comparten con Macbeth la característica
de ser ‘dramas circulares’, enmarcados por escenas iniciales y finales donde
aparece un trío de brujas. Las ‘hermanas fatales’ de Macbeth están cocinando, y
obedecen a los llamados de gatos y sapos:
En el texto de Marechal,
Bruja 1ra: (como si todo lo supiera
ya, desde el comienzo del drama). Cierto ¡El gavilán que vuelve! ¡Y en su
tiempo justo!” Don Juan, el de las Tres
Marías (…) “¡Vuelve pisando una tierra que sus talones hirieron y que no
cicatriza! (…) Como escrito en un papel. ¡Y en el día justo! (Marechal, 1998:
181-183).
El final de la obra se desarrolla en
Bruja 1:
¡Una voz enemiga se levanta del río!
Mujeres:
¿quién la sacó del río?
Hombres:
¿quién la despertó?
Bruja 1: ¡Don
Juan! (Marechal, 1998: 228)
También en el
cuadro primero de Antígona Vélez
aparecen tres brujas que anticipan, por boca del sapo Juan, que la joven cavará
esa noche la tumba de Ignacio Vélez, el personaje criollizado que corresponde
al Polinices de Sófocles. Esta desobediencia prefigura un destino oscuro: “Esta
noche se ha de parecer a una gran olla tiznada, con un gran fuego debajo. (…)
Esta noche alguien perderá un carretel de hilo negro” (Marechal, 1998: 34-38)
en alusión al metafórico hilo de la vida que cortan las Parcas. La bruja
segunda anticipará a su vez el castigo al que la empujará Don Facundo
Galván/Creonte: dice ver “Un caballo de oro, cubierto de sangre hasta las
patas” (Marechal, 1998: 45). La sangre pertenece a Antígona Vélez, quien deberá
salir de la estancia
El cuadro
final confirma lo que dije previamente: que tanto en Don Juan como en Antígona
Vélez las brujas terminan burladas. Se invierten los papeles con respecto
al Don Juan de Tirso o de Zorrilla. Si el personaje tradicional burlaba y
deshonraba la castidad de las mujeres que cruzaba en su camino, por lo que
termina siendo castigado (y burlado) con su propia muerte, este Don Juan emerge
victorioso y redimido de tentaciones terrenales. Quienes terminan escarnecidas
son las brujas malignas. Tampoco en Antígona
Vélez las brujas consiguen encontrar la raíz que desata el odio, ya que, si
bien Lisandro (que corresponde al Hemón sofocleo) y la protagonista mueren,
“había en el campo dos muertos que sobraban (…) “¡Un hombre y una mujer! Y
entre los dos formaban, contra el odio, un solo corazón partido” (Marechal,
1998: 72).
Afirma Juan Eduardo Cirlot en su Diccionario de símbolos que el
simbolismo del caballo es complejo. “Mertens Stienon lo considera antiguo
símbolo del movimiento cíclico de la vida manifestada, por lo que los caballos
que Neptuno hace surgir de las ondas marinas labrándolas con su tridente
simbolizan las energías cósmicas que surgen en
Don Juan: ¡Si al fin lograse reposar el ansia! ¡O si esta sed fuera como la
de los ojos cuando se abrevan tranquilos en un paisaje! (…) Tenía razón el Viejo:
hablaba de la sed ajena. Pero ¿quién despierta la mía, y la deja siempre con
los labios resecos? ¡Felices los que reposan junto a su agua inagotable! (…)
¿Por quién me toman esos viejos locos de soledad, esas lenguas ponzoñosas y
esos eternos ofendidos que arrojan su furor en un plato de la balanza y no
saben lo que pesa en el otro? (Marechal, 1998: 190).
La balanza remite al concepto de cosmos
helénico, donde la belleza está en el equilibrio, así como al de justicia
cristiana. Don Juan justifica su voracidad amorosa en una sed espiritual que se
intensifica por la insatisfacción de no haber hallado antes a la ‘mujer etérea’
encarnada en Inés. El siguiente pasaje acusa el neoplatonismo al que adhirió el
autor, pues retrata a la dama como una criatura capaz de reflejar la visión de
lo divino:
Don Juan: (En un dolorido crescendo.)
Lo malo es apartarse de la higuera, con una loca visión de la dicha; ensillar
tormentosos caballos e irse al norte, al sur, al este y al oeste, para buscar
en las criaturas un reflejo de aquella visión, forzarlas a dar lo que no tienen
y quedarse uno al fin con la sed viva y el corazón reseco”. (Marechal, 1998:
195-196)
La imagen de la balanza campea la
producción completa de Marechal, en especial su poesía, entre las que destaco Odas para el hombre y la mujer (1929),
donde se recupera el concepto clásico de moira,
estrechamente vinculado al mantenimiento del orden cósmico. Pero también Antígona Vélez alude a la balanza tras enterrar a su
hermano y conocer su sentencia de muerte:
Antígona:
(…) Todo está igual ahora: los vivos en sus quehaceres, los muertos en su
tierra.
Lisandro:
¡Mi padre no ha sido justo!
Antígona:
¿Por qué no? Él toma su quehacer y lo cumple: yo he tomado el mío, y lo cumplí.
Todo está en la balanza, como siempre (…) Dios hablará en las patas de ese
caballo. Y si estuvo en la balanza o no, la noche lo dirá. (Marechal, 1998: 57)
De alguna manera, Antígona sabe que se
trata de un castigo merecido que reparará la hybris que ha cometido al desoír las leyes humanas escritas por Don
Facundo/Creonte, aun cuando sus actos se justificaran en una ley más antigua,
Don Luis: (…) Señor, el juicio queda en pie. Hay arriba una balanza que no
admite fraude. En un platillo están sus culpas: ¿qué pondrá usted en el otro?
Don Juan: (…) Tal vez una canción. (Marechal, 1998: 210)
Volviendo al símbolo del caballo y su
relación con la sed amorosa, las voces de mujeres muertas abandonadas por Don
Juan comienzan a hablarle, tras su retorno al pueblo:
Voz 1ra: ¡En la orilla del río, mi amor, a la hora de la siesta! ¡Bajo los
sauces, allá, cerca del agua! (…) ¿Por qué demoras tanto en bañar tu redomón
oscuro? ¡Átalo a la sombra! ¡Te espero bajo los sauces!” (Marechal: 191)
También Inés narra a su nodriza Leonor
sus escapadas con Don Juan a caballo de la siguiente manera:
Inés: Leonor, he galopado con él, todas las noches, en su redomón
oscuro (…) Otra vez galopábamos en la llanura del sur, bajo el diluvio y el
pampero. La noche se desnudaba toda en cada relámpago. Y veíamos delante de
nosotros mil caballos enloquecidos que disparaban como si los rebenquease el
mismo viento (…) cuando bajaban de la cumbre cien quenas y cien bombos, y cien
coplas de locura. (Marechal, 1998: 198)
Las alusiones sexuales a través de ciertos
animales son explícitas, tanto en relación al ‘baño del caballo redomón’ como
al ‘uso indecente del pico del gavilán’. Así se evidencia en la recriminación
que Don Luis hace a Don Juan, durante el agón
que desemboca en el suicidio del padre de Inés al abalanzarse sobre el puñal
del Don Juan sin que éste lo quiera:
Don Luis: ¡Miente! Lo tengo acorralado, y el pico de oro que usted sabe
usar para torcer el rumbo de las muchachas no ha de servirle ahora para zafarse
del lazo en que le tengo. (Marechal, 1998: 209)
Don Luis caracteriza a Don Juan como un
gavilán en retorno, que está rondando los antiguos nidales en busca de carne
fresca. Recordemos que en
Frente a la visión tradicional del
personaje tirsiano, “Marechal ha modelado un Don Juan melancólico y en
retirada. Tímido y retraído, es él más bien quien esquiva a las mujeres y
parece víctima de un pasado que le avergüenza. Se siente la tentación de
considerarlo un Anti Don Juan, en la medida en que Marechal invierte los
papeles y propone un Seducido, más que un seductor. (…) este Don Juan guarda un
parentesco con el mismísimo Adán Buenosayres, ya que es un enamorado de la belleza
de las criaturas: él es el atraído, no quien atrae.” (Navascués, 1998: 26). Es
en la siguiente escena de diálogo de los amantes donde asistimos a la
metamorfosis de Don Juan, en el momento previo a que los hombres del pueblo,
armados para la cacería del ‘seductor de muchachas’, lo cerquen como a una
presa peligrosa. También los parlamentos correspondientes a Inés nos dan cuenta
del cambio de óptica del personaje femenino, que no se erige ya en víctima sino
en cómplice. Se materializa un cambio de roles porque Inés auto-asume la maldad
que comúnmente se atribuye al seductor y acepta que la ‘supuesta seducida’, al
tentar deliberadamente al hombre, es en realidad una co-responsable de la
consumación amorosa. Además, Don Juan siente remordimiento por haber abandonado
tres muchachas en el pasado, por no ser ellas capaces de satisfacer su sed
metafísica:
Don Juan: (a Inés, decidido y sin
alarma ninguna.) Vengo a decirle adiós.
Inés: (ríe dichosa) ¿Otra vez?
Don Juan: La última y la verdadera. Tengo mi caballo junto al río; ha de
ser esta noche.
Inés: ¿Por qué?
Don Juan: A nuestro alrededor está cerrándose un lazo.
(…)
Inés: (…) Si hubo alguna maldad, fue la mía. ¡Era yo quien llamaba!
Don Juan: ¡No la debí escuchar!
Inés: ¿Por qué no?
Don Juan: Me lo habían prohibido ya tres voces muertas.
Inés: ¿Por qué murieron?
Don Juan: Porque yo las había escuchado.
Inés: (en rebeldía.) Señor
¿es tan malo escuchar una voz que llama?
Don Juan: (amargo.) Sí lo es,
cuando no se contenta uno con la voz y le pide luego una cara, dos trenzas y
una delicia que robarle. Porque yo soy de los que andan robándoles a las cosas
todo lo que pueden sin darles nada a cambio.
Inés: (En un grito.) ¡No es verdad!
Don Juan: Eso es lo que cuentan de mí sus esquiladores. Y tienen razón.
Inés: ¡No es verdad! Y
aunque lo fuera, ¿sabe usted si las cosas no desearían ser robadas, si no viven
suspirando a veces porque se las robe?
(…)
Don Juan: tengo mi caballo cerca del agua.
Inés: Entonces ¡lléveme lejos, en su redomón oscuro!
Don Juan: (…) Antes la degollaría junto al río. (…) Ya es tarde niña, el
nudo se ha cerrado. (Marechal, 1998: 206-208)
¿Hasta qué punto la versión
marechaliana del mito griego puede considerarse legítimamente una tragedia?
Según Jean-Marie Domenach, el género se define sobre tres criterios básicos: el
sentimiento de abandono metafísico, la presencia inexorable del Destino y el
conflicto entre dos principios opuestos que desemboca en la muerte. “La
grandeza dramática de la obra se remata con una escena en la que Marechal, por boca
de su personaje más funesto, propone una lectura que supere el sentido único de
la tragedia. (…) Antígona Vélez se
entiende mejor desde una doble perspectiva que aborde tanto el pensamiento
religioso del autor así como su adhesión política al justicialismo. De acuerdo
con lo primero, hay que destacar que sólo del sufrimiento y de la experiencia
del Mal es posible extraer, como en la experiencia ascética y mística, un bien
que, en este caso, se repartirá para toda la colectividad del mañana. Antígona se
erige en mártir al asumir la muerte prometida por obedecer a una ley divina
antes que humana: enterrar a su hermano. Pero el martirio para el cristiano no
es infecundo, porque el valor de su sacrificio de asimila al de Cristo en
Volviendo al problema de la tragedia contemporánea,
Josephs y Caballero citan al crítico norteamericano George Steiner, en su
estudio La muerte de la tragedia, donde
éste afirma que desde la antigüedad hasta la edad de Shakespeare y Racine, la
tragedia, por su misteriosa fusión de dolor y alegría –dolor por la caída del
hombre, alegría por la resurrección de su espíritu–, llegó a ser la creación
poética más noble de la mente humana. Desde la antigüedad hasta la época de
Shakespeare y Racine tales creaciones parecían estar al alcance de los artistas
más dotados. Pero desde aquella época, concluye Steiner, la voz de la tragedia
ha ido callándose (Steiner, 1968: 10). El avance de la burguesía, la
popularidad de la novela, la sustitución de la tragedia por el más asequible
género del melodrama, la falta de un público ‘literato’, son todos factores
que, en opinión de Steiner, contribuyeron a la muerte de la tragedia, sostienen
Josephs y Caballero en la citada introducción a Bodas de sangre. “El optimismo que se desprende del racionalismo
presenta otro problema para una consideración de la tragedia en nuestra época.
El imperativo de deducción del racionalismo cartesiano y newtoniano, esa
tendencia o necesidad de dar a todo una explicación racional, destierra
terminantemente cualquier sentido del misterio esencial que late en el centro
de la tragedia verdadera. Después que el Romanticismo unió el concepto de la
revolución al concepto previo de la explicación racional, quedó imposibilitada
la noción del fatum trágico o del
destino ineluctable. ¿Qué papel tendrían los dioses en el mejor de los mundos
posibles? O, para decirlo al revés, ¿a quién se le ocurriría preguntar por qué
Edipo llegó a la encrucijada en el mismo momento en que llegaba su padre? Y ¿a
quién pedir una explicación racional de las brujas de Macbeth o del fantasma de Hamlet?
Esas preguntas son inapropiadas en el contexto de la tragedia anterior al
XVIII.” (Josephs y Caballero, 1986, p.14-15). Considerando nuestro análisis de
los dos dramas marechalianos, más teñidos del optimismo cristiano que del
fatalismo clásico, y en el contexto de la crisis de la tragedia moderna que
Steiner enuncia, no es posible considerar Don
Juan ni Antígona Vélez como
pertenecientes a esta especie.
Para finalizar, unas palabras en torno
a la dialéctica entre argentinidad y universalismo que rezuma en los textos
dramáticos de Leopoldo Marechal aquí analizados. Que el autor haya localizado estas obras en una geografía nacional con manifestaciones
culturales autóctonas o conflictos históricos propios y que comparta elecciones
estéticas coincidentes con las desarrolladas por un colectivo de escritores
latinoamericanos no excluye su dimensión universal. En “El escritor argentino y la tradición”, conferencia dictada en el
Colegio Libre de Estudios Superiores pero publicada más tarde, en 1932, Jorge
Luis Borges se refiere al derecho a hablar de otras latitudes y
llama la atención sobre un problema del escritor argentino, basado en
identificar la nacionalidad con la tradición: “Los nacionalistas simulan
venerar las capacidades de la mente argentina pero quieren limitar el ejercicio
de esa mente a algunos pobres temas locales, como si los argentinos sólo
pudiéramos hablar de orillas y de estancias y no del universo. (…) No podemos
concretarnos a lo argentino para ser argentinos.” (Borges, 1998: 197-203). Esta misma universalización de contenidos defenderá
su colega de generación martinfierrista, Leopoldo Marechal: “Yo diría que el
arte se logra íntegramente cuando, al mismo tiempo, y sin incurrir por ello en
contradicción alguna, se ahonda en lo autóctono y se trasciende a lo universal.
Por ejemplo: no hay duda que el sentimiento de la muerte, cantado por un poeta
griego, un poeta inglés, un poeta hindú y un poeta argentino, se diversifica en
matices ineluctables, matices que provienen de lo autóctono, de paisajes, de
caras, liturgias y ánimos diferentes. Pero tal sentimiento se identifica en los
cuatro poetas, mediante aquellos efectos que la presencia o la meditación de la
muerte suscita en todos los hombres, vale decir, mediante aquello que la muerte
tiene de universal” (Marechal, 1950: 182-192). ¨
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