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Brooklyn Follies, Paul Auster
(Círculo
de Lectores, Barcelona, 2006)
Desde
un punto de vista estrictamente antropológico, descubrí que los habitantes de Brooklyn son menos reacios a hablar con desconocidos que
cualquier tribu con que me haya tropezado antes. Se inmiscuyen en los asuntos
ajenos cuando les viene en gana (señoras mayores regañando a jóvenes madres por
no poner a sus hijos suficiente ropa de abrigo, transeúntes llamando la
atención a quienes pasean al perro tirando demasiado fuerte de la correa); se
disputan un aparcamiento con la rabia de niños de cuatro años; sueltan réplicas
deslumbrantes como quien no quiere la cosa. Un domingo por la mañana, entré en
una atestada delicatesen
con el absurdo nombre de
(pp. 12-13)
Todo
empezó con la inesperada visita de la hija de Harry.
Dio la casualidad de que Tom estaba abajo cuando ella
entró en la librería: toda empapada, con el pelo y la ropa chorreando agua, una
extraña y desmelenada criatura de mirada penetrante que despedía un olor acre y
nauseabundo. Tom lo catalogó como el olor de los que
no se lavan nunca, el olor de los chiflados.
-
Quiero ver a mi padre –declaró, cruzándose de brazos y apretándose los codos
con unos dedos temblorosos, manchados de nicotina.
Como
Tom no sabía nada de la vida anterior de Harry, no tenía la menor idea de lo que estaba diciendo.
-
Debe estar usted equivocada –repuso.
- No
–replicó ella, súbitamente agitada, en un tono erizado de cólera–. ¡Soy Flora!
-
Bueno, Flora –dijo Tom–, pues me parece que se ha
equivocado de sitio.
-
Puedo hacer que lo detengan, ¿sabe usted? ¿Cómo se llama?
- Tom.
-
Claro. Tom Wood. Lo sé todo
de usted. En medio del camino de la vida, me perdí en un bosque oscuro. Pero
usted es un ignorante y no conoce esas cosas. Un pobre hombre de esos a quienes
los árboles no dejan ver el bosque.
-
Oiga –repuso Tom, hablándole con una voz suave y
conciliatoria–. Quizá sepa quién soy, pero yo no puedo hacer nada por complacerla.
- No
sea descarado conmigo, señor mío. Sólo porque sea un bosque no significa que
tenga buena madera. ¿Comprendo? He
venido a ver a mi padre, ¡y quiero verlo ahora
mismo!
-
Creo que no está –dijo Tom, cambiando bruscamente de
táctica.
-
¿Cómo que no está? Ese delincuente vive en un apartamento del segundo piso.
¿Cree que soy idiota?
Flora
se pasó los dedos por el pelo mojado, salpicando de agua una torre de libros
recién adquiridos que habían colocado en una mesa cercana al mostrador. Luego,
en medio de una tos profunda, se sacó un paquete de Marlboro
de un bolsillo del amplio y desgarrado vestido. Tras encender un cigarrillo,
tiró la cerilla encendida al suelo. Tom disimuló su
sorpresa y, con calma, la apagó con el pie. No se molestó en decirle que en la
librería estaba prohibido fumar.
- ¿A
quién se refiere? –inquirió.
- A Harry Dunkel. ¿A quién, si no?
- ¿Dunkel?
-
Significa oscuro, por si no lo sabe.
Mi padre es un hombre oscuro, que vive en un bosque oscuro. Ahora dice que se
llama Brightman, haciéndose pasar por un hombre
claro, pero eso no es más que una broma. Sigue siendo oscuro. Y siempre lo
será, hasta el día en que se muera.
(pp. 40-42)
Concluyó
la conversación telefónica, y cuando Tom le explicó
quién era yo, Harry Brightman
se levantó de la butaca y me estrechó la mano. Todo cordialidad, exhibiendo los
dientes de calabaza de Halloween en una sonrisa de
cálida acogida, el modelo mismo del decoro y los buenos modales.
- Ah
–dijo–, el famoso tío Nat. Tom
habla mucho de usted.
-
Ahora soy justo Nathan –repuse–. Hace unas horas que
hemos prescindido de eso del tío.
- ¿Justo Nathan
–inquirió Harry, frunciendo el ceño en fingida
consternación– o Nathan
a secas? Estoy algo confuso.
- Nathan –dije–. Nathan Glass.
Harry se llevó el dedo índice a la mejilla, adoptando la
postura de un hombre abstraído en sus pensamientos.
-
Qué interesante. Tom Wood y
Nathan Glass. Madera y
Cristal. Si yo me cambiara de nombre y me llamara Steel,
podríamos abrir un estudio de arquitectura y llamarnos Wood,
Glass y Steel. Ja, ja. Eso me gusta. Madera,
vidrio y acero. Se lo construimos como
quiera.
- O
yo podría cambiarme de nombre y ponerme Dick
–apunté–, entonces seríamos Tom, Dick
y Harry.
-
Entre personas bien educadas nunca se pronuncia esa palabra –dijo Harry, fingiendo escandalizarse al oírme decir dick dos veces–. Se dice órgano masculino. En caso necesario,
puede aceptarse la palabra pene. Pero
dick no, Nathan. Eso de picha es muy vulgar.
Me
volví hacia Tom y dije:
-
Debe ser divertido trabajar con un jefe así.
- Ni
un instante de aburrimiento –contestó Tom–. Es lo que
se dice la juerga personificada.
(pp. 64-65)
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