REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


Las benévolas, Jonathan Littell

(Círculo de Lectores, Barcelona, 2007)

 

          «¡Hola! ¿Qué le trae por aquí?» Le expliqué el objeto de mi gestión. «¿Así que al SD le interesa el Cáucaso? ¿Y por qué? ¿Tenemos previsto invadir el Cáucaso?» Puse una expresión tan chasqueada que se echó a reír: «¡Pero no ponga esa cara! Por supuesto que estoy enterado. Y además por eso es por lo que estoy aquí. Soy especialista en lenguas indogermánicas e indoiranias, y tengo también una segunda especialización en lenguas caucásicas. Así que todo cuanto me interesa está allí, aquí se me agota la paciencia. He aprendido el tártaro, pero eso no tiene gran interés. Menos mal que he encontrado buenas obras científicas en la biblioteca. Según vamos avanzando, tengo que organizar una colección científica completa y mandarla a Berlín». Se echó a reír. «Si hubiéramos seguido en paz con Stalin, podríamos haberlas encargado. Nos habría salido bastante caro, pero menos que una invasión.» Un ordenanza trajo agua caliente y Voss sacó el té de un cajón. «¿Azúcar? Por desgracia, no puedo ofrecerle leche.» -«No, gracias.» Preparó dos tazas, me tendió una, se volvió a su silla y se sentó con una pierna levantada y pegada al pecho. El montón de libros le tapaba en parte la cara y cambié de sitio. «Así, ¿qué quiere que le cuente?» -«Todo.» -«¡Todo! Se nota que tiene tiempo.» Sonreí: «Sí, tengo tiempo». -«Estupendo. Empecemos, pues, por las lenguas, ya que soy lingüista. Sabe, seguramente, que los árabes, en el siglo X llamaban al Cáucaso La montaña de las lenguas. Y es exactamente eso. Un fenómeno único. Nadie en realidad está de acuerdo acerca de la cantidad exacta, porque todavía hay discusiones en lo que se refiere a algunos dialectos, sobre todo de Daguestán, pero rondan las cincuenta. Si razonamos pensando en grupos, o en familias de lenguas, tenemos, de entrada, las lenguas indoiranias: el armenio, claro, una lengua espléndida; el osetio, que me interesa muy especialmente; y el tat. No cuento el ruso, por supuesto. Luego están las lenguas turcas, que se escalonan todas ellas por las montañas circundantes: el turco karachai, balkario, nogai y kumiko, al norte; y luego el azerí y el dialecto mesketa al sur. El azerí es la lengua más parecida a la que se habla en Turquía, pero conserva las antiguas aportaciones persas de las que Kemal Ataturk purificó el turco al que llamamos moderno. Por supuesto que todos estos pueblos son los residuos de las hordas turco-mogolas que invadieron la región en el siglo XIII, o restos de migraciones posteriores. Por lo demás, los kanes nogai reinaron mucho tiempo en Crimea. ¿Ha visto su palacio de Bakhchisarai?» -«No, por desgracia. Está en la zona del frente.» -«Es cierto. A mí me dieron un permiso. Los conjuntos trogloditas son extraordinarios también.» Bebió un poco de té. «¿Dónde estábamos? Ah, sí. Luego viene la familia más interesante con mucho, que es la familia caucásica o iberocaucásica. Antes de que diga usted nada: el kartveliano o georgiano no tiene nada que ver con el vasco. Ésa es una idea que se le ocurrió a Humboldt, descanse en paz su gran alma, y que luego otros han recogido, pero cometiendo un error. La palabra ibero se refiere sencillamente al grupo caucásico del sur. Por lo demás, ni siquiera existe seguridad de que esas lenguas tengan relación. Se piensa que sí –es el postulado básico de los lingüistas soviéticos–, pero es genéticamente indemostrable. Como mucho, pueden trazarse subfamilias que sí que tienen una unidad genética. Es casi seguro en lo referido al sur del Cáucaso, es decir, el kartveliano, el svano, el megrelio y el laz. Otro tanto sucede con el caucásico del nordeste, pese a los –soltó algo así como un silbido pastoso muy peculiar– algo desconcertantes de los dialectos abjazes; se trata en realidad, junto con el abaza, el adigués y el kabardino-cherkeso y también el ubijé, que está casi en vías de extinción y no usan ya más que algunos habitantes anatolios, de una lengua única con marcadas variantes dialectales. Lo mismo sucede con el vainaji, que cuenta con varias formas; las principales son el checheno y el ingushe. En cambio, en Daguestán todavía andan las cosas muy confusas. Se han localizado varios conjuntos, como el avar y las lenguas andi, dido o tsez, y las lesguianas, pero hay investigadores que piensan que las lenguas vainaji son de la misma familia, y otros piensan que no; además, dentro de los subgrupos hay muchas controversias, por ejemplo en la relación entre el kubashi y el dargva; o también acerca de la afiliación genética del jinalug, que algunos prefieren considerar como una lengua aislada, lo mismo que el arshi.» Yo no entendía casi nada, pero escuchaba maravillado como iba destilando su especialidad. También su té era estupendo. Por fin le pregunté: «Disculpe, pero ¿sabe todas esas lenguas?». Se echó a reír: «¿Está de guasa? Pero ¿se ha fijado en la edad que tengo? Y además sin trabajar sobre el terreno no se puede hacer nada. No, tengo un conocimiento teórico decente del kartveliano y he estudiado algunos elementos de las demás lenguas, en particular de la familia caucásica del noroeste». -«Y, en total, ¿cuántas lenguas sabe?» Seguía riéndose: «Hablar una lengua no es lo mismo que saber leerla y escribirla; y también es algo diferente conocer su fonología o su morfología con precisión. Volviendo a las lenguas caucásicas del noroeste, o lenguas adigueas, he estudiado sus sistemas consonánticos –pero las vocales las he estudiado mucho menos–, y tengo una idea general de la gramática. Pero sería incapaz de usarlas con sus hablantes. Ahora que si piensa que en la lengua cotidiana pocas veces se usan más de quinientas palabras y se utiliza una gramática bastante rudimentaria, es probable que pueda asimilar por encima cualquier lengua en diez o quince días. Dicho lo cual, todas las lenguas tienen sus dificultades y sus problemas propios, que tienes que estudiar si pretendes dominarla. Puede decirse, si le parece, que a una lengua como objeto científico se acerca uno de forma diferente que a la lengua como herramienta de comunicación. Un chiquillo abjaze de cuatro años será capaz de articular sonidos de tremenda complejidad que yo en la vida podría decir correctamente, como, por ejemplo, series alveolares palatales simples o labializadas, lo que no querrá decir nada en el caso de ese chico, que tiene toda la lengua en la cabeza, pero nunca sabrá analizarla». Se quedó pensativo un rato. «Por ejemplo, miré una vez el sistema consonántico de una lengua del sur del Chad, pero fue sólo para compararlo con el del ubijé. El ubijé es una lengua fascinante. Se trata de una tribu adiguea, o circasiana, como se dice en Europa, que los rusos expulsaron por entero del Cáucaso en 1864. Los supervivientes se afincaron en el imperio otomano, pero la mayoría perdió su lengua para hablar turco y otros dialectos circasianos. El primero que la describió de forma parcial fue un alemán, Adolf Dirr. Era un gran pionero de la descripción de lenguas caucásicas; estudiaba una al año, durante las vacaciones. Por desgracia se quedó bloqueado en Tiflis durante la Gran Guerra, de donde pudo por fin escapar, aunque se quedó sin la mayor parte de sus notas, y entre ellas, sin las del ubijé, que había recopilado en 1913, en Turquía. Publicó lo que le quedaba en 1927 y, pese a todo, fue algo admirable. Luego un francés, Dumézil, puso también manos a la obra y publicó en 1931 una descripción completa. Ahora bien, el ubijé tiene la particularidad de poseer entre ochenta y ochenta y tres consonantes, según la forma en que se las cuente. Durante varios años, se pensó que era el récord mundial. Luego se ha dicho que algunas lenguas del sur del Chad, como el margi, podrían tener más. Pero sigue sin haber resultados concluyentes.»

          Yo había dejado en la mesa la taza de té: «Todo eso es fascinante, Leutnant, pero no me queda más remedio que interesarme por cuestiones más concretas». -«¡Ay, perdón, sí, claro! Lo suyo, en el fondo, es la política de nacionalidades de los soviéticos. Pero ya verá que mis digresiones no han sido inútiles, pues esa política se basa precisamente en la lengua. En tiempos de los zares, todo era mucho más sencillo: después de que los conquistasen, los autóctonos podían hacer todo lo que quisieran más o menos, mientras no metieran jaleo y pagasen los impuestos. A las elites las podían educar en ruso, e incluso podían rusificarse; además determinado número de familias principescas eran de origen caucásico, sobre todo después de que Ivan IV se casara con una princesa kabardina, María Temrukovna. A finales del siglo pasado, los investigadores rusos empezaron a estudiar esos pueblos, sobre todo desde el punto de vista etnológico, y publicaron por entonces trabajos notables, como los de Vselovod Miller, que era también un excelente lingüista. La mayoría de esas obras pueden encontrarse en Alemania, y algunas se tradujeron incluso, pero existen también muchas monografías muy poco conocidas o con tiradas pequeñas que espero encontrar en las bibliotecas de las repúblicas autónomas. Después de la Revolución y de la guerra civil, el poder bolchevique, inspirándose al principio en un escrito de Lenin, fue creando poco a poco una política de nacionalidades totalmente original: Stalin, que, por aquel entonces, era comisario del pueblo para las nacionalidades, desempeñó un primerísimo papel. Aquella política fue una síntesis pasmosa entre, por una parte, unos cuantos trabajos científicos totalmente objetivos, como los de los grandes expertos en el Cáucaso Yakolev o Trubestkoi, y, por otra, una ideología comunista internacionalista que, de entrada, era incapaz de tomar en cuenta el hecho étnico, y, finalmente, la realidad de las relaciones y de las aspiraciones étnicas in situ. La situación soviética puede resumirse como sigue: un pueblo, o una nacionalidad, como dicen ellos, es igual a una lengua más un territorio. Obedeciendo a ese principio fue por lo que intentaron dar a los judíos, que tenían una lengua, el yiddish, pero no tenían territorio, una región autónoma en Extremo Oriente, Birobidjan, pero por lo visto el experimento fracasó y los judíos no quisieron vivir allí. Después, según el peso demográfico de cada nacionalidad, los soviéticos crearon una escala completa de niveles de soberanía administrativa, cada uno de los cuales cuenta con un nivel concreto de derechos y limitaciones. A las nacionalidades más importantes, como los armenios, los georgianos y los sedicentes azeríes, así como los ucranianos y los bielorrusos, les corresponde una SSR, una República Socialista Soviética. En Georgia, incluso la enseñanza universitaria puede cursarse hasta el final en kartveliano y se publican en esa lengua trabajos muy valiosos. Otro tanto sucede con el armenio. Hay que decir que se trata de dos lenguas literarias muy antiguas, con una tradición muy rica y que se escribieron mucho antes que el ruso e incluso que el eslavo antiguo, que Cirilo y Metodio fueron los primeros en poner por escrito. Además, si me permite un paréntesis, Mesrop, que creó a principios del siglo V los alfabetos georgiano y armenio –aunque esas dos lenguas no tienen la mejor relación entre sí– debía de ser un lingüista genial. Su alfabeto georgiano es totalmente fonémico. No puede decirse lo mismo de los alfabetos caucásicos que crearon los lingüistas soviéticos. Cuentan también que Mesrop inventó un alfabeto para el albanés del Cáucaso, pero, por desgracia, no queda ni rastro. Sigamos: tiene usted luego las repúblicas autónomas, como Kabardina-Balkaria, Chechenia-Ingushetia o Daguestán. Los alemanes del Volga también entraban en esa categoría, pero, como sabe, los deportaron a todos y disolvieron esa república. Y, luego, la cosa sigue con los territorios autónomos y república propia, un pueblo tiene que tener obligatoriamente una lengua literaria, es decir, escrita. Ahora bien, dejando aparte el kartveliano, como le acabo de explicar, en tiempos de la revolución ninguna lengua caucásica cumplía esa condición. Cierto es que hubo algunos intentos en el siglo XIX, pero sólo para usos científicos, y existen inscripciones avaras en caracteres árabes, que se remontan al siglo X o al XI, pero nada más. Y en eso fue en lo que los lingüistas soviéticos hicieron un trabajo tremendo, colosal: crearon alfabetos basándose al principio en los caracteres latinos, luego, cirílicos, para once lenguas caucásicas, y también para muchas lenguas turcas, entre ellas, lenguas siberianas. Desde luego que son unos alfabetos muy criticables desde un punto de vista técnico. El cirílico encaja mal con esas lenguas: hubieran sido más oportunos caracteres latinos modificados, como los que se probaron en los años veinte, o incluso el alfabeto árabe. Por lo demás, hicieron una excepción curiosa con el abjaze, que se escribe ahora con un alfabeto georgiano modificado; pero seguro que no es por razones técnicas. El paso obligatorio al cirílico acarreó contorsiones bastante grotescas, como el uso de signos diacríticos y dígrafos, de trígrafos e incluso de un tetrágrafo en kabardino para representar la plosiva muda aspirada labializada uvular.»

(pp. 218-224)

 

 

Pedí café y coñac: nos trajeron también unos pastelitos de limón; el coñac era de Daguestán y parecía aún más dulce que el armenio, pero entonaba bien con los pasteles y con mi buen humor. «¿Qué tal van sus trabajos?», le pregunté a Voss. Se rió: «Sigo sin encontrar a alguien que hable ubijé; pero voy haciendo considerables progresos en kabardino. Lo que estoy esperando de verdad es a que tomen Oryonikidze». -«¿Y eso por qué?» -«Ah, pues ya le he explicado que las lenguas caucásicas no son sino mi segunda especialidad. Lo que me interesa de verdad son las llamadas lenguas indogermánicas y, más en concreto, las lenguas de origen iranio. Ahora bien, el osetio es una lengua irania particularmente fascinante.» -«¿En qué?» -«Piense en la situación geográfica de Osetia; todos los demás hablantes no caucásicos están en los alrededores o en las estribaciones del Cáucaso, pero ellos dividen el macizo en dos, precisamente a la altura del paso más accesible, el de Darial, en donde los rusos construyeron su Voennaia doroga desde Tiflis hasta Oryonikidze, la antigua Vladikavkaz. Aunque esas gentes adoptaron la ropa y las costumbres de sus vecinos montañeses, se trata claramente de una invasión tardía. Hay motivos para pensar que esos osetios u osetos descienden de los alanos y, en consecuencia, de los escitas; si fuera cierto, su lengua sería un rastro arqueológico vivo de la lengua escita. Y hay algo más: Dumézil editó en 1930 una recopilación de leyendas osetias referidas a un pueblo fabuloso, semidivino, a cuyos miembros llaman los nartas. Ahora bien, Dumézil supone también una conexión entre esas leyendas y la religión escita tal y como nos la refiere Heródoto. Los investigadores rusos llevan estudiando este asunto desde finales del siglo pasado; la biblioteca y los institutos de Oryonikidze deben de estar repletos hasta arriba de materiales extraordinarios e inaccesibles desde Europa. Que no lo quemen todo durante el asalto es cuanto espero.» -«En resumidas cuentas, si lo he entendido bien, esos osetios son algo así como un urvolk, uno de esos primigenios pueblos arios.» -«Primigenio es una palabra que se usa mucho y mal. Digamos que su lengua tiene un carácter arcaico interesantísimo desde el punto de vista de la ciencia.» -«¿A qué se refiere cuando habla de la noción de primigenio?» Voss se encogió de hombros: «Eso de primigenio es más una obsesión impalpable, una pretensión psicológica o política, que un concepto científico. Tomemos el alemán, por ejemplo: durante siglos, e incluso anteriormente a Martín Lutero, se tuvo la pretensión de que era una lengua primigenia so pretexto de que no recurría a raíces de origen extranjero, a diferencia de las lenguas latinas, con las que se la comparaba. Algunos teólogos llevaban incluso el delirio hasta asegurar que el alemán podría haber sido la lengua de Adán y Eva y que de ella se derivó el hebreo más adelante. Pero se trata de una pretensión totalmente ilusoria, pues incluso aunque las raíces fueran “autóctonas” –en realidad todas ellas proceden directamente de las lenguas de los nómadas indoeuropeos–, nuestra gramática, en cambio, obedece por completo a la estructura del latín. No obstante, nuestro conjunto de imágenes culturales lleva una huella muy honda de esas ideas debido a la particularidad que tiene el alemán, frente a las demás lenguas europeas, de autogeneración, como quien dice, del vocabulario. Es un hecho que todos los niños alemanes de ocho años saben todas las raíces de nuestra lengua y pueden descomponer y entender cualquier palabra, incluso las más eruditas, lo que no le sucede a un niño francés, por ejemplo, que tardará mucho en aprender las palabras “difíciles” derivadas del griego y del latín. Y, por cierto, eso es algo que repercute muchísimo en el concepto que tenemos de nosotros mismos: Deutschland es el único país de Europa que no tiene designación geográfica, que no lleva en sí el nombre de un sitio o de un pueblo, como los anglos o los francos; es el país del “pueblo propiamente dicho”; deutsch es una forma adjetiva del alemán antiguo tuits, “pueblo”. Por eso mismo ninguno de nuestros vecinos nos llama igual: allemands, germans, duits, tedeschi en italiano, que también viene de tuits, niemtsy aquí en Rusia, que quiere decir precisamente “los mudos”, los que no saben hablar, que es lo mismo que ocurre con bárbaros, en griego. Y toda nuestra ideología racial y völkisch de ahora mismo se edificó hasta cierto punto sobre los cimientos de esas antiquísimas pretensiones alemanas que, debo añadir, no son algo exclusivo nuestro: Gropius Becanus, un autor flamenco, afirmaba en 1569 otro tanto del neerlandés, que comparaba con lo que él llamaba las lenguas primigenias del Cáucaso, vagina de los pueblos». Rió alegremente. Me habría gustado seguir la charla, sobre todo en lo tocante a las teorías raciales, pero Voss ya se estaba poniendo de pie: «Tengo que volver. ¿Quiere cenar con Oberländer si no tiene otro compromiso?» -«Con mucho gusto.» -«¿Quedamos en el casino? A eso de las ocho.» Bajó a toda prisa la escalera. Volví a sentarme y miré a los viejos que jugaban al ajedrez. Iba entrando el otoño: el sol se metía ya por detrás del Mashuk, tiñendo su cresta de rosa y dejando, más abajo, en el bulevar, reflejos anaranjados entre los árboles e incluso en los cristales de las ventanas y en el enlucido gris de las fachadas.

(pp. 275-277)

 

 

          Las palabras me preocupaban. Ya me había preguntado en qué medida las diferencias entre alemanes y rusos –en lo tocante a las reacciones ante las matanzas masivas, que habían acabado por obligarnos a cambiar de sistema para atenuar los efectos, por así decirlo, mientras que a los rusos, incluso después de un cuarto de siglo, no parecían afectarles en absoluto– podían depender de las diferencias de vocabulario: a fin de cuentas, la palabra Tod tiene la rigidez de un cadáver ya frío, limpio, casi abstracto, y apunta, en cualquier caso, a lo posterior a la muerte, mientras que smiert, la palabra rusa, es pesada y sebosa como el hecho mismo. ¿Y qué pasa con el francés? Esa lengua, para mí, seguía pagando el tributo de la feminización latina de la muerte: ¡qué diferencia, bien pensado, entre la Mort y todas las imágenes casi cálidas y tiernas que evoca y la terrible Thanatos de los griegos! Los alemanes al menos habían preservado el masculino (smiert, dicho sea de paso, es también un femenino). Allí, bajo la luz del verano, pensaba en aquella decisión que habíamos tomado, en aquella idea extraordinaria de matar a todos los judíos, fueren quienes fueren, jóvenes o viejos, buenos o malos, de destruir el judaísmo destruyendo a quienes lo portaban en sí, una decisión bautizada con el nombre, bien conocido ya, de Endlösung: la «Solución Final». ¡Pero qué hermosa palabra! No obstante, no siempre había sido sinónimo de exterminio; desde el primer momento se pedía para los judíos una Endlösung o una völlige Lösung (una solución completa) o también una allgemeine Lösung (una solución general) y, según las épocas, aquello quería decir exclusión de la vida pública, exclusión de la vida económica y, por fin, emigración. Y, poco a poco, el significado se había ido deslizando hacia el abismo, pero sin que cambiara el significante, y era casi como si aquel significado definitivo hubiera estado vivo siempre en el corazón de la palabra y su peso, su densidad desmesurada, hubiera atrapado y atraído el hecho hasta aquel agujero negro de la mente, hasta la singularidad: y entonces habíamos cruzado el horizonte de los acontecimientos a partir del cual está el punto de no retorno. Aún creemos en las ideas, aún creemos en los conceptos, aún creemos que las palabras se refieren a ideas, pero no es forzosamente cierto, quizá no hay ideas en realidad, quizá en realidad no hay más que palabras, y el peso propio de las palabras. Y quizá era así como habíamos dejado que nos arrastrara una palabra y su condición de inevitable. ¿No hubo, pues, sino palabras en aquella lengua nuestra tan peculiar, sólo esa palabra, Endlösung, y su catarata de hermosura? Pues, en verdad, ¿cómo resistirse a la seducción de esa palabra? Hubiera sido tan inconcebible como resistirse a la palabra obedecer, a la palabra servir, a la palabra ley. Y ésa era quizá, en el fondo, la razón de ser de nuestra Sprachregelungen, bastante transparentes, por cierto, desde el punto de vista del camuflaje (Tarnjargon), pero útiles para mantener a quienes usaban esas palabras y esas expresiones –Sonderbehandlung (tratamiento especial), abtransportiert (trasladado más allá), entsprechend behandelt (con el trato adecuado), Wohnsitzverlegung (cambio de domicilio), o Executivmassnahmen (medidas ejecutivas)– entre las aceradas púas de su abstracción. Aquella tendencia se extendía a toda nuestra lengua burocrática, nuestra bürokratisches Amtsdeutsch, como decía mi colega Eichmann: en la correspondencia, en los discursos también, predominaban las voces pasivas, «ha quedado determinado que…», «los judíos han sido trasladados a las medidas especiales», «ha sido cumplida esta difícil tarea», y, de esta forma, las cosas se hacían solas, nadie hacía nunca nada, nadie actuaba, eran actos sin actores, algo que siempre resulta tranquilizador, y, visto de cierta forma, no eran ni siquiera actos pues, por el uso que nuestra lengua nacionalsocialista daba a ciertos sustantivos, conseguíamos, si no eliminar por completo los verbos, al menos reducirlos al estado de apéndices inútiles (aunque decorativos sin embargo) y así era posible incluso prescindir de la acción; sólo había hechos, realidades en estado bruto, ora presentes ya, ora a la espera de la inevitable consumación, tales como Einsatz, o Einbruch (el avance), Verwertung (la utilización), Entpolonisierung (la despolonización), Ausrottung (el exterminio), pero también, en sentido contrario, Versteppung, la «estepización» de Europa por obra de las hordas bolcheviques que, en oposición a Atila, arrasaban la civilización para que volvieran a crecer rábanos picantes. Man lebt in seiner Spracht, escribió Hanns Johst, uno de nuestros mejores poetas nacionalsocialistas: «El hombre mora en su lengua». Tengo la seguridad de que Voss no habría dicho lo contrario.

(pp. 636-638)