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HISTORIAS DE MUJERES. TESTIMONIOS DE
EXCOMBATIENTES DEL CONFLICTO ARMADO COLOMBIANO
(Universidad
de Granada)
RESUMEN
El siguiente ensayo trata de abordar
el análisis de textos sobre la vida de mujeres ex combatientes que han ofrecido
su voz y su experiencia personal a la creación de un corpus literario-periodístico
que viene, fundamentalmente, a resemantizar los
procesos históricos que han regido el conflicto armado colombiano en las
últimas décadas. La finalidad de este discurso es la de situar a la mujer en
una posición merecida desde el punto de vista de la historia y evitar que su
papel en los procesos de guerra y paz queden silenciados. Concretamente
estudiaremos algunos testimonios de ex guerrilleras contenidos en las obras de Elvira
Sánchez – Blake, Patria
se escribe con sangre y Patricia Lara, Las
mujeres en la guerra.
Palabras
clave: Violencia en Colombia,
Mujeres ex combatientes, Memoria y Mujer, Patricia Lara, Elvira Sánchez-Blake, Testimonio.
ABSTRACT
The present essay
proposes an analysis of several works about ex-guerrilla women. These women,
with the help of journalists and writers, reveal a new perspective of the
historical processes in
Keywords: Colombian Violence, Women Ex-guerrilla, Memory and Women, Patricia Lara, Elvira
Sánchez-Blake, Testimonio.
Tener los testimonios directos de la gente que
vivió en una y otra época y no de las grandes figuras, sino de la gente común y
corriente, es poder reconstruir desde la cotidianidad, desde lo pequeño, desde
el mundo de lo privado lo que fue la historia, la época, sus imaginarios, sus
convicciones, su cultura, sus prohibiciones, la cultura, sus trasgresiones. Eso
nos permite reconstruir la historia como país y como cultura. Por eso es
importante no perder la memoria.
(María Eugenia Vásquez. Patria
se escribe con Sangre[1])
1. La
violencia en Colombia. Contextualización histórica
Desde el inicio de su historia bélica, Colombia ha
destacado, fundamentalmente, por la lucha bipartidista de los clanes
oligárquicos la cual ha dado lugar a un sinfín de guerras civiles y a un flujo
incesante de férreas dictaduras. Destacó por su dureza el período de
enfrentamientos fratricidas que tuvo lugar a lo largo de todo el siglo XIX.
Estas guerras estuvieron motivadas por las
ambiciones políticas de los líderes de los dos partidos existentes que veían en
la lucha armada el medio más eficaz para perpetuarse en el poder. La caótica
situación desembocó en la, llamada, Guerra de los Mil Días (1899 – 1902), uno
de los acontecimientos, sin duda, más cruentos de la historia del país, que se
saldó con unos cien mil muertos en una población estimada en cuatro millones de
habitantes.
El segundo de los grandes problemas a los que se ha
enfrentado la sociedad colombiana ha sido el terrible desnivel económico entre
clases el cual se materializa, esencialmente, en la desigual distribución de
las tierras y en un sistema de semiesclavitud que se ha generado mediante el
cultivo de éstas por parte de los campesinos.
Estas coyunturas han ido mermando progresivamente
las libertades del pueblo y creando tensiones sociales que han sido la causa
más directa de los conflictos que reinan el periodo actual. La creación del
Frente Nacional[2]
(1948 – 1954) acabará con la lucha partidista, pero será el responsable de una
nueva problemática: la lucha de clases (Calvo Ospina,
2008: 77), que a su vez, ocasionará la formación de unidades en las humildes
zonas rurales apoyadas por el partido comunista. Será, éste, el comienzo de las
primeras guerrillas que tomarán forma a través de tres grupos fundamentales:
Las FARC, el ELN y El Movimiento 19 de abril[3].
El gobierno, ante tales acontecimientos, reaccionó
dando lugar a una progresiva militarización del país fuertemente oprimido por
las Fuerzas Armadas. Con el fin de eliminar a las guerrillas se produce el
nacimiento de los primeros movimientos paramilitares. Igualmente se produjeron
detenciones masivas, aumentaron cuantiosamente las penas y se practicó de forma
indiscriminada la tortura por parte de las fuerzas oficialistas como método
legítimo en las investigaciones policiales. Muchos han calificado esta
situación de «Terrorismo de Estado» (Calvo Ospina
2008: 133).
Asistimos a una fase en la que el país estaba
sumergido en
Así, como podemos evidenciar a partir de esta contextualización, nos estamos refiriendo a un país asolado
por los conflictos, por la guerra y por la sangre; a un territorio cuyos
protagonistas han tenido que lidiar con el terror, el desgarro y el dolor que
supone enfrentarse a coyunturas históricas marcadas por luchas y desigualdades.
Identificar a Colombia con la violencia supone, no obstante, un error, así como
elevar esta última a la categoría de máxima representante de la estructura
histórica, política y social del país. Esta consideración implicaría hacer caso
omiso a sus facetas más amables, a su rica vertiente cultural y a la
complejidad intelectual de sus mayores representantes.
No podemos negar, no obstante, que la violencia ha
marcado el devenir histórico del país y como consecuencia hayan ido apareciendo
en el panorama nacional otros problemas, colaterales o derivados de ésta, en
cualquier caso no menos importantes, que han hecho que los ánimos de su
sociedad se tiñan de oscuro y que muchos sectores de la misma se vean sumidos
en el interior de un profundo sentimiento de opresión.
La coexistencia de la violencia con la impunidad,
la corrupción, el desequilibrio económico, las diferencias entre clases, el
despojo de tierras y los desplazamientos forzosos, entre otros; ha venido a
lacerar el sistema al que nos referimos y ha supuesto para la nación lacras
irresolubles que marcan el inconsciente colectivo y que constituyen heridas
difíciles de cerrar por quienes las sufren.
Sin embargo, los análisis sobre la significación
política y social de la violencia en Colombia corren el riesgo de quedar
obsoletos si los estudiosos de la temática no dan un paso adelante. María
Teresa Uribe de Hincapié, en la presentación del libro de Alonso Salazar
refleja esta idea en la siguiente intervención:
Cómo es posible que en
este país de violentólogos, criminólogos y expertos
en ciencias políticas, donde los análisis y las interpretaciones sobre el tema
[...] retoñan como los hongos después de la lluvia, sepamos tan poco sobre lo
que ha significado para los hombres y las mujeres de estos tiempos nublados
convivir, confrontarse, ejercer, controlar o juzgar la violencia. Sabemos con
detalles cuántos muertos ocurren cada día, la contabilidad es casi perfecta;
nos informan también de los lugares donde fallecieron a manos de sus semejantes
y hasta el arma que usaron para arrebatarles la vida; no faltan las categorías
analíticas para pensar e interpretar la violencia [...]. Conocemos bien su
estructura, las formas organizativas a través de las cuales se actúa [...] En
fin, poseemos un saber sobre la violencia colombiana, sujeto a los más
prístinos dictámenes de la madre ciencia: La objetividad, la verificación, la
cuantificación y la generalización entre otras, pero ¿qué sabemos de su
acciones y el sentido de sus vidas? ¿Qué sabemos de la manera única, particular
e irrepetible como asumieron sus dramas cotidianos? ¿qué conocemos de esas
existencias [...] cruzadas por la ternura y la rudeza; por afectos intensos y
odios pertinaces, por sueños de vida y muerte, por actos heroicos y por
mezquindades? (Salazar, 1993: 13 - 14; Presentación del libro por Teresa Uribe
de Hincapié)
Que Colombia ha estado marcada por la violencia es
un hecho irrevocable, pero, ¿de qué manera podríamos ofrecer una visión del
país más variada y plural, sin perder de vista los conflictivos procesos
históricos a los que se ha enfrentado y, por consiguiente, sin dejar a un lado
el sufrimiento físico y psicológico de su población? Durante años, los análisis
sobre la realidad social del país han estado enfocados a ofrecer visiones fundamentadas
en estructuras y puntos de vista meramente empíricos.
La tendencia tradicional de los estudiosos ha
estado encaminada a tratar la materia por medio de una reflexión sobre los
episodios nacionales más relevantes desde el discurso tradicional de la
historia. La labor sería, entonces, tratar de abordar en estos estudios ya no
solo los datos más ecuánimes y objetivos, sino realizar una valoración de las
consecuencias actuales de la violencia y los demás conflictos sociopolíticos de
la nación que siguen acarreando dolor, recuerdo y malestar.
Con todo esto, tratamos de acercarnos al concepto
de memoria[5], entendido éste, como un
proceso de recuperación de las historias individuales de las víctimas y
dotarlas de la importancia y el sentido que en otros contextos se les ha
negado. Se trata de un acercamiento a la cara más íntima de los procesos
históricos traumáticos y de un “reconocimiento de la singularidad presente en
cada daño causado”.
En este trabajo, concretamente, hacemos referencia
a la memoria de mujeres que han asistido en primera persona a los episodios
violentos más cruentos de la nación. Hablamos de combatientes y excombatientes
colombianas cuyas voces han sufrido un olvido injusto en los procesos de guerra
y paz y que con la escritura de sus testimonios han creado el instrumento
perfecto para la lucha por conseguir su espacio y terminar con el
silenciamiento al que se han visto sometidas.
A partir de aquí, trataríamos, pues, de restringir
las interpretaciones más generalistas sobre la
violencia en cuanto a esta temática, así como aquellas con sentido universal
para dejar paso a lo concreto, a cada una de las historias particulares, a cada
una de las voces oprimidas, y a cada uno de los universos personales sesgados
por el sufrimiento o por el despojo de su identidad. Equiparar la violencia con
el rastreo de la memoria y llevar a cabo una resemantización
del recuerdo de la vida de los protagonistas que han padecido de alguna manera
las consecuencias del conflicto armado, podría ser el primer paso para la
constitución de una nueva imagen del país, más abierta y polivalente que la
hasta ahora elaborada (Verón Ospina,
2011).
2. La presencia de la mujer en la historia colombiana
No debemos obviar que han sido los grupos
marginales aquellos que de manera más injusta han sufrido las consecuencias de
los desbarajustes sociopolíticos y entre ellos, especialmente, las mujeres que
desde los tiempos más remotos se han visto envueltas en una doble violencia: la
propia del complejo contexto nacional al que se enfrentan, y aquella derivada
de las desventajas que conlleva su género. Ser mujer, y más aún, ser mujer
pobre en Colombia, ha supuesto un gran handicap para
el desarrollo personal y ha hecho que éstas tengan que ingeniárselas e invertir
el triple de esfuerzo que sus semejantes masculinos para poder sobrevivir,
salir adelante o para encontrar su lugar en la compleja realidad a la que les
ha tocado enfrentarse.
Las mujeres han ocupado desde los orígenes más
remotos del conflicto armado colombiano un papel protagonista en el contexto
social y político del país, constituyendo un elemento esencial tanto a nivel
activo como pasivo. Han formado parte como agente de los movimientos bélicos
existentes en Colombia, a la vez que se han convertido en víctimas, ya sea de
la violencia sexual, en desplazadas, en huérfanas, en viudas o en madres de
asesinados y secuestrados.
Sin embargo, a pesar de su relevancia y su
presencia, la figura femenina se ha visto eclipsada a lo largo de la historia
por el discurso llevado a cabo por el sexo dominante y por la prominencia de
los roles del hombre en los diferentes aspectos de la vida sociopolítica.
La figura de la mujer en Colombia, al igual que en
muchas otras sociedades, se ha visto inmiscuida en el interior de una
idiosincrasia machista, esto es, las mujeres han asistido a la construcción de
una cultura fuertemente patriarcal en la que han sido relegadas a una posición
secundaria. Han sido víctimas, por tanto, de diferentes maneras de opresión y
discriminación por su condición sexual (Velásquez Toro, 1989: 9-10).
El cambio más importante en cuanto a esta realidad
tiene como punto de partida el año 1957, momento en el que a la mujer se le
otorga voz y adquiere la posibilidad de una mayor participación en la vida
nacional mediante la aprobación del sufragio universal. A partir de aquí la
sociedad colombiana se fue encaminando hacia la igualdad, hacia el desmonte de
la adscripción de las mujeres a sus funciones tradicionales de madre y esposa,
y hacia la progresiva participación de éstas en política, educación e incluso
en la lucha guerrillera ocupando cargos que, aunque silenciados, han sido
fundamentales para el desarrollo del país[6].
Las mujeres se han posicionado de maneras
diferentes con respecto a la violencia. De esta manera, la guerra ha sido
sufrida por los sectores femeninos de todas y cada una de las clases sociales
que conforman el país; desde mujeres negras, indígenas y campesinas hasta
representantes de la alta burguesía.
La conclusión a la que pretendemos llegar con este
análisis es que el sector femenino ha estado muy presente en el devenir
histórico nacional a pesar de la anulación a la que se ha visto sometido. Como
señala Jorge Orlando Melo “las mujeres son la mitad
del país, pero apenas aparecen ocasionalmente en los libros históricos [….] ha
sido la sociedad colombiana en su historia misma la que la ha colocado en una
posición subordinada” (Melo, 1989: 7).
Así, el objetivo de nuestra investigación se centra
en dar voz a un colectivo, en muchas ocasiones, marginado y relegado a una
posición secundaria; en elaborar un estudio referido a este sector social que
dé cuenta de cómo las mujeres colombianas viven, comprenden y exteriorizan la
experiencia de la guerra.
La mujer y el resto de sociedades marginales y
oprimidas en Colombia han tenido que luchar para poder definir su lugar en el
mundo. De esta manera, para poder manifestar su verdad y su interioridad, así
como para reafirmar que han tenido un papel activo en el desarrollo político,
histórico y social de la nación, estos grupos sociales han debido buscar y
crear un cauce adecuado para poder dar paso a sus historias de vida.
3. El testimonio como cauce de expresión de voces silenciadas
En las últimas décadas, todo un caudal literario ha
brotado de las plumas de grupos sociales subalternos que han luchado para
incorporarse en el marco oficial de los discursos históricos, políticos,
sociales y culturales. Narrativa, lírica y teatro han constituido formas de
expresión adecuadas a la problemática de dichos sectores marginales en relación
con el desarrollo de la nación. Sin embargo, al igual que ocurre con el grupo
social que nos atañe, la mayor parte de las voces que han tratado de emerger de
esta oscuridad que les ha sido impuesta, han visto en el testimonio y sus
variantes el método más acertado, por sus características, para dar paso a sus
narraciones personales. La flexibilidad que ofrecen los textos propios de la
no-ficción hace de éstos un instrumento ideal para la expresión de ciertos
sujetos que tratan de inscribir sus experiencias en el discurso oficial del
país en el que han nacido.
George Yúdice entiende del
testimonio “una relectura cultural como una historia viviente y una profesión
de fe en las luchas de los oprimidos” (Citado por Zimmerman,
1992: 233). Es un género caracterizado por presentar una forma de creación
literaria desde la alteridad. Sería una literatura “otra”, diferente a la
canónica y situada fuera de los márgenes del discurso escritural
tradicional. Su finalidad fundamental, y la pretensión máxima de los que la
utilizan, se basa en la necesidad de hacer nacer una nueva línea discursiva que
camine paralela al canon preestablecido por las figuras hegemónicas de poder.
De esta manera, volviendo a la mujer colombiana, no
es de extrañar que participantes en las guerras y en los movimientos
subversivos hayan acudido a estos formatos discursivos para expresar sus
experiencias y la reflexión acerca de su identidad.
El género testimonial es un tipo de discurso
característico especialmente de América Latina. Si la literatura tiende a
emerger como un reflejo de la realidad social en la que se forma no es extraño,
por tanto, que un contexto de profundos conflictos históricos, sociales y
políticos, de crisis de todo tipo, de dictaduras, gobiernos militares, y de grupos
guerrilleros revolucionarios, segregue todo un caudal de textos encaminados a
plasmar y a «dar testimonio» de todos estos movimientos opresores que atentan
directamente contra los derechos humanos (García, 2003: 19-20).
Se convierte, por tanto, en un discurso por parte
de los grupos reprimidos y afectados por estos duros sistemas de gobierno que,
ante la experiencia de ver su idiosincrasia distorsionada y su esencia
desvirtuada, tratan de ofrecer una nueva visión de lo que para ellos ha sido su
historia, como parte de
Precisamente este crítico, en la introducción al
número 18 de
Son muchos y muy discutidos los rasgos definitorios
del testimonio. A caballo entre el periodismo, el discurso de la historia, la
antropología y la literatura, hace frontera con géneros como la biografía, la
autobiografía o las historias de vida. De esta manera, teniendo en cuenta tanto
la cantidad de formas a la hora de denominarlo como la diversidad de sus muchas
variantes[8], podemos considerar como
la principal de sus características[9] el maridaje que se produce
entre un sujeto oprimido, en gran parte de los casos, iletrado, y entre un
intelectual. Éste último, llevando a cabo un acto de solidaridad, se interesa
por la historia personal del sujeto que ha sido tiranizado de algún modo y le
presta su ayuda y sus conocimientos para dar forma a sus vivencias de manera
que éstas puedan adquirir voz, firmeza y autoridad. Esta historia, actuando metonímicamente[10], pasaría a representar no
solamente al sujeto que presta sus vivencias, sino a todo un grupo social.
Por esto, el testimonio viene a cumplir una
pretensión colectiva consistente en deconstruir la
historia oficial, llevada a cabo desde un discurso monolítico, y a dar paso a
otra historia que, en algún momento, pudiera llegar a adquirir la categoría de
“hegemónica” (Achugar, 1992: 52).
Hugo Achugar, en su
estudio “Historias paralelas / ejemplares: La historia y la voz del otro”,
entiende el testimonio como un discurso capaz de “respetar las identidades
Otras”. Esta “Historia alternativa” se haría posible a través de la palabra de
los vencidos, de los “excluidos” que, gracias a sus experiencias individuales
hacen esfuerzos por acceder al espacio discursivo oficial (Achugar,
1992: 62).
Siguiendo la estela iniciada por Rigoberta Menchú y Elisabeth Burgos y de toda la producción testimonial que
aparece en América Latina a partir de la segunda mitad de los años sesenta,
vemos como van apareciendo en el contexto colombiano toda una serie de
intelectuales y textos con estas características narrativas que presentan la
finalidad fundamental de abrir paso a las voces reprimidas por el contexto de
violencia que ahoga al país.
4. Escritura femenina: autobiografías, historias de vida y
literatura testimonial
Ahora bien, ¿de qué manera relacionamos la
escritura testimonial con la escritura femenina? ¿A qué conflictos se enfrentan
las mujeres que utilizan el cauce del testimonio para expresar su realidad?
¿Qué logros consiguen con ello? ¿Hay diferencias entre los relatos
testimoniales creados por hombres y aquellos creados por mujeres?
La respuesta a estos interrogantes nos lleva a
poder aunar, por un lado, la problemática existente en cuanto a la escritura
por parte de mujeres, sus características y pretensiones así como los problemas
editoriales para las mujeres en Colombia y, por otro lado, la necesidad de
éstas de ofrecer su voz y su experiencia como método de afirmación de sus
individualidades.
La escritura femenina ha contado para su desarrollo
con enormes conflictos en todos y cada uno de los contextos literarios. Si nos
circunscribimos al ámbito colombiano y tenemos en cuenta el eclipsamiento
que ha sufrido cualquier escritor que haya coincidido temporalmente o no, con
Gabriel García Márquez, podemos hacernos una idea de la dificultad que entraña
poder publicar, más aun tratándose de mujeres (Capote Díaz, 2011: 97). Sin
embargo, éstas han ido adquiriendo conciencia progresivamente y han ido
luchando por abrir la veta a textos escritos por ellas, cuyo contenido hiciera
referencia a universos femeninos.
A partir de los años sesenta aproximadamente,
momento en el que la mujer comienza a ganar cada vez más presencia en la vida
nacional[11], van a ir apareciendo
toda una serie de publicaciones encaminadas a promover la inserción de dicho
colectivo en los procesos históricos y a buscar el reconocimiento de sus
acciones en la estructura política, social y cultural del país. Para ello han
hecho frente a la dificultad que supone adaptar a sus necesidades y a sus
especificidades de escritura, cauces de expresión que tradicionalmente habían
sido utilizados por el discurso tradicional falocéntrico.
Concretamente, la escritura de la historia, la biografía, la autobiografía y,
por ende, el testimonio, son modelos de expresión que han sido utilizados
comúnmente por plumas masculinas; tipologías textuales que, durante décadas,
han estado al servicio del hombre (Castro Lee, 2000: 360).
Mucho se está investigando en los foros actuales de
debate sobre excombatientes que deciden escribir su historia y sobre mujeres
que han formado parte de los procesos de paz. Un gran sector de la crítica
contemporánea dedica sus esfuerzos a abrirles el paso a través de toda una
multitud de estudios en cuyo centro neurálgico operan los conceptos de paz,
conflicto y género.
Las mujeres, a través de diferentes formas
discursivas, se han esforzado por dibujar su propia perspectiva sobre la
realidad nacional colombiana y más concretamente sobre el conflicto histórico y
social en el que ellas y el resto de su sociedad se han visto inmiscuidas desde
hace décadas. Mujeres guerrilleras y paramilitares, partícipes de las guerras,
espectadoras y víctimas han trabajado para aportar sus experiencias y su
denuncia particular al conjunto de voces que conforman la historia.
Es, por tanto, un serio desacierto creer que el
sector femenino ha estado ajeno a este proceso de representación de la nación,
pues de ningún modo se trata de que las mujeres no se hayan pronunciado a este
respecto. Debido a que este colectivo, desde las épocas más remotas, no ha
formado parte de los discursos oficiales de poder, ya que pertenece a un grupo
marginal, “diferente” y “alternativo”, la voz femenina ha sido ignorada,
silenciada y enterrada en la gran mayoría de los casos.
Como señala Carmiña Navia
Velasco en su obra Guerra y Paz en Colombia: las mujeres escriben,
para llevar a cabo esta resignificación de la historia, las mujeres se han
visto obligadas a crear sus propios cauces de acción, ya que era ineficaz
utilizar aquellos que la impronta masculina había construido para llevar a cabo
su labor (Velasco Navia, 2005: 14). Así, por una
parte, encontramos textos forjados a través de un discurso claramente literario
o ficcional, en el que la guerra y el conflicto
armado colombiano son una realidad más en el relato que, en la mayoría de los
casos lo envuelve todo, pero que no se configura como la única y principal
temática. Hacemos frente, también, a textos que tienen la finalidad casi
exclusiva de ofrecer testimonio de una realidad conflictiva que presiona y
reprime a las mujeres que forman parte de éste, pero que no por esto, carecen
de rasgos literarios y/o ficcionales (Velasco Navia, 2005: 101). Fructifican asimismo una gran cantidad
de textos propiamente periodísticos o investigativos que sí que carecen
taxativamente del elemento ficcional y otros que han
tenido mucha tirada en los últimos tiempos y que consisten en la realización,
por parte de periodistas, de entrevistas, reportajes y reconstrucciones de
voces que, generalmente, pertenecen a víctimas del sistema sociopolítico al que
se ven sometidas. Esto último es lo que se ha denominado como “periodismo
literario” (Velasco Navia, 2005: 69) y constituye la
modalidad discursiva en la que nos centraremos en este trabajo.
4.1.
Mujeres en la guerra. Un acercamiento a las
historias de vida de excombatientes colombianas.
Como venimos apuntando a lo largo de todo el
ensayo, en la última década han salido a la luz diferentes investigaciones por
parte de intelectuales que han dedicado sus esfuerzos a la construcción de un
canal adecuado para que las mujeres oprimidas por el conflicto armado
colombiano tengan la oportunidad de contar su experiencia, su vida y su
relación con la historia. Para el estudio de esta cuestión, partimos del
análisis de dos de las obras más relevantes de este tipo de discurso de las
autoras Patricia Lara y Elvira Sánchez-Blake
tituladas Las mujeres en la guerra y Patria se escribe con sangre,
respectivamente.
Las obras presentan diferentes testimonios de
mujeres que han sido afectadas por la violencia a nivel pasivo o han sido
partícipes de guerras, pero por cuestiones obvias de extensión, nos centraremos
en aquellos testimonios que pertenecen a mujeres ex combatientes que han
formado parte de algunos de los movimientos insurgentes más importantes de la
historia nacional colombiana. A partir de éstos trataremos de ver de qué manera
sienten las mujeres la guerra y la revolución, cómo valoran su esencia y su
feminidad en la lucha y en definitiva de qué manera llevan a cabo su particular
lucha por la supervivencia.
En el año 2000 el Premio Planeta de Periodismo se
destinó a una de las obras más representativas del periodismo literario
colombiano de aquellas catalogadas como Historias de Vida. Patricia Lara Salive
se alza con el galardón por su trabajo Las mujeres en la guerra. Se
trata de un conjunto de pequeños relatos biográficos de mujeres que de una
manera o de otra han sufrido la guerra y la violencia colombiana. Ese mismo
año, Elvira Sánchez-Blake publica su obra Patria
se escribe con sangre, un compendio de dos testimonios, precedidos por un
amplio estudio crítico, realizados a dos mujeres colombianas que han vivido la
guerra colombiana en primera persona.
Las historias de vida pueden considerarse como un
género a caballo entre el periodismo y la literatura. Con rasgos definitorios
propios de la entrevista, el reportaje y con elementos claramente obtenidos del
testimonio se caracterizan por mostrar a través de pocas páginas, por lo
general, un episodios o aspecto concreto de la vida de un personaje o
protagonista que ve la luz a través de la mediación de un periodista que se
encarga de trasvasar la historia del canal oral al canal escrito(Velasco Navia, 2005: 17-18), así como ofrecer un desarrollo de la
misma a través de una estructura y un formato previamente estudiados y
establecidos.
Este género ha sido llevado a cabo de manera
bastante fluida a partir de la década de los noventa, momento de gran
efervescencia del conflicto armado colombiano. Se trata de un cauce muy
propicio para expresar una historia personal de manera concisa, ágil y directa,
así, que escritores como Alonso Salazar[12], Elvira Sánchez Blake, Patricia Lara, Silvia Galvis
o Constanza Ardila han hecho uso del mismo para dar
lugar a una nueva representación de la manera en la que las mujeres colombianas
sufren en su cuerpo la experiencia de la violencia.
De esta manera, vemos cómo la particularidad de las
obras de Blake y Lara consiste en el hecho de actuar
de mediadoras letradas con sus testimoniantes, las
cuales a pesar de constituir en sí mismas historias individuales, hacen
referencia con su experiencia a toda una colectividad, lo que les permite
constituir un símbolo y ejemplo de un determinado grupo social.
Patricia Lara presenta una obra polifónica fruto de
una exhaustiva investigación en la que se acerca a los recovecos más recónditos
de los episodios de vida de diez mujeres colombianas. Participan de éste
personajes de ideologías contrarias, clases sociales diferentes, posiciones
políticas opuestas, y realidades vitales que nada tienen que ver entre sí. Con
estas diez historias, monta un rompecabezas en el que cada relato simboliza a
cada una de las piezas que conforman el mapa social colombiano en el momento
del conflicto armado.
Sánchez-Blake centra su
obra en las vidas de dos únicas testimoniantes que,
sin embargo, bastan para ejemplificar a todas y cada una de las problemáticas
fundamentales que asolan a las mujeres en la vida colombiana desde la aparición
de la ola de Violencia en los años cincuenta hasta la actualidad.
Si realizáramos una división estructural de Las
mujeres en la guerra, hablaríamos en primer lugar de los tres primeros
testimonios, pues éstos representan a mujeres ex combatientes, pertenecientes a
reconocidos movimientos de conflicto que han formado parte activa, como
agentes, de la guerra que devasta el país. Así quedan encargados de inaugurar
el libro las historias de una ex combatiente del ELN y el M-19, de la
comandante de las FARC y de una dirigente de las Autodefensas.
Un segundo sector del trabajo haría referencia a
mujeres consideradas como víctimas de la violencia a nivel pasivo. De este modo
encontramos la historia María Eugenia de Antequera, viuda del líder de
Patricia Lara realiza asimismo entrevistas a madres
de secuestrados. Así, podemos encontrar los testimonios de la madre del soldado
secuestrado por las FARC Jairo René Roa Sierra, Myriam de Roa, así como el de
la niña secuestrada durante dos años por el ELN cuando el grupo guerrillero se
hizo con el control del avión de Avianca en una ruta
Bucaramanga - Bogotá. Este último es especial pues va alternando la voz y la
experiencia de la madre y la hija durante el tiempo que duró el secuestro.
Encontramos también un testimonio del desgarro que provocan los desplazamientos
en Colombia a través de la voz de Juana Sánchez. La autora pone el broche final
a la obra con una de las historias más estremecedoras por la acumulación de
dolor que aglutina. Se trata de la vida de Margot Leongómez de Pizarro.
Podríamos decir que esta última testimoniante
simboliza en su persona las intrincadas paradojas y las complejas
contradicciones que el conflicto colombiano entraña, pues su corazón estuvo
dividido por el ejército y la guerrilla. No en vano, el testimonio comienza de
la siguiente manera:
Mi papá era coronel del
Ejército, mi marido era almirante de
En Patria se escribe con sangre el primero
de los testimonios corresponde a Inés, una mujer de dura infancia que sufrió en
primera persona
El segundo testimonio, realizado a modo de
entrevista, pertenece a María Eugenia Vásquez Perdomo,
El resultado de ambas obras es la creación de una
suerte de alegoría de lo que es la nación, pues, de la manera más
representativa posible, queda metaforizada cada una de las representaciones
sociales tanto a nivel de clases, como en cuanto a la distribución de la
sociedad en categorías tales como víctimas/victimarios, guerrilleras/paramilitares,
FARC/ELN/M-19, viudas/huérfanas/madres de secuestrados y asesinados.
A través de la creación de este microcosmos de
mujeres, tanto Patricia Lara como Sánchez-Blake
plantearían, al contrario de lo que ha venido haciendo el punto de vista
tradicionalista y hegemónico, lo que para ellas sería el reverso femenino de
este período concreto de la historia de Colombia, un momento histórico en el
que la violencia y los efectos corrosivos de la guerra desgarran por igual a
guerrilleras, paramilitares, ricas y pobres, adultas y a niñas, en definitiva,
a todos y a cada uno de los estamentos sociales que conforman la sociedad.
Como señala María Mercedes Jaramillo, es curioso
señalar como dato positivo que, a pesar de las trágicas realidades a las que se
enfrentan las protagonistas, sobrevive en todas las mujeres un deseo “por la
vida, el amor y la solidaridad” (Jaramillo, 2008: 485). Además en ninguno de
los testimonios que aparecen en estas obras “hay melodrama ni exabruptos” en la
narración (Jaramillo, 2008: 486), sino que, por el contrario, se trata de una
forma de contar madura y serena, lo que crea un efecto mucho más conmovedor en
el lector.
El mensaje que se desprende en las obras sobre el
conflicto que vive el país es el de la existencia de un sistema que ha hecho
que mujeres con interioridades afines sufran, desde posiciones diferentes, e
incluso enfrentadas, un mismo dolor, motivado, al fin y al cabo, por una misma
realidad. Que ninguna de las mujeres, se sienta cómoda en la realidad de la
guerra es quizá la característica que unifica a cada una de ellas. No solamente
se ofrece una visión de la guerra desde todos los ángulos que la conforman,
sino que la especificidad de las obras consiste en ahondar, en la medida de lo
posible, en la importancia del detalle de cada historia personal.
Con este tipo de artilugio literario ambas autoras
no sólo se quedan con los datos más objetivos de la cuestión sino que dan un
paso más al ofrecer, también, los sentimientos y las verdades más íntimas que
se generan en estas mujeres a partir de las consecuencias más dolorosas de esta
guerra.
Comencemos por el primer testimonio que cuenta la
vida de Dora Margarita, la cual se circunscribe en la época de Fabio Vásquez
Castaño. Mediante este estilo periodístico-literario Patricia Lara cuenta la
historia de una joven colombiana, sumida en la más absoluta pobreza desde la
muerte de su padre que, acarreando el lastre de toda una serie de penurias
sufridas desde las primeras etapas de su infancia, decide alistarse al
movimiento guerrillero abandonando su vida, familia y amor, por la causa. De
esta manera, progresivamente va desprendiéndose de sus referentes vitales
anteriores y acaba radicalmente sumergida en la lucha guerrillera en la cual
alcanza posiciones importantes de poder.
Entre los episodios más relevantes destacan su
adhesión al ELN, movimiento al que le dedicó una intensa actividad como
guerrillera. Tras sufrir en sus carnes la crudeza de
No tenía con quien
comentar, no tenía a quién decirle que sentía que había perdido mi vida entera,
que me daba vergüenza pensar en tantos campesinos a los que yo había convencido
de que se entregaran a la causa porque dizque necesitábamos crecer, ser muy
fuertes y tener muchos colaboradores que nos ayudaran a conseguir nuestro
objetivo […] a la guerrilla no la mueve ese amor por querer cambiar lo bueno
por lo malo. Los mueve más bien el deseo de que les dejen un pedazo de riqueza
y un trozo de poder (Lara, 2000: 74).
De
esta manera, termina su historia con una idea contundente:
Nunca me han gustado las
armas. Si pudiera volver a vivir no escogería ese camino. La historia de este
siglo ha transcurrido en medio de la matazón de una generación tras otra. Y
comienza el siglo XXI y seguimos en lo mismo. Colombia lleva muchos años de
desangre. La nuestra no ha sido una guerra corta, como fue la de Cuba. Ha sido
una guerra eterna. Las armas no son la salida [...] (Lara, 2000: 76).
El segundo testimonio pertenece a Olga Lucía Marín,
comandante de las FARC y mujer del ya desaparecido Raúl Reyes. El perfil de
esta guerrillera es notablemente distinto al caso anterior. Perteneciente a la
clase media, su opción por ingresar en la guerrilla estuvo motivada por fuertes
convicciones, ya que la característica esencial de esta mujer son los enérgicos
y coherentes sustentos ideológicos que posicionan su postura a lo largo de su
relato. Lleva a cabo una intensa vida política. Inició su actividad en
Ya en la obra de Sánchez-Blake
vemos el testimonio de María Eugenia Vásquez Perdomo, una de las ex integrantes
del M-19 más famosas en el contexto sociopolítico colombiano, pues además de
haber publicado su propio testimonio autobiográfico titulado Escrito para
no morir. Bitácora de una militancia ha prestado su voz a diferentes
periodistas e intelectuales que han hecho de su relato secciones
imprescindibles en sus respectivos trabajos. Militante en el M-19 desde su
nacimiento hasta la desmovilización del grupo guerrillero ha sido testigo
directo de los episodios más importantes de la historia del movimiento. María
Eugenia asiste al robo de la espada de Bolívar, la toma de
Estamos haciendo uso, así de tres testimonios de
mujeres integrantes en los tres grupos guerrilleros más significativos del
país: Las FARC, el ELN y el M-19. ¿Qué se desprende de ellos?
Respondiendo a esta cuestión podemos afirmar que
esta gran proliferación de textos de intelectuales femeninas que ofrecen su
espacio a la expresión de este tipo de experiencias cumplen la labor de
introducir en el inconsciente colectivo un gran número de historias personales
oprimidas por el conflicto y la sociedad colombiana con la finalidad de
hacerlas destacar por la importancia de la propia individualidad de cada una de
ellas.
Dos de las tres historias que tiene cabida en este
texto constatan el paso de la vida en la lucha armada a la vida civil de
mujeres que han participado en un microcosmos, generalmente, construido a
través de la impronta masculina: el mundo de la guerra. Esta situación genera
en las ex guerrilleras situaciones de conflicto interior difíciles de paliar,
por lo que el hecho de poder ver plasmadas sus historias en papel, bien a
través de la escritura propia de sus biografías, o bien a través del filtro de
un periodista o intelectual, suministra cierto alivio y sentido a estas
experiencias que, además, han sido generalmente ninguneadas en la mayor parte
de las reconstrucciones históricas sobre el devenir colombiano.
Al ser sujetos que han sufrido procesos de desmonte
de sus referentes de género abruptos, traumáticos y silenciados, la escritura
de sus historias de vida, así como la exposición de las mismas a otro sujeto,
tienen el sentido esencial de llevar a cabo una resignificación y revalidación
de sus identidades así como contribuir a la perpetuación de su memoria. Como
afirman Londoño y Nieto en su obra Mujeres no contadas, a través de
los textos se consigue, por una parte, la inclusión de las experiencias vitales
dentro de marco oficial de la historia, lo que les permite, en la mayoría de
los casos, recuperar el sentido de sus actos como agentes sociales en el
devenir revolucionario en Colombia, y en segundo lugar, el camino para la
cicatrización de las heridas que, luchas, muertes, torturas, asesinatos y
sacrificios hayan podido quedar en sus almas (Londoño F. y Nieto V., 2006:
211).
Ya concluyendo podemos afirmar que la mujer
guerrillera tiene el afán de reescribirse ante el mundo, de huir del sistema y
de la imagen que se le ha impuesto y de alzar su voz ante la necesidad de hacer
que se le reconozcan sus méritos como agentes dentro de la historia nacional a
la que pertenece. De esta manera se aferra a la posibilidad de contar su propia
experiencia ante un sujeto que la “obliga” a desnudarse ante el papel y
arrancar sus experiencias más duras.
Estamos asistiendo a todo un proceso de revolución
cultural en Colombia desde este punto de vista, pues no sólo las mujeres que
han tenido experiencias traumáticas o reseñables son las únicas que cogen el
papel y la pluma, sino que las intelectuales, las escritoras y periodistas
consagradas aprovechan sus dotes literarias para dar paso en sus obras a estas
historias injustamente acalladas. Pero no sólo esto, sino que también, dentro
del mundo de la crítica, son en su mayoría mujeres, aquellas que evalúan los
trabajos de estas últimas.
Así se crea todo un ciclo, todo un proceso de
solidaridad que tiene como finalidad única sacar a la mujer de los estrechos
diques a los que se ha visto sometida, redibujar su
figura en relación con su historia y, por último, y en representación de todos
los grupos sociales marginales, hacer un homenaje a todas aquellas, a las que
la violencia en Colombia ha golpeado de manera especial, a estas Sheherezades excombatientes que, «Escribiendo para
no morir» hacen de sus textos tablas de salvación para ellas mismas y para toda
la colectividad que las representa.
A través de su expresión y sus escrituras aportan,
una vez más, su grano de arena para la configuración de un país que camina para
rescatar a sus mujeres de la violencia de la desmemoria.
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[1]
Elvira Sánchez Blake. Patria
se escribe con sangre. Anthropos, Barcelona,
2000
[2] Consiste
en una coalición entre el partido liberal y el partido conservador con la
finalidad de alternarse la presidencia cada cuatro años durante los dieciséis
de vida que tuvo. Este nuevo sistema anuncia, sin ser la causante, una nueva
etapa de la violencia en Colombia (Sánchez G. 1989: 168), ésta con
características diferentes a épocas anteriores. El lado positivo fue que
desaparecieron los enfrentamientos entre liberales y conservadores, sin
embargo, como consecuencia de las nefastas acciones de los dirigentes de ambos
partidos nacerá un nuevo enfrentamiento no menos grave y sangriento: la lucha
entre la oligarquía y las clases bajas.
[3] Los
grupos guerrilleros más relevantes del país comienzan su andadura en 1964 con
la creación de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), y el ELN
(Ejército de Liberación Nacional), y en 1970, formación del grupo M-19
(Movimiento 19 de abril) del que participarán la mayor parte de ex guerrilleras
que han dado forma escrita a sus testimonios.
[4] El
trasfondo político de las obras que tratamos en este ensayo se sitúa en este
momento histórico, pues hacemos referencia a la vida de mujeres que han sido
partícipes de alguno de estos movimientos insurgentes.
[5] Hemos tomado esta idea, y esta
concepción de la violencia de la visión que se trata de ofrecer de ésta en el
número 230 de la revista Anthropos
editada por Alberto Verón Ospina. Para más información sobre la temática ver
Verón Ospina, Alberto. Colombia: memoria y significación política de la
violencia. 2011
[6] Ya desde los primeros
enfrentamientos fratricidas y desde
[7] A pesar de denominar al
protagonista del testimonio como un sujeto subalterno, más adelante aclarará
que “el narrador del testimonio no es el subalterno como tal, sino más bien
algo así como un «intelectual orgánico» del grupo o la clase subalterna, que
habla a [...] la hegemonía a través de esta metonimia en su nombre y en su
lugar. (Beverley, 1992: 9).
[8]Testimonio, novela de la
no-ficción, historias de vida, biografías, autobiografías, textos memorialísticos, reportajes, textos mixtos, entre otros.
[9] Este maridaje o unión, se
produciría exclusivamente en los relatos testimoniales propiamente dichos en
los que existe la figura del intermediario. Aquellos sujetos oprimidos,
letrados que se sienten capaces intelectualmente de contar por sí mismos sus
historias, llevarían a cabo relatos autobiográficos.
[10] La mayor parte de los críticos que
basan sus investigaciones en el estudio del testimonio, haciendo uso de manera
ilustrativa a la definición que esta figura retórica presenta (la parte por el
todo), se refieren al término “metonimia” para hacer referencia al carácter de
colectividad de la que se caracteriza esta forma discursiva.
[11] Como hemos referido con
anterioridad, es en el año 1957 cuando la mujer adquiere el derecho a
voto.
[12] Es uno de los pocos intelectuales
masculinos que han ofrecido su obra como espacio de expresión de la voz
femenina.
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