estudios
EL
LABORATORIO DE LAS FORMAS. HACIA UN ANÁLISIS DE LOS “EJERCICIOS” NARRATIVOS DE
JOSÉ BALZA
José Manuel González Álvarez
(Universidad de Salamanca)
RESUMEN: El estudio se propone
hacer un recorrido por algunos de los principales hitos de la trayectoria
cuentística del escritor venezolano José Balza (1939), uno de los mayores y más
desconocidos experimentadores con el cuento en lengua española. Se hará énfasis
en el rigor estructural que rige sus textos, en su carácter metaficcional
sin dejar de lado la sensorialidad que se entrevera en ellos.
PALABRAS
CLAVE: Experimentación; metaescritura; ejercicios
narrativos; simulacros.
ABSTRACT: This essay intends to focus on some of the
main points of Venezuelan writer José Balza (1939) as
an story teller. He is one of the most experimental and unknown writers dealing
with tale in Spanish. His structural rigour and metafictional profile will be emphasized undoubtly, apart from its remarkable sensory.
KEY WORDS: Experimentation; metafiction;
narrative exercises; writing shams.
Escritura de la inteligencia,
sensorialidad, lirismo contenido, fascinación fluvial y verbo mesurado se dan
cita, en similares dosis, en el quehacer cuentístico del escritor venezolano
José Balza (Delta del Orinoco, 1939) (1). Tal heterogeneidad de ingredientes se
engloba en el sintagma “ejercicios narrativos” con que el autor deltano
cataloga sus incursiones en el costado de la narrativa corta; tomada de
Guillermo Meneses, la nomenclatura no es ociosa para quien se aproxime a la textualidad de Balza por cuanto sus textos adoptan el
formato de asedios, de tentativas con cierta pátina de provisionalidad
concebidas como un acercamiento gradual al horizonte de un ideal estético
inapresable. La idea de “ejercicio” comporta el gusto por una literatura
volcada en el andamiaje de la construcción, en perenne esbozo que vincula a
Balza con técnicas y pretensiones neovanguardistas
que nunca habrá de abandonar, desde su temprana adhesión al grupo En Haa en 1963
– heredero de los transgresores Sardio y
El techo de la ballena- hasta las últimas entregas de El doble arte de morir (2008), donde persevera en el desafío formal
del microrrelato. Y es que el autor enarboló desde finales de los sesenta una
noción experimental de la escritura que rebasó las estrictas vallas de contención
impuestas por la narrativa realista venezolana, para pasar a auscultar las
posibilidades expresivas del lenguaje y centrarse en la composición del relato
mismo como constructo.
En lo sucesivo nos proponemos trazar un
itinerario por algunos de sus relatos más significativos -en un arco
cronológico comprendido entre 1962 y 2005- con el objeto de constatar la
tenacidad y diversidad de esquemas narrativos con que Balza ha venido
experimentando (2). Para tal fin nos apoyamos en dos volúmenes centrales: Órdenes. Ejercicios narrativos 1962-1969
(1970) y la antología Caligrafías.
Ejercicios narrativos 1960-2005
(2004). La poética del venezolano delinea una trayectoria de más de cuarenta
años de una prosa ejercitándose en el acto de narrar mismo y que hacen efectiva
esa expresa aspiración balziana de “elaborar relatos
siendo muchos autores” y de mimetizarse bajo la máscara de las voces más
variopintas que ahondan en el vértigo de lo metaficcional,
como bien ha observado Gustavo Guerrero:
A
menudo, una o varias voces corren entre ellos, cambiando continuamente de tono
y de visión, creando y recreando un tejido polimorfo e inestable que sostiene
el relato. Todas estas oscilaciones y rupturas, más allá de cualquier
ostentación tremendista, son objeto de una cuidadosa elaboración estilística
que las hace pasar prácticamente inadvertidas, como una modulación casi musical
(Guerrero en Ortega Carmona, 1997, p. 79).
Una
de esas peculiares voces la hallamos en el texto “Chicle de menta” (1962) donde
se activa, entendemos, uno de los elementos vertebradores de la cuentística de
Balza, la fuerte impronta de lo metanarrativo, que
habrá de permear, por lo demás, un número nada desdeñable de relatos del autor
pero que aquí procesa con singular maestría. Una reunión de colegiales a la
puerta del cine en un atardecer de junio sirve como punto de partida para la
confección de un texto enjundioso, con una prosa ajustada que limita el lirismo aportado por las
sensaciones cromáticas; mediante frases cortas y el léxico ceñido al que Balza
es tan proclive, el relato se abre paso hasta que la satisfacción de Giovanni,
el protagonista, es aleatoriamente interrumpida por una voz que, dirigiéndose a
una segunda persona, Luis Alberto, hace mención al relato que leemos: “¿Comprendes,
Luis Alberto, lo que quiero hacerte pensar? Tú me has relatado esa experiencia
–tu primera interrupción del amor- y yo invento a Giovanni para trasladarla al
futuro, para que creas que habías de vivirla: y en verdad, había ocurrido”
(Balza, 1970, p. 44). Este deslizamiento por el plano metaficcional
marca un sugerente punto de inflexión en el texto por cuanto la voz enunciadora
va a alternar fragmentos de su relato con observaciones críticas sobre el
mismo; observaciones todas ellas encaminadas a sublimar el poder de la ficción,
su facultad para generar entidades alternativas –Giovanni como doble de Luis
Alberto-, su capacidad para suspender una coordenada temporal externa –el pasado
que se convierte en futuro-; con especial empeño se reivindica la cohesión
interna y la autonomía insobornable que debe presidir todo tejido ficcional:
Nada
se ha alterado, sabes que nada cambiaré. Eres la única persona que puede trastocar
algún detalle: pero hazlo enseguida: cuando haya escrito tu propia narración,
quedaremos fuera de ella, no podremos hacer contacto con su circulación interna
(45).
Las
apelaciones a Luis Alberto constituyen un valioso parapeto discursivo con el
que eludir el fárrago teórico y dinamizar al mismo tiempo la reflexión metatextual, reflexión que se cierra con la determinación
del narrador de cancelar la escritura, en una nueva muestra de control sobre la
materia ficticia: “Pero no sigamos narrando; sólo quiero que observes, no la
imagen de Alicia ni a Giovanni, sino la estructura lírica con la cual los he
rodeado” (46); desde el momento en que se solicita a Luis Alberto su atención a
los efluvios líricos del relato, el texto se ha tornado en pre-texto para articular
una poética del cuento, en ejemplo con que sazonar la lección que el narrador
imparte para su interlocutor. “Chicle de menta” pone al desnudo uno de los
mecanismos axiales en la literatura de José Balza: la sobreexposición de los
mecanismos narrativos que emplea, en este caso complaciéndose en cuartear el
relato para mostrarlo en sus propias entrañas y proceder a una disección
crítica de éste: allí convergen la célula ficcional y el apunte teórico, el
creador y el profesor, la ficción y el repliegue sobre sí misma que encierra lo
metaficcional. Dominado por esa “exacerbación de lo
reflexivo” de que habla Méndez Guédez en el prólogo a
Caligrafías, nos hallamos ante uno de
los más lúcidos y logrados ejercicios narrativos del autor, donde este sintagma
cobra más que nunca el significado de tentativa, de probatura sin prurito de
culminación.
Otro tanto cabe decir del texto titulado
“La sangre”, donde la anécdota vuelve a quedar supeditada a la ordenación del
material narrativo. En él se despliega una estructura similar a la que campea
en “Chicle de menta” con la exhibición de un relato hábilmente enmarcado, del
que los lectores sólo nos percatamos al final en una vertiginosa analepsis; como en el texto mencionado, un nuevo sujeto
enunciador irrumpe para dirigirse a una segunda persona y “comentar” la ficción
que casi imperceptiblemente nos ha sido endosada: “Ahora has dicho que sería
posible describir una historia sobre estas ruinas y sonreí (...) Te miro y
vuelvo a sonreír; nuestra imaginación es ajena a los gruesos castillos; estos
carecen de secretos, nada, no hay nada que escribir” (Balza, 2004, p. 27). Sin
embargo, y a diferencia de lo que acontece en “Chicle de menta” donde se celebran expresamente las facultades
de la ficción, en “La sangre” el texto intercalado queda deliberadamente
truncado y adquiere las credenciales de un simulacro de ficción relativizado
por esas palabras últimas y desazonadoras sobre la supuesta imposibilidad de la
escritura.
“Prescindiendo”
(1963) se perfila también como texto clave a la hora de incardinar la poética
del cuento en Balza. Al configurar un singular dramatis
personae, el autor de Percusión vuelve a
mostrar las piezas inicialmente desgajadas de su maquinaria narrativa y el
ulterior ensamblaje de las mismas a través de una historia magistralmente
urdida donde todo está previsto. Haciendo honor a su título, el narrador
prescinde y, por tanto, libera su texto de nombres propios y de anécdota para
erigir un cañamazo narrativo a partir de los ingredientes que previamente ha
hecho explícitos. La voz en primera persona del amante homicida refiere en
presente y de modo maquinal la sucesión de acontecimientos: la irritación del
segundo amante ante la ya fúnebre indiferencia de la mujer propicia los
disparos de éste contra su cuerpo yerto y el oneroso sentimiento de culpa lo
incita directamente al suicidio. La fluencia del relato resta todo ápice de
dramatismo a una trama en la que, por lo demás, se superponen dos asesinatos
sobre un mismo cuerpo y un suicidio inducido, todo ello referido por un
narrador impasible que nos precipita hacia el abismo del final. En un alarde de
precisión y previsión narrativa, en “Prescindiendo” creemos atisbar ciertos
ecos del célebre “Continuidad de los parques”, resonancias cortazarianas
cifradas en el narrador que permanece impertérrito ante el calculado discurrir
de los hechos:
De
inmediato él dice que se marcha, la culpabilidad lo destruye. Yo, entonces, me
vuelvo sumamente amable; abro la puerta y, ceremonioso, me despido, porque
comprendo que esta situación no se repetirá. El suicidio lo reclama. Cuando
quedo solo, aumento el volumen a la música y me río abiertamente ante la
rapidez y la sencillez del acto: fui, la besé, la estrangulé (Balza, 1970, p.
36).
A
la luz de textos así pergeñados, Balza se confirma como destacado cultor de una
escritura de la inteligencia parangonable a esa
poética de la hibridación genérica que anima las mejores páginas de escritores
como el español Enrique Vila-Matas o el argentino Ricardo Piglia,
autores con quienes Balza mantiene, a nuestro parecer, lazos literarios
notorios en cuanto al espejeo de la escritura y la lectura: estos nombres
deambulan por los umbrales de la ficción oficiando como una suerte de cirujanos
que, en la mesa de operaciones manipularían el instrumental de la narración,
erigiendo una escritura en ocasiones miscelánea que se fragua en el siempre
misterioso intersticio que separa la ficción de la reflexión teórica más
soterrada (3).
Y
es que los textos del deltano minimizan
la anécdota para privilegiar el armazón del relato y el lenguaje en tanto
generador de conocimiento e irradiador de ficciones que van cobrando cuerpo; y
de unos personajes determinados siempre por el molde formal elegido y por la
voz del narrador, nunca por el diálogo, casi nulo en la cuentística de Balza.
Es notoria en este sentido la preocupación del autor por hallar una precisa
trabazón entre las partes, siguiendo las tácticas del Julio Garmendia de La tienda de muñecos (1927), uno de sus referentes ineludibles. La forma
preexiste, pues, al relato, y se convierte en captora de tiempo y caracteres
narrativos: “El objeto de esta literatura es por lo tanto el proceso mismo que
la hace existir (…) en vez de ser reflejo de la realidad, el arte se erige en
proceso mental” (Berrizbeitia, 1994, p. 319).
Pero
tal propensión al cerebralismo no resta un ápice de vitalidad narrativa a sus
cuentos, en su mayoría provistos de una sólida locación espacio-temporal no
exenta de lirismo ni de ensoñaciones. Así, en otros textos el sesgo de lo metaficcional cede paso a una veta sensorial más
pronunciada. Así, en “Rembrandt” asistimos a una nueva muestra de concisión
verbal muy apta para sugerir el marco enigmático que rodea a Saskia cuya figura
vaporosa parece solaparse con la imagen de sus propios retratos pictóricos
hasta que la transfiguración definitiva tiene lugar: el semblante mortuorio de
la protagonista se trueca en el rostro vigoroso sobrevenido en el cuadro.
Microrrelato, pues, de melancolía contenida pero que también invita a considerar
la contigüidad entre ficción y realidad,
el arte como prolongación de la vida, como recurso alternativo y compensatorio
que predetermina el relato marco.
Anexo
a éste en lo que hace a la composición se encuentra “Las otras mil selvas y
ciudades de oro”: dos fragmentos de un diario en orden cronológico invertido
que el lector debe recomponer conforman la estructura de un texto donde
sonoridades, colores, texturas y el arte de Rembrandt vuelven a hacer acto de presencia, ahora para
revelar al protagonista los sinsabores del desencanto amoroso, en un juego de
desdoblamientos y transfiguraciones que remiten al universo refinado e
hiperestésico de Salvador Garmendia, cuya poética perceptiva tanto pesa sobre
el deltano. En “Carta a Tlilt” se nos golpea con un desenlace tan sorprendente como
atroz sin que la arquitectura del relato se resienta por ello; la muerte, esta
vez en forma de suicidio, vertebra el relato “El vencedor”: un narrador, que
afirma haber coqueteado con la idea del suicidio, evoca la figura de su padre
quien, ya octogenario, opta por ahorcarse para alcanzar, según él, “la hora de
la plenitud”, exponiendo una estremecedora lógica del suicidio que convierte al
protagonista en el supuesto vencedor que da título al cuento.
En
“El rito”, donde unas fotografías desatan las lucubraciones de varios hombres
en una estación de automóviles en torno a una misma y resbaladiza mujer cuya
identidad no puede ser desvelada hasta los últimos e inquietantes compases del
relato. El traslado a un hipotético mundo futuro en “Niño hecho del día” (2000)
contrasta con el tiempo remoto que enmarca “Praeputium”
(1999), los sangrientos escarceos sexuales de un personaje que asiste impasible
a su extinción por la vía del placer carnal y la antropofagia. Más que interesante
resulta “La mujer de la roca” (1996), juego narrativo de impecable construcción
que, articulado en breves secuencias, concluye planteando la que acaso sea pregunta central de la creación (“¿Por qué
habré elegido esta historia para contarla?”) dejada ahora en manos del lector,
quien debe re-crear el engranaje textual propuesto. Proliferan en el corpus balziano microtextos incrustados como cuñas metaliterarias entre los textos mayores, acotaciones
sucintas pero sustanciales que aclaran la posición del autor ante la escritura
y la lectura y que atienden desde bien temprano a los reclamos de la teoría de
la recepción como sucede en “Fidelidad” (1961) y “Secreto” (1962): “Cuando leo
es como si yo estuviese dentro, pero sin ser visto” (Balza, 2004, p. 99).
El
enjundioso texto “Enlace” (1990) supone otra buena muestra de su incursión
exitosa en el microrrelato y del afán experimental que guía su escritura: un
profesor de literatura incluye en un examen una pregunta sobre un autor y un
libro ficticio a la cual responde un alumno citando la bibliografía exacta,
bien porque la imagina, bien porque estaba destinado a ser el autor futuro de
tal texto. El abocamiento irreductible a la literatura remite con claridad a
Borges, a quien Balza parece homenajear igualmente en “Un libro de Rodolfo Iliackwood”, ficción constituida por una póstuma reseña
ficticia sobre un escritor inexistente.
Inauguran y clausuran estratégicamente la
antología Caligrafías dos textos muy
afines en lo que hace a su factura ficcional; tanto “La sombra de oro” como
“Caligrafías” nos brindan las evocaciones que un narrador proyecta sobre su
infancia. Distanciados en diecinueve años, ambos relatos presentan notables
esbozos autobiográficos enclavados en el Delta del Orinoco y con el hilo conductor
de la fascinación fluvial, que tan determinante ha sido y es en la
configuración de su escritura. En el primero de los relatos, de 1984, la voz
narradora, tras retornar al escenario selvático, recupera un capítulo de su
pasado acontecido en las ramas de un caimito con un pájaro salvaje que colma de
felicidad al joven protagonista, en un texto donde ensoñación y lirismo se
combinan a partes iguales. “Caligrafía” (2003), adquiere semejantes tonalidades
descriptivas si bien el animismo y la comunión del narrador con el entorno
natural se exacerba aquí aún más, al manifestarse la presencia casi totémica
del río en el decurso de la escritura (4); el niño que a los seis años está a
punto de morir ahogado en un remolino del río, ve nacer una isla que mucho
tiempo después convertirá en trasunto de su propia vida: “Adivino sus matices,
su zoología, sus cambios de vegetación. Es una esposa cambiante, inmóvil y
enigmática. Nada suyo me pertenece, pero nada es ajeno. En ocasiones he creído
sentir que ella reconoce mi existencia” (Balza, 2004, p. 114).
En suma, lejos de una escritura conclusiva,
los de Balza son ejercicios narrativos y holográficos, sí, pero lo son
mayormente de reflexión, ejercicios de experimentación, ejercicios de torsión con
los patrones compositivos, ejercicios de lucidez, de depuración verbal y de
limpidez estilística, tanteos y escrutinios de posibilidades formales. Bajo la
apariencia de simulacros, la versátil cuentística de José Balza oculta un único
ejercicio: el de la escritura en su más apasionada y calculada realización.
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poética del cuento en José Balza”, en José Balza. Obras selectas. Cuentos. Un Orinoco fantasma. Caracas: Universidad
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NOTAS
(1)
Su prolífica y audaz trayectoria como novelista y cuentista ha llevado a
Giuseppe Bellini a afirmar que “en Venezuela el escritor más importante del fin
de siglo es José Balza” (Bellini, 1997, p. 605). Para un acercamiento crítico a
la narrativa balziana, véanse Berrizbeitia
(1994), Ortega Carmona (1997), Ruiz Barrionuevo (1997, 2004) y Méndez Guédez (2002).
(2)
No obstante, sorprende la todavía relativa marginalidad de José Balza a nivel
continental en lo que hace a su recepción crítica, escasa conforme a la
densidad y peso específico de su obra. Belén Castro Morales lo achaca a su
apuesta estética, apuntando que “entre aquel grupo de novísimos integrado por
autores como Sarduy, Gustavo Sainz, Reinaldo Arenas,
Manuel Puig o Luis Britto García, entre otros, la
figura de Balza parece haber optado por una marginalidad que seguramente viene
autoimpuesta por la elección de un rigor artístico casi ascético que sitúa al
lector y al autor ante los límites de lo pensable, de lo expresable, de lo
narrable” (Castro Morales, 1996, p. 333).
(3)
Balza se ha prodigado en teorizar en torno a la construcción del relato desde
su faceta de ensayista y profesor universitario (Balza 1969, 1987, 1993).
(4)
Carlos Noguera señala tres clases de cuentos en Balza según asuman como motivo
un personaje, un ámbito o un hecho (Noguera en Balza, 1990, p. 13). Siguiendo
la recurrente imagen balziana de las ocultas
corrientes internas del Orinoco, Lyda Aponte ha
propuesto una lectura barthesiana de sus relatos
desde “lo obvio y lo obtuso”, utilizando la dicotomía
significación/significancia para aludir a lo que se presenta de manera tenaz y
evasiva a la vez (Aponte en Ortega Carmona, 1997, p. 53-58).