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Revista de estudios filológicos
Nº23 Julio 2012 - ISSN 1577-6921
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estudios

LA NOVELA POLICIACA DE HUMOR ESPAÑOLA COMO

ESTRATEGIA PARÓDICA (1900 – 1936)[1]

 

Manuel Martínez Arnaldos

(Universidad de Murcia)

mmarnald@um.es

 

 

RESUMEN:   Ante el auge de la novela policiaca en Europa y Estados Unidos, entre 1900 y 1936, es de observar la escasa atención creadora que los escritores españoles prestan al género policiaco. Son las traducciones de obras de autores extranjeros las que predominan en el panorama español. Sin embargo, en proporción, es abundante el número de autores españoles (J. Belda, W. Fernández Flórez, E. Jardiel Poncela, etc.) que parodian, mediante diferentes registros del humor, al género policiaco en boga. Y desde esta perspectiva tratamos de exponer, en función de diversos ejemplos textuales, cómo la novela y la novela corta de humor policiaco abren nuevas vías para una mejor interpretación teórica y crítica del relato estrictamente policiaco; de sus ingredientes, arquitectura y configuración. A la vez que la intención paródica, la sátira y la ironía, junto a otros recursos retóricos, goznes sobre los que se articula el humor policiaco, devienen en factores que revelan, o están latentes, en una mayor o menor incidencia en el género propiamente policiaco.

 

Palabras clave: relato policiaco, intención paródica, humor, ironía, retórica.

 

ABSTRACT: In view of the boom in detective stories in Europe and the United States between 1900 and 1936, it should be noticed the little creative attention paid to this genre by Spanish writers. In fact, the translations of foreign authors’ books are those prevailing in the Spanish market. Yet, in proportion to them, Spain is rich in authors (J. Belda, W. Fernández Flórez, E. Jardiel Poncela, etc.) who parody, through different registers of humour, the growing detective genre. From this perspective, and basing our study in several text samples, we try to explain how comical detective stories and short stories open new ways for a better theoretical and critical understanding of detective stories in general; of their ingredients, their architecture and their configuration. At the same time, the parodic intention, the satire and the irony, among other rhetorical resources – hinges on whom the detective humour turns –, become factors that reveal, or are latent, to a bigger or lesser extent, in the detective genre.

Keywords: detective stories, parodic intention, humour, irony, rhetorica.

                                               

                        I. ANTECEDENTES Y ESTADO DE LA CUESTIÓN.

 

     Es interesante constatar cómo en España, en el período que se extiende entre 1900 a 1936, aproximadamente, época de gran florecimiento de la novela policiaca en Europa y Estados Unidos, apenas existan escritores con especial dedicación al género estrictamente policiaco[2], y por el contrario sean más abundantes, en proporción,  los casos de aquéllos que se preocupan por lo  policiaco desde la perspectiva humorística y paródica. Un hecho que merece cierta atención, pues no ha sido lo suficientemente estudiado. Y sobre todo llama la atención porque en una época, como la acotada, resultaba en especial propicia, sociológica y literariamente, para que se desarrollara en nuestro país el género policiaco, dado que la forma narrativa preferida por muchos autores y lectores, cual era el cuento y la novela corta constituían un ámbito adecuado para su incremento. Formas narrativas breves que resultan más idóneas para el tratamiento de lo policiaco que la novela, dada la intensidad, ritmo y emociones que su lectura despierta (M. Baquero Goyanes, 1998: 133-144). Valores en íntima consonancia con el suspense propio de lo policiaco que debe ser sabiamente dosificado en su progresión para lograr un explosivo o sorprendente final. Mejor acomodo, pues, del relato breve a lo policiaco que ha sido puesto de manifiesto por algunos críticos y antólogos (H. Douglas Thomson, 1931: 212-237; J. Lasso de la Vega, 1960: XVIII-XIX). Y conviene no olvidar el inusitado auge que por esas fechas experimentó la novela corta a través de numerosas colecciones y revistas que semanalmente publicaban una novela corta. Fenómeno, por otro lado, en estrecha relación con la atribuida condición subliteraria de la novela policiaca. Es decir, en España se dio el caldo de cultivo apropiado para la creación  de la novela policiaca. Una situación similar a la que se produjo, años antes, hacia la segunda mitad del siglo XIX respecto al folletín; pero con la gran diferencia de que en nuestro país surgieron excelentes autores de novelas folletinescas: Ayguals de Izco, Fernández y González, Ortega y Frías, Julio Nombela, Pérez Escrich, etc.

     Aunque con ello no queremos decir que de modo esporádico, como sucede en cualquier etapa de la historia literaria, no se publicaran diversos relatos policiacos. Tales serían los casos de algunos cuentos de Emilia Pardo Bazán como La cana (c. 1891) y Nube de paso (1911)[3], y su novela corta La gota de Sangre (Los Contemporáneos, nº 128, Madrid, 9 de  junio de  1911); o bien diversas novelas cortas de autores como: Emilio Carrère, Un crimen inverosímil (La Novela Corta, nº 324, Madrid, 25 de  febrero de 1922)[4] ; Antonio Zozaya, La bala fría (El Cuento Semanal, nº 102, Madrid, 11 de  diciembre de 1908); Vicente Díez de Tejada, Habla la Esfinge (La Novela Corta, nº 308, Madrid, 5 de noviembre de 1921); José Francés, El crimen del Kursaal (El Cuento Semanal, nº 252, Madrid, 27 de octubre de 1911; posteriormente transformada en novela con el título de El misterio del Kursaal); o Adolfo Fernández Arias (“El duende de la Colegiata”), La mujer del muerto (“El duende” detective) (El Libro Popular, I, nº 19, Madrid, 14 de noviembre de 1912). También, por esas fechas, aparecieron unas  muy contadas colecciones dedicadas al género policiaco, como fueron los casos de La Novela Policiaca (Barcelona, s/f, c. 1917, con 23 títulos en su haber y, en general, de autores extranjeros), y bajo el mismo título de La Novela Policiaca (Madrid, 1918), dependiente de la colección La Novela Cómica (Madrid, 1916), se publicaron algunas obras de teatro policiaco[5]. Asimismo, pero a partir de 1930, nos encontramos con unos pocos autores españoles que dan a la luz novelas policiacas: Agustín Elías, La estrella negra[6]; Valentín R. González (“Belisario”), El crimen del Parque Güell[7]; y Julián Amich Bert (“E. C. Delmar”) creador del detective catalán Venancio Villabaja, protagonista de la trilogía: El secreto del contador de gas, Piojos grises y La tórtola de la puñalada[8]. Una producción de novelas policiacas bastante escasa si la comparamos con la que se va a generar a partir de los años cincuenta en torno a nombres como: Francisco García Pavón, Jaume Fuster, Andreu Martin, Juan Madrid, Manuel Vázquez Montalbán, Eduardo Mendoza o Lorenzo Silva. No obstante, esa penuria se va a ver ampliamente compensada por la publicación de numerosas traducciones de los más importantes autores extranjeros. En las primeras décadas, entre 1909 y 1920, las diferentes revistas y colecciones, esporádicamente, incluyen relatos de Hoffman, Edgard Allan Poe, Conan Doyle y Maurice Leblanc, entre otros. A partir, sobre todo, de 1922 aparecen en el mercado editorial diversas colecciones específicamente policiacas, como por ejemplo: Enigma. Novelas de emoción y misterio[9]; la editorial madrileña Dédalo, publicó las colecciones Club del crimen (1930) y Serie policiaca (1932); y Biblioteca Oro. Serie amarilla[10].  Y en ellas se pudieron leer, traducidas, las obras, de: S. Dashielle Hammett, S. S. Van Dine (pseudónimo de W. Hurtington Wright), Agatha Christie, Edgar Wallace, Wyndham Martyn, E. Phillips Oppenheim, E. Stanley Gadner, Gaston Leroux, Maurice Leblanc, A. Conan Doyle, Georges Simenon, D. H. Clarke, Dorothy L. Sayers, Earl Derr Bigger, Rex Scout, J. Dickson Carr, o Anthony Berkeley, además de las de otros muchos[11].

 

                       II. EL RELATO POLICIACO DE HUMOR Y SU CONDICIÓN PARÓDICA.

 

     Situación, pues, que pone de manifiesto que los lectores españoles no fueron ajenos al desarrollo y consolidación, en su edad de oro, de la novela policiaca inglesa, norteamericana, francesa o belga. Una abundancia de relatos policiacos foráneos que llevó a los escritores españoles, como hemos advertido, en vez de seguir su estela, a buscar en la parodia, en la del rasgo de la caricatura o lo esperpéntico, una alternativa o visión oblicua del género. Salvando las naturales distancias, nuestros autores adoptaron una posición parecida a la Cervantes, respecto a los libros de caballería, o a la del Padre Isla, con su Fray Gerundio, respecto a la oratoria sagrada en el Barroco tardío. Pero en el caso que nos ocupa,  y ya me he referido también a ello, no fueron sólo unas pocas novelas y novelas cortas  en las que se parodió o se tendió a la sátira e ironía de lo polociaco, sino que fue tal el número de las existentes que superaron a las estrictamente policiacas. Destacando, en buena lógica, en tal faceta, los autores proclives a lo humorístico más relevantes de la época, así como otros que dentro de la variedad de historias o argumentos a lo largo de su producción, en algún momento también se ocuparon de parodiar e ironizar sobre lo policiaco.

     Entre los primeros merece especial significación el cartagenero Joaquín Belda, con novelas como: ¿Quién disparó…?[12], Una mancha de sangre[13], Memorias de una máscara[14], Se ha perdido una cabeza[15]; y novelas cortas, entre otras, como: Tenorio contra Sherlock-Holmes (Los Contemporáneos, nº  331, Madrid, 30 de abril de 1915), El «Souper-Chotis» (La Novela Corta, nº 98, Madrid, 17 de noviembre de 1917), ¿Conoce usted al procesado? (La Novela de Hoy, nº 136, Madrid, 19 de diciembre de 1924), Montmatre en camisa (La Novela de Hoy, nº 289, Madrid, 25 de noviembre de 1927). Y asimismo Wenceslao Fernández Flórez, con novelas como: Los trabajos del detective Ring[16], La novela número 13[17]; y novelas cortas como: Aire de muerto (La Novela Semanal, nº 9, Madrid, 20 de agosto de 1921), y Un cadáver en el comedor, con el subtítulo de “novela policíaca” (La Novela de Una Hora, nº 2, Madrid, 13 de marzo de 1936). Enrique Jardiel Poncela, con novelas cortas como: Las siete novísimas aventuras de Sherlock Holmes[18],  Los 38 asesinatos y medio del castillo de Hull, con el subtítulo de «Novísimas aventuras de Sherlock Holmes», (La Novela de una Hora, nº 7, Madrid, 17 de abril de 1936)[19], Jack, el destripador (La Novela Vivida, nº 13, Madrid, 28 de julio de 1928), y  algunas otras aparecidas en diferentes colecciones y revistas de la época: La novela de Amor, La Novela Corta, Nuestra Novela, La Novela Pasional, así como en La Correspondencia de España, o en Nuevo Mundo. Fue Jardiel Poncela de los autores más prolíficos en el tratamiento narrativo del humor policiaco, hasta el punto de que en mayo de 1922 se edita en Madrid la colección La Novela Misteriosa, siendo administrador-gerente de la misma Enrique Jardiel Agustín, padre de nuestro autor, y aunque en ella aparecieron sólo 9 títulos, todos ellos se debían a la pluma de E. Jardiel Poncela. El último correspondió a Las huellas, del 10 de agosto de 1922[20].

     Y entre los segundos, escritores que de manera más esporádica, dentro de una amplia variedad de registros temáticos, se ocuparon de parodiar el género policiaco, destacan, entre otros: Vicente Díez de Tejada con su novela El crimen de Cajigal[21], y novelas cortas como ¡Zahorí! (La Novela de Hoy, nº 400, Madrid, 10 de enero de 1930), y ¿Quién mató a Pedro Juan? (La Novela de Hoy, nº 456, Madrid, 6 de febrero de 1931); Alberto Insúa, autor de novelas cortas como El crimen de la calle…(El Cuento Semanal, nº 153, Madrid, 13 de diciembre de 1909), y Memorias de un asesino genial [22]; Antonio Pedrosa, con la novela El alma de D. Quijote. Hazañas detectivescas[23]; y Carlos Miranda, con su novela corta El crimen de la calle tudescos (El Libro Popular, I, nº 5, Madrid, 8 de agosto de 1912).

     Una visión paródica la que se nos ofrece en esas novelas y novelas cortas que ponen al descubierto la estereotipia del género. Con su lectura, los códigos genuinos de la novela policiaca (jerarquía de los personajes, formas de repetición, poder de seducción, ideología maniquea, etc.), o bien las reglas que debe cumplir todo relato policiaco y que, en torno a 1929, propusieron tanto Van Dine (20 reglas) como Ronald A. Knox (10 reglas), así como, posteriormente, Jorge Luis Borges (6 reglas sobre la novela policiaca ideal), en la revista Hoy Argentina[24], nos son reveladas de forma caricaturizada, y por ende de manera más ostensible. De ahí que esos códigos, normas o reglas, sean subvertidos por estrategias intertextuales, metatextuales e hipertextuales (G. Genette, 1982; J. E. Martínez Fernández, 2001), con múltiples recursos autorepresentativos. De tal modo que apoyándose en motivos estandarizados o tópicos, propios de la novela policiaca del momento, ya sea a nivel léxico, retórico, estructural y temático, sólo pretende una “interpretación literal” irónica. Se busca, además, al amparo de una amplia conciencia colectiva popular, una marcada  y específica función social. Lo que justifica una apertura del sentido y donde el fenómeno de la polisemia, diferentes recursos sintáctico-semánticos y diversos registros retóricos sustentan el desarrollo narrativo por medio de la sátira, el chiste, el disparate ingenioso, el equívoco, el juego de palabras, el absurdo, la hipérbole, el “lapsus linguae”, expresiones fijas, extranjerismos, etc.  Y es mediante tales estrategias discursivas cómo la novela policiaca de humor se configura como una lupa, radiografía o negativo fotográfico, que nos permite observar con mayor nitidez los distintos grados de ironía (W.C. Booth, 1986: 82-182) y de comicidad, o bien lo absurdo e irracional que subyacen tanto en los ingredientes como en la arquitectura del relato policiaco: el crimen, los motivos, la víctima, el modo, el criminal, los sospechosos, el detective, la investigación, el espacio, el tiempo, el narrador, la estructura, el lector y el laberinto (F. J. Rodríguez Pequeño, 1994), la ficción (T. Albaladejo y J. C. Gómez Alonso, 2.000: 101-115), y la importancia del psicoanálisis.

     Así, pues, desde la novela policiaca de humor se nos revelan y son más perceptibles los diferentes grados de ironía  y comicidad latentes en todo relato policiaco. Dado que en éste los rasgos de ironía o determinados episodios proclives al humor deben de atenerse a unos límites muy precisos y no traspasarlos pese a la fina línea que separa lo lógico y lo ilógico en el que se instala el género. Un fenómeno que vendría a ser similar al que nos presenta Milan Kundera, en su novela El libro de la risa y el olvido, cuando nos describe a una pareja que se desnuda apresuradamente, uno frente al otro, y ante la sonrisa de la mujer por las posturas que adoptan: «Sintió que le faltaba un pelo para ponerse a reír. Pero sabía que entonces no podría hacer el amor. La risa estaba allí como una enorme trampa, esperando pacientemente en la habitación, escondida tras una delgada pared. Sólo un par de milímetros separaban el  amor de la risa, y a él le horrorizaba traspasarlos. Un par de milímetros que lo separaban de la frontera  más allá de la cual las cosas dejan de tener sentido.» (M. Kundera, 1987: 306-307). Y tal es el proceso que se aprecia en buena parte de los relatos policiacos. Sirvan unos pocos ejemplos al respecto[25] :

     En La banda moteada[26], de A. Conan Doyle, cuando Holmes examina la habitación contigua a la que se ha producido un crimen, podemos leer:

 

          « _ ¿No habrá gato encerrado…?_ dijo Holmes dando un doble sentido a su pregunta.

             _  ¡No…! ¡Que ocurrencia…! – contestó la señorita Stoner sorprendida.

             _  Pues mire esto… _  Y le enseñó un platito con leche que estaba sobre un arcón, invisible desde donde ella y yo nos hallábamos.»  (p. 214)

 

     En El detective moribundo, también de Conan Doyle, recordemos que Holmes, gravemente enfermo, le pregunta a Watson cuántas monedas lleva. Le responde que cinco medias coronas. Holmes comenta que son muy pocas, pero que hay que arreglarse. Y le dice que se las reparta en el bolsillo relojera y en el bolsillo izquierdo del pantalón.

 

             «Así… ¡gracias! Ahora conservará mejor el equilibrio.» (p. 246)

(Watson piensa que está delirando, y de este modo el humor y la ironía pierden grados).

 

     El inicio de El écharpe de seda rojo, de Maurice Leblanc, responde a principios humorísticos. Así, es de advertir la treta de la que se sirve Lupin para conseguir una entrevista con el comisario de policía Ganimard: contratar a un hombre, disfrazado de andrajoso, y a un muchacho, para que el primero vaya dejando cáscaras de naranja, como si fueran señales, y el otro dibujando, con tiza, en las paredes, cruces con un círculo. Hasta conseguir que los siga Ganimard a una casa, donde percibe un gran ruido. Pero observa que son esas dos personas golpeando el suelo con sillas.

 

     En estos ejemplos, que podríamos ampliar sobre todo a partir de textos, entre otros, de G. K. Chesterton y de Agatha Christi, se puede estimar cómo tanto Conan Doyle como Maurice Leblanc recogen velas, más rápida y sutilmente el primero, en el deslizamiento del sentido que, según S. Freud (1970: 14 y ss.), llevaría a lo cómico, a provocar la risa. En tanto que si atendemos a la técnica narrativa de J. Belda, por ejemplo en su novela ¿Quién disparó…? constatamos que parte de unos hechos cotidianos y tópicos, situaciones racionales, expuestas mediante frases proverbiales, mientras avanza “ingenuamente” en un proceso a modo de introducción hasta buscar el golpe o efecto cómico final, no exento, en ocasiones, de irónicas reflexiones morales, éticas o religiosas (A. Ehrenzweig, 1979: 166-167; V. Sternberg-Greiner, 2003: 31-43).

      Así, durante la descripción del entierro de la persona que ha sido asesinada leemos:

 

«El sentimiento producido por la extraña muerte era general.

_ ¿Ha visto usted? No somos nadie.

_ ¡Parece mentira! ¡Y yo que estuve hablando con él dos horas antes de la cosa!

_ Lo creo; ¡Como que no se murió hasta última hora!

_ ¡Yo que le presté cien duros el jueves…! ¡Quién me lo iba a decir!

La parca fiera, el destino cruel, la mano descarnada de la muerte y demás tropos salían a relucir en un interminable ritornello para martirio de los hombres progresivos que buscamos la originalidad hasta en las sopas de ajo.» (p. 35)

     Luego, cuando los asistentes al entierro están junto al féretro esperando a que lo depositen en el nicho, alguien gritó:

«_ ¡Queremos verle!

          _ Sí, sí, que le descubran.» (p. 38)

     Los operarios alzaron la cubierta de ébano, y a través de un cristal pudo verse la cara y el pecho del duque.

«Los mudos espectadores de aquel festín de tristezas quisieron ver más.

_ ¡Todo, todo!  _ gritaron algunos.

Y la segunda cubierta del féretro se alzó, dejando al aire todo el cadáver, desde la cabeza a los pies.

………………………………………………………………………………………………

Allí se ofreció el cuerpo de Casimiro Aliatar rígido y solemne, ceñido en el amplio manto calatravo, símbolo de nobleza y prenda de alta estirpe, pero estrujando con sus manos agarrotadas… ¡triste es decirlo…!  ¡¡¡unos zorros de limpiar muebles !!!

   Se inició en la turba una carcajada, pronto contenida por el respeto al sitio y la ocasión.

………………………………………………………………………………………………

El ayuda de cámara del muerto, autor inconsciente de aquella brava estulticia […] con las prisas había descolgado de la cabecera del lecho del duque un soberbio crucifijo de bronce, y con unos zorros, había comenzado a quitarle el polvo. Estando en tan dulce tarea, los de la funeraria le avisaron  que procederían a cerrar el féretro, pues se hacía tarde: él equivocó los objetos, y dejando el crucifijo sobre una silla, coló (sic.) en la caja los zorros: la tapa cayó enseguida…y he ahí todo.

   Nosotros, filósofos por temperamento, nos quedamos meditando que, después de todo, el acto del ayuda de cámara no era ninguna tontería, pues teniendo en cuenta aquella frase  del Eclesiastés, “acuérdate ¡oh hombre! que polvo eres y en polvo te convertirás”, de tan exacta aplicación a todo cadáver, ¿qué cosa mejor que unos zorros se puede poner a su alcance, para que disipe con ellos el polvo que de otro modo ha de acabar por ahogarle?» (pp. 40-41).

 

     Si comparamos el ejemplo propuesto  de la novela de J. Belda con los anteriores de los cuentos de Conan Doyle y de  Maurice Leblanc podemos apreciar las diferencias en el registro del humor entre uno y  los otros relatos policiacos. Y, a la vez, también podemos percibir, pese a la brevedad del texto transcrito, cómo la narrativa policiaca de Belda, y en general la de toda su obra, se estructura formalmente como un proceso eminentemente irónico y satírico que provoca una continua desarticulación y ruptura, por las continuas digresiones, en su narratividad. Aunque ello no supone que se socave la intriga policiaca, sino que, al contrario, sean múltiples las alternancias y vericuetos por los que discurre la trama con las más insólitas pistas falsas y diferentes sospechosos. Lo que es consustancial al género policiaco. Tal y como procede Belda en el caso de su novela Una mancha de sangre. Novela ésta de acción trepidante en la que se producen las más extrañas y disparatadas situaciones que, finalmente, responden a una estratagema para rodar con la mayor verosimilitud una película cinematográfica. Novela, por cierto, que se abre parodiando el modo de proceder de Sherlock Holmes:

 

   «Esta vez  estaba decidido a poner las cosas en claro, aunque para ello tuviera que desenmascarar al mismo demonio. Lector apasionado de las modernas novelas policiacas, sabía que lo primero que todo detective hacía en cuanto tenía un asunto nuevo que resolver, era encender una pipa y disponerse a almorzar. Como era su hora, salió a la calle, encendió un cigarro y se marchó al restaurant (sic.) de la Carrera de San Jerónimo, donde hacía sus diarias comidas.» (pp. 9-10)    

 

                       III. LOS INGREDIENTES Y ARQUITECTURA DEL RELATO POLICIACO.

 

     Si atendemos, dentro de la teoría del relato policiaco, a alguno de los ingredientes  (el crimen, el modo, el criminal, el detective) y a la arquitectura (el narrador) del relato policiaco , tomando como referencia el análisis de los mismos formulado por I. Martín Cerezo (2006: 39-75), y transferimos alguno de ellos a los dominios de la novela policiaca de humor, podemos  observar los sugerentes, y a la vez extravagantes y disparatados matices que se establecen entre una y otra modalidad partiendo de similares premisas y situaciones, según los ejemplos que a continuación exponemos en los distintos apartados:

 

     a) El crimen.

    En términos generales, el crimen desata todo un mundo de interrogantes y de expectativas para el lector que garantiza el interés de la trama. Sin embargo, el cadáver deviene más en una presencia social que en una cualidad personal e individual; por lo que es lo social lo que llega a ocupar el lugar central de todo relato policiaco. Una vez cometido el asesinato, cerrada la escena del crimen, interesa todo aquello que le rodeaba, el tiempo anterior o el tiempo posterior. Y a esa condición social se acogen alguno de nuestros autores para en concretas novelas hacer del crimen un elemento con fuerte contenido social en clave de humor, llegando a constituir un factor propagandístico y publicitario que sirva como grotesco reclamo.  Tal y como acaece en Un cadáver en el comedor, de W. Fernández Flórez, donde se nos da cuenta del crimen de una corista, de apodo “la Peruana”, cometido por un empresario teatral, y que es descubierto por un actor (Téllez), especializado en comedias policiacas, que colabora con la policía.   

 

« […] Esto intrigó a todo el mundo, y la prensa publicó comentarios y cábalas y exégesis más o menos absurdas. Bueno, pues Téllez pudo probar cumplidamente que la Peruana había sido víctima de un asesinato.

_ ¿Por qué?

_ Por un móvil curioso desde cierto punto de vista. El matador era el empresario de La colcha de damasco, y había realizado el delito no por odio a la muchacha, sino, sencillamente para atraer la atención del público hacia la obra. “A ver si así va alguien al teatro – pensó, - porque no queda otro recurso que tocar”. Fue un crimen reclamo.» (pp. 20-21)

 

     También en El souper-chotis, de J. Belda, nos encontramos con un caso hasta cierto punto semejante. Un matrimonio posee una Venta en las afueras de Madrid y deciden transformarla, con la ayuda económica de un socio, en un moderno cabaré al que dan el ostentoso nombre de “El souper-chotis”. Pero pasan los días, e incluso los meses, y al cabaré no acude nadie. El socio les dice que deben tener paciencia. Sin embargo, comprueban como otros cabarés próximos siempre están llenos de público y que su socio es un asiduo de uno de ellos. Una noche, el matrimonio, lo citan y posteriormente lo asesinan. Y entierran el cadáver bajo la pista de baile. A partir de entonces el local se les llena cada noche.

 

     b) El modo.

     El asesinato, la muerte del ser humano se materializa a través de algún medio y modo. Ya sea mediante el disparo de una pistola, penetración de un arma blanca, estrangulamiento, etc.  Y resulta curioso, a este respecto, comprobar como tanto J. Belda, en Se ha perdido una cabeza, como E. Jardiel Poncela, en En los 38 asesinatos y medio del castillo de Hull, coincidan en un arma peculiar para la realización del crimen: un cuchillo de postre. En el caso de la novela de Belda, la causa del crimen es tal vez más sugestiva y cómica: a un afilador de cuchillos le entregan varios cuchillos para que los afile, mas el dueño de estos queda descontento y protesta; enfadado el afilador y para hacerle una demostración, con el cuchillo de postre lo descuartiza. Las distintas partes del cuerpo las va enterrando en lugares diferentes, lo que propicia que tras su descubrimiento en días alternos se proceda a diversos entierros que aburren y disgustan a los amigos.

 

     c) El criminal.

     En el relato policiaco de humor, el criminal, por lo general, es valorado positivamente y apenas sufre condena alguna cuando es apresado. Hasta el punto de que en ocasiones llega a instruir a la policía. Y con tal fin realiza sus crímenes  el protagonista de El crimen de la calle…, de Alberto Insúa, quien al final del relato será nombrado Ministro de la Gobernación. En un determinado pasaje de la novela corta, nuestro criminal protagonista expone su filosofía mediante una serie de aforismos:

 

« ¿Qué he hecho de los veinte años a los cuarenta?

Ha estafado.

He robado.

He asesinado.

Podría demostrar  que he hecho, en pequeño, de un modo individual, lo que han hecho, lo que hacen y lo que harán siempre, en grande, de un modo colectivo, todos los pueblos. Pero no necesito demostrarlo. Sólo agregaré, para que concluya de verse mi fisonomía moral, estos aforismos, que, de ser diez, constituirían mi decálogo:

I.  El crimen no nace cuando se comete, sino cuando se descubre.

II.  La impunidad está a un paso de la justificación.

III. Y la justificación a un milímetro de la gloria.

IV. La habilidad no está sólo en “hacer” bien, sino en sostenerse en lo hecho. 

V.  Robar es “otro medio” de adquirir la propiedad.

VI. Matar es hacer una obra de misericordia y un acto de expiación, todo en una pieza y de un solo golpe.

VII. Entre una mujer y un hombre, elige para víctima a la mujer, porque, como dice un filósofo, el hombre es simplemente malo y la mujer es aviesa. (Por algo las mujeres son mi especialidad).» (sin paginar)

 

     En algún caso, el criminal es el propio detective. En Los 38 asesinatos y medio del castillo de Hull, Holmes ordena llamar a la policía para que lo apresen, pues se declara culpable de todos los asesinatos cometidos. Mientras que en Un cadáver en el comedor  es el autor-narrador el que se descubre como culpable.

 

     d) El detective.

     El detective es el elemento clave del género policiaco. Descubre al culpable y la logra la inocencia de los posibles sospechosos. Por lo general, la figura del detective conlleva la de un compañero, lo que supone una gran eficacia desde el punto de vista técnico-narrativo. Como lo demuestra la tradición literaria (D. Quijote y Sancho, etc.). Ello implica una doble visión en la que, por contraste, se realza a uno de los miembros de la pareja: el detective. Además, quizás lo más importante, el acompañante será el narrador, el cronista de los hechos. La figura del detective es la que ha supuesto, desde el punto de vista crítico y teórico literarios el mayor número de consideraciones. Entre los más famosos detectives de la época (Dupin, Philo Vance, Nero Wolfe, Poirot, etc.) es Sherlock Holmes al que más se recurre como prototipo  tópico y paródico en los relatos de humor policiaco. En algún caso en fechas muy tempranas, lo que demuestra su pronto influjo entre los autores españoles. Llegando a ser utilizado narrativamente de manera “directa”, como protagonista del relato. Como sucede en Tenorio contra Sherlock Holmes (novela corta sin crímenes), donde J. Belda nos narra el hecho de que mientras el famoso detective inglés pasa unas vacaciones en Sevilla, se produce el rapto de doña Inés por don Juan Tenorio, lo que aprovecha don Gonzalo de Ulloa para encargarle el caso. Holmes sigue el rastro por tascas y Ventas hasta encontrar a doña Inés. Don Juan, mosqueado, decide poner tierra de por medio y se marcha a América. Pero, finalmente, don Gonzalo pierde la cabeza y muere de delírium trémens al ver la factura de 6.000 ducados que le presenta el célebre detective. 

     En cuanto a la figura del colaborador o ayudante del detective, son, en especial, significativos los casos que nos ofrecen tanto E. Jardiel Poncela como J. Belda. En dos de sus novelas ambos aparecen como autores-narradores colaboradores del detective. De J. Belda ya hemos dejado anotado cómo en su novela ¿Quién disparó?, con su propio apellido se introduce en el relato y se ofrece y actúa como ayudante del detective Gapy Bermúdez. En Los 38 asesinatos y medio del castillo de Hull el narrador decide descansar en un banco de Hyde Parke en el que está sentada otra persona. Ésta se presenta como Sherlock Holmes y le comenta que se encuentra sin ayudante, por lo que le solicita con urgencia si desea ser su nuevo colaborador. Cargo que acepta. Por lo que se convierte en el nuevo cronista de las peripecias de Holmes. Ofreciéndonos, en las primeras páginas, la siguiente descripción de Holmes:

 

«Comúnmente, Sherlock era serio, grave, melancólico y, lo diré de una vez: más aburrido que un drama rural. Vivía siempre solo, levantándose de un sillón para tumbarse en otro; chupeteando su pipa de madera de Cardiff; tocando el violín lo suficientemente mal para que, al oírle tocar el violín, nadie creyera que estaba tocando el violín; inyectándose morfina en cantidad bastante para tirar de bruces un caballo, y permaneciendo a veces días y días encerrado en casa sin hablar, sin comer y sin dormir, en esa especie de letargo de los caimanes de las islas Marquesas, cuando se hallan haciendo la digestión de un misionero holandés. Pero así que el misterio o el crimen se le alzaban al paso, agitando ante él sus sangrientos peplos (figura retórica tomada del segundo acto de “Las aves”, de Aristófanes), Sherlock se galvanizaba: tiraba el violín; le daba un puntapié al sillón; se comía la pipa; regalaba su stock de morfina al London´s Hospital, sala de amputaciones; ponía a la orden del día los roast-beef de Palm Market, y las botellas de Burdeos extrafino, y se volvía activo como un veneno indio.» (pp. 17-18, la cursiva es del autor).

Por cierto que Jardiel Poncela escribe una introducción a la novela con el título “Aclaración a la idiotez del texto y dedicatoria a ciertos críticos jovencitos”, en la que afirma, entre otras cosas, que el relato que a continuación sigue lo ha escrito para ponerse a la altura de la idiotez de algunos críticos que han censurado y procurado echar por tierra mis páginas más inteligentes; por lo que les ofrece y dedica las páginas idiotas que siguen, con la seguridad y satisfacción de merecer esta vez su aplauso entusiasta. Unas consideraciones que luego, a lo largo del desarrollo de la novela, le llevan a transgredir, parodiar e ironizar, las numerosas frases y expresiones inglesas que se incluyen en el texto, tópicas y estandarizadas, que, en nota a pie de página, siempre traduce del mismo modo: “El tiempo es oro”. Por ejemplo: To be or not to be! : “El tiempo es oro”; five o´clock tea ... :  “El tiempo es oro”; etc. La introducción en el texto de frases y expresiones inglesas y francesas con muy sui géneris traducciones tendentes a lo cómico también es una constante en J. Belda.

 

     e) El narrador.

     Las relaciones que, en cualquier narración, el narrador mantiene con el universo diegético y también con el lector (implícito, ideal y empírico), en el relato policiaco de humor las intromisiones del autor en la historia tienen espacial significación. Destaca por su mayor incidencia J. Belda, aunque también otros autores como Jardiel Poncela, Fernández Flórez o Insúa, participan en el proceso de las relaciones que se establecen entre la focalización y el tipo de narrador. De las ocho variantes, al respecto, establecidas por Norman Friedman (1967: 108-138) merecen una mayor atención, desde nuestra perspectiva, los tipos relativos a: la omnisciencia editorial o de autor (punto de vista ilimitado con intromisiones del autor en la historia), yo-testigo (el narrador como personaje secundario de la historia se dirige al lector en primera persona), y yo-protagonista (el narrador es protagonista de la historia y se dirige al lector en primera persona). También es de interés la propuesta de Gérard Genette (1989: 244-249, 270-321) referente al relato no focalizado, en el que el narrador sabe más que cualquier personaje.

     En un primer nivel nos encontraríamos con el tipo que podríamos calificar como más elemental, el correspondiente al yo-protagonista. Modalidad con la que W. Fernández Flórez abre y cierra su novela corta Aire de muerto:

 

«Ustedes son muy dueños de no creer esta historia, aunque, después de todo, no sé qué iba ganando yo con engañarles; pero un viaje á las Rías Bajas siempre es grato, y si en las Rías Bajas buscan ustedes la tienda de ropas hechas  y efectos para emigrantes “La Gran Chaco” Sociedad anónima de responsabilidad limitada, podrán comprobar fácilmente esta narración.

………………………………………………………………………………………………

  Ustedes  -creo haberlo advertido ya- pueden dar ó negar crédito a esta historia. Marcos nunca tuvo imaginación bastante para inventar su entrevista con el difunto, y, por mi parte, no sé qué iba ganando yo con engañarles.» (pp., respectivamente, 8 y 62)

 

     Pero es en los textos de J. Belda, como acabamos de advertir, donde encontramos los más variados tipos de intromisiones del autor-narrador. De hecho mantiene un continuo “diálogo” con el lector, bien para aleccionarle sobre el desarrollo de la intriga, para despertar su curiosidad e interés, e incluso, en ocasiones, para confundir y engañar. Por ello, esas intromisiones y advertencias, como sugiere W. C. Booth, “es absurdo ignorarlas cuando se ofrecen, pero es peligroso creérselas a pie juntillas” (1986: 92).  Veamos algunos ejemplos.

En ¿Quién disparó…? leemos en las primeras páginas de la novela:

 

« ¡Pobre Casimiro! ¡Quién le había de decir que dentro de tres minutos escasos un inexplicable y misterioso suceso se cernería sobre su frente patricia…! ¿Qué fué ello…? Lee, lee, cariñoso lector, y retuércete de estupor y de pena.

………………………………………………………………………………………………

[…] En el resto del espacio limitado por la calle de Peligros, mitad de la de Sevilla, Ideal Room y la Peña, no había más gente que la de las aceras; la calle de Sevilla estaba completamente desierta hasta cerca de las Cuatro Calles. Rogamos al paciente lector que se fije mucho en todos estos detalles, pues son algo así como la médula de lo que va a pasar. » (pp. 18-19).

 Luego, hacia la mitad de la novela, podemos leer:

« ¿Qué tenía que ver Stella con el viejo aquél y con el lío éste? Recomendamos al lector que vaya atando cabos, si no quiere armarse un verdadero lío.» (p. 164).

 

En Se ha perdido una cabeza  encontramos, entre otras, la siguiente intromisión del autor-narrador:

« Y cuando la dama, plena de la mejor intención, le repetía:

  _  ¡Vamos, hombre! ¡El caso no es tan grave!

  Él, filosófico, le replicaba:

  _  ¡Qué sabes tú, mujer! ¡Qué sabes tú!

 Era verdad; la pobre no sabía; no podía saber.

 El lector tampoco sabe todavía.

 Los únicos que estamos enterados somos don Ramón y yo. A él no le convenía hablar, y a mí, lector, tampoco me conviene contártelo todavía.

 Pero ya te lo contaré, te lo prometo. Todo llegará. » (p. 25).

 

          También, en otras ocasiones, el autor-narrador no tiene el menor reparo, ya sea mediante el juego de palabras, la sátira o la ironía, de hacer referencia a determinados autores célebres, ya sea por su importancia y relación con el relato policiaco o de intriga; por sus tesis psicoanalíticas, caso de Freud, por aquellos años en boga, de aplicación al género policiaco en cuanto a motivaciones del criminal e interpretación de pistas, símbolos, huellas, etc.; o bien a escritores españoles de la época, tomados como pretexto, para tratar de resolver la duda que le inspiran dos personajes femeninos. En Se ha perdido una cabeza, sin tener que recurrir a otras obras, hallamos ejemplos de los tres casos expuestos:

 

« Había que disipar todas aquellas hipótesis hoffmanescas y edgardopoyanas -¡perdón!- ; ya pisando fuerte, fue a la ventana y abrió de par en par sus maderas. Volvió a su cuarto, soltó en el lavabo el grifo de agua fría y colocó la cabeza debajo de él.» (p. 69)

 

« _ Ya ves: yo he perdido mis once trajes y toda mi ropa interior y, ya me ves, tan fresca.

  Él hizo un chiste, inexplicable en aquellas circunstancias.

  _ Claro; por eso estás tan fresca, porque te ha quedado sin ropa.

  Freud explica muy bien esta emergencia del chiste como derivativo en las circunstancias trágicas de la vida. Un caso antiguo confirma la verdad de esa teoría del eminente profesor vienés: el de aquel escritor español que, estando en período agónico, pidió que le trajeran los Santos Oleos, y dijo al encargado de llevar el mensaje a la parroquia:

  _ Y dile al párroco que sean buenos, que son para mí.» (p. 24)

 

« Porque fueron dos: el lector lo recordará. Una morena y una rubia, como en La Verbena, o como en la novela famosa de Paco Camba.

  ¿Sería la rubia? ¿Sería la morena? De haberlo sabido con certeza, Ramón habría tomado aquella misma tarde el tren para Barcelona, se habría plantado en la casa cercana a la plaza Real, y le habría pegado un tiro a la autora de su desgracia…Si no era la que ya se habría embarcado para América.

  Pero ¿cómo saber?

  Ramón Mencía se encontraba en la misma situación en que se encuentra –salvando todos los respetos y estableciendo todas las debidas categorías- el protagonista de la magistral obra de Galdós, El abuelo con respecto a sus dos nietas.» (pp. 183-184)

 

                                                    ----------------------------------

 

     Consideramos, según hemos tratado de exponer y en función de los ejemplos textuales propuestos, que por medio de los específicos registros que encontramos en las novelas y novelas cortas de humor se abren nuevas perspectivas para una mejor interpretación teórica y crítica de la novela y el relato policiacos. Su fin paródico, la continua alternancia de los más insólitos motivos tendentes a la comicidad, la sátira y la ironía, que dominan a lo largo del discurso, iluminan pautas y técnicas narrativas propias del estricto relato policiaco. Hasta el punto de que tras la lectura de las novelas policiacas de humor podemos percibir de manera más ostensible los ingredientes, arquitectura y configuración del género policiaco, tanto en su instancia productora como en la receptora. Así, pues, la parodia, la sátira, la ironía, junto a otros recursos retóricos, pragmática, semiótica y socialmente, son los goznes básicos sobre los que se va articulando el humor policiaco; pero que también subyacen, latentes, en diferentes grados, en la novela policiaca.

 

(Este trabajo es resultado de la investigación realizada en el proyecto I+D+I de referencia FFI2010-15160, financiado por la Dirección General de Investigación y Gestión del Ministerio de Ciencia e Innovación.)

 

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Vázquez de Parga, S., La novela policiaca en España, Barcelona, Ronsel, 1993.                                                    



[1] Este artículo constituye una revisión muy ampliada de la conferencia que, con el título La novela policiaca de humor, impartí en el ciclo “El género policiaco en la literatura y el cine”, dirigido por Javier Rodríguez Pequeño e Iván Martín Cerezo, en los Cursos de Humanidades Contemporáneas, XXX edición, en la Universidad Autónoma de Madrid (2007 -2008).

[2]  Un fenómeno no ajeno a la época precedente del siglo XIX, donde también es muy escasa la producción de novelas policiacas (J. I. Ferreras, 1972: 293-296), así como las denominadas góticas o de terror (J. I. Ferreras, 1973: 243-249). Tendencia asimilable, en la literatura española en general, en lo que atañe a «obras fantásticas y sobre todo de las llamadas utópicas o de anticipación» (M. Baquero Goyanes, 1962:9).

[3]  Luego recopilados en Cuentos trágicos, Madrid, Renacimiento, 1912.

[4]  Novela corta no exenta de cierta polémica, pues algunos capítulos de la misma y, sobre todo, parte de su novela corta El señor Catafalco (Los Contemporáneos, nº 406, Madrid, 6 de octubre de 1916), conformaron su novela La torre de los siete jorobados, aparecida primero en forma de folletón en el periódico La Nación, de Madrid, en 1918 (J. M. Labrador Ben y A.Sánchez Álvarez-Insúa, 2004: 929 – 934). Años después, en 1944, Edgar Neville realizó una adaptación cinematográfica de La torre de los siete jorobados.

 

[5]  Sirva como ejemplo la obra de José María Martín de Eugenio, La resurrección deFantomas, nº X y XI, primera y segunda parte (Madrid, 23 julio 1918), drama policiaco en cinco actos, estrenado en el Teatro de Campos Elíseos, de Bilbao, el 16 de diciembre de 1915.

[6]  Barcelona, Editorial Juventud, 1932.

[7]  Barcelona, Editorial Horta, 1935.

[8]  Publicadas, respectivamente, en Barcelona, Editorial Juventud, en 1936, 1936 y 1937.

[9]  Madrid, Editorial Saturnino Calleja, 1922. Se publicaron un total de 18 títulos, todos ellos dentro del mismo año, de Gustave Le Rouge.

[10]  Barcelona, Editorial Molino, 1933- 1936. Estaba estructurada en tres series: azul, roja y amarilla. Esta última, dedicada exclusivamente a la novela policiaca. Entre noviembre de 1933  y julio de 1936 publicó 64 títulos de distintos autores: Edgar Wallace, Wyndham Martyn, Valentin Williams, E. Phillips Oppenheim, S. S. Van Dine, Agatha Christie, Erle Stanley Gadner, entre otros. En 1939, tras la Guerra Civil, prosiguió la colección con el número 65 (El criado chino, de Earl Derr Biggers). Esta serie policiaca fue la de mayor longevidad en el mercado editorial, pues se prolongó hasta el 1956; siendo su último número el 344 (Los trabajos de Hercules, de Agatha Christie).

[11]  Para una visión de conjunto sobre la novela policiaca en España, en la época acotada, véanse, entre otros: M. Martínez Arnaldos (1982: 143-147), J. R. Valles Calatrava (1991: 88-106), S. Vázquez de Parga (1993: 34-85), y V. de Santiago Mulas (1997: 40-59).

[12]  Lleva el subtítulo de: Novela policiaca. Husmeos y pesquisas de Gapy Bermúdez, Madrid, Biblioteca Hispania, s.a., 3ª edición (por la que citamos); 1ª edición, Madrid-Buenos Aires, Renacimiento, 1914. El propio Belda, con su nombre, se introduce en el relato y se presenta al detective Gapy para ser su ayudante y, a la vez, cronista de sus hazañas. Gapy es un amante de todo lo inglés.

[13]  Madrid, Biblioteca Hispania, s.a., 3ª edición (por la que citamos); 1ª edición, 1915.

[14]  Con el subtítulo de: El carnaval en Niza, Madrid, Biblioteca Hispania, 1928, 1ª edición. Novela de intriga, más que estrictamente policiaca; aunque en ella se produzca un asesinato e intervenga la policia. No en balde, y con razón, Blasco Ibáñez, en el prólogo, fechado en Mentón, en julio de 1927, unos meses antes de su muerte, afirmaba que “los aficionados a clasificar y catalogar novelas, con un espíritu más de archivero que de crítico literario, tal vez digan que Memorias de una máscara es una novela policíaca. No lo creo así, pues se aparta mucho de las célebres de este género novelesco” (p. 9).

[15]  Con el subtítulo de: Novela de humor y misterio, Madrid, Biblioteca Nueva, 1929, 1ª edición.

[16]  La Novela Política, nº 1, Madrid, Pueyo, 1934. Es de advertir que entre 1930 y 1934 aparecieron tres colecciones con igual denominación: La Novela Política, el nº 1 corresponde a la novela de A. Prats y Beltrán, La noche de San Daniel, Madrid, Prensa Gráfica, 10 de mayo de 1930, y el nº 11 (último de la colección) a Julio Romano, El bandolerismo andaluz, Madrid, 19 de julio de 1930; La Novela Política, Madrid, Editorial Castro, 1931; y la citada de la Editorial Pueyo.

[17]  Zaragoza, Librería General, 1941. Reaparece la figura del detective Charles Ring, que viene a España en busca del caballo Wotan, ganador del gran derby. En los capítulos I, III, V, VI y VIII nos ofrece una crítica de la España republicana en guerra. El título de la novela, según «palabras al editor», se debe a que constituye la decimotercera de sus novelas y trata de imitar a los músicos cuando enumeran sus composiciones. Desde las primeras páginas alude con cierta ironía a Conan Doyle y Maurice Leblanc: «Charles Ring no ha fumado nunca; no obstante, comprende que un detective sin pipa o un cigarro entre los dientes no llega a ser jamás un personaje que atraiga la atención de un novelista, y mister Ring, en el fondo de su corazón, abriga la esperanza de que un nuevo Conan Doyle o un Maurice Leblanc ocupen algún día su pluma en narrar sus proezas. Y cuida la caracterización de su persona cargando con mentol el atornillado depósito de su puro de hueso.» (W. Fernández Flórez, Obras Completas, vol. IV, Madrid, Aguilar, 1966, p. 857). El dar a su detective el nombre de Ring también nos lleva a evocar Los cuentos del ring, de A. Conan Doyle, conjunto de relatos que éste publicara en distintos medios entre 1899 y 1921, destacando, entre ellos, el de El lord de Falconbridge: una leyenda del ring (aparecido en The Strand Magazine, en 1921).

[18]  Conjunto de siete relatos aparecidos, a lo largo de 1928, en diferentes revistas. Los relatos son los siguientes: Mi encuentro con Sherlock Holmes, La serpiente amaestrada de Whitechapel, El hombre de la barba azul marino, La momia analfabeta del Craig Museum, El anarquista incomprensible de Picadilly Circus, La misa negra del barrio del Soho, El frío del Polo o los asesinatos incongruentes del castillo de Rock (este último relato sería luego reelaborado como novela corta con el título de Los 38 asesinatos y medio del castillo de Hull).

[19]  Al igual que Belda, en su novela ¿Quién disparó…? Jardiel Poncela, aunque sin aludir a su propio nombre, como autor-narrador se introduce en el relato como ayudante, en vez de Watson, contratado por Sherlock Holmes.

[20]  La corta vida editora se debió, en parte, a la huelga de correos que por aquellas fechas tuvo lugar. Junto al antes citado, también aparecieron, en La Novela Misteriosa, otros títulos de novelas cortas como: El hombre de hielo (25 de mayor de 1922), Una aventura extraña (15 de junio de 1922), el aviso telefónico (20 de julio de 1922), La voz del muerto (3 de agosto de 1922).

[21]  Madrid, Biblioteca Patria, vol. CXLI, 1918.

[22]  Con este título, A. Insúa  volvió a publicar la anterior en La Novela Corta (nº 270, Madrid, 19 de feberero de 1921) con la fraudulenta calificación de “novela inédita”. Para tratar de desfigurar el autoplagio se limitó, tan sólo, a cambiar los títulos de los capítulos, a intercambiar el nombre de los protagonistas (Fábregas pasa a ser Roda y viceversa) y a suprimir una “Aclaración”, de pocas líneas, al final del relato (Véase Manuel Martínez Arnaldos, “Función sociológica del hecho literario: el autoplagio”, en La novela corta española en el primer tercio del siglo XX. Toría y práctica, cit., pp. 73-101.)

[23]  Barcelona, F. Granada y Cia. Editores, s.a. (c. 1916).

[24]  Sobre la enumeración y desarrollo de tales reglas, en referencia a las del primero, Van Dine, véase ThomasNarcejac (1986: 98-102), y respecto a las de los tres autores, Martín Cerezo (2006: 192-197).

[25]  Para la obtención de los textos, he utilizado la Antología de Cuentos Policiales, edición de Javier Lasso de la Vega, Barcelona, Labor, 1960.

[26]   Con tal traducción se incluye, en la antes citada Antología, el cuento de A. Conan Doyle, The speckled band, en vez de la más conocida como La banda de lunares.