estudios
“EL ALMOHADÓN DE
PLUMAS” Y EL PERJURIO DE
Marisa
Martínez Pérsico
(Universidad de
Salamanca)
Resumen
A partir de los
estudios psicoanalíticos de Sigmund Freud, este artículo analiza el componente
sádico y perverso del amor objetal que subyace en las relaciones amorosas
entabladas en la nouvelle El perjurio de
la nieve, de Adolfo Bioy Casares –donde el encuentro sexual resulta
mortífero de acuerdo con una solución fantástica– así como en el cuento “El
almohadón de plumas”, de Horacio Quiroga, clasificable dentro de la categoría
de relato de vampirismo.
Abstract
Accordling to the psychoanalytic studies of Sigmund
Freud, this article analyzes the perverse and sadic component of love that
appears on Adolfo Bioy Casares’ nouvelle El
perjurio de la nieve –where the sexual intercourse causes the death– and on
Horacio Quiroga’s short-story of vampirism “El almohadón de plumas”.
Palabras clave
Vampirismo
- relato fantástico - pulsión de Eros - pulsión de Tánatos
Keywords
Vampirism – Fantasy – Eros drive – Thanatos drive
Oh, love! Oh life! – not life, but love in death
Romeo y Julieta, Shakespeare
En “El almohadón de plumas” (Cuentos de amor, de locura y de muerte,
1917). de Horacio Quiroga y El
perjurio de la nieve (1945) de Adolfo Bioy Casares, la inminencia de
la muerte constituye un atributo femenino que ejerce poderosamente su atracción
sobre los protagonistas. La agonía resulta erótica en tanto prefigura el estado
de serenidad y satisfacción definitiva —la muerte— vinculada con la consumación
del acto sexual. Sigmund Freud analizó esta dialéctica entre amor y muerte,
placer y destrucción, en su texto Más allá del principio de placer
(1920), definiéndola como la lucha entre Eros (pulsión de vida) y Tánatos
(pulsión de muerte). La muerte física es entendida como el equivalente de la
descarga erótica.
En el artículo citado, Freud desarrolla una
teoría acerca de ambas pulsiones: mientras Eros actúa en pro de la
supervivencia del individuo y la reproducción de la especie, Tánatos estaría
familiarizado con el principio de placer, en donde todo acto psíquico
placentero tiende a disminuir una tensión molesta. La muerte, entonces,
involucraría el cese máximo de tensiones. Existiría cierta tendencia del individuo
a autodestruirse, lo que él denomina masoquismo.
“El curso de los procesos anímicos es regulado automáticamente por el principio
del placer (...) dicho curso tiene su origen en una tensión no placentera y
emprende luego una dirección tal, que su último resultado coincide con una
minoración de dicha tensión y, por tanto, con un ahorro de displacer a una
producción de placer (...) una de las tendencias del aparato psíquico es la de
conservar lo más baja posible la cantidad de excitación en él existente” (Freud,
1995: 59). Freud deduce que esta aspiración a aminorar, mantener constante o
hacer cesar la tensión de las excitaciones internas es uno de los más
importantes motivos para creer en la existencia de instintos de muerte. La
saturación de las tensiones eróticas que desencadenan en el acto sexual permite
establecer una analogía entre la posesión erótica y la completa satisfacción
sexual con la muerte. Tánatos aspira a la resolución total de las tensiones, es
decir, a retrotraer el ser vivo al estado inorgánico; esta energía destructiva
dirigida hacia fuera se exterioriza como agresión y destrucción. Por otro lado,
el psicólogo vienés también sostiene que el amor objetal nos muestra una
segunda polarización: la del amor (ternura) y la del odio (agresión). En el
instinto sexual, por lo tanto, existe un componente sádico. El apoderamiento
erótico, según su teoría, coincidiría con la destrucción del objeto de amor.
La hipótesis de que la muerte física puede
ser entendida como el equivalente de la descarga erótica, en el texto de
Quiroga, aspira a rescatar y recortar, de entre todas las formas en que la
imaginación literaria ha representado las estrechas relaciones entre amor y
muerte, la dimensión del cuerpo. El cuerpo aparece como un signo que
metaforiza el deseo de muerte de los amantes, deseo que se materializará en la
supuración y la sangre (bajo la forma de la pérdida de la virginidad o el
“vaciamiento” provocado por el vampiro), el desperfecto físico, el deterioro de
los signos vitales.
La
descripción de Alicia coincide con el arquetipo de las siluetas eróticas y
lúgubres de las jovencitas decadentistas esparcidas en los versos de Los crepúsculos del jardín (1905),
de Leopoldo Lugones. Estas jóvenes son retratadas como vírgenes enfermizas,
ojerosas, pálidas, esbeltas, mórbidas (“Cisnes negros”, “Tentación”, “El
buque”) cuyo aspecto enfermizo es altamente festejado y erotizado por el yo
lírico. La agonía experimentada por la joven virgen durante el acto sexual
(homologada con la muerte) provocan la satisfacción del yo poético, por
ejemplo, en el siguiente poema (“Venus victa”):
Pidiéndome la muerte, tus collares
Desprendiste con
trágica alegría
Y en su pompa
fluvial la pedrería
Se ensangrentó de
púrpuras solares
Sobre tus
bizantinos alamares
Gusté infinitamente
tu agonía
A la hora en que el crepúsculo surgía
Como un vago jardín
tras de los mares.
Cincelada por mi
estro, fuiste bloque
Sepulcral, en tu
lecho de difunta;
Y cuando por tu
seno entró el estoque
Con argucia feroz
su hilo de hielo
Brotó un clavel
bajo su fina punta
En tu negro jubón
de terciopelo. (Lugones, 1980, 25)
En el clásico quiroguiano,
Alicia es una joven recién casada, “rubia, angelical y tímida”, que ha
regresado de su luna de miel decepcionada por el severo carácter de su marido.
El semblante impasible de su esposo y su frialdad característica han helado
“sus niñerías de novia” y transformado su hogar en un “rígido cielo de amor”,
en una “casa hostil”. El narrador expresa que Jordán “la amaba profundamente,
sin darlo a conocer”. En la medida en que avanza el relato, la apariencia de
Alicia se va distorsionando, mostrando las evidencias de una enfermedad
inexplicable: adelgaza, empalidece, tiene desmayos, el médico le diagnostica
anemia, ya no se puede levantar de la cama, tiene alucinaciones. Esta evolución
vertiginosa coincide con la transformación de Jordán en un marido amante,
comprensivo, preocupado: “Jordán, con honda ternura, le pasó muy lento la
cabeza”. A partir de la recaída de su mujer, Jordán vive en la sala, con la luz
encendida, velando por ella. “En el silencio agónico de la casa, sólo se
escuchaba el retumbo de los eternos pasos de Jordán” (Quiroga, 1995: 63). La
inminencia de la muerte impacta poderosamente en el carácter del hombre.
En el desenlace del relato
nos enteramos de que un monstruo escondido en un almohadón de plumas estaba
succionando las sienes de Alicia a la manera de un vampiro. El vampiro,
mamífero fantástico cuya leyenda forma parte del dominio del imaginario
popular, se había alimentado con su sangre cada noche, hasta causarle la
muerte. En el cuento, el acto de succionar la sangre de la mujer adquiere un
tinte erótico (similar a la pérdida de la virginidad) puesto que implica el
traspaso de fluidos corporales de un cuerpo al otro, en este caso, del cuerpo
de la jovencita angelical al del “animal monstruoso, bola viviente y viscosa”,
acto no exento de cierta connotación perversa, de cierto aire zoofílico. El
animal, “noche tras noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado
sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquella, chupándole la sangre”,
hasta vaciarla en el transcurso de cinco días. Este es el componente sádico (y
en este caso, también perverso) del amor objetal (entendiéndolo como la
relación entablada con un “otro” a partir de una pulsión que aspira a la
satisfacción del placer, según la definición freudiana) que hace coincidir la
posesión erótica con la muerte. El
animal velludo, satisfecho después de haber vaciado a la mujer, “estaba tan
hinchado que apenas se le pronunciaba la boca” (dos veces en el cuento se habla
de la “boca” del parásito, como en una personificación del monstruo).
Este vínculo entre
vampirismo, atracción sexual, muerte y placer sádico resulta parodiado en el
cuento “El
vampiro”, de Manuel Mujica Láinez (Crónicas reales, 1967). Este cuento narra los acontecimientos
que se desencadenan a partir de que un Barón llamado Zappo es invitado a
participar, gracias a su parecido físico con los vampiros, de un film inglés
basado en un relato gótico escrito por Miss Godiva. El barón es efectivamente
un vampiro, cuyas succiones provocan la anemia de los que intervienen en la
filmación, particularmente de la protagonista de la película, Violet Daisy.
Ella, al igual que Alicia, es descripta como una jovencita inocente y
angelical: “Decir Violet Daisy equivale a decir: belleza, gracia, ternura,
melena ondulada, mohines adolescentes, lazos en el pelo rubio, y sobre todo
unos ojos que no pertenecían al género humano y que rivalizaban, por su tamaño,
luminosidad e inocencia, con los de las dignas especies zoológicas que pastan
en la praderas feraces” (Mujica Láinez, 1981: 112). Mientras va avanzando el
film, Violet Daisy palidecía y se debilitaba, mientras Zappo engordaba. Cuando
las marcas de la succión empiezan a hacerse muy notorias, el vampiro elige
otros integrantes del staff actoral.
Zappo, sin embargo, menosprecia la sangre de Miss Godiva, profundamente
enamorada del vampiro (ella sabe que se trata efectivamente de un vampiro), lo
cual la incita a tomar venganza (finalmente lo asesina): “Miss Godiva no tardó
en reparar en esa preferencia [por Daisy] y los celos la trastornaron (...)
Todas las mañanas, al despertarse, corría al espejo, en pos del doble
testimonio punteado de la excursión nocturna, e invariablemente encontraba en
su garganta las consabidas arrugas que asimilaban su pescuezo al de los flojos
pavos. ¿Por qué? ¿Por qué ella no y sí –no digamos ya Violet- Lupo Belosi?. La
autora de “The biting ghost” se sintió humillada en su amor y en su orgullo”
(Mujica Láinez, 1981: 115).
En el texto de Bioy
Casares, Juan Luis Villafañe y Carlos Oribe, los dos protagonistas masculinos,
“figuras simétricas que se complementan” según el albacea literario del
primero, Alfonso Berger Cárdenas, se corresponden con los dos tipos de amantes
que caracteriza Stendhal en “Del amor”. Villafañe sería el representante del
“amor a lo Don Juan” y Oribe del “amor a lo Werther”. Cárdenas expresa, en su
prólogo, que Villafañe tenía hacia el amor y las mujeres “un tranquilo desdén,
no exento de cortesía; creía, sin embargo, que poseer a todas las mujeres era
algo así como un deber nacional, su deber nacional” (Bioy Casares, 1995:
8). En el epílogo, cuando Cárdenas interpreta el relato de Villafañe, se
desarrolla la explicación de cómo fue Villafañe quien había poseído a Lucía,
cómo Villafañe aprovechó la “docilidad virginal con que la muchacha se entregó”
durante su ingreso clandestino a La Adela[1].
Este acto se constituye en el desencadenante de la muerte de la muchacha, quien
había sido advertida sobre una enfermedad incurable cuyo diagnóstico había
generado la voluntad de su padre, Luis Vermehren, de detener el paso tiempo
instaurando las reglas para repetir una rutina absoluta y por lo tanto, detener
el avance de la enfermedad. Cuando Villafañe quiebra este orden perfecto, Lucía
muere. En este caso, posesión erótica significa, literalmente, destrucción del
objeto de amor —una de las características del relato fantástico, según
Todorov, es la literalidad con que se narrativiza la metáfora—, se acelera el
tiempo y se desencadena la muerte. Cárdenas arriesga: “tal vez Lucía Vermehren
haya recibido a Villafañe como al ángel de la muerte que la salvaría, por fin,
de esa laboriosa inmortalidad impuesta por su padre”, entendemos esta conjetura
de Cárdenas a partir de la docilidad con que Lucía aceptó la ruptura del orden
impuesto por el padre, la infracción de la ley, la certeza de la propia muerte.
La muerte física, deseada, significa el punto de satisfacción máxima del deseo,
tanto de Villafañe (el Don Juan), como de Lucía.
“El carácter de Don Juan
requiere mayor número de aquellas virtudes útiles y estimadas en el mundo: la
admirable intrepidez, el ingenio fértil en recursos (...) la sangre fría (...)
El amor a lo Werther abre el alma a todas las impresiones dulces y románticas,
a la hermosura de los bosques (...) Lo que me hace creer más dichosos a los
Werther es ver que Don Juan reduce el amor a no ser más que un negocio
ordinario. En vez de tener, como Werther, realidades que se modelan según sus
deseos, Don Juan tiene deseos imperfectamente satisfechos por la fría realidad
(...) está tan poseído del amor de sí mismo que llega hasta el punto de perder
la idea del mal que ocasiona”. El amor a lo Werther, el amor-pasión, hace que
un amante vea a la mujer amada “en la línea del horizonte de todos los paisajes
que encuentra (...) Don Juan necesita que los objetos exteriores, sin más valor
para él que el de su utilidad, se le hagan interesantes merced a alguna nueva
intriga” (Stendhal, 1994: 275). Carlos Oribe es retratado como un sujeto dotado
de un “temperamento romántico”, un individuo “intensamente literario [que]
quiso que su vida fuera una obra literaria”. Villafañe lo culpa de improvisar
una personalidad y de enfrentar los episodios de su vida “como si fueran los
episodios de un libro”. Tanto Cárdenas como Villafañe acentúan esa inclinación
de Oribe a plagiar sus lecturas, a dejarse influenciar en su escritura por sus
autores predilectos. Villafañe lo acusa de plagio de autores románticos y nos
informa sobre las lecturas predilectas de Oribe: Keats, Shelley, Coleridge, que
nos dan una pista sobre el carácter del personaje. Villafañe, en su relato,
cuenta que una vez escuchó al poeta recitar la trágica historia de Tristán,
quien, como sabemos, en la historia medieval murió junto con su amada Isolda,
acusado de un amor adúltero luego de tomar un filtro de amor. Así como en
algunas tragedias de Shakespeare (otra lectura e influencia de Oribe, según
Villafañe) como Romeo y Julieta, Tristán e Isolda despliega la
idea de la imposibilidad del encuentro amoroso entre los cuerpos; sólo el amor
liberado de la materia, la muerte, podrá constituir una esperanza de unión de
los amantes, por esta razón es que la muerte resulta una solución atractiva.
La
propensión de Oribe al plagio y a la experimentación de la vida como una obra
literaria, explica por qué Oribe plagia el protagonismo de los hechos a
Villafañe, por qué le cuenta a su amigo Cárdenas que el culpable de la muerte
de Lucía es él, apropiándose de las acciones del otro, (esta apropiación es
evidente en el poema que escribe a Lucía: “descubrí una leyenda y un bosque en
un desierto / y en el bosque a Lucía. Hoy Lucía se ha muerto / Memoria, y
escribe su alabanza, aunque Oribe caduque en la desesperanza”, lo cual carece
de sentido estricto si Oribe no conocía a Lucía viva, tal como sostiene
Cárdenas). Oribe desea vivir la vida como el héroe trágico de una novela
romántica, “a lo Werther”. Por efectos de desplazamiento, Oribe vive
literariamente aquello vivido por otro al cobrar el estatuto de discurso que
intenta hacerse pasar por “la verdad” (de acuerdo con la versión de Luis
Vermehren, de Villafañe y del propio Oribe).
La
posesión erótica permite a Lucía huir de la rutina impuesta por su padre a través
de la muerte; Villafañe utiliza a Lucía como objeto de amor —y odio, porque la
destruye— que sirve para ratificar su condición de “amante nacional”; a Oribe
le permite vivir/escribir una vida poética sellada por una muerte romántica. En
estas narraciones la agonía resulta erótica (y atractiva) en tanto prefigura
una liberación.
Bibliografía
BIOY CASARES,
Adolfo: El perjurio de la nieve,
Buenos Aires, Colihue, 1995.
DÁMASO MARTÍNEZ,
Carlos: “Bioy Casares: una poética de la invención”, en Espacios Nº8/9,
diciembre de 1990.
FREUD, Sigmund: Obras completas, Barcelona, Amorrortu, 1995.
LUGONES, Leopoldo: Los crepúsculos del Jardín, Buenos
Aires, Centro Editor de América Latina, 1980.
MUJICA LÁINEZ,
Manuel: El poeta perdido y otros
relatos, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1981.
QUIROGA, Horacio: Cuentos de locura, de amor y de muerte,
Buenos Aires, Losada, 1995.
REST, Jaime: “Las
invenciones de Bioy Casares”, en Los libros Nº2, Buenos Aires, agosto de
1969.
STENDHAL: Del amor, Madrid, Edaf, 1994.
[1] Sin embargo, la proliferación de narradores incita a sospecha sobre la veracidad de esta interpretación (entendido como un efecto voluntario de desconcertar al lector). Como sostiene Jaime Rest en su artículo “Las invenciones de Bioy Casares”: “mediante la introducción de diversos narradores que se superponen en la redacción o comentario de un mismo texto, el autor logra un efecto de sugestiva ambigüedad que nos hace sospechar inexactitudes deliberadas o quizá accidentales de los testigos imaginarios e inclusive la existencia de diferentes lecturas que podrían intercambiarse hasta lograr una pluralidad de dimensiones en la trama ficticia” (Rest, 1969: 43).