estudios
VIDA ARTIFICIAL Y LITERATURA: MITO, LEYENDAS Y CIENCIA EN EL FRANKESTEIN DE MARY SHELLEY
Genara Pulido Tirado
(Universidad de Jaén)
RESUMEN:
El
interés por la vida artificial aparece ya en los clásicos greco-latinos. Aquí
se estudia esa idea tomando como punto de referencia fundamental la obra de
Mary W. Shelley Frankenstein, o el moderno Prometeo (1818), en la que se
analiza teniendo en cuenta el contexto
tanto literario, mitológico, como científico o seudocientífico de la época. La
metodología tiene un carácter fundamentalmente comparatista e histórico ya que
las relaciones que establecemos son de carácter y ámbitos diferentes. En suma,
Frankenstein no es sólo la primera novela de ciencia ficción, sino la obra que
muestra una de las consecuencias fatales de
Palabras clave: Frankenstein, Mary W. Shelley, autómata, monstruo,
golem.
ABSTRACT:
Interest in artificial life appears in the classical
Greco-Latinos. Here we study this idea taking as a basic point of reference the
work of Mary W. Shelley Frankenstein, or the modern Prometheus (1818),
which analyses taking into account the context both of literary, mythological,
as a scientist or pseudoscientific as of the time. The methodology has a
character fundamentally comparative and historical, and the relationships we
establish are nature and different areas. In short, Frankenstein is not only
the first science fiction novel, but the work showing one of the fatal
consequences of the scientific revolution, it is precedent for all works to
later dealt with the subject of artificial life, stressing that progress in
genetic engineering of our day have intensified, if possible, the interest in
this issue. Obviously, currently emphasize the theme and character and well as
its complexity.
Keywords:
Frankenstein, Mary W. Shelley, robot, monster, golem.
Antes de adentrarnos en este tema, se impone una
aclaración inicial: es el cine el que ha convertido a Frankenstein en un mito
popular, pero lo ha hecho, primero, creando cierta confusión sobre el personaje
literario, al que casi nunca es fiel, y, segundo, condenando a la obra original
y a su autora al olvido o, cuanto menos, al no conocimiento por parte de las
masas que reconocen con familiaridad el mito de Frankenstein. Aquí me basaré en
la obra de Mary Shelley Frankenstein, o el moderno Prometo, edición de
1818. El olvido más o menos pronunciado de la obra literaria ha sido
reiteradamente señalado:
En fin, como se puede apreciar, el Mito de
Frankenstein se ha desplegado tanto en
nuestro acervo cultural en los últimos dos siglos, que tan sólo los primeros
capítulos del libro tratan su original estado literario, dedicándose buena
parte de las restantes páginas a su presencia en el celuloide, principalmente.
(Olmedo, 2002)
El mito
de la vida artificial tiene versiones que se remontan a la antigüedad:
La mitología clásica griega es una de las
primeras en recoger el mito de la creación de vida, lo podemos comprobar en
En tanto que Frankenstein “roba” a Dios el secreto de la vida se
equipara con ese mismo Dios[1].
El robo, como el del fuego por parte de este Prometeo clásico, se justifica por
el bien de la humanidad. Pero Victor Frankenstein fracasa y su castigo es ver
como mueren sus seres más queridos e iniciar una persecución a muerte de la
criatura creada por él que termina con la vida no de la criatura, sino del
creador. Frente al papel pasivo y aproblemático de todas las mujeres[2]
que aparecen en la obra de Mary Shelley, es justamente la mujer que nunca llega
a tener vida,
En contra de la figura habitual del héroe trágico que marcha hacia su
destrucción con la grandeza que procede de la limitación e inconsciencia de los
límites, Prometeo actúa con arrogancia y con plena conciencia de que se está
rebelando contra el Poder un Poder que no lo puede fulminar como si se tratara
de un simple ser humano, pero que le puede provocar un dolor tan intenso que le
hará desear la liberación que sólo
otorga la muerte. No sorprende, en consecuencia, que en el Romanticismo esta
figura mitológica causara auténtica fascinación.
Hay autores que afirman que todos los Prometeos[3]
de los siglos XVIII-XIX proceden del Prometeo de Esquilo, García Gual
matiza oportunamente que es en la tragedia de Esquilo donde el adjetivo
prometeico adquiere las connotaciones que luego tendrá en los autores modernos,
que exageran los rasgos románticos del Titán rebelde. Pero existen diferencias,
mientras que Goethe y Shelley ofrecen una visión optimista del enfrentamiento
del Titán con Zeus (el Prometeo Liberado: canto a la libertad del hombre, a la
búsqueda de un mundo mejor), Mary Shelley ofrece la visión negativa en tanto
que su Titán científico, que intenta crear un hombre nuevo con la ayuda de la
ciencia, fracasa: la criatura creada no puede competir con el hombre natural en
perfección ni convivir con él. En resumen, la autora británica participa del
simbolismo general que tiene la figura de Prometeo en la época que le tocó
vivir, pero enlaza más fielmente con Hesíodo y sus obras Teogonía y Trabajos
y días que con Esquilo sobre todo por el pesimismo latente en su obra. A
manera de síntesis, señala oportunamente García Gual:
El mito de Prometeo es uno
de los más reelaborados desde el último tercio del siglo XVIII (Goethe escribe
su esbozo en 1773-4) y a comienzos del siglo XIX. Es, fundamentalmente, un mito
romántico, o mejor dicho, un mito que los románticos han sentido con peculiar
intensidad. Prometeo ha simbolizado –para Goethe, para Shelley, etc.- la
rebeldía frente al orden y al poder despótico, la revolución del espíritu
contra la norma coercitiva, la autoafirmación del hombre contra un dios tirano
que tenía que morir (por ahí llega un venero prometeico hasta Nietzsche), y,
también, el titánico afán de progreso, del Progreso, tantas veces simbolizado
por el portador de una antorcha, un emblema prometeico.(197-98)
La leyenda del Golem, procedente de una leyenda
judía, es recogida por Gustav Meyrink en la obra El Golem. Pesadilla en el
gueto de Praga (1915). Contemporáneo de Kafka, Meyrin evoca, como señala
Alberto Laurent en la “Nota preliminar” de la obra, la Praga de hace casi un
siglo con su castillo de Hradschinm, la calle de los Alquimistas, el puente
Charles y el Barrio Judío. Como obra fantástica destacada, se viene
considerando una de las fuentes inspiradoras del cine expresionista alemán.
Además de constituir una obra satírica escrita
como ataque explícito contra los convencionales valores de la burguesía del
imperio austrohúngaro en sus últimos días, El Golem destaca por ser la
versión más autorizada del viejo mito. En el Antiguo Testamento la palabra
hebrea Golem alude al embrión aún no formado, significa “origen”, “sustancia
embrionaria”, “humanidad en proceso”. En la filosofía judía medieval el término
aludía al hyle o materia que no había adquirido forma definida. Se
tienen noticias de que los místicos jasídicos de los siglos XII al XIII, en
Alemania, practicaban un ritual que tendía a utilizar el poder cabalístico del
alfabeto hebreo y a manipular la forma material del universo para crear un
Golem. Éste es el origen de las leyendas del folklore judío y la literatura
yiddish. En estas leyendas un rabino o estudiante de la Cábala crea un monstruo
de arcilla que es semejante al hombre. En su frente se graba la palabra Emeth
(Verdad), que constituye la clave de su existencia ya que, si se le quita
la primera letra al nombre, queda inmovilizado, pues la palabra se convierte en
Meth (Muerte). En algunas de estas leyendas el rabino se olvida de
quitar la primera letra del nombre el sábado por la noche y el poder de la
criatura crece hasta llegar a rebelarse contra su creador. En otros casos, la
criatura de barro sólo puede quedar inmovilizada tras la muerte de su creador,
cuando se derrumba sobre su amo. Según la tradición, en torno a 1500 el rabí
Judá Ben Loew, del gueto de Praga, confeccionó este peculiar hombre artificial
siguiendo las instrucciones de la Cábala con el fin de defender el gueto de la
amenaza de ser destruido por las autoridades que habían creído las denuncias de
los que afirmaban que los judíos practicaban sacrificios humanos. Ch. Bloch ha realizado un exhaustivo estudio sobre el
ambiente del Gueto de Praga, donde se sitúa esta criatura: “The tale of the Golem is surely one of the most curious
legends around--a Jewish superman myth that inspired everything from The
Sorcerer's Apprentice to Frankenstein and that, arguably, contributed something
to the passivity of Jews being fed into the maw of the Holocaust”. (124)
En suma, como ha señalado Moreno:
La tradición judía también presenta su mito sobre
el hombre artificial en la figura del Golem -que
etimológicamente significa cosa inacabada, informe-. El Golem es un ser artificial creado del barro
-elemento que se repite- y que gracias a una tira de papel enganchada en su
frente por los rabinos, que son de alguna forma, los enviados de Dios a la
Tierra, toma vida pero siempre como sirviente del hombre, con una serie de
limitaciones y de diferencias como la falta de voz, pero con una fuerza
sobrenatural que acarreará como consecuencia que sea necesario, en muchas
ocasiones, que su creador retire la tira -llamada Schem- y haga desaparecer así a la
criatura. (Moreno s.f.)
La
del Golem, como todas las leyendas, tiene distintas variantes –orales,
literarias y cinematográficas-, aunque aquí nos interesan las más primitivas, o
sea, las más fieles al espíritu original. Una de ellas afirma que tras el
descuido del rabino el Golem enloqueció y vuelve cada treinta y tres años al
gueto para sembrar el miedo y la destrucción. En otras versiones el Golem
destruye a su creador; en diferente dirección están las que describen al Golem
sacando agua sin cesar, tal y como le había mandado el rabino que, al ordenarle
parar y observar que no le obedece, tiene que destruirlo. La insubordinación
del ser artificial lo emparenta con Frankenstein ya que provoca el miedo en el
creador, que se siente en la necesidad de pararlo de cualquier manera: mediante
la destrucción en la leyenda del Golem, mediante el intento de destrucción en
Frankenstein. Otros elementos de la leyenda judía que coinciden con la criatura
creada por Mary Shelley son la bondad inicial de los dos seres creados, que
sólo tardíamente se revelan, aunque cada uno a su manera. La diferencia
fundamental radica en la materia con la que son creados, arcilla en un caso,
restos de cadáveres en el otro.
Frankenstein pertenece a la estirpe del Golem,
pero presenta un el elemento nuevo, el motor eléctrico, el elemento científico
frente al místico que presenta la leyenda del siglo XVIII de origen medieval.
El joven estudiante de medicina –la autora que le da vida- sabía que los
impulsos eléctricos podían estimular y provocar movimientos en las patas de una
rana.
Como máquina, Frankenstein tiene una conexión
principal con el cuerpo construido que yace tendido con conexiones y polos que
lo atan a grandes bobinas, de cajas negras, de interruptores-palanca orientados
hacia el cielo a la manera de un pararrayos. Cuando cae el rayo, en un ambiente
de viento, truenos y lluvia que desprende un inconfundible regusto gótico, la
máquina-monstruo que permanece en la mesa de disecciones abre los ojos, esto
es, cobra vida. El gran fallo es que la criatura tiene cerebro, pero no
espíritu, hecho que corregirá ella misma a través de una educación autodidacta
que incluye la observación rigurosa y la lectura de los libros encontrados
casualmente. Alcanzado el estadio de humanización, la criatura desea ser
tratada como tal, y sobre todo, tiene las mismas necesidades que cualquier ser
humano: el amor y la compañía de los otros que, en su caso, tras haberse mirado
en el lago y haber sido rechazada por todos los humanos a los que ha conocido,
sabe que sólo puede llevarse a cabo mediante la creación de una compañera
monstruosa. La desarrollada inteligencia y las cualidades dialécticas del ser
creado no cambian para nada la actitud del creador que, si fabrica una
compañera que destruye finalmente, es porque piensa que así se librará del que
en ningún momento puede dejar de ver como una amenaza. El hombre artificial no
es, por tanto, un autómata al estilo de los que encontramos desde la antigüedad
clásica, tampoco es un robot. Es la humanidad que contiene la que hace más
inquietante su creación y su existencia misma. No es extraño, en este sentido,
que las identidades del creador y de la criatura se fundan y confundan en más
de una ocasión. Sobre la relación entre
ambos ha puntualizado Hetherington:
In Frankenstein's own
narrative, I believe that Mary used the secular critique of the over-reacher to
re-interpret the double-edged religious imagery of the rebel in the novel's
prologue and epilogue. Defiance is not Frankenstein's dominant motive nor is
lofty ideology. His quest stems primarily from vanity. He describes himself to
Walton in heroic terms as one 'who aspires to become greater than his nature
will allow', and tries to present benevolence as his chief inspiration, but it
is in fact self-elevation. (13)
Las lecturas que se constituyen en elemento
básico de la formación de la criatura creada artificialmente no pueden ser más
sintomáticas del ser humano que anida en
ella y del ser humano que la crea en la ficción, la misma Mary Shelley. Las
tres obras fundamentales son Los sufrimientos del joven Werther de
Goethe, El paraíso perdido de John Milton y Vida de hombres
ilustres de Grecia y Roma de Plutarco. La publicación de la obra de Goethe
conmociona Europa y provoca no pocos suicidios. El texto que cuenta la historia
de un hombre enamorado de una mujer comprometida que, como consecuencia de este
amor no correspondido se suicida, se convierte en emblema del primer
Romanticismo alemán, el Sturm und Drang, que reacciona contra el
racionalismo y a favor del conocimiento intuitivo, la investigación del
inconsciente y el sueño, y propugna la restauración de la religión pagana de
los antiguos germánicos.
Sin duda alguna el monstruo habría de sentirse
identificado con el joven Werther, que se siente despreciado por su amada e
incapaz de poder realizar su amor. Como ser creado por un Dios pagano la
criatura también conoce una peculiar expulsión del paraíso. Su petición de que
le sea creada una Eva monstruosa responde a la lógica de la creación primera:
si Adán recibe la compañía de Eva, él debe recibir la de su propia compañera;
siguiendo este mismo razonamiento, más teológico que científico, Victor
Frankenstein cree que, si complace a su criatura, los dos monstruos crearán una
especie de seres monstruosos que dominarán la tierra. Ahora bien, ¿está la
criatura dotada del poder de reproducción propio de cualquier ser creado
naturalmente?, ¿lo puede estar una criatura hembra creada por el mismo
procedimiento? El ser recién creado es expulsado del paraíso por su fealdad,
fealdad que en la época romántica se define en relación con la verdad y que, en
este caso, se manifiesta en una falta de equilibrio y armonía entre las
distintas partes que constituyen la anatomía del nuevo ser, relación ésta que
no es exclusiva del siglo XIX, como ha puesto de manifiesto Calabrese (1987).
El monstruo de Frankenstein es, como el ángel caído de
Milton, expulsado del mundo de los hombres por aparecer como diferente ante la
sociedad civilizada. Dotado de conocimientos sobre la civilización desde sus
más honorables orígenes, promete exiliarse con su compañera al lugar más
desértico y aislado del planeta; las tierras de
América del Sur, a las que se alude, permanecían inexploradas en esa
época. Existen numerosos datos que nos permiten vincular a Frankenstein con la
familia de criaturas creadas artificialmente en la línea que va desde los autómatas
a los modernos cyborgs.
Norma
Rowen en “The making of Frankenstein’s Monster: Post-Golem, Pre-Robot” es la
estudiosa que ha situado más correctamente el lugar que ocupa Frankenstein en
la escala que va de lo humano a lo totalmente mecánico o artificial;
Frankenstein es posterior al Golem, una versión más sofisticada, pero anterior
a los robots, aunque estos pudieran inspirarse en determinadas característica
de la criatura de la obra de M. Shelley. Y es que en este ámbito se producen
“redefiniciones profundas del hombre que conducen a la concepción de un hombre
nuevo en términos seudoespirituales, mecánicos, evolutivos o filosóficos”
(Ketterer 174), en la línea de la teoría de la evolución expuesta por Darwin.
Aunque en la ciencia ficción encontramos normalmente una redefinición de la
realidad en función de este proceso evolutivo, en Frankenstein, o el moderno
Prometeo y en sus descendientes es el cambio previo de la realidad,
motivado por avances científicos de fuertes repercusiones sociales, el que va a
provocar la aparición de seres nuevos como robots, androides, autómatas u
ordenadores que, eso sí, “reflejan implícita o explícitamente hasta qué punto
resulta difícil separar al hombre de la máquina” (175). Lo que no encontraremos
en el mito de Frankenstein es la aparición de otros mundos (planetas
desconocidos, otras galaxias, etc.), pues es el planeta tierra el que se
constituye siempre en escenario de unos cambios que sí pueden estar motivados
por el progreso de la medicina o de la ingeniería genética, pero no por los
viajes espaciales o de la vida fuera de la tierra[4].
Lo que resulta innegable es que el hombre aparece redefinido con frecuencia en
función de una realidad subjetiva alternativa que ha hecho hablar a algunos
críticos de una quinta revolución mental tras las producidas por Copérnico,
Darwin, Marx y Freud, revolución que “corona un proceso de cuestionamiento del
yo, anticipado por las cuatro anteriores, por medio del cual se calibra con
exactitud la disminución de la importancia de la ubicación del hombre en el
orden universal”. (180)
El ser más simple y primitivo es el autómata,
creado mediante un procedimiento mecánico, que puede adoptar forma animal o
humana pero que se mueve de forma torpe y artificial. El autómata procede de la
inteligencia humana y es real, como la criatura de Frankenstein, pero su
función es, al igual que la del Golem, ayudar, servir al hombre o distraerlo al
menos. La tradición nos habla de autómatas cuya existencia real no podemos
constatar, por lo que se hunden en el mundo de la leyenda.
En Suiza y Francia, en época moderna, se habían
construido distintos autómatas que servían para la diversión de la nobleza o
para llevar a cabo algunas labores como tañir las campanas. Sobre los
autómatas, uno de los libros más completos es el de Bailly, que no sólo trata
el origen y concepto de estos seres sino que también se centra en la época de
mayor presencia de estas criaturas no
humanas: 1848-1914. En el ámbito literario la existencia de autómatas no pasó
desapercibida, aunque hay que esperar al siglo XIX para que hagan acto de
presencia. Los primeros en incorporarlos a sus obras fueron los alemanes Ludwig
Joachim von Armin en “Isabel de Egipto” (1812), relato incluido en su libro Vier
Novellem, y E.T.A. Hoffmann en “Los autómatas” (1814) y “El hombre de
arena” (1815), incluido en Los hermanos de San Serapión, publicados
ambos en fechas cercanas y un poco anteriores en el tiempo a la aparición de Frankenstein,
o el moderno Prometeo.
En la
historia de Armin Isabel, enamorada del príncipe Carlos V, construye un
autómata siguiendo las instrucciones de su padre a partir de la raíz de la
mandrágora para hacerlo pasar por su prometido y darle celos al príncipe. Éste,
a su vez, acude a un sabio judío para que le fabrique un golem con el aspecto
de Isabel con el fin de que el prometido de ella se enamore del golem y la
mujer quede libre. Se trata, pues, de una historia que está todavía
profundamente enraizada en la leyenda del golem. La protagonista de Hoffmann,
Olimpia, es creada por dos personajes siniestros y actúa como una bella mujer,
aunque sólo es capaz de decir dos o tres frases intrascendentales. De ella se
enamora el joven Nathiel, que muere por su causa cuando los dos creadores la
destruyen durante una pelea. El mismo Hoffman, en “La autómata”, relato
incluido en Cuentos de los hermanos Serapión (1814), como se ha dicho
ya, presenta una cabeza parlante y una voz mágica que pertenecen a una joven
artificial que hechiza con su canto al joven Ferdinando.
A partir de esta época la presencia de autómatas
en la literatura se hace cada vez más frecuente. Podemos encontrarlos en Julio
Verne, quien en El castillo de los cárpatos (1892) introduce a una
cantante autómata, en Gautier, que construye una androide en Le roman de la
momie (1856), y en la famosa y conflictiva Eva futura (1886) de
Villiers. Conviene advertir que en este terreno nos adentramos de inmediato en
el campo de la ciencia ficción, al que pertenece legítimamente Frankenstein. Es
aquí donde los seres humanos, como han señalado Scholes y Rabkin (1977),
adoptan dos formas: o son construcciones, creaciones artificiales como
androides, robots o golems, o son productos de una evolución extraterrestre,
alienígena. Frankenstein y los seres inspirados en él pertenecen al primer
tipo. Hay que recordar, no obstante, que:
el hombre ha recurrido siempre en sus historias a
seres imaginarios con el objeto de escenificar diversas inquietudes
novelísticas, desde las pasiones humanas, como Eros, dios del amor, a las
fuerzas del mundo que nos rodea, como Thor, dios del trueno. La mayor parte de
ellos, como el león con cabeza de mujer llamado Esfinge o el caballo alado
conocido por Pegaso, se crearon a partir de diversos elementos de los seres
reales. (198)
Además,
no podemos perder de vista que la creación de un hombre nuevo responde casi
siempre al deseo de crear a un hombre más perfecto, cuando no inmortal. Aunque
el proceso evolutivo es una realidad innegable, los cambios que se producen son
lentos, y lo que hacen en este sentido los escritores de ciencia ficción es
acelerar este proceso de forma artificial produciendo un hombre modificado,
alterado por distintos mecanismos.
Es lo
que pone de manifiesto Kagarlitski:
A su modo, los escritores de ciencia ficción se
hallan más cerca de la práctica. Intentan encontrar los medios de acelerar este
proceso. Los procedimientos reales que ofrecen conservan su naturaleza
simbólica, pero ya no en la misma medida que antes. A veces, la cuestión se
plantea casi en serio. (220)
Marie-Hélène Huet se ha ocupado de estudiar la imaginación monstruosa porque
la categoría de monstruo no puede olvidarse en la obra de Mary Shelley, a la
criatura creada por Victor Frankestein se la llama el monstruo o la criatura,
lo que debe entenderse como un ser que no se adapta a los cánones de la
normalidad, de ahí que sea rechazado por la sociedad, se aisle y se sienta
solo. José Miguel G. Cortés ha sistematizado las que, según Freud, serían
cuatro representaciones míticas de lo monstruoso:
Las
relaciones de la vida con la muerte, el
temor ante el pasaje que nos lleva de una a otra, el perenne deseo del ser
humano por alcanzar la inmortalidad (el mito del vampiro, el muerto viviente).
El
pavor que suscita la mutilación,
básicamente la de los órganos especialmente valiosos como son los ojos y el
pene, el miedo a la castración (la mujer como monstruo devorador).
La
duplicidad del ser humano, la
aparición del doble, la pérdida de identidad y la despersonalización donde se
diluye el control racional y emergen los instintos destructivos,
metafóricamente vinculados a la forma animal (la figura de doctor Jekill y Mr.
Hyde).
La
promiscuidad entre lo orgánico y lo inorgánico, entre lo humano y lo inhumano, la diferencia entre lo inanimado y lo
animado (el mito del Golem, de Frankenstein…). (32)
Pero
indagando en esta dirección, Frankenstein también remite al mito de Adán, el
buscador de conocimiento, que, como Prometeo, se atreve a hacer lo que Dios le
ha prohibido. Soledad Córdoba Guardado puntualiza algo de suma importancia:
Con la fabricación del monstruo de Frankenstein
se sugiere el montaje de un nuevo ser hecho de tejidos muertos donde se hace
referencia directa a la técnica del ensamblaje y el autómata. Shelley crea un
puzle donde queda abolida la humanidad del hombre, lo que supondrá la pérdida
de las formas unificadoras del cuerpo, aquellas
que sostienen su imagen y fuente del narcisismo. Podemos decir que en Frankestein
aparece la primera creación mecánica de la vida o el trasplante de la misma.
(83)
Mary Shelley sabía que el sueño de la razón
produce monstruos, por eso su personaje central está atrapado en una mentalidad
racionalista, aunque no es el único. Durante el periodo de su formación
universitaria Victor Frankenstein se encontrará primero con el señor Krempe,
que se burlará de las lecturas que ha llevado a cabo su alumno hasta ese
momento, lecturas entre las que cuentan las obras de Cornelius Agrippa. El
señor Waldman, en cambio, sugiere al estudiante los libros que debe leer para
pasar de la investigación basada en la pseudociencia (magia, alquimia, etc.) a
la ciencia propiamente dicha, que debe ser, lógicamente, racional. Si para
Victor Frankenstein el paso de la pseudociencia a la ciencia conlleva el
triunfo en la empresa que le venía preocupando desde su niñez, la creación de
la vida, para Mary Shelley la Ciencia con mayúsculas muestra sus fallas, de ahí
que, como primera novela de ciencia ficción, Frankenstein, o el moderno
Prometeo cuestione, como la hará posteriormente toda una tradición
literaria variada y rica, los adelantos científicos que, en este contexto
concreto, han desafiado la naturaleza de un Dios creador y, por tanto, sólo
pueden conducir a la destrucción.
Si el joven Werther es modelo de sufrimiento para
la criatura, Goethe pudo constituirse en modelo esencial para la creación de
Victor Frankenstein. Recordemos que el escritor romántico era además
alquimista, masón, científico, viajero y poeta dotado de habilidades psíquicas.
La impresión de la lectura del Werther no puede ser más explícita y
radical:
En el Werther, aparte de lo interesante que
me resultaba la sencilla historia, encontré manifestadas tantas opiniones y
esclarecidos tantos puntos hasta ese momento oscuros para mí, que se convirtió
en una fuente inagotable de asombro y reflexión. Las tranquilas costumbres
domésticas que describe, unidas a los nobles y generosos pensamientos
expresados, estaban en perfecto acuerdo con la experiencia que yo tenía de mis
protectores y con las necesidades que tan agudamente sentía nacer en mí.
(Shelley, 246)
Diez años antes de la publicación de Frankenstein
Goethe había escrito Fausto. En esta obra su protagonista hace un
pacto con el Diablo, al que le vende su alma a cambio de oscuros saberes, por
los que termina pagando un alto precio, al igual que Victor Frankenstein.
Existe una faceta de Goethe no literaria que merece ser recordada aquí: el
alemán ilustre fue autor, además de las destacadas obras literarias aquí
citadas, de otras como La metamorfosis de las plantas, que se viene
considerando como una obra inspiradora de Charles Darwin y su Evolución de
las especies. El escritor alemán también estudió anatomía y descubrió el
hueso intermaxilar. Destacó como investigador de los fenómenos de la percepción
cromática, como puede comprobarse en la teoría expuesta en su Teoría de los
colores. Goethe sufrió una extraña enfermedad que le hacía vomitar sangre.
En ese momento acude a doctor Metz, un extraño personaje de la época conocedor
de la medicina de Paracelso y de la tradición Rosacruz. La misteriosa curación
va a provocar en Goethe un gran interés por la filosofía y las ciencias de la
naturaleza, interés que le lleva a estudiar el tratado de alquimia medieval Aurea
catena Homeri, que llega a convertirse en su libro de cabecera.
Pero es que, además, sus estudios incluyen los
primeros libros que leyó Victor Frankenstein: entre otros Paracelso, Cornelius
Agrippa y Giordano Bruno, libros que en la Universidad de Ingoldstadt se
consideran fantasiosos, pero que son los que siembran en Victor Frankenstein la
inquietud originaria de dar vida a la carne muerta. Aunque Percy Shelley, el
amante y futuro esposo de Mary W. Shelley, se viene considerando alter ego de
Victor Frankenstein, es posible que en Villa Diodati, villa suiza donde estaban
pasando una temporada Mary con Percy y sus amigos Byron y Polidori, y por el
interés científico de sus habitantes, se hablara de Goethe, figura destacada de
la época que no podía ser ignorada por dos poetas como Byron y Shelley, y
quizás tampoco por un médico con profundas inquietudes literarias como
Polidori. Con independencia de los conocimientos que pudo obtener Mary Shelley
por las conversaciones que tuvieron lugar en Villa Diodati, hay que tener en
cuenta que su curiosidad por la ciencia es anterior y que ya desde la niñez
pudo acceder, en la biblioteca de su padre, a las obras más significativas de
la revolución científica de los siglos XVII-XVIII. Muchas de estas lecturas las
conocemos por las alusiones que hace a ellas la escritora en sus diarios. Así,
leyó las obras del químico inglés sir Humphrey Davy (1778-1829), descubridor
del sodio y el potasio, que siempre estuvo muy interesado en los efectos de la
química en la producción de electricidad. A Erasmus Darwin (1731-1802) no sólo
lo leyó, sino que tuvo la oportunidad de conocerlo en las tertulias de su padre
en Skinner Street; Darwin era químico, meteorólogo y botánico, y creía en los
poderes curativos de la electricidad y su participación en ciertas funciones
orgánicas como la transmisión nerviosa.
Con Percy B. Shelley Mary hablaba de Benjamín
Franklin (1724-1802), el científico, escritor y revolucionario norteamericano
que descubrió el pararrayos y se mereció el calificativo por parte de Kant de
“el nuevo Prometeo”. Sucesor de Franklin, Luigi Galvani (1737-1798) llega a la
conclusión de que los nervios son conductores de energía después de haber
experimentado aplicando descargas a las patas de una rana muerta, teoría que
rebate Alessandro Volta (1745-1827), inventor del arco voltaico y de la primera
batería, para quien únicamente los metales poseían la cualidad de la conductividad
eléctrica. La polémica entre los dos científicos citados es tratada por
Constantin François de Chasseboeuf, conde de Volney (1757-1820), en Las
ruinas, o meditación de los imperios (1791), libro que conocía el monstruo,
donde se especula sobre la posibilidad de que la electricidad no sea el
principal poder del universo[5].
En otro frente fundamental para el tema de Frankenstein, los científicos
teorizaban sobre la posible creación y cultivo de tejidos biológicos –aunque la
criatura de Victor Frankenstein está hecha de resto de cadáveres, los monstruos
de otras versiones serán creados científicamente-. El doctor alemán Frank von
Frankenau fue el principal defensor de la renovación espontánea de la materia
orgánica; es el padre de la llamada Palingenética o ciencia de los sucesivos
renacimientos, que ensayaba con las cenizas de las plantas y los animales, en
los que cultivaba microorganismos. M. Shelley conoció su obra durante su
estancia en Suiza y la similitud entre el nombre del científico alemán y el
personaje de la escritora británica es evidente. Además, Frankenau fue la
principal inspiración para los experimentos del inglés John Turberville Needham
(1713-1781), que reprodujo los experimentos del alemán, pero utilizando
cadáveres en avanzado estado de descomposición. Otros investigadores se
movieron en el mismo campo como René Antoine Réaumur (1683-1757), que estudió
la regeneración de las partes perdidas de los crustáceos y reptiles, y Abraham
Trembley (1700-1784), que estudió la capacidad que tiene la hiedra acuática de
desarrollar nuevos pólipos de pequeñas porciones arrancadas de la planta
original.
Junto al desarrollo de la ciencia, que es
profundamente admirada en la época como vía para acceder a un desarrollo
materialista y empírico del mundo, la admiración por el ocultismo, la alquimia
y la necromancia se mantenía[6].
También Mary tuvo la oportunidad de leer textos fundamentales sobre el tema en
la biblioteca paterna, pues su padre era un gran amante del ocultismo. Allí
estaban los libros de Alberto Magno, Paracelso, Cornelius Agrippa o los
Rosacruces, obras que constituyen la educación primera de Victor Frankenstein
hasta que en la universidad inicia la lectura de los científicos modernos.
Paracelso, nombre con el que fue conocido Philipus Aureolus Theophrastus
Bombastus Parecelsus von Hohemheim (1493-151), nació en Suiza, como Victor
Frankenstein. Paracelso adquirió gran popularidad al aplicar la quiromancia, el
espiritismo, la alquimia y la astrología a la medicina; se le atribuyó el poder
de curar la sífilis, la tuberculosis y la epilepsia, lo que le valió el respeto
y la admiración de personalidades destacadas y dispares. Aislado en algún lugar
de Transilvania, experimentó la creación de un arcanun sanguinis hominis u
homúnculo, hombre diminuto incubado en una vasija de cristal y alimentado por
un preparado especial de sangre humana y otros elementos. Tras su muerte, otros
ocultistas desarrollaron sus teorías para la creación de homúnculos
destilando sangre y huesos de seres humanos, metales preciosos y minerales,
esperma y orina, hongos y raíces silvestres.
Heinrich Cornelius Agrippa von Nettesheim
(1486?-1535) es otro autor citado por el científico de Ginebra. Agrippa fue
astrólogo y médico cuya fama procedía de un tratado acerca de la creación de un
hombre artificial a partir de la mandrágora, cuyas raíces parecen tener una
gran similitud con la anatomía humana. La teoría defendía la idea de que la
mandrágora producida por el semen de un inocente ahorcado y desenterrada el
viernes antes del alba por un perro negro, después de limpiarse con leche y
miel, daba como resultado un homúnculo. Por las cartas y diarios de Mary
Shelley sabemos que estaba también muy interesada en los Rosacruces, quienes
decían estar en posesión de la piedra filosofal que tenía como cualidad la
posibilidad de transmutar minerales y el elixir de la vida.
El señor Waldman, uno de los profesores del joven
Victor Frankenstein, expresa con claridad sus ideas sobre estas peculiares
manifestaciones de pseudociencia:
Los antiguos maestros de la ciencia prometían
imposibles, y no llevaban nada a cabo. Los científicos modernos prometen muy
poco; saben que los metales no se pueden transmutar, y que el elixir de la vida
es una ilusión. Pero estos filósofos, cuyas manos parecen hechas sólo para
hurgar en la suciedad, y cuyos ojos parecen servir tan sólo para escrutar con
el microscopio o el crisol, han conseguido milagros. (Shelley, 159)
Ya
antes, otro profesor, el señor Krempe, se había burlado de las lecturas de
Victor:
-¿De verdad que ha pasado usted el tiempo
estudiando semejantes tonterías? (…)
-Ha malgastado cada minuto invertido en esos
libros. Se ha embotado la memoria de teorías rebasadas y de nombre inútiles,
¡Dios mío! ¿En qué desierto ha vivido usted que no había nadie lo
suficientemente caritativo como para informarle de que esas fantasías que tan
concienzudamente ha absorbido tienen ya mil años y están tan caducas como
anticuadas? No esperaba encontrarme con un discípulo de Alberto Magno y
Paracelso en esta época ilustrada. Mi buen señor, deberá empezar de nuevo sus
estudios. (157-58).
El desierto en el que se ha formado ha sido la
biblioteca de su padre, al que Victor le reprocha su indiferencia hacia su
educación, causa última de sus males, aunque el padre, cuando descubre las
lecturas de su hijo, le avisa: “-¡Ah, Cornelio Agrippa! Victor, hijo mío, no
pierdas el tiempo con esto, son tonterías!” (149), advertencia insuficiente a
juicio del joven:
Si en vez de hacer este comentario, mi padre se
hubiera molestado en explicarme que los principios de Agrippa estaban
totalmente superados, que existía una concepción científica moderna con
posibilidades mucho mayores que la antigua, puesto que eran reales y prácticas,
mientras que las de aquélla eran quiméricas, tengo la seguridad de que hubiera
perdido el interés por Agrippa.
Probablemente, sensibilizada como tenía la
imaginación, me hubiera dedicado a la química, teoría más racional y producto
de descubrimientos más modernos.
Es incluso posible que mi pensamiento no hubiera
recibido el impulso fatal que me llevó a la ruina. (149)
Será la
única vez que Frankenstein culpe a otro de sus males, y aún en este caso la
acusación es ridícula, primero porque su padre era un hombre dedicado a
cuestiones públicas, no al estudio de la ciencia, y, segundo, porque el
conocimiento de la ciencia moderna no hace desistir al joven, sino que, por el
contrario, lo absorbe más y lo conduce al triunfo; no en vano declara: “a
partir de este día [el que escucha la conferencia de Waldman], la filosofía
natural y en especial la química, en el más amplio sentido de la palabra, se
convirtieron en casi mi única ocupación” (161).
En el ambiente que vivía Mary en esta época no
resulta extraño que surgiera el interés sobre la posible creación de un hombre
artificial. Percy B. Shelley y el doctor John W. Polidori hablaron en Villa
Diodati sobre si el hombre podía ser considerado un instrumento, posición que
conllevaba la idea de que el cuerpo humano es un objeto más que no se distingue
ni mantiene ninguna relación de superioridad sobre otras criaturas del
universo. La posible creación de seres humanos mecánicos, más allá del simple
autómata, era discutida en los círculos científicos del siglo XVIII y era
síntoma inequívoco del concepto materialista que se tenía del ser humano como
algo moldeable. Recordemos que Goethe, en su Fausto, introduce un
episodio sobre un homúnculo. Mary Shelley conocía los experimentos del francés
Jacques de Vaucanson (1709-1782) y de los ginebrinos Pierre Jacquet-Droz
(1721-1790), ingeniero, mecánico, artista y músico, y su hijo Henri Louis
(1751-1791), que construyeron varios autómatas que causaron admiración en la
aristocracia e intelectualidad europea de 1789, autómatas
que todavía se conservan en el Museo de Neuchâtel en Suiza y que podían imitar
el movimiento humano casi de forma perfecta.[7]
.
En este campo, una de las figuras más admiradas
por Mary Shelley debió ser Alberto Magno (1206?-1280), al que su padre le
profesaba auténtica admiración. Magno, llamado en su época Doctor Universalis,
era filósofo y obispo dominico, fue también maestro de Santo Tomás de Aquino.
Su gran hombre fue un hombre de latón construido a lo largo de treinta años que
cobraría vida debido a una conjunción cabalística de las estrellas. Este hombre
tenía gran estatura, podía responder a cualquier pregunta y el sabio lo
utilizaba como criado. Según las noticias que ofrece William Goldwin, el padre
de Mary, Santo Tomás, harto del parloteo del hombre artificial, lo habría
destrozado con un martillo descubriendo entonces que no estaba hecho sólo de
metales, sino también de huesos y carne humana.
A pesar de la variedad de influencias, unas más
claramente detectables en el texto que otras, coincido con Isabel Burdiel
(1996) en rechazar la teoría de quienes ven en Frankenstein, o el moderno
Prometeo una especie de collage entre la antigua magia, la alquimia
y los nuevos experimentos que se desarrollan en torno a la electricidad. Como
he dicho ya aquí, esas pseudociencias no son las que permiten la creación de la
criatura, son las que hacen nacer en el joven Victor sus inquietudes, que sólo
se verán materializadas en forma de ser vivo tras recibir en la Universidad de
Ingoldstadt los conocimientos de la ciencia moderna. Siguiendo las ideas
expuestas por S. H. Vasbinder y B. R. Pollin, Burdiel no duda en afirmar que la
historia de Frankenstein se construye a partir de los supuestos básicos
de la filosofía materialista y de la ciencia de su época, en concreto de las
ideas de Locke y Condillac y de la ciencia monística, newtoniana, de Erasmus
Darwin, Joseph Priestley y Sir Humphry Davy. En lo
que al Iluminismo se refiere, recuerdo, no podemos ignorar su destacada
importancia:
El término Iluminismo se
refiere a un conjunto de ideas e ideales que vieron la luz en Europa en los
siglos XVII y XVIII. Comenzó con Bacon, Descartes, Locke, y otros filósofos que
buscaban un método universal para fundar el conocimiento. Pensaban en la
ciencia como el modelo para el conocimiento y debatían si era más importante la
razón o la experiencia (de hecho, ambas lo son). Sin duda, tomaron ímpetu de
los destacados descubrimientos de Newton y Galileo en matemática, física y
astronomía. El Iluminismo terminó con los philosophes franceses
—Voltaire, Diderot, Condorcet, y d’Holbach—quienes popularizaron sus ideas en
los salons parisinos, folletos, y libros, haciendo posible que se
difundan a un público más educado. (Kurtz, s.f.)
En este sentido, es innegable que las obras de
John Locke Ensayo concerniente al conocimiento humano (1689) y de E. B.
Condillac Tratado de las sensaciones (1754) son fundamentales, obras que
por los diarios de Mary sabemos que leyó. Ahora bien, es difícil
afirmar, como lo hace Burdiel
(62), que tales lecturas tuvieron más influencia en la gestación
de la obra que otras teorías y leyendas que he citado hasta ahora. Locke
(1632-1704), fundador del empirismo crítico, se opone a la idea de Descartes de
que los juicios reales que emiten los hombres durante su vida están basados en
el conocimiento cierto. Al creer firmemente que el conocimiento procede de los
sentidos, Locke no sólo no acepta la existencia de ideas innatas situadas en la
mente del hombre por Dios, sino que también llega a reconocer que podemos
obtener conocimiento científico de las relaciones entre las ideas, como en las
matemáticas, a pesar de lo cual el auténtico conocimiento científico
seguirá estando fuera de nuestro alcance, la filosofía natural y la ciencia
experimental. El sensismo de Condillac es también fundamental en este ámbito,
pero no podemos obviar que la obra de Mary Shelley no surgió de la nada o no
rompió de manera radical con las pseudociencias imperantes en el pasado, al
igual que la Revolución Científica tampoco hizo tabla rasa con lo anterior. La
afirmación de Giovanni Reale y Dario Anteseri es tajante al respecto:
En efecto, la reciente historiografía más
actualizada (Eugenio Garin, por ejemplo, o Frances A. Yates) ha puesto de
relieve con abundantes datos la notable presencia de la tradición mágica y
hermética en el interior del proceso que conduce a la ciencia moderna. Sin duda
alguna, habrá quien -como por ejemplo Bacon o Boyle- critique con la máxima
aspereza la magia y la alquimia, o quien –como Pierre Bayle- lance invectivas
contra las supersticiones de la astrología. Sin embargo, en todos los casos,
magia, alquimia y astrología constituyen ingredientes activos en aquel proceso
que es la revolución científica. También lo es la tradición hermética, es
decir, aquella tradición que, remontándose a Hermes Trimegistos (recordemos que
Marsilio Ficino había traducido el Corpus Hermeticum), poseía como
principios fundamentales el paralelismo entre macrocosmos y microcosmos, la
simpatía cósmica y la noción de universo como ser viviente. (174)
Ahora
bien, lo que tampoco puede negarse es la profunda crítica que encierra Frankenstein,
o el moderno Prometeo en relación a la ciencia moderna nacida de la
Revolución Científica que se produce, aproximadamente, entre el periodo de
tiempo que transcurre entre la fecha de publicación del Revolutionibus (1543)
de Nicolás Copérnico y la obra de Isaac Newton Philosophiae Naturalis
Principia Matemática (1687). Durante esos ciento cincuenta años no sólo
cambia la imagen del mundo, también las ideas sobre el hombre, la ciencia y la
sociedad. Victor Frankenstein es hijo de esta Revolución Científica y como tal
aparece y plantea cuestiones filosóficas relacionadas con la relación existente
entre hombre y Dios y hombre y naturaleza, cuestiones que no son ajenas al
desplazamiento del hombre del centro del universo que se produce tras
Copérnico. La fundación por parte de Galileo de un método científico va a
conllevar una notable autonomía de la ciencia en relación a las cuestiones
religiosas y filosóficas, el razonamiento científico ha de basarse en experimentos
sensatos y en demostraciones necesarias, de ahí que surja la ciencia
experimental, que es la que practica el personaje de Mary Shelley; ajeno a las
consecuencias religiosas de su actividad (y a su prometida, su familia y el
resto del mundo hasta que la muerte de los seres queridos le hace tomar
contacto con la terrible realidad que ha desencadenado su experimento) ya que su única religión es la ciencia.
Victor Frankenstein, como científico de finales del siglo XVIII, vive una época
en la que la física era la ciencia que enseñaba las razones y las causas de
todos los efectos que produce la naturaleza, por lo que incluía tanto a
fenómenos animados como inanimados. Formaban parte de la física, en
consecuencia, la medicina, la fisiología y el estudio del calor y del
magnetismo. La química era practicada por lo general por los médicos, que la
consideraban parte fundamental de su ámbito de estudio. La historia natural
comprendía las modernas zoología, botánica, geología y meteorología. Pero la
disciplina fundamental, la que estudia Frankenstein, es la filosofía natural,
que se utilizaba durante la Ilustración como equivalente a ciencia. Frente a la
historia natural, que era la encargada de estudiar la facultad mental de la
memoria, la filosofía natural se ocupaba de la facultad mental de la razón.
Victor
Frankenstein reflexiona sobre estas ideas con no poco entusiasmo:
Unos de los fenómenos que más me atraían era la
estructura del cuerpo humano y la de cualquier ser vivo. A menudo me preguntaba
de dónde vendría el principio de la vida. Era una pregunta osada, ya que
siempre se ha considerado un misterio. Sin embargo, ¡cuántas cosas estamos a
punto que descubrir si la cobardía y la dejadez no entorpeciera nuestra
curiosidad! reflexionaba mucho sobre todo ello, y había decidido dedicarme
preferentemente a aquellas ramas de la filosofía natural vinculadas a la
fisiología. (149)
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[1] Ver Navarro y Fernández Valentí 2000; Vega Rodríguez, 2002, quienes en sus completos estudios analizan de forma oportuna la cuestión.
[2] Este tema lo he estudiado en otro lugar, Del sueño de la razón al delirio postmoderno. Frankenstein y su descendencia literaria, en prensa.
[3]Cabe hablar en plural porque tanto las fuentes como las versiones del mito clásico son muchas, baste con recordar los dos volúmenes del libro de Raymond Trousson (1976).
[4] A la teoría de la ciencia ficción he dedicado otro trabajo, Pulido Tirado (2004).
[5] Sobre todos estos temas es fundamental consultar a Hankins, 1985, 55 y ss.
[6] La tradición no científica perdura, ver Reale y Anteseri, 1983, 182 y ss.
[7] Fundamental sobre los autómatas es, entre otras, la obra de Ceserani, 1971.