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ENTRE GIGANTES, TORRES Y MOLINOS DE VIENTO: CUASI
UNA FANTASÍA. (DE INF., XXXI Y QUIJOTE, I, VIII)
Patrizia Di Patre
(Pontificia
Universidad Católica del Ecuador y Escuela Politécnica Nacional. Quito,
Ecuador)
Al Profesor Alessandro
Martinengo,
idealista pragmático.
Resumen
En
el canto XXXI del Infierno dantesco hay una serie de cuadros que serán
–es lo más probable– sapientemente revertidos por Cervantes, sea como infusión
masiva en el episodio quijotesco de los molinos o en forma de, digamos,
adelantos técnicos muy sofisticados, furtivamente esparcidos en la obra
maestra. Más que la eventualidad de la asunción nos interesa investigar aquí la
dinámica de dos mundos contrapuestos, cuyo correlativo semiótico podría
identificarse respectivamente –si nos librásemos por un momento de las ataduras
históricas– con el intimismo lógico de Hume y un racionalismo cercano a
Descartes.
Abstract
In Dante’s canto XXXI of the Inferno, there
is a series of scenes that will be – in all probability- knowingly inverted by
Cervantes, be it as a massive infusion in the quixotic windmill episode, or in
the shape of, let us say, sophisticated technical advancements furtively
dispersed throughout the masterpiece. Rather than the contingency of the
assumption, we are interested in the investigation of both contrasted worlds,
whose semiotic correlative could be identified- if momentarily we detached
ourselves from any historical bond – with the logical intimism of Hume and a
rationalism resembling Descartes’.
Palabras clave: Dante, Cervantes, Divina Comedia,
Don Quijote.
0.-
Advertencia preliminar *
Fieles
a nuestra caracterización fantástica, queremos prescindir de cualquier
connotación filológica, reemplazándola por las movidas libres de un certamen
sin prohibiciones. A Dante lo citaremos en español, mas traducido por Mitre
(con independencia de las versiones antiguas); a Cervantes… de cualquier forma.
1.-
“Mira que no son torres: son gigantes”
Dante peregrina absorto en el sector “heroico” de los infiernos: su
entrada se anuncia en tono menor, ya que la vista vacila por un claroscuro
difuso, muy melancólico; y la mente fluctúa también entre las nieblas de la
vergüenza (procedente de la ofensa a la razón, el gusto recién manifestado por
la bajeza humana) y la calidez del consuelo virgiliano, luminoso en su triunfo
de la verdad. Única nota abierta, poderosísima: el sonido de un corno en la
lejanía, terrible más que el de Rolando. Al levantar la cabeza, nuestro
aturdido visitante recibe el impacto visual de unas torres muy reales, bastante
medievales. Es este el típico paisaje semirural
y mediourbano descrito por Giotto, con sus figuritas minúsculas ante un
fondo de arquitectura imponente. Pero la distancia engaña, y Virgilio exhorta
de nuevo a una consideración atenta, desde una óptica mental y físicamente
correcta.
“Antes que en esta vía te adelantes”, advierte solícito, “Sabe que no
son torres: son gigantes Hundidos en la fosa, y esto explica Que sus bustos se
yergan arrogantes”.
La arrogancia –ajena– constituye la tónica del canto, junto con una,
lamento decirlo, pusilanimidad antiheroica del protagonista, subrayada por la
autoconfesión inmediata: “huyó el engaño y vino la pavura”. ¡Dante habría
preferido engañarse! A diferencia del héroe cervantino, al que solo
amedrentan las trampas de los
encantadores, este rehúye la verdad, y en cuanto se muestra, retrocede
espantado. Todo tiene su explicación, naturalmente, para que el campeón quede a
salvo; mas por ahora atengámonos a los hechos.
A Dante se le aclara la vista de inmediato. Magnífico rasgo
psicológico. Cuando alguien nos ofrece una perspectiva plausible, todo suele
encajar en ella: lo uniforme de la consideración atonal como la dislocación
sensorial tras la relatividad. Y lo que Dante ve con claridad, porque su mente
ya lo había codificado, ahora logramos descifrarlo también nosotros, los
lectores: Cervantes in primis. Podemos mirar al primer gigante de la
serie, provisto de una túnica pétrea, erguirse con la imponencia de una
basílica romana; la faz, el vientre, y el brazo (detalle importante este de los
brazos) que sobrepasan el basamento fijo. Criatura prodigiosa y maldita (“Hizo
natura bien dejando el arte De procrear tamaños animales, Pues de tales
soldados privó a Marte”, vv. 102-4; y “esta es buena guerra, y es gran servicio
de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra”, según exclama
don Quijote), criatura monstruosa con rasgos terruños y cadenas prometeicas, lo
vemos inclinarse (sus amenazas nadie las entiende) y ofrecer el mismo aspecto
de cuando, “al mirar a Carisenda Bajo el declive, parece” que “una nube leve
Mueve en contra su fábrica estupenda”. “Aquellos que allí se parecen”, dirá
Sancho asustado, “no son gigantes, sino molinos de viento, y los que en ellos
parecen brazos son las aspas”. Muchas apariencias…
Los brazos de Efialtes, acota aliviado Virgilio, no es fácil que él
los remueva más. Dante entonces se acuerda del colosal Briareo, el mismo que
acude a la mente de un Quijote enfrascado en su pelea; luego exclama: “Aunque
mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar”. Y esto
cierra la dialéctica y mueve al ataque. Pero en el canto XXXI del dantesco
averno continúan las comparaciones épicas; Aníbal y Cartago, puestos en cierre
del canto, se unen idealmente a la lanza de Peleo y Aquiles, que lo empiezan: y
el levantarse majestuoso del ya domado Anteo, lento como cuando se yergue el
mástil de una nave, remata la singular dinámica (por cuadros sucesivamente
animados) de un imponente bestiario pictórico.
2.- “No son gigantes, sino molinos de viento”
En el cuadro infernal recién delineado vimos
cómo un corno entona –a lo Mussorgsky- la melodía de las fortalezas medievales:
torres, armas y gallardía. Ese corno ya lo escuchamos en la orquestación
quijotesca; era la “señal” inequívoca de la entrada en el mundo caballeresco,
la pretexta del héroe. Pero antes de los molinos no hay señal alguna, el
episodio no se enmarca en ningún modo: luego de unas pocas palabras de
advertencia (“divisaron unos molinos de viento”), que resumen banalmente una
creencia compartida, irrumpe en el cuadro la singularidad del mundo quijotesco.
Aquí no hay nada que añadir: el movimiento de expansión subjetiva, donde la
realidad se atiene a lo pensado, se desenvuelve en función inversa respecto de
la creación dantesca. En esta asistimos a una interiorización progresiva del
conjunto factual, cuyos datos se van componiendo ante nosotros y el agens
al igual que en un juego de construcciones. Determinaciones geográficas
(“Montereggión” con sus torres) y espías sensoriales lo develan poco a poco;
una voz basta para desmoronarlo. Con la rectificación de Virgilio la mente
acoge otro cuadro, absorbe otras radiaciones: el intelecto se reforma en base a
las nuevas sugestiones, se amplía dramáticamente, es otro. Un universo jamás
visto ocupa el espacio polimorfo de la interioridad.
Bien: pero don Quijote tiene el mundo en su
cerebro. Su geografía ocupa todos los mapas, y estos remiten siempre al trazado
de un encefalograma específico. La realidad quijotesca no tiene necesidad de
interpretar los datos sensitivos, los crea: y cuando el héroe se dirige sin
vacilaciones a Sancho, preguntándole no si ve a los gigantes, sino cómo se
siente al respecto, no hallamos en la respuesta más que la estupidez de la
señalización inicial, con su nombrar las cosas sin haberlas creado, y
conocerlas solo por registro. Es la misma falacia vulgar en la que ha caído
Dante, antes de probarla al tornasol de una epistemología correcta. Todo lo
contrario de la constatación quijotesca, donde la perfección de las medidas
responde a la exclusividad del patrón.
Una expansión así, de tipo schopenhaueriano,
resulta dura de representar. En la cinematografía se ha intentado el
deslizamiento alterno de un plano a otro, ora desde el punto de vista común
(secciones cónicas vulgares, con aspas rotatorias), ora con visual quijotesca e
imágenes titánicas en consonancia. Pero no sé cuán fiel logre ser la
yuxtaposición descrita a la dinámica cervantina. Porque lo que campea en el
cuadro es la arquitectura de sólidos fabricada por don Quijote: es la única
perspectiva pensada, y debe ser –será– también la nuestra. Cuando al final
(final de trágica concepción) el héroe grandioso choca con la humillación de
los molinos, y vemos de nuevo el entorno al que estamos (ay de nosotros)
perfectamente acostumbrados, eso no significa el derrumbe de un mundo, no
quiere decir que era falso: indica solo que un diablillo cartesiano, esto es,
los malignos encantadores, han trocado su realidad. Convirtieron el augusto
sueño de la vida en una vida apenas soñada, cuyo ritmo marcado por aspas
repite, implacable, el mecanismo eterno de una biología involuntaria, monotonía
sufrida en silencio.
3.- Dante como Descartes
El problema de Dante consiste, como para
Descartes, en conseguir la justa aproximación a los paradigmas que constituyen
su absoluto. La realidad (descubierta por la razón) es la superior ultramundana
de la Epístola a Cangrande, un mundo de cielos más o menos agitados, y
causantes en proporción del movimiento. Todo lo que separe de ella (confusiones
sensoriales, desorden de formas fluctuantes o encasillamiento inexacto) es
señal de una difracción inducida por la inferioridad de otros planos.
Tratemos de seguir un rato la marcha del ojo
dantesco, al adentrarse por las nieblas de los falsos castillos infernales. Su
naturaleza es doblemente convexa, y si por un parte descompone–analizando
sucesivamente promontorios, torrejones o fortalezas–, por otra se tarda en
reanudar la reconstrucción de los cuerpos, desarrolla lentamente el ascenso a
los prototipos. La escalada se cumple, sin embargo: llega un intermedio
ferozmente poblado de realidad desnuda –es cuando los gigantes asumen su rol
protagónico, y se mueven enderezan actúan en plena libertad, llenando la escena
cual monstruoso objetivo–, seguido de una concienciación absoluta. En cuanto el
espectador logra ver los reflejos mentales de lo que antes se había limitado a
contemplar, apenas vislumbra el final del procesamiento interior (ya no son
torres proyectadas, sino gigantes almacenados), todo está dicho: el método
cartesiano ha producido sus efectos, los paradigmas reconquistados concentran
en la claridad de una fórmula mental el espesor de infinitos compuestos
químicos. Esta fórmula es al mismo tiempo modelo y acto, aprehensión verdadera
y esencia develada. Será, para hablar en términos russellianos, creencia
certera, en cuanto efectivamente causada por lo que significa.
Hay entonces para Dante unos puntos fijos
objetivos, en esa realidad que él juzga trascendente: el conocimiento correcto
los descubre en su verdadera esencia, fiel a la asimilación como íntegra por
reflejo. De este modo la realidad dantesca se interioriza, al tiempo que
–ya lo sabíamos– el universo mental de don Quijote, inevitablemente, se
externa.
Será útil mientras tanto analizar el complejo
dantesco formado por las nociones de creencia-verdad, en sus connotaciones
retóricas.
4.- Dialéctica enfermiza y retórica veraz
El único rasgo en común entre los dos
episodios considerados me parece ser el de la gigantez: un desprecio
enorme hacia las pequeñeces de la vida, por todo lo apocado y vil en
aspiraciones y designios. Más allá de las apariencias, tanto Dante como
Cervantes quieren descubrir, por obra de una intelección superior, esa realidad
que constituye su universo. La serie de paradigmas dantescos remite a su
justificación escatológica (en un sentido platónico). La serie cambiante de
sucesiones episódicas oculta malamente, desde la óptica quijotesca, las
alegorías esenciales de una guerra biológica (batalla incesante, al estilo
celestinesco). El uno presenta en acto esos modelos, el otro quiere
descubrirlos a partir de la unión potencial. Mas para ambos la existencia
accesoria es solo un velo de la realidad sempiterna, respectivamente objetiva o
interior. Cada dimensión con sus propios órganos receptivos (si en Dante los
sentidos fallan, es porque solo la razón puede descubrir la verdad), y una
esfera de definición idónea (la realidad quijotesca se trueca ante la
insubordinación de lo sensible, que acaba mandando). Así que la verdad de entrambos
es únicamente eso, una visión del mundo,
o sea el aspecto macroscópico en que se cifra, o al cual se reduce, su universo
privado.
Hablamos de verdad. E hicimos alusión
también a lo majestuoso y grande, a un humano gigantesco. Este es el principio
bueno que debe vencer al maligno deforme, volviéndose, al par que él,
monstruosamente desbordante. En el canto XXXI del Infierno hay lo uno y
lo otro. Nemrod parlotea sin hablar, profiere sonidos inarticulados (o
malamente ensamblados) a consecuencia de la culpa babilonia. Su lenguaje, así
como no tiene referente explícito, carece de interlocutores válidos. Estamos en
el dominio de un logos enfermo, producto de desviaciones en el orden natural.
La retórica medieval también era de dos especies: la que procedía de
Aristóteles y... la sofística de las recuestas, como la célebre lid
protagonizada, en el canto XXX del Infierno (inmediatamente anterior al
nuestro) por maestro Adán y Sinón de Troya. El sector en que se encuentran
estos pecadores (no en balde son falsarios) presenta una atmósfera cargada de
podredumbre, miasmas pestilentes y calor malsano. Todo está en correspondencia
directa con su culpa: adulterar algo natural es como atentar contra la divina
imagen, ya que la realidad es espejo del más allá.
Hay aquí los que padecen fiebre aguda; los
que tienen sarna; los que presentan una imagen desviada a causa de la
hidropesía (donde el vientre “no responde a la cara”, está proporcionalmente
desfigurado por la humedad retenida).Complejidad patológica: este es el secreto
del canto. Naturaleza desviada y humanidad corrupta, enferma, con fisiología
alterada. ¿Por qué a tal deformación corresponde, inevitablemente, la riña
dialéctica, la contienda en versos? Muy hábilmente conducida, por otra parte,
con arte exquisito, con técnicas retóricas apropiadas. Todo está muy bonito,
diría yo. Dante opina lo mismo, y en efecto se queda estático contemplando el
pintoresco cuadro, hasta que al fin recibe, como sabemos, la solemne reprimenda
de Virgilio (generalmente considerado como la alegoría de la razón humana).
¿O sea que Dante reniega aquí de toda la
literatura burlesca? ¿Del debate, del arte de replicar, de la retórica como
técnica de la persuasión? Recordemos que el propio Dante participó en una de
esas quaestiones - tan populares en la Edad Media - donde se hacía el
mayor alarde de tales recursos. Además, los diálogos seguían siendo muy
apreciados. (¿No era esta la técnica socrática, el recurso platónico?)
La respuesta está en la mentalidad –y el
objeto– que presidía la situación dialogística. En las “legítimas” primaba un
arte derivado de los Analíticos que, con su lógica sana, fijaban las
normas del razonamiento formal. Según esta receta, que encuentra un paralelo
moderno en las tablas de verdad de la lógica matemática, el razonamiento
formalmente irreprensible deriva de ciertos principios –establecidos en forma
rigurosa–, debe seguir ciertos cauces. Es decir que la dialéctica sería
simplemente el arte de desarrollar un pensamiento, dotado de cierta estructura,
hasta las últimas consecuencias. En este sentido hablar quiere decir, y
equivale a, pensar, razonar (de ratio). Para Platón el mismo pensamiento
es un discurso, y viceversa: hay un intercambio perfecto entre los dos
términos. Al hablar se recorren las fases de un procedimiento lógico.
Ahora, asumiendo en vez de esto el espíritu
de los sofistas (cuya negación de la verdad vuelve imposible el artificio de su
formulación objetiva), el habla se corresponde únicamente con la voluntad de
persuadir a los demás, atraerlos al punto de vista propio, convencerlos de la
tesis de uno. Todo estriba por tanto en la habilidad individual, en la
capacidad de confundir, de engañar, de construir los elementos verbales de
forma que realicen tu interés. Es el reinado de lo artificial, de lo ficticio.
Es el emblema de una lógica distorsionada. Aquí no se trata de inferir reglas
innatas, en cuanto propias de la facultad intelectiva; no de reproducir una
forma lógica, encontrando un sistema de normas aptas para describirla y
actualizarla: se trata de construirse una forma lógica, de borrar la
efigie humana sustituyéndola por algo falso, algo convencional y cambiante. Lo
que constituye un crimen de laesa natura, un corromper y desconocer la
naturaleza dada por Dios, reflejo del mismo.
Está clara entonces la relación que existe
entre falsificación y retórica falsa, pleito, lid, rebotes verbales. Meras
técnicas de comedia, recursos plautinos. A una provocación (breve, incisiva)
sigue la cómica réplica. La utilizará sapientemente Molière, componiendo
altercados donde cada intervención ocupa el espacio de un verso, de una línea
(en italiano, botta e risposta). No es la buena lógica aristotélica, con
sus premisas y la coherencia de las conclusiones. No hay un desarrollo lógico,
argumental: lo que encontramos aquí es un jugueteo de simios, un simple echarse
la pelota y recibirla y relanzarla, con una dinámica de marionetas. Pensamos
entonces, naturalmente, en los bufones medievales, los payasos de corte:
réplica y contrarréplica, algo risible y deforme, animal bajo la especie de
hombre. El lema de la medicina (Mens sana in corpore sano) resume
perfectamente la asociación deseada y su aborrecida antítesis.
Aquí
se podría hablar, en conclusión, de una dialéctica enferma (corrupción de la
lógica verdadera) en el cuerpo de los que han abdicado a la salus
en favor de la infirmitas, de los
que reproducen en sí mismos la desviación provocada en el mundo.
Dante termina por alejarse, “guarda e
passa”. Pero el apéndice del canto siguiente, con lo grotesco y deforme al lado
de la perversión risible, con esa unión indisoluble de adulteración culpable e
ininteligibilidad del verbo declara bien, y al mismo tiempo remata, el complejo
epistemológico subyacente.
5.- Cervantes como Hume (su episteme)
Hay algo en el episodio de los molinos capaz
de atraer nuestra atención: el actor va nombrando su propia realidad, y se
enfrenta a ella con valor. Es lo único que vemos, sobre lo cual no puede haber
oposición. ¿Quién se atrevería a declararlo falso? La visión de don Quijote es
solo suya, sus percepciones también, y no hay por qué meter mano en ellas, ni
declarar vana su lucha o equivocadas las razones que alega a su favor. Sin
embargo, clamamos, reímos... Tenemos la ilusión de compartir la misma realidad,
reconocer eventuales desviaciones. Todo
se debe al principio de causalidad, a un orden que ni autoriza la extensión ni
se haría ficticio por insuficiencia. Porque nuestras ideas, enseña Hume,
componen un cosmos cuya lógica no se ordena a base de conexiones inevitables,
sino fortuitas o - peor aún - establecidas con base empírica. La experiencia es
ilusoria, no se comparte; la conciencia es eso, algo eminentemente individual.
Aunque muchas conciencias se pongan de acuerdo en sentirse solidarias, incluso
amigas...
Quijote va matando gigantes, entre
exclamaciones feroces y ante nuestra mirada atónita. Su instinto le guía, no la
razón: pero toda creencia en hechos y acontecimientos no es sino un producto de
la adaptación, luego asunto pasional. La diferencia entre don Quijote, que se
lanza, y nosotros, quedándonos (bajo exhortación virgiliana), procede de
nuestro alineamiento, no de su protesta. Nos enseñaron a relacionar dos
fenómenos que no poseen, en realidad, algún nexo objetivo. Esta relación es
fruto de la costumbre. Pero en el mundo atípico de Quijote los diversos efectos
nunca están en relación directa, o sea consuetudinaria, con los respectivos
factores de causalidad. La subjetividad del héroe logra establecer entre dos
series de sucesos - en sí totalmente desvinculados- un lazo de poderosa
singularidad - una red de relaciones no compartidas -. Este es el secreto de su
inocencia, y lo es también de nuestra indignación. Porque si don Quijote no
está dentro, nosotros quedamos fuera.
Mambrino enseña, con su yelmo reluciente.
“¿Qué es lo que ves?”, pregunta el campeón a un escudero más que escéptico. “Lo
que yo veo y columbro”, contesta él, “no es sino un hombre sobre un asno, pardo
como el mío, que trae sobre la cabeza una cosa que relumbra”. “¡Pues ese es el
yelmo de Mambrino!”. Efectivamente, ese puede ser, eso será para don Quijote,
capaz de ordenar un conjunto de factores según su propia razón caballeresca.
Para quien, en cambio, no posea más que el paradigma definitorio de
asociaciones recurrentes, el yelmo vuelve a ser bacía, y quien la lleva, claro
está, será barbero. ¡Oh miseria!
Miseria verdaderamente infernal de los
instintos, grandeza suprema de la creación: serán objeto del sucesivo capítulo.
6.- Lo que parece, no es
¿Qué es lo ocurrido en las profundidades de
un infierno poblado de gigantes? Que Dante se percata de su existencia. Lenta,
no rápidamente, después de sucesivas rectificaciones, y mediante un proceso
fatigoso. Digamos que adapta a su ojo una serie de lentes, primero
inapropiadas, óptimas al final. Sus diapositivas son también las nuestras, y la
que se queda fija una realidad poco verosímil, pero “certera”. Por admisión del
protagonista y consentimiento universal. Eso es todo.
¿Mas qué ocurre en el mundo de don Quijote?
Que aparecen gigantes donde solo había molinos. Que la realidad manifestada es
la interior quijotesca, mientras que los sentidos la enfocan cual lentes. Como
se ve, es solo un asunto de prioridades.
La mente a priori del héroe
cervantino constituye un hecho, y un hecho que se afianza progresivamente. En
la primera etapa de sus aventuras nuestro campeón debe adaptarse constantemente
a lo que ella le dicta, y naturaleza no siempre quiere escribir. No duerme,
“por acomodarse a cuanto decían” los libros de caballería. Y así sucesivamente.
Mas poco a poco el intelecto va perfeccionando su mecanismo de proyección,
hasta volverlo infalible. Cuando los dos planos de la percepción llegan a
componer una unión reflexiva, y la materia se torna espiritual por un mecanismo
de asimilación creadora –o introspección objetivada–, la obra no puede
continuar: se extingue rápidamente.
Con las protestas de Sancho, desde luego, ya
acostumbrado a una óptica desusada. Y las nuestras, también divertidos por el
cambio de perspectiva. Probemos ahora un poco a regresar en el tiempo las
anteriores imágenes dantescas, y a invertir también la entropía causada por Don
Quijote. Las que parecen torres lo son en realidad, y la semejanza gigantesca
recobra su esencia... molinera. Como las torres no actúan, así los molinos permanecen
quietos –con la exclusiva zozobra de las aspas–. Bien, ¿qué harían entonces
nuestros héroes? ¿Retransmitir las ondas-partículas, como en un programa
televisivo? ¿Comunicarnos con procedimientos de hombre araña sus cuantos
terrícolas? No, que pasarían de largo frente a tal cúmulo de energía
embrutecida. No la tomarían en cuenta, no habría ninguna primera
representación. Espectadores pasivos, los ojos se limitan a reflejar lo que la
mente desdeña retener. Entonces, con la realidad hablando el lenguaje de los
mudos, el agujero negro de la vergüenza artística quedaría solo reclamando,
apostamos a que sí, los derechos de
autor.
En fin, ¿de qué sirve? Los gigantes de Dante
seguirán reales, así como los molinos de Cervantes serán fantásticos siempre. Y
nosotros, boquiabiertos...