teselas
La cúpula,
Stephen King
(Plaza y Janés,
Barcelona, 2010)
Aparecieron
unos faros y su sombra alargada saltó sobre la carretera, por delante de ella.
Una camioneta de granja vieja y estrepitosa invadió el arcen
y se detuvo.
-
Eh, oye, sube –dijo el hombre que iba al volante. Sonó algo así como «eh-yesube», porque era Alden Dinsmore,
padre del disoluto Rory, e iba borracho.
Fuera
como fuese, Sammy subió… moviéndose con la precaución de una inválida.
Alden
no pareció darse cuenta. Tenía una lata de medio litro de cerveza entre las
piernas y había una caja medio vacía a su lado. Las latas vacías rodaron y
chocaron alrededor de los pies de Sammy.
-
¿’dónde ibas? –preguntó Alden–. ¿Por’land?
¿Bos’on? –Rió para demostrar que, borracho o no,
sabía hacer un chiste.
-
Solo a Motton Road, señor.
¿Va en esa dirección?
-
En la d’rección que tú quieras –dijo Alden–. Solo conduzco. Conduzco y pienso’n
mi chico. Murió’l sábado.
-
Le acompaño en el sentimiento.
El
hombre asintió y bebió.
-
Mi pa’re murió el’nvierno pasado,
¿sabías? Boqueó’sta caer muerto, el pobre viejo. ‘nfi-se-ma. Pasó los últimos cuatro años con ‘xígeno. Rory siempre le cambiaba el d’pósito.
Quería musho a ese v’ejo cabrrrón.
-
Lo siento. – Ya le había dado el pésame, pero ¿qué más se podía decir?
Una
lágrima resbaló por la mejilla del hombre.
-Iré
a donde’sted me diga, Missy Lou.
No voy a parar de conducir ‘sta que se t’rmine la cerveza. ¿Quie’s ‘na cerveza?
-
Sí, por favor. –La cerveza estaba caliente, pero ella la bebió con ansia. Tenía
muchísima sed. Sacó uno de los Perc que llevaba en el
bolsillo y lo engulló con otro largo trago. Sintió que el colocón
le subía a la cabeza. Estaba bien. Sacó otro Perc y
se lo ofreció a Alden.
-
¿Quiere uno de estos? Le hacen sentir a uno mejor.
El
hombre aceptó y se lo tragó con cerveza sin molestarse en preguntar qué era.
Allí estaba Motton Road. El
hombre vio la intersección demasiado tarde y torció trazando una amplia curva,
con lo que derribó el buzón de los Crumley. A Sammy
no le importó.
-
Tómate otra, Missy Lou.
-
Gracias, señor. –Cogió otra lata de cerveza y tiró de la anilla.
-
¿Quier’s ver a mi shico?
–En el resplandor de las luces del salpicadero, los ojos de Alden se veían
amarillentos y húmedos. Eran los ojos de
un perro que había metido la pata en un agujero y se la había roto–. ¿Quier’s ver a mi Rory?
-
Sí, señor –dijo Sammy–. Claro que quiero. Yo estaba
allí, ¿sabe?
-
Todo el mundo ‘staba allí. Les alquilé mi campo. S’guramente ayudé a matarlo. No lo sabía. ‘so nunca se
sabe, ¿verdad?
-
No –dijo Sammy.
Alden
rebuscó en el bolsillo frontal de su peto y sacó una cartera desgastada. Apartó
las dos manos del volante para abrirla, mirando de reojo y rebuscando entre los
pequeños bolsillos de celuloide.
-
Mis chicos me r’galaron ‘sta
cartera –dijo–. Ro’y y Orrie. Orrie ‘stá
vivo.
-
Es una cartera muy bonita –dijo Sammy, inclinándose para sujetar el volante.
Había hecho lo mismo por Phil cuando vivían juntos. Muchas veces. La furgoneta
del señor Dinsmore iba dando bandazos, trazando arcos
lentos y hasta cierto punto solemnes, y poco le faltó para derribar otro buzón.
Pero no importaba; el pobre viejo solo iba a treinta, y Motton
Road estaba desierta. En la radio,
Alden
le tiró la cartera a la chica.
-
Ahí ‘tá. Ese’s mi chico.
Con su ‘buelo.
-
¿Conducirá mientras yo lo miro? –preguntó Sammy.
-
Claro.– Alden volvió a asir al volante. La furgoneta empezó a moverse un poco
más deprisa y un poco más en línea recta, aunque más o menos iba cabalgando
sobre la línea blanca.
La
fotografía era una desvaída instantánea a color de un niño pequeño y un anciano
que se estaba abrazando. El viejo llevaba puesta una gorra de los Red Sox y una mascarilla de oxígeno. El niño tenía una gran
sonrisa en el rostro.
-
Es un niño muy guapo, señor –dijo Sammy.
-
Sí, un niño ‘uapo. Un niño ‘uapo
y listo. –Alden profirió un alarido de dolor sin lágrimas. Sonó como un rebuzno
de burro. De sus labios salió volando algo de baba. La furgoneta se descontroló
y luego se enderezó otra vez.
-
Yo también tengo un niño muy guapo –dijo Sammy. Se echó a llorar. Una vez,
recordó entonces, había disfrutado torturando Bratz.
De pronto sabía qué se sentía cuando eras tú la que estaba dentro del microondas.
Ardiendo en el microondas–. Cuando lo vea le daré un
beso. Volveré a darle besos.
-
Dale besos –dijo Alden.
-
Eso haré.
-
Dale besos y ‘brázalo y mímalo.
-
Eso haré, señor.
-
Yo le d’ría besos a mi shico
si p’diera. Un b’sito en el
m’flete frío-frío.
-
Ya sé que sí, señor.
-
Pero l’hemos enterrado. ‘sta
mañana. Ahí mismo.
-
Le acompaño en el sentimiento.
-
Tómate otra c’rveza.
-
Gracias. –Se tomó otra cerveza. Estaba empezando a emborracharse. Era genial
estar borracha.
De
esta forma siguieron avanzando mientras las estrellas de color rosa se hacían
más brillantes por encima de ellos, centelleando pero sin caer: esa noche no
había lluvia de meteoritos. Pasaron de largo y sin reducir la velocidad junto a
la caravana de Sammy, a la que nunca regresaría.
(pp. 641-644)