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Revista de estudios filológicos
Nº25 Julio 2013 - ISSN 1577-6921
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EN EL FRENTE ROJO. TOMÁS MALAGÓN ALMODÓVAR

 

Basilisa López García

(Estudio y edición)

 

El manuscrito

 

          La obra que presentamos a continuación bajo el título En el Frente Rojo es un documento conservado en el Archivo de la Comisión General de la HOAC, caja 23, carpeta 1, apartado “Tomás Malagón”. Consta de un cuaderno escolar tamaño cuartilla con tres conjuntos de hojas sueltas de distinto tamaño y textura intercaladas en el cuaderno, y un conjunto de cuartillas sueltas de papel reutilizado, algunas de ellas con textos escritos sobre restos mecanografiados o preparados para asientos contables. En total 109 hojas escritas con lápiz de carbón en papel de no muy buena calidad y en un estado de conservación deficiente, lo que dificulta su lectura en una primera aproximación. La firma de Tomás Malagón aparece en tres ocasiones. En general podemos afirmar que el documento es un conjunto de borradores escritos en distintos momentos y preparados para darle forma en lo que podríamos calificar como diario de guerra.

 

 

El autor

 

 Tomás Malagón Almodóvar, sacerdote, consiliario nacional de la HOAC, teólogo, pedagogo, formador de militantes obreros cristianos, nació en Valenzuela de Calatrava (Ciudad Real) el 15 de marzo de 1917, hijo de Marcelino y María. Su padre trabajaba con sus hermanos en las labores agrícolas de la casa familiar, la casa de sus abuelos paternos donde pasará su infancia siendo el mayor de cinco hermanos. A los doce años ingresó en el Seminario de Ciudad Real gracias a los esfuerzos de sus padres y a la ayuda económica que el Marqués de Torremejía prestó a su familia. A partir de 1933 continúa sus estudios eclesiásticos en la Universidad Pontificia de Comillas. Ese mismo año Maritain presentaba en la Universidad de Verano de Santander su obra Humanismo Integral, en forma de seis conferencias, obra que tanto influyó en los católicos de la postguerra europea, conocidos como “cristianos de izquierdas”, y que abrió paso a la Nouvelle Theologie francesa. El joven Tomás conocerá de primera mano en la España republicana las nuevas líneas teológicas que se iban abriendo, no sin dificultad, en Europa.

          En 1934 muere su padre, hecho fundamental en su trayectoria vital por lo que de doloroso tuvo para él y por lo que supuso para su familia al dejar a su madre sola con cinco hijos. En marzo de 1936 muere su hermana Rosa siendo una niña.

Con 19 años, durante las vacaciones del verano vuelve a Valenzuela, estalla la Guerra Civil y es movilizado por el ejército republicano y enviado al frente de las Alpujarras donde permanecerá hasta el final de la guerra. Después de ejercer como soldado en distintos destinos, es enviado a Madrid para estudiar Meteorología, regresando de nuevo al frente como jefe de trasmisiones y profesor de oficiales y suboficiales.

 

 

En el frente de guerra aprendió a mirar la realidad con otros ojos; poco a poco se fue dando un acercamiento vital e intelectual a la clase obrera. El trato diario con soldados de ideología socialista, comunista y anarquista, así como la lectura de obras de Marx, Engels o Bakunin, que corrían entre los soldados del frente, marcaron una orientación fundamental para su búsqueda intelectual y para su vocación apostólica. No obstante, esta experiencia no estuvo exenta de dudas, de contradicciones, de un dolor profundo y una rabia contenida al saberse preso de una situación no querida como seminarista, tal y como el mismo lo expresa en su diario de guerra que escribe con el título En el Frente Rojo.

En su puesto de trasmisiones y tras un intenso bombardeo del ejército nacional, prometió que si salía con vida de allí se haría sacerdote y se dedicaría especialmente al apostolado obrero.

 

Acabada la guerra vuelve a Comillas, termina sus estudios en Teología Dogmática y empieza a experimentar la soledad de no poder compartir sus inquietudes intelectuales, inquietudes sospechosas de “modernidad” en un ambiente académico dominado por otras preocupaciones muy distintas.

Con 26 años, en 1943, se ordena sacerdote y comienza su trayectoria sacerdotal en Ciudad Real como profesor de Teología, llegando a ser nombrado en 1948 canónigo de la Santa Iglesia Prioral. Paralelamente, impulsa la Acción Católica Obrera y funda la Hermandad de Ferroviarios de Ciudad Real iniciándose así una vida al servicio de la evangelización de la clase obrera a contracorriente de la España nacionalcatólica.

La vida de Tomás Malagón es la historia de un profundo amor a Jesucristo y, por él, a los pobres y a la Iglesia. La historia de una profunda fidelidad a una promesa, a una vocación, a un encuentro amoroso que supera todos los inconvenientes de una Iglesia nacionalcatólica para ponerse como sacerdote al servicio de la evangelización del mundo obrero. La evangelización le lleva a la encarnación y esta a un trabajo permanente por la renovación de la Iglesia antes y después del Concilio Vaticano II. Es un modelo de sacerdote apóstol del mundo obrero, en él y para él vive, piensa y actúa.

          Tomás Malagón es intelectualmente un gran desconocido. Su obra escrita, aunque en parte publicada, se encuentra inaccesible para la mayoría de los que intentan acercarse a ella. Sus inquietudes, desde adolescente, le fueron convirtiendo en un intelectual cristiano comprometido en el diálogo fe-cultura y en la formación de militantes obreros cristianos. Desde esta opción vital, sus escritos transitan la poesía, la narrativa, el ensayo, las clases para el Seminario, los artículos periodísticos o la preparación de cursillos.

 

La obra

 

El mismo Tomás Malagón confiesa que los amigos del frente le han animado a hacer públicos sus escritos; el autor intenta darles forma por “afecto y solidaridad inquebrantables” hacia ellos.

No está en la intención del autor decir nada nuevo sobre la guerra. “Estas páginas son un desahogo de los sentimientos que hacían surgir las espinas de aquel ambiente”… “son puro subjetivismo”, afirma el autor quitándole mérito a la narración.

Las páginas surgen de una necesidad: “yo escribo estas páginas por necesidad de expansión”. Así el autor expone la necesidad de sacar de su interior la experiencia personal e intransferible de su paso por las trincheras durante la Guerra Civil española. Escribir es para él una necesidad, un consuelo y una sanación frente a la soledad y la desconfianza: “Estábamos solos, uno por uno, aislados, sin comunicarnos, prisioneros cada uno dentro de sí mismo… No había nadie a quien comunicar mis sentimientos. Y los confiaba al lápiz y al papel”. Escribir es, por tanto, un acto de liberación de la angustia y la soledad, en un ejercicio arriesgado por las circunstancias en que se desarrolla el hecho mismo de escribir: un frente de guerra, una trinchera.

          La estructura misma del documento, a modo de borrador con partes inconclusas o rehechas “a vuela pluma”, tiene la frescura del sentimiento espontáneo que sale a borbotones a la vez que contenido. Sentimiento y razón recorren el texto alternando desahogos de rabia contenida con textos de una belleza lírica a través de los que el autor se reconcilia con él y con lo que de humanidad va encontrando entre tanta desolación.

          Tomás Malagón es un soldado de 20 años llevado al frente republicano a la fuerza, como tantos otros; pero su condición oculta de seminarista y su convicción de estar en el frente equivocado le hace vivir todas las contradicciones y todos los miedos.

          Mucho se ha dicho acerca del encuentro de Tomás Malagón con la realidad obrera en el frente de las Alpujarras, pero poco sabemos del tránsito doloroso hacia ese encuentro, de las contradicciones vividas, de la identidad oculta y disimulada, de su lucha por no perder su fe en el hombre y hasta su fe en Dios.

          Podemos clasificar En el Frente Rojo, escrito entre 1936 y 1939, dentro del conjunto de escritos de guerra, diarios de guerra o testimonios de guerra. Tiene la virtud de acercarnos al conocimiento de la figura de Tomás Malagón en su etapa de joven soldado y al conocimiento, no menos importante, de la vida en las trincheras de tantos soldados que, fruto de lo que se ha dado en llamar “lealtad geográfica” durante la Guerra Civil, sintieron estar viviendo un infierno en el frente equivocado.


 

Valenzuela de Calatrava

SEMINARIO MENOR DE SAN IGNACIO

 

 

 

En el Frente

Rojo

 

 

Ciudad Real 19… a 19 de febrero, Don Norberto Malagón

 

 

 

 

 

“En el Frente Rojo”

Carpeta 1, caja 23

ATM (ACGHOAC)

 

De mi paso por las trincheras

Prólogo

Muy lejos estaba de pensar al escribir estas páginas que llegarían a publicarse.

De ello me ha determinado el parecer unánime y el deseo obstinado de mis buenos amigos, en particular aquellos compañeros que convivieron conmigo  en los días trágicos e inolvidables de la guerra, y a los que me honro en ofrecer estos relatos vividos y sinceros, como prueba de perdurable afecto y solidaridad inquebrantables. No en vano nos unió la misma suerte y nos mantuvo enlazados en estrecho abrazo de hermanos durante más de dos años, fijos nuestros ojos aterrados en el mismo objetivo: la helada esfinge de la muerte que se levantaba amenazadora ante nosotros.

Yo no pretendo decir nada nuevo. La guerra es vieja y mis sentimientos en torno de ella no son de otra naturaleza que los que su furia despiadada y terrible suscitó en nuestros abuelos y en los abuelos de nuestros abuelos.

Yo no pretendo descubrir nada nuevo en la guerra. La guerra ha hecho vibrar a mi espíritu de una manera análoga y uniforme a aquella, produciendo en mí la nota tradicional y humanamente eterna de condenación que un día nuestros padres sintieron resonar en sí mismos. Estas páginas son simplemente eso: la expresión, el desahogo de los sentimientos que hacían surgir en mí las espinas de aquel ambiente. Hasta carecen casi del mérito de la narración que hace tan interesantes otras producciones de asunto de guerra. Son exclusivamente subjetivismo. Y es que yo no escribía estas páginas por sport, o por entretenimiento, ni con ilusiones de cronista. Escribía, como digo en uno de estos artículos, por necesidad de expansión; ese deseo incontenible de sacar de nosotros nuestras alegrías o nuestras penas para depositarlas en ese inmenso tesoro en que las alegrías y las lágrimas de la Humanidad se van almacenando y que constituye su patrimonio y su historia. Yo escribo estas páginas por necesidad de expansión.

Estaba solo; no había nadie a quien yo pudiese hacer partícipe de mis sentimientos. Y miraba a mi alrededor y veía muchos: os veía a todos vosotros, que erais compañeros míos, más que compañeros: hermanos, y no solo por fraternidad religiosa, sino creados hermanos por una misma suerte, pues juntos nos debemos a la vida que hoy tenemos, después de haber escapado de la misma muerte. Pero entre cada uno de nosotros y los demás se interponía el muro de la más terrible desconfianza. Estábamos solos, uno por uno, aislados, sin comunicarnos; prisionero cada uno dentro de sí mismo, secuestrados entre las negruras de aquella noche que presidían tan solo los siniestros y trágicos reflejos de la estrella roja. No había nadie a quien pudiese comunicar mis sentimientos. Y los confiaba al lápiz, al papel. Y mi espíritu se reflejaba allí casi sin temor de que le sorprendiesen. Y aparecía solo, pues vivía en la más intensa emoción de soledad. Por eso estas páginas casi carecen del interés de la narración; son puramente subjetivismo. ¡Aquellos días inolvidables de la guerra! Todos recordamos aquella catástrofe que partió en dos nuestra vida. En toda España ardía la guerra. En una parte de España había guerra y persecución: ser españoles, creyentes, pensar. Contra todo esto en nombre de la libertad, se imponía la tiranía del fusil y de la dinamita para el cuerpo; la tiranía de la propaganda y la mentira para el alma: propaganda y mentira, la misma cosa. Yo sentía mi odio y un aborrecimiento terrible hacia la propaganda que en forma de frases estaba constantemente frente a nuestros ojos y a nuestros oídos en la más abierta contradicción con la realidad que todos tocábamos y sentíamos con dolor de carne y de espíritu.

En cuanto a la guerra,  yo pienso que si alguna ha sido justa y saludable ha sido la pasada guerra: era una legítima defensa de una agresión que iba contra lo más signado de la Humanidad y contra lo que para nada valía la fuerza de la razón. Sin embargo la guerra lleva consigo tales monstruosidades, que, no puedo negarlo, a la vista de calamidades tan espantosas, más de una vez he renegado de todos los salvadores guerreros y de toda la gloria de las bélicas fechas. Hoy ya, en todos los rincones han oído resonar el dulce nombre tan ansiado: la paz.

Todos hemos gritado entusiasmados vivas en su honor; hemos saludado conmovidos las altas banderas que ondean celebrando su triunfo. Han quedado abandonadas y desiertas las líneas de trincheras que cruzaban los caminos y los campos de España en los que hemos tenido suerte; y empiezan a borrarse las huellas que me dejaron las fatigas sufridas.

Pero la guerra de España no ha sido estéril, el mundo ha aprovechado sus lecciones y todos han solucionado pacíficamente sus cuentas pendientes.

Nosotros vivimos ahora sobre una inmensa sepultura. Bajo la tierra que pisamos yacen abrazados, mezclados los enemigos de ayer: hijos, hermanos y amigos nuestros. No interrumpamos nosotros su eterno y sagrado sueño; no profanemos este sagrado cementerio con nuevos odios, ni envenenemos estos aires puros que hoy despierta acariciando negros lutos y secando claras lágrimas. Hagamos también que no hayan sido inútiles nuestros sacrificios, los nuestros y los de aquellos que ya nunca volverán a hacer. Yo tengo fe en este día que hoy empieza. Levantemos todos arriba nuestros ojos. Allá muy alto cobijándonos y sonriéndonos a todos se extiende una bóveda transparente y cándida: es azul, es el cielo y de allí se desprende un bien, no angélico, que hoy resuena con fuerza en todos los ámbitos del corazón y dice así <<Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad>>

 

 

Noche de guardia II

Hace veinte siglos, cobardes y malvados Poncios romanos y rabinos judíos, borraron sus rencores sacrificando al Justo. <Cristo fue enviado por Pilatos a Herodes>  <Y gracias a esto se hicieron amigos aquel día Herodes y Pilatos que antes estaban enemistados>. Hoy, sobre nuestra tierra santa de España, vuelve a adquirir su relieve tradicional la pasión del Justo; y resucitan los colores y las formas del viejo retablo evangélico. Y el furor y el odio contra las víctimas une y estrecha a los verdugos. El Capitán de mi compañía ha entrado esta tarde en la Comandancia Militar. Los milicianos que se encontraban haciendo guardia en la puerta del edificio han saludado con los puños en alto, y el Capitán ha subido rápidamente a la oficina de la Comandancia Militar. Desde hacía tiempo no eran muy cordiales las relaciones entre uno y otro. Pero hoy el Capitán quiere ofrecer al Comandante una prueba de amistad y confianza. Una fiera necesita de la otra y en esta ocasión van a realizar un pacto de mutua ayuda.

Puig, uno de los sargentos de mi compañía, ha encontrado esta mañana escondido bajo un puente de la carretera un saco repleto de municiones y bombas construidas rudimentariamente con chatarra y latas de conserva. El Capitán apunta al Comandante: es preciso obrar con energía en defensa de la gran causa de los trabajadores; es preciso hacer un escarmiento en esta canalla fascista que no cesa ni un momento de conspirar con nuestro amado y magnánimo gobierno republicano. Es para mi un gran motivo de satisfacción realizar este servicio en bien de nuestra causa y al mismo tiempo proporcionar a mi Comandante militar el placer de castigar como merecen a esa turba de miserables de <<quinta columna>>. Estos campesinos que viven en las inmediaciones de la carretera en que ha sido descubierto el copioso y abundante arsenal de que he dado cuenta…

Y el Capitán de mi compañía después de estrechar la mano del Comandante ha salido del edificio, ufano y contento, como quien acaba de hacer desaparecer un gran obstáculo que se oponía al logro de sus ridículas ambiciones. Y el Comandante Militar, después de haber estrechado la mano del Capitán, ha sorprendido con satisfacción, como quien acaba de encontrar una nueva ocasión de lucir sus habilidades sádicas y criminales tantas veces puestas a prueba anteriormente. Y como en el viejo retablo evangélico, cobardes y malvados borraron sus rencores ante el sacrificio infame de la inocente víctima.

Los milicianos, que se encontraban haciendo guardia a la entrada de la Comandancia Militar, han saludado con los puños en alto a la salida del Capitán. Y poco tiempo después han visto entrar atemorizados y resignados, conducidos por una escuadra armada de los defensores de los trabajadores a aquellos campesinos que vivían en las inmediaciones de la carretera en que Puig ha descubierto el primer hilo del pretendido complot, tan deseado por la vanidad del Capitán y por el furor salvaje del Comandante Militar.

Ahora yo estoy de guardia en la prisión destinada a estos temibles campesinos enemigos de los trabajadores y del Estado. Es una antigua y bella capilla con imágenes de santos y de ángeles tallados en la dura piedra de los muros. Está rodeada de una verja y unos árboles corpulentos, sombríos a la oscura luz violeta del crepúsculo; a nosotros, seres infelices sumidos en la más atroz penuria de individualidad humana, prisioneros de las más terrible de las prisiones, la que como una plancha de hierro se deja caer sobre el espíritu imponiéndole hasta el más apagado resuello,  nos roban en su sombra este último retazo de personalidad que nos quemaba la silueta. Anulados hasta el extremo, acurrucados con deleite en el rincón, nunca tan entrañablemente amado, contra las cosas y las personas causas de nuestra gran desdicha; nosotros prisioneros de la más odiosa turba hablamos con voces que llevan sobre sí todo el peso que es capaz de cargar sobre ellas un espíritu en peligro de muerte, que ve en cada palabra la ocasión de su testamento y de expresar la fuerza de su justificación. ¡No tuvisteis todos ocasión de escuchar a estos infelices hablando con aquellas frases entrecortadas e indefinidas dichas sin finalidad alguna al parecer, pues querían que nadie comprendiese su propio sentido; pronunciadas otras veces con esa ironía que quería parecer despreocupación ibérica y juvenil y era la más amarga de las protestas!

A mi lado está Puig[1]. Es el sargento que esta mañana encontró las bombas en el puente de la carretera. Me cuenta cómo el Comandante Militar ha golpeado bárbara y cobardemente a aquellos ancianos campesinos encorvados ya por el peso de los años y del trabajo; aquellas desdichadas mujeres que proferían gritos de dolor y de desesperación; quería que declarasen quiénes eran los encartados en aquella conspiración <<cuyos indicios indudables habían sido descubiertos>>. Y Puig, el sargento rojo que encontró las bombas esta mañana bajo el puente de la carretera, siente en su alma los sufrimientos de aquellos infelices; no suponía verdaderamente que su hallazgo fuera a tener tal interpretación ni tales consecuencias. La verdad: no tenía nada de extraño encontrar un puñado de bombas, aunque estuvieran construidas de forma tan rudimentaria como aquellas, allí, a distancia relativamente corta del frente, donde con tan poco miramiento se tratan estas cosas, y donde tantas veces se recurre a toda suerte de procedimientos para lograrse una mayor cantidad de reservas para momentos de apuro; y nada más acertado –así pensó él- que retirarlas de aquel lugar, donde pudieran ser fuente de desgracias cuyo alcance era imposible imaginar. Y ahora, al ver el giro que, sin querer, sin buscarlo él han tomado los acontecimientos, Puig reniega cien veces de su mala sombra y entre interjecciones de descaecimiento y de cólera me dice:

 “No nos dejan ni la tranquilidad en la conciencia de pensar que no somos responsables de sus crímenes”.

Después se ha marchado. Antes ha repartido tabaco y frutas entre los detenidos; es lo que él ha podido comprar por ahí, o lo que le ha sido enviado de su casa lejana, de allí, donde la azul serenidad de estas tardes se extingue diluyendo en los ojos de una mujer lágrimas de recuerdo y de temor por su suerte. Y él siente que esta acción cae sobre su espíritu como un sedante del dolor de su herida reciente.

Ahora yo he quedado solo contemplando bañados en la luminosidad de esta noche las casas que nos rodean. Son casas viejas, y sin embargo tienen algo muy especial y muy triste que trae un sabor amargo y agrio de hiel y vinagre de pasión. Esos árboles mutilados, chatos, agobiados, mudos, sin el grito de su copa de vida llena y fuerte, asomando sobre las negras techumbres; esas casas herméticas, a pesar de la hora y la estación; esos tipos que miran recelosos y desconfiados antes de llamar en sus puertas; esas voces miedosas, asustadas que responden desde dentro; y luego esos presos, estas mujeres y estos hombres, desesperados, como animales acosados, que creyendo sin duda hacer sufrir a los que escuchamos, con vivas a España, rezan, comen y duermen esforzándose porque no aparezca al exterior nada de disgusto y preocupación; y luego, esta iglesia con sólo esas imágenes eternas en la dura roca de los muros, con esos rostros que a través de sus ojos enormes de granito lanzan miradas duras y severas; y luego yo que hace quince días aún saboreaba la dulce libertad de vivir encerrado por no saludar en la forma que exigían los verdugos de mis hermanos, y hoy sin embargo siento que martillea mi cerebro la cruda verdad de esta frase que ha poco pronunció Puig, antes de marcharse: “No nos dejan ni el consuelo de pensar que no somos responsables de sus crímenes”.

Hace un mes todavía no pensaba verme como ahora me encuentro. A través de las rendijas de mi encierro veía pasar día a día la multitud de los que salían, muchos de ellos para no volver. !Las trincheras piden gente todos los días; mucha gente! Y hay que dejar la pala, el arado; la sierra, el martillo; los instrumentos del campo y del taller; la pluma, las cuartillas… Aquellas enmohecen; éstas se cubren de polvo y la pluma se oxida. Pero ¿qué importa? Es la guerra y la guerra quiere gente; mucha gente. Y a la guerra marchaban y a la guerra la veíamos nosotros como un monstruo enorme, gigantesco, fantástico, que asomaba la multitud de sus cabezas informes por las tierras cantábricas, por Aragón, por el Centro y Extremadura y por las tierras de Córdoba y Granada. Y un monstruo terrible es en efecto esta guerra: el monstruo que siempre ha encontrado los héroes de las bellas leyendas antes de llegar al tesoro fabuloso o a la hermosa princesa encantada. Pero son espantosos los estragos de la fiera en este infeliz trozo de la patria. Somos lanzados en inmensas oleadas humanas ¡en auxilio del monstruo! Y es terrible sentir sus garras en nuestra carne, al mismo tiempo que con el asco y el miedo sentir cadenas en el espíritu que nos arrastran sin poderlo evitar.

Hoy hace ya veinte días que estamos en la Base de Instrucción. Se comen lentejas y se nos enseña a gritar insultos contra España y los que por ella mueren, aquí como mártires, y allí como soldados. Hemos visto fusilar a tus compañeros en los patios del cuartel. Los comisarios dicen que se lucha por la dignidad del hombre y su derecho a ser libre; pero se nos exige hablar, pensar y querer conforme a esos pasquines indecentes que vemos por las paredes. Por algo, dicen, se nos entregan unos papelitos en los que se lee: el Banco de España pagará.

 

(Intercalado 1)

 

La guerra arrastra a veces…y alumbra la razón  I

Todos los pueblos de este trozo de España formado por jirones de Castilla y Andalucía, por regiones de Levante y Cataluña, han oído ya el ronco sonido del cañón y de las bombas de aviación que dicen su romance de batalla allí donde se alarga la línea sinuosa de las trincheras en que se ventila el futuro de España. En muchas de ellas era tan solo en el silencio de las noches de los meses de la guerra un rumor sordo y prolongado parecido a un trueno lejano lo que se oía. Después ha ido más cerca, cada vez más cerca, más fuerte, más terrible… Pero los hijos de este trozo de España siguen quietos en la quietud de sus casas, huraños al escuchar las llamadas reiteradas de los líderes rojos a la guerra roja ¿Será verdad que los siglos pasados hayan puesto doble llave al sepulcro del Cid? No. El buen Rodrigo duerme, no más allá de su vieja estatua sepulcral de Cardeña, y sigue empuñando la Tizona con su broquel al brazo. Pero oye las palabras de su padre Dº Diego de Loinaz que desde allí sigue repitiendo:

“Conciencia[2] tienes; contra ella

                                     en ningún caso vayas”

                                                 Lidia por Cristo, no lidies

                                                 por ambiciones mundanas.

 

Y el áureo batallador de las peleas de España y por la fe, nunca muerto, pone su rostro huraño sobre su gesto escultural al escuchar las llamadas reiteradas de los líderes rojos a una guerra roja. No quieren los buenos hombres de España morir por el bello ideal de Largo Caballero o de Negrín. Van arrastrados, cuando van, y si van cantando, no penséis otra cosa sino que se cumple el refrán: cuando el español canta…

Un día me toco a mí venir. Está aún muy reciente esa fecha para que yo haya olvidado una sola de las emociones por donde fue pasando mi espíritu en aquel día, en que al ponerse el sol hube de subir al tren que me condujo aquí ¡Aquel atardecer en que sentí morir todas mis ilusiones y risueñas esperanzas del porvenir! Hoy en este trozo de España han muerto igualmente tantas ilusiones y tantas esperanzas que no hay uno que no haya sentido la atroz desolación del espíritu ante estas calladas tragedias del corazón. Aquel atardecer una apiñada muchedumbre negreaba por los andenes de la estación, allá en la capital de mi provincia. Los nuevos reclutas del ejército rojo íbamos a partir… solo sabíamos que la guerra se lleva a muchos y que a muchos no los devuelve. Y sabiendo esto ¿para qué queríamos ya esas ilusiones y esperanzas que nuestra juventud alimentaba? Ahora ya comprendo que así se está mejor: la vida es indiferente, y la muerte deja de ser una dolorosa preocupación. A despedirnos habían acudido muchas mujeres: madres, hermanas que lloraban y que al abrazarnos repetían una vez más, como una antífona sagrada, la frase: “Sea lo que Dios quiera”… y después serenando la tormenta de nuestro espíritu, hacían aparecer sobre él este iris de esperanza: “Dios querrá alguna vez”.

Los hombres, nuestros padres, miraban inquietos a todos lados y nos daban el último consejo: “Ya sabes, si puedes, márchate al otro lado”, ya sabes lo que pasa; de nosotros no te preocupes… Y pronto suena una campana a la que con un silbido la locomotora responde. Nos precipitamos a los vagones y el tren se moviliza despacio, como estirándose. Por las ventanillas vemos cómo van quedando atrás la estación y la muchedumbre de los que acudieron a dar calladamente su “adiós”. Nos acompañaban largo rato con sus señales de despedida, agitando los brazos con los pañuelos.

Después, queda solo la austera planicie castellana que nos mira con insistencia agobiante. Ni un árbol, ni un cauce, ni una peña hacen desviar ni por un instante de nosotros la presencia insistente de su mirada. No se por qué me parece que cobrando espíritu la tierra deja de ser este mirar inerte, y que mira ceñuda nuestro paso la dura tierra del Cid ¿Será verdad, o tan sólo fenómeno subjetivo este gesto que me parece percibir sobre el áspero paisaje? Ya es la noche entrada con un cielo terso profundamente estrellado; una noche de guerra solemne, dolorida, con una luna redonda y magnífica que parece la huella de un balazo en un cristal. A mi alrededor hay un rebullicio crudo, violento. Nadie duerme. La multitud de los nuevos reclutas del ejército rojo que llena el convoy va sin cesar de unos vagones a otros, y en todas partes se comenta, se charla a gritos, se come y se bebe con una jocundidad y un regocijo incomprensible, absurdo: incomprensible hasta que por todo el convoy se extiende el eco de este estribillo burlesco que todos repiten a coro, dando al mismo tiempo con los pies en el piso:

 

La vida hay que tomarla

conforme viene

porque si no sería

un cementerio.

 

Es de madrugada. Yo vuelvo a mirar por la ventanilla y vuelvo a sentir de nuevo como si flotase sobre el dorso del terreno el ceño hostil de la víspera. Ahora parece como si levantara su redondo brazo para amenazarnos. Me doy cuenta de que cruzamos Despeñaperros. Electrizados, maquinalmente, bajo su multiforme indumentaria, los nuevos reclutas del ejército rojo siguen repitiendo:

 

La vida hay que tomarla

conforme viene…

 

Es ya de día cuando el tren se detiene en Baeza estación. Allí descienden muchos, destinados a defender la <<causa del proletariado>> en los frentes de Jaén. A nosotros se nos dice que vamos al frente de Motril. Nos quedará todavía el día entero de tren. Ahora ya ha cesado el bullicio, las voces y los cantos. Todos van al parecer aburridos, amodorrados, desesperados, preocupados, tristes ¿Y cómo no? No de otra suerte se hallaría el pobre esclavo ilota condenado a morir en las luchas del circo para servir de espectáculo a una turba feroz y sanguinaria. Pero aquel esclavo podía aspirar siquiera al triunfo que pudiera mejorar su condición y procurarle con el aplauso el favor del pueblo. En cambio nosotros escuchando antes de partir aquel último consejo que nos decía a cada uno: “si puedes márchate al otro lado, aquí ya sabes lo que pasa…”

Nosotros no podemos aspirar a triunfar, que significaría nuestra derrota. A lo que más podemos aspirar es a huir: huir <<al otro lado, allí, de donde vienen las balas del enemigo y a donde van las nuestras>>; lanzarse al camino en que se cruzan por centenares de miles las balas y las bombas de los morteros. Y si esta puerta nos cierra la suerte, resignarse a morir: morir sin honra y sin honor como cualquier otro que se inmolase en aras de la innoble y criminal causa de <<este lado>>. Pero sin aspirar al triunfo, ni al aplauso, pues al volvernos encontraríamos sobre nosotros el ceño hosco y duro de la conciencia, semejante al que parece hoy flotar contra nosotros sobre esta tierra de España, toda rezumante de nombres de romanos que nos hablan insistentes, como un reproche, de áureas adalides por la patria y por la fe.

Son las diez de la noche siguiente cuando nos apeamos del convoy. Nos encontramos en una estación solitaria en un paisaje de sierra pelada, bañada por la lluvia de plata que desde lo alto envían los luceros. No se anuncia a nuestro alrededor la cercanía de ningún pueblo. A mi lado está Santiago Ortuño un verdadero e íntimo amigo a quien conozco desde tres horas. De niño buscaba nidos de pájaros en los olivos y en los viñedos de la llanura… Somos paisanos. Su historia de estos meses de guerra es muy triste. Me promete contármela despacio en buena ocasión. Ahora pasa junto a otros un teniente y Ortuño pregunta ¿Qué hacemos? El teniente responde: hemos de esperar los camiones que han de transportarnos todavía lejos de aquí. Ortuño insiste: ¿Tardarán mucho? Pero el teniente se aleja sin responder una palabra y nosotros, reunidos después de veintiséis horas de tren sin descanso, nos echamos sobre el suelo intentando dormir mientras nos dejen.

Todos van haciendo lo mismo. Sin embargo tardamos mucho tiempo en dormirnos, y aún nos parece que no hemos cerrado los ojos cuando nos sobresalta el ruido estridente de los camiones que han de transportarnos.

Son las cuatro de la mañana. Una hora después llegamos a este pueblo, donde desde hace quince días comemos <carne rusa> que nos hace dar náuseas, aprendemos el manejo del fusil ruso, que nos produce horror, y leemos revistas en que aparecen fotografías de rostros eslavos y se escriben artículos sobre el matrimonio y la familia en Rusia y sobre el día venturoso en que bajo el signo de la estrella roja desaparecerán las patrias y se establezca en el mundo el régimen de la Internacional.

Hoy el comisario político nos ha llamado uno a uno a su despacho. Es la cuarta vez en estos quince días que husmea en nuestra documentación, el pretexto para cebar en nuestro daño su imbécil y canallesca cobardía. Desde luego los carnets fechados después del 18 de Julio le inspiraron una terrible desconfianza. Además, el camarada comisario sospecha de nuestro grupo: nuestro grupo es el que formamos Santiago Ortuño y yo con Isidoro Martínez, Joaquín Aranda y Salvador Ortega. Nos hemos ido reconociendo desde el primer día de nuestra llegada a la Base, y nuestra unanimidad de opiniones sobre la fauna roja que nos rodea, nos ha unido en íntima y cordial camaradería. Comprendimos que el Comisario sospecha de nosotros: con razón. Pero esto nos disgusta y nos alarma pues sabemos del peligro que esto encierra. Sin embargo, por nada ni por nadie estamos dispuestos a romper nuestra unión. Santiago Ortuño nos propone un juramento: no disparar un tiro en balde a quienes los camaradas comisarios llaman en sus imbéciles charlas <<los facciosos>>.

Y al hablar así Santiago Ortuño se yergue lleno de inmensa energía y sus ojos clavan en el horizonte una mirada que es como una saeta.

 

 

III  Soldados rojos

En la Base de Instrucción

 

Llevamos ya un mes en la Base de Instrucción. Cada día que llega nos inspira un terror indecible. De día en día esperamos que nos carguen en los camiones (unos camiones grandes, camiones rusos, como esos vagones del ferrocarril en que antes de la guerra se llevaban las reses para el consumo diario de una gran población) y nos digan: Al frente. Y del frente tenemos una visión espeluznante y trágica: allí mueren (morir: el mayor de todos los sacrificios) y ¿por qué?, unos defendiendo a su pesar un ideal que no sienten; otros intentando pasar a defender el ideal que alienta allí donde se dispara contra nosotros y se nos lanzan ráfagas de ametralladoras. Y en el mejor de los casos, cuando no se muere, segada en flor la vida por uno de estos dos fuegos. Hoy he visto llegar al hospital militar que existe en este pueblo una ambulancia con algunos heridos: vienen demacrados, comidos de sarna y de piojos; se nos dice que la mayoría de éstos se dejan herir o se hieren ellos mismos en los brazos o en los pies por salir de allí. Esto es el frente. Y por esto a nosotros que hace ya un mes que estamos en la Base de Instrucción, cada día que llega nos inspira un terror indecible; porque cada día esperamos ver aparecer los camiones, grandes como para conducir reses al matadero y que nos digan: Al frente.

Ha pasado ya el encogimiento de los primeros días: del primer día, debemos decir; al día siguiente de nuestra llegada las calles del pueblo se llenaron ya de gritos y de voces que continúan a diario hasta las primeras horas de la mañana. Las señoras gordas del mantón y la cesta, estas clásicas señoras que forman parte esencialísima del paisaje del pueblo, comentan escandalizadas nuestras alegres salvajadas y absurdas desvergüenzas. De ordinario el protagonista y autor de las excentricidades de mayor alcance es el que antes de ponerse el traje de <<miliciano>> era el más incapaz de llamar la atención. Y es que yo no se qué tiene el uniforme de soldado que el hombre, dentro de él, se cree irresponsable y capaz de las degradaciones peores. A pesar del refrán que dice que  <<el hábito no hace al monje>>, el ponerse o dejar de ponerse un uniforme no es una cosa que carezca en absoluto de importancia. Todo uniforme encierra una concepción de la vida, un modo de colocarse ante las cosas, que basta en transformar, aparentemente al menos, la moral del individuo que lo lleva; así una sotana, una insignia de la Cruz Roja, una toga de magistrado. El uniforme del soldado, lleva sobre si la idea de irresponsabilidad y de que con él todo tiene disculpa y justificación. Yo que cifro una gran ilusión en esta guerra, confío en que al terminar ésta las cosas cobrarán de nuevo su verdadero sentido. Y al hacer que, según la magnífica concepción del mártir de Alicante, un sentido militar informe la vida ciudadana, no dudo que se empezará por devolver a la vida militar el rango y la dignidad que le pertenece. Sobrio, casto, laborioso, fanático adorador del deber, tanto intrépido y valiente ante los obstáculos y estoico ante el peligro, así puede ser el soldado modelo del ciudadano.

Hoy por hoy la guerrera caqui y el pantalón gris son una patente, como digo, de irresponsabilidad en el vicio, y el mono, la cazadora y las alpargatas negrinescas que han tomado de aquello la misma idea, además enriquecida y ampliada profusamente con el caudal de crímenes de que se hicieron reos los milicianos de los primeros meses de esta guerra, es hoy para nosotros, reclutas del ejército rojo, disfraz que fomenta los más torpes instintos y que obliga al más honrado a rodar por las cuestas abajo de la indignidad. Aquellos milicianos hez de la sociedad, son hoy nuestros jefes y comisarios. Su espíritu vil y canallesco domina en el ambiente de estos cuarteles rojos, nos aprisiona con sus garras que, aunque al principio nos hieren, después poco a poco se va endureciendo nuestra sensibilidad. Podemos percibir cómo las cosas que al principio tanto nos impresionaban, apenas llaman ya nuestra atención. Da pena pensar en esto, que no es sino la prueba del destrozo moral que se va operando en nosotros. Y esto fatalmente: el vicio atrae a la juventud, y por otra parte, el que demuestra educación y recto sentido levanta contra él sospechas por formas peligrosas, y hay… al menos que salvar las apariencias. Y día a día vamos tornándonos revoltosos, mal hablados, borrachos, y sin más ilusión que el dinero, la lascivia y la holganza. Esta es la más trágica consecuencia de la guerra; la herida que para muchos será ya incurable. Yo no puedo menos que experimentar un gran sentimiento de compasión ante estos soldados destrozados moralmente por esta vida burlesca y francamente demoledora de todo cuanto significa valor humano; imposibilitados para toda acción verdaderamente grande y digna. Y todo ello en el escenario helado de estas iglesias desmanteladas, entregadas hoy al instinto destructor y desolador de las fuerzas rojas. Son aquellos mismos templos que marcan los jalones de nuestra historia espiritual y racial; aquellos templos donde nuestros padres y nuestros abuelos, y nosotros mismos, tantas veces, inundados de fervor religioso, hemos visto elevarse la nube de incienso, llenando las naves con su aroma sagrado, mientras vibraba el órgano con sus voces trémulas, acompañando la antífona. Ahora, al derrumbarse nuestro respeto hacia estos santos lugares del espíritu, caen envueltos entre sus ruinas los últimos restos de vitalidad moral con que contábamos para oponernos a la invasión del vicio que nos acosa y nos rodea; que nos manda con las barras de los comisarios y oficiales rojos y nos mata con las siniestras pistolas de los verdugos.

No se ha extinguido aún en mí comprender más y más su tremenda desventura. En estos momentos siento un odio terrible a los políticos, que en este trozo deshabitado de España, prolongan esta inmensa tragedia, sin objetivo de conquista social por más que mientan los comisarios; así es la verdad sin ninguna finalidad nacional. Son salvajes alimañas que solo pretenden saciar su odioso rencor contra todo y contra todos exacerbado por la derrota constante, y aniquilarnos y destruir España. Y vosotros máquinas parlantes de Ginebra, imbéciles habitantes del vacío, sois tan malvados como aquellos, pues consentís y alentáis este crimen sin nombre que se lleva a cabo contra nosotros.

 

(Intercalado 2)

 

(Deja  media cuartilla en blanco y prosigue)

 

…es mejor para ellos. Pero esta soledad es un suplicio para el que aún no se resigna a morir. En nuestro grupo aún conservamos algún residuo de vida y a menudo nos comunicamos nuestras impresiones. El cuartel nos parece habitado por unos cuantos centenares de muñecos[3], cuyos pies, cuyos labios y cuyas manos se mueven obligados por un tinglado de hilos invisibles, pero reales. Nos hacemos la ilusión de que somos espectadores de una curiosa e interminable farsa de guiñol. Comprendemos que así dulcificamos las de suyo tristes sensaciones que nos producen su vista y su continuo estar con ellos ¡Pobres! Aunque no hayan opuesto resistencia a la muerte, aunque se hayan arrancado ellos mismos su vivir humano, son dignos de lástima aquellos infelices. Seamos indulgentes y justos, y comprensivos. Estas montañas de amarguras de todo género que se vienen encima de las pobres víctimas de la desvergüenza canallesca y cínica de los rojos, acobardan y anonadan. Y al fin, todos hemos de acabar por renunciar a esta lucha continua interna por querer ser hombres.

En el ejército rojo, los jefes y los comisarios políticos se pasaban los días repitiéndonos sandeces, siempre, sin más remedio. La propaganda dirigida al soldado abunda por todas partes ¿Harían nuestros padres sus casas para que luego en la guerra pegasen los rojos en sus paredes sus pasquines? Es realmente un martirio tener que estar oyendo de continuo frases tan estúpidas y tan contrarias a lo que se está viendo a cada paso. Y es verdaderamente un alivio comentarlas siquiera sea consigo mismo, y alegra ver cómo no se ha extinguido aún nuestra vitalidad humana, y cómo nuestra razón va reduciendo a su propio valor tanta palabrería. Yo dedico a esto algunos ratos; no muchos, pues el soldado que escribe mucho es sospechoso. Y no ignoro, si me hiciese sospechoso, y alguno llegase a leer estas cuartillas, lo que podría sucederme. Esta clase de fieras, del tipo de los jenízaros, llamados <<comisarios>> son altamente nocivos y peligrosos… Pero eso de que a todas horas nos estén repitiendo el mismo disco… Quieren adormecernos[4]; pero no. Mi amigo Martínez dice: !alerta! Y siempre, ojo avizor, no hay que le haga tragar una sílaba de cuanto signifique eso: propaganda.

Yo estoy temiendo que algún día le den un disgusto. No se resigna, como otros, a callar, y cuando habla su sinceridad lo pone en serio peligro. Con frecuencia tenemos actos, que el Comisario dice culturales, en el teatro del pueblo. Es obligatorio asistir a ellos y cuando faltan <<espontáneos>> para hacer uso de la palabra, el Comisario llama desde el escenario a uno cualquiera de los que allí estamos. Ha de hablar sobre la guerra, o sobre la obra llevada a cabo por el <<Frente Popular>>. Como carecen de preparación y es fácil hacer el ridículo al improvisar, todos estos se niegan a hablar. Entonces, el Comisario aprovecha la ocasión que se le ofrece con el pretexto de ayudar al que le ha obligado a salir al escenario, y comienza una serie de preguntas que constituyen un verdadero interrogatorio, cuyas respuestas, debiendo ser naturalmente, rápidas y espontáneas, pueden dar la medida del más o menos subido color rojo de la víctima. Afortunadamente, como aquel filósofo griego de nuestras lecturas infantiles, todos podemos ya ser vendedores de prudencia, y no se nos caza fácilmente. Pero cuando un día Martínez tuvo que salir al escenario me eché a temblar. Dijo, como todos, que no sabía qué decir. Y empezó el interrogatorio del Comisario. Martínez pertenecía a la quinta del año 34, y había prestado servicio militar antes de la guerra. Había conocido el llamado <<antiguo ejército>>. Y ahora, movilizado su reemplazo para la guerra, podía apreciar, decía el Comisario, las diferencias entre el <<ejército de los señoritos vanidosos>> con estrellitas doradas en la pulcra indumentaria y <<el ejército de los camaradas>> con estrellitas rojas en el gorro ruso y  sobre el cuero de las canadienses; la verdad, Martínez, incansable trabajador en los campos extremeños ¿qué culpa tenía de que los camaradas de las rojas estrellitas en el gorro ruso y sobre el cuero de las canadienses fueran tan brutos y tan estúpidos como los señoritos del ejército por él conocido en los años 34 o 35?

No tenía la culpa y así lo dio a entender. Solo existía la diferencia entre unos y otros de que los actuales camaradas eran más brutos y más estúpidos, en proporción con su más o menos elevada e inesperada jerarquía. Por lo demás las Bases de Instrucción son un lugar en el que a cambio de comer poco se hablaba mucho gracias al esclarecido verbo de los camaradas comisarios. Bajo las bóvedas del teatro sus palabras resonaron fuertes y terribles. Pero Martínez se negó a rectificar. A la mañana siguiente el capitán de nuestra compañía dijo: ¡Firmes! El camarada comisario leyó un decreto del Gobierno: el militar que de palabra quebrantase la moral de sus compañeros sería castigado con la pena de (1)----

Alfredo Miralles fue enviado a un batallón disciplinario, algo así como antiguamente ser convertidos en gladiadores sin más derecho que el de morir (fin del texto en esta página)

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(Intercalado 3)

 

Tachado con dos líneas aparece el siguiente texto perfectamente legible.

 

He releído estas páginas y no he encontrado mejor título para encabezarlas que este: tríptico; soldados mentirosos, superficiales, melancólicos, paseando por los patios cuarteleros su tremendo descaecimiento moral, rostros pálidos en cuyos ojos vibra el grito hiriente y sin ecos en que se ha convertido la vida del soldado herido

 

Vuelve el texto

… que el pueblo no piensa sino que solo siente. Nuestros empiristas camaradas de la roja estrella habían deducido de sus múltiples experiencias con el pueblo (que dicho sea de paso, ha quedado demostrado ser el ejemplar mejor y más barato de la especie cobaya, vulgo, conejillo de indias) que piensa y que por el contrario no siente: hallazgo de capital importancia para la filosofía de la historia, y verdad de la que ya nos será imposible dudar, pues conste que las experiencias fueron públicas.

Se procedió primero a investigar hasta qué punto llegaba la capacidad de sufrimiento físico de los ciudadanos. Eran encerrados a centenares en los más amplios locales habilitados para este fin, y allí, pacientemente los camaradas de la roja estrella se dedicaban a la tarea de examinar hasta dónde llegaba la vida humana en su resistencia a los golpes, al hambre y a las torturas inimaginables de todo género. Y el resto del pueblo mientras tanto cerraba las puertas de las casas; y los gritos helados en aquellas horas interminables de agonía lenta e inconcebible, y las carcajadas vinagrosas y los eructos de borrego muerto de los rojos resonaban en el más espantoso de los vacíos.

Se quiso luego, en vista del resultado negativo del anterior experimento, ver si el pueblo reaccionaba al irle desposeyendo de sus queridísimos ahorros fruto de su trabajo acumulado ¡Ah, que amante solía ser el pueblo con otros triunfos dando constante y sonante de sus bolsillos!, pero ahora se les limpiaba tan lindamente y con tanta delicadeza se les iba llenando de palabritas que el pueblo quedó desarmado para quejarse, y los buenos hidalgos cerraban de nuevo sus puertas pensando que habrían hecho mal en no mostrarse agradecidos.

 

Hasta aquí el texto escrito en el cuaderno. Aparecen intercalados en el cuaderno textos en hojas sueltas, a modo de apuntes, que a continuación pasamos a reproducir en cursiva.

 

Intercalado 1

 

El primer texto del intercalado 1 está tachado con dos líneas, pero es perfectamente legible

 

…saqueadas heridas condenadas al inmenso sacrificio de la hipocresía, sin la que no podrán andar un solo paso, destinadas fatalmente a servir de albergue al pensamiento ajeno… ¡Soldados de Rusia, de Italia, de Francia, de Inglaterra, de Alemania: soldados de España, sobre nosotros pesa como una maldición la dura y helada rigidez de este tríptico siniestro y desolador!....

 

-------------------------------------- II--------------------------------------------------------

 

Pero la guerra arrastra a veces entre sus mallas de tragedia sublimidades líricas, inefables vibraciones arrancadas de lo más bello y lo más escondido del sentimiento humano. La guerra recrudece las persecuciones, y esto constituye la gloriosa exaltación del hombre. El poderoso vendaval de la guerra hace que vibre toda la gama del sentir humano; esas notas salvajes, roncas, sordas, discordantes, que nos traen el ambiente cenagoso y abyecto de la más crasa animalidad, como aquellos finos acordes escondidos en lo más celestial del corazón, que nos hacen pensar en doradas mansiones radiantes de luz, bañadas en un tenue polvillo de gloria, a través del cual brillan angélicas miradas y se agitan irisados aleteos de magnánimos genios pobladores de los aires, a quienes complacen las buenas acciones.

La noche sigue pasando lentamente, silenciosamente. Estas noches de guerra tristes, doloridas como una imagen de soledad, son de un misterioso patetismo. Con el frío cañón del fusil entre las manos continúo en esta noche de guardia haciendo el papel odioso de verdugo custodiando a las víctimas más reales de un odio fingido. Esto de hacer que víctimas desempeñen el papel de verdugos es el más refinado de los tormentos[5] Pero afortunadamente todos duermen ahora en sueño tranquilo y benéfico que yo aprovecho para calmar mi sensibilidad resentida. Estoy solo y ya hace tiempo que deseaba esta hora ¡Es el único tiempo en que un soldado puede conseguir ese goce de estar consigo mismo en confianza! Surgen mis más amados recuerdos alegres, tristes, pero todos íntimos, a hacerme compañía. Recuerdo una de esas emociones inmensas, tan pocas veces sentidas en la vida; una escena a la que tuve la suerte de asistir en uno de aquellos días en que hube de permanecer en la capital de mi provincia a fin de efectuar mi ingreso en la caja de reclutas.

En un sosegado rinconcito de mi ciudad vivía un anciano sacerdote conocido mío. Hasta hoy ha pasado inadvertido para los jenízaros asesinos que nos dominan. Un día fui a visitarlo en su ignorado retiro. No sabía moverse en traje de paisano. Estaba rodeado de libros en cuyos anchos lomos se leía: teología moral, teología dogmática, exégesis bíblica; el venerable anciano continuaba la línea trazada por los viejos apóstoles perseguidos. Oculto a los ojos de sus enemigos cultivaba el glorioso jardín de las revelaciones divinas. Hablaba de los sacerdotes martirizados, de los cristianos sacrificados por su fe. Privado de la comunicación con el resto de los fieles rogaba a Dios por ellos en el acto sublime de la misa. Como en los viejos tiempos apostólicos allí en la soledad de su retiro, se elevaban a diario las plegarias litúrgicas y la divina ofrenda. Me invitó para asistir a la mañana siguiente. Y aquella noche en espera del sublime espectáculo estuve en la casa del virtuoso sacerdote. Gracias a Dios soy profundamente religioso. Esto en la guerra es un consuelo y una inefable medicina para las heridas del espíritu. Mi razón ha comprendido que para todo se precisa la fe: para el mundo de abajo, como para el mundo de más arriba. Y ahora después de esta visión profunda y saludable adquirida en la guerra, antes que perder la fe en ese (Dios –tachada la palabra Dios-) mundo superior, infinito, absoluto, inmutable, imborrable y fuerte, dejo de creer en este pobre mundo de aquí abajo tan deleznable y sostenido por hilillos tan débiles y ruines que estamos viendo; a cada paso hemos de andar rehaciendo nudos y forjando nuevos hilos para no acabar por sumergirnos en el caos más espantoso… Así pues jamás podré olvidar el místico amanecer de aquel día en que yo iba a ser testigo de la patética y sagrada escena en que iban a resucitar los días santos de las catacumbas. Aquel amanecer traía rumores de albas angélicas, ecos de Jueves Santos y unas extrañas y misteriosas remembranzas de otros tiempos de césares feroces, circos ensangrentados, gritos de turbas inhumanas y corrompidas, y cánticos de esperanza y de gloria de mártires que se preparan al sacrificio en la augusta solemnidad de sus escondidas asambleas.

Preparamos la mesa para la bendita ceremonia: una pobre mesa de madera como las que todos tenemos en nuestras casas. El sacerdote se revistió con los sagrados ornamentos: ornamentos blancos de su primera misa, que por ser tales habían pasado largos años con el mayor esmero guardados en lo más hondo del arca. Hoy ya tienen matices de reliquia esas santas vestiduras que antes eran tan solo recuerdos venerados de un día feliz. La luz plácida y melancólica, perfumada como de blanquísimas esencias de azucenas y lirios, que entraba por la ventana, daba un baño glorioso de plata a aquella estrecha y pobre habitación que servía de templo para la celebración del más augusto y divino de los misterios de la Religión. El tenue fulgor dorado de unas velas estáticas encendidas interrumpía, solamente, la blanca dulcedumbre del recinto. Y el silencio se quebraba a intervalos con el piadoso recitado de la salmodia, las frases rituales, los movimientos medrosos litúrgicos del sacerdote que ponían un eco material sobre la espiritual sublimidad del ambiente.

 

(Intercalado en el texto aparece el siguiente: Es de día nuevamente. En otros tiempos esa torre, hoy muda, de esa antigua y bella capilla con imágenes de santos y de ángeles talladas en la dura piedra  de los muros, hubiera ya entonado por estas horas con sus voces de bronce, el canto matutino del <<Ave María>>. Hoy se acercan en estos momentos los soldados encargados de relevarnos en nuestra guardia, al tiempo que unos cañonazos se escuchan disparados desde lejos: son los cañonazos nacionales que a cincuenta Km. de distancia nos infunden aliento y esperanza. Y aquellos cañonazos ponen en la serenidad del día naciente un interés dramático, exquisito, una emoción entrañable agridulce, con la belleza de un verso heroico…)

 

El sacerdote leía las oraciones del santo sacrificio en su Breviario. Un vaso de cristal servía de cáliz. Y en un trocito de pan común realizase el acto inenarrable de la consagración. Al levantar sobre sus manos el sacerdote la inmaculada ofrenda, dos rostros se levantaron para mirarla en muda y elocuente súplica. Allí había un sacerdote perseguido que de día en día esperaba morir sacrificado como ya lo habían sido tantos fieles cristianos, tantos otros sacerdotes compañeros suyos. Allí estaba un soldado rojo, un desdichado arrancado de su hogar y de su vida, como se arranca del árbol una rama; condenado a las más atroces de las torturas del espíritu, en suspensión, actuando sobre él dos fuerzas contrarias, desgarrado con los dardos de todos los bandos. Los dos, perdidos y anonadados en la colosal grandiosidad de la escena, vinimos a encontrarnos en aquella mirada, que saliendo de lo más tierno del adiestrado sentimiento, volaba al mismo centro; a fijarse en aquel pequeñísimo trozo de pan, testimonio de un amor infinito, en el que, por un milagro incomprensible, se hallaba entre nosotros el único y verdadero Salvador. Y en aquel momento todo lo entendí y todo lo comprendí; fue un momento de lucidez de mi razón, que, al humillarme ante la sabiduría sublime e infinita del Supremo Gobernador de las cosas, pudo entrever algo del plan trascendental que marca las leyes de la Historia; comprendí la profunda  filosofía  de esta guerra que en su vorágine espantosa nos arrastra a los hijos de España. Me acordé del crimen horrendo de aquellos cristianos olvidados de sus deberes sociales ¡La  Religión convertida por muchos en cueva de ladrones! Clamaba al cielo la desdicha del menesteroso abandonado; la ruina espiritual del pobre obligado a refugiarse en rostros rojos de venganza, negros de muerte; el orgullo insensato de los nuevos fariseos; la ambición voraz de los nuevos traficantes expoliadores de las casas de las viudas y de los huérfanos; el vicio y la crasa sensualidad de la nueva Pentápolis. Y bendije al Juez divino y a su justicia.

Ahora, en aquel pobre y estrecho recinto de la casa escondida de la ciudad donde moraba el sacerdote perseguido, tienen lugar los piadosos misterios de la religión, más tiernos y más cristianos que nunca. Una extraña, una conmovedora felicidad se siente allí. Parece flotar en el ambiente la bendición de Dios, y los ecos de una voz invisible despreciando las vanidosas dádivas que los ricos  y los poderosos ostentosa e hipócritamente destinaban a los templos de aquel que ante todo quiere la sencillez y la humildad del corazón.

Ahora si algo del valor y la belleza que a los ojos de Dios entraña el mérito de las buenas acciones, pesa más esto ante él que la fealdad y el demérito del mal, pues que permite éste por no impedir aquello.

Ahora sufren los buenos con los malos el castigo. Pero sus sufrimientos, como los de Cristo, son promesa segura de auroras radiantes de misericordia y de redención. Por eso al llegar la hora de la comunión y compartir conmigo el sacerdote la sagrada ofrenda, no pude menos de bendecir con el mayor fervor de mi espíritu la Providencia magnífica de aquel señor que sabe de tan admirable forma conciliar premio y castigo.

En la soledad de esta noche estos recuerdos son un suave rocío para mi espíritu ¡Ah, los que no habéis gustado la emoción sublime de estas escenas evocadoras, gemelas de aquellas…. (corta el texto…)

 

 

Intercalado 2

 

…caqui, puesta a secar en las ventanas como en estas iglesias entregadas hoy al instinto destructor y devorador de las fuerzas rojas. Y ante estos lastimosos restos de hombre era preciso hacer desfilar uno por uno a todos los exaltadores y panegiristas del militarismo y de la guerra, y decirles: ahí tenéis vuestra obra: ¿Es ese modelo al cual queríais ajustar toda la humanidad?

 

No se ha extinguido aún en mí el sentimiento de las cosas: aún no he dejado de ser hombre y esto es terrible. Es mejor dejar ya de una vez de sentir; hacer morir en nosotros las fuentes de la sensibilidad, convertirse cuanto antes en una cosa espiritualmente amorfa y sin vida, que a esto  hemos de llegar al fin ¡Estas casas particulares convertidas en cuarteles, en cuyas paredes aun parecen verse las huellas de la sangre, de los cráneos destrozados de sus antiguos habitantes sacrificados por el furor rojo! ¡Estas iglesias muertas, heladas con sus altares arrancados! teatros de burlas, de blasfemias y orgías que causan pavor.

No quiero permanecer aquí fuera de las horas en que he de estar por necesidad.

Allí fuera en la estación del ferrocarril la gente va y viene y hay un ambiente menos hiriente y más amable: la visión pacífica y patriarcal del campo sin un ruido que empañe su rítmica  y uniforme sinfonía; el cielo terso, amplio, extendiéndose ante nosotros como un genio gigante y propicio que ha presenciado nuestros juegos infantiles y nos mira con cariño de abuelo y nos consuela y pronuncia muy quedo a nuestro oído duras palabras contra aquellos que tanto daño nos están causando; el chorro continuo del agua del depósito cayendo siempre con su eterna risa franca y optimista; la frescura del aire que nos acaricia suavemente como quien ha comprendido el inmenso vacío de cariño en que se halla aislado nuestro espíritu; el sucesivo pasar de los vagones, que distrae y alivia nuestra imaginación llena de trágicas y siniestras visiones; es agradable venir aquí y hacerse durante un rato la ilusión de que nada extraordinario ocurre en nuestra vida. Pero, no. De repente un silbido prolongado atruena en los aires y al cabo de pocos instantes llega resoplando, como un atleta gigantesco rendido en su carrera una potente locomotora, seguida de una larga hilera de coches. Un confuso griterío sale de las ventanillas; ayes lastimosos; lamentos doloridos y frases entrecortadas, delirantes. Se trata de un tren de heridos del frente próximo. El Jefe de la Brigada había ordenado desde su puesto de mando: ¡adelante! No sabía desde su segundo refugio que las balas atravesaban la carne y que rompían los huesos y arrancaban la vida entre angustias de sed y estertores helados y largos, larguísimos, a hombres, tirados, en medio del rastrojo, solos en la soledad de una noche sin entrañas. El Jefe de la Brigada había puesto ametralladoras detrás de sus soldados para obligarles a marchar allí a donde él no quería ir, porque había también ametralladoras que arrojaban ráfagas de fuego y de muerte; y los míseros soldados, entre el hierro enemigo y el hierro de los que les llaman <<camaradas>>, entre las balas que llamaban propias, cayeron a millares sobre la tierra hosca y dura, abierta ante ellos con sus sinuosidades y repliegues en muecas terribles de indiferencia e insensibilidad. Muchos de aquellos a quienes el Destino cruel no les había permitido morir entonces, para hacerles paladear más y más veces las hieles de esta tremenda agonía, llegaban entonces amontonados en aquellos vagones delirantes de fiebre con sus miembros destrozados por la metralla.

Muchos de ellos acababan de escribir a sus casas al empezar el ataque. Esa carta llena de humorismo y jovialidad que, nada hace sospechar, no llegará a su destino hasta dentro de cuatro o cinco días; y aún pasarán otros cinco o seis antes de que en el pecho de aquella viejecita querida, llorosa y sola en aquel pueblecito lejano, nazca la intranquilidad y la sospecha. En la retaguardia ven deslizarse los días que pasan entre carta y carta del soldado, y viendo iguales estos días y los otros, llega a hacerse habitual la piadosa ilusión de que también para el soldado son iguales todos los días. El dolor del soldado, muerto, herido no tiene siquiera el privilegio corriente de ser acompañado de la compasión de los suyos, que se enterarán quizás cuando ya todo sea pasado.

Corro apresuradamente al cuartel para librarme del doloroso espectáculo de los heridos. Aquellas odiosas paredes me parecen ahora más amables y más piadosas, pues me aíslan y me protegen de tan macabras escenas. Así, fatalmente llega uno hasta tomar cariño y considerar como propia casa aquellas habitaciones y patios cuarteleros con olor a rancho, llenos de humo y de camastros reglamentarios.

Está lloviendo a la mañana siguiente. Los soldados calados hasta los huesos, chapotean con sus alpargatas rotas haciendo cola ante las puertas de la iglesia que sirve de comedor. Ya sabemos lo que se debe hacer: se entra por una puerta, echan en el plato un poco de café[6] y se sale por la otra puerta para marchar rápidamente al cuartel de donde hemos de salir enseguida a hacer la diaria instrucción de las mañanas: ¡derecha! ¡media vuelta! Cuatro horas caminando, marcando el paso. Todos los músculos pendientes del primer gesto, de una voz de ese patán, cretino y vanidoso, a quien hay que saludar llevándose el puño a la frente. Pero eso es los demás días; hoy temen mojarse los oficiales y no habrá instrucción. Así se dice por los pasillos del cuartel.

Pero me he enterado de que Olmedo, mi gran amigo de la infancia, llegó ayer entre los heridos. Debo aprovechar la primera ocasión que se me presente para salir al hospital. La ocasión se me presenta después de comer. Un leve forcejeo amistoso con el soldado que está en la puerta para evitar que nadie salga hasta la hora de paseo; nadie me verá ahora; luego no tendré tiempo suficiente; se lo hago comprender y escapo ¡El hospital militar! No penetramos el odioso y farisaico sentido de esta institución en la España roja, aquí donde lo que menos importa es salvar vidas y calmar dolores, se cura y se cuida con verdadero esmero a los heridos, como se cuida y se mima a un cordero, a un cerdo[7], como se cuida y se mima a un animal de carga, para seguir extrayendo el jugo de su fuerza y su vitalidad, hasta que al fin se agote, y entonces, ya, arrojarlo como cosa inútil e inservible. Yo he pasado a través de esas salas pálidas, silenciosas, como un enfermo mortecino por la fiebre. Entre los blancos almohadones de sus lechos asoman, recostados, indolentemente las cabezas vendadas de los heridos. Resalta de un modo extraño la blancura de los vendajes sobre esos rostros negros tostados por el sol. Se deslizan los enfermos por las salas, y les siguen los ojos de aquellos infelices con una mirada suplicante, tristísima, como de imagen de paso de Semana Santa. Las camillas van y vienen del quirófano con los heridos a quienes han operado, chirriando sobre el suelo encerado. Vuelven mortecinos por la anestesia, sin un brazo, sin una pierna que se les ha amputado, convertidos en piltrafas y en deshechos humanos. Los otros lloran en silencio, pensando con un pavor infinito cuándo les tocará su turno, pensando con una pena ilimitada en la triste suerte que les espera: resignarse a que el mundo, los suyos mismos, les dejen vivir por compasión.

He llegado al fin a la cama de mi pobre amigo Olmedo; no me esperaba; nos hemos reconocido en un abrazo efusivo y sin palabras. Por su espíritu ha cruzado una idea tristísima: la he visto asomarse por sus ojos oscuros, llenos, rebosantes de agua que de puro helada no puede salir de ellos; siente una envidia indecible de mí: me ve sano, no han sido atravesados mis miembros por las balas. Por mi espíritu ha cruzado otra idea terriblemente atormentadora: puedo verme yo también algún día como él; él también hace unas horas estaba sano y fuerte, como yo; y yo ahora, como él antes, estoy pendiente de la voz de un hombre que no sabe que las balas destrozan los músculos humanos. Se ha asomado mi pensamiento a mis ojos y él lo ha visto; nos hemos comprendido, nos hemos dicho cuanto teníamos que decirnos. Con angustia indecible pronuncia un nombre a mis oídos: su madre. Adivino lo que quiere decirme: es preciso que yo le comunique alguna cosa que la prepare para la tremenda noticia; y este encargo me abruma y me anonada; quisiera deshacerme, quisiera, no sé; pero me hiere atrozmente tener que desempeñar tan triste oficio; y sin embargo es preciso: él no lo podrá hacer. Me comunica que aquel mismo día, esa noche, habrán de amputarle los dos brazos, y quiere servirse de los míos para enviar un abrazo a su madre a través de las distancias que la separan de él ¿He de ser tan cruel que se los niegue?

Y Olmedo, mi buen amigo de la infancia, se retuerce pensando en su desdicha. En adelante necesitará para todo, ¡para todo!, para las más pequeñas necesidades, mendigar la ayuda de otros brazos que le asistan; será una vida de un continuo solicitar con los ojos, temerosos de causar, de hacerse inoportunos; continuo e incurable tormento interior; continuo desear la muerte para dejar de ser un estorbo: Y el desventurado quiere morir; ansía morir con una sed rabiosa de muerte; lo mejor de su corazón, flor de su agradecimiento más hondo, entregaría a quien lo liberase de la vida. Y yo no puedo menos de llorar; lloro, y mis lágrimas son las primeras que hace verter a otras su desdicha. En adelante esto será a lo más que podrá aspirar: a que otros ojos viertan otras lágrimas que le hagan…. (interrumpe el texto)

 

…que le hagan comprender más y más su tremenda desventura. En estos momentos siento un odio terrible a los políticos; se me figuran salvajes alimañas que desean destruir y aniquilar… (texto tachado con dos líneas pero legible)

 

Intercalado 3

 

Cambia el formato de papel. Ahora escribe en hojas sueltas y rayadas, hojas utilizadas para la contabilidad o para un inventario.

 

A mi lado está Isidro Martínez. Le conozco desde el primer día de mi llegada a la Base de Instrucción. Martínez[8] era un incansable trabajador extremeño. Antes de la guerra era bracero en los espléndidos campos de su tierra. Trae el polvo y el sol de los largos caminos en su rostro y en sus manos. Pero la guerra, esa bruja vieja y sin entrañas a la que nos ha empujado el cieno pestilente y la hez corrompida de la humanidad haciendo su aparición en la superficie de nuestra patria, le ha arrancado de sus rastrojos y le ha traído, como a mí, a este cuartel sin corazón y cuyas paredes van surgiendo a nuestro paso por sus corredores estrechos y umbríos, pareciendo gozarse en amenazarnos y atormentarnos con los más siniestros presentimientos. Martínez aborrece la guerra y sueña a diario con su vuelta a la espléndida campiña del pueblecito[9]. No se resigna a morir y tiene lástima a los otros en cuyos actos y palabras se descubre siempre la huella helada de la muerte que oprime su espíritu de hombres. Muchos han muerto como hombres desde el primer día; esto (interrumpe el texto)

 

Pero solo llevamos un mes; apenas hemos hecho sino empezar y no es cosa de desesperarse tan pronto ni de pensar demasiado cuando sin duda aun nos queda lo peor ¡Somos soldados rojos! Vivimos rodeados de milicianos embrutecidos que pasean a nuestro lado su tremendo descaecimiento moral; los rostros pálidos de los heridos que con frecuencia vemos tornar del frente, convertidos en piltrafas y en deshechos humanos, nos llenan de tristes presentimientos; a nuestra inteligencia se le impone el inmenso sacrificio de la hipocresía; de aparentar creer en un ideal criminal e imbécil; y sobre todo esto, sobre nosotros está la canallesca cobardía de los comisarios y las pistolas del SIM. Pero esto es poco todavía. Aún no hemos hecho sino empezar, y sería necio desesperarse cuando todavía queda lo peor.

 

En el frente

¡Estos hijos canallas de la Pasionaria!... Mi amigo Ortuño se encuentra verdaderamente desesperado. No es para menos. Hace veinticuatro horas llegamos a las trincheras. Toda la noche pasada hubimos de estar aguardando los camiones y cayéndonos agua encima. Después hemos venido a dar con nuestra pobre existencia aquí; aquí el paisaje que se nos presenta no es nada encantador. Perdidos entre estas fragosidades heladas de la sierra están centenares y centenares de hombres, que ya ni saben si de verdad son hombres o verdaderas bestias; sin embargo son estos mismos que anoche vimos, al llegar, cuando marchaban a las chavolas, resaltando sobre la nieve del suelo y el claroscuro de la noche sus siluetas heroicas, fusil, capote y casco de acero; una bella estampa al carbón como esas que tanto gustan a los propagandistas de la retaguardia. Ahora nosotros hemos de servirles también de adorno para el paisaje.

Durante el día nos hemos dedicado a observar nuestro nuevo campo de acción. Lo primero que ha llamado nuestra atención ha sido la vista del frente enemigo. Allí, a unos pocos centenares de metros empieza la España nuestra. Y saboreamos en nuestro corazón esta palabra <<nuestra>> que no se atreve a salir de nuestros labios, pero que salen de nuestros ojos que no cesan de dirigirse hacia allí; aquel cerro, aquel pueblecito de allá, que nos parece aquí diferente a todos los que vimos a nuestro alrededor; y detrás de nosotros los soldados que llevan ya en esta posición año y medio no cesan de proferir barbaridades y ríen y celebran estrepitosamente. Comprendo ahora que para ser feliz no se necesita la mayor parte de las cosas por las que tanto nos preocupamos durante nuestra vida; cuanto más infortunado sea un hombre creo que puede ser más feliz. Aquí no existe ninguna de las comodidades de la vida social; sin embargo cuando se tiene un espíritu capaz de localizarse en un mar, si además se tiene un puñado, aunque escaso, de lentejas, todo lo demás resulta….. (el papel se arruga y se rompe con la dificultad que esto supone para su reconstrucción)

 

Ortuño y yo hemos tomado posesión de una espléndida chavola; como todas está llena de ratas y sobre todo de piojos, pero esto ¡va! Ya no tiene importancia. Las ratas sí son unos sabios animales que se empeñan en darnos lecciones de filosofía práctica; mientras los hombres se matan y aprenden a marcar el paso, ellas se comen el pan en las chavolas.

 

 Al final del cuaderno, suelta, aparece un tercio de cuartilla con un listado parecido a títulos de historias que contar, a modo de recordatorio.

 

Caso de Somoza y su hermano de Getafe.

Moreno y sus piojos.

José Imedio en la sierra.

Los dos hermanos enemigos

El cantor de Asturias.

La mujer que llevaba pan a sus hijos.

El guardia de Ronda.

La mujer de Madrid.

El ruso de la Rábita.

Los internacionales.

Un concierto de guitarra en el Frente.

 

 

 

Reproducimos a continuación los escritos que aparecen en la Caja 23, carpeta 1, sin clasificar; papeles sueltos de distinta textura y tamaño escritos a lápiz. Por su semejanza temática y física (papel, lápiz y grafía) parecen apuntes utilizados para componer el cuadernillo En el Frente Rojo, algo parecido a los intercalados, aunque fuera de lugar y desordenados por el paso del tiempo.

 

 

Hace un siglo, en los salones de Versalles resonaban con esplendor las palabras del nuevo César Bonaparte llamando <idealistas>  a los filósofos.

En efecto por eufemismos caritativos del lenguaje suele llamarse allende los Pirineos <idealismo> a la locura, como aquí en nuestros confines más o menos próximos a la legendaria llanura de La Mancha solemos llamar <quijotismo> a la misma enfermedad. Y a la verdad, que desde el día en que Sócrates murió envenenado y apalearon al hidalgo desfacedor de entuertos, los filósofos y locos, idealistas y Quijotes tienen mucho parecido.

¿Qué extraño es, pues, que un filósofo diga aquello de que el pueblo no piensa sino que siente? Un filósofo: al fin un pobre loco deshacedor de entuertos intelectuales o morales, poco más o menos que Don Quijote.

Nuestros gobernantes sabían esto mucho mejor. Nuestros gobernantes iluminados por la roja estrella reunían a su maravilloso sentido práctico de la vida un conocimiento perfecto de todas las cosas. Penetraban hasta la médula el objeto que se proponían examinar y de aquellas reuniones ministeriales trataban la más pura esencia de la espinosa e impenetrable ciencia política. Así, cuando nuestros padres de la patria <<interpretaban el pensamiento popular o hablaban del estoicismo del pueblo que no sentía sus heridas cuando se trataba de resistir por la defensa de un ideal>>, debíamos estar seguros de que decían la verdad.

Ocurrió una vez que haciendo la razón un viaje de recreo por el mundo, tuvo la ocurrencia de dormir una noche por curiosidad en el cráneo de un filósofo; y fue entonces cuando se proclamó la excelencia del mundo experimental como criterio de verdad; única vez que lo que dijo un filósofo estuvo acertado.

En efecto no hay como la experiencia para saber lo que hay de cierto o de falso en una cosa. Y nosotros sabíamos que la experiencia era la norma y la regla con que nuestros incomparables gobernantes de la roja estrella medían todos sus juicios y todas sus acciones.

Así, ya podían decir pergaminos e infolios de griegos y romanos.

Después se practicó ampliamente el deporte de hacer desaparecer cuanto simbolizaba alguna de las virtudes sociales de que el pueblo hablaba diciendo ser para él más sagradas que su propia vida y que sus propios intereses; y templos, escuelas, fábricas, campos y registros de la propiedad fueron pasto del fuego, y las siniestras llamaradas y las columnas de humo chocando con las casas, impenetrables siempre e inabordables, subían y subían a lo alto, hasta perderse en el espacio.

Luego se pensó en ir arrancando a los padres las preciadas joyas de sus hijos. Día tras otro las puertas de las casas abrían un momento para dar paso a alguno que marchaba a reforzar la muralla viviente que aseguraba las carcajadas vinagrosas y los eructos nauseabundos de los altos y bajos camaradas de la roja estrella. En otros tiempos los viejos hidalgos hubieran enloquecido o se hubieran revuelto contra los hierros y las armas imponiendo a su fuerza la fuerza de su sangre; hoy sus casas tras de abrirse un momento día a día para dar paso a sus hijos, uno por uno marchando al sacrificio de su vida, vuelven a cerrarse heladas e inservibles dejando solo en la calle el eco del golpe al encontrarse las dos puertas en el dintel.

Tercos en su voluntad infatigable de encontrar algún residuo de sentimiento en el fondo del corazón humano y deseando hallar un límite a la inmensa y escalofriante paciencia del pueblo los camaradas de la estrella dieron luego en deshacer los matrimonios: los hombres marchaban a formar parte de la viviente muralla que libraba de sobresaltos a sus curiosos investigadores experimentalistas, y las mujeres al sentirse tan solas, creyéndose niñas por segunda vez en la vida, después de un período más o menos largo de matrimonio, casi sentían ganas de saltar a la comba, y andaban por los ámbitos de la España leal desaforadas y trayendo y llevando pequeños trozos de pan y de jabón en sus acogedores canastillos.

Faltaba pan, alimento del cuerpo, y verdad, alimento del espíritu, y sin embargo todos, con el gran colectivizador de las lentejas, repetían la misma palabra: resistir.

¿Qué extraño es, pues, que nuestros eximios gobernantes de la roja estrella dijesen que el pueblo pensaba resistir y que no sentía? Los viejos filósofos se equivocaron indefectiblemente.

Y las mujeres iban y venían por los ámbitos de la España leal, trayendo y llevando pequeños trozos de pan y de jabón en sus acogedores canastillos…

… Faltaba pan, alimento del cuerpo y verdad, alimento del espíritu… Y de todos los labios salía la misma palabra: resistir.

… Y los eximios gobernantes iluminados de la roja estrella repetían: el pueblo no siente y desea resistir. Sin escuchar que el pueblo hablaba de aguantarles a ellos, como se aguanta el rigor del frío, esperando que vengan los rayos del sol para deshacer sus huellas. Y aquella visión trágicamente helada del pueblo en la fiebre de su sentir, se unía en la mente del soldado a la fría sensación de la nieve que abrasaba sus miembros ateridos.

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Pero la guerra tiene la virtud de descubrir el propio y verdadero sentido de las cosas. En las trincheras y en los parapetos no se ven las cosas del color del cristal con que se mira; allí aparecen a nuestros ojos bañados con nuevos matices en su único y propio color.

He de deciros francamente que os compadezco en cierto modo a los que no habéis contemplado el paisaje que presenta la vida cuando se mira desde las alambradas. Y es que allí, el soldado ocupa un puesto indiferente e intermedio entre la vida y la muerte; puede decirse ha salido de la esfera de la vida y puede contemplarla ya con una vista de conjunto libre de influencias y parcialidades que puedan falsearlas, frente a frente a otra esfera de la muerte.

Algo de lo que ocurría a aquel ciego de nacimiento que recobró la vista a una palabra del Salvador y vio a los hombres por primera vez pareciéndoles árboles andando, es lo que ocurre al hombre al que la guerra ha arrancado esa forma subjetiva y apriorística en que ven los otros sumergidas todas las cosas: ahora ya todos aparecen simplificados y con un valor del todo diferente al que otros les atribuyen.

Así a los necios discursos de los gobernantes bolcheviques, algo así como si dijéramos los altos jefes del bandolerismo, se oponía en las trincheras la realidad de una experiencia exenta por completo de todo engaño.

¡La grandiosa elocuencia de aquellas casas cerradas siempre, impenetrables e inabordables de aquellas calles solitarias, de aquellos rostros entontecidos que reían, que decían <<!salud!>>, levantando el puño, y que hablaban con frases entrecortadas y monosilábicas! ¡El soldado no podrá olvidar esta visión trágicamente helada de lo que pasaba allá en el pueblo de donde había salido! Toda la explicación de cómo pudo dominarse la situación en la España roja durante los primeros meses está condensada en esta palabra: el terror. Los alaridos de aquellos mártires sacrificados en todos los confines de España, resonando en los oídos de cada uno de sus habitantes, helaron y paralizaron la fuerza de todo un pueblo. Después al extinguirse poco a poco el eco siniestro de aquellas voces, la dificultad de comunicarse y sobre todo la esperanza de que al día siguiente, siempre al día siguiente, tendrían fin sus sacrificios, contuvieron el estallido del pueblo.

Y pasaban los meses, y al día tras día, las puertas de las casas se abrían un momento para darnos paso a los que marchábamos a fortalecer la viviente muralla amparadora de los bostezos y los eructos de los camaradas de la roja estrella. Pero ¿y nosotros una vez armados? ¿qué haríamos nosotros? ¡Ah nosotros! ¡Las máquinas del frente los hombres máquinas! ¡El difícil problema de la libertad humana y el determinismo lo tiene resuelto el soldado desde el primer día de su incorporación! El soldado ríe, obra, mueve sus pies y sus manos, mata y muere sin sentido alguno de responsabilidad. Sabe que no le queda otro remedio sino hacer lo que hace; y casi siente los hilos que tiran de sus huesos y de sus músculos obligándoles a ejecutar sus movimientos ¡Gobernantes de la España Roja, bandidos jefes de bandidos, cotorras parlanchinas, cuyas palabras caen en el vacío silencioso del desprecio del pueblo, que vosotros decís ser, que ya sabéis que no, señal de asentimiento! ¡Hombre, cualquiera que seas, que atribuyes valor de voluntad a los tiros del soldado y no sabes que el movimiento de sus manos al oprimir el cerrojo de la ametralladora o el cañón, es del mismo género que el movimiento automático de otra cualquiera de las piezas de la máquina! El soldado es más justo con los demás. En esa visión clara y objetiva de la realidad, que solo él tiene, situado en ese plano intermedio entre la vida y la muerte, ha comprendido que, si bien la naturaleza nos ha dotado de la facultad de obrar conforme a nuestro libre albedrío, esa facultad está atrofiada en la inmensa mayoría de los hombres, que consciente o inconscientemente siempre obran determinados por extraños agentes. Por eso ni exige ni espera nada de los demás.

¡El paso de los soldados por las calles del pueblo! Negro, desaseado, con su indumentaria montaraz y desarrapada, despierta una ola de compasión hacia él, y él lo sabe, desde el fondo de su miserable persona. También con lástima a los demás, a los que ve tan infelices e impotentes como él, con la desventaja de que estos no lo saben… ¡La guerra da más experiencia que los años!

El soldado lo espera todo de la casualidad: ese dios orgulloso e inescrutable, mostrando sucesivamente su rostro huraño o risueño, no se aparta un momento de su cerebro. Así se explica la duración de las guerras. Si la libertad humana fuese un hecho general vivo y palpitante, las guerras no existirían, o acabarían pronto.

Pero mientras tanto que así no sea, ved aquí un pueblo apasionado por un mismo objeto, puede dar la sensación de división y de lucha de dos bandos.

Y éste y no otro es el verdadero y propio sentido de la resistencia, camaradas de la roja estrella…

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La carretera de Málaga está llena de recuerdos tristes y resonante con ecos espantosos. Quedan todavía flotando en el ambiente los miasmas delatores del fuego que iba marcando el paso de los fugitivos a lo largo de la costa malagueña y granadina ¡Aquellas mujeres; aquellos niños, aquellos hombres borrachos de crimen, abiertos a los vientos de toda baja pasión, infelices esclavos sometidos a la dictadura de las tinieblas, que se imponen el sacrificio y las penalidades de la huida bajo el fuego de los cañones y de los aviones persiguiendo a las fuerzas rojas en retirada! ¡Cobardes, aterrorizados ante el fuerte, se yerguen fanfarrones ante el pacífico ciudadano trabajador y honrado! Al volver los recodos de la carretera de Málaga aún parecen verse errantes entre las peñas de las montañas las sombras de las miserables víctimas del furor sádico de aquellos fugitivos. Yo he pasado veinte meses en la histórica carretera de Málaga. Las líneas de trincheras la cortaban transversalmente. Los milicianos llamaban a aquel sitio <<el frente de Motril>>. Allí he conocido a Jaime Serra: un muchacho catalán, de buen trato y una psicología infantil que la guerra no era capaz de borrar. Estudiaba en Barcelona y vivía alimentándose de sus pasados recuerdos. Aborrecía la guerra y le repugnaban los arreos militares. Llevaba siempre prendas de paisano y así pensaba con verdadera ilusión volver a casa con la misma ropa con que salió. Bajo un puente de la carretera tiene un casco de acero enmohecido y roto.

Jaime Serra acudía siempre allí a realizar sobre el casco sus más bajas necesidades. Decía que eso tenía para él algo de simbólico. Un día me dijo: Creo que volveremos pronto.- ¿Dónde?, pregunté.- A casa, contestó. Y me explicó enseguida la razón de su risueña confianza.

El Gobierno había dado una nota en la que establecía sus trece puntos o postulados; y la verdad, que cabía interpretarlos como base quizás para un acuerdo que pusiera fin a los trágicos sucesos que desde hacía dos años se venían desarrollando. No había en ellos casi nada que mortificase una ideología moderada. Cabía pensar que el Gobierno, vista la inutilidad de sus esfuerzos y convencido de la gran responsabilidad histórica que sobre el recaía, entraba en una nueva fase conciliadora y pacificadora para llegar enseguida a un acuerdo que le permitiese a él y sus escasos amigos retirarse de un modo más honroso de la escena española.

Así, pues, no era extraño que los soldados entonces creyeran cercana la vuelta a sus hogares, y que Jaime Sierra, que odiaba la guerra y los arreos militares, me dijese: volveremos pronto. En la fiebre de nuestro deseo casi sentíamos traspasando los obstáculos y las distancias los abrazos maternales tirando de nosotros hacia el pacífico, amoroso rescoldo del hogar. Y cuando los delegados y comisarios (¡Lagarto, lagarto!) comentaban ante nosotros a su manera la declaración gubernamental, los amigos, conocedores del caso de Jaime Serra, se acordaban del casco enmohecido y roto y sentían unos deseos vehementes de colocarlo sobre la vacía e imbécil mollera del camarada comisario. En un pleno habido solemnemente un día se acordó dejar este grandioso acto para unirlo a los demás festejos con que celebraríamos el final de la guerra.

Llevamos ya un mes en la base de instrucción. Las cosas que al principio tanto nos impresionaban, apenas llaman ya nuestra atención. Da pena pensar en esto, que no es sino la prueba del destrozo moral que se va operando en nosotros. Esta es la más trágica consecuencia de la guerra, herida que para muchos será incurable. La imponente desenvoltura clásica entre la gente de los cuarteles; los abusos y las acciones odiosas llevadas a cabo de ordinario sin más justificación que la chulería y el descaro; el vicio, sin ambages ni delicadezas; el hecho mismo de tener que vivir y dormir en una iglesia, era al principio algo que punzaba de continuo nuestra sensibilidad y con lo que no podía menos de rebelarse nuestro espíritu de hombres. En los cuarteles (en todos los cuarteles siempre, más o menos) todo se conjura y se une contra esto: el hombre. Y el <<hombre>> resulta vencido y sin sentido, cuando no queda muerto para siempre. Cuantos casos de jóvenes sabios, intachables, con esa factura, que pertenecen a la misma Compañía, que son de una educación esmerada, llenos… (Tachado con una línea continua) Aquí está Fernando Robles, Rodrigo Pérez, Juan Alcaraz, Daniel Ortega…

 

 

II) Estábamos en C. Real. En las oficinas militares de  reclutas se verificaban las operaciones de alistamiento y recluta; un día, dos, tres, cinco, ocho, doce días… Uno de aquellos asistí a una escena que jamás se borrará de mi memoria…; cosas de la guerras, que a veces entre sus mallas ensangrentadas de tragedia, arrastra sublimidades líricas, tiernas, humanas, (humanidad en la guerra, ¡paradoja!), angélicas, profundamente conmovedoras…

(Continuará II)

 

 

El Ejército Popular era distinto del ejército enemigo

 

III. Nuestro Ejército era muy diferente del Ejército antiguo de la Monarquía; así se decía por los pueblos de España. En aquel los jefes mandaban por chulería, con despotismo y altanería, todo puro bizantinismo; el concepto de autodisciplina estaba baldío. Ahora se respetaba la individualidad personal del soldado; las órdenes superiores eran tan solo razonables insinuaciones que cumplían por compañerismo; era un hecho psicológico que los jefes de puro demócratas no sabían mandar… Pero el ejército popular hacía progresos asombrosos. Así lo difundía la prensa por los ámbitos de la España leal, y era cierto: el ejército popular progresaba de día en día ¡Vaya si progresaba! Más de lo que hubieran podido imaginarse los curiosos ilusos que a través de las columnas de los diarios creían atisbar la realidad de la tragedia patria. El Ejército Popular estaba ya a la altura del ejército más disciplinado que pudiera hallarse: el ejército alemán verbigracia. Yo estoy convencido de ello desde el día en que fatalmente, sin que mi conciencia me echase en cara algún delito por el que se me pudiera castigar, sencillamente por haber nacido en el año 1917, hube de ingresar en él. Allí había Jefes y medio jefes y jefecillos que mandaban convencidos de su jerarquía, y soldados que obedecían convencidos también de que no les quedaba más remedio que obedecer. Allí vi muchas cosas y aprendí mucho: aprendí a desconfiar en gran manera de las personas, y a fiarme muy poco de las palabras; me convencí de que el aspecto exterior de un hombre no dice nada de su interior, y me reí por esto de Lombroso y de Gall y muchos más, pobres ilusos que no tuvieron, como yo, la suerte de poder estudiar psicología en una guerra; supe que no era tan corriente el heroísmo como antes me había figurado, y que por el contrario la hipocresía, la vanidad, el miedo y otras cualidades que yo pensaba eran solo de niños y mujercillas, estaban a la orden del día entre los que la gente califica de hombres fuertes. Rectifiqué muchas definiciones que antes tenía por verdades inconcusas, y pensé ya que no iba tan descaminado Lamarck al afirmar que el medio en que se vive puede llegar a hacer que cambien hasta en lo que se considera más esencial, los infelices seres que un día tuvimos la ocurrencia de nacer. En el Ejército Popular encontré algunas cosas buenas que no me llamaron la atención, porque al fin yo tenía del hombre una idea muy clavada; y muchas cosas malas que si me llamaron mucho la atención, porque yo, pobre Juan Español, había antes creído a ojos cerrados muchas cosas de que debí dudar.

Allí había tenientes de bolsillo, tenientes de escaparate, pedantes bachilleres que se erguían moralmente ordenando ¡firmes! a los soldados que con gesto épico silbaban <<La Internacional>>, y que llevaban estrellitas rojas de cinco puntas y barritas doradas que mostraban por las calles de España en demanda de saludos; eran pedantes colegialillos de bachillerato con más suspensos que asignaturas y más cursilería que suspensos; eran los fuleros artistillas de la ciudad que sufrían rabietas de señorito presumido y mandón cuando, estando en presencia de sus amigos o de las señoritas de sus conquistas, no veían en su honor levantarse con gesto salutatorio los puños de los soldados. Sin embargo ante los grandes matones, la eterna minoría en los anales de nuestra revolución, eran abúlicos esclavos, aterrorizados, como el fanático idólatra ante su fiera y terrible divinidad. Aquellos matones en verdad tenían algo de la escultural ferocidad de los fetiches de la muerte de las incultas tribus africanas. Quien sabe si huyendo de su propia vida se habían refugiado en el ejército popular, que después, indiscutiblemente les debió a ellos un gran servicio: el haber conservado en él la moral y el idealismo, que tal vez sin ellos hubiera dejado mucho que desear (¡extraños casos de psicología humana!)

Y no es que el soldado español no sea valiente y temerario. Y arrojado. E  impetuoso. Y entusiasta. Y sincero ¡Sincero! Pero ellos, entusiastas, impetuosos, arrojados, temerarios, valientes, debieron pensar: Alerta, Lázaro, y con gesto épico silbaban <La Internacional>; ante las rojas estrellitas de cinco puntas y las barritas doradas que se exhibían por las calles de España, levantaban los puños con frases revolucionarias, repitiendo consignas al oír ¡firmes! a sus tenientes, formaban en hileras informes; al hablar empezaban en la siguiente forma: cuando dimos el paseo a….

Un día sorprendí una palabra que se escapaba de los labios de uno:!Cobardes!. Yo me acordé de Aparisi, cuando asestaba los ecos de la tribuna repitiendo !Vergüenza para esta tierra que en otro tiempo debió producir gigantes!

 

Tomás Malagón  (Firma y rúbrica)

 

Pitigrillí[10]. Escritor italiano, sensual, humorista. Sus escritos son una risa lúgubre. Ve la vida <como un cadáver vestido de payaso jugando con un lagarto, la más feroz pantomima… Cinturón de castidad. Mamíferos de lujo. Cocaína.

 

 

 

 

 

 

 

Diálogo en el Frente

 

Hodie, si vocem cuis, audieratis nolite obturare corda vostra (Proverbios 94-V, .7-8)[11]

 

Me encontraba una vez hablando con ciertos amigos de distintos puntos de España, y cayó la conversación, como acontece, sobre nuestras respectivas regiones. Yo dije que en La Mancha teníamos la primera maravilla del mundo que era este sol que aquí brilla con tan extraordinario esplendor que baña con dorado fulgor esta serena naturaleza; este sol dilata las horas de su permanencia aquí donde la ausencia de montañas le permite, apenas nace, extender sus rayos para acariciar los dilatados horizontes, y donde sus últimos rayos se confunden al atardecer con los primeros plácidos resplandores de los astros de la noche, originando esos magníficos atardeceres, que solo en estas llanuras se contemplan, cuando nos parece encontrarnos sumergidos en la grandiosidad de una catedral envueltos en la suavidad de una luz policromada y allá enfrente de nosotros el disco solar, como una custodia que se esconde al terminar de bendecirnos, mientras todos los puntos cardinales resuenan con el tintineo de las esquilas de los rebaños que vuelven de los apriscos.

Si aquel dulcísimo santo de la Umbria, San Francisco de Asís, asomase una de estas tardes por estas lomas que rodean este amadísimo pueblo, proyectando los últimos rayos del sol a su espalda su larga silueta extendida por la llanura, estoy seguro que habría de felicitaros por este regalo de Dios que habéis recibido, para madurar vuestros racimos y sazonar vuestras espigas y embellecer vuestra naturaleza.

 



[1] Es el encargado de ordenar los relevos de la guardia y ha venido acompañándonos hasta dejarnos a cada uno en el puesto que nos corresponde.

[2] Porque la conciencia es áspid que al corazón atenaza.

[3] Llamando a los muertos polichinelas hacemos una irreverencia a su memoria; pero de esta forma aquí todo se conjura para destruirnos. El tiempo que tardan las armas en destrozar nuestros miembros, lo aprovecha el militarismo rojo para atrofiar nuestras facultades morales e imponer a nuestro entendimiento las más necias y absurdas ideas.

[4] Como a un niño travieso, cantando La Nana.

[5] Corro apresuradamente a la oscuridad a refugiarme contra este doloroso pensamiento que me ha traído un rayo de luna pálida al proyectar en el suelo mi sombra en la que  (se interrumpe el texto)

[6] Con sabor a grasa y olor a sardinas.

[7] Que se ha de comer después.

[8] Forma parte de nuestro grupo: el grupo de quien tanto sospecha el camarada comisario.

[9] Pero prefiere que la guerra dure diez años; veinte años, si son precisos para evitar que su Zapatones, así llama Martínez al Comisario, vuelva de la Compañía como un vencedor.

[10] Pseudónimo de Dino Segre (Turín, 9 de mayo de 1893- Turín, 8 de mayo de 1975) entre sus obras encontramos: Cocaína, Cinturón de castidad y Mamíferos de lujo.

[11] Ojala escuchéis hoy su voz, no endurezcáis vuestro corazón (Proverbios 94, V, 7-8).