estudios
¿Hay
vida más allá de la autobiografía? sobre la posibilidad del testimonio en la
ficción
Javier Sánchez Zapatero
(Universidad de Salamanca)
RESUMEN:
El artículo reflexiona sobre la posibilidad de narrar en los textos de ficción historias referenciales centradas en el desarrollo de una vida, análogas a las que se relatan en las autobiografías. Para ello, se realiza un recorrido crítico por las últimas publicaciones científicas que se han ocupado del estudio de cuestiones formales y pragmáticas de los géneros autobiográfico y ficcional –y, de forma especial, de la autoficción-, así como de sus principales vinculaciones.
Palabras clave: Autobiografía; Ficción; Autoficción; Representación; Teoría de la Literatura.
ABSTRACT: The paper analyses how it is possible that
fictional texts narrate referencial stories about a personal life. In order to
this purpose, the paper offers a review of scientist works that study
autobiographies writing and fictions –and, specially, autofictions- from
formal, pragmatic and comparative perspectives.
Keywords: Autobiography; Fiction; Autofiction; Representation; Literary Theory.
1
A
pesar de que solo la autobiografía ha sido definida desde la teoría literaria
como “relato retrospectivo en prosa que una persona real hace de su propia
existencia, poniendo énfasis en su vida individual, y, en particular, en la
historia de su personalidad” (Lejeune, 1994: 50), resulta
evidente que la proyección en un texto de las vivencias del autor, e
incluso de su propia personalidad, no es privativa de un tipo particular de
relatos. Semejante aseveración queda demostrada si se tiene en cuenta, además,
que es imposible definir formalmente las características que definen a los
relatos autobiográficos que, al fin y al cabo, se diferencian de los
ficcionales básicamente por cuestiones pragmáticas relacionadas con el modo en
que son interpretados por el lector como expediente de realidad y por el
compromiso de referencialidad que en ellos asumen los autores. Así lo han
mostrado Jean Molino (1991: 134), para quien “nada distingue
intrínsecamente la autobiografía de la novela (…), sólo la relación exterior
con el sistema de creencias del lector”, o Virgilio Tortosa (2001: 33),
que defiende que la autobiografía no es “definible por sus valores
formales, sino por un elemento que reside fuera del texto (…): un contrato de
lectura”.
En consecuencia, las formas en las
que la peripecia vital de un creador puede infiltrarse en su obra son
infinitas. De hecho, como ha señalado Elisa Martínez Garrido (1986: 272), “todo
hecho de escritura responde a una práctica existencial traducida en lenguaje”. José
Romera Castillo (1981: 13) ha incidido también en esa idea al definir al
escritor como el “signo referencial de su escritura”.
Frente a la tradicional separación entre autobiografía y
ficción, Nora Catelli (1991: 11) ha defendido la existencia del “espacio
autobiográfico”, que no implica someter lo leído a los principios de identidad
y veracidad, sino, simplemente, admitir que pueden existir rastros que remitan
al sujeto creador en diversos y heterogéneos textos, incluidos los ficcionales.
Así, el espacio autobiográfico sería el “lugar donde se da cabida al relato de
una vida desde la mentira” y se caracterizaría por cifrar la relación entre el
autor y el texto en términos de analogía. Semejante al concepto de espacio
autobiográfico sería el de “pacto fantasmático”, creado por Lejeune (1994) y
referido a las novelas que, al remitir a aspectos de la identidad de quien las
crea y convertirse en “fantasmas” reveladores de la vida de un individuo,
admiten una lectura que va más allá de la ficción. Según Molero (2000: 42), hay
tres tipos de ficciones a las que puede catalogarse como autobiográficas: las
autoalusivas –“ficciones que contienen factores textuales de identificación,
sea el nombre propio o autoalusiones de similar valor referencial”-; las
paratextuales –aquellas que “portan factores de identificación paratextual,
mendiante los cuales el autor ofrece al lector elementos de relación con el
personaje a través de prólogos, reseñas, contraportadas, dedicatorias,
presentaciones, aclaraciones, etc.”-; y las intertextuales –aquellas en las que
“el lector cuenta con otros textos-testigo como entrevistas, declaraciones,
biografías, autobiografías, etc., que le permiten identificar al personaje con
el autor”-.
César Nicolás (2004: 512) ha advertido del
“entrecruzamiento constante” que se produce entre los textos referenciales y
los ficcionales, al ser sus diferencias sólo una cuestión de intencionalidad y
convenciones lectoras. Asimismo, para Francisco Javier Hernández (1999: 83) las
relaciones entre la novela y la autobiografía están marcadas por “la existencia
de vasos comunicantes” que las conectan e interaccionan –y cuya intensidad se
ve incrementada por el hecho de “la autobiografía (…) es uno de los lugares en
que se dirime la necesaria e intrínseca ficcionalización de toda escritura
narrativa (Pozuelo, 2006: 17)[1]-.
Mientras, Romera Castillo (1981: 13) ha afirmado que las fronteras entre ambos
tipos de textos se hallan difuminadas:
La literatura
intimista (…) se caracteriza, ante todo, por ser una literatura referencial del
yo existencial, asumido, con mayor o menor nitidez, por el autor de la
escritura; frente a la literatura que podríamos llamar ficticia, en la que el
yo, sin referente específico, no es asumido existencialmente por nadie en
concreto. Ni que decir tiene que las fronteras entre ambas no están específicamente marcadas, sino que hay zonas de intersección que,
por supersuposición o ambigüedad, participan de las dos tipologías
esquemáticamente propuestas.
2.
Aunque es evidente que una novela puede incorporar
contenidos autobiográficos que relacionen la peripecia de su protagonista con
la de su autor y que tales contenidos pueden ser fácilmente reconocibles por un
lector que conozca en profundidad la vida del escritor en cuestión, resultaría
difícil aceptar una interpretación autobiográfica de un texto que no se
presente como tal. Se podría hablar de semejanza o de analogía, pero jamás de
identificación. Resulta sencillo, por ejemplo, detectar en Andrés Hurtado
rasgos personales y biográficos coincidentes con los de Pío Baroja, pero sería
tremendamente complicado aceptar que El
árbol de la ciencia implica una lectura autobiográfica. Lo que ponen
manifiesto casos como el de la novela barojiana es que entre los dos polos que
suponen el pacto autobiográfico y el pacto de ficción existen otras
posibilidades de recepción que, sin suponer ni un compromiso de veracidad ni la
necesidad de interpretar lo leído como factual y susceptible de ser comprobado
en el mundo real, hayan de ser necesariamente ficcionales.
Manuel
Alberca ha denominado a esta zona intermedia situada entre extremos “pacto
ambiguo” –y, por tanto, “ficticio y verdadero simultáneamente” (1996: 180)- y a
las obras que lo determinan, “novelas del yo” (2007: 61-62):
[Las novelas del yo] mantienen una relación ambigua con
respecto a lo real y a lo vivido, pero los autores, al proponer el estatuto de
ficción para ellas, les confieren a éstas un carácter textual (…). No es
posible comprenderlas en su especificidad sin considerar las relaciones
extratextuales del relato ni tener en cuenta su lado biográfico, pues estos
relatos acaban por dibujar una determinada figura del autor, y esa figura
remite al individuo que reconocemos en el escritor.
Aunque
son presentadas al público como novelas en su aparato paratextual, las “novelas
del yo” asumen en ocasiones un principio de veracidad que hace que todo lo
relatado en ellas sea una especie de expediente de realidad y que, por tanto,
se refieran a hechos sucedidos e inclusos susceptibles de ser comprobados por
el lector. Hay, por tanto, una correspondencia entre el texto y la realidad que
impide efectuar una lectura análoga a la que se ejecuta sobre los textos de
ficción. Otras veces, en cambio, como ha advertido Manuela Ledesma (1999: 13),
son “novelas que se leen como autobiografías y que lo parecen”. Mantienen, por
tanto, “una relación ambigua con respecto a lo real y a lo vivido” (Alberca,
2007: 61)
Según
Alberca (2007: 92 y ss.), existen tres tipos de “novelas del yo”: novelas
autobiográficas, autobiografías ficticias y autoficciones. Las diferencias
entre ellas vendrían determinadas por la combinación de dos criterios:
identidad nominal y propuesta de lectura. Así, las novelas autobiográficas no
implican correspondencia entre autor, narrador y personaje –sí en ocasiones
entre las dos últimas instancias- y conllevan lo que se ha dado en denominar
“autobiografismo escondido”, pues intentan ocultar las huellas autobiográficas
en el desarrollo de un discurso ficcional. Paradigmático ejemplo de esta
categoría de “novelas del yo” sería Territorio
comanche, la obra con la que Arturo Pérez-Reverte relató la historia de
Barlés, un corresponsal de televisión que se desplaza a los Balcanes para
informar sobre la guerra que afectó a la antigua Yugoslavia durante los
primeros años de la década de 1990. Los acontecimientos que protagoniza el
personaje en la obra son coincidentes con los vividos por el autor –antiguo
reportero de guerra- durante su estancia en los Balcanes, hasta el punto de
que, en una entrevista radiofónica, Pérez-Reverte (1996) manifestó que “siempre
y en todos los casos Barlés era Pérez-Reverte” y que en su libro “no había nada
de ficción”. De este modo, las marcas autobiográficas quedaban diluidas en un
texto que se presentaba a los lectores como ficcional y que, de hecho, no
respetaba el criterio básico de identidad necesario para contraer el pacto
autobiográfico.
En
las autobiografías ficticias tampoco se cumplimentaría el principio de
identidad pero, al contrario que las anteriores, la propuesta de lectura iría
encaminada hacia un “autobiografismo simulado”, ya que tienen la pretensión de
que el lector tome como real un texto ficticio. Ejemplos clásicos de
autobiografías noveladas serían el género picaresco o la novela de aprendizaje
–sobre todo cuando se relata en primera persona y se identifica al narrador con
el personaje principal de la historia-. En la medida en que cuentan el desarrollo
de una vida –o, al menos, alguno de sus episodios-, que adoptan una apariencia
retrospectiva, que mantienen un desarrollo temporal lineal y que aportan al
personaje rasgos de la vida de su creador, se acercan voluntariamente a los
modelos autobiográficos, como demuestran, por ejemplo, las primeras líneas de David Copperfield (Dickens, 1995: 11):
Si soy yo el héroe de mi propia vida o si otro cualquiera me
reemplazará, lo dirán estas páginas. Para empezar mi historia desde el
principio, diré que nací –según me han dicho y yo lo creo- un viernes a las
doce en punto de la noche. Y, cosa curiosa, el reloj empezó a sonar y yo a
gritar simultáneamente.
Además
de por el aspecto formal, la activación del pacto ambiguo en la lectura de la
novela de Dickens se genera por la declaración del autor en el prólogo de que
ha enviado “a ese mundo sobrio [de la novela] parte de sí mismo” (Dickens,
1995: 8) y por las evidentes concomitancias entre su vida y la de su personaje.
Como Copperfiel, Dickens también trabajó en su juventud en una fábrica
etiquetando botellas en precarias condiciones y por un mísero sueldo.
Las
diferencias entre estas dos manifestaciones de las “novelas del yo” podrían
determinarse en el hecho de que mientras la primera induce a leer como ficticios
acontecimientos que acontecieron y de los fue testigo el autor, la segunda
intenta hacer pasar por real –aprovechando que formalmente nada diferencia a la
autobiografía de la ficción- algo que jamás sucedió. Según Alberca (2007: 126),
la propia denominación de ambas categorías da idea de sus características, pues
en ella “el sustantivo da idea precisa de la forma del relato y el adjetivo,
que trata de matizarlo, lo contradice y revela su carácter simulado”.
Sin
embargo, en el tercero de los tipos de “novelas del yo”, el nombre no aporta
tanta información sobre su naturaleza. Autoficción –neologismo creado por Serge
Doubrosky en la década de 1970[2]-
evidencia que la categoría a la que hace referencia participa tanto de la
autobiografía como de los textos ficcionales, pero no deja claro ni cuál es la
naturaleza del relato ni a qué tipo de pacto de lectura está más cercano. Su
característica esencial es la de presentar una identidad entre autor, narrador
y personaje, pero relatar una historia cuya correspondencia con lo realidad y
con lo vivido no es segura, con lo que cumple el principio de identidad típico
de los textos autobiográficos pero no el de veracidad[3].
Gerard Genette (1993: 70) ha definido de forma paradigmática el carácter
ambiguo de la autoficción al afirmar que es un relato que implica una
advertencia del autor hacia los lectores: “Yo, autor, voy a contaros una
historia cuyo protagonista soy yo, pero que nunca me ha sucedido”.
Es,
por lo tanto, un texto que genera una recepción caracterizada por la
frustración de expectativas. No en vano, descubrir que el nombre del personaje
principal de un relato coincide con el del autor pone en funcionamiento de
inmediato el pacto autobiográfico y darse cuenta después de que semejante
descubrimiento se ha producido en el ámbito de una ficción que se presenta como tal –impidiendo con ello
la activación del pacto de veracidad- provoca el desconcierto del lector.
Piénsese, por ejemplo, en el caso de la obra de Javier Cercas Soldados de Salamina. Desde la primera línea
de la novela –“fue en verano de 1994, hace ahora más de seis años, cuando oí hablar por primera vez del fusilamiento de Rafael
Sánchez-Mazas (…): yo había abandonado mi carrera de escritor” (Cercas, 2003:
7)-, el lector parece intuir de forma implícita rastros del pacto
autobiográfico, manifestados en la correspondencia entre autor, personaje y
narrador y en la constatación de que el protagonista de la novela tiene la
misma profesión que su creador. A medida que avanza la lectura, se confirma esa
interpretación al comprobar que existe una correspondencia nominal entre autor,
personaje y narrador. Sin embargo, la confusión se apodera del lector cuando
detecta que el libro ha sido incluido en una colección de narrativa y cuando
lee en unas declaraciones públicas que su autor afirma que “el narrador del
libro dice que se llama Javier Cercas pero no soy yo” (Cercas, 2001) y que en
su obra hay tanto aspectos surgidos de la más absoluta invención como episodios
autobiográficos o rigurosamente históricos.
El carácter híbrido que
presenta Soldados de Salamina
–eslabón de una cadena que parece haberse convertido en tendencia de la actual
literatura española, y de la que autores como Enrique Vila-Matas, Alfons
Cervera, Juan José Millás o Justo Navarro son paradigmáticos
representantes- ejemplifica a la perfección los dos polos alrededor de los que
puede situarse la autoficción. No en vano, según Alberca, bajo tal denominación
pueden englobarse tanto las novelas que parezcan una autobiografía sin serlo
como las novelas bajo las que se camufla un relato autobiográfico. En
consecuencia, las obras autoficcionales jamás pueden ser analizadas desde
un prisma exclusivamente autobiográfico, pues se correría el riesgo de tomar
por verdadero lo que no es. De todos modos, sí es necesario tener en cuenta que
el conocimiento de la vida del autor ha de servir al lector para “apreciar las
coincidencias y divergencias, las lagunas del relato, las fantasías e
imaginarios que aquél deposita en su personaje” (Alberca, 2007: 62) y asimilar
que todas las referencias al mundo y a la existencia del autor se han
transformado en signos literarios insertados en un relato de ficción. Lo
esencial de la autoficción, por lo tanto, no es la voluntad de desautomatizar
la recepción del lector o de jugar con sus expectativas, sino aprovechar la
experiencia propia y la identidad nominal para construir una ficción que,
siendo ficción, mantiene en muchos casos huellas autobiográficas y
referenciales.
La
relevancia del pacto ambiguo, así como de las categorías de las “novelas del
yo” que lo determinan, reside en su capacidad para resolver algunos de los
problemas típicos de la teoría autobiográfica, en especial los que se refieren
a la capacidad de la ficción para dar cuenta de una experiencia vital y a la
tensión entre las intenciones de sinceridad de los autores y la inexactitud de
la memoria para evocar acontecimientos del pasado. Semejante al concepto
propuesto por Alberca –y al de “espacio autobiográfico” de Catelli- sería el de
“territorio de lo autobiográfico” que defiende Jordi Gracia (2004: 225) y que,
como los anteriores, solventa con el ejercicio de sinceridad del autor los
fallos e inexactitudes que en la construcción del mundo referencial se puedan
cometer:
El territorio de lo autobiográfico es aquel en el que la
explicación del yo la emprende el propio interesado, el mismo sujeto que trata
incansablemente de explicarse a sí mismo como puede, contándose, mostrándose,
ocultándose, sabiéndose incluso víctimas de las trampas que ha sorteado una vez
y otra, sólo para volver a encontrárselas intactas al día siguiente. Desde este
punto de vista, no importa tanto la ubicación exacta de una calle según la
página del diario como la evocación literaria y la verdad moral que se obtiene
de esa calle, esté o no en el sitio que el autor del diario ha dicho que está.
3.
De
todo lo apuntado hasta ahora se deduce que las narraciones ficcionales pueden
estar relacionadas con los recuerdos y experiencias del sujeto creador. Quien
fabula puede hacerlo a partir de sus propias vivencias, relatando
acontecimientos de los que él formó parte o construyendo un mundo ficticio
basado en sus vivencias. Por eso la ficción puede llegar a considerarse un tipo
de conocimiento, acentuado por el hecho de que “el predominio de las historias
particulares y de los elementos emotivos facilita la identificación de los
lectores con lo que sucede en los relatos” (López de la Vieja, 2003: 67). Todo
ello es posible porque la ficción se dirige al lector “como si” le hablara de
la realidad y, con ello, puede convertirse en un elemento cognoscitivo en el
que no se cumplen las condiciones de verdad o referencialidad:
Gracias a las convenciones literarias será posible
crear el efecto de “estar en el lugar”, entender mejor los hechos, tomar
actitudes más claras respecto a ciertos asuntos, etc. No es extraño, por tanto,
que un relato influya, siquiera de manera indirecta, en las actitudes, en la
sensibilidad y en las opiniones de sus lectores. De ahí deriva una modalidad de
compromiso que llega a través de la ficción (López de la Vieja, 2003: 67-68).
Según Malva Filer (1998:
59), la novela puede ser definida “como un espacio privilegiado para la
creación de visiones del pasado que completan, corrigen y se contraponen a la
verdad historiográfica”. No en vano, la ficción supera a la realidad porque es
capaz de añadirle la dimensión de lo potencial, pues abarca la realidad como
fue y además como pudiera haber sido. Fleishman (1971: 55) aseguró, de hecho,
que una de las características que había de cumplimentar la ficción histórica
en su búsqueda de representación fidedigna y coherente del pasado era la de
poder ser asumida por los lectores “como si realmente hubiera sucedido”.
Karlheinz
Stierle (1987: 104) ha estudiado cómo los textos de ficción pueden producir una
“lectura cuasipragmática” que intenta provocar en el receptor una ilusión de
realidad. Esta modalidad lectora se situaría entre las dos tipologías clásicas,
la pragmática y la no pragmática o ficcional, diferenciadas por la posibilidad
de someterse al criterio de veracidad. Su existencia, por lo tanto, sería
análoga a la del “pacto ambiguo” que reclamaba Alberca, con la salvedad de que
la lectura cuasipragmática no se refiere sólo a las novelas del yo, sino que a
ella pueden someterse todo tipo de obras, sustentadas o no en el desarrollo de
la personalidad de un individuo.
Del mismo modo que la clasificación de los textos
factuales basados en los recuerdos experimentados por el sujeto creador resulta
confusa y ambigua, el estudio de las relaciones entre los textos ficcionales
–fundamentalmente las novelas y los relatos- y los referentes históricos
presenta una serie de problemas epistemológicos y metodológicos derivados de la
suspensión voluntaria de la incredulidad con que todo lector acostumbra a
recibir un texto de ficción. Cabría preguntarse, en primer lugar, cómo el
género novelesco, que parece identificarse exclusivamente con el carácter
ficcional del texto, puede llegar a ser testimonial y cómo el lector, inmerso
en un pacto narrativo que excluye toda confrontación de lo leído con lo real,
puede interpretar como objetivamente cierto y verificable el contenido de una
novela. Además de las aportaciones de Alberca, la teoría de Tomás Albaladejo
(1986: 49-66) sobre la relación referencial del texto con un “modelo de mundo”
compartido por autor y lector permite exponer algunas conclusiones sobre la
problemática. Según este autor, el texto puede remitir a tres modelos de mundo:
verdadero, ficcional verosímil y ficcional inverosímil[4]. Si se relaciona la teoría de Albaladejo con
la de Stierle, basada en la forma en la que los lectores reciben un texto, se
habrá de concluir que el primero de los mundos implica una lectura pragmática,
el segundo una lectura cuasipragmática –pues se dirige al lector “como si” le
hablara de la realidad- y el tercero una lectura no pragmática. Así, el primero
de los modelos citados sería el referente habitual de los textos
historiográficos, testimoniales y periodístico[5],
mientras que los otros dos, ficcionales, se identificarían con la tradicional
división aristotélica de los contenidos en miméticos y no miméticos. Es decir,
según Albaladejo, puede haber tres tipos de textos: los que remiten a un mundo
real, los relacionados con un mundo verosímil –y, por tanto, heterocósmico- y,
por último, los que tienen como referente un mundo inventado –y, por tanto,
utópico y fantasioso-.
Ignacio
Soldevila (2001: 86-105) ha planteado algunas objeciones al modelo de
Albaladejo y, en su introducción teórica a su manual de Historia de la novela española, propone una nueva clasificación
para textos narrativos que remiten a un mundo real, englobados por Albaladejo
en la categoría de “mundo ficcional verosímil”. Para Soldevila, dentro de ese
grupo habría de distinguirse entre narraciones con referente real, narraciones
que remiten de forma simultánea a mundos reales y verosímiles, narraciones que
establecen relaciones de referencialidad con modelos de mundo verosímiles pero
no verificables y narraciones que se presentan como históricas pero que remiten
a mundo imaginarios.
Para
ilustrar la primera de las categorías podría hacerse mención a La forja, La ruta y La llama –la
trilogía de novelas que Arturo Barea compuso bajo el título global de La forja de un rebelde-, a las que el
autor siempre se refirió como rigurosamente autobiográficas –y más exactamente,
como “libros de memorias, por retratar más lo colectivo que lo individual” (apud De Villena, 2001: 2)-. Formalmente,
las obras mantienen evidentes analogías con los textos autobiográficos –uso de
la primera persona; identidad nominal entre autor, personaje y narrador;
recurrencia a expresiones como “yo lo he visto” o “es verdad” para reforzar el
compromiso de la referencialidad de lo narrado; presencia de personajes y
situaciones reales y verificables, etc.-. Sin embargo, y probablemente por la
importancia el aparato paratextual, que ha tendido a presentar la obra como
novela –así se la denomina en la portada de la primera edición en castellano,
publicada en 1951 por la editorial argentina Losada-, y por la continua
inclusión de Barea en el grupo de novelistas del exilio junto a Ramón J.
Sender, Max Aub o Manuel Andújar en los ámbitos académicos y científicos,
tradicionalmente han sido consideradas como narraciones ficcionales, y como tal
aparecen en la gran mayoría de las historias de la literatura española. Del
mismo modo que la determinación para concebir un texto como autobiografía
reside en última instancia en el lector, es la recepción la que marca esa
interpretación novelesca. La forja de un
rebelde es percibida por los lectores como una novela histórica o una
novela testimonial, lo que explica que nadie deslegitime la lectura si topa con
un dato inexacto –algo totalmente inadmisible en una autobiografía- y, en
consecuencia, que el autor quede “liberado de responsabilidad de sumisión a las
pruebas de verificación” (Soldevila, 2001: 87-88). Más allá de la exactitud
referencial, por tanto, esta categoría de novelas reclamaría lo que Georg
Lukács (1971: 66) definió en su ya clásico estudio sobre narrativa histórica
como “fidelidad histórica”, basada en la “reproducción literaria de las
necesidades históricas, [ante las que] poco importa que algunos hechos o
detalles no correspondan con la verdad histórica”. Su recepción sería análoga,
pues, a la denominada por Stierle como causipragmática y a la del pacto
ambiguo, en la medida que, sin implicar una lectura ficcional, tampoco mantiene
todas las características de la interpretación de los textos autobiográficos.
La
segunda de las categorías presentada por Soldevila se caracterizaría por tener
un doble marco de referencialidad, que apuntaría, por un lado, a un mundo real
y verificable, y, por otro, a uno imaginario pero construido con visos de
realidad –y, por tanto, verosímil-. El modelo de novela histórica al que se
adscriben el conjunto que forman los Episodios
Nacionales de Benito Pérez Galdós representaría un buen ejemplo de este
tipo de obras, al presentar la trayectoria de protagonistas ficcionales en un
marco formado por situaciones, lugares, personajes y contextos susceptibles de
ser comprobados en el mundo real. Este punto de partida es el que subyace en
buena parte de la novelística del siglo XX, cuya concepción, según Soldevila
(2001: 89) –que cita como ejemplos a autores como Dos Passos, Malraux o Aub-,
“responde a la voluntad testimonial” en muchos casos, situándose así en
ocasiones en los parámetros cuasipragmáticos del pacto ambiguo y permitiendo
con la lectura tener un conocimiento de una época y de la peripecia que en ella
vivió el autor.
Las
otras dos categorías a las que alude Soldevila se caracterizan por la
imposibilidad de someter a verificación las realidades de las que se ocupan.
Una de ellas acoge a relatos verosímiles pero imposibles de identificarse con
modelos reales algunos. Son, pues, obras de marcado carácter simbólico que,
pese a transcurrir en lugares imaginarios o sostener visiones míticas
imposibles de corresponder con la realidad, pueden tener una lectura alegórica
que revele problemas o aporte enseñanzas sobre la sociedad a la que van
dirigidas. Mientras, la última categoría engloba las narraciones que,
presentándose como históricas, remiten a utopías o ucronías, con lo que son
absolutamente imposibles de verificar, como evidencian textos como En el día de hoy –de Jesús Torbado-, que
fantasea sobre qué hubiera pasado si el bando republicano hubiesen ganado la
guerra, o La luz prodigiosa –de
Fernando Marías-, que tiene como hipótesis de partida la supervivencia de
Federico García Lorca tras la Guerra Civil. Al presentar una realidad
inexistente como real, estas novelas pueden confundir la recepción del lector,
que puede llegar a tomar por cierto lo que no es más que mera invención y
distorsión histórica –no en casos tan emblemáticos como los que distorsionan
las dos novelas mencionadas, pero sí en libros como Jusep Torres Campalans, la obra pretendidamente biográfica que Max
Aub escribió sobre un pintor que jamás existió-. Su importancia, no obstante,
no reside tanto en la dimensión lúdica como en las reflexiones que sobre el
acontecimiento histórico al que se refieren pueden contener y en la intrínseca
relación que pueden llegar a tener con los deseos y obsesiones del autor,
susceptibles de encontrar en la creación la existencia imposible de tener en la
realidad. Por lo que a su recepción se refiere, lo que vienen a demostrar estas
obras es la ya explicada idea de que nada distingue formalmente un texto
ficcional de uno referencial, como pone de manifiesto, por ejemplo, que hubiera
lectores que recibieran la publicación de la obra de Aub como una monografía
artística y biográfica.
4
Además de revisar los trabajos que durante las últimas
décadas han configurado el estado de la cuestión en los estudios sobre la
teoría de la ficción y el género autobiográfico, lo expuesto en las líneas
precedentes viene a insistir en dos ideas que vertebran buena parte de las
reflexiones contemporáneas en el campo de la Teoría de la Literatura, y en
concreto en lo referente a la posibilidad de representación de la realidad a
través de la escritura. Por un lado, las reflexiones vertidas refuerzan la
concepción de la autobiografía como un texto híbrido y ambiguo, tanto por sus
vinculaciones con la ficción, como, sobre todo, por su incapacidad de dotarse
de características formales distintivas. Por otro lado, de lo apuntado en el
artículo puede deducirse que también en la ficción –y, especialmente, en la
autoficción- puede haber cabida para la referencialidad que demanda todo relato
autobiográfico, provocando así la imposibilidad de condicionar la escritura
sobre las experiencias vividas a una forma concreta de relato.
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[1] Según Pozuelo
Yvancos, una de las corrientes básicas de pensamiento sobre la autobiografia es
aquella que, defendida por Barthes, Derrida o De Man, sostiene que “toda narración de un yo es una forma de ficcionalización, inherente al
estatuto retórico de la identidad y en concomitancia con una interpretación del
sujeto como esfera de discurso" y que, por tanto, "toda autobiografía
es una literaturización".
[2] A
pesar de que el término –originalmente “autofiction”-
ya ha sido plenamente aceptado en la tradición crítica en español,
especialistas como el propio Alberca (1999: 55) o Kohan (2000: 122) sugirieron
que hubiera sido más correcto utilizar denominaciones como “autonovela” o
“novelografía”.
[3] Para profundizar en el estudio de la autoficción, consúltese el libro de Casas Janices (2012), en el que se recopilan algunos de los más representativos trabajos sobre el tema.
[4] Javier
Rodríguez Pequeño (2008: 125-127) ha ampliado la clasificación de Albaladejo al
introducir como variante de análisis entre los diferentes mundos posibles el
criterio de mimético / no mimético, puesto que para él los textos ficcionales
no miméticos no necesariamente han de ser inverosímiles, como sostiene
Albaladejo, para quien toda mimesis implica verosimilitud. Así, según él, los
tipos de mundos oscilarían entre cuatro categorías: no ficcional, mimético y
verosímil; ficcional, mimético y verosímil; ficcional, no mimético y verosímil;
y ficcional, no mimético y no verosímil. La inclusión del nuevo factor
dividiría los cuatro tipos de mundos en dos grandes grupos –macromodelos-:
mundo realista los dos primeros y mundo fantástico los otros dos.
[5] Sin
embargo, el hecho de que el discurso historiográfico no sea entimemático –es
decir, no parta de ninguna premisa objetiva que garantice su veracidad- ha
provocado que diversos pensadores contemporáneos hayan defendido su concepción
de discurso ideológico sin rango científico y sin referencialidad necesaria con
la realidad.