Número Actual - Números Anteriores - TonosDigital en OJS - Acerca de Tonos
Revista de estudios filológicos
Nº25 Julio 2013 - ISSN 1577-6921
<Portada
<Volver al índice de estudios  

estudios

 

 ¿Hay vida más allá de la autobiografía? sobre la posibilidad del testimonio en la ficción

Javier Sánchez Zapatero

(Universidad de Salamanca)

zapa@usal.es

 

 

RESUMEN:

El artículo reflexiona sobre la posibilidad de narrar en los textos de ficción historias referenciales centradas en el desarrollo de una vida, análogas a las que se relatan en las autobiografías. Para ello, se realiza un recorrido crítico por las últimas publicaciones científicas que se han ocupado del estudio de cuestiones formales y pragmáticas de los géneros autobiográfico y ficcional –y, de forma especial, de la autoficción-, así como de sus principales vinculaciones.

Palabras clave: Autobiografía; Ficción; Autoficción; Representación; Teoría de la Literatura.

ABSTRACT: The paper analyses how it is possible that fictional texts narrate referencial stories about a personal life. In order to this purpose, the paper offers a review of scientist works that study autobiographies writing and fictions –and, specially, autofictions- from formal, pragmatic and comparative perspectives.

Keywords: Autobiography; Fiction; Autofiction; Representation; Literary Theory.

 

1

A pesar de que solo la autobiografía ha sido definida desde la teoría literaria como “relato retrospectivo en prosa que una persona real hace de su propia existencia, poniendo énfasis en su vida individual, y, en particular, en la historia de su personalidad (Lejeune, 1994: 50), resulta evidente que la proyección en un texto de las vivencias del autor, e incluso de su propia personalidad, no es privativa de un tipo particular de relatos. Semejante aseveración queda demostrada si se tiene en cuenta, además, que es imposible definir formalmente las características que definen a los relatos autobiográficos que, al fin y al cabo, se diferencian de los ficcionales básicamente por cuestiones pragmáticas relacionadas con el modo en que son interpretados por el lector como expediente de realidad y por el compromiso de referencialidad que en ellos asumen los autores. Así lo han mostrado Jean Molino (1991: 134), para quien “nada distingue intrínsecamente la autobiografía de la novela (…), sólo la relación exterior con el sistema de creencias del lector”, o Virgilio Tortosa (2001: 33), que defiende que la autobiografía no es “definible por sus valores formales, sino por un elemento que reside fuera del texto (…): un contrato de lectura”.

En consecuencia, las formas en las que la peripecia vital de un creador puede infiltrarse en su obra son infinitas. De hecho, como ha señalado Elisa Martínez Garrido (1986: 272), “todo hecho de escritura responde a una práctica existencial traducida en lenguaje”. José Romera Castillo (1981: 13) ha incidido también en esa idea al definir al escritor como el “signo referencial de su escritura”.

Frente a la tradicional separación entre autobiografía y ficción, Nora Catelli (1991: 11) ha defendido la existencia del “espacio autobiográfico”, que no implica someter lo leído a los principios de identidad y veracidad, sino, simplemente, admitir que pueden existir rastros que remitan al sujeto creador en diversos y heterogéneos textos, incluidos los ficcionales. Así, el espacio autobiográfico sería el “lugar donde se da cabida al relato de una vida desde la mentira” y se caracterizaría por cifrar la relación entre el autor y el texto en términos de analogía. Semejante al concepto de espacio autobiográfico sería el de “pacto fantasmático”, creado por Lejeune (1994) y referido a las novelas que, al remitir a aspectos de la identidad de quien las crea y convertirse en “fantasmas” reveladores de la vida de un individuo, admiten una lectura que va más allá de la ficción. Según Molero (2000: 42), hay tres tipos de ficciones a las que puede catalogarse como autobiográficas: las autoalusivas –“ficciones que contienen factores textuales de identificación, sea el nombre propio o autoalusiones de similar valor referencial”-; las paratextuales –aquellas que “portan factores de identificación paratextual, mendiante los cuales el autor ofrece al lector elementos de relación con el personaje a través de prólogos, reseñas, contraportadas, dedicatorias, presentaciones, aclaraciones, etc.”-; y las intertextuales –aquellas en las que “el lector cuenta con otros textos-testigo como entrevistas, declaraciones, biografías, autobiografías, etc., que le permiten identificar al personaje con el autor”-.

César Nicolás (2004: 512) ha advertido del “entrecruzamiento constante” que se produce entre los textos referenciales y los ficcionales, al ser sus diferencias sólo una cuestión de intencionalidad y convenciones lectoras. Asimismo, para Francisco Javier Hernández (1999: 83) las relaciones entre la novela y la autobiografía están marcadas por “la existencia de vasos comunicantes” que las conectan e interaccionan –y cuya intensidad se ve incrementada por el hecho de “la autobiografía (…) es uno de los lugares en que se dirime la necesaria e intrínseca ficcionalización de toda escritura narrativa (Pozuelo, 2006: 17)[1]-. Mientras, Romera Castillo (1981: 13) ha afirmado que las fronteras entre ambos tipos de textos se hallan difuminadas:

La literatura intimista (…) se caracteriza, ante todo, por ser una literatura referencial del yo existencial, asumido, con mayor o menor nitidez, por el autor de la escritura; frente a la literatura que podríamos llamar ficticia, en la que el yo, sin referente específico, no es asumido existencialmente por nadie en concreto. Ni que decir tiene que las fronteras entre ambas no están específicamente marcadas, sino que hay zonas de intersección que, por supersuposición o ambigüedad, participan de las dos tipologías esquemáticamente propuestas.

2.

Aunque es evidente que una novela puede incorporar contenidos autobiográficos que relacionen la peripecia de su protagonista con la de su autor y que tales contenidos pueden ser fácilmente reconocibles por un lector que conozca en profundidad la vida del escritor en cuestión, resultaría difícil aceptar una interpretación autobiográfica de un texto que no se presente como tal. Se podría hablar de semejanza o de analogía, pero jamás de identificación. Resulta sencillo, por ejemplo, detectar en Andrés Hurtado rasgos personales y biográficos coincidentes con los de Pío Baroja, pero sería tremendamente complicado aceptar que El árbol de la ciencia implica una lectura autobiográfica. Lo que ponen manifiesto casos como el de la novela barojiana es que entre los dos polos que suponen el pacto autobiográfico y el pacto de ficción existen otras posibilidades de recepción que, sin suponer ni un compromiso de veracidad ni la necesidad de interpretar lo leído como factual y susceptible de ser comprobado en el mundo real, hayan de ser necesariamente ficcionales.

Manuel Alberca ha denominado a esta zona intermedia situada entre extremos “pacto ambiguo” –y, por tanto, “ficticio y verdadero simultáneamente” (1996: 180)- y a las obras que lo determinan, “novelas del yo” (2007: 61-62):

[Las novelas del yo] mantienen una relación ambigua con respecto a lo real y a lo vivido, pero los autores, al proponer el estatuto de ficción para ellas, les confieren a éstas un carácter textual (…). No es posible comprenderlas en su especificidad sin considerar las relaciones extratextuales del relato ni tener en cuenta su lado biográfico, pues estos relatos acaban por dibujar una determinada figura del autor, y esa figura remite al individuo que reconocemos en el escritor.

Aunque son presentadas al público como novelas en su aparato paratextual, las “novelas del yo” asumen en ocasiones un principio de veracidad que hace que todo lo relatado en ellas sea una especie de expediente de realidad y que, por tanto, se refieran a hechos sucedidos e inclusos susceptibles de ser comprobados por el lector. Hay, por tanto, una correspondencia entre el texto y la realidad que impide efectuar una lectura análoga a la que se ejecuta sobre los textos de ficción. Otras veces, en cambio, como ha advertido Manuela Ledesma (1999: 13), son “novelas que se leen como autobiografías y que lo parecen”. Mantienen, por tanto, “una relación ambigua con respecto a lo real y a lo vivido” (Alberca, 2007: 61)

Según Alberca (2007: 92 y ss.), existen tres tipos de “novelas del yo”: novelas autobiográficas, autobiografías ficticias y autoficciones. Las diferencias entre ellas vendrían determinadas por la combinación de dos criterios: identidad nominal y propuesta de lectura. Así, las novelas autobiográficas no implican correspondencia entre autor, narrador y personaje –sí en ocasiones entre las dos últimas instancias- y conllevan lo que se ha dado en denominar “autobiografismo escondido”, pues intentan ocultar las huellas autobiográficas en el desarrollo de un discurso ficcional. Paradigmático ejemplo de esta categoría de “novelas del yo” sería Territorio comanche, la obra con la que Arturo Pérez-Reverte relató la historia de Barlés, un corresponsal de televisión que se desplaza a los Balcanes para informar sobre la guerra que afectó a la antigua Yugoslavia durante los primeros años de la década de 1990. Los acontecimientos que protagoniza el personaje en la obra son coincidentes con los vividos por el autor –antiguo reportero de guerra- durante su estancia en los Balcanes, hasta el punto de que, en una entrevista radiofónica, Pérez-Reverte (1996) manifestó que “siempre y en todos los casos Barlés era Pérez-Reverte” y que en su libro “no había nada de ficción”. De este modo, las marcas autobiográficas quedaban diluidas en un texto que se presentaba a los lectores como ficcional y que, de hecho, no respetaba el criterio básico de identidad necesario para contraer el pacto autobiográfico.

En las autobiografías ficticias tampoco se cumplimentaría el principio de identidad pero, al contrario que las anteriores, la propuesta de lectura iría encaminada hacia un “autobiografismo simulado”, ya que tienen la pretensión de que el lector tome como real un texto ficticio. Ejemplos clásicos de autobiografías noveladas serían el género picaresco o la novela de aprendizaje –sobre todo cuando se relata en primera persona y se identifica al narrador con el personaje principal de la historia-. En la medida en que cuentan el desarrollo de una vida –o, al menos, alguno de sus episodios-, que adoptan una apariencia retrospectiva, que mantienen un desarrollo temporal lineal y que aportan al personaje rasgos de la vida de su creador, se acercan voluntariamente a los modelos autobiográficos, como demuestran, por ejemplo, las primeras líneas de David Copperfield (Dickens, 1995: 11):

Si soy yo el héroe de mi propia vida o si otro cualquiera me reemplazará, lo dirán estas páginas. Para empezar mi historia desde el principio, diré que nací –según me han dicho y yo lo creo- un viernes a las doce en punto de la noche. Y, cosa curiosa, el reloj empezó a sonar y yo a gritar simultáneamente.

Además de por el aspecto formal, la activación del pacto ambiguo en la lectura de la novela de Dickens se genera por la declaración del autor en el prólogo de que ha enviado “a ese mundo sobrio [de la novela] parte de sí mismo” (Dickens, 1995: 8) y por las evidentes concomitancias entre su vida y la de su personaje. Como Copperfiel, Dickens también trabajó en su juventud en una fábrica etiquetando botellas en precarias condiciones y por un mísero sueldo.

Las diferencias entre estas dos manifestaciones de las “novelas del yo” podrían determinarse en el hecho de que mientras la primera induce a leer como ficticios acontecimientos que acontecieron y de los fue testigo el autor, la segunda intenta hacer pasar por real –aprovechando que formalmente nada diferencia a la autobiografía de la ficción- algo que jamás sucedió. Según Alberca (2007: 126), la propia denominación de ambas categorías da idea de sus características, pues en ella “el sustantivo da idea precisa de la forma del relato y el adjetivo, que trata de matizarlo, lo contradice y revela su carácter simulado”.

Sin embargo, en el tercero de los tipos de “novelas del yo”, el nombre no aporta tanta información sobre su naturaleza. Autoficción –neologismo creado por Serge Doubrosky en la década de 1970[2]- evidencia que la categoría a la que hace referencia participa tanto de la autobiografía como de los textos ficcionales, pero no deja claro ni cuál es la naturaleza del relato ni a qué tipo de pacto de lectura está más cercano. Su característica esencial es la de presentar una identidad entre autor, narrador y personaje, pero relatar una historia cuya correspondencia con lo realidad y con lo vivido no es segura, con lo que cumple el principio de identidad típico de los textos autobiográficos pero no el de veracidad[3]. Gerard Genette (1993: 70) ha definido de forma paradigmática el carácter ambiguo de la autoficción al afirmar que es un relato que implica una advertencia del autor hacia los lectores: “Yo, autor, voy a contaros una historia cuyo protagonista soy yo, pero que nunca me ha sucedido.

Es, por lo tanto, un texto que genera una recepción caracterizada por la frustración de expectativas. No en vano, descubrir que el nombre del personaje principal de un relato coincide con el del autor pone en funcionamiento de inmediato el pacto autobiográfico y darse cuenta después de que semejante descubrimiento se ha producido en el ámbito de una ficción  que se presenta como tal –impidiendo con ello la activación del pacto de veracidad- provoca el desconcierto del lector. Piénsese, por ejemplo, en el caso de la obra de Javier Cercas Soldados de Salamina. Desde la primera línea de la novela –“fue en verano de 1994, hace ahora más de seis años, cuando oí hablar por primera vez del fusilamiento de Rafael Sánchez-Mazas (…): yo había abandonado mi carrera de escritor” (Cercas, 2003: 7)-, el lector parece intuir de forma implícita rastros del pacto autobiográfico, manifestados en la correspondencia entre autor, personaje y narrador y en la constatación de que el protagonista de la novela tiene la misma profesión que su creador. A medida que avanza la lectura, se confirma esa interpretación al comprobar que existe una correspondencia nominal entre autor, personaje y narrador. Sin embargo, la confusión se apodera del lector cuando detecta que el libro ha sido incluido en una colección de narrativa y cuando lee en unas declaraciones públicas que su autor afirma que “el narrador del libro dice que se llama Javier Cercas pero no soy yo” (Cercas, 2001) y que en su obra hay tanto aspectos surgidos de la más absoluta invención como episodios autobiográficos o rigurosamente históricos.

El carácter híbrido que presenta Soldados de Salamina –eslabón de una cadena que parece haberse convertido en tendencia de la actual literatura española, y de la que autores como Enrique Vila-Matas, Alfons Cervera, Juan José Millás o Justo Navarro son paradigmáticos representantes- ejemplifica a la perfección los dos polos alrededor de los que puede situarse la autoficción. No en vano, según Alberca, bajo tal denominación pueden englobarse tanto las novelas que parezcan una autobiografía sin serlo como las novelas bajo las que se camufla un relato autobiográfico. En consecuencia, las obras autoficcionales jamás pueden ser analizadas desde un prisma exclusivamente autobiográfico, pues se correría el riesgo de tomar por verdadero lo que no es. De todos modos, sí es necesario tener en cuenta que el conocimiento de la vida del autor ha de servir al lector para “apreciar las coincidencias y divergencias, las lagunas del relato, las fantasías e imaginarios que aquél deposita en su personaje” (Alberca, 2007: 62) y asimilar que todas las referencias al mundo y a la existencia del autor se han transformado en signos literarios insertados en un relato de ficción. Lo esencial de la autoficción, por lo tanto, no es la voluntad de desautomatizar la recepción del lector o de jugar con sus expectativas, sino aprovechar la experiencia propia y la identidad nominal para construir una ficción que, siendo ficción, mantiene en muchos casos huellas autobiográficas y referenciales.

La relevancia del pacto ambiguo, así como de las categorías de las “novelas del yo” que lo determinan, reside en su capacidad para resolver algunos de los problemas típicos de la teoría autobiográfica, en especial los que se refieren a la capacidad de la ficción para dar cuenta de una experiencia vital y a la tensión entre las intenciones de sinceridad de los autores y la inexactitud de la memoria para evocar acontecimientos del pasado. Semejante al concepto propuesto por Alberca –y al de “espacio autobiográfico” de Catelli- sería el de “territorio de lo autobiográfico” que defiende Jordi Gracia (2004: 225) y que, como los anteriores, solventa con el ejercicio de sinceridad del autor los fallos e inexactitudes que en la construcción del mundo referencial se puedan cometer:

 

El territorio de lo autobiográfico es aquel en el que la explicación del yo la emprende el propio interesado, el mismo sujeto que trata incansablemente de explicarse a sí mismo como puede, contándose, mostrándose, ocultándose, sabiéndose incluso víctimas de las trampas que ha sorteado una vez y otra, sólo para volver a encontrárselas intactas al día siguiente. Desde este punto de vista, no importa tanto la ubicación exacta de una calle según la página del diario como la evocación literaria y la verdad moral que se obtiene de esa calle, esté o no en el sitio que el autor del diario ha dicho que está.

 

3.

De todo lo apuntado hasta ahora se deduce que las narraciones ficcionales pueden estar relacionadas con los recuerdos y experiencias del sujeto creador. Quien fabula puede hacerlo a partir de sus propias vivencias, relatando acontecimientos de los que él formó parte o construyendo un mundo ficticio basado en sus vivencias. Por eso la ficción puede llegar a considerarse un tipo de conocimiento, acentuado por el hecho de que “el predominio de las historias particulares y de los elementos emotivos facilita la identificación de los lectores con lo que sucede en los relatos” (López de la Vieja, 2003: 67). Todo ello es posible porque la ficción se dirige al lector “como si” le hablara de la realidad y, con ello, puede convertirse en un elemento cognoscitivo en el que no se cumplen las condiciones de verdad o referencialidad:

Gracias a las convenciones literarias será posible crear el efecto de “estar en el lugar”, entender mejor los hechos, tomar actitudes más claras respecto a ciertos asuntos, etc. No es extraño, por tanto, que un relato influya, siquiera de manera indirecta, en las actitudes, en la sensibilidad y en las opiniones de sus lectores. De ahí deriva una modalidad de compromiso que llega a través de la ficción (López de la Vieja, 2003: 67-68).

Según Malva Filer (1998: 59), la novela puede ser definida “como un espacio privilegiado para la creación de visiones del pasado que completan, corrigen y se contraponen a la verdad historiográfica”. No en vano, la ficción supera a la realidad porque es capaz de añadirle la dimensión de lo potencial, pues abarca la realidad como fue y además como pudiera haber sido. Fleishman (1971: 55) aseguró, de hecho, que una de las características que había de cumplimentar la ficción histórica en su búsqueda de representación fidedigna y coherente del pasado era la de poder ser asumida por los lectores “como si realmente hubiera sucedido”.

Karlheinz Stierle (1987: 104) ha estudiado cómo los textos de ficción pueden producir una “lectura cuasipragmática” que intenta provocar en el receptor una ilusión de realidad. Esta modalidad lectora se situaría entre las dos tipologías clásicas, la pragmática y la no pragmática o ficcional, diferenciadas por la posibilidad de someterse al criterio de veracidad. Su existencia, por lo tanto, sería análoga a la del “pacto ambiguo” que reclamaba Alberca, con la salvedad de que la lectura cuasipragmática no se refiere sólo a las novelas del yo, sino que a ella pueden someterse todo tipo de obras, sustentadas o no en el desarrollo de la personalidad de un individuo.

Del mismo modo que la clasificación de los textos factuales basados en los recuerdos experimentados por el sujeto creador resulta confusa y ambigua, el estudio de las relaciones entre los textos ficcionales –fundamentalmente las novelas y los relatos- y los referentes históricos presenta una serie de problemas epistemológicos y metodológicos derivados de la suspensión voluntaria de la incredulidad con que todo lector acostumbra a recibir un texto de ficción. Cabría preguntarse, en primer lugar, cómo el género novelesco, que parece identificarse exclusivamente con el carácter ficcional del texto, puede llegar a ser testimonial y cómo el lector, inmerso en un pacto narrativo que excluye toda confrontación de lo leído con lo real, puede interpretar como objetivamente cierto y verificable el contenido de una novela. Además de las aportaciones de Alberca, la teoría de Tomás Albaladejo (1986: 49-66) sobre la relación referencial del texto con un “modelo de mundo” compartido por autor y lector permite exponer algunas conclusiones sobre la problemática. Según este autor, el texto puede remitir a tres modelos de mundo: verdadero, ficcional verosímil y ficcional inverosímil[4].  Si se relaciona la teoría de Albaladejo con la de Stierle, basada en la forma en la que los lectores reciben un texto, se habrá de concluir que el primero de los mundos implica una lectura pragmática, el segundo una lectura cuasipragmática –pues se dirige al lector “como si” le hablara de la realidad- y el tercero una lectura no pragmática. Así, el primero de los modelos citados sería el referente habitual de los textos historiográficos, testimoniales y periodístico[5], mientras que los otros dos, ficcionales, se identificarían con la tradicional división aristotélica de los contenidos en miméticos y no miméticos. Es decir, según Albaladejo, puede haber tres tipos de textos: los que remiten a un mundo real, los relacionados con un mundo verosímil –y, por tanto, heterocósmico- y, por último, los que tienen como referente un mundo inventado –y, por tanto, utópico y fantasioso-.

Ignacio Soldevila (2001: 86-105) ha planteado algunas objeciones al modelo de Albaladejo y, en su introducción teórica a su manual de Historia de la novela española, propone una nueva clasificación para textos narrativos que remiten a un mundo real, englobados por Albaladejo en la categoría de “mundo ficcional verosímil”. Para Soldevila, dentro de ese grupo habría de distinguirse entre narraciones con referente real, narraciones que remiten de forma simultánea a mundos reales y verosímiles, narraciones que establecen relaciones de referencialidad con modelos de mundo verosímiles pero no verificables y narraciones que se presentan como históricas pero que remiten a mundo imaginarios.

Para ilustrar la primera de las categorías podría hacerse mención a La forja, La ruta y La llama –la trilogía de novelas que Arturo Barea compuso bajo el título global de La forja de un rebelde-, a las que el autor siempre se refirió como rigurosamente autobiográficas –y más exactamente, como “libros de memorias, por retratar más lo colectivo que lo individual” (apud De Villena, 2001: 2)-. Formalmente, las obras mantienen evidentes analogías con los textos autobiográficos –uso de la primera persona; identidad nominal entre autor, personaje y narrador; recurrencia a expresiones como “yo lo he visto” o “es verdad” para reforzar el compromiso de la referencialidad de lo narrado; presencia de personajes y situaciones reales y verificables, etc.-. Sin embargo, y probablemente por la importancia el aparato paratextual, que ha tendido a presentar la obra como novela –así se la denomina en la portada de la primera edición en castellano, publicada en 1951 por la editorial argentina Losada-, y por la continua inclusión de Barea en el grupo de novelistas del exilio junto a Ramón J. Sender, Max Aub o Manuel Andújar en los ámbitos académicos y científicos, tradicionalmente han sido consideradas como narraciones ficcionales, y como tal aparecen en la gran mayoría de las historias de la literatura española. Del mismo modo que la determinación para concebir un texto como autobiografía reside en última instancia en el lector, es la recepción la que marca esa interpretación novelesca. La forja de un rebelde es percibida por los lectores como una novela histórica o una novela testimonial, lo que explica que nadie deslegitime la lectura si topa con un dato inexacto –algo totalmente inadmisible en una autobiografía- y, en consecuencia, que el autor quede “liberado de responsabilidad de sumisión a las pruebas de verificación” (Soldevila, 2001: 87-88). Más allá de la exactitud referencial, por tanto, esta categoría de novelas reclamaría lo que Georg Lukács (1971: 66) definió en su ya clásico estudio sobre narrativa histórica como “fidelidad histórica”, basada en la “reproducción literaria de las necesidades históricas, [ante las que] poco importa que algunos hechos o detalles no correspondan con la verdad histórica”. Su recepción sería análoga, pues, a la denominada por Stierle como causipragmática y a la del pacto ambiguo, en la medida que, sin implicar una lectura ficcional, tampoco mantiene todas las características de la interpretación de los textos autobiográficos.

La segunda de las categorías presentada por Soldevila se caracterizaría por tener un doble marco de referencialidad, que apuntaría, por un lado, a un mundo real y verificable, y, por otro, a uno imaginario pero construido con visos de realidad –y, por tanto, verosímil-. El modelo de novela histórica al que se adscriben el conjunto que forman los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós representaría un buen ejemplo de este tipo de obras, al presentar la trayectoria de protagonistas ficcionales en un marco formado por situaciones, lugares, personajes y contextos susceptibles de ser comprobados en el mundo real. Este punto de partida es el que subyace en buena parte de la novelística del siglo XX, cuya concepción, según Soldevila (2001: 89) –que cita como ejemplos a autores como Dos Passos, Malraux o Aub-, “responde a la voluntad testimonial” en muchos casos, situándose así en ocasiones en los parámetros cuasipragmáticos del pacto ambiguo y permitiendo con la lectura tener un conocimiento de una época y de la peripecia que en ella vivió el autor.

Las otras dos categorías a las que alude Soldevila se caracterizan por la imposibilidad de someter a verificación las realidades de las que se ocupan. Una de ellas acoge a relatos verosímiles pero imposibles de identificarse con modelos reales algunos. Son, pues, obras de marcado carácter simbólico que, pese a transcurrir en lugares imaginarios o sostener visiones míticas imposibles de corresponder con la realidad, pueden tener una lectura alegórica que revele problemas o aporte enseñanzas sobre la sociedad a la que van dirigidas. Mientras, la última categoría engloba las narraciones que, presentándose como históricas, remiten a utopías o ucronías, con lo que son absolutamente imposibles de verificar, como evidencian textos como En el día de hoy –de Jesús Torbado-, que fantasea sobre qué hubiera pasado si el bando republicano hubiesen ganado la guerra, o La luz prodigiosa –de Fernando Marías-, que tiene como hipótesis de partida la supervivencia de Federico García Lorca tras la Guerra Civil. Al presentar una realidad inexistente como real, estas novelas pueden confundir la recepción del lector, que puede llegar a tomar por cierto lo que no es más que mera invención y distorsión histórica –no en casos tan emblemáticos como los que distorsionan las dos novelas mencionadas, pero sí en libros como Jusep Torres Campalans, la obra pretendidamente biográfica que Max Aub escribió sobre un pintor que jamás existió-. Su importancia, no obstante, no reside tanto en la dimensión lúdica como en las reflexiones que sobre el acontecimiento histórico al que se refieren pueden contener y en la intrínseca relación que pueden llegar a tener con los deseos y obsesiones del autor, susceptibles de encontrar en la creación la existencia imposible de tener en la realidad. Por lo que a su recepción se refiere, lo que vienen a demostrar estas obras es la ya explicada idea de que nada distingue formalmente un texto ficcional de uno referencial, como pone de manifiesto, por ejemplo, que hubiera lectores que recibieran la publicación de la obra de Aub como una monografía artística y biográfica.

 

4

Además de revisar los trabajos que durante las últimas décadas han configurado el estado de la cuestión en los estudios sobre la teoría de la ficción y el género autobiográfico, lo expuesto en las líneas precedentes viene a insistir en dos ideas que vertebran buena parte de las reflexiones contemporáneas en el campo de la Teoría de la Literatura, y en concreto en lo referente a la posibilidad de representación de la realidad a través de la escritura. Por un lado, las reflexiones vertidas refuerzan la concepción de la autobiografía como un texto híbrido y ambiguo, tanto por sus vinculaciones con la ficción, como, sobre todo, por su incapacidad de dotarse de características formales distintivas. Por otro lado, de lo apuntado en el artículo puede deducirse que también en la ficción –y, especialmente, en la autoficción- puede haber cabida para la referencialidad que demanda todo relato autobiográfico, provocando así la imposibilidad de condicionar la escritura sobre las experiencias vividas a una forma concreta de relato.

 

BIBLIOGRAFÍA

Albaladejo, T. (1986). Teoría de los mundos posibles y macroestructura narrativa. Alicante: Universidad de Alicante

Alberca, M. (1996). ¿Es literario el género autobiográfico?. En José María Pozuelo Yvancos y Francisco Vicente Gómez (eds.), Mundos de Ficción. Actas del VI Congreso Internacional de A.E.S. (pp. 175-183). Murcia: Universidad de Murcia.

__ (1999). En las fronteras de la autobiografía. En M. Ledesma Pedraz (coord.), Escritura autobiográfica y géneros literarios (pp. 53-76). Jaén: Universidad de Jaén.

__ (2007). El pacto ambiguo: de la novela autobiográfica a la autoficción. Madrid: Biblioteca Nueva.

Casas Janices, A. (Comp.). La autoficción. Reflexiones teóricas. Madrid: Arco Libros.

Cercas, J. (2001, Diciembre 5). El narrador dice que se llama Javier Cercas pero no soy yo. El mundo, p. 43.

__ (2003). Soldados de Salamina. Barcelona: Tusquets.

Catelli, N. (1991). El espacio autobiográfico. Barcelona: Lumen.

Dickens, C. (1995). David Copperfield. Madrid: Debolsillo.

Filer, M. (1998). El papel del novelista en la evolución de la conciencia histórica. Río de la Plata, 20-21, 59-68.

Fleishman, A. (1971). The English Historical Novel. Walter Scott to Virginia Woolf. London: Johns Hopkins Press.

Genette, G. (1993). Ficción y dicción. Barcelona: Lumen.

Gracia, J. (2004). La voz literaria y la materia del dietarista. En M. Á. Hermosilla Álvarez y C, Fernández Prieto (Eds.), Autobiografía en España, un balance: actas del congreso internacional celebrado en la Facultad de Filosofía y Letras de Córdoba del 25 al 27 de octubre de 2001 (pp. 223-233). Madrid: Visor.

Hernández, F. J. (1999). La autobiografía en la literatura francesa, un género de nuestro tiempo. En M. Ledesma Pedraz (Coord.), Escritura autobiográfica y géneros literarios, (77-84). Jaén: Universidad de Jaén.

Kohan, S. (2000). De la autobiografía a la ficción. Entre la escritura autobiográfica y la novela. Barcelona: Grafein.

Ledesma, M. (coord.) (1999). Escritura autobiográfica y géneros literarios. Jaén: Universidad de Jaén.

Lejeune, P. (1994). El pacto autobiográfico y otros estudios. Madrid: Megazul – Endymion.

López de la Vieja, M. T. (2003). Ética y literatura. Madrid: Tecnos.

Lukács, G. (1971). La novela histórica. México D. F.: Era.

Martínez Garrido, E. (1986). Algunos aspectos de la especularidad narrativa: la identificación en la identificación, la literatura en la literatura. Revista de filología románica, 4,  271-280.

Molero, A. (2000). La autoficción en España. Jorge Semprún, Carlos

Barral, Luis Goytisolo, Enriqueta Antolín y Antonio Muñoz Molina. Berna: Peter

Lang.

Molino, J. (1991). Interpretar la autobiografía. En A. Lara Pozuelo (Ed.), La autobiografía en lengua española en el siglo XX (pp. 107-138). Laussane: Hispanica Helvética.

Nicolás, C. (2004). Autobiografía y ficción. En M. Á. Hermosilla Álvarez y C. Fernández Prieto (Eds.), Autobiografía en España, un balance: actas del Congreso Internacional celebrado en la Facultad de Filosofía y Letras de Córdoba del 25 al 27 de octubre de 2001 (507-532). Madrid: Visor.

Pérez Reverte, A. (1996). De corresponsal de guerra a escritor de best-sellers. Entrevista radiofónica. Radio El Espectador.  Recuperado el 2 de marzo de 2006 de http://www.espectador.com/text/pglobal/reverte.htm.

Pozuelo Yvancos, J. M. De la autobiografía. Teoría y estilos. Barcelona: Crítica.

Rodríguez Pequeño, J. (2008). Géneros literarios y mundos posibles. Madrid: Enerida.

Romera Castillo, J. N. (1981). La literatura como signo. Madrid: Playor.

Soldevila Durante, I. (2001). Historia de la novela  española (1936-2000). Madrid: Cátedra.

Stierle, K. (1987). ¿Qué significa ‘recepción’ en los textos de ficción?. En José Antonio Mayoral (ed.), Estética de la recepción (pp. 87-144). Madrid: Arco Libros.

Tortosa, V. (2001). Escrituras ensimismadas. La autobiografía literaria en la democracia española. Alicante: Universidad de Alicante.

Villena, L. A. de (2001). Prólogo. En A. Barea, La forja [La forma de un rebelde I] (pp. 1-4). Madrid: Bibliotex.

 



[1] Según Pozuelo Yvancos, una de las corrientes básicas de pensamiento sobre la autobiografia es aquella que, defendida por Barthes, Derrida o De Man, sostiene que toda narración de un yo es una forma de ficcionalización, inherente al estatuto retórico de la identidad y en concomitancia con una interpretación del sujeto como esfera de discurso" y que, por tanto, "toda autobiografía es una literaturización".

[2] A pesar de que el término –originalmente “autofiction”- ya ha sido plenamente aceptado en la tradición crítica en español, especialistas como el propio Alberca (1999: 55) o Kohan (2000: 122) sugirieron que hubiera sido más correcto utilizar denominaciones como “autonovela” o “novelografía”.

[3] Para profundizar en el estudio de la autoficción, consúltese el libro de Casas Janices (2012), en el que se recopilan algunos de los más representativos trabajos sobre el tema.

[4] Javier Rodríguez Pequeño (2008: 125-127) ha ampliado la clasificación de Albaladejo al introducir como variante de análisis entre los diferentes mundos posibles el criterio de mimético / no mimético, puesto que para él los textos ficcionales no miméticos no necesariamente han de ser inverosímiles, como sostiene Albaladejo, para quien toda mimesis implica verosimilitud. Así, según él, los tipos de mundos oscilarían entre cuatro categorías: no ficcional, mimético y verosímil; ficcional, mimético y verosímil; ficcional, no mimético y verosímil; y ficcional, no mimético y no verosímil. La inclusión del nuevo factor dividiría los cuatro tipos de mundos en dos grandes grupos –macromodelos-: mundo realista los dos primeros y mundo fantástico los otros dos.

[5] Sin embargo, el hecho de que el discurso historiográfico no sea entimemático –es decir, no parta de ninguna premisa objetiva que garantice su veracidad- ha provocado que diversos pensadores contemporáneos hayan defendido su concepción de discurso ideológico sin rango científico y sin referencialidad necesaria con la realidad.