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Revista de estudios filológicos
Nº25 Julio 2013 - ISSN 1577-6921
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peri biblión

En busca de la Escritura perdida.

Memorias de Tischendorf

Historia memorable de un manuscrito perdido

de Dr. Ludwig Schneller

 

Antonio Marco Pérez

(ISCR-CETEP Murcia)

 

 

          Este opúsculo titulado Memorias de Tischendorf trata la historia memorable de un manuscrito perdido, o si se prefiere la extraña historia del hallazgo de uno de los más nobles testigos literarios bíblicos, el Codex Sinaiticus. Estas breves memorias no son autobiográficas, el autor de ellas es el Dr. Ludwig Schneller, yerno de Konstantin von Tischendorf.

 

          De muchos son conocidas las aventuras de Indiana Jones, pues Konstantin von Tischendorf es justamente denominado el Indiana Jones de la Biblia. Su vida está llena de tesón, soledad, convencimiento, multitud de viajes, felices hallazgos y desciframientos. Su vida es todo un ejemplo de constancia y destreza social para lograr llevar a feliz término las pesquisas de un estudioso del texto bíblico.

 

          La obrita, de la que aquí se presenta su primera traducción española, fue editada varias veces en Alemania en el período de entreguerras del siglo XX, también conocido como República de Weimar. Esta traducción, realizada por Úrsula Cramer, toma como referencia la edición de Wallmann, en la ciudad de Leipzig, en 1940, de la que se editaron entre 22000 y 24000 ejemplares; es decir, un bestseller de la época. Las Memorias de Tischendorf narradas por Ludwig Schneller están repletas de inquietudes juveniles, innumerables viajes y unas notas líricas entrañables en la correspondencia a Angélica, su esposa y en la materna súplica a Dios. Las descripciones de la geografía sinaítica muestran el testimonio de quien como el Dr. Schneller fue también viajero por aquella inhóspita península del Sinaí.

 

          Tischendorf publicó 24 ediciones del NT, aunque algunas sólo son reimpresiones. La más importante es la ed. 8ª, que él llama edición mayor: Editio Octava Critica Maior, Leipzig 1869-1872, en 2 volúmenes, acompañada de un copioso apparatus criticus, en el que reunió todas las lecciones variantes, que él o sus predecesores habían encontrado en manuscritos, en otras versiones y en Santos Padres. Después de editar el segundo volumen sufrió un ataque de parálisis, que le impidió continuar su trabajo. Por eso, su discípulo C. R. Gregory publicó un tercer volumen de valiosos Prolegomena, en tres partes (1884-1894), más tarde publicado en alemán con adiciones y correcciones en 3 vols. Leipzig (1900-1909) con el título Textkritik des Neuen Testamentes.

 

          La fama principal de Tischendorf se funda en su infatigable capacidad para reunir manuscritos neotestamentarios. Según Eberhard Nestle su octava edición del Nuevo Testamento difiere de la séptima en 3572 lugares, debido esto al descubrimiento del Codex Sinaiticus. Konstantin von Tischendorf es gracias a sus descubrimientos y ediciones de manuscritos bíblicos uno de los investigadores más destacados del texto del Nuevo Testamento, y el crítico textual más eminente del siglo XIX.

 

          A menudo, vista desde fuera, la vida de un filólogo puede dar la imagen de aburrida, pero el relato del Dr. Ludwig Schneller nos descubre justamente lo contrario. La vida de Tischendorf fue una vida aventurada y venturosa, todo menos eso que hoy muchos podrían calificar de lenta o enojosa.

 

          La vida de Konstantin von Tischendorf discurre a lo largo de los casi tres primeros cuartos del siglo XIX (de enero de 1815 a diciembre de 1874). La resistencia a Napoleón, junto con la filosofía de Herder y la reacción popular crítica contra los príncipes alemanes afrancesados provocaron un sentimiento de unidad del pueblo alemán, que se convirtió en el primer paso de la posterior unificación alemana. El nacimiento de Konstantin von Tischendorf enlaza con los últimos y posteriores años de vida de figuras tan representativas en la cultura alemana como Beethoven, Anna Amalia von Braunschweig-Wolfenbüttel, Duquesa de Sajonia-Weimar y Eisenach, Goethe, Hegel, Hölderlin, Schiller, Kant, Fichte y Schleiermacher. La expansión de la industrialización trajo consigo un incremento de la clase obrera alemana y una de las consecuencias del Romanticismo alemán fue la decisiva alfabetización de la población. Entre sus contemporáneos no pueden olvidarse a Richard Wagner y al descubridor de Hisarlik, la antigua ciudad de Troya, Heinrich Schliemann. Los últimos años de su vida son testigos de la República de Bismarck. Se trata, por tanto, de uno de los períodos más fecundos de la cultura alemana.

 

          Los diferentes relatos de la vida de Tischendorf y sus descubrimientos nos introducen en la historia humana de la investigación del texto del Nuevo Testamento y en la materia filológica con este mismo nombre: Investigación y hermenéutica del texto del Nuevo Testamento, o si se prefiere Crítica textual del Nuevo Testamento. Algo en lo que Tischendorf insistió podía y debía ser motivo de tratamiento homilético, no sólo materia de estudio científico universitario.

 

          El descubrimiento del manuscrito bíblico Sinaítico, tema central de estas memorias, las peripecias añadidas en su hallazgo y el periplo de transcripción y traslado a San Petersburgo, además de otros numerosos hallazgos y ediciones del texto neotestamentario, hacen de estas memorias lo que hoy un joven calificaría como verdadero libro de aventuras. Es aquí donde radica uno de los principales atractivos de este opúsculo junto al espíritu de la época, reflejado sin disimulo en las descripciones del autor. Quien quiera que se atreva a leer estas memorias quedará tocado por la entereza de un carácter, la entrega confiada en la posibilidad de avanzar sustancialmente en un mejor conocimiento del texto bíblico y el convencimiento de que todos sus esfuerzos serían felizmente acogidos por la indiscutible prueba filológica del descubrimiento de un prístino conjunto textual, un testigo innegable del asentimiento arcano entre las primeras comunidades creyentes del mensaje cristiano.

 

          Tischendorf obtuvo su Habilitación para la docencia en la Universidad de Leipzig cuando aún no contaba 30 años, pero sus inquietudes de investigador no le retuvieron allí. Viajó por toda Europa en busca de manuscritos neotestamentarios. Uno de sus primeros hitos fue el desciframiento del Codex Ephraemi rescriptus (del s.V), que se halla en la Biblioteca Nacional de París, y con el que otros anteriores especialistas se habían enfrentado en su desciframiento sin éxito. Pero tras haber visitado las principales bibliotecas europeas su interés se dirigió entonces hacia Oriente, de cuyos viajes dan noticia su obra Reisen in den Orient (de 1846) reeditada ahora por la Cambridge University Press en dos volúmenes en versiones de lengua alemana e inglesa.

 

          Uno de los lugares que más le atrajo fue el monasterio de Santa Catalina del monte Sinaí, situado en la península del mismo nombre. Casi a punto de finalizar la que había de ser su primera visita allí, y después de no haber hallado ningún testimonio literario relevante en la que parecía ser su última visita a la biblioteca del monasterio, encontró, casualmente, en el cesto de la papelera de la estufa, 43 hojas de pergamino que contenían parte de la versión griega de Septuaginta en caracteres unciales. Pero,… este es sólo el comienzo de la sugestiva historia del Codex Sinaiticus.

          La importancia del Codex Sinaiticus puede constatarse hoy en el hecho de que es el primer códice bíblico, y cuando no el primero sí uno de los primeros junto con el Codex Vaticanus, que reúne el conjunto de los textos considerados en el siglo IV canónicos. Contiene íntegro el texto del Nuevo Testamento y con algunas lagunas el Antiguo Testamento, además de los escritos –hoy no considerados canónicos- Epístola de Bernabé y El Pastor de Hermas. Según Tischendorf en su redacción participaron cuatro copistas, a los que él designó con las letras A, B, C y D. Fue corregido varias veces. El códice presenta los cánones eusebianos y muy probablemente fue escrito en Alejandría, como el Codex Vaticanus, con el que presenta grandes afinidades. El texto se presenta en cuatro columnas por página del códice, menos en los libros poéticos donde se dispone en dos columnas. Las medidas de cada página son aproximadamente de 43 por 38 cm. lo que da imagen -por el formato elaborado en su composición al constar, en su origen, aproximadamente de más de 1400 hojas de pergamino- de un libro poco manejable.

 

          En la actualidad ha sido posible su digitalización y libre consulta (http://www.codex-sinaiticus.net) gracias al Proyecto Codex Sinaiticus (Codex Sinaiticus Project), coordinado por las cuatro instituciones que hoy poseen parte del mismo: la Biblioteca Británica (http://www.bl.uk, Museo Británico, Londres), la Biblioteca de la Universidad de Leipzig (http://www.ecured.cu), la Biblioteca Nacional de Rusia, en San Petersburgo, y el Monasterio de Santa Catalina del Monte Sinaí (cf. http://www.sinaimonastery.com), además de numerosas entidades y personas colaboradoras junto a organismos de financiación.

 

          Por vicisitudes de la historia el Codex Sinaiticus se encuentra hoy repartido en cuatro partes desiguales: 347 hojas en la Biblioteca Británica en Londres; 12 hojas y 14 fragmentos en el Monasterio Santa Catalina del Sinaí, descubiertos durante una restauración de la capilla de S. Jorge en 1975; 43 hojas en la Biblioteca de la Universidad de Leipzig, Codex Fredericus- Augustanus, así llamado en honor del rey de Sajonia, protector de Tischendorf; y fragmentos de 3 hojas en la Biblioteca Nacional Rusa de San Petersburgo, traspapeladas del conjunto de las 347 vendidas al Museo Británico por 100.000 libras esterlinas, recaudadas por suscripción popular inglesa entre 1933 y 1934.

 

          Por último, deseo agradecer a la Dra. Montserrat Abumalham la precisión en los topónimos árabes y numerosas sugerencias de estilo, que esperamos acerquen mejor el texto al lector. A Joan Figuerola, arquitecto natural de Reus, compatriota del inigualable y genial Antoni Gaudí, agradecemos sus dibujos a plumilla –imitación de los editados en la edición original- sobre algunos curiosos lugares, que nos permiten acercarnos en un primer intento a la geografía y al curioso acceso al monasterio de Santa Catalina del monte Sinaí de aquel entonces.

 

          Y espero, querido lector, que esta traducción de las Memorias de Konstantin von Tischendorf con todos sus viajes y aventuras te lleven tan lejos como a él y como a mí.

 

 

 

Memorias de Tischendorf

 

Tischendorf-Erinnerungen

 

 

 

Dedicado

 

A los hijos de Konstantin von Tischendorf

 

A la todavía superviviente

 

Sra. Consejera Dra. Elisabeth Behrend nacida von Tischendorf,

 

 

Y a la memoria de los fallecidos

 

Sra. Katharina Schneller nacida von Tischendorf fallecida en Colonia,

Sra. Alexandra Rafaela Meyer von Bremen nacida von Tischendorf fallecida en Leipzig,

Cónsul General Dr. Paul von Tischendorf, fallecido en Hannover,

Presidente del Senado en el Tribunal Constitucional Dr. Hans von Tischendorf fallecido en Leipzig,

Sra. Eleonore Baumann nacida von Tischendorf, fallecida en Zürich,

Dr. en medicina Immanuel von Tischendorf, fallecido en Frankfurt am Main,

 

Angelika von Tischendorf, fallecida en Leipzig

 

 

 

 

Memorias de Tischendorf

Historia memorable de un manuscrito perdido

de Dr. Ludwig Schneller

 

Traducción al español de Úrsula Cramer

 

Dedicatoria

Índice

Prólogo

Juventud y elección de profesión

Primeros éxitos

Éxitos crecientes

El primer viaje al Sinaí

La primera estancia en el monasterio Santa Catalina

El segundo viaje al Sinaí

El tercer viaje al Sinaí

Las demás suertes del Codex Sinaiticus

La publicación del manuscrito Sinaítico

Final

 

 

        En realidad, la responsable de este pequeño libro es la señora del párroco Bickel en Mönchsroth. Ella es la viuda del memorable pintor que mis lectores conocen ya de mi libro Algún que otro párroco.

        Hace ya algunos años, me escribió: “Desde hace mucho tiempo quiero pedirle una cosa. ¿Qué le parece si Usted erigiese un monumento en honor a su suegro Konstantin von Tischendorf en forma de un librito sobre el hallazgo del Codex Sinaiticus? Cada vez que oigo mencionar el nombre de Tischendorf me pongo en un estado de ánimo de veneración solemne como ante algo grande, magnífico. Esto me pasa desde pequeña. Mi padre me contó tanto –también él con profunda admiración- sobre la inolvidable labor que cumplió Tischendorf para la ciencia. El Nuevo Testamento de Tischendorf estaba siempre en su escritorio junto a la Biblia hebraica y era utilizado en cada predicación; e igual costumbre tenía mi esposo. Si Usted conservara la imagen de vida de su suegro para la posteridad, la ofreciera, sería un precioso regalo para todos aquellos que mantienen su nombre en cariñosa veneración, para los que su perseverancia optimista, su fuerza por aferrarse a la gran noble meta, ha sido tan a menudo un consuelo y un estímulo. Para mí, su nombre ha tenido una resonancia sagrada desde la más temprana infancia a través de las narraciones de mi padre. Haga Usted que resurja aquel sonido en nuestro pueblo cristiano y así Usted le ofrecerá algo grande.

        Aunque es verdad que ya se pudo leer algo en su libro tan ricamente ilustrado con imágenes del Sinaí “A través del desierto del Sinaí”, pero allí se menciona el tema sólo de paso. Se debería ofrecer al pueblo alemán, y no sólo a los eruditos, un librito sobre ello aparte. Al pueblo alemán, en cuanto piensa y ama la historia, pero también a los jóvenes universitarios, especialmente a los teólogos. Usted dirá que los teólogos jóvenes ya conocen todo aquello. Pero, según mis observaciones no es este el caso.

Me acuerdo, como si fuera hoy, cómo Usted nos contó, ya en el año 1911 en el segundo domingo de Adviento, al Señor Consejero Consistorial Dr. Kahl, a mi esposo y a mí, aquí en nuestra parroquia rural en Mönchsroth, en qué circunstancias el gran sabio encontró el famoso Codex y cómo fue coronado el trabajo de toda su vida. Con qué expectación le escuchamos sin respirar. Fue uno de los momentos más grandes en la vida de mi esposo poder escuchar todo ello en un relato tan vivo de Usted, el yerno del descubridor. Todos nosotros estábamos cautivados y emocionados. Desde entonces, yo he relatado esta historia a jóvenes teólogos intentando usar sus mismas palabras. Antes de empezar, ha habido preguntas desconcertantes: “¿Codex? ¿Sinaí? ¿Tischendorf? ¡Ah! ¡A ver si me acuerdo!”. Entonces yo les he narrado los acontecimientos, al igual que Usted nos los describió a nosotros, los jóvenes solían comentar encantados: “¡Si se pudiesen saber más detalles de todo aquello!"

Desde entonces, llevo conmigo la idea de pedírselo, pero no tenía el valor para ello. Aunque, como ha sucedido otra vez lo mismo, me dirijo a Usted con esta súplica: ¡Escriba Usted el libro sobre Tischendorf y el Codex! Miles de personas le agradecerían esas horas felices. Apetece tanto poder escuchar: ¿Cómo se planteó la tarea por primera vez? ¿Cómo se le ocurrió la idea de emprender un viaje tan arriesgado para los tiempos que corrían? Y, por cierto ¿cómo fue que el valioso manuscrito se encontraba en este rincón apartado en medio del desierto solitario? Nuestra generación actual ha olvidado el asunto. Siéntase Usted llamado para hacer resurgir esta historia, casi de fábula, que a la mayoría de la gente le es completamente desconocida o le suena sólo de lejos, y esté seguro de que va a hacer algo bueno.

        Esta fue la amable sugerencia de la esposa del párroco bávaro. Aquella me animó bastante, pero, por un lado, estaba tan ocupado en otras tareas y, por otro lado, yo estaba convencido que la historia del hallazgo del Codex Sinaiticus era bastante conocida. A esta idea se opuso vivamente la estimada amiga en otra carta posterior. Vivencias propias confirmaron su opinión. Y así fue que la semilla, que me había lanzado en el corazón, empezó a germinar y a crecer. El presente libro es el fruto maduro. Deseo que sea acogido con amabilidad por todos aquellos que tengan interés en la historia tan larga y variada que nuestro querido Nuevo Testamento tiene también en su forma física.

 

Dr. Ludwig Schneller


 

 

 

 

JUVENTUD Y ELECCIÓN PROFESIONAL

 

        La familia Tischendorf está asentada desde hace cientos de años en Sajonia. Según una antigua tradición familiar, un antiguo predecesor intervino en la historia de la familia del Príncipe de Sajonia. En el año 1450 tuvo lugar el conocido secuestro de los príncipes sajones Ernesto y Alberto, que más tarde encabezaron las líneas Ernestina y Albertina. El príncipe electo sajón Federico el Apacible, fallecido el año 1450, había irritado a su mayordomo, el siempre valiente caballero Kunz von Kaufungen. Como venganza, éste decidió secuestrar a los dos Príncipes. En una oscura noche penetró en el palacio de Altenburg, dejó que su cómplice secuestrara al príncipe Ernesto, mientras él mismo con el príncipe Alberto intentó escapar por caminos solitarios de bosque junto a la frontera de Bohemia. A media milla apenas de la frontera con Bohemia, se detuvo para alimentar al niño hambriento. Entró allí un carbonero, a quien el príncipe Alberto se dio a conocer. Conforme el valiente carbonero oyó esto atacó a los raptores con su tizón. Su esposa llamó a todos los carboneros del cercano horno y, con la unión de sus fuerzas, lograron vencer al caballero. Los príncipes fueron devueltos a su entristecido padre y el caballero decapitado. El carbonero, a quien en primer lugar se debía la liberación, es el patriarca de la familia Tischendorf. Cuando posteriormente Constantino Tischendorf recibió el título nobiliario hereditario, consiguió que fuera visible el carbonero con su tizón, mientras en la parte inferior, por sus méritos en Sagrada Escritura, se representa una Biblia con el Alfa y la Omega, junto a la espada de la Palabra de Dios y la palma de la paz. Allí, en la región de Sajonia, región a la que ha permanecido fiel la familia, nació Constantino Tischendorf el 18 de enero de 1815, en la pequeña ciudad de Lengenfeld en Vogtland. En el Instituto de Plauen puso él los cimientos para un increíble y profundo conocimiento de las Lenguas Clásicas, en el que se basó toda su posterior dedicación. En la Universidad de Leipzig, que visitó en 1834, él continuó con ahínco estos estudios. Siguiendo el impulso más interior de su corazón estudió sobre todo Teología y se preparó especialmente para la asignatura de Interpretación del texto neotestamentario. Con veinticinco años, en 1840, obtuvo la Habilitación para enseñar en la Universidad.

        Era entonces la época en que también algunos de los más famosos teólogos de Alemania, con la intención de servir a la verdad histórica, hicieron grandes esfuerzos para comprobar, con todos los medios más científicos a su alcance, la inautenticidad de los escritos neotestamentarios y así extinguir, por así decirlo, la vida del Nuevo Testamento. Tan solo cuatro cartas del apóstol Pablo se consideraban auténticas, todo lo demás era explicado como una obra de siglos posteriores. Sobre todo los Cuatro Evangelios fueron desestimados por completo por estos eruditos y el que menos clemencia encontró fue el Evangelio de Juan. Ciertamente, hubo en universidades alemanas poderosos defensores que se opusieron decididamente a estas sospechas perturbadoras. Pero de ellos se mofaron como no-científicos y anticuados aquellos otros que se mostraron como los únicos poseedores de la ciencia. Los creyentes cristianos convencidos aquí y allá no se dejaron importunar por estos supuestos resultados de la ciencia. Pero sí se apoderó de amplios círculos una gran inseguridad. Pues los Evangelios, que eran presentados por todo el mundo como leyendas tardías increíbles, sí que eran la única fuente para el conocimiento de la vida de Jesús. Si estos eran falsos, ¿dónde sería posible encontrar todavía la certeza de la fe? ¿Dónde quedaba la autoridad del Hijo de Dios, en el que descansa, pues, todo el Cristianismo? Los fundamentos más importantes de la fe cristiana parecían empezar a tambalearse.

        De hecho, los defensores famosos de aquella teoría sacaban las conclusiones más hirientes acerca de la no autenticidad de los Evangelios. David Friedrich Strauss escribió su Vida de Jesús, declarando toda la historia de Jesús como un tejido de leyendas sin fundamento. Su libro, que alcanzó una amplia difusión, fue recibido con júbilo por los opositores a la fe cristiana. Con esto, estaban convencidos de que la Cristiandad sería colocada definitivamente en un ataúd y enterrada. Se les sumó el célebre francés Renán, quien, maltratando toda clase de ciencia, rebajó la historia de Jesús convirtiéndola en una novela fantástica. Con idéntico júbilo fue recibida su Vida de Jesús no sólo en Francia, sino también en Alemania. De aquella manera, la frivolidad francesa y la ciencia alemana se estrechaban las manos para acabar por siempre con la fe cristiana tal como la testimonian los Evangelios.

        Hoy, la investigación científica tiene otros fundamentos muy distintos. Aquella campaña contra el Nuevo Testamento sólo tuvo el éxito de iluminar, todavía de manera más irrefutable, la autenticidad de los escritos evangélicos. Durante más de sesenta años, los críticos más prestigiosos atacaron, con las armas más agudas de la ciencia, el Nuevo Testamento como nunca jamás se las había empleado contra otro libro en el mundo. ¿Y cuál fue el resultado? Hoy, los críticos más atrevidos e instruidos se ven obligados a reconocer que todo el Nuevo Testamento –salvo algunas excepciones carentes de importancia– es indudablemente auténtico y apostólico.

        Incluso el reconocido representante de la Escuela Crítica, Profesor Dr. von Harnack, escribe sobre estas equivocaciones de los eruditos respecto a las cartas del apóstol Pablo: "Cuando empecé a estudiar teología hace 57 años, sólo a quien no aceptaba más de cuatro cartas de Pablo como auténticas se le consideraba un teólogo con capacidad crítica. Desde entonces las cosas han cambiado. Aparte de la Primera y Segunda Carta a los Corintios, a los Gálatas, a los Romanos, también ahora se reconoce prácticamente, por lo general, la autenticidad de la Primera Carta a los Tesalonicenses, Colosenses, Filipenses, a Filemón. De las Cartas a las comunidades son todavía controvertidas la Segunda a los Tesalonicenses y a los Efesios.

        No niego las dificultades que existen aquí, especialmente en cuanto a la Carta a los Efesios; sin embargo, a mi parecer, estas no son insuperables y la corazonada a favor de la autenticidad es decisiva. A eso se añade que -siendo la colección tan antigua- la suposición que una de las cartas sea una falsificación debe provocar grandes reparos… ¡¿Alguien se puede imaginar que la comunidad de los Tesalonicenses recibió, alrededor del año 90, un escrito dentro de una colección de cartas de San Pablo desde Corintio, del cual no sabía nada hasta ese momento, o que ella misma puso en circulación en el mismo año o anterior a él un escrito?¡ Pero, por supuesto, había en la comunidad bastantes personas que conocían al Apóstol y sus relaciones al detalle con la comunidad! Por lo tanto, se tiene que dar por válido, prácticamente con certeza, que la colección original, consistente en diez cartas, abarca sólo escritos auténticos.

        Sí. Así está la situación hoy en día. Pero, entonces la batalla iba terriblemente en serio e incontables personas de la Cristiandad se dejaron confundir por los supuestos resultados de la ciencia como si la fe en el Nuevo Testamento y, por consiguiente, la fe en Jesús fuera una posición obsoleta. Con esta situación se encontró el joven Tischendorf al comenzar su carrera científica. Estaba convencido de que no había nada más importante en la Teología que investigar los manuscritos del Nuevo Testamento de la forma más escrupulosa, probar por este camino su autenticidad y ganarles la batalla a los contrincantes con las armas de la ciencia. Sobre el destino de su vida tenía la vaga idea de investigar todas las pruebas manuscritas tempranas a favor de la existencia y el reconocimiento de nuestros Evangelios, y no iba a escatimar ni esfuerzos ni sacrificios, aun cuando su búsqueda le iba a llevar a países lejanos. Así asumió, a una joven edad, su misión vital verdadera. ¡Dichoso quien a la edad decisiva reconoce su divina vocación de vida! Así de feliz fue Tischendorf. Casi todavía un joven si no un hombre, apenas a sus veintisiete años, poco después de terminar los estudios, publicó en el año 1842 su primera edición crítica del Nuevo Testamento griego, que fue acogida por los más famosos hombres de ciencia con entera aprobación y alegría como un gran avance.

        A su novia le escribe de ello: “Finalmente he llegado a la víspera de la terminación del Nuevo Testamento. El destino de este trabajo se lo encomiendo al Señor. Es cierto que ya he pasado por la Habilitación y la Clase Magistral de prueba en la Universidad de Leipzig. Pero no quiero verme obligado a aceptar esta Habilitación (Acceso a la Cátedra) como único motivo para mi desarrollo en la vida. Ante mí tengo una vocación santa, la lucha por la forma prístina del Nuevo Testamento.

        Así comprendió ya, a una edad temprana, su misión, permaneció fiel a ella durante toda su vida y le fue fiel hasta su muerte. Si se contempla lo que consiguió en treinta y cuatro años de trabajo incansable, entonces no se puede negar la impresión: Fue llamado a ello por Dios.

 

 

 

 

PRIMEROS LOGROS

 

        Para entender la tarea de la vida de Tischendorf, el lector tiene que saber algo sobre la historia temprana del texto del Nuevo Testamento. Al principio, las comunidades cristianas, por supuesto, no tenían ningún texto del Nuevo Testamento. Como Sagrada Escritura en las reuniones y celebraciones religiosas eran leídos solo fragmentos del Antiguo Testamento, de los profetas y de los salmos. Al principio, el testimonio de Jesús, fue la base fundamental de la fe cristiana, y fue proclamado por lo pronto de forma oral. Pues, estas comunidades tenían presentes todavía a testigos vivos de los hechos y dichos de Jesús a los Apóstoles y colaboradores apostólicos. También hubo una tradición oral de lo que testificaban los Apóstoles de Jesús, que se recitaba a menudo en las comunidades. De esta tradición oral, que se basaba en las vivencias propias de los Apóstoles, parecen haber surgido de alguna forma los tres primeros Evangelios, los cuales coinciden tan obviamente, a menudo literalmente: el de Mateo basándose en su colección de los dichos del Señor, los otros dos, Marcos y Lucas, de varones no apóstoles, pero escribiendo bajo la supervisión o con las indicaciones de los Apóstoles. El Cuarto Evangelio, que toma su orientación particular, parece haber sido redactado por el muy anciano apóstol Juan, aparentemente en los años noventa del primer siglo. Más tarde, (a estos escritos) se sumaron las Cartas apostólicas, siendo ellos, sin duda alguna, los elementos más antiguos del Nuevo Testamento. Al principio fueron guardados como valiosos tesoros en las comunidades a las que fueron dirigidas y allí fueron leídas repetidamente. Tras varias décadas, sobre todo desde la muerte de los apóstoles, también otras comunidades consiguieron copias de estas cartas para leerlas en sus celebraciones comunitarias.

        No tenemos noticia de quien reunió por primera vez todos estos escritos como un conjunto, como el Nuevo Testamento. Pero sí se encuentran testimonios ya en los primeros escritores cristianos de los que se deduce, claramente, la existencia de tales colecciones, gozando en las comunidades de aprobación general, aunque las colecciones de las diferentes comunidades no coincidiesen del todo en su composición. Así, el obispo Clemente de Roma, ya en el año 95, da por supuesto que sus lectores conocían las cartas a los Corintios, a los Romanos y a los Hebreos. El obispo Ignacio de Antioquía, fallecido alrededor del año 115, cita en una de sus cartas, que todavía se conserva, fragmentos de las cartas a los Corintios y a los Gálatas, como también del evangelio de Mateo y remite a sus lectores a las cartas del apóstol Pablo. Policarpo de Esmirna, fallecido el año 155, se refiere a las cartas de Pablo y refiere fragmentos de los Evangelios de Mateo y Lucas. También Justino el Mártir, que había viajado mucho, fallecido alrededor del año 165, se refiere en sus escritos no sólo a los cuatro Evangelios, sino también al Apocalipsis de Juan. De todo ello, como también de otros testimonios que paso aquí por alto, resulta claramente que ya alrededor del final del primer siglo los escritos de los Apóstoles se deben haber encontrado en manos de las comunidades.

        Especialmente tengo que mencionar el famoso Fragmento de Muratori, historiador y bibliotecario en Milán, fallecido en 1750. Él publicó el fragmento de un manuscrito de la segunda mitad del siglo segundo. Fue el primer intento conocido para elaborar una colección definitiva de los escritos que se aceptaban por lo general como parte integrante del Nuevo Testamento. Según él, el Nuevo Testamento consistía en 4 Evangelios, 13 Cartas del apóstol Pablo, la Carta de Judas y el Apocalipsis de Juan. En este contexto se dice que una carta de Hermas, que ostentaba el título de El Pastor, no era admitida para el uso eclesial, es decir, carecía del reconocimiento apostólico. A parte de ello, se mencionan algunos escritos que no se habían reconocido apostólicamente, pero que se usaban parcialmente: así dos cartas de Pablo a las comunidades de Laodicea y Alejandría, también un Apocalipsis de Pedro, no siendo aceptadas por todas las comunidades. La Carta de Santiago, que -como es conocido- no es del Apóstol Santiago, sino del hermano de Jesús con el mismo nombre, y la Carta a los Hebreos, faltan en la colección por no ser apostólicas; la Carta de Judas, la Segunda y Tercera Carta de Juan constituyen más bien anexos.

        Ireneo, fallecido en el año 202, asimismo menciona al Pastor de Hermas como parte del Nuevo Testamento, y Tertuliano, fallecido unos veinte años después, hace referencia a la Carta de Bernabé, escrita alrededor del año 100, pero de la que dice que no goza de la aprobación general. Las dos cartas, la de Hermas y Bernabé, debe recordarlas el lector, pues más tarde jugarán un papel en esta narración.

Incluso en el siglo IV, la colección de los escritos del Nuevo Testamento no se había terminado por completo. Puesto que Eusebio (de Cesarea), el célebre “Padre de la Historia Eclesiástica”, un hombre sumamente instruido y responsable, fallecido en 340, dice que en sus tiempos las Cartas de Santiago y Judas, la Segunda Carta de Pedro, la Segunda y Tercera de Juan sólo eran aprobadas por una parte de las comunidades, mientras otros escritos, los Hechos de Pablo, el Pastor de Hermas, el Apocalipsis de Pedro y también el Apocalipsis de Juan se consideraban, sin duda, no auténticas.

        Por primera vez entonces, en el año 367, el conocido gran Padre de la Iglesia Atanasio declara los 27 libros que hoy componen el Nuevo Testamento como la Sagrada Escritura generalmente reconocida de la Iglesia cristiana. Y así permanece hasta ahora, famosos sínodos se han declarado, a través de su doctrina, a favor de ello, aunque todavía hoy en día hay científicos que dudan, igual que entonces, de dichos escritos.

        Esta Sagrada Escritura fue difundida a partir de entonces por un número creciente de copias. Tal como ahora existen imprentas para este fin, entonces hubo grandes y famosas escuelas escriturísticas, en las cuales se reprodujeron copias de las más variopintas obras por los admirables calígrafos. Todavía hoy, nuestras bibliotecas están en posesión de aproximadamente 3000 manuscritos del Nuevo Testamento, procedentes de los once siglos anteriores a la invención de la imprenta. Antes, los manuscritos griegos se imprimieron sin grandes controles, según el antojo de cada editor. Sólo desde los trabajos del famoso teólogo de Württemberg Dr. Albrecht Bengel se procedió con más esmero. En este campo el trabajo de Tischendorf iba a abrir nuevos caminos. Ya sus predecesores habían obedecido la regla básica, que, por supuesto, un manuscrito era tanto más valioso y competente cuanto más cerca estuviera de la fuente, es decir, del primer escrito apostólico. Su último decisivo predecesor en este campo, el erudito berlinés Lachmann, había intentado reproducir el Texto del Nuevo Testamento según los manuscritos más antiguos, tal como había sido usado en la Iglesia en el siglo IV. Pero estos manuscritos se conocían insuficientemente. Los manuscritos más importantes y antiguos de los hasta entonces conocidos eran:

 

  1. El Manuscrito de Alejandría en el Museo Británico de Londres, el así llamado Códice A, que abarca salvo algunas lagunas el Antiguo y Nuevo Testamento enteros, y fue publicado poco antes de los tiempos de Tischendorf, gracias a la labor y el dinero ingleses con un coste de 600.000 Marcos. Este Códice A no fue redactado antes del año 450.
  2. El Manuscrito Vaticano, el Códice B, ya se había encontrado hacía tiempo. Pero se sabía poco de él, ya que el Papa no permitió hacer accesible su valioso contenido a la ciencia a través de su publicación. Este Códice B contiene muchas lagunas en el Antiguo y Nuevo Testamento. Procede del siglo IV.
  3. El Palimpsesto de París (pergamino escrito dos veces), o Códice C. Como el lector probablemente no conocerá el término palimpsesto, tengo que explicarlo. Un palimpsesto es un manuscrito sobre pergamino, en el que anteriormente se había escrito algo. Como el pergamino era caro y las personas no tenían conciencia del valor del manuscrito, el mismo pergamino fue usado una segunda vez para escribir. Para tal fin, naturalmente hubo que quitar o borrar, lo mejor posible, la escritura anterior lavándolo con sustancias corrosivas. Con la siguiente imagen, el lector se puede hacer una idea clara del aspecto de un palimpsesto en lengua griega.[1]

Tal palimpsesto, y, en concreto, siendo un manuscrito neo-testamentario, se encontraba en la Biblioteca Nacional de París. La primera –pero lavada- redacción se hizo, como más tarde se descubrió, antes de mediados del siglo V, es decir, aproximadamente al mismo tiempo que el Manuscrito de Alejandría. En el siglo XII, habiendo eliminado concienzuda-mente el primer escrito, se reescribieron encima los tratados del sirio Efrén, fallecido el 378 como Director de la Escuela Teológica en Edessa de Mesopotamia. Como se había maltratado tanto el primer escrito, su desciframiento costó a los investigadores grandes quebraderos de cabeza. De todas formas, se había descubierto que en este palimpsesto se había escrito al principio el Nuevo Testamento o partes de él. Pero, entrando en detalles, ninguno de aquellos intentos de desciframiento había tenido éxito. Finalmente, el Director de la Biblioteca, Capperonier, concluyó que ningún mortal iba a poder descifrar jamás el primer escrito debajo de las letras del sirio Efraím.

 

4. Por último, hubo un Manuscrito de Clermont, ahora custodiado en la Biblioteca Nacional de París, antes en posesión de Beza, el Códice Claromontanus o Códice D, del que no se había hecho todavía una publicación meticulosa. Lachmann, el famoso predecesor de Tischendorf, había declarado en 1840 que haciendo una copia del Codex regius Ephraemi y del Claromontanus, los investigadores parisienses podrían lograr un mérito inmortal en la investigación del Nuevo Testamento. El manuscrito contiene completas las catorce cartas paulinas en griego y latín y su nombre se debe al monasterio de Clermont en Francia, de donde procedía.

 

        La primera tarea a la que se lanzó Tischendorf tras haber comparado todos los manuscritos hasta entonces conocidos, fue una revisión crítica de todo el Nuevo Testamento. Desde diversos círculos de profesores en Leipzig se mofaron e incluso le atacaron por su atrevimiento, al emprender una tarea tan inmensa a una edad tan joven. Le comenta, en carta, a su novia:

        Leipzig, Octubre de 1.840: Por fin he llegado a la víspera de la terminación del Nuevo Testamento. Una carga inmensa pesaba sobre mí, y a mí mismo me va a parecer increíble que pueda terminar en menos de un año un libro, que me va a acarrear azote y bendición, ultraje y fama. Su destino se lo encomiendo a Dios. Que la envidia, melindres y mezquindad sospechen de mí, pero yo sé que he luchado seria y consagradamente con toda, si bien débil, fuerza. Sin embargo, también tengo amigos importantes e influyentes. Mi querido obispo Dräseke me ha escrito de manera tan cordial. Acoge mi Novum Testamentum Graece como “la piedra fundamental de mi inmortalidad literaria” y quiere entregar un ejemplar del libro al Rey de Prusia en el homenaje. También me quiere recibir el Ministro prusiano Eichhorn con este motivo. Aunque sospechen de mí, como si buscase otro propósito que el uno celestialmente iluminado, tú no te lo creas”.

 

        Terminada la publicación de esta primera obra, predecesora de tantos otros y más grandes proyectos, se dedicó inmediatamente a otra tarea. El Códice D o Claromontanus en Paris y el Palimpsesto de París, Códice C, no le dejaban tranquilo. Aunque los representantes más notables de la ciencia hubiesen declarado que el desciframiento de este último era una cosa imposible. Sin embargo él se quería cerciorar. Otra vez, se alzaron voces prestigiosas en su contra y en contra de su empresa. Pero él escribía a su novia:

        Ahora he pasado un año de esfuerzo tremendo, de preocupaciones, de dolores, pero también de horas de exaltación. En cuanto a mis asuntos de viaje, he hecho una experiencia triste tras otra. Resulta que no puedo realizar la labor en París sin una beca de nuestro Ministerio de cultura. Esto lo intentan boicotear algunos. Pero no me rindo. El Padre en el cielo, esto lo creo lleno de alegría cristiana, me ama, porque me hostiga. ¿Cuál es, en el fondo, toda la culpa por la que sufro? Que dejo el camino cómodo de los estudios, que me permitirían lo más exquisito y caigo en lo extraordinario. Pero, por Dios, yo lo siento en lo más profundo de mi alma, no me llena un deseo vanidoso y soberbio, sino un afán entusiasmado, noble, al que no puedo oponer resistencia.

“Ahora en octubre viajaré a París al haberme concedido el Ministerio de Cultura una beca de viaje y haberme prometido mi querido hermano una suma similar. Tengo intención de ocuparme lo máximo posible empleando todos mis talentos. Después vendrán otras metas. ¡La más lejana es Roma! Estoy preparado para todo y me lanzo como valiente, pero precavido, nadador al remolino.

        Así dirigía con confianza su mirada hacia París, para lanzarse a una tarea, que hasta ese momento nadie había podido resolver. Con ello entraba en un trayecto que le iba a llevar a partir de entonces de éxito en éxito.

 

 

 

ÉXITOS CRECIENTES

 

        A los veintisiete años, en otoño de 1840, Tischendorf viajó a París. Allí, en la Biblioteca Pública, se encontraban los dos valiosos manuscritos que acabamos de conocer, el Codex Ephraemi y el Codex Claromontanus, como tesoros sin descubrir. Fueron ellos los que lo atraían a la Metrópoli del río Sena. Conseguir el acceso al Claromontanus no supuso ningún problema. Más difícil fue el asunto del Codex Ephraemi. Aquí la tarea parecía no tener solución. Al solicitar el joven investigador el manuscrito en la biblioteca, le fue entregado de buena gana. Pero los bibliotecarios le advirtieron con sonrisa compasiva: “Los más famosos y competentes científicos han probado ya suerte con este palimpsesto sin conseguir nada. Hace sólo seis años que hemos tratado el pergamino químicamente con sumo cuidado para hacer legible otra vez la primera escritura decolorada y cubierta por otra. Pero todo ha sido en vano. Si Usted como joven novato cree entenderlo mejor, ¡pruebe su suerte! Pero, ya le podemos adelantar: No va a conseguir nada.” Sin embargo, sí que había llegado aquí finalmente el caballero que iba a despertar a la Bella Durmiente, al antiguo manuscrito, de su sueño milenario. Para esta audaz tarea iba armado no sólo con su empeño y su capacidad científica, sino también con una vista especialmente aguda. Embarazada su madre, la visión de un ciego muy desgraciado la había afligido en lo más profundo. Desde ese momento, la súplica de la piadosa mujer se repetía constantemente: Señor, ¡haz que mi hijo no sea ciego! Fue como corresponder a estas oraciones el que su Konstantin fuese bendecido, desde muy niño, con una fuerza visual como sólo raras veces se la encuentra.

        Decididamente se puso manos a la obra. Al principio, también a él, le pareció casi un despropósito resolver dicha tarea. Pero, gracias a su inquebrantable fuerza de voluntad y a sus ojos de halcón, no se dejó desanimar. Fue una labor gigantesca. Día tras día, estuvo sentado en la biblioteca delante del antiquísimo códice e investigaba las letras pálidas y decoloradas, que débilmente se traslucían bajo los bastos trazos sirios escritos sobre ellas. Letra por letra fue examinada, todas las posibilidades ponderadas hasta llegar a la certera. Y así prosiguió, letra por letra, línea por línea, folio por folio, durante dos largos años.

        Los conservadores de la Biblioteca seguían con asombro los éxitos cada vez más grandes del joven erudito alemán. Le rendían un creciente respeto y le prestaban todo tipo de ayuda. Y su labor culminaba, efectivamente, en un éxito rotundo. Lo que los mejores conocedores vieron inalcanzable a cualquier mortal, lo consiguió Tischendorf. Había logrado descifrar por completo, palabra por palabra, el Palimpsesto de París. Cuando abandonó la Metrópoli, poco después de Año Nuevo de 1843, tuvo la satisfacción de tener en las manos la Biblia íntegra, el Antiguo y Nuevo Testamento según el hasta entonces tan misterioso palimpsesto del siglo V. También rescató otro tesoro, el Codex Claromontanus con las cartas paulinas. Lo editó unos años más tarde y de este modo lo hizo accesible al mundo científico entero.

        En el mundo de los eruditos, estos éxitos hicieron furor. Todo el mundo ensalzaba a la nueva estrella en el campo de la paleografía (el conocimiento de los escritos antiguos) y en toda Europa se pronunciaba el nombre de Tischendorf con admiración y reverencia. Ahora sí se le abrían de buena gana todas las bibliotecas en las que quisiese investigar antiguos manuscritos bíblicos. Viajó a Londres y Holanda, donde no sólo hizo valiosos descubrimientos sino también amplió sus conocimientos y aptitudes en la valoración de los manuscritos más antiguos. Seguidamente, viajó a Suiza y a Italia e investigó en las bibliotecas de Venecia, Milán, Turín, Módena, Florencia y Nápoles. Por supuesto, también viajó a Roma, donde descansaba entonces en el palacio papal el manuscrito más famoso del Nuevo Testamento, el Codex Vaticanus, del que se había privado hasta la fecha a la investigación. Para abrirle las puertas del Papa, el príncipe sajón Johann, más adelante Rey, e incluso el Arzobispo de París y el embajador francés en Dresde, le habían dado cartas de recomendación muy afectuosas. El Papa Gregorio XVI, que de todas formas ya había oído hablar de los logros del joven erudito, le recibió amablemente y parecía bastante inclinado a dejarle el famoso códice para que pudiese editar su texto impreso. Pero en Roma, como bien se sabe, el Papa no siempre puede hacer lo que quiere. El guardián del tesoro, el Cardenal Mai, también él tenía la intención de editar el Codex y, sabiendo boicotear la intención del Papa, no quiso dejarle a otro tal gloria. Tischendorf obtuvo sólo el permiso de examinar el venerado códice durante seis horas y esto, por supuesto, no le sirvió para nada. Pero lo que no consiguió en aquel momento, más tarde lo lograría. En el año 1867 también publicó este manuscrito bajo el título Novum Testamentum Vaticanum.

        En los años siguientes, una publicación importante sucedió a otra. El fruto entero de sus trabajos y descubrimientos, tan importantes para la Iglesia cristiana como para la investigación bíblica, lo reunía en el año 1846 en su obra Monumenta Sacra Inedita. Y especialmente su Novum Testamentum Graece se publicó en ediciones sucesivas continuamente mejoradas. De allí en adelante fue la base para el estudio del libro sagrado en todo el mundo en su lengua original.

 

 


 

EL PRIMER VIAJE AL SINAI 1844

 

        La pasión de su vida se adueñó del joven erudito de Leipzig de tal forma que no le abandonó jamás. Quiso hacer todo lo necesario para recomponer el texto original del Nuevo Testamento en beneficio de toda la Cristiandad. En Occidente ya había explorado a fondo todas las bibliotecas que entraban en cuestión. Ahora, su mirada se dirigió hacia Oriente.

        Y esto era completamente natural. Pues, ¿de dónde proceden todos estos antiquísimos manuscritos, el Codex Ephraemi de París, el Vaticanus, el Claromontanus y todos los demás documentos que las bibliotecas europeas protegían como sus más grandes joyas? Por supuesto de Oriente, donde por primera vez se cultivó la ciencia – y especialmente la cristiana. Tantas veces, sentado delante de tales manuscritos antiquísimos, sus pensamientos vagaban hacia aquellos lejanos países, donde fueron escritos los documentos por una mano ya, desde hace mucho tiempo, corrompida. ¿No habría allí en sedes episcopales antiguas, en bibliotecas, en monasterios y rincones ocultos más de estos tesoros, corriendo peligro de estropearse en las manos de monjes ignorantes? ¿No podrían ser salvados todavía? ¿No estaba obligado a intentarlo mientras estaba a tiempo? Estos pensamientos se apoderaron cada vez más de él, hasta no poder resistirse más. Decidió viajar a Oriente como un comerciante en busca de perlas preciosas[2].

        En diciembre de 1843 escribió a su novia sobre sus proyectos: “El Ministerio de Cultura me ha dado las mejores facilidades para viajar a Oriente. Esta noticia la he recibido con lágrimas de felicidad. Tuve la sensación de acudir a una gran santa fiesta cristiana. ¡Cómo me bendice el Señor! Jerusalén ilumina mi futuro. ¡El fruto dorado de este viaje está colgando encima de un precipicio! Pero precisamente esto es lo que me hace tan feliz: ser el elegido de librar la batalla, consiguiendo con el laurel eterno la bendición para la Iglesia, para la ciencia, para la patria. Si fracasase lo haría con la más noble intención. Así encontraría pronto al Héroe del día del sacrificio en vez de la tumba vacía. Desde aquí en Verona iré a Milán, en enero a Turín, en febrero a Florencia por última vez, en marzo a Livorno, de donde embarcaré hacia Alejandría, entonces al Sinaí, Jerusalén, Constantinopla, al monte sagrado Athos, para finalmente volver vía Grecia a Trieste y a Leipzig.

Un viaje así no se podía hacer tan fácil y comparablemente barato como hoy en día. Era una gran empresa que llamaba mucho la atención.

 

 

 

 

 

 

Yébel Mará

 

 

        Requería gran valor de parte del profesor universitario de 29 años y sin experiencia en Oriente. Pero ni las dificultades más grandes le impidieron obedecer su voz interior.

        En abril de 1844 inició en Livorno, en Italia, su primer viaje a Egipto. También aquí había unos cuantos antiguos monasterios del áureo tiempo monástico que podría haber visitado. Pero todos habían sido saqueados en el asalto de las salvajes hordas de Mahoma. Por esto el Sinaí le atrajo como un poderoso imán, más que todo lo demás.

        ¿Pero qué era tan irresistible allí? Lo que más le atrajo fue el monasterio de más de mil trescientos años de antigüedad al pie del Sinaí. En comparación con todos los demás monasterios de Oriente tenía la ventaja de no haber sido nunca destruido, ni siquiera durante la marcha triunfal de los conquistadores musulmanes. Encima del tejado del monasterio se encuentra una pequeña mezquita, un lugar de oración musulmán. Se cuenta que los astutos monjes construyeron a toda prisa esta mezquita mientras los guerreros del falso profeta se acercaban. De esta forma salvaron el monasterio de ser saqueado y destruido, puesto que según las instrucciones de Mahoma está prohibido destruir una mezquita. Así fue que el monasterio fundado en el año 530 por el emperador Justiniano al pie del monte sagrado se mantuvo intacto durante mas de mil años. Además, en medio del desierto, rodeado de la soledad más grande, el monasterio llevaba una vida tan tranquila, oculta al mundo, que sólo muy pocas veces se perdían por allí tropas enemigas. Estos fueron los hechos importantes en los que Tischendorf basaba su esperanza de encontrar aquí valiosos manuscritos antiguos del Nuevo Testamento.

        Tischendorf observó admirado, como cualquiera que pisa por primera vez el maravilloso país de las pirámides, el mundo extraño en el que se vio cuando atracó en Alejandría. Pero el Nilo no lo retuvo mucho tiempo. El Sinaí, el Sinaí, el viejo monte de Dios con sus despeñaderos elevados hacia el cielo estaba, día y noche, ante su alma. De aquí que ya en mayo se puso en camino para atravesar el desierto.

        Aquel era un viaje como nunca había hecho el profesor de Leipzig. Allí no había trenes, ni carreteras, ni coches. A lomos de un camello fue, en doce días, del Cairo hasta el monasterio de Santa Catalina en el Sinaí. Como intérprete le acompañaba un dragomán. La pequeña caravana contaba también con tres beduinos y cuatro camellos. Se partía mucho antes del amanecer, desde las 10 hasta las 5 se descansaba en una tienda montada a causa del gran calor, para seguir viajando de las 5 hasta las 11 de la noche. El viajero se solía acostar a medianoche, naturalmente reventado de la cabalgada a la que no estaba acostumbrado. Por la noche no se montaba la tienda, puesto que hacía calor en el desierto y no había que protegerse como de día con una lona del calor del sol. Su campamento estaba rodeado por sus maletas, el rifle de doble cañón cargado a su lado y uno de los beduinos montaba siempre guardia. Encima de él brillaba con un esplendor nunca visto el cielo estrellado de Oriente y en la lejanía mugían los camellos pastando.

        Ya desde el primer día, el jinete occidental sufría un calor casi inaguantable, puesto que allí el mes de mayo es el más caluroso del año. Continuamente estuvo sudando como en una sauna. A esto se añadía que, a consecuencia de un golpe de viento, venido desde el Mar Rojo, se le perdió su sombrero de paja, esta protección era imprescindible ante los rayos ardientes del sol. Los tres beduinos procuraron alcanzarlo, pero a los tres cuartos de hora volvieron sin éxito. Pero, sin sombrero no había manera de continuar el viaje. Así que se volvió y se siguió buscando durante toda la noche hasta que volvieron la mañana siguiente, hacia las 8, con el sombrero perdido.

        Por supuesto, hubo que llevar encima todo lo imprescindible para una travesía de doce días de desierto, donde no se puede comprar nada, como la vajilla, los utensilios de cocina, sal, especias, cerillas, las necesidades más elementales, en las que no se piensa en otro tipo de viaje y, sobre todo, el agua, que llevaba uno de los camellos en grandes garrafas de barro. Como en aquel entonces el Canal de Suez todavía no se había excavado, los camellos caminaban con sus jinetes por el Mar Rojo, aproximadamente en el mismo lugar donde antiguamente los israelitas pasaron a pie enjuto. El primer campamento nocturno en Asia se hizo en las fuentes de Moisés, Uyun Musa, debajo de palmeras y en una fuente fresca, allí donde también Moisés y los hijos de Israel habrían pasado su primer campamento nocturno en libertad.

        Después se pasó por un trayecto indescriptiblemente monótono y secano, en el que entonces los israelitas caminantes desesperaron y desearon antes morir de sed que proseguir. En Ayn Hawara se saludaba al viejo Mará, con su agua amarga, en Wadi Garandel al dulce Elim de la migración israelita con sus palmeras y fuentes. El día siguiente apareció ante sus ojos, por primera vez, el mundo montañoso de la cordillera del Sinaí. A través de un desfiladero profundísimo flanqueado en ambos lados por paredes rocosas desnudas pasó el viajero, otra vez, al Mar Rojo donde Tischendorf pernoctó, como Moisés hace 3000 años con su pueblo emigrante, otra vez bajo las paredes rocosas de Ras Abu Zanima, cerca del agitado mar. En tiempos de los faraones existió aquí un frecuentado puerto comercial, hoy solitario como la muerte.

        Desde aquí el camino pasaba por senderos desiertos entre paredes montañosas majestuosas y blancas como la cal a través de la llanura Marha (Yébel Mará) y adentrándose, más y más, en las montañas y los valles de la fantástica cordillera del Sinaí.

        No es este el lugar de describir con detalle las maravillas paisajísticas de este camino. Esto lo hice ya en mi libro A través del desierto hacia el Sinaí. Por ello voy a tratar sólo brevemente los puntos y trayectos más destacables.

 

 

Oasis de Wadi Faraan.

 

       

        Habiendo atravesado la llanura Marha, el camino seguía por el puerto de montaña salvaje Naqb al-Budra y por el Wadi Shalál al interior de la cordillera. Desde aquí, las formaciones más antiguas de la corteza de la tierra miraban desde todas partes al viajero: gneis, granito, mica, sienita, pórfido. Nunca, antes de haber pasado por aquí yo mismo, habría imaginado que existen sierras rocosas de tal colorida belleza sin la más mínima vegetación. Los gigantes montañosos brillan con los colores más vivos: rojo, verde, amarillo, blanco, negro, marrón chocolate. Cada vez más imponente se irguió en la lejanía la cima más orgullosa de la cordillera del Sinaí: el Sirbál. Cimas escarpadas y abruptísimas se enlazan formando largas cadenas. Así pasó Tischendorf a lomos del camello por el puerto peligroso de Naqb al-Budra, con sus cuestas en forma de escalera, por el tremendo desfiladero encerrado por las paredes de pórfido de Wadi Marara con las antigua minas de turquesa de los faraones, a través del valle famoso Wadi Mukattab con sus inscripciones misteriosas en las paredes, por el oasis maravilloso de Wadi Faraan, por el que guerrearon los amalecitas y los israelitas bajo Josué y dónde todavía hoy se encuentra el maná debajo de los árboles. Paisajísticamente es una de las formaciones más grandiosas que se puede encontrar en los cinco continentes. También Tischendorf pasó por este mundo de ensueño con ojos llenos de admiración hasta que divisó en el horizonte, al cabo de doce días, la meta de sus añoranzas, el monasterio de Santa Catalina.

 

 

 

Vista general exterior del Monasterio de Santa Catalina del monte Sinaí.

 

 

 

 

 

Vista exterior del Monasterio de Santa Catalina

 

 

 

Saliendo de un desfiladero angosto vio un valle encima del cual se levantaba hacia el azul sin nubes del cielo aquella montaña de granito, en la que judíos, cristianos y musulmanes veneran el lugar de la legislación en el Sinaí. Pronto se encontró en la ancha llanura Ráha, que limita al norte con la desnuda roca del Sinaí en su forma más abrupta. A su derecha aparecían en el fondo del desierto de arena algunos lugares verdes, una vista asombrosa en el desierto seco. Estos eran los dos jardines del monasterio de Santa Catalina. Detrás se podía ver, en un desfiladero estrecho, el monasterio que parecía una fortaleza. Tischendorf sintió los fuertes latidos de su corazón al ver, por fin, el lugar con el que había soñado últimamente día y noche. Se metió prisa a los camellos y a las 10 la caravana paraba delante de los muros de piedra del monasterio del Sinaí. Después de llamar repetidas veces se abrió la puerta del monasterio parecida a una ventana a una altura de diez metros. Una cesta fue bajada, colgada de una cuerda, y subida otra vez con la carta de recomendación de la filial del monasterio en el Cairo. El escrito fue examinado y considerado en regla. Después, como entonces todavía no había ninguna puerta a la altura del suelo, se bajó otra vez la gruesa cuerda, pero esta vez con una viga. Los invitados se sentaron encima y fueron izados. Así se procedía estrictamente entonces para proteger el monasterio de asaltos.

 


 

 

Detalle exterior de la muralla del Monasterio de Santa Catalina con la antigua entrada elevada en el muro.

 

 

 

 

 

 

 

 

Imágenes de la entrada al Monasterio con el torno elevador.

 

 

 

PRIMERA ESTANCIA

EN EL MONASTERIO DE SANTA CATALINA

 

        Aunque el monasterio del Sinaí debe su creación a la memoria de la legislación en el Sinaí, su nombre, en cambio, se lo debe a Santa Catalina. También uno de los montes majestuosos de la cordillera del Sinaí ha recibido su nombre, Yébel Kathrín.

 

El macizo Yébel Kathrín.

 

¿Quién es esta Santa Catalina? No es Catalina de Siena, la santa principal de la orden dominica ni tampoco Catalina de Bolonia, la santa de la orden franciscana. Es Catalina de Alejandría, la “siempre pura”, como expresa su nombre griego, la santa venerada de Oriente. Según cuenta la leyenda, ella vivió en Alejandría como hija de una familia noble, bellísima, instruida, una excelente conocedora de las ciencias y devota de su Salvador con ferviente fe. Allí la conoció el emperador Maximino (307-313), uno de los últimos perseguidores de la Cristiandad, y quien fue durante un tiempo emperador junto a Constantino el Grande. El emperador sintió una gran inclinación hacia esta virgen hermosa y la persiguió con pretensiones deshonestas.

        Para salvarse de las impertinencias y de la violencia del emperador, la “Siempre pura” se refugió en los valles rocosos solitarios del Sinaí donde quiso consagrar su vida a su Dios, lejos del mundo depravado. Pero, aún aquí, la atisbaban los fisgones del Emperador. Fue capturada, deportada violentamente devuelta a Alejandría y allí fue encarcelada hasta que llegase a entrar en razón y renunciase a su austera fe cristiana. Le enviaron a cincuenta filósofos paganos a la prisión para refutar su creencia. Pero todos fueron gloriosamente vencidos por aquella maestra de oratoria. Gracias a la fuerza de convicción irresistible de la reclusa, doscientos pretorianos fueron ganados para el Crucificado. Esto acabó con la paciencia del Emperador, quien ordenó su ejecución. En piadosa rendición, orando y alabando a Dios, Catalina siguió a los esbirros al patíbulo. Allí, las extremidades de la bella testigo de la fe fueron atadas a la rueda. Pero la rueda se rompió, como si se opusiese a ser utilizada para una ejecución tan infame. Entonces, los verdugos cogieron la espada y la decapitaron. Así murió ella, en el año 307, como víctima de aquella última y terrible persecución que sufrió la Cristiandad, antes de que Constantino izase la bandera de la Cruz en alto por encima de todo el Imperio Romano.

        Pero según prosigue la leyenda, los ángeles levantaron con suaves manos el cadáver de Catalina y se lo llevaron a través de tierra y mar hasta el Sinaí, donde ella había buscado refugio y lo depositaron en la cima más alta de la península. Desde entonces recibe en su honor el nombre de Yébel Kathrín. Le seguían perdices cuando los ángeles la llevaron por los aires, por encima de mar y sierras, un séquito sencillo pero conmovedor, para que por lo menos alguien del reino animal le rindiese el último homenaje, ya que de los humanos nadie lo pudo hacer. Cansadas del vuelo a través de mares, valles y sierras se posaron alrededor del cadáver de la santa en la roca seca. Pero, como agradecimiento por su bello servicio, Dios hizo brotar en Yébel Kathrín una fuente para las perdices, que aún hoy lleva el nombre de Bir Al-Shunnar (pozo de las perdices). Desde entonces, la memoria de santa Catalina ennoblece esta cima más alta del conjunto del Sinaí, cuya imagen encuentra el lector aquí en este libro. Con sus masas negras y verde oscuras se yergue con sobriedad, un monumento altísimo a la fiel discípula de Alejandría.

        Leyenda y poesía se han apoderado de la figura encantadora de la santa. Los pintores la han representado innumerables veces y le han dado como símbolos la corona, en una mano una rueda rota, en la otra mano un libro como símbolo de su erudición. La Facultad de Filosofía de la Universidad de París la ha elegido reina de los filósofos, incluso como patrona. Pero los monjes del monasterio del Sinaí pensaban tener lo mejor, su cadáver. Lo encontraron un día en el Yébel Kathrín y lo depositaron en un ataúd precioso en la iglesia monacal. Desde entonces, el monasterio lleva el nombre de Monasterio de Santa Catalina, conocido por todo el mundo.

        Fuera de esta leyenda, el Monasterio de Santa Catalina ciertamente no es uno de los más llamativos, sino el monasterio más llamativo del mundo. Fue construido por el emperador Justiniano de Constantinopla, en el año 530, como fortaleza para la protección de los anacoretas de los alrededores y los santos del desierto. Más adelante, cuando los anacoretas no pudieron resistir más a los rapaces beduinos, se fueron a vivir todos a la fortaleza. Por ello, el monasterio tiene, todavía hoy, el aspecto de una fortaleza. Un muro alto de granito rodea todos los edificios en forma de un tetrágono irregular. Ya hemos escuchado que los monjes se protegían contra los asaltantes también poniendo la puerta de entrada a varios pisos de altura, de manera que sólo se puede acceder siendo elevado por el aire mediante un cabestrante.

        Una vez llegado al interior del monasterio, se ven una variedad de diversos edificios construidos sin orden, en los que no es fácil orientarse sin más. Sin orden fueron alzados durante catorce siglos un edificio tras otro según la necesidad. Salas, iglesia, residencias, celdas, pórticos, balcones, patios abiertos, terrazas, altanas, pasos subterráneos, que pasan por debajo de las casas como galerías de topos, todo ello dominado por las dos torres, la torre de la campana cristiana bien construida y el pequeño minarete decrépito mahometano. Desde esas dos torres, la cruz y la media luna contemplan hacia abajo fraternalmente al estado eclesial asombroso de los Padres del sacro monte Sinaí. Algunas celdas de monjes han sido construidas arriba en las almenas como si fuesen nidos de golondrinas. De esta manera los frailes pueden darse unos paseos peligrosísimos desde sus habitaciones directamente en el borde del muro más alto.

        El Monasterio de Santa Catalina no es el único que pertenece a esta Orden. Los padres del Monte Sinaí también tienen monasterios en Suees Tur, en el Mar Rojo, Cairo, dónde está la sede de su arzobispo, Siria, Creta, en el Cáucaso y en los Balcanes, donde ciertamente han perdido mucho de su gran patrimonio allí a causa de la Guerra Mundial.

        Pero la casa madre es, por supuesto, el Monasterio de Santa Catalina. Aquí habitan los “Padres piadosos” desde casi mil quinientos años. Si hiciesen ahora aquí una vida de contemplación, como antaño santa Catalina, semejante vida monacal podría ser fructuosa y llena de bendición. Pero aquí no hay auditorios, en los que multitudes de alumnos investiguen ansiosos por aprender la verdad a los pies de sus maestros; no hay frailes instruidos en la Escritura, que enriquezcan la ciencia como antiguamente, mediante copias artísticas; ni hay mentes abiertas poblando los pasillos y las galerías de los anchos espacios monacales; ni hay celdas en las que luchadores del espíritu como Lutero en Erfurt combatan luchas espirituales. A este respecto, toda la vida en el monasterio semeja un cráter extinguido. La religión se ha marchitado en ser una carga diaria de oficios litúrgicos prescritos, recitados de mala gana, y a un pobre menú de extensas normas de ayuno.

        Según la Regla de San Basilio, el vino está estrictamente prohibido; pero los astutos monjes – como me contó el abad o archimandrita personalmente- descubrieron que esta Regla no se extiende al aguardiente, es decir que está permitido. Este aguardiente de arroz o de palma, que me fue ofrecido a menudo, es una especialidad de los santos padres. Desgraciadamente, es el único producto “espiritual” del que pueden hacer halago. La misa, una retahíla interminable de liturgias, tiene lugar ocho veces al día y cualquiera tiene que asistir cuatro veces, dos de día y dos de noche. También Tischendorf, empeñado por el bien de su trabajo, en ver solamente lo bueno de estos padres, escribió en su primera carta a su novia el siguiente hondo anhelo: “Llevo aquí en el Monasterio de Santa Catalina ahora ocho días. ¡Qué pandilla de monjes! Si tuviese fuerza y poder militar, haría una obra santa si lanzase a esta gentuza por encima de los muros. Qué triste tener que ver cómo el ser humano lleva su bajeza y su miseria al centro de la sublimidad maravillosa de este mundo montañoso.” De hecho, en cuanto a su cometido estas fueron circunstancias terribles, que dejaban augurar perspectivas desesperantes. Si el monasterio realmente albergaba manuscritos antiguos, ¿quién de todo este círculo iba a poder apreciar su valor?

        Pero nosotros debemos echar una mirada más detenida al monasterio. Su mayor santuario es la “Iglesia de la Transfiguración”, situada en la parte baja. Se trata de una de las iglesias más extrañas del mundo, empezando por su avanzada antigüedad. Fue construida hace 1400 años por el emperador Justiniano, en medio del desierto solitario, con todo el esplendor de la entonces avanzadísima arquitectura bizantina. Detrás del altar se encuentra la capilla, que guarda el tesoro más grande del monasterio: la cabeza y la mano de Santa Catalina. Algunos escalones más abajo se encuentra otra dependencia de una santidad inigualable: la Capilla de la Zarza ardiente, en la que Dios se mostró antaño a Moisés. Por ello, cualquiera que quiera entrar aquí, se tiene que descalzar antes habida cuenta de la expresión:”Quítate las sandalias, porque la tierra que pisas es santa.

        Maravilloso es el entorno del monasterio. Si en medio del patio del monasterio se levanta por casualidad la vista hacia arriba, las inmensas montañas de granito rojizas se yerguen altamente hacia el cielo azul, bañadas por la mañana temprano o por las tardes en oro brillante.

        El lector se puede imaginar que, durante su estancia de varias semanas en el monasterio, Tischendorf escaló también las cimas más elevadas del Sinaí. Allí arriba en la cumbre se tiene una vista panorámica indescriptiblemente grandiosa. El ojo capta o se complementa con facilidad el triángulo de la península del Sinaí situado entre los dos brazos del Mar Rojo. Al Oeste brilla el reflejo verde del Mar Rojo y, más allá del mismo, las sierras africanas. Al Este se ven, al otro lado de la ensenada de Al-Áqaba, los montes de Arabia. Sublime es la vista sobre el mundo montañoso solitario, callado, alrededor las cimas elevadas de los montes y sierras desnudos. Parecen un mar salvaje, cruel, pétreo, que antaño lanzara nuestra tierra bajo la presión de fuerzas ígneas primitivas hacia el cielo en olas líquidas negras y rojizas y que, entonces, se solidificó en roca. Y quien considera aquel el lugar donde Moisés anunció la Ley, como desde un púlpito, éste, allá arriba, ha de estremecerse.

        Tischendorf, después de una excursión a la cima de la montaña de Moisés, escribió a su novia: “Qué grandioso es el Sinaí y todo lo que lo rodea! No he visto en mi vida nada tan admirable como estos muros rocosos de granito, de lo que se compone todo el grupo del Sinaí, elevados, erguidos hacia el cielo. Aquí te adjunto, querida novia, una hoja que te escribí cuando estaba en lo alto de su cima. Esta hoja, que se conserva hasta hoy en día, contiene las siguientes palabras: “Rezo en la piedra en la que ha rezado Moisés. A él le rodeó el Espíritu de Dios. !Oh¡, ¡Que también a mí me traspase con su poder eterno, pues hoy es Pentecostés! ¡Oh!, ¡Qué feliz estoy! La luz calurosa del sol se abre paso por la niebla de las nubes que cubren el monte. ¡Ay, Angélica mía, quiero pensar que esto es símbolo del futuro mío y tuyo! Esto es lo quiero pedir en oración, en la oración fuente de las oraciones, pedir por ti y por mí. Saludos, otra vez, para ti, mi querido corazón, desde lo alto del Sinaí.

        Pero, aún disfrutando Tischendorf en este momento con estas altas impresiones, todo aquello no fue más que accesorio. El santuario más grande para él fue la biblioteca monacal, donde esperaba encontrar un tesoro de infinito valor, el manuscrito más antiguo del Nuevo Testamento. Este santuario, por supuesto, no estaba tan rica y pomposamente equipado como las demás reliquias, iglesias y frecuentadísimas capillas del monasterio. Al contrario, era un espacio bastante pobre, al cual nadie en todo el monasterio daba especial importancia. También la actual dependencia, algo mejor equipada, me pareció bastante mísera.

        Con elevadísimas esperanzas, Tischendorf pisó esta biblioteca, el destino de sus añoranzas durante años. A su alrededor en las cuatro paredes estaban colocados libros escritos a mano e impresos sobre soportes de madera. Aquí tenía que encontrarse el tesoro. Libro por libro iba examinando cada uno con máximo esmero. Pero, aunque pudo encontrar alguna que otra preciosidad, no había ningún Nuevo Testamento escrito. Bastante decepcionado se rindió finalmente. Había dado todo, pero no había encontrado nada de lo que había buscado con tan ardiente deseo.

        Cuando, abatido, iba a dejar la dependencia, vio, en medio de ella, una papelera inmensa, repleta con todo tipo de desechos, papeles y restos de libros. Para no dejar nada sin examinar, vació la papelera y comprobó su contenido. Sonriendo, el bibliotecario Cirilo le vio y dijo: “Esta papelera ya estuvo llena últimamente dos veces con cosas viejas, pero echamos todo al fuego para que no nos molestase más. Y esta tercera papelera irá también al fuego.” Mientras, Tischendorf cogió una tras otra de aquellas piezas sin valor y las miraba.

        De pronto, se estremeció de un susto feliz. Allí en la papelera ¡Había una cantidad de hojas de gran formato de pergamino escritas en griego! Su vista entrenada reconoció, al instante, que tenían que ser muy antiguas. Desde luego, él conocía por sus investigaciones europeas las características de los manuscritos más antiguos. No había lugar a dudas: aquí, ante si, tenía un manuscrito de la más antigua nobleza. Profundamente conmocionado examinó el contenido. ¿Y qué encontró? Eran 129 hojas grandes de pergamino de Septuaginta, la conocida traducción griega del Antiguo Testamento. Desde luego, no fue el Nuevo Testamento, al que estaba buscando. Pero también este descubrimiento era de máximo valor.

        Como el contenido de la cesta estaba destinado a ser quemado, le fue fácil conseguir que le regalasen la parte más pequeña de estos trastos, consistiendo en 43 hojas más pequeñas y sin unir. Con este tesoro corrió a su habitación y se sumergió enseguida en su contenido. Las 129 hojas restantes no se las quiso dar el Archimandrita al ver el valor que su huésped le atribuía. Pero gustosamente le permitió catalogar el contenido de las 86 hojas restantes y copiar fielmente algunas.

        Resulta que, antes de 1844, nadie en el monasterio se había percatado de estas antiguas hojas de pergamino ni tenía idea alguna de su valor. Y aún así, aquí estaban, sin duda, desde hacía trece siglos, desde la fundación del monasterio. Terrible fue para Tischendorf la idea de que, probablemente, una gran cantidad de hojas de pergamino del mismo valor, a lo mejor incluso el Nuevo Testamento, que él estaba buscando, se habrían tirado al fuego. Tanto más insistió antes de su salida al bibliotecario Cirilo, quien normalmente era amable y servicial, que era su santo deber guardar con sumo esmero los restantes 86 folios; juntar otras que pudiese encontrar y guardarlas de la forma que estimase más segura. Le dio esperanzas de que cuando regresase al Sinaí se iba a haber ganado al compañero de fe más poderoso del monasterio, al Emperador ruso para que le demostrara su especial benevolencia al monasterio.

 

EL SEGUNDO VIAJE AL SINAÍ 1853

        En 1845, Tischendorf volvió a Leipzig. Aparte del Sinaí había visitado un gran número de monasterios de Oriente y había conseguido un rico botín en manuscritos muy valiosos de todo tipo, que iban a proporcionar a la ciencia teológica y filológica cantidad de nuevas tareas.

        Enseguida desplegó su admirable actividad, para hacer accesible a todo el mundo científico los manuscritos traídos. Ante todo, acometió el estudio de los valiosos 43 folios de pergamino del Antiguo Testamento. Resultaron ser del manuscrito más antiguo que el mundo conserva de la antigüedad. Se incorporaron a la Biblioteca Universitaria de Leipzig y recibieron el nombre de Codex Friderico-Augustanus en honor al Rey de Sajonia, después de haber sido editado, con sus numerosas correcciones y anotaciones en una reproducción litográfica sumamente fiel, comentado y así hecho accesible a toda la comunidad científica.

        Paralelo a ello, se hicieron numerosas publicaciones de todos los manuscritos griegos, sirios, coptos, árabes y georgianos encontrados y comprados en Oriente. Una gran admiración recorrió los círculos científicos cuando de esta forma llegó a ver la luz un tesoro tras otro, que durante siglos habían descansado en un rincón del monasterio en el desierto lejano.

        Por cierto, Tischendorf guardó silencio sobre el lugar del yacimiento de aquellos 43 folios de pergamino. Esto lo hizo, sobre todo, porque si los ingleses hubiesen conocido el lugar, habrían salido corriendo hacia él para comprarlo ostentosamente con oro inglés y lo hubiesen llevado al Museo Británico de Londres, puesto que, ya entonces, fue para los ingleses un dogma de fe que lo mejor del mundo pertenecía, por supuesto, a los británicos.

        Así que guardó su secreto y nadie supuso en qué rincón olvidado del mundo había encontrado el gran tesoro. Justo por ello, le atraía una y otra vez el Sinaí. Allí, y en ningún otro lugar, se decía él, se coronará la obra de mi vida, si consigo descubrir el tesoro entero. Al principio intentó llegar a su meta a través de su amigo fiel, el médico personal del virrey de Egipto, Dr. Pruner-Bey. Le hizo llegar un importe considerable de dinero para la compra legal de los restantes 86 folios de pergamino. Pero éste le hizo saber a través de un mensajero: “Desde su salida del monasterio, allí se ha cobrado conciencia de que les pertenece un tesoro. Cuánto mas ofrezca Usted, menos estarán dispuestos a dejarle el manuscrito.

        Al recibir esta noticia, decidió emprender un segundo viaje al Sinaí. Si la compra, como ahora parecía, era imposible, entonces por lo menos quiso copiar los 86 folios restantes del Antiguo Testamento griego y un gran número de otros manuscritos, que había visto allí, para publicar su texto.

        De esta forma, por lo menos, se salvaría el contenido de los valiosos folios en el caso de que estos sufrieran algún percance por la falta de esmero de los monjes.

        De manera absolutamente confidencial le comunicó su secreto al entonces Ministro de Cultura sajón y recibió, de buena gana, los medios necesarios, para la nueva empresa de tan costoso viaje, del erario público. El Año Nuevo de 1853 salió dirección a Egipto, a principio de febrero volvió a saludar, tras nueve años de ausencia, al monasterio del Sinaí.

        Pero ¡Qué decepción, cuando nadie en todo el monasterio quiso saber nada de los 86 folios de pergamino dejados atrás entonces! Ni siquiera el bibliotecario Cirilo, siempre tan amable y servicial, pudo acordarse de lo que había sido de aquellas valiosas hojas, que Tischendorf había sacado nueve años antes de la peligrosa papelera y entregado a su cuidado. No dudó de la honestidad de Cirilo. Pero estaba claro, que el tesoro había desaparecido. Sólo se pudo explicar su desaparición de la siguiente forma, en su ausencia, otro europeo, probablemente un inglés, se habría enterado y habría comprado el tesoro, sin conocimiento del bibliotecario Cirilo, y se lo habría llevado a Inglaterra o Rusia. Así, cabía esperar, que pronto Europa iba a ser sorprendida por la publicación del antiguo manuscrito.

        De todas formas, un pequeño rastro del manuscrito se pudo encontrar. En un códice griego con historias de santos encontró Tischendorf una notita del tamaño de media mano como marca páginas. La escritura en este trocito de pergamino mostraba exactamente la misma caligrafía que en las 43 hojas compradas con anterioridad, y contenía un par de versos del capítulo 24 del Génesis. Esta era otra prueba de que anteriormente habría existido un manuscrito completo del Antiguo Testamento. Pero ¿para qué le servía este descubrimiento? Estaba claro que alguien se había llevado el manuscrito y que ahora él tenía que prescindir, de una vez por todas, de su adquisición.

        Por cierto, esta derrota pudo ser compensada por otros felices descubrimientos en otros países de Oriente. En el Cairo, Alejandría, Jerusalén, Laodicea, Esmirna, Constantinopla, en el monte sagrado Athos en Macedonia encontró 16 palimpsestos, varios manuscritos unciales (escritos en letras mayúsculas), un gran número de manuscritos de papiros griegos, coptos, hieráticos sacerdotales y jeroglíficos, otros manuscritos de pergamino muy antiguos sirios y árabes, también una colección de escritura caraítica (una secta judía).

        Con esta rica cosecha de su viaje de exploración volvió a casa en el verano de 1853. Aquí siguió una publicación tras otra, lo cual fue vivamente celebrado por el mundo científico. En 1858 estaba terminada la gran edición en dos tomos del Nuevo Testamento griego de Tischendorf en su séptima revisión y encontró una gran distribución por todo el mundo. Tischendorf, incansable, llevaba a cabo todavía muchas tareas en este tiempo. Siguió con la Biblioteca de Escritos Cristianos, iniciada en 1842 con el Palimpsesto de París y enriquecida por muchos más escritos antiguos, completándola con una colección de escritos griegos milenarios del Nuevo y Antiguo Testamento. En cuanto a su descubrimiento del Sinaí, ahora publicó también –aunque fuera sólo para asegurarse el honor del descubrimiento, aparte de las 43 hojas de pergamino conseguidas- había encontrado 86 más en el Sinaí y las había salvado del fuego. Aunque desgraciadamente tenía que enterrar su más bella esperanza, encontrar el Nuevo Testamento más antiguo, sí pudo estar contento en otros aspectos por los éxitos de sus viajes de exploración.

        Todavía en el viaje de regreso había escrito sobre ello a su mujer desde el Cairo: “A pesar de que la meta principal haya fallado, me encuentro tan coronado de gracia y clemencia, pues esto supera todas mis expectativas. Traigo conmigo más de diez palimpsestos antiquísimos, entre ellos especialmente dos joyas maravillosas, una para el Antiguo, la otra para el Nuevo Testamento. La primera del siglo V (también la segunda) forma una pieza lateral del Codex Friderico-Augustanus. Me he propuesto llamarla Codex Johannes por el nombre de nuestro príncipe heredero. Entre estos palimpsestos se encuentran mis tesoros más grandes, tres manuscritos unciales del siglo IX, de ellos dos evangelios, uno del libro primero de Moisés, Génesis. ¡Da conmigo gracias al Señor! Tengo que creer que cumplo con su tarea ya que bendice mi labor tan ricamente y me conduce tan espléndidamente.

        Ahora esperaba en Leipzig día tras día a que el dichoso que se le había adelantado en el rescate del tesoro y lo había secuestrado a Inglaterra o Rusia, saliese a la luz pública con su hallazgo. Pero qué extraño, no había noticia de él. ¿Se habría equivocado con su sospecha? ¿Se habría quedado el tesoro sin encontrar, olvidado, abandonado, amenazado de ser destruido en algún rincón entre los muros del monasterio del Sinaí?

 

 

EL TERCER VIAJE AL SINAÍ 1859

        La ansiada y esperada publicación por un extranjero de los 86 folios de pergamino dejados atrás antaño en el Sinaí finalmente no se produjo. ¿Sería posible? ¿Se habrían quedado las hojas inestimablemente valiosas en el lejano monasterio? Y, si este fuese el caso, ¿no debería volver Tischendorf e investigar más profundamente? ¿Pudo dejar el tesoro a merced del peligro de destrucción en manos de unos monjes ignorantes, después de haberlo salvado de acabar en el fuego? Estos pensamientos no le dejaban descansar. La joya lejana le llamaba y le llamaba, día y noche, y le susurraba: ¡Sálvame! Finalmente no pudo resistirse y decidió emprender el viaje, por tercera vez, hacia el antiguo documento.

        Sin embargo, esta vez quiso estar preparado para todo, mejor que las dos veces anteriores. Sabía que nada les alegraba más y nada les hacía más dóciles a los Padres del Monte Sinaí que cuando uno les visitaba en nombre de su más poderoso compañero en la fe, el Emperador ruso. Por él, a quien ponían por encima de cualquier dirigente del mundo, estaban dispuestos a todo. Entonces, provisto del consentimiento del Ministro de Cultura sajón, llevó a cabo un plan largamente meditado: Entregó al emisario ruso en Dresde un escrito con la oferta de ir a Oriente, por encargo del emperador Alejandro II, con la finalidad de encontrar y adquirir manuscritos antiguos griegos y orientales importantes para la Sagrada Escritura. Los tesoros adquiridos serían propiedad del Emperador. Por supuesto, subrayó la importancia de esta tarea no sólo para el interés de la ciencia sino también para la Iglesia cristiana entera.

        El entonces Ministro de Cultura ruso von Noroff era un hombre extremadamente culto. Como conocedor de Oriente captó la importancia del asunto al instante. También le sedujo la idea, de que la fama de los descubrimientos y el fruto de los valiosos manuscritos fueran destinados a favor de Rusia. Por esto, desde el primer momento le dedicó el más vivo interés a la petición de Tischendorf. Se acercó personalmente en su viaje a Alemania a Leipzig, para poder hablar sobre el asunto. Pues, él mismo quería, si era posible, formar parte de la expedición, por lo menos, en la visita planeada al famoso monasterio en el monte sagrado Athos en Macedonia. También la Academia Imperial en Petersburgo apoyaba decididamente la valoración solicitada, debido a la importancia del asunto.

        Ahora, también se implicó a la Familia Imperial. Sobre todo al Gran Duque Constantino, hermano del Emperador, se entusiasmó con el proyecto, pues la empresa no iba a cobrar fama sólo para la ciencia y la Iglesia, sino también para mayor gloria de Rusia a la que iban a pertenecer los manuscritos, que se hubieran de encontrar. También las dos emperatrices, la emperatriz Marie y la madre del Emperador se entusiasmaron con el plan. Y finalmente se llevó el asunto a la dirección más importante, al mismo Emperador. El Ministro de Cultura redactó un discurso y la consecuencia fue que Tischendorf recibió el encargo de hacer su viaje en calidad de emisario del emperador de Rusia.

        A partir de aquel momento todo se desarrolló rápidamente. El emisario imperial ruso en Dresde, conde Wolkowsky, invitó un día a Tischendorf y le entregó, tanto para el viaje como también para la esperada adquisición de manuscritos antiguos, una generosa suma en oro ruso. Esta fue una bella muestra de confianza que daba el Emperador a Tischendorf. Pues no sólo recibió todo lo necesario para el costoso viaje y las excursiones en camello por el desierto del Sinaí y la adquisición de los antiguos tesoros, sino ni siquiera tenía que firmar un recibo. Expresamente se renunció a ello y se le dejó las manos completamente libres en su realización. Ni oralmente ni por escrito se le dieron instrucciones.

        Entonces, Tischendorf dejó Leipzig en los primeros días de enero de 1859 y embarcó en el siguiente buque Lloyd a Egipto. No hizo parada en ningún lugar, ni en Alejandría, ni en el Cairo. Era demasiada su añoranza por llegar al Sinaí. En cambio fue una esperanza bastante incierta el poder encontrar las 86 hojas de pergamino dejadas atrás antaño. Pero aunque éstas las diera él por perdidas, sí sabía cuántos manuscritos y pergaminos más, quizá menos valiosos, pero aún así muy preciosos descansaban allí; y su recuperación para la ciencia merecía tal viaje. Deseaba adquirirlos y –si esto no fuera posible- por lo menos copiarlos, con sumo esmero, para hacer accesible su contenido a cualquiera.

        El último día de enero de 1859, pisó, por tercera vez en el transcurso de quince años, las silenciosas habitaciones del monasterio de Santa Catalina. Con gritos de alegría le saludaban los monjes, sobre todo el viejo bibliotecario Cirilo, con quien le unía amistad desde 1844. Del archimandrita Dionisio, quien había sido advertido de la visita del emisario ruso por el gobierno ruso con la recomendación más cálida, le recibió con las palabras: “Deseo y espero que consigas encontrar nueva luz y nuevos apoyos para la verdad divina.

        Ahora comenzó de nuevo sus minuciosas investigaciones en las habitaciones sencillas que tanto conocía. Por supuesto, buscó y rebuscó las 86 hojas de pergamino que había tenido en las manos quince años antes y que había salvado del fuego. Pero aquellas hojas permanecían desaparecidas. Ni un alma en el monasterio sabía ya algo de ellas, ni siquiera Cirilo. Así tuvo que abandonar su más hermosa esperanza de encontrarlas. Pero entre los demás manuscritos sí se encontró algo valioso, que pudo adquirir y que deseó incorporar a sus colecciones restantes, que esperaba poder formar en otro gran viaje por los monasterios de Oriente. La finalidad propia de este viaje no se iba a ver cumplida, pero también fuera del Sinaí le esperaba otra gran tarea.

        Al cabo de una semana había terminado todo y se preparaba para el regreso. El 7 de febrero contrató sus beduinos y camellos para despedirse definitivamente del monte sagrado. Tenía 45 años. Con una edad avanzada no iba a poder aguantar los esfuerzos de un viaje por el desierto y, además, ya no le quedaba nada que buscar allí. Los paseos por los puntos más memorables del entorno, antes de su salida, fueron entonces caminos de despedida. El penúltimo día subió de nuevo a la cima del monte de Moisés y contempló con nostalgia aquel mundo solitario, rocoso, sublime. El último día emprendió junto con el ecónomo, el administrador de la comunidad, un joven ateniense, una excursión a la llanura Seba’ije, sobre la que se levanta el monte de Moisés con abrupta eminencia y donde se ubicaron, según los monjes, los israelitas cuando les fue anunciada la Ley desde el monte. Emocionado miraba una vez más hacia los gigantes montañosos coloridos a los que había tomado cariño durante quince años. En el camino de vuelta conversó con el joven monje, a quien impresionaban mucho las nuevas ediciones magníficas del Nuevo Testamento griego, que Tischendorf había traído como regalo al monasterio. En la conversación se habló entonces de que Tischendorf consideraba la investigación del texto griego de la Biblia como su tarea de vida. Al ateniense le era obvio que, de hecho, esta era una gran labor para la vida.

        Anochecía ya cuando los dos excursionistas volvieron al monasterio. El sol se había escondido tras los colosos pétreos del Sinaí, sólo el monte rocoso oriental en frente se encendía con el brillo púrpura del sol poniente. Tischendorf iba a despedirse de su amable acompañante y retirarse a su habitación, entonces el ecónomo le invitó a pasar primero a su celda y tomar algún refresco después del paseo agotador. Con gusto aceptó la invitación. Se sentó en la humilde mesa y acogió agradecido lo que amablemente el monje ateniense le ofreció. En estas le dijo aquel, animado por la conversación anterior sobre la Sagrada Escritura griega: “Aquí en mi celda tengo también un Antiguo Testamento griego. Te lo quiero enseñar.” Levantándose, se acercó a una esquina de la celda y trajo consigo unos escritos de tamaño extraordinario, envueltos en paño rojo, y se los puso a su huésped sobre la mesa.

        Tischendorf abrió el paño abotonado y vio un montón de hojas de pergamino muy grandes. Palideció del susto y no daba crédito a sus ojos. ¿Qué es lo que vio? Las hermosas letras unciales, en cuatro columnas partidas, del valioso Codex, aquel del que se había llevado 43 hojas en 1844 a Leipzig, pero de las que había dejado 86 allí! No cabía duda, cada letra que vio, correspondía exactamente con aquel códice. Se estremecía. Aquí tenía, ante sí, lo que desde tantos años había buscado con ardiente añoranza, lo que últimamente le había desvelado y robado el sueño, el valioso resto de aquellas hojas de pergamino, que entonces había sacado del funesto cesto de la papelera.

        ¡Pero, mucho más que esto! Viéndolo más de cerca, estas no eran sólo 86 hojas, sino muchísimas más! Una enorme cantidad realmente de este tipo de hojas y mirándolas, por encima, encontró que aquí había aparecido algo todavía interminablemente más precioso que sólo las hojas supuestamente perdidas. Ante él tenía, lo que durante toda su vida había sido el objetivo más elevado añorado, el Nuevo Testamento completo desde el Evangelio de Mateo hasta el Apocalipsis de Juan. Le parecía, pues, que estaba soñando cuando vio entre los libros del Nuevo Testamento también la Carta de Bernabé, desaparecida desde hacía muchos siglos, y que se contaba durante los primeros siglos entre muchas comunidades cristianas como parte del Nuevo Testamento, pero que fue apartada finalmente por decisión definitiva en los sínodos.

        Mientras, varios monjes más habían entrado en la celda del ecónomo, también el viejo bibliotecario Cirilo. Ellos fueron testigos mudos del asombro de su huésped. Pero él se contuvo. Dominaba su agitación interior para no estropear el asunto por la manifestación de inmensa alegría. Sólo pidió permiso para poder llevar el manuscrito a su habitación y examinarlo más de cerca. Gustosamente le fue concedido. Recogió todo el montón en el paño rojo y llevó su impagable carga a través de patios y escalinatas hasta la habitación que le habían asignado, que se puede ver en nuestro dibujo.

        Finalmente, cuando se encontró solo, a las ocho de la tarde, pudo entregarse al sobrecogedor gozo de su hallazgo, que superaba sus sueños y más grandes esperanzas. Lo primero fue de hinojos dar gracias a Dios, porque le había llevado de golpe, como por arte de magia, a la meta de su obra vital. Entonces pasó al examen del antiquísimo manuscrito que tenía ante sí sobre la mesa. ¡Vaya! mientras daba la vuelta, hoja por hoja, ¡qué nueva sorpresa! En unas de las hojas de pergamino estaba escrito, arriba, como título en descoloridas letras antiguas: “El Pastor”. ¡Ah! A este Pastor ya lo conocía por su nombre desde hacía tiempo, pero hoy, después de tantos siglos, lo observaba por primera vez un ojo experto: El Pastor de Hermas. ¡Este era el segundo escrito desaparecido que, antes de mediados del siglo IV, había pertenecido para numerosas comunidades al Nuevo Testamento! De esta forma, se habían encontrado de un solo golpe dos manuscritos perdidos, los que, en vano, había buscado durante tanto tiempo. La primera parte de la Carta de Bernabé, hasta ahora sólo conocida por una traducción latina bastante deficiente; la Carta de Hermas se había considerado, desde hacía mucho tiempo, perdida para siempre. Pero todavía más importante que el descubrimiento de estas dos cartas, que la Iglesia posterior rechazó por no apostólicas, era el grandioso hecho, de que aquí estaba el Nuevo Testamento completo, íntegro, sin lagunas, en un antiquísimo manuscrito. ¡Qué prioridad ante todos los demás, incluso los más famosos, manuscritos antiguos! Pero, si incluso el Codex Vaticanus, el manuscrito más valioso hasta entonces conocido, y también el Manuscrito Alejandrino tenían grandes lagunas. Y las hojas que tenía delante no sólo contenían el Nuevo Testamento. No, también del Antiguo Testamento estaban las 86 hojas tan echadas de menos, sino también otras 112, de forma que incluso el Antiguo Testamento completo formaba parte del contenido, cada hoja era un tesoro de valor incalculable.

        Ya era tarde. El cirio irradiaba una pobre luz por la habitación y calentaba a la vez un poquito la fría estancia –por la mañana hubo incluso hielo en el monasterio. Pero Tischendorf no pudo dormir a la vista de semejante riqueza caída en su regazo. La alegría inmensa ahuyentaba cada sueño. Especialmente la Carta de Bernabé, tanto tiempo echada en falta, no le dejaba descansar. A pesar de la oscuridad y el frío se puso a copiarla hasta el alba. Porque esto lo tuvo claro enseguida: Si no conseguía adquirir el tesoro y llevárselo, entonces le tocaba copiar el manuscrito entero, de la A hasta la Z, lo más fiel posible para publicarla. Sólo así, por lo menos, se podía salvar su contenido para el mundo. Creía poder llevar a cabo esta tarea dentro de unos años. El famoso Manuscrito Vaticano era conocido ya desde hacía tres siglos antes de que se cediera a las peticiones de publicarlo. Aquí, sí dependía de él, iba a ser de otra forma. Él esperaba poder hacer accesible este preciado escrito a cualquiera.

        Apenas despuntaban los primeros rayos del sol naciente en las frentes rocosas occidentales del Sinaí, cuando Tischendorf pidió al ecónomo venir a su habitación. De su áureo tesoro le ofreció dos regalos importantes, uno para el monasterio y otro para él mismo si le ayudaba a llevar el manuscrito como regalo al emperador de Rusia. Sólo pudo apreciar que el joven ateniense rechazó el oro y respondió: “Si estas hojas son tan valiosas, entonces pertenecen al monasterio”. Sin embargo, accedió gustosamente a que el huésped copiase el manuscrito y tampoco ninguno de los demás Padres del monte Sinaí tuvo nada que objetar.

        Pero la ejecución de este proyecto no era asunto fácil. Una copia exacta exigía, en cualquier caso, muchos meses. Para ello, le faltaba al viajero el equipamiento adecuado. Pues, sólo había previsto una estancia de ocho días. Por ello, pidió permiso para llevarse el Codex al Cairo donde estaría bajo la custodia del monasterio filial de los Padres Sinaítas, igual de seguro que aquí. Allí había buenos hostales, y podía comprar también todo lo que iba a necesitar. En esto estuvieron de acuerdo todos los padres y hermanos del monasterio, con la única excepción del Skevophylax Vitalios, el guardián de todos los objetos de la iglesia, de cuyo depósito había llegado el manuscrito a la celda del ecónomo. En estas negociaciones Tischendorf se enteró también cómo había sido que, en vez de 86 hojas, ahora había un número mucho mayor de hojas. Al poco de su partida en el año 1844 se habían encontrado los demás restos del manuscrito, 260 hojas, en otra dependencia del monasterio. Puesto que el huésped había manifestado el gran valor de las hojas sacadas del cesto de la papelera, se había investigado y en el depósito del Skevophylax se había desempolvado, entre los utensilios eclesiales, la parte mayor del Codex. Como Vitalios tenía ahora las 260 hojas, se las entregó también para completar las conocidas 86, que estaban hasta ahora en manos de Cirilo. Los monjes, ignorantes, habían olvidado las hojas restantes, de forma que habían sido sinceros cuando le dijeron a Tischendorf, en su segunda visita, que no sabían nada de ellas. Pero ahora, otra vez por el extranjero, habiendo sido declaradas como inmensamente valiosas, Vitalios, como guardián del tesoro, deseaba retenerlo en el monasterio y no dejarlo llevar al Cairo.

        Si hubiese habido unanimidad entre los hermanos, Tischendorf podría haberse llevado sin más el manuscrito al Cairo. Pero no siendo este el caso, sólo el archimandrita podía hacer valer su autoridad. Desgraciadamente, éste estaba ausente. Resulta que el arzobispo de los Sinaítas acababa de morir a los noventa años y todos los superiores de monasterios de la Orden se habían reunido en el Cairo, para viajar a las elecciones a Constantinopla, sede del Patriarca. Su votación unánime anterior había sido recurrida por el Patriarca adversario de Jerusalén y por ello todos tenían que viajar a la elección en Constantinopla. Ya que no pudo llegar a ninguna resolución con los hermanos, Tischendorf decidió viajar cuanto antes al Cairo con el fin de encontrar al archimandrita, de cuyo consentimiento no dudaba, antes de que éste partiera.

        El día 7 de febrero acampaba el jeque beduino Nacer, contratado con su gente y sus camellos, bajo los muros del monasterio para llevar a Tischendorf de regreso a Egipto. Los fuertes vientos de los últimos días y noches, que habían pasado a toda velocidad por los inmensos montes rocosos e incluso por el monasterio mismo, callaban esta mañana. El cielo azul despejado auguraba un viaje feliz. La bandera rusa izada altamente encima del monasterio honraba una vez más al emisario del emperador. Desde el terrado plano del monasterio se disparaban salvas, que retumbaban con muchas voces desde los montes del Sinaí. Un número de hermanos, entre ellos el viejo Cirilo y el ecónomo, no querían renunciar a acompañar al viajero hasta la llanura Raaha. Emocionado y agradecido se despidió Tischendorf por tercera y última vez del Sinaí. A marchas forzadas superó el camino del desierto hasta Suez en siete días.

        El día 13 de febrero llegó al Cairo. A la mañana siguiente enseguida apareció en el monasterio de los Sinaítas de allí, donde pudo para gran alegría suya encontrarse con los archimandritas. Les presentó su petición, apoyada por afectuosas cartas de recomendación de Cirilo y el ecónomo. Agatángelo, superior de los Padres congregados, fue muy complaciente. Presentó el asunto en la reunión de los Padres y, después de una breve deliberación, todos dieron su consentimiento, para que se trasladase el manuscrito al monasterio del Cairo.

        Se mandó a un jeque beduino al Sinaí, para recoger el manuscrito. Tischendorf le prometió una gran propina, baqshisch, si llevaba a cabo el encargo con la mayor celeridad. El oro tuvo su efecto. El hombre voló en un veloz dromedario a través del desierto y consiguió lo increíble, estar de vuelta a los doce días, el día 23 de febrero ante el monasterio del Cairo. Nunca se ha transportado a lomos de camello un tesoro más valioso a través de los gigantes montañosos solitarios y valles rocosos del desierto del Sinaí. Justo a la mañana siguiente apareció Agatángelo con su vicario en el hotel y le enseñó a Tischendorf la valiosa carga del dromedario-correo. En el consulado ruso se firmó un contrato, según el cual Tischendorf se podía llevar 8 hojas cada día a su vivienda para copiarlas allí.

 

 

 

 

 

EL DESTINO POSTERIOR DEL CODEX SINAITICUS

        Apenas Tischendorf había pasado unos días en el Cairo, cuando desde otro frente se atacó al Codex. Se había querido mantener el descubrimiento en secreto. Pero a consecuencia de una indiscreción, un inglés se había enterado. Inmediatamente se presentó en el monasterio del Cairo y consiguió que los ingenuos Padres le permitiesen inspeccionar el tesoro y les ofreció una tentadora suma de oro como precio por su compra.

        Pero los fieles Padres Sinaítas lo rechazaron de la forma más tajante. El archimandrita Agatángelo, quien contó la historia a Tischendorf, dijo: “Preferimos regalar el manuscrito a nuestro poderoso compañero en la fe, el emperador Alejandro II, que venderlo por oro inglés”. Sin embargo, este incidente motivó a Tischendorf para que publicara ya una primera noticia sobre su feliz hallazgo, con el fin de quitar a otros la posibilidad de presentarse públicamente como sus descubridores. Así llegó un primer mensaje sobre el tesoro encontrado en el viejo monasterio del Sinaí a los periódicos europeos y causaba en todos, los que hasta cierto punto sabían valorarlo, la más grande expectación.

        Entretanto, en el Cairo se emprendió la gran labor de copiar el Codex con todas las fuerzas disponibles, a pesar del calor asfixiante del país del Nilo. Durante dos meses, Tischendorf estuvo sentado en su hotel Des Pyramides en la Plaza Esbeqiyye, ante el cual había el jaleo típico del gentío de la vieja ciudad de los califas. Sin embargo, pocas veces se permitió a sí mismo contemplar aquello. Trabajaba y trabajaba. No podía llevar a cabo la difícil tarea en solitario. Por ello, se hizo con la ayuda de dos eficaces compatriotas alemanes que sabían griego, un médico y un farmacéutico. Estos escribieron y escribieron sin parar. Se trataba de copiar las 110.000 líneas de la Biblia del Sinaí lo más fidedignamente posible. Tischendorf mismo no pudo dedicarse mucho al mero copiado. A él le tocó principalmente la corrección de lo escrito por los otros dos. Tanto más importante era esto cuanto no se trataba simplemente de un texto continuo, sino también de las correcciones y supuestas incontables mejoras, que habían aportado otras manos más tarde al manuscrito original. De tal manera que en algunas de las 346 hojas se encontraban más de cien correcciones, cuyo número total ascendía a más de 12.000. Se puede imaginar el lector la tarea que supuso esto para Tischendorf como máximo responsable de todo aquello. Todo lo que escribieron los demás hubo de compararlo lo más meticulosamente con el original y corregir el más pequeño error en el texto o en las correcciones anteriores, insertas ya en el manuscrito, con sus letras más pequeñas.

        En medio de este trabajo se presentó un nuevo inesperado obstáculo. A los Padres y superiores de la Orden de los Sinaítas se les había dado largas acerca de que, la añorada confirmación y ordenación de su recién electo arzobispo, iba a celebrarse en un plazo muy corto, y entonces, no habría nada en contra de la donación del Codex al emperador ruso. En esto llegó el mensaje de que el Patriarca de Jerusalén dimisionario, que era el único autorizado para efectuar la ordenación según la Regla de la Orden, había realizado nuevas maquinaciones y puso nuevamente reparos a la elección. Con ello, también la donación en favor del Emperador llegaría a ser dudosa. Los superiores reunidos de los monasterios del Sinaí instaron por ello a Tischendorf a prestar ayuda como hombre de confianza del Emperador.

        Tischendorf no pudo negarse a ello, aunque fuese sólo en su propio interés. Por la lectura de los periódicos sabía que su conocido, el Gran Duque Constantino, quien en aquel entonces en Petersburgo tan amablemente había apoyado sus proyectos, iba a visitar Jerusalén con un gran séquito. Rápidamente decidió interrumpir su labor y viajar a Jerusalén para ganarse el poderoso respaldo del Gran Duque. Así se fue a Alejandría, para embarcar a Palestina. Pero, ¡Ay Dios mío! En vano buscó allí un buque que fuera a Yafo. Sin embargo, como otros tres viajeros se le unieron con el mismo destino, un general ruso, un teniente húsar prusiano y un turista americano, la sociedad de navegación a vapor turca les proporcionó un buque aunque por un precio abusivo, con la esperanza, más tarde corroborada, de que esta oportunidad iba a atraer más viajeros.

        Así se hizo a la mar la mañana del 5 de mayo hacia la costa de la Tierra Prometida. Ya al día siguiente atracó en Yafo. A mediodía atisbó en el horizonte del mar dos fragatas provenientes desde el norte. Enseguida se izaron las banderas en el consulado ruso y en los demás consulados, una señal de que los barcos que se aproximaban traían al noble huésped esperado. Al desembarcar el Gran Duque, el cónsul ruso le entregó la misma tarde el escrito de Tischendorf, previamente enviado, que le anunciaba el feliz hallazgo en el Sinaí. El Gran Duque dio la bienvenida con viva alegría a esta noticia y ordenó la liberación del investigador de la cuarentena, en la que éste se encontraba, para que le acompañase a caballo en su viaje a Jerusalén al día siguiente.

        De camino, en el suave Valle de Quloonje, tuvo ocasión de saludar al Gran Duque, quien junto con la Gran Duquesa, le acogió afectuosamente. Una de sus primeras preguntas fue cómo era el final del Evangelio de San Marcos en la Biblia del Sinaí, del que había tantas versiones diferentes en los antiguos manuscritos, cuyo final verdadero no se había podido confirmar hasta ahora. Ya mediante esta pregunta, el Gran Duque demostraba su conocimiento sobre la importancia del hallazgo del Sinaí.

        Tras minuciosa información, más tarde en Jerusalén, no fue difícil conseguir la promesa del Gran Duque de que el Gobierno ruso se encargaría del asunto para influir sobre el Gobierno turco y el celoso Patriarca, de modo que tanto la elección recurrida como la donación del antiguo manuscrito al Emperador ruso llegasen a un final feliz.

        Desde luego, tan rápido no podía realizarse aquello en Constantinopla. Hasta que se hubiesen atado bien todos los cabos podrían pasar meses. Tischendorf no quiso desaprovechar este tiempo. Decidió, pues, usarlo para la realización de sus exploraciones en Oriente. Al principio se dirigió a Asia Menor. Especialmente en Esmirna no buscó en vano, puesto que allí encontró un manuscrito uncial completo de los cuatro evangelios del siglo IX. Entonces se embarcó en un velero que le llevó a la isla de Patmos, la cual el lector conoce como el lugar en el que fue desterrado el apóstol Juan y donde un memorable domingo recibió su revelación.

        Desde Patmos le escribió a su mujer a Leipzig: “Desde Esmirna fui a caballo hasta Scala Nuova, donde me embarqué para venir aquí. El mar estaba bastante agitado, así que el viaje no ha sido ningún placer. Tanto más agradecido estoy, cuando he puesto pie en tierra, a las siete de la tarde, en la isla rocosa, solitaria y rodeada de fuerte oleaje, que es conocida por toda la Cristiandad. A las ocho llegué a pie a la cima de la montaña, donde se asoma el monasterio sobre el mar como una acrópolis elevada. Me he quedado toda una semana en el monasterio y se me ha acogido con el máximo respeto, especialmente por considerarme emisario del Emperador ruso. El profesor de aquí, que ha vivido durante seis años en Leipzig, me ha recibido muy cariñosamente. Incluso el archimandrita llegó a decir ayer: Y aunque hubiese venido el rey, no me habría alegrado tanto como con su visita. Resulta que me ha dado algunos encargos del monasterio referente a los turcos, en los que espera mi intercesión en Petersburgo. En la biblioteca del monasterio he visto muchos manuscritos excelentes. El obispo además me ha regalado algunos manuscritos muy valiosos, que llevaré como precioso resultado de mi viaje. Hoy, sábado, se ha instalado sobre el mar una calma de Sabbat después de la tormenta en mi llegada. Me siento trasladado siglos atrás a aquel lejano domingo en que el Apóstol, extasiado en la soledad de esta costa rocosa, recibió la revelación divina mientras en torno a sí bramaba el mar con su fuerte oleaje".

        Tras estas exitosas excursiones volvió al fin después de tres meses, a finales de julio, a Egipto. Allí esperaba encontrar la noticia de que gracias a la intervención del gobierno ruso se hubiesen finalmente superado todos los obstáculos para la donación del Códice Sinaiticus. Pero desgraciadamente esta esperanza no se vio cumplida. Todavía el obstinado Patriarca se negaba en reconocer la elección unánime y proceder a la ordenación del arzobispo de los monasterios del Sinaí. Los padres estaban profundamente desanimados. Toda su vida monacal se encontraba paralizada y no se pudo prever cuándo se iba a producir un cambio de esta situación. Sólo vieron una salida: Tischendorf, el poderoso emisario del Emperador, se encontraba entre ellos, él tenía que ayudar. Insistentemente le pidieron ayuda.

        Entonces Tischendorf decidió ir personalmente a Constantinopla y colaborar en el asunto en la sede del Sultán y del embajador ruso. Así tuvo que abandonar, una vez más, su labor retomada en el Cairo. Sólo 14 días después, el 10 de agosto nuevamente dejó Egipto y llegó el día 17 del mismo mes a Estambul. En la embajada rusa fue recibido como emisario del Emperador con las máximas atenciones y amabilidades. El embajador, el duque Lobanow, le invitó enseguida a alojarse durante toda su estancia en el palacio de verano de la embajada en Bujukdere que, ricamente equipado en un lugar privilegiado, se asomaba sobre las encantadoras bahías del Bósforo. El embajador, un diplomático cultísimo, lleno de interés por el arte y la ciencia, intervino firmemente en el asunto de los Padres Sinaítas, pues sabía que así actuaba en favor de su señor imperial. El Gran Visir y los ministros turcos se declararon dispuestos a todo en vistas de tan poderosa intercesión. Pero tan rápido, como Tischendorf esperaba, no fueron las cosas. No sólo porque en Turquía el lema generalizado fue siempre “mañana, mañana”, sino porque el palacio del Sultán se vio forzado a proceder con cautela para no desatar una guerra interna en toda la Iglesia griega.

        Así pasaban semana tras semana, y Tischendorf sufría como sobre ascuas, aunque llevaba una vida fabulosa en las orillas maravillosas del Bósforo. Día y noche en el Cairo tuvo que pensar en su Codex. Finalmente, al embajador se le ocurrió una solución a estas dificultades. Dirigió, en nombre del Emperador, un escrito al monasterio del Sinaí, en el que les aseguraba el apoyo imperial en sus necesidades, proponiendo a la vez entregarle a Tischendorf el viejo manuscrito para llevarlo en calidad de préstamo a Petersburgo. Avaló en nombre del Emperador que el valioso escrito fuera devuelto sin defectos al monasterio del Sinaí en caso de que no se produjera la pretendida donación.

        Con este escrito, Tischendorf se embarcó de nuevo, tras una estancia de cinco semanas, y llegó el 27 de septiembre al Cairo. Los superiores del monasterio le recibieron con gran alegría. Ellos también se habían enterado, a través de sus representantes en Constantinopla, de la firme intervención del embajador por sus derechos.

        En ningún momento dudaron de que hubieran de alcanzar su meta gracias a semejante ayuda. Y el hecho de haber sido precisamente Tischendorf quien les había conseguido este apoyo, les llenaba de profunda gratitud hacia él.

        Así acogieron la propuesta del embajador con la mejor voluntad. Se convocó un capítulo conventual del monasterio y pronto se le comunicó a Tischendorf, por el venerable Agatángelo, que se había aprobado unánimamente la propuesta del duque Lobanow. La absoluta confianza de los Padres del monte Sinaí era más tarde plenamente justificada, puesto que el embajador ruso consiguió llevar a cabo todos sus deseos.

        Ahora, al fin, después de tantos esfuerzos y tan largos viajes se había alcanzado todo lo que deseaba Tischendorf. El día 28 de septiembre le fue entregado el manuscrito – y, por expreso deseo suyo, en el mismo paño rojo en el que se lo había traído el ecónomo aquel 4 de febrero en el monasterio de Santa Catalina. Loco de alegría llevó el tesoro a su pensión o, mejor dicho, lo dejó llevar por algunos sirvientes del monasterio, puesto que la totalidad de hojas de pergamino del códice representaba una carga considerable. Aunque no se realizara la donación a favor del Emperador, el objetivo principal se había cumplido: pudo llevar el manuscrito a Occidente y publicarlo, en gran tirada, en una reproducción de máxima calidad. De esta forma se había asegurado todo para la ciencia.

        El 9 de octubre embarcó en dirección a Europa tras haber viajado durante más de tres cuatrimestres por los más diversos lugares de Oriente. Al llegar a Trieste, por un lado se sintió fuertemente tentado a seguir viajando cuanto antes. Pero, hizo parada en Viena para enseñar el precioso hallazgo bíblico al Emperador Francisco José, quien le había demostrado anteriormente ya su gran interés por el asunto. Tischendorf fue recibido con muchos honores en el palacio Hofburg y el emperador examinó con asombro el venerable testimonio literario de los primeros siglos de la Iglesia cristiana. La siguiente persona que pudo ver el Codex fue su propio gobernador, Rey Johann de Sajonia, quien le recibió en el palacio de Dresde y le honró de múltiples maneras. Por supuesto, Tischendorf tuvo que hacer acto de presencia en la embajada rusa del lugar, donde había recibido el encargo del Emperador. El Duque Wolkowsky estuvo encantadísimo de que se hubiese conseguido todo contra toda esperanza y organizó una exposición en el palacete de la embajada, a la que acudió una gran cantidad de personas de todas las capas sociales para ver el Codex tan recientemente famoso.

        Desde Dresde, Tischendorf viajó, después de un corto reencuentro con su mujer y sus hijos en Leipzig, a Petersburgo donde llegó a mediados de noviembre.

        La pareja imperial rusa le recibió con gran alegría y felicitaciones cordiales en el palacio de verano Zarskoje Selo y examinaron, junto con el Gran Duque y toda la sociedad de la corte, el Codex, todavía en el paño rojo, en el que fue descubierto hacía ocho meses al pie del monte sagrado. La exposición se realizó en la “Sala China” del palacio. No sólo se expuso como pieza principal el Códice Sinaiticus, sino también la totalidad de los restantes manuscritos que había traído el feliz explorador del lejano Oriente. También los doce palimpsestos, que formaban parte de ello, suscitaban por sus caracteres antiguos, borrados hace siglos la máxima atención. El Emperador estuvo encantadísimo de que este tesoro pasara a ser en el futuro posesión rusa. Algún día más tarde, Tischendorf presentó el Códice a los altos dignatarios de la Iglesia rusa reunidos, al Santo Sínodo. Por deseo particular del Emperador se procedió entonces a inaugurar una exposición de todas las Escrituras y antigüedades en las hermosas dependencias de la Biblioteca Pública Imperial, que no sólo fue visitada por los círculos más exclusivos, sino también por numerosos hombres y mujeres del pueblo sencillo.

        En toda Europa se discutió sobre el memorable hallazgo en todos los periódicos y círculos. Parecía un cuento que, en un monasterio lejos de mundo, en el desierto, se pudiese hallar tal tesoro y salvarlo en el último momento de ser destruido por el fuego; todo el mundo alababa al hombre cuya insistencia y fuerza de voluntad lo había logrado. Casi todas las cortes europeas le colmaban con tantas condecoraciones y distinciones que no hubiesen tenido cabida en el pecho de un hombre.

 

 

 

LA PUBLICACIÓN DEL CÓDICE SINAITICUS

        La siguiente tarea consistió en la publicación del antiguo manuscrito bíblico, que, gracias a Dios, se había conservado hasta nuestro tiempo a pesar de los avatares de muchos siglos y había sido sacado a la luz. Para poder dedicarse plenamente a esta labor, Tischendorf recibió el honor de ser llamado a Petersburg, lo que le proporcionó más gloria que su puesto de profesor en la Universidad de Leipzig. Aunque no hizo falta la implicación del gobierno sajón para  que dedicase su labor a la patria; él mismo no aspiraba en este sentido a grandes cosas. De tal manera, declinó aunque se declaró, por supuesto, dispuesto a coronar su labor hasta entonces para preparar la publicación en Leipzig, en nombre y por encargo del emperador ruso. Varios viajes a Petersburgo tuvieron el cometido de acordar con el gobierno ruso las condiciones para la publicación.

        Estos viajes, siempre en invierno, no fueron en aquel entonces tan cómodos como hoy en día, donde uno se sienta en Berlín en el vagón caliente o en el coche-cama, quedándose a gusto hasta que en Petersburgo se escucha el aviso del controlador: “¡Bajen todos!” No, desde Königsberg el viaje continuaba en diligencia hacia el Este. Llegado a Rusia, se volaba en trineo por la campiña nevada y a través de altas masas de nieve. Repetidamente se quedó atrancado en la nieve profunda y era de temer que el trineo o el carruaje volcasen. Todo el mundo tenía que apearse hasta que se abría camino de nuevo. Una vez, Tischendorf tuvo que comprar su propio trineo para poder proseguir. Y cuando el trineo solitario corría por la blanca superficie sin señales de vida, no pocas veces le rodearon lobos hambrientos corriendo detrás del vehículo con ansiosos resoplidos. Así el viaje fue a menudo arriesgado. Pero finalmente llegó al ferrocarril ruso, que le llevaba, sin más peligros, hasta Petersburgo, a pesar de haber cogido un buen resfriado.

        Allí se estuvo completamente de acuerdo con él en que el aspecto exterior de la edición estuviese en correspondencia con la importancia de tan incomparable escrito. De igual modo, debía ser, a todas luces, una espléndida edición, puesto que estaba promovida en nombre y por encargo del Emperador. Con esta indicación Tischendorf regresó a Leipzig.

        En cuanto a la forma final de la edición, Tischendorf tuvo dudas al principio. Algunos le recomendaron la reproducción fotográfica y el Emperador habría estado dispuesto por completo a ofrecerle los 300.000 marcos necesarios. Sin embargo, tras meditada reflexión decidió rechazar la fotografía. Pues, muchas páginas, cuyas letras en parte se habían decolorado considerablemente, contenían tantas y tan complejas correcciones y raspaduras –a menudo unas encima de las otras- que sólo se podía esperar un éxito parcial mediante la fotografía. A esto se sumaba que la producción de 700 ilustraciones a toda página, con 210.000 copias, para los 300 ejemplares encargados habría costado muchísimo tiempo. Y finalmente se alzaron importantes voces que ponían en duda la completa durabilidad de fotografías en siglos posteriores. Así que Tischendorf tomó la decisión de hacer fotografías sólo de un número mayor de hojas especialmente interesantes para fines específicos, pero, por lo demás, encargar la reproducción impresa. De esta forma se pudo adelantar la publicación. Este adelanto se debió, en primera instancia, al interés científico, puesto que la obra se esperaba en todos los círculos con la máxima expectación. Además se sumó que en el otoño de 1862 se preparaba la celebración del milésimo aniversario de la monarquía rusa, para cuya exaltación el Emperador deseaba ver el Códice publicado. Hasta ese momento restaba un plazo de veintisiete meses, casi demasiado poco para tan inmensa labor. El lector piensa a lo mejor que dos años son suficientes para la edición de una obra como esa. Pero a continuación se explica por qué no fue así en este caso. Es decir, ahora vinieron más de dos años en los que Tischendorf cada día estuvo sentado y trabajando delante del Códice. Así llegó a conocer a fondo su Códice.

        Las hojas grandes eran todas de pergamino, es decir, de piel animal sin curtir, a la que se había quitado los pelos y se había limpiado, tratado con mordiente y alisado. Pronto aprendió a diferenciar si el pergamino se había hecho de piel de gacela o de otros animales. Color, bondad y textura dependían de ello. La legibilidad del texto dependía de si los scriptores, los copistas, habían elegido el lado del pelo o el de la carne de las pieles alisadas para escribir.

        Echemos un vistazo, por encima de su hombro, cómo está trabajando y estudiando en su amado Códice. Allí está, sentado en su escritorio, que ahora es la habitación de mi mujer, nacida poco después del gran hallazgo del monasterio de Santa Catalina y que recibió en su recuerdo en el bautizo el nombre de Katharina. Pero el lector pondría ojos como platos si viese semejantes trazos. Todo tan diferente a nuestros libros impresos de hoy en día. Sobre todo, allí falta la diferencia entre mayúsculas y minúsculas. Lo que vemos son todo letras mayúsculas, las así llamadas letras unciales. Y falta otra cosa más, lo que nos parece algo tan natural en las Biblias de hoy. Sólo conocemos la Biblia distribuida en capítulos y versos y, a primera vista, sabemos qué cita tenemos delante. Nada de esto se ve en el Codex Sinaiticus que tenemos allí en la mesa. En ningún lugar se ve un párrafo en la scriptio continua, escritura continua. Además, hoy en nuestras Biblias las frases están separadas por comas, puntos o signos de interrogación, lo que facilita muchísimo, ya desde su aspecto externo, la comprensión. Ahora cada palabra se escribe con igual distancia una de la otra, lo cual es una ayuda visual en la lectura todavía más importante que la diferencia entre mayúsculas y minúsculas.

        De todo ello no hay nada en el Codex Sinaiticus como tampoco en ningún manuscrito de semejante antigüedad. No hay todavía ninguna huella de la división en capítulos, que introdujo el cardenal español Hugo de San Caro alrededor del 1250. También la división de los capítulos en versículos se introdujo después de tiempos de Martín Lutero, concretamente, en el 1551, por el impresor parisiense Roberto Stephanus, quien las colocó de motu proprio en su edición del Nuevo Testamento, y las estableció así para todo el mundo y para todos los tiempos. Ambas divisiones, la de los capítulos y la de los versos, desgraciadamente se hicieron a menudo muy toscamente e ignorando la forma, de tal modo que en muchos pasajes más que ayudas resultan un impedimento para la comprensión y el entendimiento del contexto. De todo esto, no se ve nada todavía en el Sinaiticus. Aquí no hay capítulos, ni versos, ni separación de palabras, ninguna distinción entre mayúsculas y minúsculas. Todo está escrito desde el principio hasta el final en letras grandes, caracteres unciales, que se suceden sin interrupción línea por línea.

        Las hojas de pergamino, de formato muy grande, contienen el texto en cuatro columnas, tal como lo puede apreciar el lector en las dos imágenes adjuntas de copias fidedignas del Codex Sinaiticus.[3] Pertenecen al capítulo primero del evangelista Marcos. A dicho texto Tischendorf dedicó mucho tiempo de su trabajo para poder preparar semejante edición.

        Pero la impresión no se pudo iniciar pronto. Resulta que los tipos, que normalmente se emplean en la impresión de libros, no servían aquí de ninguna manera. Como cada letra debía ser una copia exacta del original, hubo que confeccionar tipos nuevos como no se habían usado antes en ninguna impresión en todo el mundo.

        Tischendorf encargó esta difícil tarea a la famosa imprenta de Giesecke & Devrient en Leipzig. Aquí se hicieron primero fotografías del manuscrito y seguidamente se tallaron sellos de aquellas letras, que formaban el texto continuo. Pero esta primera fuente de texto no fue suficiente. Como en casi todas las páginas del original había notas marginales, títulos, notas a pie de página, anotaciones y todas mostraban un alfabeto algo más pequeño y diferente, y, como todas estas correcciones y los textos, que se habían añadido posteriormente, debían aparecer en el mismo lugar y con la misma apariencia, también estos pequeños textos tuvieron que ser fotografiados y entonces hubo de tallarse, letra por letra, un alfabeto exactamente igual. Sin embargo, aún así no fue suficiente. Un tercer alfabeto, todavía más pequeño, tuvo que hacerse para reproducir exactamente las aproximadamente 16.000 correcciones y las anotaciones en letras minúsculas. Esta labor que exigió a la mente y a los ojos de Tischendorf un esfuerzo extremo, apenas puede el lector imaginarla, puesto que los trazos no eran claros y nítidos como en un libro impreso, sino que se trataba de trazos desvanecidos, que fueron cambiando durante 1.500 años por borrados, textos interlineales y multitud de signos.

        Durante estas complejas labores de preparación en Giesecke & Devrient, Tischendorf encargó en exclusiva, a la reconocida fábrica de Ferdinand Flinsch en Leipzig, un papel de imprenta con plancha de cobre de formato mayor que no sólo debía de ser bello y duradero, sino que también había de parecerse al pergamino del manuscrito lo más posible. En auténtico pergamino se imprimieron sólo veinte ejemplares destinados a receptores regios.

        Por fin, en junio de 1860 pudo comenzarse la impresión y en los primeros días de julio Tischendorf vio, con emoción, las primeras galeradas terminadas en su mesa. A continuación se hicieron todavía bastantes correcciones con la finalidad de mejorar la exactitud de la reproducción. Tras el más minucioso examen de cada una de las letras resultó, pues, que el Codex no había sido escrito por una sola mano. Probablemente se redactó en Alejandría, donde vivían los calígrafos más habilidosos y reconocidos de aquel lejano siglo, y se había distribuido la obra completa obviamente entre varios.

La letra de todo el Codex era tan maravillosamente uniforme, que cualquier lego en la materia hubiese apostado que provenía del mismo copista. Pero Tischendorf, primer paleógrafo de su tiempo, constató con su aguda vista cuatro manos diferentes, de las que cada una tenía sus peculiaridades. Por ello, encargó tallar y fundir tipos suplementarios de forma que, por ejemplo, se hicieron sólo para la letra Ω (omega) siete tipos distintos. La línea más fina debía coincidir al detalle con el original, también todas las pequeñas irregularidades del original. Entre lo más complicado y costoso de tiempo cabe señalar que se tuvo que reproducir, lo más fielmente posible también, la distancia entre las letras, colocadas por los antiguos calígrafos según determinadas reglas de forma bastante irregular. Es casi inimaginable el esfuerzo que aquella tarea exigió. En cada uno de los pasajes, Tischendorf tuvo que prescribir al tipógrafo esta distancia y fijarse más tarde en su corrección. El irregular distanciamiento entre las letras se consiguió mediante el empleo de láminas finísimas de metal, que se colocaban entre los tipos. Cada página contenía por término medio 1200 de estos huecos con más de 2.500 láminas. A la hora de la corrección hubo de compararse otra vez, letra por letra, con el original, para determinar el número de láminas que se tuvo que intercalar. De esta manera, sólo para el Nuevo Testamento se necesitaron varios cientos de miles de estas láminas de metal de diverso tamaño.

        Este inesperado aumento de trabajo casi imposibilitaba la terminación de la obra en un espacio de tiempo tan corto. Con el fin de terminar los tres tomos de folios dentro de los siguientes dos años se debía nada menos que preparar, componer, corregir e imprimir por fin, a su vez en cada una de las semanas, 32 columnas del texto escrito en cuatro columnas de 48 líneas. A estos trabajos tan exigentes en atención se sumaban algunos viajes. Varias veces surgió la necesidad de viajar a Petersburgo. Aparte, el Rey Guillermo de Prusia expresó su deseo de ver el Codex. Por ello, Tischendorf viajó a Berlín y encontró sumo interés de parte de la pareja real y de los príncipes herederos.

        A pesar de todas estas dificultades, gracias al empeño inagotable de Tischendorf se consiguió terminar la obra a tiempo. Pasada la Pascua de 1862, la impresión de los tres tomos de tamaño folio de 22 libros del Antiguo y 29 del Nuevo Testamento, incluidas la Carta de Bernabé y El Pastor de Hermas, estuvo acabada. Los resultados de la editorial, a la que se había exigido algo tan extraordinariamente difícil, sobrepasaron cualquier alabanza. Todo correspondía en el más mínimo detalle con el original. El color marrón de la impresión se adaptaba completamente al original. Las letras rojas que aparecían a menudo en medio del texto y múltiples pequeños signos se encontraban reproducidos fielmente.

        Otra inmensa labor de Tischendorf fue la introducción y el comentario del Manuscrito del Sinaí. Ello conformó el cuarto tomo. En él, daba 15000 explicaciones, en su mayor parte referentes a las correcciones que habían introducido al original, las manos de los viejos correctores entre el siglo cuarto y noveno y el siglo doce. Varios miles de explicaciones se refieren a pasajes, cuya apreciación resultaba extremadamente difícil, puesto que el trazo original se había borrado y se había reescrito encima, y en no pocos casos, incluso esta corrección fue posteriormente borrada o cambiada. Se trataba, pues, no sólo de constatar lo que se había escrito originalmente y lo que se leyó más tarde, sino hubo que averiguar igualmente quien era el autor de cada corrección entre los siete correctores.

        Pero, como ya se ha dicho, a pesar del tiempo tan corto, todo quedó bien logrado, y Tischendorf pudo llevar puntualmente la obra terminada a Rusia a la celebración del milésimo aniversario; las trescientas reproducciones del antiquísimo manuscrito, que había encontrado en el Sinaí, pudo llevarlas al milésimo aniversario a Rusia. El día de su salida hacia Rusia, el 6 de octubre de 1862, salieron a su vez 31 baúles con 1232 tomos de folios con un peso de 130 quintales. A mediados de octubre llegó a la capital rusa. El 10 de noviembre, la pareja imperial recibió en Zarkoje Selo los primeros ejemplares de manos de Tischendorf con la expresión de viva gratitud.

        El primer folio de la obra contenía la dedicatoria a la pareja imperial rusa, la cual reza así: “El Señor ha dispuesto que bajo los auspicios de su Majestad Imperial se haya traído hace tres años este tesoro cristiano de Escrituras desde un rincón de un monasterio de Oriente a Europa. Su gracia ha permitido también la superación de una labor de muchos años en tres años y me concede depositar ahora el mismo tesoro a los pies de su Majestad Imperial. Esto se realiza desde la alegre satisfacción que la gran importancia del manuscrito, que yo siempre defendí con tanta confianza, se ha visto confirmada espléndidamente. No hay ningún texto de esta naturaleza que tenga mejores pruebas de su antiquísima nobleza. De la más remota antigüedad cristiana se presentan venerables Padres de Oriente y Occidente como testigos de que la Iglesia de su era tenía Escrituras parecidas de la Palabra de Dios.

        Así, esta reliquia cristiana de la era de los primeros emperadores cristianos ha permanecido como un santuario oculto al pie de aquella montaña en cuya cima, en otro tiempo, Moisés vio la Gloria de Dios y recibió las Tablas de la Ley de mano de Dios. Pero después de semejante ocultamiento durante muchos siglos ha sido elegida para ser puesta en la mano de Su Majestad, y ser ofrecida a todo el mundo cristiano con su elocuente mensaje de antigua santa verdad.”

        De los 300 esplendorosos tomos impresos en el formato mayor se enviaron 223 a las bibliotecas de más renombre de la Cristiandad como regalo del Emperador ruso.

        Por supuesto, se envió también un ejemplar de la esplendorosa obra de cuatro tomos al monasterio de Santa Catalina del Sinaí junto con un regalo de oro del Emperador; uno también a la familia Tischendorf, que guardo yo ahora en mi casa. Los 77 restantes los regaló el Emperador al descubridor Constantin von Tischendorf, para poder venderlos a través de librerías. Por ello, fueron enviados de vuelta de Petersburgo a Leipzig y vendidos por Giesecke & Devrient a altos precios.

        Gracias a esta divulgación de la obra por todo el mundo, de ahora en adelante, el Texto del Sinaítico, en la reproducción del original más fiel pensable, llegó a ser posesión común de la Cristiandad. Poco después tuvo lugar la tan largamente deseada donación del Codex a través de una delegación del Sinaí al Emperador, y el Codex encontró su lugar en la Biblioteca Pública de la Capital rusa. Aunque el original fuese víctima, por mala fortuna, de un robo -este peligro estuvo, desde luego, bastante cerca durante el estallido de la revolución rusa y las locuras de los bolcheviques en 1917- la publicación del contenido del texto más valioso del Nuevo Testamento se había asegurado para todos los tiempos.

 

 

 

 

LA IMPORTANCIA DEL MANUSCRITO SINAÍTICO

        Supongo que el lector se estará preguntando desde hace mucho tiempo: ¿Qué antigüedad tiene entonces el manuscrito Sinaítico? A esto todavía tengo que contestar. Desgraciadamente él mismo no lleva ninguna partida de nacimiento en sus hojas de pergamino. Por ello, dependemos de sus restantes características. Éstas, desde luego, son tan evidentes e inequívocas que se puede constatar su antigüedad con bastante exactitud.

        De entrada, es seguro que el emperador Justiniano en Constantinopla fundó en el año 530 el monasterio del Sinaí. A este monasterio le tenía especial veneración y cuidaba de equiparlo con todo lo que un monasterio destacable pudiera necesitar. Sin duda, contaba entre ello con una biblioteca. Y en una biblioteca así no podía faltar sobre todo la Biblia, a parte de leyendas de santos y cosas así. Alejandría, tan cerca de la península sinaítica, albergaba en el siglo IV los más famosos calígrafos, quienes supieron copiar los libros encargados con extrema belleza y perfección. Es de suponer que el Emperador iba a donar una Biblia allí escrita al tan apreciado monasterio. Y, en efecto, la impecable redacción muestra entre otras características su origen alejandrino.

        Pero, hasta aquí esto sólo son suposiciones. Para ir sobre seguro, hay que preguntarle al manuscrito mismo por su antigüedad. Aquí lo importante es investigar meticulosamente sus características históricas y la naturaleza de su redacción. Paleógrafos, es decir, los conocedores de los más antiguos manuscritos, como también los expertos en historia eclesiástica extraen de allí pruebas tan indiscutibles que la edad del manuscrito Sinaítico no se puede poner en duda. Pero esto es asunto de los eruditos y rebasa los límites de este libro. Nosotros nos podemos contentar con reproducir el veredicto unánime de los investigadores. Lo que Tischendorf constató, como primer maestro en paleografía, lo confirmó toda la investigación competente de su tiempo. Él escribió en la dedicatoria de su Codex las palabras: “No hay entre los manuscritos parecidos ninguno que contenga pruebas tan válidas de su antigua nobleza”.

        El único manuscrito griego que es semejante en antigüedad al Sinaítico es el Codex Vaticanus, que se encuentra en posesión del Papa. Pero el Vaticanus ya había sido reconocido desde hacía mucho como original del siglo IV. Ambos tienen semejantes características de tal antigüedad que faltan en los demás manuscritos bíblicos. Así, por ejemplo, en el Nuevo Testamento en todos los demás tempranísimos manuscritos, en los de Paris, Roma, Londres, Dublín, Wolfenbüttel, ya se constata la división en capítulos que se estableció más tarde. Sólo el Sinaiticus y el Vaticanus muestran los trazos más antiguos donde todavía no se puede hablar de división en capítulos. En ellos, todo está escrito de continuo[4], y en todo el manuscrito, desde el principio hasta el final, no se encuentra ni un solo párrafo. Ambos comparten otras características comunes muy típicas. Por ejemplo, nunca al principio de las frases se encuentran letras iniciales de mayor tamaño. Al igual como faltan, casi por completo, signos como puntos, comas, signos de interrogación y demás de este tipo. Pero las características del Sinaiticus demuestran también que es definitivamente más antiguo que el Vaticanus. Resulta que el orden de los libros del Nuevo Testamento no es todavía el mismo que el de las Biblias de hoy en día, sino justo el mismo que en la traducción más antigua conocida, la Siríaca, mientras el Vaticanus tiene ya el orden actual. A esto se añade que, obviamente, en tiempos de la redacción del Sinaiticus se contaban las dos cartas, la Carta de Bernabé y El Pastor de Hermas, como pertenecientes al Nuevo Testamento. Sabemos que la Iglesia del siglo II y siglo III tendía a integrar estos dos escritos como también los escritos apostólicos a su Biblia, como nos lo testifican Clemente, fallecido en 220, y Orígenes, fallecido en 254. Cuando Eusebio de Cesarea confeccionó en el 325 un Índice de los libros del Nuevo Testamento, que gozaban de aprecio general o más reducido, incluyó entre los últimos las cartas de Bernabé y de Hermas. Más tarde en los Concilios de Laodicea (364) y Cartago (397) se los excluyó definitivamente del Nuevo Testamento.

        Y así hay muchas más características que prueban, sin duda, la antigüedad del manuscrito que son de máxima importancia para los eruditos, pero a las que no nos podemos dedicar aquí. En definitiva, todo indica, con certeza, que el Codex Sinaiticus fue escrito antes de mediados del siglo IV en los tiempos de Eusebio (fallecido en el 340). Y esta es una antigüedad que no posee ningún otro manuscrito griego conocido.

        Pero, no es suficiente con esto. El Sinaiticus indica una antigüedad todavía más lejana. No sólo está emparentado estrechamente con el Vaticanus, sino también con la traducción latina más antigua de la Biblia, la Itala[5], puesto que aquella se remonta al siglo II. Esto avala que el texto presente en el Sinaiticus fue ya de uso común en el siglo II, y que también tuvo una divulgación muy amplia, como confirma el texto sirio más antiguo del Evangelio. El hecho de que los copistas alejandrinos del siglo IV no entendiesen el texto griego favoreció la conservación fiel del mismo, puesto que no se sintieron tentados a corregirlo, como posteriormente hicieron otros tantos copistas con buena fe, pero ignorantes. De todo ello se deduce que el manuscrito sinaítico fue más importante que ninguno para la reconstrucción del texto original redactado por los Apóstoles.

        El lector se preguntará ahora si con nuestro Nuevo Testamento no tenemos ya el texto apostólico original. En lo principal, sí. Pero antes de la invención de la imprenta todos los libros se tuvieron que escribir a mano. También los escritos del Nuevo Testamento se conservaron gracias a las copias sucesivas desde los tiempos de los Apóstoles. Al ser copiado, comprensiblemente corría peligro de llegar a ser incorrecto. La culpa la tuvieron a menudo la negligencia, la mala comprensión y la ignorancia de los copistas, tanto más cuanto que los trazos de entonces no separaban las palabras, ni conocían la coma ni el punto; sino que enlazaban letra con letra sin espacios[6]. A menudo, los cambios no se debían a la falta de atención sino al celo excesivo de los copistas, que deseaban mejorar la expresión, completar relatos, erradicar supuestas diferencias o contradicciones, pero no se les ocurrió pensar que con ello pecaban contra el texto bíblico. Lo que ocurre es que las bibliotecas de la Cristiandad poseen alrededor de mil testimonios de textos del Nuevo Testamento griego, como también un número considerable de traducciones antiguas sirias, coptas, latinas y góticas, y de ello resulta una diversidad tan grande de textos, que sólo un número muy reducido de versículos existe en completa coincidencia. No pocos versículos tienen diez o más versiones, lectiones, aunque se deban más a cambios lingüísticos que reales.

        Desde luego, no quiero que el lector piense que ya no puede fiarse de su Nuevo Testamento en cuyo original se encuentran tantos errores. Para ello no hay ningún motivo. Sólo en pocos pasajes, las diferencias son de importancia crucial.

        Por ejemplo, en Marcos 16 ya no tenemos el final auténtico escrito originalmente por el evangelista. Hasta el versículo 8 coinciden todos los manuscritos. Pero lo que tenemos en nuestro Nuevo Testamento alemán desde el versículo 9 hasta el final, no lo escribió el mismo Marcos. Ya se sabía que este final faltaba en el documento hasta ahora más antiguo y más importante, el Vaticanus, y que los Padres de la Iglesia, los primeros escritores cristianos, más importantes del siglo IV testimoniaron que, ya entonces, no estaba ni en los manuscritos más exactos. A través del hallazgo del Codex Sinaiticus, el manuscrito griego más antiguo, se confirmó que también aquí no pertenecía el final tan conocido por nosotros del versículo 9 al 20 del evangelio según San Marcos. Aquel texto original terminaba con el versículo 8. Si el lector abre ahora su Nuevo Testamento, leerá allí el relato sobre las mujeres que se encontraban en la mañana del día de la resurrección en el sepulcro de Jesús: “Y saliendo huyeron del sepulcro, porque se había apoderado de ellas el temblor y el espanto; y no dijeron nada a nadie, porque tenían miedo.”...

        Aquí cualquiera va a tener la impresión: ¡Así Marcos no pudo terminar su Evangelio! ¿Qué se deduce de ello? Que ya muy pronto se arrancó el auténtico final redactado por el mismo Marcos por algún percance o que se perdió de cualquier otra manera. Esto también lo sintieron los copistas y se esforzaron por añadir un final que estuviese en congruencia con los otros evangelios, para que sus lectores no recibiesen una obra obviamente incompleta. Así, debieron añadir a lo largo del tiempo una cantidad de párrafos finales diferentes de nuestro Evangelio. El más conocido, que se encuentra ya en la traducción latina antigua Ítala, está en nuestra Biblia luterana. Este hecho, que se suponía desde hacía mucho tiempo, fue confirmado por el hallazgo del Sinaiticus, puesto que los testimonios literarios más antiguos, el Sinaiticus y el Vaticanus, coinciden en ello.

        Otro ejemplo. En el primer versículo de la Carta a los Efesios leemos en nuestras Biblias que se dirige a “los santos en Éfeso”. Pero la palabra “Éfeso” falta en el Codex Sinaiticus al igual que en los demás manuscritos antiguos. Entonces ha sido añadido por copistas posteriores. De ello resulta –como, por cierto, se había sospechado por características internas desde siempre- que esta carta no se dirige a los efesios. Probablemente fue escrita por Pablo mismo durante su cautiverio en Éfeso, así que es imposible que se dirija a los efesios. Más bien se trata de una circular, como se deduce, con mucha probabilidad, por el resto de su contenido, dirigido a un número de comunidades, probablemente de Asia Menor. Ahora, Pablo menciona en la Carta a los Colosenses (4,16) una carta que había enviado a la comunidad en Laodicea y que los Colosenses solicitarían para leerla también. Esta circular que se debió leer primero en Laodicea, luego en Éfeso y después en otras comunidades de Asia Menor, no parece ser otra que la que hoy en día denominamos Carta a los Efesios.

        Un último ejemplo. En el capítulo 5 del Evangelio de San Juan se lee el conocido relato, conmovedor, de la curación en Betesda. En la orilla del estanque estaban tumbados muchos enfermos, ciegos, cojos, paralíticos. También Jesús llegó un día allí. Vio a un hombre que llevaba ya treinta y ocho años enfermo. Sintió una profunda compasión y lo sanó. En nuestro Nuevo Testamento leemos ya al principio estas palabras: “Porque de tiempo en tiempo, un ángel del Señor bajaba al estanque y removía el agua. El primero, pues, que después de la agitación del agua entraba en ella, quedaba sano de cualquier enfermedad que le aquejase”. Estas palabras no fueron escritas nunca por Juan. Estas faltan en todos los manuscritos más antiguos, en el Sinaiticus, el Alexandrinus en Londres (A), el Vaticanus en Roma (B) y el Palimpsesto de Paris (C). De ello se deduce claramente, que la Iglesia del siglo IV no conocía estas palabras, es decir que se trata entonces de un añadido posterior al siglo IV. ¿Quién lo hizo? Un copista posterior, más de cien años después de la curación de Betesda, además lejos de Palestina e ignorando la localidad en Jerusalén, reflexionaba por qué en el estanque de Betesda se encontraban tantos enfermos y se explica el asunto de tal manera que un ángel descendía y agitaba el agua en un movimiento curativo. Con la intención de hacer comprensible el asunto también a sus lectores, añadió sus pensamientos en el texto, sin pensar que con ello falseaba el texto original aunque fuese con la mejor intención. Así, la Cristiandad tomó durante muchos siglos estas palabras por apostólicas. Sólo en el siglo XIX los manuscritos antiquísimos descubiertos sacaron a la luz el hecho de que Juan mismo no había escrito en su evangelio ni una palabra del movimiento del agua por el ángel.

        De la misma forma hay otros pasajes que tienen una importancia real, pero que no afectan en nada al estado de fe de la comunidad cristiana. La gran mayoría de las diferencias en lecciones textuales, casi podría decirse de todas, son meramente de naturaleza lingüística y tienen importancia sólo para los eruditos. El lector de la Biblia puede, tras todas estas exhaustivas investigaciones, confiar plenamente en que tiene en sus manos los auténticos escritos de los apóstoles.

        Desde el siglo XVI tenemos impresos Nuevos Testamentos griegos. Pero también aquellos muestran muchas diferencias, puesto que a veces seguían un manuscrito, a veces otros; y todo esto bajo la dirección de hombres que poco entendían del tema. Sólo en los últimos tiempos se ha acordado el principio de que el texto de la Biblia nos debe ser tan sagrado y venerado, que no debamos descartar ningún sacrificio para eliminar los fallos de los copistas. Por supuesto, esto se consigue sólo si se atribuye la máxima importancia a las copias más antiguas ante todas las más nuevas. Antes del hallazgo del manuscrito del Sinaí, Tischendorf ya había editado bajo estos presupuestos siete ediciones del Nuevo Testamento griego en más de veinte mil ejemplares. Allí no había suprimido ni las más mínima variante textual. Resulta que, él era de la opinión que en el Nuevo Testamento, esta joya de la corona de todos los libros del mundo, no había nada insignificante, tampoco en cuanto a formas y giros lingüísticos. Su objetivo fue reconstruir el Nuevo Testamento lo más exactamente posible en la versión que antaño salió de las manos de los Apóstoles.

        Después de todo esto, el lector puede evaluar la importancia incomparable del Codex Sinaiticus para la ciencia del Nuevo Testamento y para toda la Iglesia. Puesto que, no sólo es más antiguo que el más antiguo hasta entonces, el Vaticanus, que, sin embargo entonces, no había sido puesto a disposición por el Papa para la publicación, sino el más completo entre los tres manuscritos milenarios más importantes, el Vaticano, el Alejandrino en Londres y el Palimpsesto en Paris del sirio Ephraim.

        Nuestras traducciones alemanas y demás traducciones europeas se basan en su totalidad en el texto griego utilizado desde Erasmo, contemporáneo de Lutero, elaborado a partir del siglo XVI de algunos manuscritos más recientes. Pero éste era el mismo que había pasado, en la Iglesia estatal bizantina durante muchos siglos, por las manos de miles de copistas y estropeado por innumerables errores. Con el descubrimiento del Sinaiticus ha comenzado en este campo una nueva era. Ahora es viable la reconstrucción por lo menos del texto apostólico difundido ampliamente durante el siglo II, en la era de la Itala, con el que nos acercamos de veras a la era apostólica.

        Pero no sólo para la reconstrucción del texto original, sino también para la cuestión tan fuertemente controvertida en tiempos de Tischendorf acerca de la autenticidad de los Evangelios, el Codex Sinaiticus era y es de gran importancia. Sólo quiero dar un ejemplo que salta a la vista incluso al no especialista en la materia. En la Carta de Bernabé, escrita alrededor del 120, se dice: “Andemos alerta, no sea que, como está escrito, nos encontremos muchos llamados y pocos escogidos.” Realmente, no se nota, a primera vista, lo importante que es el pasaje. Pero, ¿de dónde nos suena este pasaje? ¿En qué Evangelio se encuentra? Sólo en el evangelista Mateo, y eso dos veces, en el capítulo 20 y 22. ¿Qué podemos deducir de esto? Que el Evangelio según San Mateo ya en el año 120 fue un escrito apostólico reconocido en toda la Iglesia. ¿A quién le debemos esta información? Sólo al Sinaiticus, gracias al cual la Carta de Bernabé, desde hacía mucho tiempo desaparecida, volvió a la luz. Sí, es verdad, que este pasaje de la Carta de Bernabé se conocía antes del descubrimiento del manuscrito del Sinaí por una traducción latina incompleta y muy defectuosa. Pero se pensaba que la traducción era no creíble ni fiable. Poco antes del descubrimiento del Sinaiticus, el Dr. Credner, uno de los críticos más reconocidos de aquel tiempo, había escrito: “La parte de la Carta de Bernabé que contiene el pasaje en cuestión, no existe en el texto original griego, sino sólo en una vieja traducción latina. Entonces, fácilmente el traductor puede haber añadido el giro corriente “como está escrito”. Por causas internas debemos dudar de la exactitud del texto en este pasaje hasta que nos demuestren lo contrario”. Bueno, la prueba de lo contrario llegó. Después de haber permanecido oculto durante muchos siglos bajo viejos libros de pergamino del monasterio Santa Catalina en el desierto árabe, la así perdida Carta de Bernabé vio la luz, para gran sorpresa de estos críticos, en el original griego. Y, justo allí, se leía en el viejo pergamino el pasaje puesto en duda: “como está escrito”. Es decir, el mismo Bernabé, y no sólo su traductor, se refiría ya al Evangelio de Mateo.

        Con ello no sólo se había aportado la prueba a favor de Mateo, de que ya era reconocido antes del año 120 como Escritura Sagrada en la joven Iglesia, sino también a favor de los demás evangelios. Puesto que todo indica que en aquel entonces no sólo se usaban en la Iglesia los evangelios por separado, sino todos, los cuatro, y especialmente se menciona a menudo el Evangelio de Juan aparte de los tres evangelios restantes. Ya en los primeros escritores cristianos del segundo siglo, como Justino, encontramos los cuatro evangelios como una obra completa. Y ya después de mediados del siglo segundo se emprendían “tareas armonizadoras” sobre los cuatro evangelios, es decir, una recopilación o composición de los relatos de los cuatro libros, de forma que los textos diferentes de los cuatro se resumían en una imagen acorde. Y ya Ireneo, fallecido en 202, compara los cuatro evangelios con los cuatro puntos cardinales. Así, todo obligaba a suponer que la colección de los cuatro evangelios, reunidos como un solo escrito sagrado, se produjo más o menos a finales del primer siglo. Entonces, el apóstol Juan, de avanzadísima edad, acababa de fallecer como el último de los santos varones que habían estado personalmente cerca del Señor. Esto dio motivo para tomar los escritos legados como testamentos queridos y eternos, como testimonios bien garantizados de la vida y enseñanza del Salvador para pauta general de la fe y conducta. Es así como nosotros tenemos, aparte de otros motivos, también a través del hallazgo del Codex Sinaiticus una prueba de que los evangelios, al igual que las epístolas, de las que desde luego no todas gozan de reconocimiento general, eran reconocidos ya antes del año 120 como la Sagrada Escritura por la comunidad cristiana.

        A esto hay que añadir algo más. Ya se ha dicho que el texto sinaítico –al contrario de todos los demás manuscritos griegos antiguos conocidos- tiene el mayor parecido y parentesco con la traducción latina más antigua, la Ítala, proveniente del siglo segundo. De ello se deduce, que nuestros evangelios habían padecido ya una evolución e historia de graves consecuencias, ya en este tiempo tan temprano. Si esto es verdad, los evangelios tienen que haber sido utilizados ya a finales del primer siglo. Esto significa que la historia del texto del Nuevo Testamento se aproxima muchísimo al tiempo apostólico mismo, con lo cual los intentos anteriormente mencionados en tiempos de Tischendorf, de clasificar el texto del Nuevo Testamento como una obra tardía, han sido definitivamente rebatidos.

        De este modo, el descubrimiento de este antiquísimo manuscrito del Nuevo Testamento ha sido un hallazgo de máxima importancia para toda la cristiandad. Y sólo un hombre de la energía, perseverancia, soltura, ciencia y maestría de Tischendorf fue capaz de conseguir este manuscrito, de publicarlo del modo más perfecto y digno en provecho del trabajo científico en el Nuevo Testamento.

 

 

FINAL

        Si Tischendorf no hubiese hecho nada más que descubrir el Codex Sinaiticus, publicarlo y revisarlo científicamente, su nombre se mencionaría en la Historia del texto del Nuevo Testamento y de su ciencia por todos los tiempos con el máximo respeto. Su gran objetivo fue devolverle a la Iglesia el texto original del Nuevo Testamento dentro de lo humanamente posible, o por lo menos en la forma en la que lo conoció la Iglesia en los tiempos de Ireneo (fallecido en el 202), este objetivo lo persiguió, desde el principio hasta el fin de su trayectoria científica, con incansable diligencia.

        El mismo objetivo persiguieron antes que él otros muchos estudiosos de primer rango, Bengel, Wetstein, Bentley, Lachmann y otros. Pero lo que aquellos habían iniciado con medios muy insuficientes, Tischendorf lo llevó hasta su perfección y dejó muy atrás los trabajos de sus predecesores.

Hacia el final de su vida quiso recopilar todo el fruto de su labor en una gran obra completa científica, en la octava edición mayor de su Nuevo Testamento griego destinada a los estudiosos, la Editio Octava Critica Maior (1864 hasta 1872). Aquí quiso dejar a la posteridad la suma completa de sus investigaciones críticas. Todavía llegó a terminar la revisión del texto mismo. Sin embargo, las importantísimas explicaciones, los Prolegomena, tuvo que dejarlos en manos de otros. Su Nuevo Testamento griego en forma de manual ha sido publicado en 22 ediciones y difundido en muchos miles de ejemplares por todo el orbe. Sólo hace falta comparar la última edición con la primera, que le aportó en su juventud, el año 1842, el título de Doctor en Teología de la Universidad de Breslau, por los avances tan enormes producidos bajo sus manos en estos treinta años.

        El peligro de talentos, que dirigen su fuerza hacia un campo especial del conocimiento humano es la limitación que puede derivar a menudo en estrechez de miras. De ello, le protegió su fuerte sentido común, sin él no hubiera podido alcanzar nunca su meta. No hubiera podido realizar sus expediciones por Occidente y Oriente sin el apoyo de gobiernos y mecenas de la ciencia. Las múltiples y carísimas ediciones impresas del manuscrito más antiguo no se hubieran realizado sin la ayuda de adinerados patrocinadores de la ciencia. Gracias a su soltura y personalidad imponente supo elegir los caminos acertados. Que no sólo viajó como científico, sino también como persona polifacética lo demuestran estos dos libros en los que describió de forma fascinante sus viajes a Oriente[i]. En los ámbitos de las cortes, de la aristocracia, de la alta ciencia, en los que se encontraba tan bien como en casa, sólo se pudo mover un hombre de intereses múltiples. Las cortes europeas le colmaron de reconocimientos. El Rey de Sajonia le nombró Consejero Privado. El Emperador de Rusia le otorgó a él y a su familia título nobiliario hereditario. En ambos mundos, su nombre era el más conocido entre los teólogos evangélicos de su tiempo. Incontables fueron los honores de todo tipo que se le dispensaron. Pero nunca compró estos honores por el precio de la verdad, nunca negó a su Señor por los hombres o dejó de hablar de Él. Sin miedos ni reparos hizo profesión de Él y cuando hubo que mantenerse firme, en situaciones difíciles, siempre superó la prueba.

        Le alegraban estos homenajes, pero, eran para él meramente accesorios. Lo principal para él fue la promoción de la ciencia teológica y el servicio a la comunidad cristiana.

        Su más ardiente deseo fue que su labor vital sirviese para la gloria de Dios y su Sagrada Palabra. La Biblia era para él la Palabra de Dios y por ello, ningún sacrificio le pareció demasiado grande en su servicio. La fe cristiana fue su ocupación de corazón y vida. No se avergonzó del Evangelio de Cristo. Se puede decir que a este servicio del Reino de Dios sacrificó su vida. De ello dan testimonio sus escritos populares, que entonces se leyeron mucho y se tradujeron a casi todos los idiomas europeos. Uno tenía como título: ¿Cuándo se escribieron nuestros evangelios?, el otro ¿Tenemos los escritos auténticos de los Apóstoles? En el primero, se opuso a la falta de fe moderna que se presenta bajo la bandera de la ciencia; en el segundo defendió el derecho y la libertad de la ciencia a la crítica textual también delante de los feligreses.

        Si echamos un vistazo al número inmenso de libros y publicaciones, aparte del trabajo enorme de su crítica textual en amplios campos de la investigación científica, sólo podemos quedarnos maravillados. Según mis cuentas, son setenta y dos, entre ellos antologías de un enorme volumen, como su gran biblioteca de escritos cristianos antiguos, los siete tomos de su Monumenta sacra, las numerosas ediciones del Nuevo Testamento griego, tras cada uno de ellos había un inmenso trabajo. Tenía una energía y tenacidad que pocas personas poseen. Fue una vida laboriosa sin parangón, en sentido estricto pasó de trabajo en trabajo.

        Pero esto no fue suficiente. En su mente se movían grandes proyectos. En la primavera de 1873 quiso salir, otra vez, a Oriente y tuvo intención de participar en pleno verano en una reunión de creyentes evangélicos en Nueva York, para la que había sido invitado insistentemente. Pero las tareas que se le habían encargado al principio de aquel año sobrepasaban lo humanamente posible. Este hombre, cuya salud parecía indestructible sucumbió al estrés que le supuso cumplir con los compromisos nacidos de su trabajo aunque haya parecido inagotable, y esto ocurrió en medio de su labor creativa sin debilidad, fresca y alegre.

        El día 5 de mayo de año 1873 tuvo un ataque cerebral del que no se pudo recuperar. Siguieron semanas y meses difíciles. Tuvo que volver a aprender a andar y a hablar como un niño, y su hija recuerda, todavía hoy con emoción, con qué esfuerzo y paciencia procuró aprender a escribir con la mano izquierda no paralizada. Pero no se recuperó. El día 5 de mayo del año siguiente llegó sin que se hubiese notado una mejoría. Tampoco trajo ningún cambio la estancia de varias semanas en Bad Teplitz. Entonces, Dios le arrebató de la mano su pluma anteriormente tan laboriosa y le llevó al silencio.

        Pero justo en esta época difícil en la que el mundo del intelecto, en el que se había movido tanto tiempo y con tanto éxito, se hundió para él, afloró de manera especial aquel núcleo ingenuo, cariñoso, creyente de su alma. Con fe firme se atuvo a la gracia y misericordia de su Salvador. Los ataques cerebrales se repitieron en intervalos cortos. Finalmente cayó en la demencia. Pero lo que llenaba lo más íntimo de su ser, brillaba en momentos de lucidez como un reflejo de la transfiguración cercana. Falleció en la fe en su Señor y Salvador a la edad de casi sesenta años el día 7 de diciembre de 1874.

        En su Testamento está escrito: “Dios me ha regalado una vida feliz, adornada ricamente por su bendición. Esfuerzo y trabajo ha habido, pero me ha sabido de verdad a gloria. Que Dios bendiga también lo que dejo a la posteridad: Es su obra. Mi mano sólo le ha servido de buena fe, aunque a veces con debilidad. En la ciencia, ansiaba nada más que la verdad. Ante ella me he arrodillado sin condiciones. Nunca sometí mi convicción al aplauso de uno u otro lado. Al Dios fiel, cuya gracia fue tan grande hacia mí, le encomiendo mi familia de todo corazón. Que mi fiel y tan amada mujer permanezca fiel toda su vida a su pura fe evangélica. A mis buenos y cariñosos hijos, les animo desde el fondo de mi corazón: ¡Ejerced la obra de vuestra vida con diligencia y rectitud; buscad vuestra salvación sólo en la fe firme en el Salvador! ¡Poned vuestra confianza siempre y constantemente en el Señor! ¡Servid al Señor en todo momento con santa, firme y verdadera alegría!

        Al lado de su tumba estuvieron su viuda, tres hijos y cinco hijas. El conocido Pastor Ahlfeld de San Nikolai pronunció el responso. En la memoria de esta lograda vida tuvo presente sobre todo al monte Sinaí. Allí, Moisés había visto la Gloria de Dios, y a sus pies, también Tischendorf había vivido un trozo de la Gloria de Dios, cuando la Gracia de Dios coronaba su incansable búsqueda por el texto prístino del Nuevo Testamento con éxito inesperado. Por ello basó su oración fúnebre en las palabras del segundo libro de Moisés, Éxodo 33, 20- 23: “Y Dios dijo a Moisés: No podrás ver mi rostro; porque nadie puede verme y seguir con vida. Cerca de mí hay un lugar sobre una roca, añadió el Señor. Allí puedes quedarte. Cuando yo pase en todo mi esplendor, te pondré en una hendidura de la roca y te cubriré con mi mano, hasta que haya pasado. Luego, retiraré la mano y podrás verme la espalda. Pero mi rostro no lo verás.

        También nosotros al final veremos la espalda del Señor que ha velado de forma tan significativa sobre la vida de Tischendorf y le ha llevado por caminos sorprendentes hasta aquel lugar entre las rocas del monte Sinaí, en el que vivió el momento más grande de su vida y hasta su feliz final. “Fue una luz ardiente y brillante”, como dijo el Señor una vez de uno más grande. Y, aunque al principio me resistí a seguir la solicitud de aquella esposa bávara del párroco y contar la vida de Tischendorf a un círculo más amplio, durante la redacción he tenido una y otra vez la impresión: Vale la pena arrancar estas cosas del olvido y sería una lástima, si los caminos reseñables durante el viaje en busca de la antiguas Escrituras desapareciesen de la memoria de nuestro tiempo. Entonces, ¡Pásalo bien, querido lector! Será para mí una alegría, si tú también has tenido, de vez en cuando, durante esta lectura este mismo pensamiento.

 

 

 



[1] El autor, Dr. L. Schneller, se refiere a una reproducción no fotográfica que se hace en el texto original. Hoy pueden consultarse múltiples imágenes de estos palimpsestos a través de Internet. (N. del t.).

[2] Testimonio biográfico de estos viajes es su obra Reise in den Orient, reeditada ahora por Cambridge Univ. Press. (Nota de la trad.).

[3] El autor se refiere a dos imágenes que aquí no reproducimos. Véase a este respecto cualquiera de las imágenes del mismo códice en Internet cf. www.codex-sinaiticus.net

[4] Scriptio continua.

[5] O Vetus latina (nota de la traductora).

[6] Es lo que en Filología se denomina scriptio continua (nota de la traductora).