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Revista de estudios filológicos
Nº25 Julio 2013 - ISSN 1577-6921
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tritonos

Belleza femenina y arte de mujer en Consuelo de

 George Sand

Jordi Luengo López

(Universidad Pablo de Olavide. Sevilla)

jluengol@upo.es  

 

Resumen: En los relatos sandianos, la libertad no sólo es interpretada como exteriorización del gusto y del sentido estético de los individuos, sino que también se presenta como elemento generador de belleza en aquellos personajes que hacen uso de ella. La síntesis de los ideales culturales de George Sand, sobre todo los heredados de la Ilustración, entre los que se encontraba esta particular noción de libertad, contribuyeron significativamente al proceso creativo de desvelar, y así comprender, los numerosos caracteres de la sociedad de su época, y de las del período histórico en el que se contextualizaban sus obras. Este fenómeno se constata en Consuelo, pues, si bien no puede considerarse como una obra feminista en sí, aborda de lleno la consecución de la libertad moral, intelectual y política de las mujeres, valiéndose para ello de un latente espíritu de voluntad creativa, manifiesto a través de la beldad nacida del canto y la música. A través del análisis de los tres volúmenes que constituyen la obra, se analizará el concepto de belleza, mostrando así la visión que la autora tenía de dicha categoría estética en la figura de Consuelo.

Palabras clave: George Sand Consuelo; belleza; libertad femenina; historia de la música.

 

Abstract: In Sand’s writings, freedom is not only interpreted as the externalisation of taste and aesthetic sense, but is also presented as an element that generates beauty in those who make use of it. The synthesis of George Sand’s cultural ideals, especially the legacy of the Enlightenment, amongst which this particular notion of freedom is found, contributed significantly to the creative process of revealing, and thus understanding, the numerous characters of the society of her times, and those of the historical period in which she set her works. This phenomenon is evident in Consuelo, since, while it cannot be considered as a feminist work per se, it fully deals with women’s attainment of moral, intellectual and political freedom, using to that end a latent spirit of creative will manifest through the beauty born of song and music. Across the analysis of the three volumes that constitute the literary work, the concept of beauty will be analysed, showing like that the vision that the authoress had of the above-mentioned aesthetic category in Consuelo's figure.

Keywords: George Sand; Consuelo; beauty; female freedom; music history.

 

Les routes de l’art sont encombrées d’épines

mais on parvient à y cueillir de belles fleurs.

George Sand, Consuelo (III), 177

Introducción

George Sand (1804-1876) opinaba que ser artista significa sentir la vida con una intensidad profundamente aterradora, en cuyo seno la libertad se erigía como parte constituyente de esa pasión. La categoría estética de la belleza, además, establecía un fuerte lazo de unión con ese estado, siendo su principal característica el no estar supeditada a ningún parámetro opresor y/o ajeno a la voluntad creadora. Este fenómeno se constata en los relatos sandianos donde la libertad, y el modo de hacer uso de ella, se presenta como el centro neurálgico del discurso de la novelista francesa. Este medio de emplear la libertad será igualmente interpretado como forma exclusiva de exteriorización del gusto y del sentido estético de los individuos. La libertad transformará el rostro de las mujeres que la experimenten, volviéndolas, así, mucho más hermosas, estableciéndose, a su vez, un fuerte vínculo con la creación artística. En Consuelo, ambas bellezas, la femenina y la creada a través del arte por las mujeres, se aunarán en un mismo modo de entender la característica estética.

Aunque Consuelo, publicada en 1843, es una obra cuya trama se desarrolla en el siglo xviii, siendo un excelente manual de la Historia de la Música de ese período, es importante señalar que la escritora fue una gran observadora de la era decimonónica, pues analizaba minuciosamente todo aquello que afectaba a su espíritu artístico, pero también a su cuerpo de mujer. La síntesis de sus conocimientos culturales, sobre todo los heredados de la Ilustración, además, contribuyeron significativamente a ese proceso creativo de desvelar, y así comprender, los numerosos caracteres de las gentes de su época. Las mujeres ocuparon también un lugar especial en la producción sandiana, ya que uno de los principales objetivos de su discurso fue el de la consecución de la libertad moral, intelectual y política del colectivo femenino. Una actitud que si bien no sitúa a Sand dentro de los parámetros descriptivos del feminismo, no cabe duda de que fue una escritora de vanguardia en toda regla.

La concepción que se transmite de la belleza en la obra sandiana, además, conlleva ciertas connotaciones sociales que hacen posible ubicar, y entender, su significado dentro de un contexto determinado. Dicha cualidad estética se establece a partir de una serie de premisas fijadas por el discurso burgués que, en ultima ratio, no tenía otro objetivo que el de satisfacer sus deseos e intereses. En Consuelo, se perciben muchos rasgos propios de la sociedad actual, donde la belleza sigue siendo un baremo de evaluación del valor del individuo, que, en numerosas ocasiones, sirve para ubicarlos en un nivel u otro del escalafón social. Un criterio superficial que, sin embargo, se verá afectado por la manifestación del arte en sí a través de la música, provocando cierta alteración en el juicio estético del público espectador hacia el sujeto generador de dicho arte.  

  

1. El mal de la fealdad en las beaux-arts

1.1. La fealdad de Consuelo: un punto de partida

El análisis estético en el que se contraponen belleza y fealdad, sin duda, es uno de los aspectos más recurrentes en la obra de George Sand. La belleza se muestra como una cualidad estética que no tiene más misión que la de satisfacer el deseo visual de quienes la contemplan o la buscan con su mirada. Para la escritora francesa, al ser bello se le observa, se le contempla, se le brindan todas las atenciones y se le apoya incondicionalmente, porque su imagen queda impresa en la memoria de nuestras retinas. La fealdad, por el contrario, se olvida rápido, y al recuerdo de su impresión se le obliga a desaparecer. Los seres que no agradan, con el tiempo, van perdiendo la facultad de hacerlo, terminando por ser indiferentes a las miradas de las/os demás o provocando en ellas/os, un sentimiento de penetrante repulsión. Sand, además, considera que existen dos tipos de fealdad, una que se sufre y se protesta sin cese ante la reprobación general, y, otra que es ingenua, despreocupada, que no se evita ni provoca juicio de valor alguno, sino que se gana el corazón de todo aquella persona que la percibe (Sand, 2004a: 25). Es esta última fealdad la que posee Consuelo.

Para Hortense Dufort (2004: 4), la fealdad —al igual que la belleza, pero en menor grado— atrae a las prevenciones, instigando a quien la intuye a anticiparse a su efecto, por lo que paraliza esa misma libertad que tan querida era para la escritora. De este modo, al iniciarse el relato sandiano, Consuelo aparece como un ser horrendo, aunque su fealdad queda justificada por su temprana edad. Sand consideraba que cuando una niña se encuentra en ese período de edad comprendido entre los doce y catorce años, ésta, generalmente desconcierta, porque apenas se entrevé su belleza. Esta jeune fille es canija, sin armonía en sus rasgos, ni tampoco en sus proporciones y movimientos. Con todo, la Zingarelle —nombre con el que también era conocida Consuelo—, tras llegar a la adolescencia y superar, con mayor o menor sufrimiento, esa etapa de transformación en el devenir de una mujer, al cumplir los quince años, si bien no podía considerársela como hermosa, al menos, su fisonomía se había vuelto mucho más agradable a la vista (Sand, 2004a: 100-101). En el momento en que Consuelo abandona definitivamente su crisálida, su belleza, ahora ya todo armonía, sublime en su expresión y en la admirable proporción de sus formas, se convierte en el reflejo de su belleza interior, fruto del estudio y del perfeccionamiento moral, que había estado exteriorizando desde niña a través de su voz (Frappier-Mazur, 2004: 74). Se podría entonces pensar que ésta pronto sería contratada por algún reconocido teatro para cantar, pues su forma de hacerlo era prodigiosa, pero el recuerdo de su primeriza fealdad limitará por un tiempo sus posibilidades dentro del mundo del espectáculo. Esta restricción podrá constatarse en el conde Zustiniani, propietario del Teatro di San Manuel, quien había conocido a Consuelo cuando era una niña, acordándose, además, de cómo el apuesto condottiero Anzoleto la tenía como su más querida compañera, justificando así el famoso axioma “aux yeux d’un homme de dix-huit ans, toute femme semble belle” (Sand, 2004a: 38). El punto de partida de este libro es, por lo tanto, una reflexión sobre la ausencia de la belleza, de todo de lo que se carece cuando ésta no está presente y de las reducidas posibilidades que se tienen sin sus beneficios, sobre todo para las mujeres artistas.

 

1.2. Las beaux-arts de lo vulgar

George Sand comenta que el sentido del culte de l’art reside en el gusto por las beaux-arts. Era este parecer, para la autora, una expresión moderna fuertemente vinculada a cierto sentimiento de vulgaridad, cuya manifestación se hallaba próxima a “lo italiano”, a lo histriónico, ya que su naturaleza era pasional y estaba desprovista de armonía. Una emoción que se advierte en la actitud de Zustiniani, homme de goût según el criterio de la época, quien adoraba la ostentación ante el gran público. François Escal (1987: 28) apunta que, en esta forma de entender el arte, también se encuentra implícita la belleza, pero no la que emerge del genio creador, sino de esa vulgaridad que no percibe la belleza más que a medias. Dicha evidencia, Sand la expresa a través del maestro Nicola Porpora (1686-1768), para quien el empresario veneciano sólo buscaba los beneficios económicos que el arte podía reportarle, sin hacer distinción alguna entre la buena representación de una pieza teatral y un faisán bien condimentado (Sand, 2004a: 57). En este sentido, el proceso de asimilación, y análisis, del arte en sí, se transforma en un copioso banquete de vulgaridad ofrecido a un público desprovisto de los criterios estéticos necesarios para poder apreciar cualquier manifestación artística. Sin embargo, para muchas/os, será este mismo público quien determinará si algo es bello o no, siendo su parecer el que mayor peso tenga entre el imaginario colectivo. Así, Anzoleto, pese a considerar hermosa a Consuelo, querrá conocer el criterio de quienes brindaron tantos cumplidos a las otras mujeres con las que había estado, para ratificar su impresión (Ibíd.: 124; apud: Frappier-Mazur, 2004: 83). Sabedor del precioso valor de la opinión ajena, para el joven tenor, prevalecerá, por lo tanto, el dictamen de las beaux-arts de lo vulgar por encima de su propio juicio crítico de artista.

Poco tiempo más tarde, siendo ya la prima donna del Teatro di San Manuel, Consuelo empezará a transformarse en una hermosa mujer. Sus atuendos serán de un exquisito gusto, enmelados con largos collares de finas perlas y delicados tejidos, una pomposa extravagancia que no tendrá otra finalidad que la de satisfacer el gusto vulgar del auditorio (Ibíd.: 215). Será, entonces, cuando el público acepte a Consuelo, dado que ésta cumplía con los criterios estéticos de lo que supuestamente debía de ser lo bello. Anzoleto, al tener el beneplácito de los espectadores, ya no tendrá reparo alguno en considerar hermosa a Consuelo. Empero, a diferencia de la Corilla, quien, al igual que Zustiniani, prefería los beneficios económicos que el arte podía reportarle al arte en sí, para la alumna del maestro Porpora, lo verdaderamente importante era poder expresar lo que sentía en su corazón, ennobleciendo, con ello, la esencia exclusiva de la música (Ibíd.: 272; apud: Powell, 1992: 129). Consuelo, no obstante, será consciente del hecho de que el público no era el que decidía lo que era o no arte, ya que, como le había advertido su querido condottiero, éste era sumamente cambiante e inestable en los juicios de valor que emitía. David A. Powel (1992: 121) señala que el dilema al que la Zingarelle se enfrenta es el saber discernir quién es el verdadero «guardián del buen gusto» y hasta qué punto el/la artista debe dejarse influenciar por el público.

Albert, el joven conde de Rudolstadt, será quien responda a dicha disyuntiva, o al menos a parte de la misma, al indicarle a Consuelo que nada había de malo en consagrarse al mundo del teatro, y a su público, si no se olvidaba, al hacerlo, del respeto hacia las verdaderas beaux-arts. En su discurso, el noble alemán recordaba a su interlocutora, quien previamente había abandonado ese ambiente de latente vulgaridad, que, en la génesis de las religiones, teatro y templo eran partes integrantes de un mismo santuario. En ese tiempo lejano, las artes comulgaban al pie de los altares, y si bien la danza fue con posterioridad considerada como algo impuro, en ese marco litúrgico, junto a la música, ambas conformaban el espíritu ceremonial del culto a las deidades. Música y poesía eran, además, las dos más altas expresiones de la fe en toda religión, y, la mujer, dotada de genio y belleza, la sacerdotisa y sibila de su doctrina. Desafortunadamente, luego vendrían otras formas severas de concebir lo sagrado, con las que la belleza quedaría proscrita de las fiestas y las mujeres privadas de las solemnidades que en otro tiempo se le atribuían. En lugar de ennoblecer el amor, se lo condenaba y maldecía. Empero, esa trinidad belleza-mujer-amor no podía quedarse sin dominio alguno, por lo que el ser humano ideó otros templos donde poderla albergar (Sand, 2004b: 155-156). En estos nuevos santuarios, sin embargo, el culto a los artistas era efímero, al igual que también lo era en el de las religiones, siendo la única dignidad que en su seno quedaba la del respeto por la verdadera música.

 

1.3. La excelencia en el arte provee de belleza

Desde muy temprana edad, Consuelo había empezado a estudiar canto con el maestro Porpora en la Iglesia de los Mendicanti, donde se aceptaba a las/os hijas/os de aquellas/os artistas nómadas carentes de recursos. Pese a tener una hermosa voz, el rostro de Consuelo era poco agradable a la vista, aunque no horrible, pues estaba dotada de esa fealdad que pronto se olvida, al no provocar ningún juicio de valor, ni retener la atención de quienes la contemplaban (Sand, 2004a: 25). Todo lo contrario a la música que de ella nacía, la cual era austera y serena, residiendo en sus notas toda la belleza que su faz carecía. Consuelo, además, poseía el rigor del estudio, del que no sólo disfrutaba, sino que, en él, también encontraba el sosiego para su alma, siendo, por lo tanto, la inactividad el verdadero sinónimo de fatiga. George Sand describía esta predisposición como un continuo flujo de creación artística: “Quand on les voit agir, on croit qu’elles créent, tandis qu’elles manifestent seulement une création récente (Ibíd.: 104-105). Este modo de consagrarse al trabajo, no obstante, conllevaba un alto grado de devoción, comparable incluso con el estado de contemplación monástica (Powell, 1992: 132). La Zingarelle disfrutaba de su trabajo, pero ese proceso creativo la alejaba de la seductora melodía del mundo exterior.

Esa perseverancia en el estudio, llevará a Consuelo a convertirse en la prima donna del Teatro di San Manuel, eclipsando, con su voz, el éxito que hasta entonces ostentaban la pareja formada por Anzoleto y la Corilla. Esta última, pese a los múltiples halagos que le brindaban los dilettanti de su recurrente público —no sólo por su voz, sino también por su figura—, seguía considerando a la Zingarelle como una mujer fea, dotada, empero, de esa fealdad que cautivaba a muchos hombres: “elle est laide, je le soutiens; mais je sais aussi que les laides qui plaisent allument de plus furieuses passions et de plus violents engouements chez les hommes que les plus parfaites beautés de la terre (Sand, 2004a: 260). Una pasión que embriagaría a Zustiniani, quien, si bien la primera vez que vio a Consuelo le pareció espantosa, al contemplar la performance de la joven española, pasaría a concebirla como la criatura más hermosa que existía, estando cerca incluso de la santidad, al tratarse de la personificación misma de la unión entre poesía y música (Sand, 2004a: 144). El maestro Porpora, por el contrario, quien estaba por encima de cualquier valoración estética, pese a los cambios que en su pupila se habían operado, no dejaba de verla como siempre había hecho, es decir, como una gran artista.

Esta metamorfosis sería también justificada por el conde Albert Rudolstadt, al entender la música como el medio por el que cristalizaban todos los sueños del alma humana y la más pura manifestación de un orden de ideas, y sentimientos, superiores a cualquier dogma que palabra humana pudiera expresar. Además, para éste, cuando Consuelo cantaba, a todo esto se le añadía la misteriosa revelación de lo eterno y lo infinito (Sand, 2004b: 147-148). Ella le había revelado las desconocidas beldades de la música y, sólo por eso, la amaba con locura. 

 

II. Libertad y belleza: individualismo frente a feminismo

2.1. Viva la libertà!

George Sand escribe en el prólogo de Consuelo que la primera condición para crear una obra de arte es poseer tiempo y libertad. Esta premisa se traduce en el hecho de poder volver atrás en el proceso creativo, cuando el artista constata que se ha apartado del trayecto de aquello a lo que quería llegar, pudiendo trazar, así, nuevas sendas interpretativas que lo reconduzcan hacia el resultado deseado (Sand, 2004a: 8; apud: Planté, 2004: 95). Este será el signo característico de Sand, el cual no sólo se aprecia en su forma de escribir, sino también en sus protagonistas femeninos.

La libertad era un rasgo característico de Consuelo y, el arte su único y verdadero confidente. Acompañando a su madre en su errante vida bohemia, la Zingarelle había cantado por las calles de ciudades como San Petersburgo, México o Constantinopla, así como en otros lugares igualmente exóticos, sintiéndose, en esa etapa, libre y feliz (Sand, 2004a: 23; apud: Guermès, 2004: 195). Con el objeto de recuperar esa libertad, y la excusa de dar clases a la joven baronesa Amélie, Porpora mandará a su discípula al Château des Géants de los condes de Rudolstadt, situado en Bœhmerwald, un apartado bosque de Bohemia. Allí, lejos del ambiente de intrigas de Venecia y, de la persistente angustia de nunca defraudar a “su” público y “su” empresario, Consuelo, ahora llamada Porporina, buscará reinventarse en un nuevo ser (Ibíd.: 474). La libertad perdida de nómada bohemia, el mágico dinamismo de ese constante vaivén, dotaba a la heroína sandiana de una belleza mucho más solemne que la que había alcanzado sobre el escenario italiano. Para Consuelo, nada había más hermoso que el tránsito por un camino, porque, bajo su punto de vista, era éste el verdadero sentido de poseer una vida activa y variada: “le passage de l’humanité, la route de l’univers” (Escal, 1987: 50). Sin embargo, esta vida implicaba, como ya le había advertido Porpora, no tener marido, ni amante, ni familia, ni atadura alguna, porque el día que se diera a un ser mortal, perdería su divina libertad (Sand, 2004a: 302; apud: Escal, 1987: 49). Ese mensaje quedará grabado por siempre en la mente de la española.

Consuelo volverá a pensar en estas palabras durante el viaje que, en compañía de un todavía adolescente Joseph Haydn (1732-1809), realiza a Viena. Este hecho se produce en el momento en que la Porporina observa cómo un grupo de mujeres se abandona a la despótica voluntad patriarcal, renunciando, así, a su libertad creadora y a las posibilidades de realizarse a sí mismas:

 

Elle avait soupiré un instant en se représentant la douceur de ces mœurs patriarcales dont sa profession active et vagabonde l’éloignait si fort. Mais en observant ces pauvres femmes se tenir debout derrière leurs maris, les servir avec respect, et manger ensuite leurs restes avec gaieté, les unes allaitant un petit, les autres esclaves déjà, par instinct, de leurs jeunes garçons, s’occupant d’eux avant de songer à leurs filles et à elles-mêmes, elle ne vit plus dans tous ces bons cultivateurs que des sujets de la faim et de la nécessité; les mâles enchaînés à la terre, valets de charrue et de bestiaux; les femelles enchaînées au maître, c’est-à-dire à l’homme, cloîtrées à la maison, servantes à perpétuité, et condamnées à un travail sans relâche au maternité (Sand, 2004b: 393).

 

Ante este lienzo, casi de forma refleja, Consuelo gritará, con un vehemente sentimiento, mezcla de júbilo e impotencia, “Viva la libertà!” (Ibíd.: 394). Y lo hará en italiano, dado que era esta la lengua con la que expresaba todos sus pensamientos. En este pasaje, George Sand muestra su inconformismo hacia el matrimonio, dado que la escritora lo concebía como una institución que limitaba la libertad de las mujeres (Laporte, Bissonnette, 1995-1996: 9; Powell, 1992: 131). Louise Dulude (1988: 12-14), apunta, además, que la escritora francesa soñaba con que la unión entre los sexos llegara a ser tan libre como la de los pájaros. Puede que Sand no se considerara a sí misma feminista, pero desde su más ferviente individualismo, sí que se mostró contraria al hecho de supeditarse a esa voluntad masculina, que, fiel a los dictámenes marcados por la tradición consuetudinaria,  relegaba a las mujeres a un sempiterno segundo lugar.

 

2.2. Un feminismo mal atribuido

George Sand no se consideraba feminista, aunque era consciente de la opresiva situación en la que vivía el colectivo femenino. Dicha actitud se constata en el hecho de que Sand se negó a formar parte de la Asamblea Nacional para defender los derechos de las mujeres, cuando, Eugénie Niboyet (1796-1883), el 6 de abril de 1848, a través del periódico La Voix des Femmes, la invitó a que así lo hiciera. La autora contestó a través de La Réforme, un diario considerado masculino, recalcando a la insigne feminista que no tenía, ni había tenido, relación alguna con su “cenáculo” y tampoco deseaba hacerlo. Niboyet, al recibir su respuesta, le contestó con las siguientes palabras: “La République n’a pas aboli les privilèges du talent, écrit-elle, mais elle les a limités en leur imposant des devoirs” (Bascou-Balance, 2002: 219; apud: Laporte, Pelletier, 1995-1996: 9). Para la feminista, el talento llevaba implícito un sentido de responsabilidad social que iba más allá de las imposiciones de la propia República, fiel a la tradición y al discurso patriarcal, ya que nacía de la propia conciencia de saberse mujer.

En Consuelo, la belleza adquiere un rango superior al libre desarrollo intelectual y artístico de las mujeres, dado que la categoría estética se pondrá al servicio del espectáculo en sí, convirtiéndose en un producto más del consumo patriarcal. Porpora, consciente de ello, ante el inicial rechazo de Zustiniani de contratar a Consuelo por considerarla fea, sugerirá irónicamente al empresario de hacerlo con la Clorinda, pues, si bien no sabía cantar, poseía esa particular belleza que carecía su protegida. Para el conde, y el público de entonces, era la mejor opción para sustituir a la Corilla, a quien éste describía como “un ange de beauté”, un status al que no pertenecía la española: “Vous l’engagerez facilement dans votre troupe, et elle pourra peut-être vous remplacer la Corilla; car le public de vos théâtres préfère de belles épaules à de beaux sons, et des yeux hardis à une intelligence élevée” (Sand, 2004a: 33). Este universo de ocio nocturno cuyo goce era unilateral, se basaba, por lo tanto, en la contemplación de la belleza femenina, donde el arte no era más que un añadido a la gracia visual de la lascivia contenida de sus parroquianos.

George Sand admiraba a los filósofos de la Ilustración, gusto que, como apunta Philippe Haeck (2005: 32), adquirió desde muy temprana edad y que iba a condicionar toda su producción literaria. Uno de ellos fue Charles Montesquieu (1689-1755), quien abogaba por la igualdad entre los sexos, la cual sólo podría conseguirse educando a hombres y a mujeres en equidad. Sin embargo, para este ilustrado, al igual que para otros muchos, la belleza no sólo era intrínseca a la condición femenina, sino que, además, suponía ser un poder adicional para las mujeres, pues éstas se valían de ella para lograr todos sus propósitos (Bascou-Balance, 2002: 126). Esta visión no hacía más que reforzar las prerrogativas del discurso dominante, en tanto que se las desposeía de esa excelencia intelectual que las situaba en un plano de acción igual al de los hombres. En Consuelo, Sand reconocerá su alter ego en la baronesa Amélie, quien, a escondidas, leía a Montesquieu y a otros ilustrados, entre los que figuraban Nicolas Condorcet (1743-1794) y Denis Diderot (1713-1784), percibiendo, empero, la libertad, la felicidad y los gozos de la vida, como si se tratase de un sueño visto a través las rendijas de su enclaustramiento (Sand, 2004a: 386). En este sentido, Sand denunciaba la triste realidad femenina, demostrando que, si bien no simpatizaba con el feminismo, siempre fue una fuente de inspiración para su ideario.

 

III. La toma de conciencia de la belleza

3.1. Los auxilios del arte

Consuelo, antes de debutar en el Teatro di San Manuel, ignoraba si era o no hermosa, aunque sabía que no se la consideraba como tal. Lo único que le importaba era que Anzoleto así la viera, olvidando, con ello, cualquier cuidado que pudiera despertar dicha categoría estética en su apariencia física. Será Porpora quien, sabedor de la importancia de ese elemento en el mundo del espectáculo, soliviantará a la joven a vestirse adecuadamente. Sand cuestionará la acción del maestro de canto al formularle al público lector la siguiente pregunta: “pourquoi faut-il donc quelque chose de plus à une cantatrice que de savoir chanter?” (Ibíd.: 133; apud: Leguen, 1998: 4). Lanza la autora esta interpelación con la esperanza de encontrar una respuesta, porque, en el mundo de las beaux-arts, en el de las “arts profanes”, la belleza y la voluptuosidad del cuerpo femenino, eran las bazas más seguras para triunfar. Consuelo, una vez convencida, abandonará sus tristes prendas para entrar en el mundo de la moda, dejándose vestir con suntuosas telas para el deleite visual de sus admiradores (Sand, 2004a: 214). Todos estos vestidos, además, ayudarán a la española a dejar atrás la fealdad que se le atribuía.   

Dichas vestimentas se adaptaban a la perfección al cuerpo de Consuelo, quien, si bien su rostro no lograba ser apreciado por todo el mundo, tenía un talle casi perfecto. Así lo constatará la Corilla, cuando, al compartir camerino con la Zingarelle, ya en el Wiener Hofoper (Ópera de la Corte de Viena), advierte que no existe imperfección alguna sobre el cuerpo de la española (Sand, 2004c: 486). La belleza del cuerpo de Consuelo era casta y noble, por lo que no tenía necesidad de recurrir a los denominados “secours de l’art”, entre los que se encontraba el corsé, dado que su figura estaba en perfecta armonía con su alma. En ese sentido, Brigitte Leguen (1998: 2) recuerda que en la sociedad de la época decimonónica existía una cierta moralidad de la “apariencia sincera”, heredada del siglo anterior, donde se ensalzaba la verdad natural, alejándose, así, de la mentira del simulacro. La transparencia física y moral era clave para el buen desarrollo de esa sociedad burguesa, porque en esta virtud se basaban las transacciones comerciales. El discurso dominante entendía que las mujeres se valieran de todo tipo de argucias para seducir a los hombres, pues su fin último era el de contraer matrimonio y convertirse en madres, pero condenaba el hecho de que se utilizara el engaño para lograrlo. Si una mujer era imperfecta, y si escondía esa tara hasta la noche de bodas, entonces, su conducta era considerada como un atentado directo al orden natural y se la despreciaba en grado sumo.

 

3.2. El espejo de la belleza

La primera vez que Consuelo se mira en un espejo es cuando Albert y Anzoleto se disputan su amor. En ese momento, contemplando su imagen, se despertará en ella el deseo de sentirse hermosa, sin pretender exacerbar, empero, la disputa entre ambos pretendientes, sino sólo gustar más al joven conde alemán (Sand, 2004b: 280). Este último calmará las ansias de ideal de belleza de la española, pues, con cada nota que arrancaba de su violín, le descubría con una parcela más de dicha cualidad (Ibíd.: 296). Será ésta la primera experiencia de Consuelo frente a un espejo, siendo clave para convencerse a sí misma que también podía ser hermosa.

Más tarde, ya en la segunda parte de la vida de Consuelo, en la obra La Comtesse de Rudolstadt, la española es conducida al Château des Invisibles, donde se la instala en una lujosa habitación. Allí, la española descubre un gran espejo, al que le preguntará sobre qué parte de la escinda categoría de la belleza correspondía su alma: Si ton âme est aussi pure que mon cristal, tu t’y verras éternellement jeune et belle; mais si le vice a flétri ton cœur, crains de trouver en moi un reflet sévère de ta laideur morale(Sand, 1951: 411; apud: Escomel, 1988: 59). El proceder de Consuelo respondía a un ritual masónico donde el espejo era una de las piezas claves del “Cabinet de réflexion”, primera prueba a la que ésta debía enfrentarse para formar parte de la logia. La condesa de Rudolstadt demostrará, como ya había hecho en los tres volúmenes anteriores que preceden a esta obra, que la belleza del espíritu está por encima de la del cuerpo. Con todo, más allá de la ficción sandiana, urge decir que, en aquella época, según las investigaciones de Gloria Escomel (1988: 60), las mujeres nunca ingresaron en las logias masónicas, por lo que la supuesta igualdad entre los sexos atribuida a Les Invisibles, no era más que el deseo manifiesto de Sand por que así fuera.

 

IV. Transgresiones y estrategias de la belleza

4.1. El travestismo femenino como instrumento de libertad individual de las mujeres

Tras su huida del Château des Géants, camino a Viena, Consuelo encuentra a un adolescente Joseph Haydn, quien se dirige a Austria para convertirse en alumno del maestro Porpora. Para evitar que se extendiera el rumor de que una joven recorría sola los caminos con un muchacho, quedando expuestos a múltiples peligros, ambos deciden cambiarse los nombres por los de Beppo y Bertoni, aceptando, además, Consuelo, el vestirse como un hombre (Leguen, 1998: 4). Al travestirse la Zingarelle, se produce una curiosa circunstancia, pues dicha transformación la embellecía prodigiosamente (Sand, 2004b: 377). Esta metamorfosis estética puede interpretarse como el hecho de que la libertad que disfrutan los hombres acrecienta la belleza de las mujeres que la experimentan. En este sentido, Françoise Génevray (2006: 263) apunta que, en la obra de Sand, el travestismo es el instrumento directo de la libertad individual, dado que, al franquear las fronteras delimitadas por el discurso dominante entre lo masculino y lo femenino, éste incide directamente en la mixtura social. No ha de olvidarse, además, que el propio George Sand, seudónimo de Aurore Dupin, recurrió al “travestismo literario” para poder expresar libremente su voluntad creadora.  

El vínculo que se crea entre los dos caminantes es cada vez más estrecho, llegándose incluso a quererse como hermanos, pero también a percibirse, entre ellos, ciertos rasgos de latente homoerotismo. Así, Beppo, seudónimo de Haydn, pese a estar comprometido a una joven de su región, constatará que posee ciertos sentimientos íntimos hacia su compañero. Lo mismo le ocurrirá al canónigo de Saint-Étienne, aunque éste, a diferencia de Haydn, no sabrá que Bertoni, en realidad, era una mujer (Sand, 2004c: 55). En el primer caso, Haydn se siente atraído por la figura de Consuelo travestido en hombre, mientras que en el del canónigo es un sentimiento eminentemente homosexual el que se manifiesta. En ambos, la beldad de la Porporina metamorfoseada en hombre será la causante de este amor “contra natura” del que Sand intentará librar al religioso matizando que se trataba de un simple amor paternal: “une affection paternelle et d’un orgueil bienveillant, et sa conscience ne devait pas s’en effrayer; car l’idée d’un amour vicieux et immonde, […] le chanoine ne savait même pas ce que c’était (Ibíd.: 154). Travestismo y homoerotismo, por lo tanto, serán dos conductas vinculadas a la camuflada transgresión sexual que Sand recogerá en Consuelo y de los que también hará partícipe a su protagonista.

 

4.2. La moda de no comer

George Sand, dirigiéndose a sus lectoras, cuenta que en el Château des Géants eran frecuentes las abundantes comilonas, por lo que no existía la moda de no comer que supuestamente entonces se seguía: “Si l’idée de ces fréquents repas est faite pour ôter l’appétit à mes délicates lectrices, je leur dirai que la mode de ne point manger n’était pas en vigueur dans ce temps-là et dans ce pays-là” (Sand, 2004b: 306-307). Consuelo, además, señalaba que la mitad de la jornada transcurría en la mesa, siéndole imposible soportar comidas tan largas y pesadas, cuando ella estaba acostumbrada a vivir sólo con agua y un par de cuchadas de arroz cocido.

Esta anécdota constata que el no comer para estar más hermosa, como demuestra Sand, resultaba ser una prueba irrefutable de anorexia en pleno siglo xix. Este fenómeno puede también hallarse en la obra de La princesse Belgiojoso de Jacques Nicolas Agustin Thierry (1795-1856), donde el autor nos cuenta la costumbre de esta aristócrata de no alimentarse para conservar la línea (Delaigue-Moins, 2000: 16). Consuelo, por el contrario, no seguirá esta moda, pues comerá cuando tenga apetito, sin preocuparse de su figura, pues la vida de bohemia ya se la había curtido.

 

V. La belleza exótica de la diferencia

Consuelo es una exótica mezcla entre española y veneciana, pero con marcadas raíces bohemias. Cuando Haydn la encuentra por primera vez, comenta que su porte es el de una artista meridional (Sand, 2004b: 352). Sin duda, el joven músico estaba al corriente del nómada arte que acompañaba al pueblo zíngaro, así como de la sólida tradición que éste había impreso en el sur de Europa.

En la región de Bohemia se hallaban los zingari égyptiens, quienes, con su exótico nomadismo, desafiaban los cánones de la tradición consuetudinaria, siendo, por ello, proscritos y perseguidos. Albert, para quien los bohemios eran individuos dignos de admiración, mantendrá una estrecha amistad con uno de ellos: Zdenko. Este zíngaro era el confidente y el más fiel amigo del joven conde, dado que lo conocía desde la infancia y jamás se había apartado de su lado. Zdenko cantaba las canciones de Bohemia con una voz ronca, pero con una dulzura que logrará penetrar en lo más profundo del alma de Consuelo. Consciente de la existencia de una simpatía recíproca, el bohemio comulgará con la Zingarelle en ese profundo respeto por la música, ya que su sensibilidad y poesía permitirán a éste comprender y amar la música popular.

La belleza de la Porporina era un compendio de antiguas melodías y tradición nómada, cuyos orígenes eran imposibles de descubrir. Un exotismo de latente misterio que comulgaba con el romanticismo de una época que abordaba la identidad femenina como esencia misma de dicho enigma (Leguen, 1998: 3). Así, Zustiniani, confesaba a su amigo Barberigo, una noche en el balcón de su palacio, la sensación que le producía la belleza de Consuelo: “Je n’ai jamais vu de créature aussi étrangement belle que cette Consuelo; c’est comme une lampe qui pâlit de temps en temps, mais qui, au moment où elle semble prête à s’éteindre, jette une clarté si vive que les astres, comme disent nos poètes, en sont éclipsés” (Ibíd.: 195; apud: Escal, 1987: 47). La beldad de la española era imposible de descifrar, siendo la música que de ella emanaba el elemento clave para interpretar su razón de ser. 

 

VI. Los rostros de la belleza masculina

6.1. Entre el Norte y el Sur: los dos amores de Consuelo

Los amores de Consuelo serán dos hombres completamente opuestos entre sí, cuya belleza dependía de la idea que éstos tenían del arte, la cual condicionaba su forma de actuar. En ambos, existían ciertos rasgos femeninos que devaluaban su masculinidad, lo cual no impedía que la joven siguiera amándoles casi por igual. 

Por un lado se encontraba Anzoleto, quien era un alma libre, sin disciplina alguna, ni inteligencia para saber potenciar su arte, cualidades que son imprescindibles para toda/o artista. Porpora concebía al condottiero como una mujer, por su enfermiza vanidad y su alma de comediante. Además, Anzoleto se negaba a apreciar la belleza en las mujeres, porque éste quería sentirla únicamente en sí. Tampoco reconocía talento alguno al ser femenino, fuera éste Consuelo o la Corilla, ya que ensombrecía cualquier aptitud que el joven pudiera poseer: “Une femme est son rival, ou plutôt il es la rivale d’une femme; il a toutes les petitesses, tous les caprices, toutes les exigences, tous les ridicules d’une coquette” (Sand, 2004a: 298). Sand comentará que el carácter del tenor, en realidad, respondía al de todos los artistas del teatro vinculado a las beaux-arts de lo vulgar.  

Albert, por su parte, era lo contrario a Anzoleto. Desprovisto de toda vanidad, el conde tenía la costumbre de retirarse a una cueva para tocar el violín. Consuelo oirá su música, siendo consciente entonces de que era de él de donde emanaba la más pura manifestación de dicho arte: “il avait en lui le souffle divin, l’intelligence et l’amour du beau” (Ibíd.: 40). Para la española, Albert era un hombre superior a cualquier otro, por lo que sentía una gran simpatía y respeto por él. Su nobleza no se hallaba sólo en sus lazos familiares, sino que, además, la tenía de espíritu, al haber sido educado en las verdaderas beaux-arts, y de corazón, al consagrarse a la caridad. Para los condes de Rudolstadt, los delirios y las extravagancias de su hijo estaban fuera de toda lógica, por lo que confiarán a un jesuita el modo de encauzarlo: “il s’agissait de corrompre et d’émousser cette âme farouche, de la façonner au joug social, en lui infusant goutte à goutte les poisons si doux et si nécessaires de l’ambition, de la vanité, de l’indifférence religieuse, politique et morale” (Ibíd.: 399). Se trataba de “feminizar” a Albert, desprendiéndole de todos sus valores, para aproximarlo así al carácter de Anzoleto. Tras esta instrucción, según la baronesa de Rudolstadt, las costumbres de Albert fueron las de una señorita perfectamente educada en las lindezas de su clase. Asimismo, a lo largo de su formación al lado del jesuita, Albert tuvo la suerte de conocer grandes teatros europeos y muchos monumentos, lo cual le permitió hablar del arte de un modo sobrio y juicioso, pero sin dejar de sentirlo (Ibíd.: 402). Esta capacidad de análisis del arte en sí, sin duda, se alejaba de las beaux-arts del primo uomo veneciano. 

 

6.2. Una belleza próxima a la de las mujeres

En cuanto a lo que concierne al canto masculino, ha de recordarse que el siglo xviii fue el de los castrados. Estos individuos sufrían dicha intervención antes de la pubertad, con el objeto de que su voz continuara teniendo el registro agudo de la voz infantil, beneficiándose así del volumen sonoro producido por la capacidad torácica de un adulto. Debido a sus irregulares cambios hormonales, la belleza de los castrados se aproximaba a la femenina. Sin duda, el más conocido fue Farinelli (1705-1782), aunque también gozó de gran popularidad Gaetano Majorano, Caffarelli (1710-1783), quien fue también alumno del maestro Porpora en su famosa Scuola di Mendicanti. Sand introduce este personaje en su obra, haciendo que Caffarelli cante a dúo Eumène con Consuelo en la Embajada de Viena, siendo ambos aclamados por el público asistente.

La belleza de Caffariello era tal que debutó en Italia interpretando papeles femeninos (Sand, 2004c: 191). Michèle Friang (2008: 17) comenta que el estilo del cantante consistía en ubicar toda la belleza expresiva de la pieza a representar en la emisión del sonido de su voz. Sin embargo, la vanidad de Cafarelli era tan grande como su capacidad de embellecer la música con su canto, aunque también sabía reconocer el talento. Así, cuando escucha a Consuelo, el castrado no puede más que rendirse a la evidencia de que se encuentra ante un gran portento del canto (Sand, 2004c: 199-201). Caffariello fue uno de los más célebres artistas del bel canto y de la ópera seria, pero sus caprichos y su temperamento afectaron a la evolución de la ópera, al igual que ocurrió con otros “sopranistes” —utilizando el término que Sand emplea para referirse a los “castrados” (Ibíd.: 190-191; apud: Guermès, 2004: 190). Según el Dictionnaire de la musique de Gérard Pernon (2007: 48), fueron los castrados quienes impusieron sus exigencias a compositores y directores de teatro, conduciendo a la ópera italiana a su decadencia, al mismo tiempo que el romanticismo se imponía.

Al margen de la figura de los castrados, en Consuelo aparece otro personaje cuyas maneras son próximas a las de las mujeres, pero sin perder por ello su identidad masculina. Se trata de Graf Kaunitz de Wenzel Anton (1711-1794), quien fue el primer ministro de la emperatriz María Teresa de Austria (1717-1780). Consuelo confiesa que la primera vez que vio a dicho individuo, creyó que era una mujer travestida, pues sus modos delicados, apariencia y perfume hacía pensar en ello (Sand, 2004c: 264). En este caso, la belleza no será masculina, sino más bien femenina, al corresponderse ésta a los dominios del travestismo.

 

6.3. La fealdad de los hombres

En Consuelo, la fealdad como ausencia de belleza también se da en los hombres. Así, Haydn, como la cantatriz, sabía de la poca gracia de su rostro, pues Porpora le pregunta porqué no se encuentra sirviendo en una familia rica, siendo su respuesta que era demasiado feo: “Impossible, monsieur; on me trouve petit et trop laide” (Ibíd.: 175). El verdadero motivo era que Haydn quería aprender del maestro, pero éste también era consciente de su propia fealdad. Añádase que a diferencia de la Porporina, quien iba sintiéndose bella tras cada aplauso recibido en el Teatro di San Manuel, la belleza del joven compositor quedaba oculta en su interior.     

Otra fealdad, distinta a la de Haydn, al no tener ésta el ensalmo de la música, era la del barón François de Trenck, quien estaba completamente desfigurado debido a que le explotó un barril de pólvora en la cara. Antes del accidente, el conde era un hermoso joven, aunque su comportamiento seguía siendo igual de execrable (Sand, 2004c: 474, 499). Tras la explosión, su rostro terminará por estar en harmonía con su espíritu, cuya fealdad era todavía más cruel que la de su fisonomía. Consuelo se lo confesará a la Corilla con las siguientes palabras: “— Ah, Corilla, ce n’est pas son visage qui me répugne le plus. Son âme est plus hideuse encore. Tu ne sais donc pas que son cœur est celui d’un tigre!” (Ibíd.: 502). La naturaleza salvaje del barón, por lo tanto, había desdibujado su humanidad.

La dualidad que Sand establece entre la fealdad física y la belleza espiritual será una constante en Consuelo. Una estrategia de la escritora que nos permitirá comprender mejor las numerosas variedades que la categoría filosófica puede adoptar a lo largo de la evolución del alma humana.

 

Conclusion

Los tres volúmenes que conforman la obra de Consuelo pueden concebirse como un tratado de Historia de la Música, pero también de la libertad femenina. La categoría estética de la belleza, además, aparece como una idea filosófica que narra el ascenso de una joven zíngara, nada agraciada físicamente y oriunda de las capas más bajas de la sociedad europea del siglo xviii, hasta convertirse en una hermosa y distinguida condesa alemana.   

El arte es el hilo conductor de la vida de Consuelo, sobre todo el de la música, cuya singularidad, según el discurso sandiano, reside en que en ella es posible percibir el verdadero orden de las “ideas superiores” que rigen el mundo. De este modo, la española verá cómo gracias a dicho arte será capaz de descubrir las hermosas parcelas ocultas de la condición humana, encontrando, entre ellas, la suya propia. La expresión artística se presenta como un instrumento para analizar la belleza y tomar así consciencia de la existencia de ciertos factores que hacen posible que ésta se manifieste de una forma u otra. La libertad es uno de estos elementos que moldean la categoría estética en los individuos, aunque ésta no es la misma para hombres y mujeres. Sand parte de la base de que el progreso de la Humanidad depende del desarrollo de la libertad del colectivo femenino. Para la autora, existen ciertas instituciones, como es el caso del matrimonio, que son nocivas para el desarrollo de la identidad femenina; un discurso patriarcal que determina lo que es feo y/o bello, sin tener en cuenta criterio estético alguno; y el hecho que las transgresiones identitarias nos muestran que pueden haber otras perspectivas desde las que definir la categoría de la belleza.

Consuelo termina siendo hermosa, como lo es la melodía de la libertad, sin embargo, nunca dejará de ser aquella fea niña de los canales italianos. Cada rasgo de belleza que en ella se percibe, así como todo trazo de fealdad que la acompaña desde su infancia, forman parte de su identidad, la cual será moldeada por la música. Una mezcla de arte de mujer que irá evolucionando su apariencia física, y su propio espíritu, desde Venecia hasta Bohemia.

 

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