tritonos
DE
MUJERES FRÍVOLAS Y HOMBRES LIBERTINOS: LAS RELACIONES AMOROSAS DE LA JUVENTUD
EN LA ESPAÑA DEL SETECIENTOS
Elena
Martínez Alcázar
(Universidad de Murcia)
RESUMEN:
A
lo largo del siglo XVIII se introdujeron en España una serie de usos y modas
procedentes de Francia que transformaron diversas parcelas del transcurrir
diario entre las clases acomodadas. El modo de vida cortesano galo contó con la
aceptación de la élite española, que recibía como un soplo de aire fresco las
novedades en el trato entre sexos, los usos, las diversiones y los hábitos
indumentarios y suntuarios, entre otros. Además, la ideología ilustrada,
defensora de la naturalidad y la pureza en las formas y el trato entre individuos,
favoreció la desenvoltura de los afectos. El envaramiento de épocas anteriores
comenzaba a diluirse, haciendo más cercanos, espontáneos y expresivos los
vínculos familiares y amistosos.
La
importancia concedida a la apariencia y la moda, el auge del hedonismo y la
mayor presencia de la mujer en la esfera pública, propiciaron un nuevo proceder
en la manera en que los sexos establecían sus relaciones amorosas durante la
juventud. Circunstancia que generó recelos en los sectores más tradicionalistas
y que tampoco casaba con los prototipos que el ideal ilustrado otorgaba a cada
género. A través de una serie de textos literarios y artículos de prensa de la
época, se pretende poner de manifiesto esta confrontación de posturas, en el
contexto de una sociedad gustosa de detentar el lujo, lo nuevo y lo exógeno.
Palabras clave: Siglo XVIII; juventud; usos a la
francesa; mujer; apariencias.
ABSTRACT:
Along the
eighteenth century in Spain, were introduced a range of uses and fashions from
France that transformed various plots of daily passing between the wealthy
classes. The French courtly lifestyle was accepted by the Spanish elite, which
received as a breath of fresh air the developments in the treatment
between sexes, uses, entertainment and clothing habits and luxuries among
others. In addition, the Enlightenment ideology, defender of the naturalness
and purity in the forms and the treatment of individuals, favored the ease of
affects. The stiffness of earlier times began to fade, making closer, more spontaneous
and expressive family and friendly ties.
The
importance given to appearance and fashion, the rise of hedonism and the
increased presence of women in the public sphere, created a new proceeding in
the way the sexes love relationships established during youth. Circumstances
that generated suspicion in the most traditional sectors and that neither
married the prototypes that the Enlightenment gave to each gender. Through a
series of literary texts and newspaper articles of the time, it is intended to
highlight this confrontation of positions in the context of a willingly society
for having the luxury, the new and the exogenous.
Keywords: Eighteenth Century; youth; French uses; woman;
appearances.
INTRODUCCIÓN
Durante el setecientos España se vio
inmersa en un clima de relajación de costumbres en el que el hermetismo
característico de etapas anteriores en lo referente a la relación entre sexos
comenzaba a romperse. Con la apertura al extranjero tras la dinastía Borbónica,
llegaron al país ciertos comportamientos que, entre otros, aportaron
liberalización a la concepción que se tenía de la sexualidad. Indica
Sánchez-Blanco Parody que aspectos como el gusto por la pornografía –por
ejemplo, El arte de las Putas de
Moratín circulaba clandestinamente entre las tertulias nobiliarias madrileñas-,
las reticencias al matrimonio monógamo o la elevación del número de clérigos
que incumplían el voto de castidad, reflejaban la asimilación de la axiología
hedonista de la que Francia fue su mayor precursora (1991: 231-232).
La mujer, recluida hasta entonces en
el ámbito doméstico, cada vez estaba más presente en los espacios públicos,
terrenos tradicionales de presencia masculina. Al mismo tiempo, las damas de
condición habían mejorado su don de gentes, educándose en manuales de urbanidad
y cortesía, lo que las hacía más interesantes a los hombres. El pasar
desapercibida, sin dejarse apenas notar, ya no eran cualidades tan celebradas
entre los varones imbuidos en los nuevos usos y modas extranjeras. Éstos
disfrutaban de la compañía de señoras alegres, espontáneas y joviales que
pudieran seguir sus conversaciones.
Sin embargo, no era este el tipo de
mujer predominante en aquella sociedad que, pese a sus intentos de modernidad,
seguía manteniendo férreos bastiones de las costumbres y la moral tradicional.
De hecho, se intentaban erradicar estos comportamientos con proclamas y
manifiestos encaminados a volver a encerrarlas en el espacio privado inherente
a su sexo, pero con la salvedad de convertirlas en agentes decisivos de la
felicidad pública a través del cuidado de la familia. Esto es, reforzando su
papel como madre y delineando las cualidades que debían poseer si querían ser
felices y conservar la estabilidad en sus matrimonios (Peñafiel Ramón, 2001:
24-28; Martínez Alcázar, 2012: 247-254).
Se trató, por tanto, de un momento
en la historia de España donde convivieron posturas enfrentadas en cuanto a la
valoración de los sentimientos por un lado, y el sometimiento y cohesión a los
intereses de la institución familiar por otro.
DE LA OCULTACIÓN A LA EXHIBICIÓN
Entre las clases acomodadas, los
ideales y prototipos de ambos géneros estaban experimentando una serie de
cambios como consecuencia de la apertura de miras a otras cortes, el
descubrimiento del placer hedonista y el goce de las apariencias. La forma en
que se trataban los sexos se había desprendido de la rigidez y artificialidad
de antaño. Ahora primaban los contactos y conversaciones sinceras y naturales,
el trato se hizo más inmediato y se levantaron los muros que separaban los
espacios femeninos de los masculinos (Véase Ortega López, 2005: 317-350).
Las costumbres comenzaron a cambiar
y valores tradicionalmente asentados en las mentalidades colectivas como el
recato, la ocultación o la vergüenza, se guardaron en la recámara de muchas
familias adineradas. La forma de entender el contacto de hombres y mujeres viró
desenfrenadamente, la sumisión y la discreción, como cualidades firmemente
ligadas a la posibilidad de las féminas para encontrar marido, estaban quedando
obsoletas en tanto que los nuevos usos y modelos de comportamiento ensalzaban
la publicidad, la exhibición y la competencia a través de la imagen. Es decir,
si las solteras se quedaban en sus casas bajo el amparo de las faldas maternas,
cosiendo y bordado, sin apenas emitir juicios cuando a los jóvenes se les
permitía visitarlas, éstos, conocedores de otras maneras más espontáneas,
divertidas y cómodas de establecer contactos con el sexo opuesto, huirían de
sus reductos de honestidad.
Conversando con mujeres educadas a
la moda, los jóvenes conocerían mejor las virtudes y defectos de sus
pretendidas para seguir o no con sus propósitos de matrimonio. Sin querer
entrar en polémicas, la escritora Josefa Amar y Borbón creía que era ventajoso
que los novios se conocieran y hubiera un trato sincero entre ellos:
Muy
conducente seria (…) que se hubiesen conocido y tratado primero los que se han
de casar; pero no me atrevo á resolver en un punto tan delicado. Si hubiera mas
sinceridad y buena fe, el trato descubriria á fondo los sujetos (1790: 278)[1].
Pero se trataba de un tema
controvertido, porque si se daba mayor libertad a los jóvenes para comunicarse,
podía darse ocasión a que vulneraran la potestad de los padres. Bien por
descubrir que se trataba de un candidato o candidata reprobable y negarse a
contraer nupcias, bien por estrechar demasiado las relaciones antes del enlace,
con el consiguiente escándalo que implicaría.
Por estos motivos, la mayoría de los
pensadores creyeron oportuno distinguir entre dos tipos de amor, con la
intención de privilegiar el que se producía durante la convivencia matrimonial.
El primero se relacionaba con el deseo y el capricho, sensaciones que
trastornaban la razón, con tal violencia, que el ser humano se “movía a amar”,
no sabiendo a quién, ni por qué motivo. El segundo se obtenía a través del
trato y conocimiento de la persona en cuestión, por lo que sólo era posible
tras contraer nupcias. Según comentaba el escritor, político y militar
Francisco Manuel de Melo a mediados del siglo XVII en Carta de guía de casados -obra que siguió reimprimiéndose a lo
largo del XVIII- el amor pasional terminaba en la posesión, en cambio, su
antagónico, empezaba en ella:
De
donde infiero, que el amor que se produce del trato, familiaridad, y fé de los
Casados, para ser seguro, y excelente, en nada depende del otro amor, que se
produjo del deseo del apetito, y desórden de los que se amaron antes
desconcertadamente, á que no sin hierro llamamos amores, que á muchos mas les
daña, que les aprovecha
(1786: 16).
Esta contraposición entre maneras de
actuar y de pensar tradicionales o modernas se dejó notar con mayor énfasis en
las mujeres, pues los hombres siempre habían gozado de mayor autonomía para
desenvolverse en la sociedad, aunque estuvieran solteros. Como indica Martín
Gaite, el viraje de actitudes no comenzó en las doncellas casaderas, sino en
las que ya estaban casadas (2005: 117). Éstas, envidiadas por las otras,
convertidas en patrones de conducta a imitar, estaban cobrando protagonismo en
los espacios de sociabilidad y sus relaciones afectuosas o amorosas ya no se
reducían únicamente a las experimentadas con sus respectivos maridos. Los
cortejos las asediaban y ellas se dejaban querer. A pesar de que se las educara
en el alejamiento del varón, lo que las solteras contemplaban en sus casas y en
los espacios que frecuentaban con sus madres, no casaba con la moral que
habitualmente se les había asignado. Empezaron a caer en la cuenta de que si lo
que realmente atraía a los hombres era la desenvoltura, las diversiones
exteriores y la franqueza en el trato, el ejemplo dado por sus madres se
convertiría en la mejor escuela para acceder al “mercado” matrimonial[2]. Y, al mismo tiempo,
soñaban con las libertades que tendrían al casarse, al ver lo permisivos que
eran sus padres con sus madres[3]. Como un síntoma más de la
modernización y la europeización de las conductas, algunos maridos creían que
la moda de que sus esposas tuvieran cortejos los ennoblecía:
El
que ayer era un pelon, / y no pasó de cochero, / hoy le echa de caballero / de
antiquísimo blason: / quiere que le llamen Don, / porque agradó su mujer / á un
señor que mantener / quiere con pompa su exceso (Rodríguez de Arellano, 1806: 164).
Ante estas evidencias, los
moralistas, alarmados por la corrupción de las costumbres de quienes se creían
superiores por haber tomado como patrón de sus procederes los hábitos
afrancesados, intentaban demostrar en sus escritos los graves inconvenientes
que el mal ejemplo de los padres causaba en sus hijos. Si ya se había pervertido
la sociedad enriquecida de su época, se esmeraban por describir las desastrosas
consecuencias que conllevaba una vida basada en esos fundamentos, para así
prevenir a las futuras generaciones. Entre las críticas más comunes estaban las
dedicadas al mal ejemplo de los padres, responsables de las tragedias a las que
se veía abocadas muchas de sus hijas:
Si
los descuidos de los Padres para con los hijos, ocasionan unas conseqüencias
tan fatales, mucho mas, y mayores se experimentan en las inocentes hijas, que a
veces se ven motejadas, é infamadas por la demasiada condescendencia de sus
Padres ¿Cuántas no han sacrificado vilmente su pureza, por el descuido, trato,
comunicación, y freqüencia de aquellos que regularmente, están tildados de
insolentes, y de atrevidos, sin mirar que están imposibilitados por su estado,
à reparar la ruina que ocasionan muchas veces con sus liviandades?[4]
La ampliación de entretenimientos y
la creciente intromisión y protagonismo de la mujer en ellos hizo que variara
su forma de actuar. Ya no se las adoctrinaba en las tareas propias de la esfera
privada, ahora necesitaban nuevos recursos para actuar en público. Debían, por
tanto, mejorar su don de gentes para desenvolverse correctamente en reuniones,
tertulias, bailes, teatros y paseos[5]. Además, este nuevo
prototipo de mujer sociable tenía que destacar y sobresalir por encima de las
demás. La competencia por encontrar marido tradicionalmente se atribuía a las
virtudes derivadas de la modestia y el recato, propias de una vida recogida y
ajena al mundo. Ahora, esta lucha por salir de la soltería se hacía de cara a
los demás, en público, rodeada de varones y mujeres instruidos en los modales a
la francesa y la exhibición a través de las apariencias.
Los méritos personales quedaban en
segundo término, en una colectividad en la que llegó a primar la adecuación a
las modas y costumbres que venían de fuera. Una mujer o un hombre, apenas
dignos de mención, podían lograr la aceptación y las lisonjas de los demás si
aparecían en escena vistiendo los últimos trajes llegados de París, hablando
con un acento afrancesado o versando sobre tendencias indumentarias. Las
verdaderas prendas de la virtud como la modestia, el honor y la prudencia
estaban siendo desacreditadas por las cualidades meramente aparentes. Hombres y
mujeres contribuyeron a este nuevo orden meritorio, pues tanto unos como otros
buscaban y encontraban individuos que poseían las cualidades a la moda. Los
textos de la época relataban estas preferencias. Muratori, erudito y eclesiástico
italiano, en su obra sobre la juventud, hacía mención al hecho de que las
doncellas casaderas se quedaban prendadas de jóvenes aduladores, falsos,
afectados en el habla y en los gestos, que recubrían su falta de atributos
morales e intelectuales con todo tipo de vestidos, abalorios y peinados a la
francesa. Por el contrario, aquellos mancebos decentes, sinceros y sencillos
que con fines honestos se acercaban a ellas, apenas lograban captar su
atención:
Preséntese,
pues, á muchas de ellas (deseosas sin duda de establecerse, y colocarse bien en
el estado del matrimonio) un mancebo prudente, y sabio, el cual viste
decentemente, habla con sencillez, y modestia, que no gusta, antes bien
aborrece toda afectación, adulación, y jactancia, será desgraciado para con
aquella señora y no la merecerá ni siquiera una cortés respuesta (1780: 152).
En este contexto apenas había lugar
para el pudor y las mujeres fueron saliendo de su invisibilidad y ampliando sus
relaciones sociales. Esto se estimaba especialmente corruptor para las
doncellas casaderas y a menudo los textos de la época evocaban con nostalgia
los principios castos y nobles de las señoritas de antaño:
Antiguamente
las Doncellas Españolas se cubrían de rubor con solo mirar á un hombre ó solo
descubrir un pie; pero ya se han abierto sus ojos, y ahora conocen el verdadero
modo de lisonjear el gusto, y solo se avergüenzan de que alguna les enmiende la
plana en las maxîmas del luxo, y postitucion, inventado medios de dar mas
profunda salida á la mercancía de sus cuerpos[6].
La marcialidad y el despejo fueron términos acuñados en esta época
para describir el cambio de actitud femenina. Se referían a la soltura, la
iniciativa, la desenvoltura y la naturalidad en la expresión de los
sentimientos y las actitudes corporales (OLIVEIRA, 2012: 219-244). El
presbítero Ossorio de la Cadena se lamentaba del atrevimiento y la desvergüenza
femenina:
(…)
yá se tiene por encogimiento sonrojarse, cuando las miran los hombres, yà se
gradua con el titulo de pusilanimidad el retiro, y no dejarse llevar de las
vanas lisonjas, y vistas alhagüeñas de los Pisaverdes: yà es moda la altanerìa
en los ojos, el descoco, y casi desenvoltura en el andar, y en las demás
acciones (1764:53).
Estas cualidades las desarrollaban
en diversos ámbitos. Uno de los más criticados fue el baile, puesto que aquí no
sólo entablaban conversaciones distendidas con los hombres, sino que también se
rozaban mutuamente varias partes del cuerpo. Cuando el embajador marroquí
Al-Miknasi llegó a La Gineta a finales del siglo XVIII, contempló cómo el juez
del pueblo bailaba de manera escandalosa con una bella doncella: “se puso a
bailar con ella, ciñéndola entre sus brazos y entrecruzando las piernas, sin
importarles la gente que allí estaba presente, fuera poca o mucha (¡Dios
abomine de todos ellos!) ¡Qué poca vergüenza! ¡Cuánto descaro!” (Recogido por
Torres-Fontes Suárez, 1996: 518).
La cercanía corporal fue el
complemento de la apertura en la manifestación de los sentimientos, pues cada
vez se consideraba más natural dar muestras evidentes de las sensaciones y los
gustos personales. Hecho que permitía a los cortejos actuar con mayor libertad
y a las cortejadas exhibir sin miramientos la compañía de aquéllos. Pero el
pensamiento tradicional no admitía tales demostraciones, culpando a los padres
de criar a sus hijos entre estos divertimentos y advirtiendo a los jóvenes de
la condenación eterna a que se exponían si se dejaban seducir por estas sendas
de la concupiscencia.
En lo que se refiere a las
doncellas, la cualidad transgredida en los bailes era la honestidad, auspiciada
por la falta de dignidad y su exposición pública[7]. Zárate, presbítero y
misionero, exponía que la seguridad que aportaba al hombre que la mujer fuera
recogida se estaba perdiendo con los bailes: “porque la que se dà à esta
diversión, no gusta del recogimiento; antes apetece salir à fuera para vèr, y
ser vista, y para gozar festines, y concursos; y asi está mas expuesta à
tropiezos” (1742:12)[8].
Las cargas
contra este tipo de mujeres de conducta liberal no eran gratuitas. Su
intromisión en el espacio natural del hombre se consideraba peligrosa para el
correcto funcionamiento de la sociedad. A los hijos no se les educaba
correctamente en el hogar en su primera infancia, lo que ocasionaba que
arrastraran a lo largo de toda su vida los vicios aprendidos en su familia. Los
maridos habían perdido parte de su poder y se habían convertido en marionetas
que trabajaban únicamente para satisfacer los caprichos de sus mujeres e
incluso de sus cortejos, ya que los regalos que ellas les hacían corrían a
cuenta de su patrimonio.
A pesar de
estas muestras de sometimiento masculino en el matrimonio, se decía que ciertas
jóvenes descartaban contraer nupcias por la libertad que gozaban al no tener
una figura de autoridad que pudiera coartarlas o simplemente cuestionar sus
actos:
¿Yo someterme á un marido / En mis quince primaveras /
Que me diga: yo lo mando, / Voz que á mis oídos disuena?/ (…) ¿No poder salir
de casa / Sin ir á tomar su venia? / (…) Y en fin, si era hombre de juicio /
Que del todo me prohibiera / Tener cortejos que finos / Me obsequiaran y
rindieran / A mis pies sus corazones, / Nunca en mí lo consiguiera; / Y asi,
para no exponerme, / Mejor estaré soltera[9].
Se estimaba
que pensamientos como éstos llevarían irremediablemente a las mujeres a un
estado de soledad y perdición, porque éstas, sin el amparo y la corrección de
una figura masculina que las gobernase, acabarían por vender al mejor postor
las cualidades de las que hacían gala, mancillando su honor y abocándose a la
soltería perpetua las más pudientes, o a los trabajos más censurados las más
humildes.
EL PODER DE LAS APARIENCIAS: MODAS, LUJO Y FRIVOLIDAD
Este nuevo
modelo de mujer había recibido una educación fundada en la dignificación de las
apariencias, por lo que tanto una doncella de clase media-baja podía simular
con el corte de sus vestidos pertenecer a una esfera superior, como una joven
acaudalada estar instruida en los vocablos de moda “a la francesa”, sin apenas
saber cómo se escribían (Haidt, 1999: 40). Este prototipo femenino era
caprichoso, inconstante y obviaba la instrucción en las labores domésticas.
Aunque atrajera a la hombres en un principio, ellos mismos se daban cuenta –si
no ya estaban los moralistas para hacerles caer en la cuenta- de que lo que
aparentemente eran diversiones y complacencias durante el flirteo, podía
convertirse en un martirio diario si llegaban a casarse con estas mujeres. Por
este motivo, circularon varios escritos que se burlaban de este tipo de
actitudes femeninas. Muchas de las mujeres que actuaban de esta manera,
eludiendo sus tradicionales funciones domésticas por el simple deseo de
encontrar marido, eran objeto del escarnio masculino, quienes les hacían caso
de vez en cuando para divertirse pero sin albergar ningún interés en hacerlas
sus esposas. A los hombres se les recomendaba examinar ciertas costumbres
femeninas antes de comprometerse: “Cómo gasta un bolsillo de dinero / Si
permanece fina un año entero / Si prefiere el humilde, al rico trage / Si tiene
cotidianas devociones / Y si busca con ansia diversiones[10]”.
Una mala
educación y un ejemplo contaminado podían desembocar en problemas conyugales,
por lo que los jóvenes observaban con atención a las madres de sus pretendidas,
varias de las cuales solían acompañarse de cortejos. Hasta finales del siglo
XVII, las únicas relaciones extramatrimoniales que eran más o menos toleradas
eran las que realizaban los hombres. Sin embargo, en consonancia con la
transformación en las relaciones sociales, se admitieron, dentro de un orden,
estas licencias a las mujeres. Por primera vez en la historia ambos sexos se
equipararon en cierta medida, la preeminencia absoluta tradicional del varón ya
no era una cuestión celebrada en una sociedad en la que se había concedió un
mayor protagonismo al bello sexo
(Elías, 2010:274-275).
También se
decía que la participación activa en el ámbito público de las doncellas las
haría desprenderse de todo lo vinculado a los deberes de la casa, atenciones
maritales y cuidado de los vástagos, por lo que los futuros maridos tendrían
mil disputas y desavenencias con ellas. Y, por último, la excesiva dedicación a
seguir destacando por encima de las demás, la obsesión por lo aparente y el
despilfarro del patrimonio familiar en la obtención de artículos a la moda, les
conduciría a la ruina, perversión de sus hijos y malogro de su respetabilidad.
Por tanto, por mucho que se disfrutara de la compañía de estas doncellas
casaderas formadas en los principios desafiantes del correcto funcionamiento
social, muchos de los varones que se relacionaban con ellas lo hacían como un
simple entretenimiento más, ya que era la mujer sumisa, obediente, responsable
y modesta la que anhelaban como esposa. Esta idea está perfectamente
desarrollada en La Petimetra de Fernández
de Moratín, donde Don Félix, atraído en principio por la fachada ilusoria de
magnificencia de Doña Jerónima –quien en realidad estaba arruinada- finalmente
cae en la cuenta de sus tretas y se decanta por su virtuosa prima Ana (1762:87).
Incluso,
algunos moralistas aconsejaron a los varones que a la hora de elegir esposa se
despojaran de los criterios patrimoniales y de clase, privilegiando la buena
educación de la candidata: “(…) en llegando el caso de elegir, se deban
preferir las doncellas, bien educadas; aun excluyendo las riquezas, y la
calidad del nacimiento[11]”.
La
literatura ilustrada trataba de desbancar las conductas transgresoras
femeninas, achacándoles muchos de los quebrantos de la población (Nogal
Fernández, 2000: 274). Pero también alertaba y se apiadaba, en cierta forma, de
las mujeres, por los métodos a los que se habían tenido que adecuar para
suscitar el interés de unos hombres que las adoraban para después
desprestigiarlas. Pues, como se preguntaba Jovellanos en Conversaciones sobre el origen del lujo:
¿qué hará una joven acostumbrada desde niña a estimarse
y sobresalir por su adorno y vestido? ¿Qué hará cuando, al entrar en el mundo,
ve que este cuidado ocupa todo su sexo y es materia a la estimación o desprecio
de los hombres? (Recogido
por Sarasúa, 1996: 66).
Amar y
Borbón apelaba a la conciencia masculina al explicitar que las mujeres “sólo
cuidan de adornar el cuerpo porque ven que éste es el idolillo a que ellos
dedican sus inciensos” (2006). Joyes y Blake, en la apología de las mujeres que
insertó en su traducción de El Príncipe
de Abisinia de Sammuel Johnson denunciaba que su sexo se veía reducido a
convertirse en muñecas y juguetes de sus padres durante su infancia y juventud
y en fetiches adorados por unas cualidades externas que a la vez se denostaban
por su poder de seducción hacia el hombre, cuando alcanzaban cierto grado de
madurez (1798:183-189).
Los
detractores del lujo de la época -que había impregnado diversos ámbitos
relacionados con el consumo suntuario de productos exógenos- atribuían al deseo
femenino de conseguir prendas, joyas y todo tipo de complementos a la moda, la
entrega de las solteras a hombres que podían permitirse regalarles tales
bagatelas. Desprendiéndose del pudor y la vergüenza, estas mujeres no dudaban
en acercarse a ellos y satisfacer sus deseos, perdiendo con ello la integridad
de su decencia:
Si la necesidad oprime á una soltera, desprecia su
propia honestidad, y no hace mérito de las fatales resultas que trae anejas
esta prostitución, y asi cuántas se tropiezan por las calles perdidas por esta
causa, que podrían haber sido muy útiles á la población, colocadas en
matrimonio, si no hubiera nacido el Luxo que las forzó á vanidades, que no
podían seguir de otro modo, sino poniéndose en un mostrador de liviandades,
dando sus mercancias á cuantos llegaban por el precio que ofrecian, sin
réplica, ni regatéo
(Romero de Álamo, 1789: 102).
La actitud
superficial de las mujeres estaba desprestigiando el matrimonio. El malogro de
su educación las había convertido en seres inconstantes y frívolos que dirigían
el sentido de sus vidas hacia la opulencia y la relajación de las costumbres.
Las solteras no contaban con los mismos medios que las casadas para desarrollar
estas facetas, en tanto que, al depender todavía del yugo paterno, no tenían
casa propia en la que celebrar sus propias reuniones, no contaban con un
patrimonio que gastar a su gusto y sus salidas se vigilaban con mayor celo
(Martín Gaite, 2005: 134). De ahí su deseo por contraer nupcias, en un
descarado intento de gozar de las mieles de las casadas.
Multitud de
pliegos circularon por las distintas ciudades españolas recalcando la
naturaleza gastadora y manirrota de ciertas mujeres de carácter desenfadado. En
algunos documentos, indica Gomis, se hacía una relación de los bienes
adquiridos y solicitados a sus novios por las féminas durante el noviazgo y el
matrimonio. Para que un joven se ganara la atención de una señorita debía
satisfacer todos sus antojos y pagar de su bolsillo ciertos refrigerios,
entradas a los teatros o pequeños detalles como flores y joyas (2008). De lo
contrario, ella se cuidaría de atender a las lisonjas de cualquier otro
caballero que pudiera proporcionarle tales caprichos. Un texto que se reimprimió
varias veces a lo largo del setecientos, muy ilustrativo sobre la reticencia de
los hombres a contraer nupcias, fue El
mozo soltero. Relación en que se manifiestan los motivos que deben considerar
los jóvenes para no casarse. En este escrito un joven asociaba el
matrimonio únicamente a los gastos y padecimientos que desde el noviazgo y la
boda tenían que hacer frente los hombres. Situación que se agravaba si la
esposa era dada a los goces del siglo:
Y si ella sale traviesa/ y de genio alborotado, / amiga
de pelendengues / de visitar los estrados, / inclinada á los cortejos/ y cada
dia ir mudando / las modas de mejor gusto / que es común en estos años, / que
cargue Judas con ella / y con la honda de mil diablos (Recogido por González Castaño y
Martín-Consuegra Blaya, 2004: 121).
Si se
atiende a los textos difundidos en la época, el cambio en las costumbres que
trajo consigo la Ilustración y la apertura de miras a otros lugares europeos
fue notable en lo que a la consideración de la mujer y la relación de sexos se
refiere. Sin embargo, hay que poner en tela de juicio la realidad que
describían estos documentos, en tanto que en multitud de ocasiones se tendió a
la exageración como motivo aleccionador y definidor de conductas y roles
sociales.
En el
momento en que las mujeres comenzaron a cobrar un mayor protagonismo en los
espacios públicos de esparcimiento -aunque la mayor parte del tiempo lo
ocuparan en sus tareas domésticas- el papel que tradicionalmente habían tenido
como sujetos sumisos, inferiores y dependientes de los criterios masculinos,
empezó a presentar fisuras. Por este motivo, y teniendo en cuenta que el modelo
de mujer pretendido por los ilustrados estaba basado en la importancia de su
función activa en la sociedad pero desde el ámbito doméstico, afinaron las
“armas” que tenían a su alcance –como la escritura y el arte-, desprestigiando
a las doncellas y damas que despuntaban por su manera independiente de actuar
en sociedad.
Debido
a esta manera transgresora de conducirse, ciertas formas tradicionales del
galanteo cortés estaban quedando en el recuerdo. En este momento el trato era
más directo, sin ambages ni miramientos. Pero no sólo las mujeres habían
contribuido a estabilizar estos cambios, los hombres fueron también culpables.
Aunque en general principalmente el mal en las relaciones entre sexos se achacó
a las féminas, ciertos textos no se olvidaron de dirigir sus críticas a un
determinado sector masculino: el de los petimetres. Si bien, en la base de
estos vituperios se hallaba la imitación de las costumbres propiamente femeninas.
Al igual que las petimetras o damas disolutas, los currutacos desafiaban las
fronteras de género, pues incorporaban en sus maneras y ocupaciones la nimiedad
de las preocupaciones de las mujeres. Por este motivo se les consideraba seres
afeminados e inhabilitados para el trabajo por su blandura, ociosidad y
sumisión a los caprichos del considerado sexo débil (Díaz Marcos, 2008: 47):
Este lujo, este brillante Adorno, esta delicadez en
tratarse; en una palabra, esta vergonzosa afeminación hace a los Hombres
cobardes, ignorantes, y descuidados de sus obligaciones (Cienfuegos, 1768: 81-83).
Este
prototipo de varón retardaba en la manera de lo posible el matrimonio y, cuando
lo contraía, hacía oídos sordos a las entradas y salidas de su esposa,
contribuyendo a la degeneración de las costumbres y mala crianza de los hijos. No
se podía permitir que los jóvenes anduvieran ociosos, seduciendo a las mujeres,
sin preocuparse en encontrar una digna esposa con la que formar una familia y
aumentar la población:
Hombres libertinos, que huis del matrimonio por seguir
encenagados en los vicios detestables, abusando de las gracias, y tal vez de la
inocencia de la mas bella mitad de la poblacion de la tierra, ved que vuestra
conducta se opone directamente á la voluntad del Criador: mirad que rompeis la
serie de individuos, encargada en poblar el mundo[12].
La
confrontación de los nuevos estilos importados con los típicos producía ciertas
situaciones extrañas. Así lo refería un visitante que llegó a Murcia a finales
de la década de los noventa, según el Correo
de Murcia. Le asombraba la escasa atención masculina que tenían las jóvenes
y bellas doncellas de la ciudad, animando a los mozos a pedirles matrimonio[13]. Un mes más tarde, en la
misma publicación se respondía esta carta exponiendo las oportunas
explicaciones para tal hecho. El autor aprovechó el asunto para esgrimir
detalladamente los quebrantos que habían sufrido los hábitos de su tiempo y
recordar con añoranza las buenas costumbres del pasado. El matrimonio había
perdido valor por el protagonismo concedido a los nuevos usos extranjeros. El
coqueteo inicial del noviazgo, caracterizado por el amable trato cortés,
desprendido y comedido, ya no se entendía como tal, puesto que lo importante
era seguir los impulsos, sin andarse con rodeos. Las mujeres no lograban
casarse porque era criadas bajo los preceptos del “buen gusto, marcialidad y
despejo” y se admitían los cortejos o chichisbeos[14].
CONCLUSIONES
Por tanto,
las doncellas y mozos de los altos estratos podían en esta época decidir cuál
era el prototipo al que querían ajustarse: a uno tradicional, recogido, regido
por los dictámenes paternos y acorde con los moralistas, o a otro moderno,
extrovertido y basado en el disfrute de las apariencias y del presente, sin
detenerse a vislumbrar las situaciones que acontecerían en el futuro.
Pero más que
ellos, según se ha comentado, serían los padres los que principalmente les
encaminarían hacia una senda u otra. Su ejemplo, educación y formación moral y
espiritual, tipo de entretenimientos y relaciones sociales revertirían en sus
vástagos, siendo su porvenir en la vida adulta el resultado de lo que mamaron
en su infancia y juventud.
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[1] Sin embargo, lo que realmente se proclamaba era
que se descubrieran los caracteres durante el matrimonio, puesto que si los
esposos se dejaban llevar por la cordialidad y el respeto, el amor prudente
terminaría por penetrar en sus corazones: “Déjese llevar el casado del poder de
aquella virtuosa costumbre: no luche, ni forceje con la corriente, que cuando
menos espere, y sin saber cómo fué aquello, se hallará amando á salvamento á su
mujer, siendo de ella amado con seguridad”. MELO, 1786: 16.
[2] “(…) las hijas se corromperán en innumerables
relajaciones, por imitar á su madre, y en vez de procrear descendientes para
gloria de Dios, y honra nuestra, debiendo ejercitarse en la virtud, que es el
verdadero carácter de la nobleza, y el honor, tendremos la vergonzosa angustia
de vernos padres de una turba de viciosos, anegados en todas las
irregularidades del desorden caprichoso, y en quienes irá creciendo con el
cuerpo la monstruosidad del delito”. NIPHO, 1781: 86.
[3] Como indicaba Duncan: “Para la mujer a la moda, el
matrimonio en efecto significaba independencia. Tras dar a su marido uno o dos
hijos, tenía espacio suficiente para buscar sus propios placeres”. (1982:
205-206).
[4] “La Educación de los jóvenes es el fundamento de
toda Republica”. Discurso publicado en el Correo
de Murcia, 111, 21 de septiembre de 1793: 43.
[5] Este nuevo prototipo de mujer, interesada en la
interactuación personal, debía presentar las siguientes virtudes: cortesía,
urbanidad, sociabilidad, buena crianza, cordialidad y trato fácil. RODRÍGUEZ
BERNIS, 2010: 432.
[6] Correo de
Murcia, 171, 19 de abril de 1794: 245. Cadalso hacía mención a las burlas
que recibía el que se empeñaba en quitar la venda de los ojos a las jóvenes de
su tiempo: “Poco mejor le iria al que llegase á una mujer y le dijese: ¿Tienes
ya quince años? Pues ya no debes pensar en ser niña, tocador, gabinete,
máscaras, encajes, cintas, parches, aguas de olor, batas, deshabilles al fuego
desde ahora. ¿Quién se ha de casar contigo, si te empleas en estos pasatiempos?
¿qué marido ha de tener la que no cria sus hijos á sus pechos? La que no sabe
hacer las camisas, cuidarlo en una enfermedad, gobernar su casa, y seguirle, si
es menester á la guerra?” (1793: 210-211).
[7] Multitud de bailes convivieron en España en el
siglo XVIII, tanto los autóctonos como el fandango, las seguidillas o el
bolero, como los franceses –minué, contradanza, rigodón, etc.-, ciertos bailes
ingleses y hasta la polca. La gran mayoría de ellos aparecen recogidos en la
obra de ROJO DE FLORES, 1793. Véase BEJARANO PELLICER, 2009: 297-298.
[8] El Padre Calatayud se pronunció en los mismos
términos, pues, a sus ojos, en los bailes las damas se despojaban de la
modestia, el rubor y la honestidad. De la primera “porque en parte arriman los
vestidos, y se descubren inmodestamente con los movimientos y saltos”. Del
rubor, por su descaro, libertad de movimientos, acciones, gestos y “juegos
impudentes” y de la honestidad, porque esta cercanía en el trato con los
hombres las desproveía de la veneración y estimación masculina (1737: 246).
[9] Correo de
Murcia, 333, 7 de noviembre de 1795: 156.
[10] Diario de
Valencia, 68, 6 de septiembre de 1795: 270.
[11] Consideraciones
políticas sobre la conducta que debe observarse entre marido y muger, 1792:
13. Se sabe que el autor de este anónimo fue el abate valenciano Pascual
Albuichec, puesto que fue requerido por la Inquisición al considerarse
censurable su obra. Tras cuatro años de litigios, el Inquisidor Pedro Orbe
consideró oportuno que la obra circulara con libertad el 29 de agosto de 1803.
CAPEL MARTÍNEZ, 1997: 40-42.
[12] Los
caxoncitos de la almohadilla de Anita, 1804: 41-42.
[13] Correo de
Murcia, 337, 21 de noviembre de 1795: 190.
[14] Ibídem, 345, 19 de diciembre de 1795: 250-253.