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Revista de estudios filológicos
Nº25 Julio 2013 - ISSN 1577-6921
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tritonos

DE MUJERES FRÍVOLAS Y HOMBRES LIBERTINOS: LAS RELACIONES AMOROSAS DE LA JUVENTUD EN LA ESPAÑA DEL SETECIENTOS

Elena Martínez Alcázar

(Universidad de Murcia)

emalcazar102@gmail.com

 

RESUMEN:

A lo largo del siglo XVIII se introdujeron en España una serie de usos y modas procedentes de Francia que transformaron diversas parcelas del transcurrir diario entre las clases acomodadas. El modo de vida cortesano galo contó con la aceptación de la élite española, que recibía como un soplo de aire fresco las novedades en el trato entre sexos, los usos, las diversiones y los hábitos indumentarios y suntuarios, entre otros. Además, la ideología ilustrada, defensora de la naturalidad y la pureza en las formas y el trato entre individuos, favoreció la desenvoltura de los afectos. El envaramiento de épocas anteriores comenzaba a diluirse, haciendo más cercanos, espontáneos y expresivos los vínculos familiares y amistosos.

La importancia concedida a la apariencia y la moda, el auge del hedonismo y la mayor presencia de la mujer en la esfera pública, propiciaron un nuevo proceder en la manera en que los sexos establecían sus relaciones amorosas durante la juventud. Circunstancia que generó recelos en los sectores más tradicionalistas y que tampoco casaba con los prototipos que el ideal ilustrado otorgaba a cada género. A través de una serie de textos literarios y artículos de prensa de la época, se pretende poner de manifiesto esta confrontación de posturas, en el contexto de una sociedad gustosa de detentar el lujo, lo nuevo y lo exógeno.

Palabras clave: Siglo XVIII; juventud; usos a la francesa; mujer; apariencias.

ABSTRACT:

Along the eighteenth century in Spain, were introduced a range of uses and fashions from France that transformed various plots of daily passing between the wealthy classes. The French courtly lifestyle was accepted by the Spanish elite, which received as a breath of fresh air the developments in the treatment between sexes, uses, entertainment and clothing habits and luxuries among others. In addition, the Enlightenment ideology, defender of the naturalness and purity in the forms and the treatment of individuals, favored the ease of affects. The stiffness of earlier times began to fade, making closer, more spontaneous and expressive family and friendly ties.

The importance given to appearance and fashion, the rise of hedonism and the increased presence of women in the public sphere, created a new proceeding in the way the sexes love relationships established during youth. Circumstances that generated suspicion in the most traditional sectors and that neither married the prototypes that the Enlightenment gave to each gender. Through a series of literary texts and newspaper articles of the time, it is intended to highlight this confrontation of positions in the context of a willingly society for having the luxury, the new and the exogenous.

Keywords: Eighteenth Century; youth; French uses; woman; appearances.

 

INTRODUCCIÓN

Durante el setecientos España se vio inmersa en un clima de relajación de costumbres en el que el hermetismo característico de etapas anteriores en lo referente a la relación entre sexos comenzaba a romperse. Con la apertura al extranjero tras la dinastía Borbónica, llegaron al país ciertos comportamientos que, entre otros, aportaron liberalización a la concepción que se tenía de la sexualidad. Indica Sánchez-Blanco Parody que aspectos como el gusto por la pornografía –por ejemplo, El arte de las Putas de Moratín circulaba clandestinamente entre las tertulias nobiliarias madrileñas-, las reticencias al matrimonio monógamo o la elevación del número de clérigos que incumplían el voto de castidad, reflejaban la asimilación de la axiología hedonista de la que Francia fue su mayor precursora (1991: 231-232).

La mujer, recluida hasta entonces en el ámbito doméstico, cada vez estaba más presente en los espacios públicos, terrenos tradicionales de presencia masculina. Al mismo tiempo, las damas de condición habían mejorado su don de gentes, educándose en manuales de urbanidad y cortesía, lo que las hacía más interesantes a los hombres. El pasar desapercibida, sin dejarse apenas notar, ya no eran cualidades tan celebradas entre los varones imbuidos en los nuevos usos y modas extranjeras. Éstos disfrutaban de la compañía de señoras alegres, espontáneas y joviales que pudieran seguir sus conversaciones.

Sin embargo, no era este el tipo de mujer predominante en aquella sociedad que, pese a sus intentos de modernidad, seguía manteniendo férreos bastiones de las costumbres y la moral tradicional. De hecho, se intentaban erradicar estos comportamientos con proclamas y manifiestos encaminados a volver a encerrarlas en el espacio privado inherente a su sexo, pero con la salvedad de convertirlas en agentes decisivos de la felicidad pública a través del cuidado de la familia. Esto es, reforzando su papel como madre y delineando las cualidades que debían poseer si querían ser felices y conservar la estabilidad en sus matrimonios (Peñafiel Ramón, 2001: 24-28; Martínez Alcázar, 2012: 247-254).

Se trató, por tanto, de un momento en la historia de España donde convivieron posturas enfrentadas en cuanto a la valoración de los sentimientos por un lado, y el sometimiento y cohesión a los intereses de la institución familiar por otro.

DE LA OCULTACIÓN A LA EXHIBICIÓN

Entre las clases acomodadas, los ideales y prototipos de ambos géneros estaban experimentando una serie de cambios como consecuencia de la apertura de miras a otras cortes, el descubrimiento del placer hedonista y el goce de las apariencias. La forma en que se trataban los sexos se había desprendido de la rigidez y artificialidad de antaño. Ahora primaban los contactos y conversaciones sinceras y naturales, el trato se hizo más inmediato y se levantaron los muros que separaban los espacios femeninos de los masculinos (Véase Ortega López, 2005: 317-350).

Las costumbres comenzaron a cambiar y valores tradicionalmente asentados en las mentalidades colectivas como el recato, la ocultación o la vergüenza, se guardaron en la recámara de muchas familias adineradas. La forma de entender el contacto de hombres y mujeres viró desenfrenadamente, la sumisión y la discreción, como cualidades firmemente ligadas a la posibilidad de las féminas para encontrar marido, estaban quedando obsoletas en tanto que los nuevos usos y modelos de comportamiento ensalzaban la publicidad, la exhibición y la competencia a través de la imagen. Es decir, si las solteras se quedaban en sus casas bajo el amparo de las faldas maternas, cosiendo y bordado, sin apenas emitir juicios cuando a los jóvenes se les permitía visitarlas, éstos, conocedores de otras maneras más espontáneas, divertidas y cómodas de establecer contactos con el sexo opuesto, huirían de sus reductos de honestidad.

Conversando con mujeres educadas a la moda, los jóvenes conocerían mejor las virtudes y defectos de sus pretendidas para seguir o no con sus propósitos de matrimonio. Sin querer entrar en polémicas, la escritora Josefa Amar y Borbón creía que era ventajoso que los novios se conocieran y hubiera un trato sincero entre ellos:

Muy conducente seria (…) que se hubiesen conocido y tratado primero los que se han de casar; pero no me atrevo á resolver en un punto tan delicado. Si hubiera mas sinceridad y buena fe, el trato descubriria á fondo los sujetos (1790: 278)[1].

Pero se trataba de un tema controvertido, porque si se daba mayor libertad a los jóvenes para comunicarse, podía darse ocasión a que vulneraran la potestad de los padres. Bien por descubrir que se trataba de un candidato o candidata reprobable y negarse a contraer nupcias, bien por estrechar demasiado las relaciones antes del enlace, con el consiguiente escándalo que implicaría.

Por estos motivos, la mayoría de los pensadores creyeron oportuno distinguir entre dos tipos de amor, con la intención de privilegiar el que se producía durante la convivencia matrimonial. El primero se relacionaba con el deseo y el capricho, sensaciones que trastornaban la razón, con tal violencia, que el ser humano se “movía a amar”, no sabiendo a quién, ni por qué motivo. El segundo se obtenía a través del trato y conocimiento de la persona en cuestión, por lo que sólo era posible tras contraer nupcias. Según comentaba el escritor, político y militar Francisco Manuel de Melo a mediados del siglo XVII en Carta de guía de casados -obra que siguió reimprimiéndose a lo largo del XVIII- el amor pasional terminaba en la posesión, en cambio, su antagónico, empezaba en ella:

De donde infiero, que el amor que se produce del trato, familiaridad, y fé de los Casados, para ser seguro, y excelente, en nada depende del otro amor, que se produjo del deseo del apetito, y desórden de los que se amaron antes desconcertadamente, á que no sin hierro llamamos amores, que á muchos mas les daña, que les aprovecha (1786: 16).

Esta contraposición entre maneras de actuar y de pensar tradicionales o modernas se dejó notar con mayor énfasis en las mujeres, pues los hombres siempre habían gozado de mayor autonomía para desenvolverse en la sociedad, aunque estuvieran solteros. Como indica Martín Gaite, el viraje de actitudes no comenzó en las doncellas casaderas, sino en las que ya estaban casadas (2005: 117). Éstas, envidiadas por las otras, convertidas en patrones de conducta a imitar, estaban cobrando protagonismo en los espacios de sociabilidad y sus relaciones afectuosas o amorosas ya no se reducían únicamente a las experimentadas con sus respectivos maridos. Los cortejos las asediaban y ellas se dejaban querer. A pesar de que se las educara en el alejamiento del varón, lo que las solteras contemplaban en sus casas y en los espacios que frecuentaban con sus madres, no casaba con la moral que habitualmente se les había asignado. Empezaron a caer en la cuenta de que si lo que realmente atraía a los hombres era la desenvoltura, las diversiones exteriores y la franqueza en el trato, el ejemplo dado por sus madres se convertiría en la mejor escuela para acceder al “mercado” matrimonial[2]. Y, al mismo tiempo, soñaban con las libertades que tendrían al casarse, al ver lo permisivos que eran sus padres con sus madres[3]. Como un síntoma más de la modernización y la europeización de las conductas, algunos maridos creían que la moda de que sus esposas tuvieran cortejos los ennoblecía:

El que ayer era un pelon, / y no pasó de cochero, / hoy le echa de caballero / de antiquísimo blason: / quiere que le llamen Don, / porque agradó su mujer / á un señor que mantener / quiere con pompa su exceso (Rodríguez de Arellano, 1806: 164).

Ante estas evidencias, los moralistas, alarmados por la corrupción de las costumbres de quienes se creían superiores por haber tomado como patrón de sus procederes los hábitos afrancesados, intentaban demostrar en sus escritos los graves inconvenientes que el mal ejemplo de los padres causaba en sus hijos. Si ya se había pervertido la sociedad enriquecida de su época, se esmeraban por describir las desastrosas consecuencias que conllevaba una vida basada en esos fundamentos, para así prevenir a las futuras generaciones. Entre las críticas más comunes estaban las dedicadas al mal ejemplo de los padres, responsables de las tragedias a las que se veía abocadas muchas de sus hijas:

Si los descuidos de los Padres para con los hijos, ocasionan unas conseqüencias tan fatales, mucho mas, y mayores se experimentan en las inocentes hijas, que a veces se ven motejadas, é infamadas por la demasiada condescendencia de sus Padres ¿Cuántas no han sacrificado vilmente su pureza, por el descuido, trato, comunicación, y freqüencia de aquellos que regularmente, están tildados de insolentes, y de atrevidos, sin mirar que están imposibilitados por su estado, à reparar la ruina que ocasionan muchas veces con sus liviandades?[4]

La ampliación de entretenimientos y la creciente intromisión y protagonismo de la mujer en ellos hizo que variara su forma de actuar. Ya no se las adoctrinaba en las tareas propias de la esfera privada, ahora necesitaban nuevos recursos para actuar en público. Debían, por tanto, mejorar su don de gentes para desenvolverse correctamente en reuniones, tertulias, bailes, teatros y paseos[5]. Además, este nuevo prototipo de mujer sociable tenía que destacar y sobresalir por encima de las demás. La competencia por encontrar marido tradicionalmente se atribuía a las virtudes derivadas de la modestia y el recato, propias de una vida recogida y ajena al mundo. Ahora, esta lucha por salir de la soltería se hacía de cara a los demás, en público, rodeada de varones y mujeres instruidos en los modales a la francesa y la exhibición a través de las apariencias.

Los méritos personales quedaban en segundo término, en una colectividad en la que llegó a primar la adecuación a las modas y costumbres que venían de fuera. Una mujer o un hombre, apenas dignos de mención, podían lograr la aceptación y las lisonjas de los demás si aparecían en escena vistiendo los últimos trajes llegados de París, hablando con un acento afrancesado o versando sobre tendencias indumentarias. Las verdaderas prendas de la virtud como la modestia, el honor y la prudencia estaban siendo desacreditadas por las cualidades meramente aparentes. Hombres y mujeres contribuyeron a este nuevo orden meritorio, pues tanto unos como otros buscaban y encontraban individuos que poseían las cualidades a la moda. Los textos de la época relataban estas preferencias. Muratori, erudito y eclesiástico italiano, en su obra sobre la juventud, hacía mención al hecho de que las doncellas casaderas se quedaban prendadas de jóvenes aduladores, falsos, afectados en el habla y en los gestos, que recubrían su falta de atributos morales e intelectuales con todo tipo de vestidos, abalorios y peinados a la francesa. Por el contrario, aquellos mancebos decentes, sinceros y sencillos que con fines honestos se acercaban a ellas, apenas lograban captar su atención:

Preséntese, pues, á muchas de ellas (deseosas sin duda de establecerse, y colocarse bien en el estado del matrimonio) un mancebo prudente, y sabio, el cual viste decentemente, habla con sencillez, y modestia, que no gusta, antes bien aborrece toda afectación, adulación, y jactancia, será desgraciado para con aquella señora y no la merecerá ni siquiera una cortés respuesta (1780: 152).

En este contexto apenas había lugar para el pudor y las mujeres fueron saliendo de su invisibilidad y ampliando sus relaciones sociales. Esto se estimaba especialmente corruptor para las doncellas casaderas y a menudo los textos de la época evocaban con nostalgia los principios castos y nobles de las señoritas de antaño:

Antiguamente las Doncellas Españolas se cubrían de rubor con solo mirar á un hombre ó solo descubrir un pie; pero ya se han abierto sus ojos, y ahora conocen el verdadero modo de lisonjear el gusto, y solo se avergüenzan de que alguna les enmiende la plana en las maxîmas del luxo, y postitucion, inventado medios de dar mas profunda salida á la mercancía de sus cuerpos[6].

La marcialidad y el despejo fueron términos acuñados en esta época para describir el cambio de actitud femenina. Se referían a la soltura, la iniciativa, la desenvoltura y la naturalidad en la expresión de los sentimientos y las actitudes corporales (OLIVEIRA, 2012: 219-244). El presbítero Ossorio de la Cadena se lamentaba del atrevimiento y la desvergüenza femenina:

(…) yá se tiene por encogimiento sonrojarse, cuando las miran los hombres, yà se gradua con el titulo de pusilanimidad el retiro, y no dejarse llevar de las vanas lisonjas, y vistas alhagüeñas de los Pisaverdes: yà es moda la altanerìa en los ojos, el descoco, y casi desenvoltura en el andar, y en las demás acciones (1764:53).

Estas cualidades las desarrollaban en diversos ámbitos. Uno de los más criticados fue el baile, puesto que aquí no sólo entablaban conversaciones distendidas con los hombres, sino que también se rozaban mutuamente varias partes del cuerpo. Cuando el embajador marroquí Al-Miknasi llegó a La Gineta a finales del siglo XVIII, contempló cómo el juez del pueblo bailaba de manera escandalosa con una bella doncella: “se puso a bailar con ella, ciñéndola entre sus brazos y entrecruzando las piernas, sin importarles la gente que allí estaba presente, fuera poca o mucha (¡Dios abomine de todos ellos!) ¡Qué poca vergüenza! ¡Cuánto descaro!” (Recogido por Torres-Fontes Suárez, 1996: 518).

La cercanía corporal fue el complemento de la apertura en la manifestación de los sentimientos, pues cada vez se consideraba más natural dar muestras evidentes de las sensaciones y los gustos personales. Hecho que permitía a los cortejos actuar con mayor libertad y a las cortejadas exhibir sin miramientos la compañía de aquéllos. Pero el pensamiento tradicional no admitía tales demostraciones, culpando a los padres de criar a sus hijos entre estos divertimentos y advirtiendo a los jóvenes de la condenación eterna a que se exponían si se dejaban seducir por estas sendas de la concupiscencia.

En lo que se refiere a las doncellas, la cualidad transgredida en los bailes era la honestidad, auspiciada por la falta de dignidad y su exposición pública[7]. Zárate, presbítero y misionero, exponía que la seguridad que aportaba al hombre que la mujer fuera recogida se estaba perdiendo con los bailes: “porque la que se dà à esta diversión, no gusta del recogimiento; antes apetece salir à fuera para vèr, y ser vista, y para gozar festines, y concursos; y asi está mas expuesta à tropiezos” (1742:12)[8].

Las cargas contra este tipo de mujeres de conducta liberal no eran gratuitas. Su intromisión en el espacio natural del hombre se consideraba peligrosa para el correcto funcionamiento de la sociedad. A los hijos no se les educaba correctamente en el hogar en su primera infancia, lo que ocasionaba que arrastraran a lo largo de toda su vida los vicios aprendidos en su familia. Los maridos habían perdido parte de su poder y se habían convertido en marionetas que trabajaban únicamente para satisfacer los caprichos de sus mujeres e incluso de sus cortejos, ya que los regalos que ellas les hacían corrían a cuenta de su patrimonio.

A pesar de estas muestras de sometimiento masculino en el matrimonio, se decía que ciertas jóvenes descartaban contraer nupcias por la libertad que gozaban al no tener una figura de autoridad que pudiera coartarlas o simplemente cuestionar sus actos:

¿Yo someterme á un marido / En mis quince primaveras / Que me diga: yo lo mando, / Voz que á mis oídos disuena?/ (…) ¿No poder salir de casa / Sin ir á tomar su venia? / (…) Y en fin, si era hombre de juicio / Que del todo me prohibiera / Tener cortejos que finos / Me obsequiaran y rindieran / A mis pies sus corazones, / Nunca en mí lo consiguiera; / Y asi, para no exponerme, / Mejor estaré soltera[9].

Se estimaba que pensamientos como éstos llevarían irremediablemente a las mujeres a un estado de soledad y perdición, porque éstas, sin el amparo y la corrección de una figura masculina que las gobernase, acabarían por vender al mejor postor las cualidades de las que hacían gala, mancillando su honor y abocándose a la soltería perpetua las más pudientes, o a los trabajos más censurados las más humildes.

EL PODER DE LAS APARIENCIAS: MODAS, LUJO Y FRIVOLIDAD

Este nuevo modelo de mujer había recibido una educación fundada en la dignificación de las apariencias, por lo que tanto una doncella de clase media-baja podía simular con el corte de sus vestidos pertenecer a una esfera superior, como una joven acaudalada estar instruida en los vocablos de moda “a la francesa”, sin apenas saber cómo se escribían (Haidt, 1999: 40). Este prototipo femenino era caprichoso, inconstante y obviaba la instrucción en las labores domésticas. Aunque atrajera a la hombres en un principio, ellos mismos se daban cuenta –si no ya estaban los moralistas para hacerles caer en la cuenta- de que lo que aparentemente eran diversiones y complacencias durante el flirteo, podía convertirse en un martirio diario si llegaban a casarse con estas mujeres. Por este motivo, circularon varios escritos que se burlaban de este tipo de actitudes femeninas. Muchas de las mujeres que actuaban de esta manera, eludiendo sus tradicionales funciones domésticas por el simple deseo de encontrar marido, eran objeto del escarnio masculino, quienes les hacían caso de vez en cuando para divertirse pero sin albergar ningún interés en hacerlas sus esposas. A los hombres se les recomendaba examinar ciertas costumbres femeninas antes de comprometerse: “Cómo gasta un bolsillo de dinero / Si permanece fina un año entero / Si prefiere el humilde, al rico trage / Si tiene cotidianas devociones / Y si busca con ansia diversiones[10]”.

Una mala educación y un ejemplo contaminado podían desembocar en problemas conyugales, por lo que los jóvenes observaban con atención a las madres de sus pretendidas, varias de las cuales solían acompañarse de cortejos. Hasta finales del siglo XVII, las únicas relaciones extramatrimoniales que eran más o menos toleradas eran las que realizaban los hombres. Sin embargo, en consonancia con la transformación en las relaciones sociales, se admitieron, dentro de un orden, estas licencias a las mujeres. Por primera vez en la historia ambos sexos se equipararon en cierta medida, la preeminencia absoluta tradicional del varón ya no era una cuestión celebrada en una sociedad en la que se había concedió un mayor protagonismo al bello sexo (Elías, 2010:274-275).

También se decía que la participación activa en el ámbito público de las doncellas las haría desprenderse de todo lo vinculado a los deberes de la casa, atenciones maritales y cuidado de los vástagos, por lo que los futuros maridos tendrían mil disputas y desavenencias con ellas. Y, por último, la excesiva dedicación a seguir destacando por encima de las demás, la obsesión por lo aparente y el despilfarro del patrimonio familiar en la obtención de artículos a la moda, les conduciría a la ruina, perversión de sus hijos y malogro de su respetabilidad. Por tanto, por mucho que se disfrutara de la compañía de estas doncellas casaderas formadas en los principios desafiantes del correcto funcionamiento social, muchos de los varones que se relacionaban con ellas lo hacían como un simple entretenimiento más, ya que era la mujer sumisa, obediente, responsable y modesta la que anhelaban como esposa. Esta idea está perfectamente desarrollada en La Petimetra de Fernández de Moratín, donde Don Félix, atraído en principio por la fachada ilusoria de magnificencia de Doña Jerónima –quien en realidad estaba arruinada- finalmente cae en la cuenta de sus tretas y se decanta por su virtuosa prima Ana (1762:87).

Incluso, algunos moralistas aconsejaron a los varones que a la hora de elegir esposa se despojaran de los criterios patrimoniales y de clase, privilegiando la buena educación de la candidata: “(…) en llegando el caso de elegir, se deban preferir las doncellas, bien educadas; aun excluyendo las riquezas, y la calidad del nacimiento[11]”.

La literatura ilustrada trataba de desbancar las conductas transgresoras femeninas, achacándoles muchos de los quebrantos de la población (Nogal Fernández, 2000: 274). Pero también alertaba y se apiadaba, en cierta forma, de las mujeres, por los métodos a los que se habían tenido que adecuar para suscitar el interés de unos hombres que las adoraban para después desprestigiarlas. Pues, como se preguntaba Jovellanos en Conversaciones sobre el origen del lujo:

¿qué hará una joven acostumbrada desde niña a estimarse y sobresalir por su adorno y vestido? ¿Qué hará cuando, al entrar en el mundo, ve que este cuidado ocupa todo su sexo y es materia a la estimación o desprecio de los hombres? (Recogido por Sarasúa, 1996: 66).

Amar y Borbón apelaba a la conciencia masculina al explicitar que las mujeres “sólo cuidan de adornar el cuerpo porque ven que éste es el idolillo a que ellos dedican sus inciensos” (2006). Joyes y Blake, en la apología de las mujeres que insertó en su traducción de El Príncipe de Abisinia de Sammuel Johnson denunciaba que su sexo se veía reducido a convertirse en muñecas y juguetes de sus padres durante su infancia y juventud y en fetiches adorados por unas cualidades externas que a la vez se denostaban por su poder de seducción hacia el hombre, cuando alcanzaban cierto grado de madurez (1798:183-189).

Los detractores del lujo de la época -que había impregnado diversos ámbitos relacionados con el consumo suntuario de productos exógenos- atribuían al deseo femenino de conseguir prendas, joyas y todo tipo de complementos a la moda, la entrega de las solteras a hombres que podían permitirse regalarles tales bagatelas. Desprendiéndose del pudor y la vergüenza, estas mujeres no dudaban en acercarse a ellos y satisfacer sus deseos, perdiendo con ello la integridad de su decencia:

Si la necesidad oprime á una soltera, desprecia su propia honestidad, y no hace mérito de las fatales resultas que trae anejas esta prostitución, y asi cuántas se tropiezan por las calles perdidas por esta causa, que podrían haber sido muy útiles á la población, colocadas en matrimonio, si no hubiera nacido el Luxo que las forzó á vanidades, que no podían seguir de otro modo, sino poniéndose en un mostrador de liviandades, dando sus mercancias á cuantos llegaban por el precio que ofrecian, sin réplica, ni regatéo (Romero de Álamo, 1789: 102).

La actitud superficial de las mujeres estaba desprestigiando el matrimonio. El malogro de su educación las había convertido en seres inconstantes y frívolos que dirigían el sentido de sus vidas hacia la opulencia y la relajación de las costumbres. Las solteras no contaban con los mismos medios que las casadas para desarrollar estas facetas, en tanto que, al depender todavía del yugo paterno, no tenían casa propia en la que celebrar sus propias reuniones, no contaban con un patrimonio que gastar a su gusto y sus salidas se vigilaban con mayor celo (Martín Gaite, 2005: 134). De ahí su deseo por contraer nupcias, en un descarado intento de gozar de las mieles de las casadas.

Multitud de pliegos circularon por las distintas ciudades españolas recalcando la naturaleza gastadora y manirrota de ciertas mujeres de carácter desenfadado. En algunos documentos, indica Gomis, se hacía una relación de los bienes adquiridos y solicitados a sus novios por las féminas durante el noviazgo y el matrimonio. Para que un joven se ganara la atención de una señorita debía satisfacer todos sus antojos y pagar de su bolsillo ciertos refrigerios, entradas a los teatros o pequeños detalles como flores y joyas (2008). De lo contrario, ella se cuidaría de atender a las lisonjas de cualquier otro caballero que pudiera proporcionarle tales caprichos. Un texto que se reimprimió varias veces a lo largo del setecientos, muy ilustrativo sobre la reticencia de los hombres a contraer nupcias, fue El mozo soltero. Relación en que se manifiestan los motivos que deben considerar los jóvenes para no casarse. En este escrito un joven asociaba el matrimonio únicamente a los gastos y padecimientos que desde el noviazgo y la boda tenían que hacer frente los hombres. Situación que se agravaba si la esposa era dada a los goces del siglo:

Y si ella sale traviesa/ y de genio alborotado, / amiga de pelendengues / de visitar los estrados, / inclinada á los cortejos/ y cada dia ir mudando / las modas de mejor gusto / que es común en estos años, / que cargue Judas con ella / y con la honda de mil diablos (Recogido por González Castaño y Martín-Consuegra Blaya, 2004: 121).

Si se atiende a los textos difundidos en la época, el cambio en las costumbres que trajo consigo la Ilustración y la apertura de miras a otros lugares europeos fue notable en lo que a la consideración de la mujer y la relación de sexos se refiere. Sin embargo, hay que poner en tela de juicio la realidad que describían estos documentos, en tanto que en multitud de ocasiones se tendió a la exageración como motivo aleccionador y definidor de conductas y roles sociales.

En el momento en que las mujeres comenzaron a cobrar un mayor protagonismo en los espacios públicos de esparcimiento -aunque la mayor parte del tiempo lo ocuparan en sus tareas domésticas- el papel que tradicionalmente habían tenido como sujetos sumisos, inferiores y dependientes de los criterios masculinos, empezó a presentar fisuras. Por este motivo, y teniendo en cuenta que el modelo de mujer pretendido por los ilustrados estaba basado en la importancia de su función activa en la sociedad pero desde el ámbito doméstico, afinaron las “armas” que tenían a su alcance –como la escritura y el arte-, desprestigiando a las doncellas y damas que despuntaban por su manera independiente de actuar en sociedad.

          Debido a esta manera transgresora de conducirse, ciertas formas tradicionales del galanteo cortés estaban quedando en el recuerdo. En este momento el trato era más directo, sin ambages ni miramientos. Pero no sólo las mujeres habían contribuido a estabilizar estos cambios, los hombres fueron también culpables. Aunque en general principalmente el mal en las relaciones entre sexos se achacó a las féminas, ciertos textos no se olvidaron de dirigir sus críticas a un determinado sector masculino: el de los petimetres. Si bien, en la base de estos vituperios se hallaba la imitación de las costumbres propiamente femeninas. Al igual que las petimetras o damas disolutas, los currutacos desafiaban las fronteras de género, pues incorporaban en sus maneras y ocupaciones la nimiedad de las preocupaciones de las mujeres. Por este motivo se les consideraba seres afeminados e inhabilitados para el trabajo por su blandura, ociosidad y sumisión a los caprichos del considerado sexo débil (Díaz Marcos, 2008: 47):

Este lujo, este brillante Adorno, esta delicadez en tratarse; en una palabra, esta vergonzosa afeminación hace a los Hombres cobardes, ignorantes, y descuidados de sus obligaciones (Cienfuegos, 1768: 81-83).

Este prototipo de varón retardaba en la manera de lo posible el matrimonio y, cuando lo contraía, hacía oídos sordos a las entradas y salidas de su esposa, contribuyendo a la degeneración de las costumbres y mala crianza de los hijos. No se podía permitir que los jóvenes anduvieran ociosos, seduciendo a las mujeres, sin preocuparse en encontrar una digna esposa con la que formar una familia y aumentar la población:

Hombres libertinos, que huis del matrimonio por seguir encenagados en los vicios detestables, abusando de las gracias, y tal vez de la inocencia de la mas bella mitad de la poblacion de la tierra, ved que vuestra conducta se opone directamente á la voluntad del Criador: mirad que rompeis la serie de individuos, encargada en poblar el mundo[12].

La confrontación de los nuevos estilos importados con los típicos producía ciertas situaciones extrañas. Así lo refería un visitante que llegó a Murcia a finales de la década de los noventa, según el Correo de Murcia. Le asombraba la escasa atención masculina que tenían las jóvenes y bellas doncellas de la ciudad, animando a los mozos a pedirles matrimonio[13]. Un mes más tarde, en la misma publicación se respondía esta carta exponiendo las oportunas explicaciones para tal hecho. El autor aprovechó el asunto para esgrimir detalladamente los quebrantos que habían sufrido los hábitos de su tiempo y recordar con añoranza las buenas costumbres del pasado. El matrimonio había perdido valor por el protagonismo concedido a los nuevos usos extranjeros. El coqueteo inicial del noviazgo, caracterizado por el amable trato cortés, desprendido y comedido, ya no se entendía como tal, puesto que lo importante era seguir los impulsos, sin andarse con rodeos. Las mujeres no lograban casarse porque era criadas bajo los preceptos del “buen gusto, marcialidad y despejo” y se admitían los cortejos o chichisbeos[14].

CONCLUSIONES

Por tanto, las doncellas y mozos de los altos estratos podían en esta época decidir cuál era el prototipo al que querían ajustarse: a uno tradicional, recogido, regido por los dictámenes paternos y acorde con los moralistas, o a otro moderno, extrovertido y basado en el disfrute de las apariencias y del presente, sin detenerse a vislumbrar las situaciones que acontecerían en el futuro.

Pero más que ellos, según se ha comentado, serían los padres los que principalmente les encaminarían hacia una senda u otra. Su ejemplo, educación y formación moral y espiritual, tipo de entretenimientos y relaciones sociales revertirían en sus vástagos, siendo su porvenir en la vida adulta el resultado de lo que mamaron en su infancia y juventud.

BIBLIOGRAFÍA

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[1] Sin embargo, lo que realmente se proclamaba era que se descubrieran los caracteres durante el matrimonio, puesto que si los esposos se dejaban llevar por la cordialidad y el respeto, el amor prudente terminaría por penetrar en sus corazones: “Déjese llevar el casado del poder de aquella virtuosa costumbre: no luche, ni forceje con la corriente, que cuando menos espere, y sin saber cómo fué aquello, se hallará amando á salvamento á su mujer, siendo de ella amado con seguridad”. MELO, 1786: 16.

[2] “(…) las hijas se corromperán en innumerables relajaciones, por imitar á su madre, y en vez de procrear descendientes para gloria de Dios, y honra nuestra, debiendo ejercitarse en la virtud, que es el verdadero carácter de la nobleza, y el honor, tendremos la vergonzosa angustia de vernos padres de una turba de viciosos, anegados en todas las irregularidades del desorden caprichoso, y en quienes irá creciendo con el cuerpo la monstruosidad del delito”. NIPHO, 1781: 86.

[3] Como indicaba Duncan: “Para la mujer a la moda, el matrimonio en efecto significaba independencia. Tras dar a su marido uno o dos hijos, tenía espacio suficiente para buscar sus propios placeres”. (1982: 205-206).

[4] “La Educación de los jóvenes es el fundamento de toda Republica”. Discurso publicado en el Correo de Murcia, 111, 21 de septiembre de 1793: 43.

[5] Este nuevo prototipo de mujer, interesada en la interactuación personal, debía presentar las siguientes virtudes: cortesía, urbanidad, sociabilidad, buena crianza, cordialidad y trato fácil. RODRÍGUEZ BERNIS, 2010: 432.

[6] Correo de Murcia, 171, 19 de abril de 1794: 245. Cadalso hacía mención a las burlas que recibía el que se empeñaba en quitar la venda de los ojos a las jóvenes de su tiempo: “Poco mejor le iria al que llegase á una mujer y le dijese: ¿Tienes ya quince años? Pues ya no debes pensar en ser niña, tocador, gabinete, máscaras, encajes, cintas, parches, aguas de olor, batas, deshabilles al fuego desde ahora. ¿Quién se ha de casar contigo, si te empleas en estos pasatiempos? ¿qué marido ha de tener la que no cria sus hijos á sus pechos? La que no sabe hacer las camisas, cuidarlo en una enfermedad, gobernar su casa, y seguirle, si es menester á la guerra?” (1793: 210-211).

[7] Multitud de bailes convivieron en España en el siglo XVIII, tanto los autóctonos como el fandango, las seguidillas o el bolero, como los franceses –minué, contradanza, rigodón, etc.-, ciertos bailes ingleses y hasta la polca. La gran mayoría de ellos aparecen recogidos en la obra de ROJO DE FLORES, 1793. Véase BEJARANO PELLICER, 2009: 297-298.

[8] El Padre Calatayud se pronunció en los mismos términos, pues, a sus ojos, en los bailes las damas se despojaban de la modestia, el rubor y la honestidad. De la primera “porque en parte arriman los vestidos, y se descubren inmodestamente con los movimientos y saltos”. Del rubor, por su descaro, libertad de movimientos, acciones, gestos y “juegos impudentes” y de la honestidad, porque esta cercanía en el trato con los hombres las desproveía de la veneración y estimación masculina (1737: 246).

[9] Correo de Murcia, 333, 7 de noviembre de 1795: 156.

[10] Diario de Valencia, 68, 6 de septiembre de 1795: 270.

[11] Consideraciones políticas sobre la conducta que debe observarse entre marido y muger, 1792: 13. Se sabe que el autor de este anónimo fue el abate valenciano Pascual Albuichec, puesto que fue requerido por la Inquisición al considerarse censurable su obra. Tras cuatro años de litigios, el Inquisidor Pedro Orbe consideró oportuno que la obra circulara con libertad el 29 de agosto de 1803. CAPEL MARTÍNEZ, 1997: 40-42.

[12] Los caxoncitos de la almohadilla de Anita, 1804: 41-42. 

[13] Correo de Murcia, 337, 21 de noviembre de 1795: 190.

[14] Ibídem, 345, 19 de diciembre de 1795: 250-253.