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Revista de estudios filológicos
Nº26 Enero 2014 - ISSN 1577-6921
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estudios

ACTOS RETÓRICOS Y ACTOS DE HABLA

Antonio Aguilar Giménez

(Universidad de Valencia)

antonio.aguilar@uv.es

 RESUMEN:

En este artículo intentamos responder a una serie de interrogantes: ¿Es posible separar un acto de habla de una figura o tropo retóricos? ¿Son todas las figuras o tropos actos de habla? Si es así ¿es toda retórica performativa? ¿Pertenece la retórica a los actos de habla porque tiene una necesaria dimensión perlocutiva en tanto que modo argumentativo del lenguaje?, o por el contrario, ¿es la retórica performativa porque produce efectos estéticos reducida sólo como ornamento y cosmética? A todo lo cual deberíamos plantear una última pregunta: ¿qué relación guarda la institución literaria con esta performatividad retórica?

 Palabras clave: actos de habla, retórica, literatura, lenguaje, referencia.

 ABSTRACT:

In this article we try to answer some questions: Is it possible to separate a speech act from a rhetorical trope? Are all figures or tropes speech acts? If so, is it all rhetorics performative? Is it possible to consider rhetorics as a speech act because it has a perlocutive dimension as an argumentative mode of language? Or, on the contrary, is rhetorics performative because it produces some aesthetic effects reduced to cosmetic and ornament? All this would put a final question: What is the relation of this rhetorical performativity with the literary institution?

 Keywords: speech acts, rhetorics, literatura, lenguaje, referencia.

 

   

1. ACTOS DE HABLA Y RETÓRICA

 

          Los actos performativos son actos retóricos. Culler (1997:102) hablando sobre los performativos en literatura, y después de afirmar que los performativos crean situaciones y personajes, ideas, y que, además, suponen una transformación del mundo a través de la obra, afirma que el perfomativo es una operación retórica. La afirmación es arriesgada, aunque tentadora. Porque, ¿es posible separar un acto de habla de una figura o tropo retóricos? ¿Son todas las figuras o tropos actos de habla? Si es así ¿es toda retórica performativa? ¿Pertenece la retórica a los actos de habla porque tiene una necesaria dimensión perlocutiva en tanto que modo argumentativo del lenguaje?, o por el contrario, ¿es la retórica performativa porque produce efectos estéticos en su dimensión ornamental, cosmética? A todo lo cual deberíamos plantear un último interrogante, ¿es posible una convivencia no aporética entre los actos performativo y las construcciones retórica? Para responder a estas preguntas revisaremos algunos conceptos básicos de la teoría austiniana de los actos de habla.

Los performativos, tal y como los concibe Austin, están sujetos a unos determinados usos del lenguaje regulados por convenciones sociales. La repetición dentro de la comunidad asegura la validez del acto. Dicho acto depende de una estructura intencional que lo anima. Así por ejemplo, si elegimos entre los tipos de actos, el acto de habla declarativo cumple, realiza una acción. Podemos hacer referencia, aunque sea por encima, a la lectura derridiana de un importante acto declarativo, la Declaración de independencia de los estados unidos. Derrida (1984) comenta que la firma de tal declaración, que en sí es un declarativo, ni describe ni constata, cumple, funda una institución y se vincula a una firma: momento material de repetición. Siendo la firma un constativo que también realiza su propia desaparición, la firma de una declaración sería un momento aporético por el que se firma, materialmente, la declaración y la imposibilidad de la declaración. Y esta es una cuestión que los trabajos en deconstrucción, ya sea por parte de Derrida, Miller o de Man, han convertido en una constante, la demostración de que no hay una relación pacífica entre los términos de la oposición constativo performativo. Mediante esta consideración de los actos de habla se introduce una ruptura en la relación lingüística entre acto y conocimiento. Esta interferencia nos sitúa en el umbral entre las cosas y los acontecimientos, entre enunciado y enunciación, gramática y retórica, sin que sea posible posicionarse en una de ellas para poder decidir una lectura. Esta lógica de alguna manera ya está presente en la obra de Austin y en la distinción entre constativo y performativo, que lejos de clara, siempre tuvo por problemática.

Las palabras, Austin recurre a la misma metáfora que Wittgenstein, son nuestras herramientas[1], y debemos saber qué y cómo significamos con ellas; cómo usarlas y qué efectos podemos llegar a producir con ellas. Si las palabras son como herramientas es porque pueden servirnos para describir el mundo, pero también para actuar en él, y transformarlo ―para construir y habitar, diría Heidegger―. Este modo de entender el lenguaje debe entenderse desde la revisión de los modos de significar que la filosofía analítica lleva a cabo, con el fin de transcender los esquemas conceptuales que animan algunas teorías sobre las construcciones de significado. Los performativos (Austin 1990:45) no “describen” o “registran” nada y no son ni verdaderos ni falsos. El acto de expresar la oración es considerado como la realización de una acción, acción que normalmente podría ser descrita como consistente en decir algo. Así pues, el performativo es a la vez acción y enunciado (Austin, 1962:273). Acción que puede considerarse como puramente lingüística y acción en el seno de una comunidad que rige las reglas y convenciones del acto mismo. Del mismo modo, debemos recordar que el performativo, dependiendo de su realización puede llegar a ser nulo, puede convertirse en un acto infeliz de habla si las condiciones de su emisión no son las apropiadas. Por ejemplo, un acto de este tipo se considera nulo si no ha habido sinceridad en la enunciación (sería el caso de la literatura), o si hay una ruptura o incumplimiento del contrato, de la regla, que anima el acto lingüístico. Recordemos también, brevemente, que Austin distingue dentro de los performativos entre los actos locutivos, aquellos que poseen significado; los actos ilocutivos, aquellos que poseen cierta fuerza al decir algo; y los perlocutivos, los que consisten en lograr ciertos efectos por (el hecho de) decir algo (Austin, 1990: 167).

Por tanto, cuando Austin habla de performativos está llevando la cuestión más allá del terreno de la significación ubicada en el plano del contenido factual de las expresiones, trasladándola al plano de las fuerzas que se manifiestan cuando hablamos (Austin, 1962: 293). Es precisamente este fracaso de la enunciación sobre su propio enunciado el que Austin, buscando diferenciar entre fuerza y sentido, bautiza como “fuerza ilocutiva” o fuerza de enunciación. Si la enunciación se refiere a la materialidad del diálogo, la enunciación, lugar de la fuerza, estará siempre, irreductiblemente, en exceso sobre el enunciado (Felman, 1980:105).

Para Benveniste (1997:273-4), el acto performativo es autorreferencial, se refiere a una realidad que él mismo constituye. El significado producto de dicho acto es idéntico al referente. La enunciación performativa, para Benveniste, es la imagen en el espejo del enunciado (performativo). Por el contrario, para Austin, es de la asimetría entre enunciación y enunciado de la que procede la idea de la fuerza de la enunciación, que Felman, en su aplicación deconstructiva, ve como un resto referencial. De esta manera, lo propio del performativo es subvertir la oposición entre referencialidad y autorreferencialidad, de igual manera que se subvierte la oposición entre constativo y performativo por el mismo resto producto del exceso. Austin insiste, no es lo mismo hacer un enunciado que usar las palabras o las oraciones de éste. No es lo mismo enunciar que se está mareado y sentir el mareo, declarar a alguien marido y mujer o simplemente representarlo en una función teatral. Y, aún es más, no hay ninguna necesidad de que las palabras usadas reflejen la estructura de la realidad; suponer lo contrario implica leer en el mundo los rasgos del lenguaje[2]. Una cosa es la gramática, parece decir Austin, y otra la lógica.

          Muchas de las emisiones que han sido tomadas por enunciados, incide Austin, no son de hecho descriptivas, ni susceptibles de ser verdaderas o falsas. Entonces, ¿cuándo un enunciado no es un enunciado? No lo es cuando es una emisión performativa, cuando es una forma de cálculo; cuando, por ejemplo, es parte de una obra de ficción, ya que no es el cometido de tales emisiones “corresponder a los hechos”. Cabría entonces, según este planteamiento, considerar con otra luz el constante tono irónico, no falto toques de humor negro del discurso teórico de Austin. Cabría, por tanto, preguntarse si esta maniobra de estilo no responde a la misma lógica de hacer cosas con palabras, que extiende el performativo más allá de lo apresable en el constativo. Podemos incluso plantear una última cuestión, podemos razonablemente preguntarnos, si todo acto de habla indirecto no mantiene una relación más que directa con la retórica, o al menos con algunos tropos. Adaptando las palabras de Austin se podría decir, sin riesgo a faltar a la verdad (constativa), que si una persona hace una emisión alegórica o irónica, diríamos que está haciendo algo en vez de meramente diciendo algo. Austin diría que estas realizaciones deberían hacerse en condiciones apropiadas para considerarlas como tales, ―¿los tropos no desestabilizan precisamente la decisión de estas condiciones?―. Lo cual vendría a suavizar la oposición entre gramática y retórica, dejando que el contexto decida la solución a la interferencia, la cual se resuelve como acto de habla. En realidad, no sólo el contexto es el encargado de decidir, puesto que tal enunciación se caracteriza por ser un acto intencional, una suerte de realización de un acto espiritual[3] interno que anima la enunciación. De modo que una determinada intención reconocida en un contexto concreto será la clave para su perfecto funcionamiento. Así pues, el acto performativo dependerá de una regla que debe existir y ser aceptada por una comunidad, y por tanto el acto deberá ser realizado en las circunstancias apropiadas a la regla. Señala Austin, además como característico de este tipo de actos el que compartan una misma forma gramatical: comienzan con el verbo en primera persona del singular del presente de indicativo de la voz activa[4]. Lo cual le llevará también a matizar entre el hecho de explicitar el acto que se está realizando: “cierra la puerta”, o el hecho de enunciar tal acto: “te ordeno que cierres la puerta”. Y esto deja entrar un serio problema en el seno de los actos de habla, es decir, si es posible diferenciar performativos explícitos y performativos primarios (los que se enuncian por sí solos), cabe la posibilidad de que los actos constativos puedan ser considerados una variación de los performativos explícitos. Austin, lo reconoce. La distinción no es tan clara como debería ser (Austin, 1990:227), es ahora, cuando empezamos a hundirnos un poco, admite. Aunque los constativos puedan ser evaluados como verdaderos o falsos, dependiendo de la correspondencia con los hechos, son también susceptibles de realizarse infelizmente, de infortunio, al igual que los performativos.

Austin insiste, los actos de enunciar, describir, o informar, son con igual derecho actos, como son el acto de ordenar, o de advertir. Por este razonamiento, el enunciar, no es menos performativo que el resto de los actos que en un principio parecen oponerse a este por naturaleza. Lo que viene a decir Austin es que la relación de verdad y falsedad que los enunciados constativos disponen depende igualmente de su realización en una situación comunicativa dada. Evaluados con respecto a los hechos, estos actos no difieren tanto de los consejos, veredictos, advertencias:

 

Vemos entonces que enunciar algo es realizar un acto justamente igual que lo es dar una orden o hacer una reverencia; y vemos, por otro lado, que, cuando damos una orden o una advertencia o damos un consejo, se plantea la cuestión de cómo esto está relacionado con los hechos, la cual no es quizá muy distinta del tipo de cuestión que surge cuando discutimos cómo está relacionado un enunciado con el hecho. Bien, esto parece significar que en su forma original nuestra distinción entre el performativo y el enunciado se debilita considerablemente, y en realidad se derrumba. [...] Y una cosa sale a la luz cuando hacemos esto, es que, además de la cuestión que ha sido muy estudiada en el pasado concerniente a lo que una determinada emisión significa, hay una cuestión ulterior distinta de ésta concerniente a la fuerza, por así llamarla, de la emisión. (Austin, 1990:251)[5].

 

Teniendo presente la dificultad a la hora de distinguir entre performativo y constativo, la noción de fuerza en el lenguaje cobra un papel inesperadamente importante. Así, Austin desplaza la cuestión hacia la consideración de los tipos de acto según esta fuerza. Recordemos como queda entonces la clasificación. Un acto locutivo se caracteriza por la producción de sentido, es la fase del puro decir, de la pura enunciación. En el acto ilocutivo se dan los juegos de fuerzas; en otras palabras, es el acto de decir algo, mediante el cual se añade una fuerza al significado de lo dicho en el acto locutivo. Finalmente el acto perlocutivo es el acto por el que se produce ciertos efectos en el interlocutor.

Por tanto, la concepción del constativo como adecuación perfecta de un enunciado y su referente debe considerarse mediada por la fuerza que actúa como resto en la adecuación entre el lenguaje y la realidad que representa. Por oposición a la lingüística de Saussure y Chomsky, la teoría del performativo reintroduce la problemática del referente en la escena del lenguaje. La lengua no es una constatación de lo real, un simple reflejo de un referente o su representación mimética. El referente no es simplemente una sustancia preexistente, sino un acto, es decir un movimiento dinámico de modificación de lo real (Felman, 1980:104). La interferencia entre el referente y su significante constituye el lugar específico del análisis performativo. Podríamos relacionar dicha interferencia con el papel de la metáfora del heliotropo, por cuanto que tal metáfora cuestiona el fundamento del principio de identidad, anunciándose como una promesa de sentido propio, y nombre propio. Al igual que en la relación entre el constativo y el performativo la diferencia se reduce a una promesa (temporal) que a su vez viene dada por la impresión de una fuerza en el acto de enunciación.

Es necesario considerar si esta fuerza puede ser recuperada de alguna manera para el significado lingüístico. Katz (1977) retoma la noción de un grado cero contextual para poder explicar los fenómenos pragmáticos, puesto que el conocimiento del contexto, desde este punto de vista, juega un importante papel en cómo las realizaciones son entendidas. El significado de una elocución visto pragmáticamente, dejando su valor de estructura gramatical, es el significado de su ser específico espacio-temporalmente tomado como ocurrencia de una oración en una estructura particular contextual. Katz (1977: 15) explica que el hecho de que la elocución dependa del contexto pone en circulación el funcionamiento de la metáfora de la dimensión. A partir de esta metáfora, puede hablar este autor de un punto cero en el que contexto no contribuye al significado, dicho contexto reflejaría una situación anónima de la letra. Así pues para Katz, el componente semántico de la gramática, es por definición, una teoría de las elocuciones en el punto cero, la cual depende de una “competencia” como la entiende Chomsky.    

          Como contraposición a esta teoría sobre la identificación del contexto, la teoría de Grice se fundamenta en la labor de corrección de las irregularidades posibles en los performativos. Grice (1975) pretende controlar por medio de actos sociales las situaciones de lenguaje, proponiendo una serie de normas, máximas, como las llama, que son los principios previos del bien hablar. Las máximas, ante la imposibilidad de dominar la fuerza que media entre signo y referente, imponen una serie reglas de buena voluntad comunicativa al hablante. Para contrarrestar este efecto desbordante del lenguaje, algunos autores en consonancia con Grice, especialmente desde la pragmática, han dirigido todos sus esfuerzos en regular de alguna manera esta desaceleración entre enunciado y enunciación. Habermas, en Teoría de la acción comunicativa (1989), habla por ejemplo, de convenciones semánticas para tratar con el lenguaje. Habermas señala la importancia de la intención para la comunicación, donde los hablantes guiados por una serie de normas pueden regular la acción comunicativa. Acción entendida como una intención comunicativa asociada a una expresión semántica única y reconocible por parte del receptor. Habermas califica el lenguaje como medio para la transmisión de vivencias intencionales, como medio de participación en una misma cultura.

Nos interesa señalar el papel de la enunciación como acción en estas consideraciones pragmáticas, porque ello nos va a servir para mostrar la relación que existe entre la retórica (la invención de la retórica, una retórica en deconstrucción) y los actos de habla. Primero, como forma de figuración (o fantasmatización); segundo, como modo de figuración material de una instauración. Debemos volver a Austin para desarrollar estos puntos. Cabe destacar la influencia de la concepción pragmática del signo de Peirce en la teoría lingüística de Austin, especialmente, en lo concerniente al signo considerado como type y como token. Se llama token la aparición concreta y espacio-temporalmente localizada de un signo, y type el signo mismo cuyo token es una aparición. Es decir, el token es la ocurrencia, el acontecimiento de un signo que se caracteriza cómo aparece, cómo se muestra en un momento concreto. Retengamos la importancia de esta forma de acontecimiento lingüístico distinto de su momento ideal. Otra distinción peirceana que debemos tener presente es la establecida entre el signo como index y el signo como “symbol”. “Symbol” sería el signo type asociado por convención a un objeto en cada ocurrencia de este signo-tipo. Un signo es index cuando el signo considerado como ocurrencia es asociado según las circunstancias al objeto que significa. La importancia de estas distinciones es considerable, si tenemos en cuenta que introducen la posibilidad de tomar el signo según el modo en que tiene lugar en un contexto determinado. Ello, además, introduce otra cuestión: si el signo se determina por lo que hace, ¿en qué lugar queda su materialidad?, ¿y ésta con respecto a la representación?

 

2. La transparencia del lenguaje

 

Para intentar despejar los interrogantes planteados recurriremos a La transparencia y la enunciación de François Recanati (1979). La transparencia de la que habla Recanati es la condición de todo signo por la que puede hacer transitar a través de sí el contenido de la representación; el signo debe desaparecer, hacerse transparente para desvelar la cosa ausente. Pero el signo, lo presente, no puede desaparecer del todo, como tampoco puede estar demasiado presente, de lo contrario terminaría por ocultar la cosa que debe desvelar. La solución a esta paradoja, según Recanati, pasa por considerar al signo ni transparente ni opaco, a la vez transparente y opaco: el signo se refleja al mismo tiempo que representa otra cosa que él mismo. Es decir, lo que propone Recanati es considerar la materialidad del signo de manera ni totalmente presente ni ausente, como algo que ni desvela ni oculta, sino que hace ambas acciones al mismo tiempo, que se relaciona directamente con el momento de la enunciación. La enunciación se vincula a la función instrumental o no cognitiva del lenguaje, que caracteriza la utilización de los enunciados como vectores de relaciones intersubjetivas del locutor y del auditor. Frente a la función instrumental, la función cognitiva se utiliza para expresar proposiciones verdaderas o falsas, en términos de la primera distinción de Austin corresponde a los enunciados constativos. Atendiendo al segundo Austin, se puede considerar que todo enunciado que representa un hecho[6] tiene igualmente una función instrumental; el enunciado “el gato está sobre la alfombra” hace más que expresar un estado de cosas, expresa la creencia del locutor e influencia la del auditor (Recanati, 1979:93). Confundir este estado de cosas supone incurrir en la ilusión descriptiva, consistente en hacer de la representación la función esencial del lenguaje, y que se fundamenta en hacer los hechos lingüísticos posibles en términos de representación o descripción. “El gato está sobre la alfombra”, puede leerse como un acto de deixis[7], deixis (Godzich, 1989: xv), porque el locutor se refiere a un gato concreto, presupuesto en un contexto. Pero deíctico también, porque refiere al hecho de que el lenguaje ha tenido lugar, ontológicamente, frente a la dimensión óntica que sucede en el espacio abierto por esta enunciación. Este espacio de apertura, inaugural de la enunciación, en el que lo ontológico deja paso a lo óntico, para Paul de Man y Derrida es el espacio de la inscripción material.

Para Paul de Man[8] la resistencia a la teoría (literaria) pasa por la confusión de la materialidad de la escritura y los modos fenomenológicos de cognición activados por el lenguaje. La resistencia a la teoría en teoría literaria es la resistencia a esta materialidad de la escritura por la que el acto de lectura queda fuera de los límites de cualquier convención, fuera de cualquier institución, puesto que la materialidad corresponde al movimiento de inscripción y borrado que subraya en su inscripción. De Man vuelve a recuperar, irónicamente el ejemplo del gato sobre la alfombra para comentar esta resistencia en el panorama de la crítica literaria norteamericana.

 

Si a un gato se le llama tigre es fácil desestimarlo como tigre de papel; la cuestión sigue siendo sin embargo porqué uno estaba tan asustado del gato para empezar. La misma táctica trabaja inversamente: llamando el gato un ratón y después riéndonos de él por su pretensión de ser poderosos. En lugar de hundirnos en este polémico remolino, sería mejor intentar llamar al gato un gato y documentar, aunque brevemente, la versión de la resistencia a la teoría en este país. (Paul de Man, 1986:5).

 

La cuestión de la referencialidad y la presuposición queda trasladada así al terreno de la crítica literaria, a la vez que al de la retórica. Al mismo tiempo, de Man nos ha introducido el problema de la retorización de la lectura y la resultante de las alegorías de la lectura. No es azaroso el ejemplo del gato. Paul de Man nos describe el proceso de lectura por el que las figuraciones retóricas y sus lecturas totalizantes desvían la atención de la materialidad de la escritura, del gato, que no deja de ser otra figura. Llamar al gato un gato, lejos de ser una tautología, viene a demostrar, bajo la forma de una alegoría, el momento diferencial entre las dos realizaciones, entre las dos inscripciones. En palabras de Peggy Kamuf[9]:

 

Como todos lo actos de denominación, llamar el gato un gato deja una figura que sustituye el concepto de diferencia, (la singularidad de la cosa nombrada) el concepto de similaridad (parecido en una clase o especies). Sería un profundo engaño creer, que, habiendo llamado el gato un gato, se ha corregido el error fundamental de denominación. Lo que es más, aunque la ilustración se mueve hacia metáforas aberrantes correctas, que intentan pasar ellas mismas como referenciales, este ajuste puede sólo ocurrir dejando intacto la aberración inicial que consiste en dar “a algo llamado teoría literaria” el otro nombre de gato. La minuciosa arbitrariedad de esta substitución (es la substitución de la alegoría, o si prefieren, de la categoría)  no está oculta tras ninguna llamada a algún parecido natural entre gatos y teorías, que es precisamente por qué es difícil tomar el ejemplo seriamente. (Kamuf, 1989:151).

 

La categoría[10], la alegoría, expuesta coincide con la ilusión descriptiva consistente en hacer de la representación la función esencial del lenguaje, sea bajo el tropo de la mímesis, o de la metáfora. En todo caso, el único parecido entre gatos y teorías es su materialidad como significantes escritos. Para Benveniste (1997:265) un performativo es un enunciado autorreferencial porque refiere a una realidad que él constituye. Para Austin, por el contrario, los enunciados que no describen, que no son ni verdaderos ni falsos, instauran, por oposición a los constativos que describen. Tanto Benveniste como Austin destacan cierto momento reflexivo por el que la enunciación, al mostrarse, aparece como forma material, como inscripción en una secuencia espacio-temporal. Más aún, la conclusión general de todo esto es que no hay constativos por un lado y performativos por otro, ya que los enunciados constativos se revelan como una categoría particular de los performativos. Todo enunciado es un acto de discurso, todo enunciado tiene una dimensión “constativa” y una dimensión “performativa”. Lo interesante de la segunda teoría austiniana reside en esto, ningún enunciado es puramente constativo; los enunciados no solamente dicen, también muestran. Como para Wittgenstein, en el Tractatus, lo que no puede ser dicho no puede ser dicho, pero puede ser mostrado. El lenguaje puede usarse no sólo para representar, el lenguaje muestra, y muestra precisamente lo que no puede representar: la reflexividad, el momento por el que el representante se muestra, exhibe sus propiedades formales, al mismo tiempo que representa lo representado. La teoría austiniana, por tanto, reposa sobre una distinción análoga a la de Wittgenstein entre decir y mostrar. Resumiendo, todo enunciado es performativo, y se deja parafrasear por un performativo explícito. Todo performativo explícito se deja parafrasear, a su vez, por la conjunción de dos proposiciones, de las que una remite metalingüísticamente a la otra. Las dos proposiciones conjuntas en la paráfrasis del performativo explícito no son significadas al mismo nivel por éste: la proposición metalingüística por la cual el performativo explícito se refleja como acto de discurso retorna al orden no de lo que es dicho sino de lo que es mostrado. (Recanati, 1979:131).

Queda por ver cómo actúa el performativo en un contexto determinado, puesto que si por un lado el performativo instaura, por otro también se debe a unas normas que lo hacen reconocible. En este sentido Recanati se pregunta si sería posible considerar la existencia de contextos opacos para los performativos.

 

De manera análoga, para Austin, todo enunciado, al menos virtualmente, prefijado como “digo que”, y los verbos de actitud proposicional: afirmar que p, prometer que p, ordenar que p; es adoptar una cierta actitud al respecto de una expresión, actitud que consiste en expresarla con la fuerza ilocucionaria de una afirmación, de una promesa o de una orden. En consecuencia, viene a cuento preguntarse si esto significa que todos lo enunciados son contextos opacos. (Recanati, 1979:133).

 

 

3. Actos de literatura

 

Esta consideración es todavía más importante si la trasladamos al terreno de la literatura, al contexto de las enunciaciones en los textos literarios. Austin a menudo negó que el lenguaje literario figurara entre los tipos de enunciados que hacen cosas con palabras. El habla de un contexto ficcional es caracterizada por el filósofo inglés como un caso de locución vacía, una forma parasitaria[11] con respecto a las condiciones normales de la elocución. Austin[12] veía un riesgo amenazante para el correcto funcionamiento de los actos lingüísticos el hecho de separar los textos de los lectores, o dicho de otro modo, en la separación del momento de emisión del instante de la recepción, porque en el hiato se produce un tipo de abstracción del lenguaje que, separado de sus usos normales, pierde el carácter de fuerza que se imprime al acto. Este es el problema de la literatura. La fuerza de la locución ficticia queda sin el espíritu original que la animaba, deviene una fuerza errante, que puede aparecer o desaparecer sin control, una fuerza que anima el acto lingüístico después de muerta, separada de su situación enunciativa, una fuerza, de nuevo, espectral.

Aunque para Austin se hacen cosas con palabras en comunidad, y por ello las palabras actúan en virtud de convenciones sociales, ¿significa esto que la literatura está fuera de toda convención? ¿O acaso se trate de una comunidad inconfesable? Teniendo en cuenta que Austin destaca continuamente que el referente no es lo esencial en la enunciación, y que la conducta perlocutiva no afecta en la identidad ilocutiva ¿acaso no es posible afirmar que estas dos condiciones responden a las circunstancias del texto literario? No obstante, el tratamiento de la literatura desde la teoría de los actos de habla ha sido revisado en los últimos tiempos, y ha empezado a trabajar allá donde Austin encontraba mayores resistencias. Según Sandy Petrey (1990), la literatura es como cualquier otra realización verbal, no hay diferencia entre un acto de habla en literatura y uno no literario. Se pueden, por tanto, derivar la identidad y la fuerza de cualidades inherentes trans-sociales de un acto de habla en literatura igual que de otro en condiciones lingüísticas diferentes. La literatura se define por convenciones organizadas por la comunidad que la reconoce como literatura. Adoptar una perspectiva desde los actos de habla en los textos literarios, significa para Petrey (Petrey, 1990:70) comprobar que la literatura, como cualquier realización lingüística, puede ser considerada en su relación con sus usuarios. De este modo, si el punto de partida de la investigación de Austin son las convenciones colectivamente sostenidas que permiten a las palabras hacer actos, se puede decir, en este sentido, que considerar la literatura como ilocución es también un modo de tener muy presente las sociedades de las que los actos vienen y por las que circulan.

Petrey, implícitamente, silenciosamente está respondiendo a los quasi-actos de habla de Richard Ohmann (Mayoral 1987) y a las limitaciones de este tipo de actos en literatura. Sin embargo, no hay que dejar de considerar que la reflexión de Ohmann ya supone un avance en el tratamiento de la literatura por la teoría de los actos de habla. Ohmann intenta superar la afirmación austiniana de que un acto de habla no puede darse en una obra literaria porque ésta no cumple ni reúne las condiciones necesarias. Ohmann califica la obra literaria, el discurso literario, como un discurso que carece de fuerza ilocutiva, pero que se puede seguir considerando como “acto de habla”. La escena en la que sucede este “acto de habla” quedaría de la siguiente manera: el lector imagina al narrador/enunciador y de esta manera puede reconstruir el acto de habla. Por esta razón, por el hecho de que el lector debe reconstruir, dar un giro desde algo exterior para reproducir el acto de habla, la fuerza ilocutiva de la obra de arte es, por tanto, mimética. Esta vinculación de la mimesis con los actos de habla afecta a la consideración del modo de significar de la propia literatura, o a la inversa: la condición mimética de la literatura afecta especialmente al modo de significación de los actos de habla que quedan subordinados a la mimesis. La literatura puede referir, y por ello el lenguaje literario es perfectamente capaz de generar actos de habla. Pero  la puntualización no se hace esperar. Desde un punto de vista fregeano, Ohmann, admite que el lenguaje literario se ocupa sólo de los sentidos, nos de los significados. No obstante, Ohman no niega un posible contenido cognitivo al hecho literario. No lo niega, pero en cualquier caso, tampoco lo considera verdadero, únicamente es un contenido mimético, un doble, una figura de un original. Los actos de habla derivados de la mímesis, así, propone llamarlos “quasi-actos de habla”. Es interesante hacer notar que, aunque Ohmann pretende alejarse de una definición de la literatura basada en la oposición ficción/realidad para centrarse en la aplicación de los actos de habla, dicha aplicación no se separa en realidad del problema original de la mímesis. Ohman, por otro lado, nos ha dejado la puerta abierta para cuestionar la validez de otros discursos a través de su definición de “discurso literario”. Por ejemplo, podría aplicarse perfectamente a la escritura filosófica. Sólo habría que leer como “quasi-actos de habla” los discursos de Hegel o Kant, y esto es el principio de una reflexión todavía por desarrollar.

 Recortar la capacidad ilocucionaria de discursos como el de la filosofía, es continuar, como señala Pratt (1977) la falacia formalista por la que se confiere al lenguaje poético, literario, ciertas cualidades lingüísticas únicas y diferenciadoras que lo hacen distinguirse de otro tipo de discursos. Para Mary Louise Pratt no todo uso ficticio del lenguaje es literatura. Esta autora integra la literatura en el mismo modelo básico de las demás actividades de la lengua. Argumenta que desde el momento en que son enunciaciones, los trabajos literarios, por definición, forman parte de todo aquello que la teoría lingüística puede explicar. La noción de literatura es normativa, y por consiguiente, la literariedad la conforman todos los factores intervinientes que hacen de una obra una obra de arte, tanto productor, distribuidor, crítica, como receptor. En la situación de habla literaria (acto de habla), el mismo libro como objeto, simboliza esta selección y ratificación del procedimiento. La literatura no se opone al resto de textos pos su capacidad de desarrollar ficciones, o por ser un tipo de texto que carezca de referentes reales. La literatura participa del mismo modo en la situación comunicativa que cualquier texto. Incluso se podría decir, sostiene Pratt[13], que “lo que la obras literaria hace principalmente es elaborar un estado de cosas que ella postula” (Pratt, 1977:148). En tanto que la obra postula una situación lo hace al margen de las intenciones de cualquier emisor, incluso se podría decir que la condición de felicidad de al acto queda en suspenso, diferida.

La cuestión de la verdad o falsedad de los enunciados pierde relevancia cuando el acto performativo se realiza con éxito, la validez del lenguaje poético como acto de habla dependerá de las conexiones entre el texto y la comunidad. En esta línea de trabajo se sitúa también Stanley Fish (1980, "Interpreting the Variorum") para quien la experiencia de los lectores se convierte en parte fundamental del acto de habla literario. La responsabilidad del texto se traslada a sus lectores. Describir esa experiencia consiste en describir los esfuerzos del lector para entender. A su vez, describir este entendimiento pasa por describir (su) la realización de la intención de un autor (Fish, 1980:161). La descripción de este proceso es posible porque lector y autor pertenecen a una comunidad en la que comparten estrategias interpretativas. Aún es más, las comunidades interpretativas están hechas de todos aquellos que comparten las mismas estrategias no para leer sino para escribir, para constituir sus propiedades y asignar sus intenciones. Es decir, estas comunidades son previas al acto de lectura. Fish recuerda que, al final de Cómo hacer cosas con palabras, se dice que todos los performativos se reconocen y se asumen desde una dimensión social, y que, por tanto, todos son institucionales, son actos por virtud de la institución anterior que les da sentido. Pero ¿qué tipo de responsabilidad se deriva del contacto con la institución? Para Fish (1980:203) asumir las intenciones de un texto es una toma de responsabilidad. Esto mismo se desprende de Austin, según el cual, en última instancia la obligación moral y legal acaban siendo asunto de su especificación pública. La institución permite interpretar o producir actos de habla, estos actos establecen un vínculo de responsabilidad ente el texto y la comunidad. Por tanto, sería erróneo pensar en términos austinianos que un acto ilocucionario produce significado en el sentido de que lo crea. Al contrario, el significado que el acto produce, o hace aparecer, necesariamente le preexiste, o dicho de otra forma (Fish, 1980:222), en la teoría de los actos de habla, el significado es anterior a la realización. El éxito de las realizaciones ilocucionarias dependerá de su carácter convencional. Así pues, por ejemplo, Fish puede afirmar que los actos declarativos no son meramente un reflejo de un estado: ellos son el estado. Por el contrario, los efectos perlocutivos son contingentes, no pueden predecirse. Así pues, Fish sostiene que los perlocutivos deben estudiarse desde la retórica, y desde la psicología. Desde una retórica entendida como arte de la persuasión mediante la cual resulte posible describir la experiencia lectora interpretativa.

No es cierto, como Petrey sostiene (Petrey, 1990:141), que Derrida desatienda la fuerza perlocucionaria y la felicidad ilocucionaria, y menos aún, que implícitamente excluya la interacción de la comunidad en y a través del lenguaje; no es cierto porque primero, no hay alianza sin comunidad; y segundo, no hay invención sin este doble gesto de instauración e integración en la comunidad. Petrey está malinterpretando el trabajo de la deconstrucción sobre la fuerza de los performativos, seguramente por una mala comprensión del “no hay fuera de texto” derridiano, o de la no saturación contextual de la reinscripción del signo. Para Derrida no es que la insaturabilidad del contexto disponga la locución performativa fuera de cualquier contexto, sino que este hecho hace que se remarque como un double-bind. Este momento contradictorio no está tan lejos de lo propuesto por el propio Austin, ya que la locución performativa, para Derrida, pertenece al seno de una comunidad, pero al mismo tiempo, como elemento transformador e incalculable en la comunidad, como el anillo (trópico), que en nombre de la alianza, es a la vez unión y corte, circuncisión y vínculo.

 

En 1992, Derrida en una conferencia titulada “Esta extraña institución llamada literatura” (Attridge 1992), afirma que la literatura es la institución que permite decirlo todo de cualquier modo, el lugar de la posibilidad absoluta. Esta posibilidad reside en el hecho, no de que la literatura instituya la ficción, sino que ella misma es una institución ficticia, porque la literatura desborda su propia ley al hacerla. Poder decirlo todo es una forma de reunir, formalizar, pero también de traspasar prohibiciones, de exceder la ley. La literatura es esta experiencia de la posibilidad de inscripción y borrado de los límites de su ley, de lo que la conforma como institución y lo que la prepara como transgresión de la ley. La literatura es una institución histórica, con convenciones, reglas, estructuras, tipos, pero también, señala Derrida (1992:37), como institución de la ficción permite decirlo todo, romper las reglas, y a la vez permite instituir, inventar. Por cuanto permite decirlo todo, la literatura es un poderoso instrumento de la democracia. En su relación con la invención, y como inventar implica una apertura al otro, la inventio hace de la literatura una promesa de la democracia, hace que la literatura se considere la democracia por venir. Pero decirlo todo puede ser una poderosa arma política, aunque también puede neutralizarse automáticamente si se considera sólo como mera ficción. El acto de literatura implica una alta forma de responsabilidad, responsabilidad con lo radicalmente otro envuelto en la posibilidad de decirlo todo; una relación imposible, una relación sin relación. Lo incalculable de la respuesta, el hecho de poder decirlo todo, introduce a su vez la desfiguración de la idea estructurada de antemano sobre lo que se espera. Hablamos de la responsabilidad derivada de la toma de posición ante el acto indecidible, dicha responsabilidad no es una indecisión, sino por el contrario, una forma de responsabilidad ante la posibilidad de lo imposible. Si se puede decir todo en literatura también se puede esperar todo, es por ello que la responsabilidad de la que habla Derrida, es una toma de posición aporética con respecto a estos actos. Hay, por tanto, un funcionamiento literario, una experiencia más que una esencia de la literatura, pero un funcionamiento y una experiencia, también, ligados a la retórica en literatura.

La “esencia” de la literatura, dice Derrida (1992:45) es producida como conjunto de reglas objetivas en un historia original de los “actos” de inscripción y lectura. Cualquier texto puede ser leído de una manera no transcendental, o lo que es lo mismo, no hay texto que sea literario en sí mismo. La literariedad no es una esencia natural, una propiedad intrínseca del texto, es “el correlato de una relación de intención con el texto, […] la consciencia implícita de regla que es convencional o institucional, social (Derrida, 1992:44). Cada texto, cada acto de literatura negocia su referencialidad tética, cada texto como reinscripción iterable lo hace singularmente. Una obra únicamente auto-referencial sería anulada puesto que lo que anuncia la literatura está por llegar, prometido, nunca decidido de ante mano, siempre a la espera. Cuando hemos hablado de la reinscripción material del signo, y de la importancia de la retórica en este proceso, no hemos dejado de hablar, al mismo tiempo, de una relación de suspensión del significado y de la referencia. No hay literatura sin esta relación suspendida entre actos retóricos y lenguaje.

         

 

 

 

BIBLIOGRAFÍA.

 

 

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[1]First, words are our tools, and as minimum, we should use clean tools: we should know what we mean and what we do not, and we must forearm ourselves against the traps that language sets us. Secondly, words are not (except in their own little corner) facts or things: we need therefore to prise them off the world, to hold them apart from and against it, so that we can realize their inadequacies and arbitrariness, and can relook at the world without blinkers. Thirdly, and more hopefully, our common stock of words embodies all the distinctions men have found worth drawing, and the connections they have found worth marking, in the lifetimes of many generations”. (Austin, 1970: 181-2).

[2]There is no need whatsoever for the words used in making a true statement to “mirror” in any way, however indirect, any feature whatsoever situation or event; a statement no more needs, in order to be true, to reproduce the “multiplicity”, say, or the “structure” or “form” of the reality, than a word needs to be echoic or writing pictographic. To suppose that it does, is to fall once again into the error of reading back into the world the features of language. […] Yet even when a language does “mirror” such features very closely (and does it ever?) the truth of statements remains still a matter, as it was with the most rudimentary languages, of the words used being to ones conventionally appointed for situations of the type to which that referred to belong. A picture, a copy, a replica, a photograph —these are never true in so far as they are reproductions, produced by natural or mechanical means: a reproduction can be accurate or lifelike (true to the original), as a gramophone recording or a transcription me be, but not true (of) as a record of proceedings can be. In the same way a (natural) sign of something can be infallible or unreliable but only an (artificial) sign for something can be right or wrong”. (Austin, 1970:125)

[3] “[…] in such cases is the performance of some internal spiritual act, of which the words then are to be the report”. (Austin, 1990:236)

[4] La más conocida de las críticas de Derrida a Austin aparece en “Signature Événement Contexte”, en Marges de la philosophie (1972). En ella se destaca la concepción parasitaria de las emisiones performativas con relación a la literatura. Con respecto a esto Austin (1962) dice que hay algo que, en el momento que se emite la expresión, está haciendo la persona que la emite. En las formas orales hay un punto claro de origen y referencia a la misma. En las expresiones escritas o "inscripciones" llamadas así por Austin, se hace referencia al origen "por el hecho de que dicha persona coloca su firma". Austin explica que es necesario realizar esto porque las expresiones escritas no están ligadas a su punto de origen de la manera en que lo están las orales. Si el origen es lo que debe mostrar la intención y el sentido, el origen se pierde, con la repetición de la inscripción. Derrida hablará de la repetición de la firma para poner en escena la pérdida del nombre propio.

[5] La traducción de las citas en el cuerpo del texto son nuestras. Nota del autor.

[6] Véase Ludwig Wittgenstein, (1996): Los enunciados éticos, o estéticos, no representan hechos, porque ellos mismos son hechos.

[7]Now the reason why I cannot say “The cat is on the mat and I do not believe it” is not that it offends against syntactics in the sense of being in some way “self-contradictory”. What prevents my saying it, is rather some semantic convention (implicit of course), about the way we use words in situations”. (Austin,1970: 64)

[8]Paul de Man comenta en “The dead-end of formalist criticism” sobre la experiencia lectora de Richards acerca de otro gato: “Neither the statement “I see a cat” nor, for the matter, Baudelaire’s poem “Le chat” contains wholly the experience of this perception. (…) instead of containing or reflecting experience, language constitutes it. And a theory of constituting form is altogether different from a theory of signifying form. Language is no longer a mediation between two subjectivities but between a being and a non being. And the problem of criticism is no longer to discover to what experience the form refers, but how it can constitute a world, a totality of beings without which there would be no experience. It is no longer a question of imitation but one of creation; no longer communication but participation. And when this form becomes the object of consideration of a third person who seeks to state the experience of his perception the least that can be said is that this latest venture into language will be quite distant form the original experience. Between the originary cat and a critic’s commentary on Baudelaire’s poem, quite a few things have occurred” (1971:232). Ya en esta primera etapa del pensamiento demaniano aparece la idea, bajo una forma ontológica explícita, de que la experiencia que el lenguaje puede describir es su experiencia, su ocurrencia como lenguaje. Lo cual queda todavía más patente cuando en el mismo artículo y refiriéndose a Empson (Seven types of ambiguity), y al séptimo modo de ambigüedad: “chapter seven develops a thought Richards never wanted to consider: true poetic ambiguity proceeds from the deep division of Being itself, and poetry does no more than state and repeat this division. (…) for the reconciliation does not occur in the text. The text does not resolve the conflict, it names it” (De Man, 1971:237).

[9] En Lindsay Waters & Wlad Godzich, editors, (1989).

[10] Juego de palabras entre Cat y Allegory. Ulmer (1994:8) utiliza el acrónimo CATTt para referirse al conjunto de elementos que conforman el método teórico.

C = Contrast (opposition, inversion, differentiation)

A = Analogy (figuration, displacement)

T = Theory (repetition, literalization)

T = Target (application, purpose)

t = Tale (secondary elaboration, reprensentability.

[11] Norris (1983:74) habla de una retórica de la infección que contamina el texto de Austin: “The rhetoric of his text again undermines the intended drift of his argument. It begins to look less like a philosophy of “how to do things with words”, and more like a case of how words do unexpected things with what philosophers want to say. This process of rhetorical substitution runs strangely athwart the logic of Austin’s texts. It often gives rise to metaphors suggestive of disease or parasitical infection”.

[12] Paradójicamente, los ejemplos de Austin son precisamente actos de habla aislados deliberadamente de su contexto, trazando una retórica de la infección parasitaria.

[13] Habermas en El discurso filosófico de la modernidad (1993:243) rebate los argumentos de M. Louise Pratt y vuelve a establecer la distinción entre ficción y uso cotidiano del lenguaje. Para Habermas que el espacio de la ficción se abre cuando las formas lingüísticas de expresión se forman reflexivas. Este autor afirma, que los actos ilocucionarios poseen la capacidad de establecer vínculos, y también la capacidad/necesidad de desarrollar un uso orientado al entendimiento.