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Revista de estudios filológicos
Nº26 Enero 2014 - ISSN 1577-6921
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estudios

MIRADAS HUMANISTAS SOBRE EL CUERPO Y LA OTREDAD

EN POGGIO BRACCIOLINI Y MICHEL DE MONTAIGNE

 

Leandro Ezequiel Simari

(Universidad de Buenos Aires. Facultad de Filosofía y Letras. Argentina)

simarileandro@gmail.com

 

Resumen

La propuesta central del presente artículo consiste en analizar los modos en que dos humanistas de distintas épocas y nacionalidades, en el amplio marco que significó un proceso cultural europeo tan difundido en términos temporales y geográficos, construyeron una figuración de la otredad a través de estrategias textuales similares. En concreto, el artículo propone leer contrastivamente obras de Poggio Bracciolini y Michel de Montaigne para cotejar los presupuestos humanistas que sustentan la escritura de ambos, aun a pesar de las distancias cronológicas y espaciales entre ellos y, sobre todo, entre los referentes que cada uno aborda (mientras que Bracciolini se ocupa de una comunidad alemana de Baden, Montaigne, que escribe luego de la conquista de América, piensa en los habitantes del nuevo continente). En ese sentido, las epístolas del primero como los ensayos del segundo presentan un núcleo en común y una estrategia similar. Su núcleo principal, por un lado, se enlaza con los temas y problemas recurrentes que caracterizaron al pensamiento humanista, tal vez desde Petrarca: el cuerpo, la sexualidad, el amor, el pecado, la naturaleza del hombre. La estrategia en común, por otro lado, podría definirse, en pocas palabras, como el pasaje de una idealización textual de una cultura otra hacia una crítica de la propias costumbres y normas sociales (otro tema central para los humanistas de distintas épocas).

Palabras clave

Montaigne; Bracciolini; Humanismo; otredad; cuerpo; sexualidad.

Abstract

 

The main proposal of this article is to analyze the ways in which two Humanists from different periods and nationalities, within the broad context of a European cultural process so widespread in temporal and geographical terms, constructed a figuration of otherness through similar textual strategies. Specifically, the article aims at reading contrastively works of Poggio Bracciolini and Michel de Montaigne to compare humanists presupposition that support the writing of both authors, even though time and space distances between them and, above all, between the references that each one of them addresses (while Bracciolini addresses a German community of Baden, Montaigne, who writes after the conquest of America, think about the inhabitants of the new continent). In that sense, the epistles of the first one and the essays of the second one have a common focus and a similar strategy. Its main focus, on the one hand, is linked to the issues and problems that characterized the humanist thought, perhaps from Petrarca: the body, sexuality, love, sin, human nature. The common strategy, on the other hand, could be defined, in brief, as the passage from a textual idealization of other culture towards a critique of the own customs and social norms (another central issue for humanists from different periods).

Keywords

Montaigne; Bracciolini; Humanism; otherness; body; sexuality.

INTRODUCCIÓN

Según Todorov, ninguno de todos los viajes de exploración que el hombre europeo emprendió entre los finales del siglo XV y comienzos del XVI provocó en la cultura de Occidente un impacto semejante al de la llegada de Colón a América (cfr. Todorov, 1998: 14). Parcialmente conocidos o parcialmente olvidados, otros terrenos exóticos, como África, China o India, habían rondado el imaginario de Europa mucho antes del auge colonialista. América, los americanos, en cambio, representaban una otredad nueva y radical, un desafío para los patrones morales, culturales, filosóficos y religiosos del Viejo Continente.[1] Por eso, podría decirse, una vez más con Todorov, que “aun si toda fecha que permite separar dos épocas es arbitraria, no hay ninguna que convenga más para marcar el comienzo de la edad moderna que el año 1492” (1998: 15).

El humanismo logró sobrevivir al cisma. Aún cuando el siglo XVI lo encontró en su declive,[2] algunas de las líneas fundamentales de su pensamiento siguieron vivas, aunque no intactas. No obstante, de ninguna manera quedará exento de recibir el impacto que provocaron en la cultura europea los relatos con que los viajeros importaban sus vivencias desde tierras lejanas para ponerlas a circular en Europa, de manera oral o escrita: ellos nutrieron el imaginario, inauguraron polémicas, desestabilizaron certezas y, sobre todo, perfilaron esa otredad imposible de subsumir bajo la forma de un mero matiz en las costumbres.

Montaigne constituye el ejemplo más cabal y, a la vez, el más original, de la reflexión que un humanista fue capaz de proponer frente al nuevo horizonte de problemáticas y representaciones. Según Burke, sin haber sido nunca un “humanista profesional, Montaigne recibió “una consumada educación humanística” y “compartió los intereses y actitudes” propios de la corriente (Burke, 1985: 16-17). Al mismo tiempo, uno de los rasgos más sorprendentes de sus ensayos, dirá Burke, consiste en “la extensión y profundidad de su interés por otras culturas, su independencia por respecto al etnocentrismo, combinada con una aguda conciencia del etnocentrismo de los demás” (1985: 60). Mientras que, como señala Rolena Adorno, la actitud predominante por parte de los europeos consistió en tratar de subsumir a “la nueva humanidad” dentro de “los esquemas antropológicos” vigentes, en un intento por basar sus “percepciones interculturales” en la identidad más que en la alteridad (1988: 55), Montaigne parece atreverse al gesto contrario. Pero si su mirada sobre la otredad de los americanos demuestra un posicionamiento sumamente singular, sus modos de configurarla y sus estrategias para sostenerla, en cambio, entablan vínculos nítidos con la tradición humanista.

Para comprender mejor esos vínculos, parece necesario retroceder más de un siglo. Antes que Montaigne, incluso antes de la llegada del europeo a América, Poggio Bracciolini, referirá su propio encuentro con la otredad en el corazón mismo de Europa. Entre ambos, además de las diferencias de nacionalidad y la distancia temporal de más de un siglo, 1492 parece fechar una fractura insalvable. Sin embargo, cotejando la epístola a Niccolò Niccoli, en la que Bracciolini relata su asombrada excursión a los baños de Baden, con las reflexiones sobre la otredad que Montaigne desperdiga en sus ensayos, no sólo es posible detectar con nitidez el quiebre, sino también trazar de manera más eficaz las continuidades. Amparado Bracciolini en un humanismo joven y pujante, enmarcado Montaigne en un humanismo que, por su propio ocaso y por un clima de época,[3] obliga a repensar cualquier certeza, ambos permiten analizar, las perspectivas, las herramientas y las pretensiones con que el pensamiento humanista intento abordar en su mirada la existencia de los otros.

Pero el propósito de las páginas que siguen no consiste únicamente en inventariar y analizar los procedimientos que, ligados con el humanismo, permiten esas figuraciones textuales. Tampoco consiste en sumar nuevas argumentaciones que defiendan la hipótesis de un Montaigne relativista o, por el contrario, la hipótesis inversa. En todo caso, este estudio prefiere indagar también en la otra mirada, la que se refracta de esa mirada dirigida a la cultura del otro, para volver, con una voluntad crítica, sobre la cultura propia. En ese gesto particular, una vez más, parecen coincidir los textos humanistas que se analizan a continuación.

MONTAIGNE Y EL LUGAR DE LA BARBARIE

En “De los caníbales”, el ensayo que de modo más enfático dedica a pensar la otredad, radicalmente encarnada en los nativos americanos, Montaigne cargará contra la ingenuidad de quienes no toman “otra medida de la verdad y la razón sino las opiniones y costumbres del país en que vivimos” (Montaigne, 1984: I, 153). En ese sentido, cuestiona que se califique a los caníbales como bárbaros, primero denunciando el verdadero significado etnocentrista[4] del término (“llamamos barbarie a lo que no entra en nuestros usos”) (1984: I, 153)  e invirtiendo su carga después:

Hallo más barbarie en comer a un hombre vivo que en comerlo muerto. Y nosotros sabemos, no sólo por haberlo leído, sino visto ha poco (y no entre enemigos antiguos, sino entre vecinos y conciudadanos y so pretexto, para colmo, de piedad y religión), que aquí se ha estado desgarrando a veces, con muchas torturas, un cuerpo lleno de vida, asándolo a fuego lento y entregándolo a los mordiscos y desgarros de canes y puercos (1984: I, 156).

La barbarie de los nativos americanos, en realidad, no sería sino su estado de mayor inocencia respecto de la corrompida cultura europea; su modo de vida, signado aún por su “candidez original” (1984: I, 154), estaría menos provisto del “amaneramiento del espíritu humano” y más cercano a “las leyes de la naturaleza” (1984: I, 154). Desde esa óptica idealizadora que naturaliza lo otro y le contrapone los amaneramientos de la costumbre, Montaigne sancionará como ideal y natural la (des)organización política, social y económica, los usos y violencias sobre el cuerpo, la alimentación y la sexualidad de los americanos. Pero esta idealización, en definitiva, no es sino la estrategia textual que permite desplazar el foco de atención desde la representación de la otredad hacia una crítica de la sociedad europea, con tres blancos puntales que, de manera desviada y bajo el amparo de un aparente elogio del caníbal, recibirán el acicate de Montaigne. El ataque más abierto, más general y, quizá por lo mismo, el políticamente menos comprometedor, se dirige hacia los artificios de la cultura. Casi como un movimiento lógico luego de ensalzar la candidez natural de los caníbales, Montaigne desprecia la ornamenta cultural que, de manera intencional o no, oculta como un disfraz la verdadera naturaleza humana. En ese sentido, el pecado del hombre europeo consiste en haberse desviado de las leyes naturales, corrompiendo su condición humana y desvirtuando su potencia original:

Aquella gente es salvaje en el sentido en que salvajes llamamos a las frutas que la naturaleza espontáneamente ha producido, mientras que en verdad las realmente salvajes son las que hemos desviado, con artificio, de lo común. Las otras tienen más vivas y vigorosas sus auténticas y útiles virtudes y propiedades, que nosotros hemos desvirtuado para acomodarlas a nuestro gusto corrompido (1984: I, 153).

          El artificio, marca indeleble de la sociedad a la que Montaigne pertenece, no puede sino empalidecer ante las virtudes de la naturaleza desnuda. Esa crítica de lo artificial, puesta en primer plano en “De los caníbales”, es una de las líneas más estables dentro de la poco sistemática composición de los ensayos en conjunto;[5] Montaigne volverá sobre ella una y otra vez, cargando contra el arte (“Dios ayude a los sabios; pero yo, si fuese de su oficio, naturalizaría el arte tanto como ellos artificializan la Naturaleza”) (1984: II, 79), la cosmética (“Entre las mayores fealdades cuento las bellezas artificiales y forzadas”) (1984: II, 99) e incluso contra la valoración europea del hombre, cuyo defecto consiste en juzgar el artificio con prescindencia de la verdadera humanidad que se oculta detrás:

Lo que importa es el valor de la espada, no el de la funda; que quizá no dieseis por el arma un cuarto si la vieseis desenvainada. Al hombre se lo ha de juzgar por sí y no por lo que le envuelve (…) Medid al hombre en camisa, sin riquezas ni honores. ¿Tiene el cuerpo sano, ágil y apto para sus funciones? ¿Es su alma hermosa, capaz y provista de todas sus piezas? (1984: I, 121). 

Es cierto que Montaigne forja un par dicotómico entre lo natural y lo artificial. Sin embargo, la naturaleza que despierta sus reflexiones es, estrictamente hablando, la naturaleza humana. Hay aquí un rasgo propio del humanismo: el hombre, su condición, su conducta, su moral, y no las leyes físicas de la naturaleza, están en el centro de su pensamiento.

A un contexto menos continental que local, en cambio, parece estar dirigida la crítica que subyace detrás del hiperbólico elogio de Montaigne a la guerra entre los caníbales. En la misma lógica idealizadora, ésta es un arte: muestra tantas “bellezas como consiente esa calamidad humana” (1984: I, 157). Al mismo tiempo, constituye casi una práctica deportiva: es “noble y generosa”, sin “otro fundamento que la emulación del valor” (1984: I, 157). Así y todo, nunca es injusta, porque siempre tiene “excusas” (1984: I, 157) que, una vez más, la legitiman tanto como sea posible legitimar una guerra. La contracara, implícita aquí pero explicitada en otros ensayos, son las guerras religiosas que fracturaron a Francia durante casi cuatro décadas. Tal como sostiene Burke, Montaigne formó parte de una generación que “no tuvo más remedio que habérselas con una división de opinión, sin precedentes, acerca de cuestiones generalmente consideradas como absolutamente fundamentales” (Burke, 1985: 9). La proximidad del enfrentamiento armado (y un enfrentamiento armado que dividió a una misma población entre aliados y enemigos, con un límite tan difuso como sólo ocurre en las guerras civiles) a su experiencia vital deja su huella en el pensamiento y la escritura. Si la guerra entre caníbales es bella y justa, su equivalente europeo favorece, también en este punto, la inversión de la carga en el concepto de barbarie: “Podemos, pues, llamar bárbaros a aquellos pueblos respecto a la razón, pero no respecto a nosotros, que los superamos en toda suerte de barbarie” (Montaigne, 1984: I, 157).

Un tercer eje que comunica la representación de los americanos con la mirada crítica hacia Europa se abre en torno a los usos del cuerpo, en particular a dos de sus funciones esenciales: la alimentación y la cópula (aquí también el texto sobre los caníbales redunda en una línea constante dentro de la profusa variedad de los Ensayos). Por empezar, su título mismo anticipa que su materia principal se asociará, de uno u otro modo, con la dieta. Pero además de la carne de sus prisioneros, de la que se proveen no con una pretensión alimenticia sino simbólica (“representar una extrema venganza”) (1984: I, 156), los nativos americanos comen “una materia blanca que parece coriandro confitado” (1984: I, 155). Este plato “algo insulso” (1984: I, 156) es el único contacto directo de Montaigne con lo otro, puesto que pudo degustarlo, pero nunca viajó a América. Así, lo corporal da la única experiencia directa de la otredad, no a través de la vista ni el oído, cuyos canales físicos se tienden a asociar de un modo más directo con la mente, sino a través de las papilas gustativas y el tracto digestivo, órganos más vinculados con la materialidad del cuerpo, sus bajezas y sus funciones meramente fisiológicas. Aunque escribiendo a distancia del referente americano, Montaigne demuestra estar dispuesto a ponerle el cuerpo a su reflexión, tal como dijera en otro ensayo: “Yo aquí me presento entero, como los esqueletos aparecen teniendo cada cosa en su sitio: venas, músculos y tendones” (1984: II, 46). La enfermedad, los dolores, el gusto por la comida, la propia genitalidad (vergonzosa y penosa en su vejez, según su propio testimonio): Montaigne practica una suerte de exhibicionismo que, como señala Auerbach, da “a conocer al lector no sólo las particularidades de su vida espiritual y psíquica, sino también de su existencia corporal” (1996: 283).  Anticipando a Bataille en varios siglos, Montaigne comprende que la dimensión corporal del hombre no es una materialidad fragmentada sino conexa, en la que los placeres se rondan mutuamente y se emparentan, no sólo porque se fundan en acciones naturales como la alimentación y el acto sexual, sino también porque involucran los mismos órganos y conductos:

Venus no es otra cosa que el placer de descargar cierto vasos, lo que nos produce la satisfacción análoga a la de descargar otros (…) Añadamos que se hallan mezcladas en una misma parte nuestras delicias y nuestros excrementos; notemos que la voluptuosidad suprema tiene algo de abrumado y quejoso, como el dolor (Montaigne, 1984: III, 81).

Mucho después, diría Bataille:

El horror que nos producen los cadáveres está cerca del sentimiento que nos producen las deyecciones alvinas de procedencia humana (…) los aspectos de la sensualidad que calificamos de obscenos nos producen un horror análogo. Los conductos sexuales evacuan deyecciones; calificamos a esos conductos como “las vergüenzas” y asociamos a ellos con el orificio anal (2010: 59-60).  

Si la dieta de los caníbales es un aspecto central del ensayo, la referencia concreta a su sexualidad se limita apenas a una apología de su poligamia y del rol de sus mujeres, que se encargan de conseguir nuevas amantes para sus maridos como un modo de honrarlos, por oposición a “nuestras mujeres” que “ponen todo su celo en impedirnos la amistad y benevolencia de otras” (Montaigne, 1984: I, 159). Sin embargo, las costumbres sexuales no europeas, por fuera de la mirada etnocentrista, reaparecerán en más de un ensayo, como un modo de rebatir los términos universales con que sus contemporáneos conciben su sexualidad, según las normas de su cultura y religión. Burdeles y matrimonios de varones, orgías entre matrimonios, hombres que entregan sus mujeres para el solaz de los huéspedes (cfr. 1984: I, 74), desprecio por la virginidad femenina, deificación del miembro masculino (cfr. 1984: III, 65), etcétera: Montaigne elige enumerar una larga lista de hábitos de procedencia incierta, algunos exóticos y otros directamente inverosímiles, como su arma retórica para demostrar que las costumbres europeas y cristianas, también en materia sexual, son únicamente europeas y cristianas. Como ocurría con el imaginario de lo bárbaro, Montaigne entabla una disputa simbólica en torno a las representaciones de la sexualidad, en dos sentidos diferentes. En primera instancia, juzga inequitativa su evaluación como el más bajo de los vicios: “Hombres y mujeres somos capaces de mil corrupciones más dañosas que la lascivia” (1984: III, 67). En segunda instancia, rechaza el tabú en torno a la cópula, los placeres y las zonas corporales implicados, que sume a la práctica sexual en la culpa y el secreto: “La acción genital, tan justa y necesaria ¿qué ha hecho a los hombres para que no osemos hablar de ella sin vergüenza, al punto de desterrarla de toda plática seria y ordenada?” (1984: III, 55).

BRACCIOLINI Y LOS USOS DEL CUERPO

Los avatares de la vida corporal, su influencia sobre la dimensión moral y religiosa, el conflicto entre las pasiones del cuerpo y la voluntad de trascendencia, constituyen un tópico fundamental del movimiento humanista, desde el umbral que representa Petrarca mismo. En ese punto radica la principal coincidencia en las miradas de Montaigne y Bracciolini sobre a la otredad: en un planteo en torno a las diferentes maneras en que una cultura condiciona el cuerpo, su uso, su representación y su goce.

Para Bracciolini, antes de Montaigne y antes de 1492, la otredad se encarna en una comunidad alemana en los baños de Baden. Seguramente tan cercanos en tantos aspectos, los bañistas son representados con un acento marcado en la diferencia en torno a la concepción de la corporalidad. La polarización está bien delimitada: de un lado, nuestras costumbres, en función de las cuales

siempre interpretamos todo de la peor manera (…) siempre buscamos, siempre apetecemos, siempre invertimos el cielo, la tierra y el mar para sacar dinero, nunca contentos con la utilidad, nunca saciados con la ganancia; como nos aterrorizamos de las desgracias futuras, en perpetuas angustias y desgracias nos arrojamos, y por no llegar a ser infelices, nunca desistimos de ser infelices (Bracciolini, 2003: 132).

Del otro lado, sus costumbres, fundadas “en esta sola máxima: ha vivido quien dichosamente ha vivido” (2003: 133). Los prejuicios, la desconfianza, el pudor, la rigidez moral y la (hipotética) repugnancia por lo corporal, contra la aceptación del cuerpo, sus formas y placeres como parte de la naturaleza humana. Ante la desnudez que exhiben los bañistas, las descripciones de Poggio se construyen en la ambigüedad de una mirada que revela el choque entre una representación de lo corporal forjada en los condicionamientos morales, culturales y religiosos, por un lado, y el asombro y la complacencia frente a la nueva forma de vivir y pensar el cuerpo que acaba de descubrir, por el otro.

Antes de que América ofrezca al imaginario occidental las figuraciones de un nuevo Edén y la primitiva simpleza de los nativos desnudos, una comunidad alemana pondrá ante los ojos de Bracciolini una reminiscencia del Paraíso: “este lugar creo que es aquél donde el primer hombre fue creado, al cual los hebreos llaman Ganeden: esto es ‘jardín del placer’” (2003: 131). La idealización en sí misma anticipa a Montaigne, pero también lo hace la analogía bíblica, porque si los baños de Baden son una variación del Edén, sus hombres y mujeres deben necesariamente estar más próximos a Adán y Eva que Bracciolini y los suyos. Por lo tanto, los hábitos de los bañistas se decodifican como cercanos a los mandatos de la naturaleza, a un estado de inocencia original del ser humano. La naturalización del otro, sin embargo, parece menos radical de lo que sería, años después, en los Ensayos. La clave de esta circunstancia es casi geográfica: Baden es Europa, no el lejano y nuevo mundo. En todo caso, Bracciolini construye una forma de sociedad que no va en desmedro de lo natural como parte esencial de la existencia humana.

Ahora bien, ¿por qué antes de que la imaginación europea se abra a Nuevos Mundos, algunas de las operaciones más evidentes de Montaigne para pensar la otredad aparecen ya en Bracciolini? ¿Por qué la idealización de la otredad conduce a que una comunidad alemana sea representada en términos más próximos a los caníbales de Montaigne que a la sociedad europea que Montaigne y Bracciolini perfilan por contraste? La respuesta parece radicar, justamente, en el contraste: sería posible sostener, con Capelli, que Bracciolini contrapone una “sociedad casi ‘natural’”[6] a la “sociedad ‘cultural’ italiana” (Capelli, 2007: 143) a la que pertenece: la descripción del otro en la epístola es una herramienta retórica para la “denuncia de la hipocresía” (2007: 143) de su propia sociedad. Así, como en Montaigne, la carga idealizadora que atraviesa la mirada sobre la otredad cobra un nuevo sentido: menos dirigida a ensalzar lo diferente que a sustentar la severidad de la crítica que se pretende ejercer. Construir una sociedad armónica, festiva, “sin maldad” (Bracciolini, 2003: 128), configura la estrategia principal para resaltar las mezquindades de la propia. Por eso, la “simplicidad” (2003: 128-129) y “libertad” (2003: 129) como los principales atributos de la vida en Baden, y la plena “confianza” (2003: 129) que se corrobora en las relaciones de los bañistas entre sí e incluso con los visitantes, son puestos una y otra vez de relieve, de manera directa o indirecta.

  Una primera lectura reconocería en Montaigne y en Bracciolini el mismo gesto plural frente a la otredad: ninguno de los dos censura los hábitos ajenos según normas morales propias. No obstante, la mirada idealizadora no deja de constituir un artificio más que la escritura proyecta sobre lo representado. Desde luego, ninguna escritura sería capaz de exhibir naturalmente una sociedad natural, en el caso de que tal cosa existiera, pero tanto la idealización de los caníbales como la de los bañistas de Baden implican una renuncia de antemano a toda pretensión de fidelidad en la representación. En ese sentido, la operación de Montaigne se desnuda mucho más a partir de la luz que proyecta sobre ella la carta de Bracciolini: una luz que pone al descubierto los efectos artificiosos de una figuración idealizada, en la que subyace la intención crítica ya señalada, capaz incluso de poner en serie la otredad radical de los caníbales con la otredad relativa de los bañistas Baden. Ambas miradas, en todo caso, desdibujan al otro, lo enmascaran detrás de una fachada sublimada que se plantea menos como elogio y ennoblecimiento que como estrategia para ejercer cuestionamientos sobre la propia sociedad. Por eso, sería posible extender a Bracciolini el interrogante que Todorov plantea en torno a Montaigne: “¿Sigo siendo tolerante cuando ni siquiera reconozco la existencia del otro y me contento con ofrecerle una imagen de mi propio ideal, con la cual el otro nada puede hacer?” (Todorov, 2007: 64). Sostener que Montaigne no reconoce la existencia del otro parece una desmesura inscripta en una lectura que pretende revertir el juicio más o menos establecido acerca de Montaigne y su relativismo. Podría decirse, en cambio, que ni Montaigne ni Bracciolini niegan la existencia del otro, pero que ambos parten de esa existencia reconocida y de ese referente más o menos delineado para terminar en una configuración menos realista que idealizada, en la que el otro pierde su especificidad, porque su representación textual termina siendo un vehículo tan efectivo como maleable para manifestar el descontento con la propia sociedad de los autores.

EL GESTO HUMANISTA: LO NUEVO Y LOS ANTIGUOS

Pero la lectura conjunta de la carta de Bracciolini con “De los caníbales” también contribuye a subrayar el gesto humanista más cabal que se repite en uno y otro texto: la apelación al saber de los antiguos. Cuanto más opuesta a la vida propia se presente la vida del otro, más necesaria parece la intermediación de algún tipo de analogía que permita, cuando menos, un acercamiento conceptual para sustentar la representación. Este movimiento de aproximación entre lo otro y lo cercano es la necesaria contrapartida de la idealización que marca distancia, porque, para Montaigne y Bracciolini, describir la otredad es, en buena parte, traducir.  En otras palabras, ambos intentan explicar lo que sus interlocutores desconocen por vía empírica a través de lo que conocen en los libros, presuponiendo un horizonte común de lecturas. Como buenos humanistas, ese horizonte de lecturas será, en los dos casos, la lectura de los cásicos. En concreto, Niccolò Niccoli, destinatario explícito de la carta de Bracciolini, nunca viajó a Baden, pero sí leyó a “los historiadores de la antigüedad” (Bracciolini, 2003: 127), quienes comentan las costumbres de los baños de Puzzuoli; no fue testigo de la lascivia de los bañistas, pero conoce “el discurso de Heliogábalo” y las enseñanzas de Epicuro (2003: 127); no atestiguó su sentido de propiedad común, pero recuerda las propuestas platónicas de la República (cfr. 2003: 130). Sin embargo, toda referencia erudita necesita siempre de una salvedad. Por empezar, las descripciones históricas de los baños romanos pueden situar al lector en un cierto ámbito y una cierta tradición, pero son insuficientes para figurar la festividad de Baden: “juzgo que aquellos de ningún modo pueden haberse aproximado al regocijo de éstos” (2003: 127). En cuanto a Platón, los bañistas habrían acordado con él, “cuando aún sin su enseñanza tan pronto se encontraban en su escuela” (2003: 130). Sobre Epicuro y Heliogábalo, la coincidencia no radica en una puesta en práctica intencional de sus prédicas, sino en que “la naturaleza misma” (2003: 127) parece conducirlos hacia ellas. De ningún modo el saber letrado sustenta o reconduce la vida casi natural de los bañistas: al contrario, sólo constituye un modo de decodificar el mundo (propio del sabio humanista) frente a la otredad que se pretende abordar. Está en la mirada del humanista sobre el otro, no en el otro en sí mismo.

Montaigne, por su parte, tratará de determinar, a través de Platón y Aristóteles, si los griegos conocieron o no el territorio americano; así, la intención de traducir la otredad en los términos de un conocimiento proporcionado por los antiguos es llevada al extremo: no se trata de buscar analogías o equivalencias parciales, sino de corroborar que lo novedoso ya ha sido visto y pensado antes por las autoridades clásicas. Sin embargo, también el desengaño será radical: ni la Atlántida que describe Platón, ni la isla que, según Aristóteles, descubrieron los cartagineses, puede compararse con las nuevas poblaciones y las nuevas tierras descubiertas. Así y todo, la ignorancia de los griegos respecto de la existencia de América no va en desmedro de su sabiduría; por el contrario, bajo una formulación anhelante, Montaigne expresa toda su reverencia: “mucho deploro que semejantes naciones no fueran conocidas antes para que pudiesen ser mejor juzgadas. Despláceme que Licurgo y Platón no las vieran” (1984: I, 154).

Pero la apelación al conocimiento del mundo antiguo, además, es otra de las estrategias para construir a la comunidad del otro como una comunidad ideal. A contramano de la analogía con el mito bíblico del Edén, las costumbres de los bañistas se remiten al amparo de una deidad pagana: la “Venus de Chipre” que, según Bracciolini, parece haberse mudado a los baños Baden (2003: 127). Por otra parte, la diosa romana ofrece, con su figura y tradición, la imagen sintética de gracia y belleza que caracteriza a las bañistas: “es un inmenso placer ver a las muchachas (…) de una hermosura espléndida y noble, con posturas y aspectos de diosas; sí, las citaristas arrastran por detrás los vestidos flotantes sobre el agua, de modo que las creerías Venus aladas” (2003: 130). En cuanto a los caníbales, incluso los preceptos de la República, que los bañistas de Baden ponían en práctica por naturaleza y no por adoctrinamiento, resultan superados por la candidez americana. La apelación a las fuentes antiguas, que en Montaigne también evidencia su carga idealizadora, opera así como término de una comparación que siempre le será adversa:

Yo diría a Platón que en esa nación nueva no hay especie alguna de tráfico, ni conocimiento de las letras, ni ciencia de los números, ni magistrados, ni superioridad política, ni servidumbre, ni riqueza, ni pobreza, ni contratos, ni sucesiones, ni partijas, ni otras ocupaciones que las descansadas, ni respeto de parentela, ni vestidos, ni agricultura, ni metales, ni vino, ni grano. Las palabras que expresan la mentira, la traición, el disimulo, la avaricia, la envidia, la difamación y el perdón son desconocidas. ¡Qué lejos de esta perfección hallaría la república que concibió!

Sin embargo, la carta de Bracciolini marca una diferencia fundamental con “De los caníbales”: refiere el relato en primera persona de una experiencia directa. En ese sentido, Bracciolini pone el cuerpo a su encuentro con la otredad de una forma muy diferente a la de Montaigne: escribe luego de haber estado inmerso en la cultura del otro. Así, es protagonista además de observador, personaje además de narrador; se divierte con el “chiste” de “mirar las viejas decrépitas junto a las más jóvenes entrar desnudas en el agua” (Bracciolini, 2003: 128), observa “desde la galería, examinando las prácticas, las costumbres” (2003: 129), pero también cumple un papel más activo:

Yo, atraído por esta festividad desmesurada de vivir y divertirse, y como sólo dos veces al día me bañaba, empleaba el resto del tiempo visitando los diversos baños, tirando repetidamente monedas y coronas como hacían los otros. Pues, no había tiempo alguno de leer o de saber (2003: 130).

    

Bracciolini pone en suspenso sus hábitos (leer, saber) para integrarse a la otredad y mezclarse con ella. De todas formas, esa intención de radicalizar el encuentro, pasando de la observación distanciada a la mixtura, encontrará su límite, no en el pudor sino en el lenguaje:

A menudo, compartiendo los gastos, [hombres y mujeres] comen en los mismos baños, sobre una mesa que flota dispuesta sobre el agua (…) en la casa donde nos bañábamos, una vez nosotros fuimos convidados a participar de esta costumbre, y si bien, ciertamente pagué mi parte, no quise, aunque muy solicitado, estar a la mesa, no por un sentido del pudor (…) sino por desconocimiento de la lengua (2003: 129).

 

Para Bracciolini, que “un hombre italiano” (2003: 129) estuviera entre mujeres desnudas, en silencio por ignorar su lengua, era una escena ridícula. La barrera lingüística es infranqueable: recuerda la propia nacionalidad, aísla del otro, subraya las distancias. Lejos de la experiencia directa, Montaigne se permitirá idealizar a sus caníbales también en materia lingüística: “El lenguaje de aquellos indígenas es dulce y de agradable sonido, con terminaciones semejantes a las griegas” (Montaigne, 1984: I, 160). No sólo se proclama la belleza de su lengua, sino que además se la homologa parcialmente con una lengua próxima y, si no totalmente accesible, al menos ciertamente venerada. Para el griego, bárbaro era aquel que no hablaba su idioma; detrás de la analogía, voluntariamente o no, reluce la ironía.

En la distancia entre el autor y su referente radica, en efecto, la principal diferencia entre las dos representaciones de la otredad. Pero también en la resolución textual que Montaigne ofrece para poder construir su texto, aun sin haber visto nunca América. Sus reflexiones se fundan en el relato de una tercera persona, cuya voz jamás se cita de manera directa. Ante la ignorancia propia, pero también la de Platón y Aristóteles, Montaigne recurre al medio de saber que tiene a mano. Sin embargo, frente a la dudosa autoridad de su fuente, encuentra dos modos de autorizarla. Uno de ellos es resaltar su vasta experiencia americana: se trata de “un hombre que había estado diez o doce años en ese otro mundo que se ha descubierto en nuestra época” (1984: I, 150). El segundo, consiste en naturalizar su relato: “El hombre a que me referí era simple y tosco, condición buena para dar testimonio sincero, porque las gentes sutiles, si bien ven más cosas y mejor, las glosan al describirlas y, a fin de reforzar su interpretación y convencer de ella, alteran algo la historia, no diciendo las cosas puras”. En consonancia con lo que sostiene a lo largo del ensayo, el candor de la fuente redunda en beneficios para que su relato sea más exacto, menos decorado, menos libre de artificios. Con el relato de un hombre simple, se pierde en agudeza de la mirada y se gana en veracidad del testimonio. Pero, indirectamente, la cita sugiere las propias operaciones que Montaigne (y Bracciolini) no se priva de realizar: la idealización del otro no es, en definitiva, sino el refuerzo necesario para que la propia interpretación alcance el grado de convencimiento que se busca, no tanto para sustentar los modos de decir al otro, como para poner en evidencia lo propio y, por lo tanto, ponerse en evidencia a sí mismo. 

 

 

 

 

Bibliografía:

Adorno, R. (1988). El sujeto colonial y la construcción de la alteridad. Revista de crítica literaria latinoamericana. 28, 55-68.

 

Adorno, R. (1992). Los debates sobre la naturaleza del indio en el siglo XVI: textos y contextos. Revista de estudios hispánicos. 47-65

 

Auerbach, E. (1996). L`humaine condition. En Mimesis. México: Fondo de Cultura Económica.

 

Bataille, G. (2010). El erotismo. Buenos Aires: Tusquets.

 

Bouwsma, W. (2010). El otoño del Renacimiento. Barcelona: Crítica.

 

Bracciolini, P. (2003). Carta a Niccolò y Epístola a Guarino de Verona. En Burucúa, J. y M. Ciordia (comps.), El Renacimiento italiano. Una nueva incursión en sus fuentes e ideas. Buenos Aires: Asociación Dante Alighieri.      

 

Burke, P. (1985). Montaigne. Madrid: Alianza.

 

Cappelli, G. (2007). Dos figuras principales. En: El humanismo italiano. Un capítulo de la cultura europea entre Petrarca y Valla. Madrid: Alianza

 

Montaigne, M. (1984). Ensayos. Buenos Aires: Orbis.

 

 

Todorov, T. (1998). “Descubrir”. En: La conquista de América. México: Siglo XXI.

 

Todorov, T. (2007). “Montaigne”. En: Nosotros y los otros. Buenos Aires: Siglo XXI.

 



[1] Pienso, por ejemplo, en el profuso debate en torno a la naturaleza de los nativos americanos, que despertó la atención de sacerdotes, filósofos, juristas, entre otros especialistas, y que tuvo como principales protagonistas a fray Bartolomé de las Casas y a Juan Ginés de Sepúlveda. Al respecto, Rolena Adorno escribió un detallado artículo que, bajo el título de “Los debates sobre la naturaleza del indio en el siglo XVI: textos y contextos” (1992), reúne y analiza las principales líneas de la polémica.

[2] El  siglo XVI, para Bouwsma, es el siglo del otoño del Renacimiento, según la expresión que da título a su libro. Componente nodal de esa concepto más abarcador del mismo período de la cultura europea, el humanismo también quedaría incluido en las hipótesis con que este autor pretende explicar los cambios que se manifestaron sobre todo a partir del XVI. Sin ignorar las influencias contextuales, Bouwsma sostiene que “la explicación fundamental de este cambio de ambiente cultural se halla en la cultura misma, precisamente por las libertades que promovía” (2010: 156). El Renacimiento, en ese sentido, habría conducido a una libertad tal que llegó a erosionar “las pautas tradicionales del orden” (2010: 156), generando una profunda desconfianza y una irremisible crisis. En última instancia, la explicación de Bouwsma se puede aplicar a otros momentos en que la cultura atraviesa procesos de cambio: para el Renacimiento, como, por ejemplo, para las vanguardias históricas, su consagración habría significado el primer paso hacia el agotamiento.   

[3] Tal vez sea oportuno recordar que Montaigne comienza a publicar sus Ensayos en 1580, mientras que la epístola de Poggio Bracciolini está fechada en 1416. 

[4] Me permito el anacronismo de utilizar expresiones como etnocentrismo y etnocentrista porque, además de ser dos conceptos que la crítica suele asociar a Montaigne (cfr. Burke, 1985), resultan verdaderamente productivos para poner de relieve algunos aspectos de su pensamiento.

[5] De hecho, la definición general de sus pretensiones al escribir los Ensayos, según se deduce de la nota que los introduce, explicita el rechazo de los artificios como método de confección de un autorretrato: “Si yo hubiese pretendido buscar el favor del mundo, me hubiera engalanado con prestadas hermosuras; pero no quiero sino que se me vea en mi manera sencilla, natural y ordinaria, sin estudio ni artificio, porque sólo me pinto a mí mismo” (Montaigne, 1984: I, 3). 

[6] En su “Epístola a Guarino de Verona”, Poggio dará una definición casi antitética de los dones con que la naturaleza obsequia al hombre. Si en referencia a su visita a Baden sostiene que la vida simple y apartada de “leer o de saber” es lo natural, aquí, bajo el influjo de su entusiasmo por haber hallado la Institutio Oratoria, de Quintiliano, dirá que “la naturaleza, madre de todas las cosas, ha dado al género humano el intelecto y la razón, como egregios guías hacia el feliz y buen vivir” (Bracciolini, 2003: 218).