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Revista de estudios filológicos
Nº28 Enero 2015 - ISSN 1577-6921
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teselas

La misteriosa llama de la reina Loana, Umberto Eco

(Barcelona, Círculo de Lectores, 2005)

 

         Abrí los ojos y dije buenos días. Había también dos mujeres y tres niños; no los había visto nunca, pero me imaginaba quiénes eran. Fue terrible porque, pase con tu mujer, pero con tus hijas, Dios mío, son sangre de tu sangre, y los nietos aún más; a esas dos chicas les brillaban los ojos de felicidad, los niños querían subirse a la cama, me cogían la mano y me decían hola abuelo, y yo nada de nada. Ni siquiera era niebla, era, cómo lo diría, apatía. ¿O se dice ataraxia? Igual que mirar animales en el zoo, habrían podido ser perfectamente monitos o jirafas. Es verdad que sonreía y pronunciaba palabras amables, pero dentro estaba vacío. Me venía a la boca la palabra sgurato, pero no sabía qué quería decir. Se lo pregunté a Paola; es un término piamontés, cuando lavas bien una cazuela y luego le pasas por dentro esa especie de estropajo de metal, para que parezca nueva, brillante brillante que más limpia imposible. Bueno, pues así de impoluto me sentía yo, sgurato. Gratarolo, Paola, las niñas me estaban metiendo en la cabeza miles de detalles sobre mi vida, pero era como si fueran judías secas; si movías la cazuela, las oías en el fondo pero seguían crudas, no se diluían en ningún caldo ni en ninguna crema, nada que me cosquilleara el gusto, nada que quisiera saborear otra vez. Me enteraba de cosas que me habían pasado a mí como si le hubieran sucedido a otro.

(pág. 26)

 

         La mañana siguiente (estaba también Paola), Gratarolo hizo que me sentara ante una mesita y me enseñó una serie de cuadraditos de colores, muchísimos. Me daba uno y me preguntaba de qué color era. Din din don, zapatito marrón; din din don, dime un color: yo digo azulón y tú sal, picarón. Reconocí a tiro hecho los primeros cinco o seis colores, rojo, amarillo, verde, etcétera. Naturalmente dije que A noir, E blanc, I rouge, U vert, O bleu, voyelles, je dirais quelque jour vos naissances latentes, pero me di cuenta de que el poeta, o quien fuera que fuese, mentía. ¿Qué quiere decir que A es negro? Más bien era como si descubriera los colores por primera vez: el rojo era muy risueño, rojo fuego, incluso demasiado fuerte. No, quizá era más fuerte el amarillo, como una luz que se me encendiera de golpe ante los ojos. El verde me daba una sensación de paz. El problema llegó con los demás cuadraditos. ¿Qué es esto? Verde, decía, pero Gratarolo insistía, qué tipo de verde, ¿en qué sentido es distinto de este otro? Y yo qué sé. Me explicaba Paola que uno era verde malva y el otro verde guisante. La malva es una hierba, respondía yo, y los guisantes, verduras que se comen, redondos, están dentro de una vaina larga con abultamientos, pero nunca había visto ni malvas ni guisantes. No se preocupe, decía Gratarolo, en inglés hay más de tres mil términos para los colores, pero la gente, como mucho, sabe nombrar ocho; de media solemos reconocer los colores del arco iris, rojo, naranja, amarillo, verde, azul, añil y violeta, pero ya entre añil y violeta la gente no distingue bien. Se requiera mucha experiencia para saber discriminar y nombrar los matices, y un pintor lo hace mejor pues… pues que un taxista, que con reconocer los colores del semáforo ya tiene bastante.

(págs. 28-29)

 

         El libro era Papá Goriot, Balzac. Sin abrirlo dije:

         - Papá Goriot se sacrificaba por las hijas, una se llamaba Delfina, me parece; entran en escena Vautrin, alias Collin, y el ambicioso Rastignac, París, ahora nos toca a nosotros. ¿Leía mucho?

         - Eres un lector incansable. Con una memoria de hierro. Sabes un montón de poesías de memoria.

         - ¿Escribía?

         - Nada tuyo. Soy un genio estéril, decías; en este mundo o se lee o se escribe, los escritores escriben por desprecio hacia los colegas, para tener de vez en cuando algo bueno que leer.

         - Tengo muchos libros. Perdona, tenemos.

         - Aquí hay cinco mil. Y siempre aparece el tonto de turno que entra y dice cuántos libros tiene usted, ¿los ha leído todos?

         - ¿Y yo?, ¿qué contesto?

         - Sueles contestar: ninguno, si no, para qué los tendría aquí, ¿acaso guarda usted las latas de carne tras haberlas vaciado? Los cincuenta mil que ya he leído se los he regalado a las cárceles y a los hospitales. Y el tonto se queda cortado.

         - Veo muchos libros extranjeros. Creo que sé alguna lengua. –Los versos me salieron solos–: Le brouillard indolent de l’automne est épars… Unreal City, / under the Brown fog of a winter dawn, / a crowd flowed over London Bridge, so many, / I had not thought death had undone so many… Spätherbstnebel, kalte Träume, / überfloren Berg und Tal, / Sturm entblättert schon die Bäume, / und sie schaun gespenstig kahl… Mas el doctor no sabía –acabé– que hoy es siempre todavía…

         - Qué curioso, de cuatro poesías, tres hablan de la niebla.

(págs. 39-40)

 

         Cuánto debo de haberme demorado en esa página. Y cuánto en las otras, algunas en color (llegaba a ellas sin encomendarme ni siquiera al orden alfabético, como si siguiera la memoria de mis yemas): las setas, carnosas, con las más bellas de todas, las venenosas, la falsa oronja, con el sombrerillo rojo moteado de blanco, la amanita sanguínea de un amarillo pestilente, la lepiota naucina, el hongo de Satanás, la rúsula como un labio carnoso abierto en un rictus; y luego, los fósiles, el megaterio, el mastodonte y el dinornis; los instrumentos músicos antiguos (el ramsinga, el olifán, la buccina romana, el laúd, el rabel, el arpa eolia y el arpa de Salomón); las banderas de todo el mundo (con países que se llamaban China y Cochinchina, Malabar, Kong, Tabora, Marath, Nueva Granada, Sáhara, Samos, Sandwich, Valaquia, Moldavia); los vehículos, como el ómnibus, el faetón, el sociable de capota, el landó, el cabriolé, el cab, el sulky, la diligencia, el carro de guerra etrusco, la biga, la torre elefantina, el lombardísimo carroccio, la berlina, el palanquín, la litera, el trineo, el carricoche, el birloche; los veleros (¡y yo que creía haber absorbido de quién sabe qué relatos de aventuras marinas términos como bergantín y mesana, sobremesana, castillo de proa, gavía, maestro, trinquete, perroquete, papafigo, trinquetilla, foque y petifoque, botavara, pico de cangreja, bauprés, cofa, amurada, ¡orza la mayor contramaestre del diablo, cuerpo de mil bombardas, truenos de Hamburgo, suelta el papafigo, todos a la banda de babor, hermanos de la Costa!); y seguía, las armas antiguas, el majador, el fustablo, el espadón del justiciero, la cimitarra, el puñal de tres hojas, la daga, la alabarda, el arcabuz de doble rueda, la bombarda, el ariete, la catapulta; y la gramática de la heráldica, campo, faja, palo, banda, barra, partido, cortado, partido en banda, cuartelado, angrelado… Ésta debe de haber sido la primera enciclopedia de mi vida y debo de haberla hojeado largo y tendido. Los bordes de las páginas estaban gastados, muchas entradas estaban subrayadas, a veces aparecían al lado rápidas anotaciones en una caligrafía infantil, más que nada para transcribir términos difíciles. Este volumen había sido usado hasta la saciedad, leído y releído y sobado, y muchas hojas se estaban soltando ya.

(págs. 125-126)

 

 

         Volví a mi cuartito. Una cosa me pareció saberla sin vacilaciones. En el Campanini Carboni no está la palabra mierda. ¿Cómo se dice en latín? ¿Qué exclamaba Nerón cuando, al colgar un cuadro, se machacaba el dedo con el martillo? ¿Qualis artifex pereo? En mi adolescencia, ésos debían de ser problemas serios, y la cultura oficial no daba respuestas. Entonces recurríamos a los diccionarios no escolares, pienso. Y, en efecto, el Melzi registra mierda, merdellón, merdoso, merdúseo, mierdica, incluso palabras desterradas para siempre como merdocco, «afeite para quitar los pelos, usado sobre todo por los judíos»; y me veo preguntándome cuántos pelos tenían, pues, los judíos. Tuve como una iluminación y oí una voz: «El diccionario de mi casa dice que una pitana es una mujer que hace sus ganancias a cuerpo». Alguien, un compañero de colegio, había ido a buscar en otro diccionario lo que ni siquiera figuraba en el Melzi; tenía en los oídos la voz prohibida en forma semidialectal (la palabra debía de ser pütan’na), y debió de intrigarme durante mucho tiempo ese «hace sus ganancias a cuerpo». ¿Qué había de tan prohibido en obtener ganancias sin llevar abrigo? Está claro, la puta del prudente diccionario hacía ganancia de su cuerpo, pero mi informador había traducido mentalmente de la única manera posible en que para él eso resultaba una alusión maligna, de las que oía en casa: «Será descocada. Si todos hiciéramos ganancias a cuerpo…»

(págs. 128-129)

 

 

         Los ingleses eran malos porque usaban el Lei, mientras que los buenos italianos tenían que usar exclusivamente, incluso en las relaciones interpersonales, el italianísimo Voi. De lo poco que se sabe de las lenguas extranjeras, son los ingleses y los franceses los que usan la segunda persona (you, vous); la tercera persona, en cambio, el Lei, es muy italiana, a lo sumo un residuo españolista, pero, claro, con los españoles franquistas éramos uña y carne. Y también, el Sie alemán es un usted o un ustedes, no un vos. De todas formas, tal vez por escaso conocimiento de lo extranjero, eso habían decidido en las alturas, y el abuelo había conservado unos recortes muy explícitos y harto rigurosos al respecto. Había tenido también la agudeza de conservar el último número de una revista femenina, Lei, donde se anunciaba que a partir del número siguiente se llamaría Annabella. Era evidente que el título de la revista no representaba un apelativo dirigido a la lectora ideal («permítame usted, señora») sino que era una referencia al público femenino (es decir, ella, no él). Pero la cuestión era que ese Lei, aun con otra función gramatical, se había vuelto tabú. Me preguntaba si el episodio habría hecho reír también a las lectoras de entonces, pero estaba claro que era un hecho consumado y todos lo habían digerido.

(pág. 213)