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Revista de estudios filológicos
Nº29 Julio 2015 - ISSN 1577-6921
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teselas

 

 

COMO LA SOMBRA QUE SE VA, ANTONIO MUÑOZ MOLINA

 

(Círculo de Lectores, Barcelona, 2014)

 

         Mi hijo me cuenta cosas sobre su trabajo. Traduce subtítulos para documentales y películas de ficción. Hay temporadas en las que le llegan de golpe muchos encargos y tiene que pasarse jornadas de doce o catorce horas delante del ordenador; otras veces se queda sin nada que hacer. Hay agencias que tardan mucho en pagarle o que le regatean. De vez en cuando tiene que subtitular películas para festivales de cine sanguinario y fantástico, y acaba estragado de tantas vísceras, espantado de la clase de público que alimenta monótonamente su imaginación de esas cosas. Pero le gusta descubrir películas minoritarias, de países improbables, que si no fuera por su trabajo no sabría que existen, y sobre todo documentales.

         Le pregunto qué desearía en su trabajo, si hay algo que siente que le falta, si necesita dinero. Pienso en el descontento incurable que yo tenía a su edad, la sensación de estar atrapado en una vida y en una ciudad y en un trabajo que no me gustaban, el desasosiego de escribir, la sospecha de estar escribiendo para nadie, el encono de los deseos ocultos. Con una naturalidad que me sorprende, mi hijo me dice que está contento. Quisiera tener algo más de estabilidad pero no se queja. Hace cosas que le gustan y que más o menos le dan para vivir. Toca la guitarra en un grupo de música pop y está empezando a componer algunas canciones. A él y a su novia les gustaría quedarse en Lisboa, pero si ella no encuentra un trabajo tendrán que volver a Granada. Quizás está mucho más dotado para el disfrute tranquilo de la vida de lo que yo estaba cuando tenía sus años. Lo que más le gusta traducir sin los documentales: de viajes, de vidas de músicos, de historia del siglo XX, de enfermedades, de descubrimientos científicos, de animales, de selvas, de expediciones polares, de investigaciones submarinas. Vive enclaustrado en cada uno de ellos como si viajara solo, sedentariamente, por mundos sucesivos, en su cuarto de la Alfama, horas y horas delante de la pantalla del portátil.

         Le aviso de lo que él sin duda ya sabe, el peligro de estos oficios en los que uno pasa demasiado tiempo a solas y aislado de la realidad exterior, en los que no hay horarios ni más disciplina que la que uno sabe imponerse, a no ser la disciplina angustiosa de los plazos que se acercan y el remordimiento de haberlo ido dejando todo para el final. Cuando era niño lo intrigaba mi trabajo. Si yo estaba escribiendo en un cuaderno él se sentaba frente a mí al otro lado de la mesa y escribía también en una libreta de la escuela. La aparición de las letras blancas o verdosas sobre el fondo negro en las pantallas de los ordenadores antiguos le producía una intriga inagotable. Después de la Canon electrónica en la que había escrito la novela de Lisboa compré un ordenador tosco y grande, un Amstrad jurásico, que se estaba quedando obsoleto según yo aprendía con grandes dificultades a usarlo. Lo dejé un día imprimiendo un texto largo, en una impresora tan ruidosa como las antiguas máquinas de télex. Mi hijo entró al cabo de un rato al comedor con una información asombrosa: "En tu cuarto hay un padre invisible escribiendo".

         Al cabo de algún tiempo, y sin que nadie le explicara por qué, el padre invisible fue más invisible todavía porque dejó de escribir en el cuarto y de vivir en la casa, y se volvió un visitante que llegaba a veces sin aviso desde otra ciudad, en un taxi, con una bolsa de viaje, con una cartera de mano en la que pesaba mucho un ordenador portátil.

(páginas 384-386)