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Revista de estudios filológicos
Nº31 Junio 2016 - ISSN 1577-6921
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teselas

22/11/63, Stephen King

(Círculo de Lectores, Barcelona, 2011)

 

 

         Aparte de cuando me dieron la noticia de mi madre, únicamente recuerdo otra ocasión en la que lloré de adulto, y eso fue cuando leí la historia del padre del conserje. Estaba solo, sentado en la sala de profesores del Instituto de Secundaria Lisbon, corrigiendo un montón de redacciones que mi clase de lengua del programa para adultos había escrito. Por el pasillo me llegaba el ruido sordo de los balones de baloncesto, el estruendo de la bocina de tiempo muerto y el clamor del público que jaleaba mientras combatían las bestias del deporte: los Galgos de Lisbon contra los Tigres de Jay.

         ¿Quién puede saber cuándo tu vide pende de un hilo, o por qué?

         El tema que les había asignado era «El día que me cambió la vida». La mayoría de estos trabajos, aunque sinceros, eran horribles: relatos sentimentales acerca de una tía bondadosa que había acogido a una adolescente embarazada, un compañero del ejército que había demostrado el verdadero significado de la valentía, un encuentro fortuito con un famoso (creo que Alex Trebek, el presentador de Jeopardy!, pero quizá se trataba de Karl Malden). Aquellos de vosotros que seáis profesores y, por un salario extra de tres o cuatro mil dólares al año, hayáis dado alguna vez clase a adultos que estudian para sacarse el Diploma de Equivalencia de Secundaria, sabréis lo desalentadora que puede resultar la tarea de leer este tipo de redacciones. La nota apenas cuenta, o al menos para mí; yo aprobaba a todo el mundo, porque nunca he tenido un alumno adulto que no se dejara la piel en el empeño. Si entregabas una hoja de papel con algo escrito, Jake Epping, del departamento de lengua del Instituto Lisbon, siempre te echaba un cable, y si las frases estaban organizadas en párrafos, sacabas como mínimo un notable bajo.

         Lo que hacía la tarea ardua era que el rotulador rojo sustituía a mi boca como principal herramienta docente, y gastaba casi un rotulador entero. Me deprimía saber que muy poco de lo que señalara con aquella tinta roja iba a ser asimilado; si llegas a la edad de veinticinco o treinta años y no has aprendido a escribir correctamente (completo, no conpleto), o a poner mayúsculas donde corresponda (Casa Blanca, no casa-blanca), o a construir una frase que contenga un sustantivo y un verbo, probablemente ya nunca aprenderás. Aun así, seguimos al pie del cañón, trazando círculos alegremente alrededor de las faltas de ortografía en frases como «Mi marido se apresuró ha juzgarme» o tachando la palabra voceando y reemplazándola por buceando en la frase «Después de eso, iba muchas veces voceando hasta la balsa».

         (pp. 15-16)

 

         Cuando la gente me preguntaba qué buscaba, respondía con un guiño y una sonrisa. Cuando la gente me preguntaba cuánto tiempo me quedaría, decía que era difícil calcularlo. Aprendí la geografía de la ciudad, y empecé a aprender la geografía verbal de 1958. Aprendí, por ejemplo, que la guerra significa Segunda Guerra Mundial; el conflicto, Corea. Ambas habían terminado, adiós y buen viaje. A la gente le preocupaba Rusia y la denominada «brecha de los misiles», pero no demasiado. A la gente le preocupaba la delincuencia juvenil, pero no demasiado. La economía estaba en recesión, pero la gente había vivido épocas peores. Cuando regateabas con alguien, era totalmente correcto decir que racaneabas como un judío (o estafabas como un gitano). Las golosinas de a penique incluían gominolas, gusanitos y caramelos de goma negra con forma de bebé llamadas «negritos». En el sur regían las leyes de Jim Crow. En Moscú, Nikita Khrushchev bramaba amenazas. En Washington, el presidente Eisenhower repetía cansinamente sus frases de buen ánimo.

(pp. 190-191)

 

         Por un momento no hice otra cosa que mirar boquiabierto, incapaz de moverme o hablar. Más que nada por su presencia inesperada, pero también había otro motivo. Hasta que la tuve plantada justo delante de mí, no caí en lo mucho que se parecían sus grandes ojos azules a los de Sadie.

         Marina o no hizo caso de mi expresión de sorpresa o no reparó en ella. Tenía sus propios problemas.

- Pierdone, por favor, ¿ha visto a mi espotka? –Se mordió los labios y sacudió un poco la cabeza-. Mi ex-poso. –Intentó sonreír, algo que con esos dientes tan bien restaurados ya estaba a su alcance, pero aun así no le salió muy bien–. Perdón, señor, no hablo buen idioma. Yo Bielorrusia.

Oí que alguien –supongo que fui yo– preguntaba si se refería al hombre que vivía arriba.

- Sí, por favor, mi ex-poso, Lee. Vivimos arriba. Esta nuestra malishka, nuestro bebé. –Señaló a June, que estaba sentada al pie de la escalera en su cochecito, dándole satisfecha a su chupete–. Ahora sale todo tiempo desde que perder trabajo. –Volvió a intentar sonreír y, cuando sus ojos se arrugaron, una lágrima se derramó de la comisura del izquierdo y descendió por su mejilla.

Ajá. Al parecer a fin de cuentas el bueno de Bobby Stovall podía salir adelante sin su mejor técnico de fotoimpresión.

- No lo he visto, señora… -Estuvo a punto de escapárseme «Oswald», pero me contuve a tiempo. Y menos mal, porque ¿cómo iba a saberlo? En apariencia no les enviaban nada. Había dos buzones en el porche, pero su nombre no figuraba en ninguno de ellos. Ni el mío. A mí tampoco me enviaban nada.

- Os-wal –dijo ella, y me tendió la mano. La estreché, más convencido que nunca de que aquello era un sueño que estaba teniendo. Pero su mano pequeña y seca resultaba de lo más real–. Marina Os-wal, un plaser conosierlo, señor.

- Lo lamento, señora Oswald, hoy no lo he visto. –No era cierto; lo había visto salir justo después del mediodía, poco después de que la ranchera de Ruth Paine se llevara a Marina y June rumbo a Irving.

- Preocupo por él –dijo Marina–. Él… no sé… lo siento. No querer molestarle. –Volvió a sonreír, la sonrisa más dulce y más triste del mundo, y se secó despacio la lágrima de la cara.

- Si lo veo…

De repente parecía alarmada.

- No, no, decir nada. Él no gusta que yo hable con extranios. Vendrá cenar, quizá seguro. –Bajó los escalones y habló en ruso a la niña, que se rió y estiró los brazos regordetes hacia su madre–. Adiós, señor. Muchas gracias. ¿Dirá nada?

- Vale –dije yo–. Como una tumba. –Eso no lo pilló, pero asintió y pareció aliviada cuando puse el índice delante de mis labios.

(pp. 572-573)