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Revista de estudios filológicos
Nº31 Junio 2016 - ISSN 1577-6921
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teselas

Choque de civilizaciones por un ascensor en Piazza Vittorio, Amara Lakhous

(traducción de Francisco Álvarez González) Hoja de Lata Editorial, Colección Sensibles a las Letras, Xixón, 2016

 

 

Mi odio por la pizza no tiene parangón, pero eso no significa que odie a las personas que la consumen. Me gustaría dejar las cosas claras desde el principio: no siento odio alguno hacia los italianos.

No estoy hablando a tontas y a locas, todo esto guarda relación con Amedeo. Les ruego que tengan un poco de paciencia. Como ustedes saben, Amedeo es el único amigo que tengo en Roma; en realidad, es más que un amigo y no exagero si les digo que lo quiero tanto como a mi hermano Abbas. Quiero a Amedeo aunque sea adicto a la pizza. Ya ven que mi aversión por la pizza no deriva de ningún tipo de hostilidad hacia los italianos.

En realidad, no tiene importancia alguna el hecho de que Amedeo sea o no italiano. Mi preocupación es tratar de evitar a toda costa las consecuencias de la repugnancia que siento hacia la pizza. Sin ir más lejos, hace unas semanas me despidieron de un puesto de lavaplatos en un restaurante cercano a Piazza Navona cuando descubrieron, por casualidad, que detestaba la pizza. Hijos de puta. ¡Y con ultrajes como ese todavía hay quien sostiene que en este país están garantizadas la libertad de gusto, de expresión y de fe, y la democracia! Me gustaría saberlo: ¿está castigado por la ley odiar la pizza? Si la respuesta es sí, nos enfrentamos a un verdadero escándalo y si es no, entonces yo tengo derecho a recibir una indemnización.

No tengan prisa. Permítanme que les diga que su mayor defecto es la prisa. Su consigna es la impaciencia. ¡Toman ustedes el café igual que un cowboy su güisqui! El café es como el té, no se debe beber de un trago, hay que tomarlo a sorbos. Amedeo es como un té caliente en un día frío. Mejor aún. Amedeo es como la fruta que se saborea al final de las comidas, tras haber dado cuenta de una tosta de tomate y aceitunas, después del famoso primer plato en el que entran todos esos tipos de pasta que yo no soporto, los spaghetti y demás (ravioli, fettuccine, lasagna, fusilli, orechiette, rigatoni…) y al acabar un segundo plato de carne o pescado con guarnición de verduras. Todo esto lo he aprendido con mis trabajos temporales en los restaurantes italianos. Me encanta la fruta, así que no es de extrañar que compare a Amedeo con la fruta. Digamos que Amedeo es bueno y dulce como la uva. ¡Qué bien sabe el zumo de uva!

Es inútil insistir con esta pregunta: ¿Amedeo es italiano? Ninguna posible respuesta resolvería el problema. Además, ¿a quién se considera italiano? ¿A quien ha nacido en Italia, tiene pasaporte italiano, carné de identidad, domina el idioma, tiene un nombre italiano y reside en Italia? Como ven, se trata de un tema muy complejo. No digo yo que Amedeo sea un enigma. Es más bien, como un poema de Omar Jayam, necesitarías toda una vida para comprender su significado y solo entonces tu corazón se abriría al mundo y las lágrimas calentarían tus frías mejillas. Por ahora les bastará a ustedes con saber que Amedeo conoce la lengua italiana mejor que millones de italianos que se extienden como langostas por todos los rincones del mundo. No estoy borracho. Y no pretendía ofenderles.

 

(pp. 14-6)

 

Soy el dueño del bar Dandini, que está frente a los jardines de la Piazza Vittorio. La mayor parte de mis clientes son extranjeros. Los conozco muy bien, puedo distinguir fácilmente a un bengalí de un indio, a un albanés de un polaco, a un tunecino de un egipcio. Los chinos, por ejemplo, pronuncian la letra “l” en lugar de la “r”, así que dicen: “Buenas taldes, señol. Un zumo de nalanja, glacias”. Los egipcios pronuncian la “b” en lugar de la “p”, por lo que dicen: “Bol favor, un bincho de bollo”. Ya lo ven, no les va a resultar fácil convencerme de que mi amigo Amede’ no es italiano.

Amede’ es Amedeo. Los romanos solemos comernos las primeras letras de los nombres, o las del medio, o las finales. Yo, por ejemplo, me llamo Sandro, pero mi verdadero nombre es Alessandro. Mi hermana se llama Giuseppina, aunque nosotros la llamamos Giusy. A mi sobrino Giovanni todo el mundo lo conoce como Gianni. Mi hijo se llama Filippo, pero estamos acostumbrados a llamarle Pippo. Y podría citar otros muchos ejemplos.

Lo conocí cuando vino a vivir a Piazza Vittorio. Recuerdo la primera vez que nos vimos. Pidió un capuccino y un cruasán, se sentó y se puso a leer la columna de Montanelli en el Corriere della Sera. ¡Nunca en mi vida he visto a un chino, a un marroquí, a un rumano, a un gitano o a un egipcio leyendo el Corriere della Sera o La Repubblica! Los inmigrantes solamente leen Porta Portese, para buscar ofertas de trabajo. Cuando ya se iba, le confesé que yo admiro a Montanelli por su valentía, su honestidad y su franqueza, porque plantó cara a los de las Brigadas Rojas cuando le tirotearon gritándoles: “¡Sois unos locos! ¡Malditos hijos de puta!”. Le comenté que cuando Montanelli afirma que “el pueblo italiano no tiene memoria histórica” se equivoca, en mi opinión. Ese juicio de valor se puede aplicar a toda Italia menos a Roma, porque la gente de Roma tiene una memoria arraigada que se remonta a la época de los antiguos romanos. No hay más que pasear por sus calles y admirar las ruinas o echarle un vistazo a la bandera de nuestro equipo para ver la imagen de la loba amamantando a Rómulo y Remo. Después me acordé del consejo que me había dado mi padre para ganarme a los clientes y le dije:

-              Yo soy Sandro. ¿Y tú?

-              Me llamo Amede’ –respondió.

-              ¿Entonces eres de Roma?

-              Soy del sur.

Cuando se disponía a marcharse, le dije:

-              Hasta mañana, Amedeo.

Y él me contestó con una gran sonrisa.

 

(pp. 121-2)