REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS




Informe sobre la información

Manuel Vázquez Montalbán

 

 


El castellano de España y el castellano de América. Unidad y diferenciación

Ángel Rosenblat

(Instituto de Filología Andrés Bello. Universidad Central de Venezuela)


 

 

Chopin en invierno

de Stuart Dybek




Informe sobre la información

Manuel Vázquez Montalbán

 

En agradecimiento a su vida y a su obra

Tonos Digital

 

Entre la represión y la integración

 

         El profesional de la información, como profesional de la cultura que es, se ve sometido en todo el mundo a un juego policíaco de alternancia ‘bueno’-‘malo’, en el que pasa de la manipulación integradora a la drástica represión. El sistema le garantiza un nivel de vida aceptable (ligeramente por encima del de la inmensa mayoría) y le somete a una serie de estructuras condicionantes integradoras: un ‘status’ empresarial que convierte al propietario o propietarios de los periódicos en reales dueños y señores de la mercancía informativa y en conjunto de normas jurídicas aplicadas no tanto a defender a la sociedad del periodista como a defender al sistema. En caso de que el profesional de la información descubra que los molinos de viento son gigantes realmente y en ristre la lanza, entonces cae sobre él todo un mecanismo represor, en el que actúan mancomunados el Estado, la empresa y todas las superestructuras cómplices.

 

         En sistemas democrático-formales, al profesional le queda el recurso de la prensa de partido, pero a costa de delimitar su público potencial. Para una democracia formal, la prensa de partido es un alivio por cuanto la relación medio-público responde a una afinidad preestablecida y no afecta al público que queda al margen de esa afinidad. Incluso puede darse el caso de una relación precaria entre medio informativo y público (‘l´Humanité’ tiene una tirada de unos 300.000 ejemplares), que no se corresponde con el poder de convocatoria electoral del partido comunista francés (casi un 30 por 100 de la población francesa). Para el sistema, lo verdaderamente peligroso sería que los medios informativos más potentes y uniformadores (los diarios de amplia circulación, la radio, la televisión) cayeran en manos de los profesionales dispuestos a no servir a otro señor que sus lectores. El sistema se las ha ingeniado para el control efectivo de los mass media uniformadores: primero, porque controla al Estado y todo su dispositivo superestructural que opera sobre la Información; después, porque ha troceado el pastel en empresas privadas en condiciones de hacer un periodismo ‘popular’ frente al aburrido y envejecido periodismo ‘ideológico’ de los partidos. Los medios más peligrosos por su capacidad de convocatoria indiferenciada, como la radio o la televisión, o bien están metidos bajo las faldas del Estado, o bien pasan de la maxifalda del Estado a la minifalda de la empresa privada.

 

         Ante esta situación, ¿cómo se sostiene toda la literatura sobre la responsabilidad del informador? Donde no llega la censura empieza la autocensura, porque, como muy bien había sabido formular el mismísimo don Fernando Martín Sánchez Juliá, “…a un padre de familia no se le puede pedir que sea héroe todos los días”.

 

         Hay un asociacionismo profesional que en todo el mundo va desde el nivel represor (asociaciones destinadas más al control que a la reivindicación) hasta el nivel integrador (asociaciones destinadas a reivindicaciones puramente económicas), pero salvo en situaciones de democracia formal muy avanzada y al mismo tiempo minada por contradicciones internas muy agudas, el asociacionismo de los profesionales de la información es un mecanismo complementario de la técnica represora o de la técnica integradora.

 

El público, sin defensa

 

         El resultado más claro de este orden de cosas es la indefensión del público ante la conspiración informativa y la dependencia, cada vez mayor, del público hacia los mass media. A partir de los catorce años, la escolaridad ha terminado para la inmensa mayoría. A partir de esa edad, sus principales vehículos de formación e información serán los mass media. Por otra parte, la falta de una formación cultural sólida y continua resta elementos de distancia crítica y comprensión de la realidad, lo que provoca una entrega total al imperio de los medios de comunicación de masas. Resulta entonces que un magnate como míster Thompson, sin otros títulos que su habilidad para absorber sociedades anónimas y sus orígenes de industrial papelero, se puede convertir, de la noche a la mañana, en dictador de la prensa británica. Millones y millones de lectores asisten entonces al espectáculo de que un gran capitalista tenga bajo su control a prensa socialista y a prensa sensacionalista y, puesto a controlar, llegue un momento en que compre el ‘Times’, paso previo a una posible sustitución de la dinastía Hannover por la Thompson.

 

         El Estado suele ser un mal árbitro entre el público y el capital, porque en general suele responder, en su propia conformación y encarnación, a los intereses del gran capital. Mal árbitro va a ser aquél que sale al campo con la consigna de que gane siempre el mismo equipo y que lo más que pone de su cosecha es el empate cotidiano. En ocasiones hay animosidad por parte del Estado contra la formación de monopolios informativos. Pero esa animosidad no obedece a un excesivo celo defensivo del público, sino al miedo a que “el cuarto poder”, controlado mayoritariamente por un empresario o un grupo de presión, se convierta en una palanca de sillones gubernamentales o de situaciones políticas de recambio, aunque sigan identificadas con el mismo sistema.

 

         El caso español reúne factores interesantes por la politización que todo el mundo supone en el más inmediato futuro. La prueba de ese “futuro político” es la toma de posiciones que determinados grupos de presión están realizando con respecto a los medios informativos. Poseer un medio informativo, si bien no es ni será probablemente nunca un buen negocio en sí, es una magnífica inversión político-económica. De ahí que el azucarero francés Beghin se meta en todos los que pueda, y de ahí las vinculaciones empresariales tan extensas y sutiles que tienen los consejos de administración de gran parte de la prensa española, a través de sus pluriempleados consejeros.

 

         Puestos a jugar, sería conveniente crear unas reglas de juego en las que las cartas, como mínimo, no estuvieran mal repartidas. ¿Qué poder tiene hoy un profesional de la información en España para hacer mínimamente frente a las posibles arbitrariedades de los reales poderes informativos?

 

         La pregunta se la empiezan a hacer los centenares de jóvenes estudiantes y profesionales que, desde hace algunos años, están pasando por las escuelas de periodismo del país. Son preguntas, de momento, que serán exigencias en un inmediato futuro. Empiezan a comprender que tal vez la verdadera grandeza de la profesión no sea saltar en paracaídas sobre Laos, ganar el Pulitzer o cumplir cincuenta años de profesión agarrado a las tijeras y a la rutina del empleo burocrático conquistado. Sino recuperar cotidianamente la dignidad que concede la búsqueda de la verdad histórica y popular, sin intermediarios.

 

Informe sobre la información, de Manuel Vázquez Montalbán. Editorial Fontanella, Ediciones de Bolsillo, Barcelona, 1975 (3ª edición ampliada y puesta al día), págs.236-240 (1ª edición 1963)

 

 



 

El castellano de España y el castellano de América. Unidad y diferenciación

Ángel Rosenblat

(Instituto de Filología Andrés Bello. Universidad Central de Venezuela)

 

Ha dicho Bernard Shaw que Inglaterra y los Estados Unidos están separados por la lengua común. Yo no sé si puede afirmarse lo mismo de España e Hispanoamérica. Pero de todos modos sí es evidente que el uso de la lengua común no está exento de conflictos, equívocos y hasta incomprensión, no sólo entre España e Hispanoamérica, sino aun entre los mismos países hispanoamericanos.

Los conflictos y equívocos surgen también apenas se plantea el carácter del español hispanoamericano. Porque alternan o se entremezclan a cada paso tres visiones de carácter distinto: la visión del turista, la visión del purista y la visión del filólogo. (…)

 

Si la visión del turista es inocente, pintoresca, y hasta divertida, la del purista es más bien terrorífica. No ve por todas más que barbarismos, solecismos, idiotismos, galicismos, anglicismos y otros ismos malignos. El purista vive constantemente agazapado, con vocación de cazador, sigue el habla del prójimo con espíritu regañón y sale de pronto armado de una enorme palmeta o, peor aún, de cierto espíritu burlón con presunciones de humorismo. (…)

La visión del purismo es estrecha y falsa. No la tuvo la España de Cervantes, y sí la del siglo XVIII, más débil, más vulnerable a la influencia extranjera. ¡Si hasta el surgimiento de la Academia y aun el del purismo, que inicia entonces su amplia trayectoria, representa una influencia francesa, empezando por la palabra purista (del francés puriste), que fue al principio sólo una designación burlona! El ideal del purismo se parece al de Procusto: acomodar la lengua a la medida del Diccionario. Si los puristas pudieran, mutilarían de la expresión todo lo que rebasa su edición académica. Son a su modo indios jíbaros, aficionados a reducir las lenguas de sus vecinos. Ya en el siglo XVIII el P. Feijoo exclamaba: “¡Pureza!¡Antes se debería de llamar pobreza, desnudez, miseria, sequedad!”

No todo es terrorífico, sin embargo, en la visión del purismo. A principios de siglo recomendaba un manual venezolano: “No digan: Fulano es un sinvergüenza. Digan: Fulano es un inverecundo”. Sinvergüenza no figuraba todavía en el Diccionario de la Academia (“no existía”). Hoy no se explica uno cómo se podía hablar en español sin esa palabra.

Por lo demás ¿qué quiere decir pureza castellana? El castellano es un latín evolucionado que adoptó elementos ibéricos, visigóticos, árabes, griegos, franceses, italianos, ingleses y hasta indígenas de América. ¿Cómo se puede hablar de pureza castellana, o en qué momento podemos fijar el castellano y pretender que toda nueva aportación constituye una impureza nociva? La llamada pureza es en última instancia una especie de proteccionismo aduanero, de chauvinismo lingüístico, limitado, mezquino y empobrecedor, como todo chauvinismo. (…)

 

Nos hemos burlado de la concepción turística y consideramos falsa y dañina la visión del purismo. ¿No es hora ya de ensayar una visión filológica? Tenemos que plantearnos dos cuestiones fundamentales. Primera, si hay una unidad lingüística a la que pueda llamarse “español de América”, o hay más bien una serie diferenciada de hablas nacionales o regionales. Segunda, si ese supuesto “español de América” es una modalidad armónica y coherente dentro del español general, o si presenta, por el contrario, una diferenciación estructural y unas tendencias centrífugas que le auguran una futura independencia.

Para abordar estas cuestiones voy a partir de dos perspectivas opuestas. La vieja Gramática general, del siglo XVII, sostenía que cuanto más lenguas conoce uno, más llega a la convicción de que no hay sino una sola lengua: la del hombre. La Gramática general postulaba una unidad fundamental entre las distintas lenguas del mundo, una comunidad de recursos expresivos esenciales, o de moldes esenciales, del lenguaje humano. Frente a ella la lingüística moderna ha sido más bien atomizadora, desintegradora. Esa unidad que se llama la lengua general, el español, el francés, el inglés, es una abstracción, una realidad inexistente. No se habla igual en Madrid, en Salamanca, en Santander, en Zaragoza, en Sevilla. Y dentro de la ciudad de Madrid no se habla igual en el barrio de Salamanca que en Chambarí o en Lavapiés. En una misma colectividad no hablan igual los campesinos, los obreros, los estudiantes, los médicos, los abogados, los profesores, los escritores. Y aun dentro de la clase trabajadora, no hablan igual los obreros textiles que los de la construcción. Las diferencias geográficas se entrecruzan con profundas diferencias sociales. No hablan igual dos familias distintas, y en una misma familia se diferencian el padre, la madre, los abuelos, los nietos y aun los hermanos. Cada persona tiene su propio dialecto o, con un término técnico, su “idiolecto”. Digámoslo de modo más universal: “Cada pájaro tiene su canto”. (…)

 

Puede afirmarse, pues, que junto a la diferenciación regional y hasta local, hay cierta tendencia a la unidad hispanoamericana. Esta unidad no es incompatible con la diversidad, que es el sino de la lengua. Si no hablan igual dos aldeas españolas situadas en las riberas opuestas de un río o en las dos vertientes de la misma montaña, ¿cómo podrían hablar igual veinte países separados por la inmensidad de sus cordilleras, ríos, selvas, y desiertos? La diversidad regional es inevitable y no afecta a la unidad si se mantiene, como hasta ahora, la mutua comprensión. En cuatro siglos y medio de vida, el español hispanoamericano tiene, desde el Río Grande hasta Tierra del Fuego, una portentosa unidad, mayor que la que hay desde el norte al sur de la Península Ibérica. Esta unidad está dada, mucho más que por los rasgos peculiares del español hispanoamericano (seseo, pérdida de la persona vosotros, loísmo, etc.), por lo que el habla de Hispanoamérica tiene de común con el castellano general: la unidad (unidad, no identidad) del sistema fonemático, morfológico y sintáctico. Es decir, el vocalismo y el consonantismo, el funcionamiento del género y del número, las desinencias personales, temporales y modales del verbo, el sistema pronominal y adverbial, los moldes oracionales, el sistema preposicional, etc. Y aun el fondo constitutivo del léxico: las designaciones de parentesco, los nombres de las partes del cuerpo o de los animales y objetos más comunes, las fórmulas de la vida social. Los numerales, etc. Al pan lo seguimos llamando pan, y al vino, vino. Por encima de ese fondo común las divergencias son sólo pequeñas ondas en la superficie de un océano inmenso. (…)

 

Hay una unidad del español americano porque ese español americano reposa en una comunidad de lengua española. Claro que esa comunidad es sobre todo la de la lengua culta, la de la conferencia o la clase universitaria, la del ensayo o el libro científico, la de la literatura, la de la poesía, y aun la de la prensa, si descartamos cierto tipo de periodismo, que está cundiendo en todas partes, empeñado en halagar, o explotar, los sentimientos más vulgares, y con ellos, claro está, la vulgaridad expresiva. Por debajo de esa lengua culta común se desenvuelve la diversidad del habla campesina y popular, y también el habla familiar de los distintos sectores sociales.

El habla campesina y el habla popular de las distintas regiones de España y América tienen su dignidad en sí mismas, su propia razón de ser. También la tiene el habla familiar. Yo defiendo los fueros del habla familiar. Otros enarbolan la bandera de los derechos del hombre, o de la mujer. Yo levanto mi pequeña banderita en favor del habla familiar, víctima inocente del purismo. Los novios, los amigos, los hermanos, los esposos, tienen que hablar con espontaneidad y dar a las cosas sus nombres familiares. (…)

El habla familiar tiene sus propios fueros. No puede ser incolora, inodora e insípida. Tiene que ser rica, emotiva, evocativa, familiar. Le cambian el sabor al sancocho si nos obligan a llamarlo salcocho. Lo cual no quiere decir que el habla familiar ande a la buena de Dios. Sus dos peligros son la vulgaridad y la afectación, y está regulada también, hasta cierto punto, por la obra educadora de la escuela y de la cultura general. Pero los que han visto el peligro de fraccionamiento del español de América, o su divorcio frente al de la Península, es porque sólo se han detenido en los umbrales del habla popular o familiar, y a veces en los del habla suburbana o rústica.

Frente a la diversidad inevitable del habla popular y familiar, el habla culta de Hispanoamérica presenta una asombrosa unidad con la de España, una unidad sin duda mayor que la del inglés de los Estados Unidos o el portugués del Brasil con respecto a la antigua metrópoli: unidad de estructura gramatical, unidad de medios expresivos. Y en la medida en que la lengua es –según la fórmula de Guillermo de Humboldt- el órgano generador del pensamiento, hay que admitir también una unidad de mundo interior, una profunda comunidad espiritual. Si el hombre está formado o conformado por la lengua, si la lengua es la sangre del espíritu, si el espíritu está amueblado con los nombres infinitos del mundo, y esos nombres están organizados en sistema –es decir, implican una concepción general, una filosofía-, hay que admitir no sólo una unidad de lengua hispánica. Sino una unidad sustancial de modos de ser. ¿No es esto lo que Ortega y Gasset llamaba repertorio común de lo consabido? La unidad social –decía-, por encima de las fronteras políticas, la da el conjunto de cosas consabidas, el tesoro común de formas de vida pasadas que forman la inexorable estructura del hombre hispánico. (…)

 

En el Congreso de Academias de 1956 volvió a plantearse el problema de la unidad o del fraccionamiento. Don Ramón Menéndez Pidal, el maestro insigne de todos nosotros, sostenía que la corrección del seseo, del yeísmo y de otros rasgos americanos es fácil si se acomete desde la infancia. Y ante el progreso de los nuevos medios de comunicación (radio, cine, televisión, magnetofonía, etc.), predecía: “La pronunciación de un idioma se formará mañana con acento universal. La palabra radiodifundida pesará sobre el habla local de cada región: las variedades dialectales se extinguirán por completo.”

¿No hay ahí un aliento utópico? Yo no puedo creer en un “acento universal” o en la extinción de las variedades dialectales. Ni me parece necesario, ni deseable. Las variedades dialectales son inherentes a la existencia misma de la lengua común, y no la ponen en peligro mientras ella tenga cohesión, vida cultural, poder irradiador. (…)

 

El signo de nuestro tiempo parece más bien el universalismo. El destino de la lengua responde –salvo contingencias catastróficas- al ideal de sus hablantes. Y el ideal de los hablantes oscila entre dos fuerzas antagónicas: el espíritu de campanario y el espíritu de universalidad. El espíritu de campanario –los campanarios son a veces diminutos, otras algo más grandes- lleva a convertir lo propio, en norma superior. Su proyección al terreno lingüístico sería, no una lengua argentina, sino dos o tres lenguas argentinas (el habla gauchesca está más cerca de Cuba que del norte argentino). Y en Venezuela, no una lengua venezolana, sino cuarenta o cincuenta. No parece ése el ideal de ningún hispanohablante, que tiene el privilegio de formar parte de una comunidad de ciento ochenta millones de hablantes, que es, desde el punto de vista numérico, la cuarta del mundo, después del chino, el inglés y el ruso… Y que quizá será una de las primeras, por el desarrollo vertiginoso de las repúblicas hispanoamericanas (se ha calculado para Hispanoamérica una población potencial de 1.200 millones de habitantes dentro de un mundo de 8.000 millones). Me parece que el ideal general es la universalidad hispánica. Y esa universalidad –vuelvo a insistir- no puede basarse en el habla popular y familiar, diferenciada por naturaleza, sino en la lengua culta, que se eleva por encima de todas las variedades locales, regionales o sociales y es el denominador común de todos los hablantes de origen español. (…)

 

Esa idea de que el español nos cedió el idioma, pero sigue reteniendo el cabo con la mano más experta, ¿será admisible? El español que nos cedió el idioma no es, desde luego, el actual. De los españoles del siglo XVI –el argumento lo recojo de Amado Alonso-, una parte se quedó en España, la otra pasó a América. Es indudable que los españoles que nos cedieron el idioma son los que pasaron a América. ¿Acaso los conquistadores y sus hijos y descendientes tienen menos derecho que los del solar nativo a considerar propia su lengua? Evidentemente los hispanoamericanos somos tan amos de la lengua como los españoles. Me cuentan que una vez le preguntaron a Don Federico de Onís cuál era el mejor escritor hispanoamericano, y contestó sin vacilar: “Miguel de Cervantes”. Efectivamente, toda la literatura española es patrimonio nuestro, patrimonio común de nuestra lengua común, y ojalá pudiéramos darle a esta lengua común obras parangonables a las de Miguel de Cervantes.

A Victoria Ocampo le sublevaba el “coloniaje verbal”, y éste es sin duda un punto sensible de todo nuestro mundo hispanoamericano. Hoy no se pueden plantear los problemas culturales o lingüísticos sobre bases de hegemonía o de subordinación. Hispanoamérica es muy celosa de su independencia espiritual. Ciento cincuenta millones de hispanoamericanos no admitirán jamás que puedan depender de treinta millones de españoles, y menos aún de un grupo de académicos, por más esclarecidos que sean. Amado Alonso, que veía el surgimiento de grandes empresas en Méjico y Buenos Aires –el libro es agente vivo de la lengua-, creía que nuestras dos grandes capitales empezaban a intervenir en los destinos generales del español. Y veía en ello el comienzo de una nueva etapa.

La lengua escrita es efectivamente una norma del habla general. Pero hoy el problema parece más complejo. Estamos presenciando, en toda Hispanoamérica, el ascenso vertiginoso de las capas inferiores de la población, que irrumpen animadas legítimamente por apetencias nuevas. Y aún más, amplios sectores, tradicionalmente sedentarios, abandonan las tierras y se asientan en la periferia de las grandes ciudades. ¿No hay ahí un peligro inminente de ruptura de nuestras viejas normas, de relajamiento del ideal expresivo? El peligro es real, pero eso quiere decir que la cultura tiene hoy imperativos más perentorios, más dramáticos. La unidad de la lengua española sólo puede ser obra de la cultura común. Y entiendo por cultura común, más que la adoración del tesoro acumulado por los siglos, la acción viva, permanentemente creadora, de la ciencia, el pensamiento, las letras. La República del castellano está gobernada, no por los más, sino por los mejores escritores y pensadores de la lengua. Y en esta empresa de gobierno superior cabe una emulación siempre fecunda. Pueden participar y competir en ella, sin restricciones ni favoritismos, todos los países de lengua española.

 

El castellano de España y el castellano de América. Unidad y diferenciación. Cuadernos Taurus (director: P. Jesús Aguirre), 94. Taurus ediciones. Madrid. 1970. 71 páginas.  


 


Chopin en invierno

de Stuart Dybek

 

         Mamá siempre insistía en que se hablara con educación en casa. Alguien que no dijera “por favor” o “gracias” le resultaba tan ofensivo como alguien que dijera palabrotas.

         Se dice “acabado”, no “acabao”, corregía siempre mi madre. O bien decía: “Si quieres decir “¡Eh!”, te vas a un establo”. Consideraba que “y tal” era una manifestación de pereza, como no recoger los calcetines sucios del suelo.

         Incluso cuando se emborrachaban un poco en las fiestas familiares que se celebraban los domingos en nuestro piso, mis tíos intentaban no decir palabrotas, y eso que todos habían estado en el ejercito y en los marines. Tampoco se les permitía llamar “boches” a los alemanes ni “japos” a los japoneses. En lo concerniente a mi madre, de todos los malos usos del idioma, los comentarios racistas eran los más ignorantes y por tanto los más ofensivos.

 

 

STUART DYBEK, “Chopin en invierno” (“Chopin in Winter”),

incluido en The coast of Chicago (1990).

Traducción de Javier Calvo Perales, 2001.

Tomamos el fragmento de Antología del cuento norteamericano (selección de Richard Ford), Círculo de Lectores, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2001.