REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


EL CRISTAL DE ESPINOSA
Vicente Cervera Salinas
(Universidad de Murcia)


Imaginó hacia 1888 Rubén Darío un cuento "alegre", cuya ironía no restaba un ápice de contundencia al excelente título que para él escogió: "El rey burgués". A su feudo, poblado de todos los objetos que la exquisitez modernista incorporó al arte, y de una corte de personajes tan afectados y suntuosos como huecos, arribó cierta jornada un ser desconocido, que terminaría ornando los jardines del palacio y haciendo sonar, volteando el manubrio con su mano, la caja de música que gorjeaba al compás de los paseos del rey por su heredad: era un poeta, inspirado y feroz, pero sin alforjas y hambriento. Convertido en bufón, en ornato, en bello artefacto desprovisto de "ideal", el vate sucumbirá, de miedo, olvido y frío, a pesar de haber cubierto el hueco de su miseria corporal.

 Casi un siglo más tarde, la obra literaria de Miguel Espinosa (1926-1982) traza un arco trilobulado, en cuyas puntas cabe inscribir la denuncia a los grandes enemigos de la inteligencia y la poesía: el Poder, la Burguesía, la Actualidad de los "hechos". De algún modo, el sustrato sobre el que alza Espinosa el conjunto de su cuerpo verbal, versa sobre la dialéctica entre la reflexión y el fabuloso desdén al pensamiento que, desde la impunidad, espeta el pudiente acomodado sobre todo cuanto sea "ineficaz". Por "acomodo" no entiende únicamente el afecto a la esfera de poder que el funcionario establecido detenta y "apodera", sino también, por ende, a la incapacidad para desterrar todo cuanto nos limita y acorta la visión, al prejuicio heredado que abonamos, a la mentalidad mezquina que la rutina allega, al cierre de las compuertas que fluyen para que la imaginación transite liberada. Los mandarines, los burgueses y los frívolos comparten un espacio de funcionalidad, pues asisten e insisten en el espectáculo de la vida como mantenimiento acérrimo de su "soberanía". De dichos predios sobran: la identificación con el "otro", el descuido por las cualidades éticas, la doctrina de la piedad y el sentimiento de la fraternidad, el absurdo o la noción divina, las figuras místicas, los pensadores magnánimos, la generosidad de toda laya, la visita imaginaria a cualquier parcela del ser que reste "por debajo", la fuente sacra de la palabra que mana vida o ritmo o sonoridad arcana, lo mítico, lo épico, lo lírico, lo cómico lo trágico, lo espiritual, la ontología, la concordia, lo que trasciende y lo que religa al ser con su verbo, con su universal; la muerte, la crisis, la enfermedad, la duda, la concesión, la contrición, la inmensidad. Toda una geografía de instituciones lacran la permanencia del escogido en el "sancta sanctorum" del Poder, y sus funcionarios vigilan sus umbrales, a cambio de un bolsa que multiplique en número indefinido la cuantía que cualquier anónimo peón obrero de la maquinaria periódicamente perciba. Por "institución" cabe entender: Escuela, Embajada, Salón dorado para una cena, Hogar feo-burgués donde se dicta al secretario, Hogar feo-burgués donde se dicta al criado y se cumple con la mujer, o se adecenta y engalana como el palacio del rey rubendariano: plagado de un sinfín de cosas sin finalidad ni fin.

  Exiliados de este reino, que corona cualquier rey burgués, subsisten precarios, menesterosos y despreciados, la casta de los parias y la pequeña galería de los pensadores y poetas. Asklepios, otro fugado de la estirpe griega que predicó el gobierno de la filosofía y construyó templos de luz a orillas del mar de los sentidos, y cuantos comparten su armonía de existencia, acrisolan una "comparecencia mítica" condenada al ostracismo de la mente como sustento y forma y devienen huérfanos de la munificencia de los grandes. El cometido de Asklepios, tal como estampa aguda y elocuente la primera novela de Espinosa, no es otro que el de testimoniar la realidad de lo vivido merced a la pasión por la palabra que, al definir, da cuerpo y expresión a cuanto se percibe, se siente o se padece: a cuanto "sucede" de auténtico y es digno de aforismo, dictamen o apotegma. Vienen al mundo como merecedores de una herencia, la que la historia de la "humanitas" inscribe, pero también como expresión de una renuncia constante a la gozosa actualidad del mandarín y sus secuaces. Fungen de escritores, trovadores, especuladores, asombrosos y perspicaces indagadores del fenómeno de la naturaleza y del estupor ante las simas del espíritu; locuaces dialogantes que prestan servicio a la amistad y rinden tributo a los amores fieles, vendados sus ojos a la pericia pragmática que les adelanta en el tránsito de la vida, como sombras vivas de aquel Aquiles que viera llegar tortugas anticipadas a una meta que para él no existía. Pues las tortugas desconocen el significado de cualquier aporía, y contrariamente Aquiles-Asklepios calma el paso detenido y súmese en cavilaciones, bajo el tórrido sol de Elea.

Entre dos épocas y dos escalas de la realidad, prosigue Asklepios un camino más de espinas que de rosas. Las rosas son "sin porqué", derivan de los jardines de la meditación y, bien miradas, son incorpóreas y platónicas, como la que John Milton acercara a sus ojos ciegos ante el espectáculo de la "mundanalidad". Dio por ello Asklepios-Espinosa en dedicar su talento a obtener lo que el poeta Juan Ramón Jiménez clamara a versos: "Intelijencia, dame el nombre exacto de las cosas". Descubrió que sólo la filosofía del lenguaje podría atribuir los dones que la filosofía de la naturaleza o la metafísica o la teología rindieron en épocas pasadas. Su literatura pacta, pues, con la rúbrica de cuantos fueron electos de dioses lúcidos y clarividentes. Su realidad, sus filosóficos parámetros de espacio y tiempo coordenaban su vida en otro siglo y en otro lugar: la "provincia" del siglo XX, en un pequeño lugar de una manchada tierra, de cuyo gobierno daba cuenta un eterno Mandarín. Intuye Miguel de Caravaca que sólo el bisturí de la palabra precisa, rigurosa, exacta, "divina" en su concordancia con su sustancia, puede abrirle brechas a esa compacta organización jerarquizada que en todo ámbito y momento fueron, y que en los suyos exaltaban la obscenidad de su potencia. Diré con la mayor claridad y penetrando la materia de mi pensamiento todo aquello que se me revela digno de retrato, de censura, de sorpresa, de zozobra, de inquietud y de pasmo y con ello, sentenció para sí mismo Espinosa, constuiré la materia de mi obra y de mi verbo.

En efecto, el "corpus" literario de Miguel Espinosa testifica, desde el asombro, la iniquidad y la "maravilla" de cuanto se dibujó ante su persona, mediante el sabio uso del idioma que disfruta hallando voces que "digan" con auténtico "saber", con amor a la sabiduría, lo que merece ser penetrado por el vuelo de la meditación. Indagó en Platón, Aristóteles, Santo Tomás de Aquino, Spinoza y Kant para corresponderse en sus espejos cristalinos de raciocinio nominal. Su voluntad de alcanzar la plenitud de los acontecimientos a través del "logos" no le impidió ser, en ocasiones, como el cristal, que transparenta, pero corta con sus filos y sangra con su lámina. Y es que la palabra no es inerme, como mandarines, burgueses y frívolos creyeron, sino que puede flagelar con sus significantes y clavarse como daga y, en su performativa morada, hundirse en lo "transcrito" y destrozar al enemigo. El amor a la palabra también compartimenta y saja, y traza límites que en ocasiones no pueden salvarse, y se recrea en sus dones, que son los más fieros y los más fuertes, pues del pensamiento brotan y al pensamiento vuelven. Inmisericorde a veces, siempre sincero y voraz, ávido de una sabiduría que lingüísticamente abraza la materia de la teología que todavía nos queda, Asklepios prosiguió su tarea de ser para decir, de decir para saber, de saber para perseverar en el dominio del ser. La provisoria inocencia lúcida del primer "Asklepios" pudo derivar en la contundencia afilada de las "Tríbadas". La construcción imaginaria de una Feliz Gobernación -como el "alegre" apólogo de Darío- conformó la galería provinciana del desprecio y la indolencia a todo "imperativo categórico" del bien o de lo bello, en los abigarrados salones de la fea burguesía. El impresionante capítulo de esta extraordinaria novela-compartimentada, de la sección "Clase Gozante", que fluye bajo el título "La inteligencia", nos presenta el vaciado más absoluto de toda ilusión cognoscitiva, de toda aspiración gnoseológica, en el discurso fustigante y demoledor de ese Camilo triunfante y amarrado a la proa del poderoso capitán y timonel de un barco lleno de banderas y ratas. Ante el silencio "humillado" del "poeta" Godínez, espeta con el filo de su agudeza y arte de ingenio la inoperancia ontológica de lo "inteligente" en la heredad del "Rey burgués", y lo más terrible es que su oratoria profana reviste todo el poder del lenguaje que Espinosa le cede y dona: "Esta es la verdad: frente al dinero, el Poder, el prestigio, la capacidad de decisión y la disposición, la pasión viva, la ferocidad de los gozantes, la avidez de placer de quienes poseen la Tierra, y la alegría de los que saben de su dicha, no a todos concedida, la inteligencia, Godinillo, resulta una presencia menesterosa, tristona y cursi, destinada a convertirse en motivo de broma. Los hechos, que son el mundo, se vengan así de la razón, que pretende encarnar el deber-ser".

Exiliada la poesía filosófica -todo el linaje de quienes pensaron y sintieron y cantaron- de la República de la Fea-burguesía, Asklepios-Godínez-Espinosa recurre al sacrosanto silencio de los condenados, que conocen su inocencia y se defienden con la voz no pronunciada. Ante los tentados por la Actualidad, y el impúdico goce fáctico del mundo, de los que poseen el dictado de la tierra, el Intelecto ausculta en su interior. Su sabio instinto le aconseja no replicar. Tal vez repita que su reino no es de este mundo. En todo caso, hay un espacio que le aloja y que le salva, para no sucumbir al espectáculo grotesco del manubrio. La obra final pasa al registro del sentimiento más elevado y puro: el religioso, el instinto "inteligente" que, en cualquier pérdida o absoluta tentación, vuelve y religa: "El tentado, empero, resistió la seducción mediante la acción de escucharla y transcribirla, retratando con ello al tentador y apartándolo de sí". De esta manera, se afila, se afina, se agudiza y  clava el  cristal traslúcido de Miguel Espinosa.