REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS




Reconocimiento

Tomás Albaladejo[1]

 

 

         No me había fijado en él en las anteriores intervenciones del coro. Fue al final de la segunda parte cuando vi que uno de los más de treinta integrantes masculinos del coro se me parecía, era como yo podría ser con diez o quince años más.

         Vollendet is das große Werk, des Herren Lob sei unser Lied!— cantaba infatigable el coro, mientras yo me convencía cada vez más de que el segundo por la derecha de la fila de en medio era como iba a ser yo años más tarde. Su pelo blanco, si no abundante, al menos no escaso, era la siguiente etapa de mi pelo ya gris, sus facciones, su nariz, incluso sus gafas de concha, que eran como las que yo había llevado hasta hacía un par de años, antes de comprarme unas metálicas, no hacían sino decirme que tenía delante un retrato de cómo iba a ser yo físicamente dentro de unos años.

         La creación había culminado. La alabanza a su autor era cantada por el coro de cámara: des Herren Lob sei unser Lied! Alles lobe seinem Namen, denn er allein ist hoch erhaben, Halleluja! Halleluja! Mi sosia del futuro sostenía la partitura y contribuía con su voz a la interpretación de la obra.

¿Cómo se llamará? ¿De dónde será? ¿Quiénes formarán su familia? Eran preguntas que yo me hacía mientras Adán y Eva comenzaban el dúo, mientras se dirigían al sol, a las estrellas, a los árboles, a los animales, compartiendo con el coro su apelación: Ihr Tiere, preiset alle Gott! Ihn lobe, was nur Odem hat. Yo seguía interrogándome ante el inquietante parecido. Me preguntaba por el origen del que se me parecía, casi dejé de atender al dúo. El coro de cámara era checo, interpretaba magistralmente la obra. Siempre me había fascinado la síntesis germano-eslava, que tantos frutos había dado en la creación artística y literaria en el centro del continente.

Con sólo mirar hacia el coro, hacia su ala izquierda, me veía como iba a ser dentro de unos años, tal vez un poco más grueso que entonces. La casualidad había puesto delante de mis ojos al cantante probablemente checo que no habría visto de no haber asistido al concierto. Y había estado a punto de quedarme en casa. Estaba muy cansado y seguramente con algo de fiebre, no alta, pero fiebre al fin y al cabo. Tenía la entrada gracias al abono que, previsor, había adquirido al comienzo de la temporada de conciertos. Tuve que hacer un esfuerzo para no ceder a la tentación de quedarme sólo en mi casa y pasar dormitando cómodamente en la cama el tiempo del concierto, teniendo, como tenía, la entrada. Pero Haydn era Haydn. Yo solamente había oído La creación en grabaciones discográficas y no podía dejar de asistir a la interpretación de aquella tarde. Estaba contento de asistir al concierto, no sólo por la magnífica interpretación, sino también por el enigmático parecido que había descubierto. Durante la audición, en varias ocasiones creí que era yo mismo quien cantaba en las intervenciones del coro. Y así iba transcurriendo la interpretación de la obra y mi audición. Casi sin darme cuenta llegamos (pues me parecía que yo escuchaba y cantaba a la vez, que estaba en mi butaca y en el coro) a la parte coral final con los solistas: Singt dem Herren alle Stimmen! Todas las voces, las de las criaturas, también la suya y la mía, o la mía y la mía. Terminé cantando callado y escuchando: Des Herren Ruhm, er bleibt in Ewigkeit! Amen! Amen! Aplausos, cada vez más fuertes, me envolvían, me rodeaban, yo también aplaudía, y me sentía aplaudido.

La fusión con el intérprete coral se rompió ahí, en el momento de tomar el abrigo y el sombrero, que, por falta de tiempo no había podido dejar en el guardarropa. Me pregunté quién era yo y pude responderme, no sin dificultad, que era Francisco Alar, soltero, de cuarenta años, economista, nacido en Palencia y residente en Madrid. Pero estaba aturdido: creía que el reconocimiento de mí mismo en el intérprete del coro de cámara había hecho que dejara de ser yo en algunos momentos. Me puse el abrigo y avancé hacia la puerta, lentamente porque el Auditorio estaba lleno. Me cubrí con el sombrero poco antes de llegar a puerta de salida y me levanté las solapas del abrigo para protegerme mejor del frío. Entré en una cafetería próxima y pedí un plato combinado, así llegaría a mi casa ya cenado. Cené casi sin darme cuenta, pues no dejaba de pensar en lo que me había sucedido durante la interpretación de La Creación. Tardaría algo más de media hora en tomar el plato y un café con leche. Salí a la calle sin sombrero, sería al llegar a mi casa cuando me iba a dar cuenta de que me lo había dejado en la cafetería y cuando pensé telefonear al día siguiente para preguntar si estaba allí el sombrero. Hacia menos frío que cuando salí del Auditorio y me encaminé hacia el lugar en el que podían encontrarse taxis, aunque nunca inmediatamente después del concierto. Caminé junto a la pared en la que está la puerta de intérpretes. Tenía fiebre, pensaba que el parecido era producto de mi imaginación ayudada por la temperatura.

No entiendo por qué en esta interpretación me he fatigado menos de lo normal, menos de lo que esperaba. Es como si alguien me hubiera ayudado a cantar, mi voz contribuía al conjunto del coro con menos esfuerzo que en otras interpretaciones de La Creación. Bien el público, culto y entendido. Buena afición la de aquí. No es como la de Viena, pero es buena. No me siento extraño en España, algo debemos de tener los austriacos que no nos hace extrañar este país latino, bueno, aquí tienen algo de germanos, tal vez sea la historia. Me he quitado el frac, lo he introducido en el guardatrajes, me he puesto un jersey y encima la gabardina, no hace mucho frío hoy en Madrid. Salgo sólo a la calle, me dirijo hacia el autobús que me llevará al hotel, ya hablaré allí con la gente del coro. ¡Oh! Veo que delante de mí pasa, sin mirarme, una persona que es igual que yo, bueno igual que yo cuando tenía quince años menos, es como yo, Franz Krokovski, pero cuando era más joven, cuando todavía no había perdido la esperanza de ser tenor solista. No me he atrevido a pararlo, preguntarle cómo se llama, si es español. Es igual que yo, yo soy igual que él. Subo al autobús y me quedo pensativo, impresionado por el parecido. Esta tarde me ha costado cantar menos que nunca.

 

 

 

 

 

 

 

Ni idea

Tomás Albaladejo

 

         Había llegado a Buenos Aires tras un largo vuelo que le había dejado un persistente dolor en las piernas. Lo que menos le había gustado del viaje había sido la espera en Barajas desde la llegada del avión que enlazaba dos veces al día su ciudad con Madrid hasta que pudo embarcar en el de Aerolíneas. Cuando pensaba que tenía que haber hecho el viaje a Madrid en tren, enseguida agradecía no haber tenido que cargar con las maletas desde Chamartín hasta Barajas. Al menos, las largas horas de espera en el aeropuerto le habían permitido pensar en el viaje y en el lugar de destino, así como intentar preparar un poco más las conferencias que iba a dar.

         Ginés Bozmediano no había viajado nunca antes fuera de Europa, donde sólo había estado en Francia y en Portugal, además de Andorra. Éste era su primer salto del charco. La verdad es que tampoco dentro de España había viajado mucho. No era precisamente un Morris Zapp. Su vida transcurría plácidamente en la alegre y confiada ciudad donde había nacido hacía cincuenta años, una ciudad ni muy grande ni muy pequeña en la que la universidad tenía un peso relativamente importante. Ginés vivía en el mejor de los mundos posibles. Sus clases en la universidad, sus largos ratos en el casino, con café, eso sí, descafeinado, periódicos y partida de mus, sus paseos por las principales calles, en las que todos le reconocían y saludaban. Esto era lo que más le gustaba, Ginés creía que los demás pensaban que estaban saludando a una persona verdaderamente importante, a una auténtica eminencia, gloria de la muy gloriosa y leal ciudad que le había visto nacer y en la que vivía.

         Ginés había conseguido la cátedra hacía varios años y en sus frecuentes momentos de íntima autocomplacencia, sólo veía como motivo de su cátedra su propia preparación, sin dejar ni un ápice al azar, a la suerte que tan bien le había tratado. Había olvidado que la cátedra que había ganado la había convocado su universidad en atención a los méritos de un compañero suyo al que un cáncer fulminante le quitó la vida tres meses antes de la oposición.

         Después de los trámites de inmigración y de aduana, en los que no dejó de admirarse de la amabilidad de los funcionarios argentinos, Ginés emprendió el desplazamiento desde Ezeiza al Aeroparque. Absorto en la impresión que la gran ciudad le causaba, apenas habló con el taxista, quien, por su parte, sólo parecía tener oídos para la retransmisión radiofónica del partido entre el Boca Juniors y el River Plate.

         —¡Que le vaya muy bien!— le dijo el taxista con la proverbial cortesía argentina, al dejarlo en la puerta de salidas del Aeroparque.

         Ginés había sido invitado a dictar un curso sobre la novela picaresca en una prestigiosa universidad del Oeste, en una ciudad histórica al pie de la Cordillera de los Andes. Le habían pedido un panorama crítico que fuera desde el Lazarillo hasta las últimas novelas picarescas en lengua española. Los miembros del Departamento de Literatura General, Española e Hispanoamericana tenían especial interés en que les hablara de  El Periquillo Sarniento de Lizardi y les diera su punto de vista sobre su relación con la novela picaresca. Durante la espera en el Aeroparque hasta la salida de su vuelo de cabotaje hacia el Oeste, no dejó de pensar en que el tema del que le habían pedido que hablara le quedaba algo grande, él no era realmente un especialista en novela picaresca. En esta invitación transoceánica Ginés volvía a desempeñar una función subsidiaria en relación con otra persona, como cuando hizo la oposición a cátedra. El departamento de la ciudad precordillerana había cursado la invitación en realidad a otro profesor del departamento de Ginés, verdadero especialista en novela picaresca, a quien le había sido imposible aceptarla por coincidencia de otros compromisos previos en las fechas previstas para impartir el curso en Argentina, por lo que aconsejó que fuera en su lugar Ginés, por la dedicación que desde hacía tiempo prestaba a una peculiar novela picaresca. Ginés no había leído completo el Quijote, sin embargo llevaba quince años investigando sobre la identidad del autor de una novela picaresca de segundo orden cuyo manuscrito le entregó un amigo italiano que lo había encontrado en una abadía cercana a Pésaro. La novela, escrita en un español con bastante influencia del flamenco, aparecía atribuida a un tal Leenaert van Leuven o Leonardo de Lovaina en el propio título: Vida y trabajos de Leenaert van Leuven. Pero Ginés sospechaba que detrás de ese nombre se ocultaba alguien que, como el autor del que era su modelo publicado en Amberes, tenía interés en no ser conocido como autor de esa clase de libros. El hecho era que Ginés tenía que impartir el curso y había pensado hacer una introducción breve a la novela picaresca y dedicar el resto del curso a explicar la obra de Leenaert o Leonardo lovainense, que era de lo que más sabía.

         Después de un viaje desde Buenos Aires hacia el Oeste que a Ginés se le hizo corto, quedó perfectamente instalado en la residencia que el departamento anfitrión le había buscado. La duración prevista del curso era de cuatro semanas, en sesiones de hora y media todas las tardes de lunes a viernes. No le costó trabajo hacer una exposición general de la novela picaresca que, sin embargo, no satisfizo ni a los estudiantes ni a los profesores que por cortesía frecuentaban sus clases. Desfilaron con más rapidez que atención el de Tormes, Guzmán, Estebanillo, y lidió como pudo la nada fácil cuestión de Lizardi, hasta que entró en el que era su tema indiscutible, el del manuscrito encontrado en Pésaro. Que si las vicisitudes del hallazgo en la abadía en obras, que si su amistad con el italiano que le facilitó el texto, que si no se conocía ningún otro ejemplar ni manuscrito ni impreso en todo el mundo. Todo esto aparecía con fruición e incluso con pasión en el verbo de Ginés, que se hacía fácil cuando él vivía aquello de lo que hablaba. De ahí al argumento, el viaje de Leenaert desde su Flandes natal a la Italia del Norte, a Romaña y a las Marcas, su paso a España por mar desde Nápoles a Cartagena y su viaje a pie hasta Murcia, donde tenía que hablar con un profesor del Colegio de San Fulgencio, para después continuar viaje a Toledo y Madrid. Y sobre todo, sus mil formas de ganarse la vida, las más de ellas propias del género picaresco, aunque también tenía algún modo honrado de obtener su diario sustento, pues, siempre que se daba la ocasión, estaba presto a traducir, a cambio del pago correspondiente, entre las varias lenguas que sabía. La lengua alemana, la francesa, la castellana, la flamenca, la inglesa y la toscana carecían de secretos para él. En este inusual conocimiento de lenguas se cimentaba la hipótesis de la autoría que Ginés llevaba años elaborando.

         A Ginés no se le había ocurrido pensar que en febrero era verano en Argentina, por lo que no había previsto lo adecuado para la estación. Había viajado con sus ropas de invierno puestas y en la maleta. Y no deseaba gastar dinero en ropas de verano. Así, vestido con su traje de invierno, terminada su estancia diaria en la universidad, tomaba el ómnibus que desde el recinto universitario le llevaba hasta las proximidades de su residencia. Como después de su clase permanecía en la sala de profesores leyendo los diarios e incluso algunos días iba a la biblioteca de la facultad, siempre tomaba el último autobús. Subía, junto con otras pocas personas, en el colectivo de la línea urbana 125 de la compañía Ingeniero Juan Castorp, que descendía hasta el centro de la cuadriculada ciudad e iba dejando viajeros hasta que solía quedar él solo con el conductor. Su parada era la última del itinerario y a aquellas horas, aproximadamente las nueve y media de la noche, casi nadie subía en las paradas intermedias. Normalmente, desde que se apeaba el penúltimo viajero hasta que llegaban a la parada de Ginés, transcurrían diez minutos; como a Ginés le gustaba ponerse en el primer asiento, llegó a ser inevitable que, tras dos semanas de viajar los dos solos en ese tramo final del trayecto, Ginés y el conductor entablaran conversación. El primero en hablar fue el conductor, que aludió al traje de invierno de Ginés.

         —¿No tendrá Usted calor, señor? —le preguntó con el mayor respeto.

         —No, bueno, sí —respondió azorado Ginés, y se quedó callado.

         El curso de Ginés transcurría sin problemas mayores que el que suponía su transformación de lo que iba a ser un curso general sobre la picaresca en una explicación monográfica de Leonardo lovainense. De su técnica literaria destacaba Ginés la narración en primera persona y la estructura de viaje. Pero lo que más le gustaba tratar era la cuestión de la autoría, su hipótesis era, en aquel momento, que el autor era un profesor de retórica del estudio lovainense, por algunos indicios tales como el dominio de las técnicas oratorias que se mostraba en los discursos pronunciados en la propia obra o la defensa de dogmas religiosos. Sin embargo, le faltaba precisar los datos del autor y ponerle nombre y apellido, para lo que tendría que hacer un viaje a Lovaina, cosa que no le agradaba, sobre todo por los problemas que siempre había tenido con los idiomas. Su mal francés, su peor inglés y su total desconocimiento del flamenco, eran un contrapeso a su deseo de viajar a Lovaina para examinar los archivos de su universidad.

         El trayecto nocturno cinco veces por semana desde el campus hasta su residencia había llegado a crear una cierta relación de confianza entre Ginés y el conductor. Éste le había confesado que lo que más le gustaba era leer, conocía perfectamente la literatura en lengua española, tanto la de España como la de los países americanos, también la literatura portuguesa, la francesa, la italiana, la alemana, la inglesa y la norteamericana. Cuando supo que Ginés era profesor de literatura, le dijo que le gustaría tener su profesión, aunque no estaba a disgusto con la suya. Había elegido el horario de dos de la tarde a diez de la noche para poder leer hasta las siete de la mañana, hora en la que iba a dormir para levantarse a la una de la tarde. Le dijo que estaba leyendo por cuarta vez La montaña mágica. Ginés oía y callaba o hablaba poco. No era un gran lector, su relación con la literatura era más administrativa que sentida. Pero se cuidaba de confesarlo. Sabía que Thomas Mann había escrito La montaña mágica, pero no la había leído, aunque conocía su importancia en la literatura alemana y universal y vagamente sabía que trataba de un sanatorio en Suiza. Así pasaban los días y el conductor siempre sacaba temas literarios en las asimétricas conversaciones del último trayecto del ómnibus de la línea urbana 125. Ginés se apeaba y se dirigía a pie a su residencia, que no estaba a más de cinco minutos de la parada del autobús. Caminaba por la acera, junto a uno de los canales perfectamente trazados y empedrados que unían los árboles en todas las aceras de la ciudad precordillerana. Estaba admirado de las lecturas del conductor y sentía envidia por su amor a la literatura. Se consolaba pensando que publicaría un artículo que sería decisivo y definitivo para conocer la autoría de la novela de Leonardo lovainense, tan pronto como pudiera viajar a Bélgica y pudiera hacer un escrutinio de los archivos lovainenses, y a continuación publicaría una edición de la novela.

         El director del departamento y sus profesores estaban realmente disgustados por el curso de Ginés, no porque sus investigaciones sobre el lovainense carecieran de cierto interés, sino porque no se había ajustado al compromiso en cuanto al contenido del curso. Pero ya quedaban muy pocos días de curso y esperaban que en la próxima ocasión pudiera venir el especialista en cuyo lugar había viajado el profesor Bozmediano, quien, por su parte, pensaba con ilusión en el momento en el que aparecieran los frutos de su monográfico estudio.

         Llegó el fin de su curso y de su estancia en la ciudad del pie de los Andes. Ginés estaba esperando el autobús en el recinto universitario y pensaba que era la última vez que haría ese trayecto, al menos con ocasión de este viaje, pues, ajeno al descontento del departamento, no descartaba regresar para presentar las conclusiones de su investigación sobre el lovainense. Por fin llegó el ómnibus, Ginés subió y pensó que era la última vez que veía al conductor lector. Cuando quedaron los dos solos en el vehículo, entre la penúltima parada y la última, la suya, le dijo:

         —Me despediré de Usted, pues hoy es el último día que tomo este autobús. He terminado mi curso y regreso a España.

         —Ya no podré hablarle de mis lecturas —le dijo el conductor—, pero quería preguntarle cómo se llama Usted.

         —Bozmediano, Ginés Bozmediano —respondió Ginés tímidamente.

         —¡Bozmediano! —exclamó el conductor con alegría y con entusiasmo— ¡Como don Claudio Bozmediano! ¡Qué gran novela La Fontana de Oro! ¡Pérez Galdós, qué gallego!

         Ginés no sabía a qué se refería el conductor. Perplejo, le preguntó:

         —Y Usted, ¿cómo se llama?

         —Raíces de puro tano. Morelli, Armando Alejandro Morelli, para servirle —le respondió el conductor, esperando ansioso e ilusionado la reacción de Ginés al oír su apellido.

Pero Ginés se quedó callado. No tenía nada que decir.



[1] Tomás Albaladejo nació en La Unión (Murcia) en 1955. Enseña Teoría de la literatura y Retórica de la comunicación en la Universidad Autónoma de Madrid. Reconocimiento y Ni idea forman parte de un libro de relatos inédito titulado Son los ríos.