REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS



TIEMPOS (I)

Santa Cruz García Piqueras

 

 

 

I

TIEMPO DE SILENCIO

 

Hay quien afirma que todo adulto esconde al menos un secreto inconfesable. No sé si es cierto o no, pero en mi caso, así sucede. Algo ocurrió hace muchos años ya, algo oscuro, escabroso, sucio, que me llenó de vergüenza, que jamás he osado comentar con nadie, que se convirtió en mi mentira particular, una especie de estigma que hasta hoy he escondido por encima de todo. Tan férrea fue la autocensura impuesta, tan grande mi esfuerzo en olvidarlo, que hasta he llegado a dudar, en ocasiones, de que sucediera en realidad.

Pero, no. Ha bastado un encuentro casual con una de las personas implicadas en el lamentable suceso, para abrir de nuevo la llaga y reavivar los recuerdos, para hacerme comprender que aquello fue dolorosamente real.

Rondaría los quince años cuando la señora María cayó enferma. La señora María era la mejor amiga de mamá y Paco, su marido, compañero de trabajo de mi padre, por lo que ambos matrimonios se trataban mucho. Vivían en el edificio que había detrás del nuestro, de modo que las ventanas traseras de los pisos daban unas a las otras. Como los patios interiores eran pequeños, les bastaba con asomar las cabezas para poder hablar con toda comodidad. Ella era dicharachera, alegre; él menos comunicativo, taciturno, pero siempre dispuesto a echar una mano a quien lo precisase.

Como nosotros, la señora María y Paco eran forasteros. Habían llegado al barrio desde un pueblecito levantino y les había costado bastante integrarse. No tuvieron hijos; y a mis hermanos y a mí, por aquello del roce continuo, nos querían como si fuésemos algo propio. Sobre todo a mí. Conmigo, Paco siempre fue muy paciente y solía acudir a él cuando tenía problemas o alguno de mis juguetes dejaba de funcionar. Era habilidoso y no le importaba perder el tiempo en tales minucias. Papá, en cambio, andaba ocupado a todas horas. A menudo, Paco me llevaba a pescar; era una de sus aficiones favoritas. Le gustaba la soledad, el recogimiento, y aquélla era una buena distracción; sabiéndolo, respetaba su mutismo. Solíamos ir a un paraje que conocía, un soto con una vegetación densa, un lugar de veras idílico, que estaba atravesado por un pequeño riachuelo, donde abundaban barbos y percas, incluso alguna que otra trucha. ¡Pasaba con él tantos buenos ratos que lo tenía un poco endiosado...!

 

 

Cuando María cayó enferma, mamá la cuidó solícita durante varios días; luego, como la dolencia se alargara, el matrimonio optó por traer a casa a una sobrina de ella, para que la atendiese. Era hija de una hermana, vivía en la misma ciudad, pero en otro barrio distante.

El día que conocí a Sabina quedé deslumbrado. ¡Nadie podía comparársele! Era, con mucho, la chica más guapa que jamás había visto. Alta, morena, de ojos grandes y sonrisa pronta, tenía un encanto que me sedujo desde el primer instante. Andaría por los 18 años, y creo que me enamoré apenas la vi. Fue, para mí, una auténtica revelación. Se metió de pronto en mi vida desbaratándola, poniéndola del revés, desdibujándome los esquemas, quebrando los ritmos, llenando de alboroto y desconcierto cada uno de mis anhelos íntimos, haciéndome concebir fantasías disparatadas y sueños imposibles. Estaba fascinado, deslumbrado, sin enterarme de lo que pasaba a mi alrededor; vivía en un mundo onírico particular, una especie de dulce nirvana, sin lograr apartarla un solo segundo de mi mente. Su recuerdo rondaba por mi cabeza en todo momento, turbador, inquietante, ¡pero tan dulce, tan tierno...! Ajena a mi turbación, me trataba con la misma familiaridad que sus tíos, con el cariño y la ternura con que se trata a un primo cercano.

No la veía yo de la misma forma, no la sentía de igual modo. Cierto que era aún muy joven, pero estaba perdidamente enamorado de ella. Con tal intensidad que tenía el juicio ido. ¡Y la espiaba a través de las cortinas de mi habitación, hacía lo imposible por verla, por estar a su lado, ingeniaba mil formas de cruzar unas palabras con ella...!

 

 

El día que la vi hablando con Juan, me llevé una profunda decepción. Nació en mi pecho algo nuevo que luego identifiqué con los celos, y me asaltó un miedo terrible a perderla. Según supe después por la propia Sabina, era su novio. Habían crecido juntos en el mismo barrio y llevaban varios meses saliendo. Como ahora cuidaba de su tía, de cuando en cuando acudía a verla. Solían pasar un rato en un pequeño jardín que había cerca de allí; a la hora de irse se despedían en la misma puerta de su casa. Yo, que andaba terriblemente abatido y como desangelado desde que apareciese, reconcomido por la desazón y los celos, rondaba por las inmediaciones, espiando con disimulo cuanto hacía, vigilando atento el ir y venir de sus manos cuando trataba de sobar su pecho.

La noche que Paco les sorprendió besándose en el portal, tampoco andaba lejos y fui testigo de su sobresalto y su sofoco. La pareja se separó precipitadamente. Más tarde, escondido tras la persiana de mi habitación, vi que entraba en el cuarto de ella y me pareció que discutían en voz baja, que le regañaba por lo que había pasado. Me solidaricé con él: los labios de Sabina sólo podían ser para mí.

 

 

Temía que la señora María sanase y Sabina tuviera que regresar con los suyos; por desgracia, no fue así. La enfermedad se complicó y oí decir a mamá que la cosa iba de mal en peor, que la pobre no levantaba cabeza. Paco ya no salía a pescar, casi no me hacía caso. Se me antojaba que cada vez estaba más abismado. Parecía haberse olvidado por completo de todo cuanto no fuese la dolencia de su mujer; lo veía alterado, inquieto. Quizá la palabra exacta fuese descompuesto, como desquiciado. En más de una ocasión observé que disputaban sin alzar nunca la voz cuando iba a su habitación. Ella parecía furiosa y él, por sus gestos, enojado.

Por mi parte, seguía espiando a Sabina a escondidas. Algo había cambiado en mi sentimiento hacia ella y andaba desorientado, confuso. Quería aborrecerla por serme infiel, pero no podía. En el fondo cada día estaba más enamorado: obsesionado, vivía sólo para esa pasión turbadora que se había adueñado de mi alma. Mi único deseo era estar junto a ella siempre, que Juan desapareciera de una maldita vez de nuestras vidas, tener el camino libre para poder confesarle algún día mi amor...

También Sabina estaba triste, ojerosa; parecía agotada. Lo achacaba a la tensión de cuidar a su tía. Un atardecer Juan llegó al barrio y Sabina salió a su encuentro; en vez de ir al jardín, como otras veces, se encaminaron hacia un descampado solitario donde a veces las parejas hacían cosas. Al menos, eso había oído decir a los amigotes. Ansioso, los seguí a hurtadillas, pero había poca luz y no se distinguían bien los movimientos. Al regresar a casa, mi corazón sangraba de tristeza. Di por sentado que habían hecho el amor. Entendía perfectamente el continuo enfado de Paco.

 

 

Esa noche estaba tan trastornado, tan tenso, que no podía conciliar el sueño. Las imágenes entrevistas horas antes me tenían desvelado, con el ánimo en suspenso. Hacía rato que me había acostado; era tarde ya cuando oí ruido en la habitación de Sabina y salté ávido hacia la ventana. La noche de verano era cálida, ella no había entornado los postigos; los visillos se movían levemente con el soplo de la brisa y ansié contemplar su cuerpo desnudo en la penumbra de la alcoba. Las sombras no lo permitieron y sólo pude verla fugazmente cuando se metía en la cama.

Mi corazón se había inflamado de deseo, ardía de excitación sin poder apartar la mirada de allí; fogoso imaginaba mil situaciones íntimas. De improviso me pareció que se sobresaltaba: se incorporó a medias mirando hacia la entrada. Luego, una sombra se le echó encima; asombrado comprobé que Paco, casi desnudo, trataba de sujetarla sobre el lecho. Parpadeé incrédulo, sin alcanzar a entender lo que sucedía. Sabina se defendía en silencio, forcejeaba desesperada, lo empujaba con todas sus fuerzas. Estaba aturdido. La lucha duró varios minutos que se me antojaron eternos. Cuando todo cesó, se tendió sobre ella; después vi cómo movía rítmicamente la espalda...

Sólo entonces comprendí lo que estaba pasando.

 

 

La señora María murió a la semana siguiente; tras el entierro, Sabina regresó con los suyos y desapareció de mi vida para siempre. Paco tuvo un accidente con el coche a los pocos días y todos se preguntaron si en realidad no habría sido un suicidio: quería tanto a su esposa que no podía vivir sin ella, pensaban los conocidos. Incluso mis padres eran de la misma opinión; yo sabía que no era cierto. Acompañé a papá al sepelio, pero no compartía el dolor general. Ahora aborrecía hasta su recuerdo.

Tiempo después oí comentar a mi madre que Sabina se había casado a los pocos meses por estar embarazada. Asqueado, me pregunté quién sería el padre de la criatura.

 

 

Esta tarde, casualmente, me he tropezado con Sabina en el metro. Me ha costado reconocerla; ni se ha fijado en mí. Lógico: han pasado veinte años desde entonces y ambos hemos cambiado mucho. Sigue pareciéndome hermosa, pero se ha convertido en una matrona gruesa, de aspecto cansado y ojos tristes. La acompañaba Juan y una chica cuyos rasgos enseguida me recordaron a los del tipo que, siendo niño, tuve endiosado. No la he saludado, no me he atrevido a dirigirle la palabra. He agachado la cabeza y me he despreciado por mi cobardía de aquella noche.

 

 

Murcia, 6 de mayo de 2003

 

II

TIEMPO DE AMOR

 

(Para Eva Libertad y Miriam)

 

(No existe el amor, sino las pruebas del amor, y la mayor prueba de amor a aquel que amamos es dejarlo vivir libremente) Anónimo

 

Al entrar en el zaguán mira de pasada el buzón. Ve que hay algo dentro, pero no se detiene a comprobar de qué se trata. Está harta de tanta propaganda: ¡siempre lo mismo, que si comunicados de la entidad bancaria en la que tiene la cuenta, que si un montón de folletos informativos de grandes superficies...! Cuando comienza a subir los peldaños se detiene un momento y vuelve sobre sus pasos. No sabe por qué, pero algo la obliga a introducir la llave en la cerradura y extraer el contenido. Como era de esperar, propaganda, un aviso de pago... y un sobre normal. Curiosa lo observa. El corazón le da un vuelco al identificar la letra de Lilian. ¿Lilian escribiéndole una carta? De pronto siente un pálpito extraño y adivina que algo extraño sucede. Su hermana vive ahora en otra ciudad; estudia allá; hablan por teléfono a menudo. De hecho, la llamó hace apenas unos días. Ahora que lo piensa, sí: la notó un tanto rara, menos comunicativa que otras veces, como desganada, y lo comentó, aunque de pasada. Ella se defendió diciendo que estaba cansada, que había tenido un mal día en la Facultad. El hecho de que envíe una misiva escrita no presagia nada bueno.

Entra en casa y, aprensiva, rasga el sobre. En el mismo pasillo comienza a leer:

 

“Querida Elisa: puedo imaginar la extrañeza que te causará recibir esta carta. Sobre todo conociendo mi poca afición a la escritura. Tiene una explicación sencilla: lo que quiero comentar contigo no me atrevo a hacerlo por teléfono. No sería capaz, me temo; no podría expresarlo de viva voz. Por eso recurro a un método indirecto, que siempre tiene algo de frío, hasta de impersonal, si me apuras; en cambio, permite cierto distanciamiento, y logra a veces crear un clima de intimidad, de complicidad. Es lo que pretendo.

Déjame decirte que he encontrado algo que ha tumbado por completo algunas de mis creencias, que ha puesto mi mundo patas arriba- Perdona la expresión tan coloquial: ya sé que aborreces las frases hechas, sobre todo el melodramatismo. Creo conocerte bien y sueles tacharlo de recurso barato, de una concesión a la galería- el pequeño mundo de armonía y estabilidad que tan trabajosamente había logrado reconstruir en los últimos tiempos, sobre todo desde que murió papá.

Sobre él, precisamente, quiero hablarte.

¿Recuerdas que nunca llegamos a entender cómo pudo suceder el accidente? ¡Era tan extraño todo, tan incongruente, que siempre lo hemos tachado de absurdo! Se nos antojaba increíble que papá hubiera tenido un fallo semejante... ¡Claro que entonces lo justificamos pensando que comenzaba a tener problemas de orientación, lapsos de memoria, despistes! Nunca se llegó a establecer el diagnóstico de alzheimer- En realidad, no dio tiempo-, pero todos lo habíamos aceptado de antemano. Algunos de los yerros y equivocaciones eran tan increíbles que incluso llegamos a creer que la enfermedad estaba bastante más avanzada de lo que parecía...”

 

¿Dónde quiere ir a parar su hermana?, se pregunta ¡Claro que tenía alzheimer! Es lo que dijeron los especialistas. Por un instante rememora viejas escenas que llenan de dolor su corazón: su padre, con la mirada ida, aislado, abstraído, viviendo en otro mundo, olvidando a veces el uso de elementos tan comunes como la llave, la cuchara... Hace un esfuerzo por apartar a un lado las penosas imágenes, por ahogar el sollozo que pugna por asomar a su garganta. ¡Papá, pobre papá...! ¡Él, que siempre fue tan activo, vegetando casi en los últimos tiempos...!

Continúa con la lectura:

 

“Pues bien, hoy he sabido algo que echa por tierra esa teoría. Y hasta me atrevería a asegurar que papá confundió a todos de modo deliberado, que astutamente exageró los síntomas para hacer creer que se encontraba más grave de lo que, en realidad, estaba. Me figuro tu sorpresa al leer estas palabras, mas creo tener razones de peso para afirmarlo.

Ayer volví a casa. Son las fiestas locales de Madrid y he preferido aprovechar el largo puente para regresar al pueblo y pasar allí estos días. Te lo comenté, de pasada, cuando hablamos por teléfono. Me apetecía volver a encontrarme con la gente de siempre, los amigos, la familia. ¡Con el tiempo que se ha ido, en resumen! Ya nada es igual. ¡Han cambiado tanto las cosas desde que murió! ¡Sólo han transcurrido tres meses, pero se me antoja que hace años que sucedió todo! Me costaba aceptar que no estuviera, que nunca más lo volvería a ver. ¡Lo echo tanto de menos! Me sentí inmensamente triste.

Como la casa ha estado cerrada desde que nos fuimos, estaba llena de polvo. Tras el desconcierto de los primeros instantes me armé de valor y comencé a limpiar. Todo fue bien al principio. Iba de sala en sala, sin prisa alguna, con una parsimonia tal que permitía que fuera reencontrándome con los viejos y queridos fantasmas de siempre. Aquí tropezaba con una foto antigua que me hacía detenerme a recordar con añoranza, allá el jarrón donde poníamos las flores, una de las figuras que adornan el mueble... Te aseguro que no duele tanto como temía. Poco a poco mi congoja iba apaciguándose; al final sólo sentía una leve punzada de melancolía y tristeza.

Sin embargo, al entrar en el salón y ver los libros, perfectamente alineados, en las estanterías, ordenados aún como papá los dejase, no pude evitar una repentina oleada de ternura, de pesar: aquél era, en cierto modo, su mundo. ¡Y lo hemos compartido tanto...!

Cuando te fuiste tras el entierro, llevaste contigo algunos de ellos, tus preferidos; por mi parte quise hacer otro tanto; al final no fui capaz de coger ninguno: opté porque quedaran aquí, donde los dejó. ¡Quería que todo siguiera igual, como si sólo hubiera salido a dar un paseo y en cualquier momento fuese a regresar...! Al tomar el tercer tomo de “Los gozos y las sombras: La Pascua Triste”, de Torrente Ballester, sucedió algo que me ha abierto los ojos. Es el último libro que papá leyó antes del accidente. Fui yo quien le habló de esa obra, quien se lo regaló- De justicia es reconocer que antes tú me lo habías descubierto durante las vacaciones del verano pasado. Hablaste de ella con tanta pasión que sentí curiosidad por conocerla y, en cuanto tuve una oportunidad, lo adquirí. Luego, en una de mis visitas, se lo regalé a papá. Como me gustó tanto, casi le impuse su lectura. ¡Ya sabes cómo soy yo para algunas cosas...!

Al verlo, lo cogí con nostalgia; encontré dentro un papel doblado. Por curiosidad, pensando que pudiera tratarse de alguna anotación suya, la leí... Entonces, por fin, he comprendido. ¡He comprendido cuanto pasó! ¿Sabes, Elisa? Siempre sospeché algo así: se suicidó...”

 

Siente una sacudida emocional. ¿Papá suicidándose? Niega rotunda. ¿O acaso sí lo hizo?, cuestiona ahora. Le cuesta aceptar la idea. No sería propio de él, razona. Pero ha de reconocer que la duda ronda por su mente desde entonces, y parece que también Lilian lo teme. ¡Ay, la muda complicidad, el temor a causar daño a la persona querida! La boca se le ha llenado de ceniza amarga, cuesta respirar. Jamás se atrevió a abordar el tema con su hermana pese a que desde el primer momento receló que había algo raro, inexplicable, en cuanto sucedió. No era lógico que sucediera así el accidente...

 

 “Me ha costado aceptar la idea, mas no cabe la menor duda. ¡Qué ciegas hemos estado! Me queda el débil consuelo de pensar que, en cierto modo, casi adiviné la verdad.

Te envío copia de la nota, pero no creo que haga falta. Estoy segura de que tienes otra idéntica ahí, en casa. ¿Que por qué digo esto? Espera y sabrás. Déjame jugar un poco con el misterio. Antes de seguir adelante, párate a pensar, por un momento, en cómo era papá, en la forma en que nos quiso siempre... Y pregúntate en lo que pudo suceder, en cómo se produjo el golpe. Luego trata de sacar conclusiones...”

 

Se siente cada vez más inquieta. De pronto se da cuenta de que está en la sala de estar, que se ha sentado en el sofá y no sabe ni cómo ha llegado hasta allí. Rebulle incómoda, nota que su pulso late con fuerza en el pecho. ¿Una nota para ella?, asegura Lilian. ¿Dónde? Quiere saber, ¡necesita saber!, qué ha sucedido. Sigue leyendo ansiosa:

 

“No me andaré con rodeos, voy a aclararte cuanto sé.

Pero antes, piensa en los libros que te llevaste de casa; sobre todo en uno que sea particularmente querido para ti, el que te recuerde más intensamente a papá. Puede que yerre, pero ¿es posible que se trate de “El muchacho persa”, de Mery Renault? Es uno de tus favoritos, y él lo sabía. Te lo regaló y sé que te encantaba; os oí hablar tantas veces de él que también yo lo leí hace tiempo... ¿Me equivoco al asegurar que es tu preferido? No, ¿verdad? ¿Quieres localizarlo, buscar en su interior? Quizá encuentres algo...”

 

Deja de leer, siente un repentino sobresalto. Han trascurrido varios meses desde la muerte del padre y todo parece superado. Fue un momento especialmente triste para ella, terriblemente doloroso. ¡Ah, aquella sensación de culpabilidad por andar tan lejos cuando sucedió el accidente, el sentimiento de falta por haber abandonado, años atrás, la casa cuando falleciera la madre, cuando más la necesitaban! ¡Su hermana era aún una cría y tuvo que asumir el reto de afrontar la tarea, mientras ella iba a estudiar fuera! Los años de distanciamiento, y luego los comentarios de Lilian, que si papá está raro, que si parece que esté perdiendo la cabeza, cada vez tiene despistes más grandes y, sobre todo, su temor a no poder estudiar la carrera que le gustaba si quedaba imposibilitado.

Presurosa, con la carta en la mano, va al saloncito donde los libros se acumulan en las estanterías. Sin una vacilación toma el que su hermana ha dicho. Al tenerlo en la mano la invade un hormigueo de tristeza. Lilian tiene razón. A pesar de los muchos que ha leído en su vida sigue siendo su predilecto. ¡Le recuerda tanto a su padre! Siente que se le empañan los ojos, que la añoranza le invade el pecho. Se esfuerza en apartar a un lado el sollozo, lo abre al azar; enseguida se topa con alguno de los párrafos subrayados por ella misma años antes, emocionada va releyéndolos. Cuando se trajo el libro, estaba tan desolada que no fue capaz de echar una mirada siquiera. De improviso, una cuartilla, meticulosamente doblada, resbala de entre las hojas; cae al suelo. Se apresura a cogerla.

Aprensiva, temerosa, la desdobla rápido. Reconoce al punto la letra de su padre. La caligrafía resulta inconfundible. Se da cuenta de que se trata de una nota que debió redactar poco antes del accidente, cuando los trazos de su escritura comenzaban a ser un tanto imprecisos, a deformarse. Suspira melancólica y, rebosante de tristeza, lee:

 

“Querida Elisa: cuando leas estas letras ya no estaré con vosotras. Me habré ido. Observa que digo me habré ido. Es una opción personal mía. Lo entiendes, ¿verdad? De sobra sabes que prefiero irme a que me lleven. Esta enfermedad es irreversible y cada día que pasa estoy peor, más confuso, más aturdido cada vez... Si sigo aquí sé que acabaré por crearos problemas. Y no. Deseo que seáis libres: es mi mayor anhelo. Lo merecéis. No quiero convertirme en un obstáculo. De ningún modo puedo hipotecar vuestro futuro: para mí es sagrado. Citando a Gibran os digo que no sois sólo mis hijas, sino mucho más: sois hijas del mundo, de la vida. No me pertenecéis, pues...

He luchado siempre por daros lo mejor y en estos momentos, lo mejor que puedo hacer es apartarme, dejaros volar libres, a vuestro aire”.

 

Volar libres... ¡Ay, papá!, piensa con ternura. No pude estar contigo cuando más falta te hacía. Cierra los ojos, una lágrima resbala lentamente por su mejilla. Recuerda los sucesos de aquellos días. Su padre obligado a dejar el trabajo, desorientado a veces, olvidando detalles recientes, preguntando de improviso por su mujer...

 

“No te sientas culpable de nada. Ya digo que es una decisión personal mía. Que tu hermana o tú podáis sentiros responsables de mis actos sería para mí terrible. Es lo que digo también a Lilian. Tiene otra nota similar a ésta escondida en uno de sus libros. Sé que, antes o después, una u otra la encontraréis y acabaréis por poneros en contacto, que lo comentaréis, pero para entonces, como digo, me habré ido. Perdonadme por esta última cobardía...

Nunca fui demasiado fuerte; cuando mamá faltó quedé desarbolado. Sin ella- Disculpa este arrebato de sinceridad. Tienes que entenderlo: nunca el amor de unas hijas, por grande que sea, por maravilloso que pueda llegar a ser, logra llenar el vacío que queda cuando falta la persona a la que has dado todo, que todo te lo ha entregado, que ha sido el motor de tu vida- nada tiene sentido. Por eso me aferraba con desesperación a vuestro cariño, negándome a ver que habéis crecido hasta convertiros en mujeres hechas y derechas. Me engañaba pensando que todavía me necesitáis: eso me ayudaba a soportar la soledad del alma. Pero habéis crecido y tenéis que labraros vuestro propio destino.

Estoy enfermo y sé que no hay remedio. Conozco otros casos y sé lo que sucederá. No voy a esperar a que llegue la demencia senil, la inutilidad. ¡No voy a privaros de la libertad que merecéis: tenéis que labraros vuestro propio destino! Por eso, volad libres que yo, desde algún sitio que todavía desconozco, contemplaré dichoso el cotidiano deambular de vuestros días. Os quiero como no podéis imaginar. Siempre os he querido: es por eso- Sólo por eso, por amor, entendedlo-, que elijo desaparecer ahora que todavía soy capaz de razonar, que puedo moverme con autonomía. No quiero acabar recluido en casa e hipotecar vuestro futuro con una larga inmovilidad...

No os preocupéis: nadie sospechará nada. Todo lo tengo perfectamente planeado.

Un abrazo y nunca olvidéis a este hombre triste y un mucho cobarde que os quiere por encima de todo, como pocos padres han podido querer a sus hijos. Ya veis: no se trata de una renuncia, sino de liberación. Vuestra y mía. Mi camino acaba aquí mientras el vuestro apenas ha comenzado. Sed felices.”

 

Cierra los ojos abrumada por el llanto, siente que el pecho se desgarra de dolor. Permanece inmóvil una eternidad; está absorta, perdida, inmensamente triste. Luego se dirige al bolso, extrae el móvil y pulsa el número de su hermana.

 

 

 

Murcia, 30 de Mayo de 2003

 

III

TIEMPO DE SOLEDAD

 

(Para Sole Rodríguez Valls)

 

LA MUJER DA UN paso hacia adelante, entra en el cono de luz que crean los focos: la intensa claridad muestra con absoluta nitidez, con crueldad casi, la enorme congoja que le invade. Mira al vacío con ojos en los que asoma el desaliento; luego los cierra y cruza los brazos sobre el pecho en un ademán que tiene algo de desamparo, de desvalimiento, como si buscara protección contra alguna amenaza externa; permanece unos segundos así, ensimismada; por fin, entre dientes, con acento desgarrado, susurra:

- ¿Qué nos pasa? ¿Qué nos está pasando? No puedo entender esta situación tan absurda. ¿Cómo hemos llegado a esto? Dime. ¿Cómo? ¿Por qué te has ido? ¿Por qué, si te quiero tanto, si tanto te necesito? ¿No comprendes que sin ti la vida no tiene sentido? ¿Por qué me dejas después de haberte dado todo, mi amor, mi vida entera? ¡Pudimos ser tan felices y nos hemos convertido en nudo de sombras amargas, en pozo de renuncias y olvido, en silencio que agosta los sueños, en desamparo que viste los días de nostalgia! ¡Qué largas y frías son las noches cuando estoy tan sola...! ¡Ah, maldita seas, soledad! ¡Maldita seas! Me tienes acorralada contra las cuerdas de la tristeza, me atormentas sin piedad a todas horas...

Los espectadores, hipnotizados, sobrecogidos, siguen en vilo el monólogo y ella, absorta en el papel, cada vez más angustiada, cada vez más abatida, se da cuenta de que ha superado los límites de la lógica, que ha dejado de interpretar para sentir en carne propia la acción, que la ha interiorizado hasta el punto de que se ha obrado el milagro final y ya no es un mero ente de ficción, sino que se ha transmutado en personaje real.

 

LA CHICA TIENE húmedos los ojos, la piel de su corazón rezuma pena. No puede apartar la mirada de la mujer a la que la inmisericorde luz de los focos desnuda el alma. Cuando una lágrima resbala por su mejilla, cubre con disimulo el rostro para que nadie la vea llorar. Borrosamente observa la escena: se le antoja tan próxima, tan creíble y dura, que a punto está de estallar en un sollozo. Mira, por enésima vez, el programa de mano, relee el título de la obra que se representa: “Hombres y mujeres solos”; sobre él, en grandes caracteres, el nombre de su madre.

Afligida piensa: “¡Es increíble la situación! Mamá ahí arriba, tan sola; y papá...” Mira al asiento vacío que hay a su lado. “No ha venido. Al final no ha venido: no quiere saber nada. Esperaba- ¡Dios cómo lo deseaba!- que acudiese. ¡Había soñado tanto con que el estreno sirviera para un reencuentro entre los dos! Pero, no. Definitivamente todo ha acabado. ¡Ay, mamá! Enfrentada a la soledad, con la soledad como única compaña; papá, desarbolado y roto, lejos, como si huyera; y yo, con el corazón agrietado, sin poder hacer nada por ayudaros, por ayudarnos. El texto fue premonitorio: parece escrito ex profeso para nosotros...”

 

SUGESTIONADO, EL hombre es incapaz de apartar la mirada de la actriz que encarna el espíritu, las sentidas palabras, los complejos sentimientos que dolorosamente concibiera un día, antes de plasmarlos en el folio. Sonríe triste. El estreno será un éxito. Es, un éxito. No cabe duda, basta con observar el gesto expectante del público: sufre con el drama, vive intensamente la situación, participa del dolor de la protagonista... Eso debiera hacerlo feliz: puede ser su consagración como autor. A pesar de ello, continúa con la angustia aposentada en el corazón. ¡Duele tanto la soledad...! Hombres y mujeres solos. Desde el comienzo de la representación ha comprendido que es la Clara ideal, que ninguna otra actriz hubiera podido encarar con tanta solvencia, con esa riqueza de matices y gestos, el personaje, tan conflictivo, tan atormentado. Es la Clara que precisa el monólogo final, esa Clara que, en realidad, es mero trasunto de la esposa que un día, hace apenas un par de años, le abandonó llevándose consigo toda la ilusión, las ganas de vivir, de crear... ¡Cómo duele la herida del desamor! No supo retenerla a su lado: escapó harta de su egolatría, de su ambición desmedida por el éxito.

Abstraído, fascinado, rememora el poema con el que concluirá la obra:

 

“Soledad.

Soledad dentro y fuera:

en las alcobas,

por las esquinas,

entre las cejas.

 

Soledad de lluvia que no cae,

de llanto que no cesa,

de gorriones claveteados

en los espinos,

de palomas que vuelan a ciegas...”

 

Y otra vez, como entonces, cuando ideara el texto, vuelve a sentir el zarpazo fiero de la soledad, que pone aroma de crisantemos en sus sueños, que clava alfileres de cansancio en su pecho. Entorna los ojos y, desbordante de tristeza, piensa: “¡Estaba tan desesperado aquellos días! ¡Cómo hiere la soledad cuando la sabes invencible...!”

 

LA MUJER ALZA los brazos al cielo, mira a lo alto con gesto desesperado. Su voz se quiebra en un gemido cuando dice:

- Te quería. Siempre te he querido. A pesar de tus infidelidades, de tus mentiras, te he querido. Confiaba en ti, confiaba en que tras esta separación, volvieras a mí con un sentimiento nuevo. Tenía esperanza. Sé que aún es posible la reconciliación. No quiero la soledad. La odio. ¡Es tan dañina...!

Se cubre el rostro con las manos, solloza desesperada y se da cuenta de que está diciendo palabras que no aparecen en el manuscrito original, que brotan desde el fondo mismo de su alma. Aparta los dedos y, a través de las lágrimas, mira obsesivamente el hueco que hay junto a su hija. Cae de rodilla y clama:

- ¿No te das cuenta? Sólo soy un gorrión atrapado en una alambrada de espino, una paloma que vuela a ciegas... ¡Ah, soledad, qué cruel eres! ¡Cuánto te temo! ¡Cómo te desprecio! Si pudiera olvidarte por un momento, vencerte... ¡Y hacer que la flor de la ilusión renazca en mi alma, que mis días se llenen de sueños, de hermosas quimeras, de doradas utopías! ¡Estoy tan sola! ¿Qué me queda si no el silencio impuesto, la renuncia forzosa, el adiós a la vida...?

Con gesto desencajado da unos pasos hacia el proscenio y guarda un silencio que estremece a los espectadores. Luego, despacio, con palabras que son más suyas que del autor, comienza a decir el inicio del poema final.

 

LA CHICA RECUERDA con aflicción la larga, la interminable crisis, el lento divergir de los destinos, el lánguido y tortuoso deterioro en la relación. ¡Papá y mamá se querían tanto! ¿Qué pudo suceder para que todo se torciera así? ¿Es cierto que fue infiel o son tus celos los culpables?, se pregunta afligida. No puedo saberlo. Acaso exigiste mucho más de lo que podía dar; quizá diste menos de lo que merecía, de lo que esperaba recibir. Ahora... ¡Ahora se ha quebrado en mil pedazos este cuento de amor en el que he vivido inmersa durante años! Nada, en adelante, será igual ya. Iré de aquí para allá, del uno al otro, con la ausencia acumulada en los bolsillos, compartiendo trozos aislados de vuestras vidas, retazos que jamás podrán llenar la mía. ¡Cómo duele esta separación! Lo peor es saber que tengo parte de culpa, que fui incapaz de hacer nada por ayudaros...

Sin poder apartar los ojos, nublados por el llanto, de la imagen que tiene algo de patética bajo la luz fría de los focos, rememora algunos de los versos que enseguida va a recitar su madre. Conoce el texto perfectamente porque la ha ayudado a prepararlo.

 

“Soledad del pulso quieto,

de las quimeras huecas,

de las hiedras que se tornan amarillas,

de las horas muertas,

de la ausencia acumulada en los bolsillos,

de sombras hambrientas...

 

¡Luna de aristas y cristales rotos!

¡Luna que se ahoga en las albercas!

Un gato soñoliento en un rincón

y un ladrido de perro

                                                     contra el silencio...!

 

Así está mi alma ahora: rota en mil aristas que sangran por la soledad que me imponéis, mamá, papá. Mi desilusión se ahoga en el pozo sin fondo de tanto desatino, de vuestros desencuentros. Siento que cada latido de mi corazón es como el ladrido de un perro que aúlla su dolor en el silencio de la noche...

Papá, ¿por qué no has venido? Mamá, ¿por qué no perdonas...?

 

LA OBRA ESTÁ llegando a su final; el público, admirado, trémulo, observa que dos lágrimas de plata, que parecen reales, resbalan lentas por las mejillas de la mujer, que, con voz entrecortada, haciendo un esfuerzo supremo por mantener en pie el armazón del drama, recita con cansancio:

 

“En la mirada, soledad.

En el alma, soledad amarga.

Y el corazón,

enmohecido y estéril,

un desierto sin palmeras.

 

En las manos, soledad.

Frente al amor, soledad sin calma.

Y ante la muerte,

- guadaña, espanto, espina-,

soledad como única compaña...”

 

MIENTRAS LA mujer susurra con acento desgarrado los versos que cierran el drama, otras dos voces al unísono, acompañan su dolor recitando entre dientes:

 

“Soledad.

Soledad siempre: dentro y fuera...”

 

ALLÁ, AL FONDO, sentado en un palco de platea, casi sin dejarse ver, como escondido, un hombre con el rostro devastado por la tristeza, contempla abatido a la mujer con la que un día formó pareja y compartió media vida. Piensa: “¡Si no hubiera sido tan loco...! Pero me hacía tanta falta tu presencia, tu cuerpo adorado, tu presencia, durante las largas giras... Busqué un falso sustituto en otras sin darme cuenta que eras lo único que tenía, lo que más quería en el mundo”. Mira ahora el hueco que queda junto a su hija. “Quizás hubiera bastado sentarme junto a ella para dar una nueva oportunidad al amor. Ahora, es demasiado tarde...”

 

Murcia, 17 de Junio de 2003

 

IV

TIEMPO DE ILUSIÓN

 

La música que sonaba en la casa de al lado, era siempre la misma: una serie de piezas cortas para flauta y orquesta- A veces, el solista era un flautín-, de varios autores, casi todos ellos barrocos. Había estado deshabitada durante años, desde que el anterior propietario se fuera a la ciudad. Por mamá supe que la ocupaba ahora una mujer joven, a la que acompañaba una señora de más edad; ambas parecían extranjeras. Desde el primer momento sentí viva curiosidad por conocerlas. Resultaba bastante insólita esa extraña fijación musical de las nuevas vecinas. El hecho de que esas melodías, tan dulces y delicadas, se repitieran con tanta insistencia, llamó poderosamente mi atención. Desde niño, la flauta travesera ha sido siempre mi instrumento favorito; de hecho, por aquel entonces, estudiaba segundo curso de interpretación y, en opinión del profesor, tenía aptitudes. Poseía cierto talento para tocarla, aseguraba. Era su mejor alumno, solía comentar con orgullo.

Puede que tuviese razón, o acaso fueran cumplidos de maestro enamorado de su profesión, pero he de confesar que, por mi parte, últimamente andaba muy desanimado al respecto. Y es que, para dominar medianamente la difícil técnica, se precisaba gran dedicación, muchas, muchísimas horas de práctica, y era joven, inconstante; me gustaba salir, divertirme, estar con los amigos. En suma, ¡disfrutar de la vida! Tanta repetición me aburría, llegaba a cansarme, a producirme un insoportable hastío. Aunque nunca lo hubiera confesado a nadie, a menudo sentía la tentación de mandarlo todo al cuerno y dedicarme a saborear plenamente los escasos años de inconsciencia que aún tenía por delante. Envidiaba la libertad de mis compañeros, que podían disponer a placer de su tiempo libre, sin estar sujetos a tan severa disciplina. Por no dar un serio disgusto a mis padres, que estaban muy ilusionados conmigo, ocultaba como podía mi malestar. Todo eso hacía que, a la hora de ejercitar la flauta, me sintiese un tanto apático, desganado.

 

 

Habían transcurrido ya varios días cuando por fin pude ver a la nueva vecina. Se trataba de una mujer de unos treinta años, alta, espigada, elegante, de cabello rubio; se me antojó realmente atractiva a pesar de la cojera que le impedía andar con soltura. Lo que más llamó mi atención era el aire de melancólica tristeza, el gesto de desamparo, de profunda angustia, que tenía en el rostro. La acompañaba una señora, que la llevaba cogida del brazo con maternal solicitud. Enseguida pensé que andaba reponiéndose de una enfermedad grave. En silencio cruzaron la calle sin llegar a percatarse siquiera de mi presencia.

De pronto vi que se le caía algo del bolsillo y me apresuré a recogerlo. Se trataba de un papel en el que había escrito algo en otro idioma. Alemán, creí entender por la profusión de consonantes. Reclamé su atención chistándole; cuando se giraron ambas, alargué la hoja. Al tomarla esbozó un asomo de sonrisa, mientras daba las gracias con voz que tenía un acento extranjero muy marcado; luego siguieron caminando despacio. Observé cómo se alejaban sin poder apartar de ella la mirada. Cuando por fin entraron en casa, distinguí su figura a través de la ventana del salón; al momento comenzó a sonar la música. Nunca hasta esa tarde se me había antojado tan melancólica y desolada. Cuadraba a la perfección con su semblante.

Sin saber bien por qué, se despertó en lo más profundo de mi ser un sentimiento nuevo, un ansia oscura, distinta a todo cuanto había sentido antes.

 

 

El fin de curso se aproximaba y debía participar en el concierto que cada año celebraba la academia. Tenía que tocar un fragmento de un concierto de Vivaldi que el profesor me había impuesto y que, casualmente, era una de las piezas que a menudo sonaba en la otra vivienda. No estaba entre mis predilectas. En realidad, era de las que menos me atraía. De haber podido elegir hubiera escogido el maravilloso allegro del Concierto en do para flautín, cuerda y bajo continuo, RV 443, del mismo autor y que también se escuchaba allí continuamente. Me fascina; creo que es una obra perfecta, de las más hermosas que se han escrito. Era consciente de que nunca hubiese sonado como en el disco, pero me habría sentido motivado al menos.

Mientras estaba en mi habitación, estudiando sin ganas la partitura, sucedió algo que, a la larga, iba a tener gran importancia para mi futuro. Llevaba buen rato pugnando con la melodía, y me había atascado en uno de los pasajes; por más que intentaba dar cada una de las notas, todo sonaba desafinado. Frustrado, furioso, tiré la flauta sobre la cama; me disponía a cerrar el atril cuando escuché unos golpecitos en la ventana. Me volví sobresaltado; entonces la vi. Estaba parada en la acera, sonreía cordial; hizo un gesto con la mano a modo de saludo y, por señas, pedía que me acercase. Sin dar crédito a lo que sucedía, fui a abrir. Con aquella voz que tenía exóticas resonancias, musitó:

- Te equivocas en el la. Es bemol y lo das natural. ¿Comprendes? Bemol.

Tardé en reaccionar, estaba perplejo. ¡Ella estaba allí, hablándome! Asombrado, observé la partitura; llevaba razón: había estado tocando la nota medio tono más alto todo el rato. De ahí que sonase tan mal. La miré fascinado. ¿Cómo diablos había podido detectar el pequeño fallo? ¿Tan buen oído tenía? ¿O es que conocía aquella obra a la perfección?

- Gracias- musité confuso. Su sonrisa se acentuó. Había apoyado los brazos en el alféizar y me observaba con curiosidad.

- Así que eras tú quien tocaba…- musitó sin dejar de sonreír-. Nunca lo hubiese imaginado. Eres tan joven... No sé por qué, imaginé que sería un adulto el que lo hacía.

El hecho de que hubiera reparado en mí me llenó de orgullo; de repente, me invadió una oprobiosa sensación de inseguridad; creo que hasta me ruboricé. Seguro que habría estado burlándose del modo tan torpe que tenía de practicar.

- Yo… No sabía que me oyese desde su casa. Siento haberla molestado…

Negó con la cabeza; su sonrisa fue luminosa, tanto que, por un instante, el gesto de tristeza pareció difuminarse, quedar sólo en un asomo de melancolía.

- ¡Oh, no! ¡En absoluto! Me encanta la música de flauta- confesó. Con un mohín de complicidad, añadió:- Ya te habrás dado cuenta, imagino... ¡No puedo permanecer mucho rato sin escucharla!- Hizo una pausa, me observaba en silencio.- ¿Quieres repetir ese pasaje, por favor?- rogó con una voz que ahora se me antojó increíblemente dulce. ¡Que tocase de nuevo la pieza!, pedía, y yo sentí un desagradable cosquilleo de temor corriendo por mi pecho. Era demasiado para mí. Debió percibir mi inseguridad, pues enseguida añadió:- Inténtalo al menos. Sólo quiero comprobar que el fallo está ahí y no en cualquier otro párrafo…

- Es que…- No me atrevía a confesar que me moría de vergüenza.

- Tranquilo, muchacho. Entiendo lo que sucede- dijo con increíble dulzura-. No te preocupes. Por favor, permite que lo compruebe- Hizo un ademán señalando la flauta. Se la entregué; al tomarla, se estremeció visiblemente. La contempló en silencio unos segundos, luego acarició su cuerpo de metal con delicadeza. Tenía el gesto ausente. Por fin inspiró profundamente y, acercando la embocadura a los labios, sopló con cuidado; sus dedos se movieron con increíble agilidad presionando con soltura los pistones. La música fluyó con ligereza, viva, con una gracia especial. Para mi sorpresa, interpretó la pieza íntegra sin necesidad de partitura. Cuando concluyó, la última nota quedó flotando como un trémolo impregnado de nostalgia. Fue un momento mágico, irrepetible, único; deseé que el tiempo se detuviera, que dejase de existir; comprendí que aquello rozaba la perfección absoluta. Quedé envuelto en una atmósfera de irrealidad, preso de un raro sortilegio. De pronto me sorprendí aplaudiéndola embelesado. Era, con mucho, la mejor interpretación del largo e cantabile del “Concierto en fa para flauta, cuerda y continuo de Vivaldi” que había jamás escuchado. Sólo cuando dejé de hacer palmas reparé en sus ojos bañados en lágrimas, en su gesto desolado. Su espíritu parecía haber huido a un lugar remoto, perdido, y sentí piedad ante tanto dolor manifiesto por los fantasmas que atormentaban su memoria, sus recuerdos; adiviné que su enfermedad tenía mucho más de espiritual y anímica, que de física, que las heridas del alma debían dolerle más que la leve cojera que la aquejaba... ¡Y también que amaba la música por encima de todo, que ella misma era música!

- ¿Quién es usted?- pregunté impulsivamente sin poder apartar la mirada de su rostro devastado por la tristeza-. ¿Cómo sabe tanta música?

Negó con la cabeza, y se alejó dejándome perplejo.

 

Al día siguiente, al regresar del instituto, la vi sentada en el parque. Estaba sola, con un libro en las manos. Me hubiera gustado acercarme y saludarla, pero no me atreví. Me alejaba ya cuando reparó en mí y sonrió abiertamente señalando el banco para que me sentase a su lado. Lo hice lleno de timidez.

- Mi músico favorito...- susurró mirándome a los ojos-. Perdona por lo de ayer. ¿Estás enfadado?- Negué. ¡Cómo podría estar enfadado con ella!-. Me fui dejándote con la palabra en la boca-. Hubo un largo silencio-. Preguntaste que quién soy... ¡Qué podría decirte! Alguien que ha perdido la fe en sí misma, en la vida...

- No entiendo... no me cuadra. Es una persona llena de sensibilidad. Se advierte enseguida. Y conoce la música como nadie. Usted misma es música.

Ella sonrió melancólica, cerró el libro y lo colocó sobre su regazo. El rincón del parque estaba solitario, la atmósfera invitaba a las confidencias

- Es precioso lo que dices. Gracias... ¡Ah, la música! La que suena en casa está interpretada por mí. La parte de la flauta, me refiero.- No me sorprendió en absoluto. Hubiera debido imaginar algo semejante-. Se grabó hace apenas un par de años, poco antes del accidente…

- ¿El accidente?- repetí como un eco. Estaba absolutamente fascinado por lo que contaba.

Afirmó con gesto abstraído.

- Regresábamos del estudio, de dar los últimos retoques a la maqueta del disco... Viajaba con Víctor, mi esposo- Me miró y tuve la sensación de que no era a mí a quien veía sino a otra persona-. Era director de orquesta, el hombre más maravilloso, adorable, tierno del mundo. ¡Cómo lo quería! ¡Éramos tan felices! Habíamos grabado las obras apenas semanas antes. Y, de pronto, el accidente… Murió… Yo quedé destrozada…

Respeté su silencio durante unos segundos. Recordaba algo acerca del accidente sufrido por un prestigioso director de orquesta alemán, fallecido en el acto. Había salido en los telediarios, incluso. Citaban también a su esposa, una reconocida intérprete, que había quedado malherida. Así que se trataba de ella.

- ¿Nunca ha vuelto a tocar?

Negó sonriendo triste.

- ¡Nunca volveré a tocar! ¿Para qué? Si él falta, nada tiene  sentido…

No supe qué responder. Evoqué su modo de interpretar, la perfección absoluta de los resultados y, sin saber bien por qué, añadí:

- ¡Pero ayer tocó...!

Otra vez su sonrisa apagada.

- Sólo para ayudarte... Había jurado no volver a hacerlo.

Sentí que una sensación de rebeldía me desbordaba.

- No tiene derecho a hacer eso. ¡No lo tiene! Somos muchos los que adoramos su forma de tocar- dije con convencimiento-. Desde el primer día que escuché las obras, quedé seducido por su belleza… ¡Es usted magnífica! ¡Tiene que volver!

- Nunca lo haré...

- Piénselo. Aunque sólo sea para ayudar a los que amamos la música y no somos tan buenos intérpretes como usted...

Me miró en silencio, luego sonrió.

- ¡Tú eres bueno tocando!- alabó-. Te falta quizá un poquito de convencimiento, un poquito de confianza en ti mismo. ¡Eres tan joven aún! ¡Me recuerdas tanto a cuando yo empezaba y aún tenía ilusión...! No, querido: nunca volveré a actuar. Cuando perdí a Víctor dije adiós a todo ese mundo. No quiero saber más de él…

Quedé sin saber qué decir. Cierto que eran un crío casi, pero podía comprender su dolor, valorar la renuncia que se había impuesto. De repente, guiado por un extraño instinto, pregunté:

- ¿Me ayudará a perfeccionar la obra?- Vi su gesto de sorpresa, su momentáneo desconcierto. No esperaba una petición así y quedó desarbolada-. He de tocar el sábado próximo y tengo miedo… ¡Aún tengo tanto por aprender!

Me observó desde la lejanía de su tristeza, debatiéndose en la duda; al fin dijo:

- Yo... Bueno. Creo que te debo eso. Lo mereces. De algún modo has hecho que de nuevo conecte con la música en vivo...- Me sonrió con indecible dulzura mientras se limpiaba las lágrimas que habían rodado por sus mejillas-. Ahora, permite que me retire. Esta pierna mía continúa doliendo a pesar del tiempo transcurrido…

La vi alejarse cojeando apenas; cuando entró en casa, antes de que pudiese poner el disco, corrí a coger la flauta. Inicié el largo e cantabile que me había impuesto, pero que ahora sentía como algo propio. No conectó el tocadiscos esta vez.

 

Asistió a la fiesta de fin de curso a pesar de su negativa inicial cuando la invité. Se sentó en una de las butacas del fondo, siempre acompañada de la fiel sirvienta que la cuidaba con tanto esmero. Cuando llegó mi turno en el programa, subí al estrado y antes de atacar la partitura, busqué su mirada. Me alentó con una sonrisa dulce. Vi su gesto de sorpresa cuando, emocionado, dije que dedicaba mi obra a una persona maravillosa que amaba la música más que a sí misma. Por prudencia, silencié su nombre, pero rogué que siguiese siendo la mejor de todas, amante de la belleza, maestra de neófitos…

Cuando concluí la pieza, ambos estábamos llorando.

 

Han transcurrido varios años desde entonces. Hoy, gracias a su impulso, soy un acreditado solista que toca con algunas de las mejores orquestas del mundo. Ella volvió a los escenarios porque se lo pedí aquel día. Una semana después regresó a la capital; al poco, recibí una postal desde algún lugar de Alemania en la que me comunicaba que había aceptado la invitación de la orquesta en la que Víctor fuera director para colaborar con ella. Por expreso deseo suyo, el programa se abría con el concierto para flautín que tanto me gustaba. Fue su regalo para mí.

Siempre me ha distinguido con una amistad muy especial. Nunca ha sabido que la amaba.

 

 

 

21 de agosto de 2003