REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


Estupor y temblores
Amélie Nothomb [1]

 

 

         El señor Saito ya no me pedía que escribiera cartas a Adam Johnson ni a nadie. En realidad, ya no me pedía nada, salvo que le llevara cafés.

         Nada más normal que, cuando uno empieza a trabajar en una compañía nipona, iniciarse en el ochakumi –“la ceremonia del honorable té”-. Ya que era el único papel que me asignaban, me lo tomé con la máxima seriedad.

         Rápidamente, aprendí las costumbres de todo el mundo: para el señor Saito, un café corto a las ocho y media en punto. Para el señor Unaji, uno con leche con dos terrones de azúcar a las diez. Para el señor Mizuno, un cubilete de Coca – Cola cada hora. A las cinco de la tarde, un té inglés con un poco de leche para el señor Okada. Para Fubuki, un té verde a las nueve, un café corto a las doce, un té verde a las tres y un último café corto a las siete – siempre me daba las gracias con una educación cautivadora.

 

         Aquella humilde tarea pronto se reveló como el primer instrumento de mi perdición.

         Una mañana, el señor Saito me comunicó que el vicepresidente recibía en su despacho la visita de una importante delegación de una firma amiga:

         - Café para veinte.

         Entré en el despacho del señor Omochi con mi enorme bandeja y estuve mejor que perfecta: servía cada taza con sostenida humildad, salmodiando las más refinadas fórmulas de cortesía, bajando la mirada e inclinándome. Si existía una orden al mérito del ochakumi, debería haberme sido concedida.

         Unas horas más tarde, la delegación se marchó. La voz atronadora del inmenso señor Omochi gritó:

         - ¡Saito – san!

         Vi al señor Saito levantarse como movido por un resorte, ponerse lívido y correr hacia la guardia del vicepresidente. Los gritos del obeso resonaron detrás de la pared. Aunque no se entendía lo que decía, no parecía tratarse de nada amable.

         El señor Saito regresó con el rostro descompuesto. Pensando que pesaba tres veces menos que su agresor, experimenté hacia él un estúpido ataque de ternura. Fue entonces cuando, en tono furioso, me llamó.

         Le seguí hasta su despacho vacío. Me habló con una cólera que le hacía balbucear:

         - ¡Ha indispuesto profundamente a la delegación de la firma amiga! ¡Ha servido el café utilizando fórmulas que sugerían que sabía hablar perfectamente japonés!

         - Es que no lo hablo tan mal, Saito – san.

         - ¡Cállese! ¿Con qué derecho se atreve a defenderse? El señor Omochi está muy enojado con usted. Ha creado un ambiente irrespirable en la reunión de esta mañana: ¿cómo iban a sentirse cómodos nuestros socios ante una blanca que comprendía su idioma? De ahora en adelante, no hablará nunca más japonés.

         Le miré con los ojos abiertos como platos:

         - ¿Perdone?

         - Usted ya no sabe japonés. ¿Ha quedado claro?

         - ¡Pero si Yumimoto me contrató precisamente por mi dominio del japonés!

         - Me da igual. Le ordeno que no entienda japonés.

         - Eso es imposible. Nadie puede acatar una orden semejante.

         - Siempre existe un modo de obedecer. Eso es lo que los cerebros occidentales deberían comprender.

         “Ya empezamos”, pensé antes de proseguir:

         - Quizás el cerebro nipón sea capaz de obligarse a sí mismo a olvidar un idioma. El cerebro occidental carece de esos recursos.

         Aquel extravagante argumento pareció convencer al señor Saito.

         - Inténtelo de todos modos. O, por lo menos, haga como que lo intenta. Ha recibido órdenes al respecto. ¿Me ha comprendido?

         El tono era seco y tajante.

         Cuando regresé a mi despacho, algo debió de notarme Fubuki, ya que me dedicó una mirada dulce y preocupada. Permanecí abatida durante un largo rato, preguntándome qué actitud debía adoptar.



[1] Círculo de Lectores, Barcelona, 2001 (pp. 14 – 17).