REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


De pasiones desatadas. La figura del ángel en el arcángel de Carmen Conde  
José Manuel Marín Ureña
(Universidad de Murcia)

 

La imagen del ángel, recurso de enorme rendimiento a lo largo de toda nuestra historia literaria, tiene una de las cumbres de su historia más reciente en la poesía de la cartagenera Carmen Conde. La riqueza conceptual de la figura de los espíritus del empíreo en la producción de Carmen Conde no se ha visto correspondida con la existencia de estudios dedicados a su examen, aunque sí ha sido atestiguada su importancia por diferentes críticos. Así lo reconoce Leopoldo de Luis en el prólogo a Mujer sin Edén: “El angelismo es fundamental en la poesía de Carmen Conde [...]” (Conde, 1985a, 17). Emilio Miró, que esbozó un panorama de la poesía de Carmen Conde en Obra poética (1929-1966), o Pilar Palomo, han afirmado la constancia del ángel en la producción de la cartagenera. Texto central en el angelismo carmencondiano será el poema en prosa El Arcángel, en torno al cual Rosario Hiriart en Antología poética ha apuntado la escasa atención exegética que ha suscitado: “Bellísima ejecución sobre la que no hemos visto ningún estudio o comentario crítico” (Conde, 1985b, 18). Esta composición se alza como una de las principales aportaciones angélicas de Carmen Conde tanto en el conjunto de su obra como en la literatura española contemporánea. El texto esta distribuido en cuatro secciones -“Aparición”, “Alta noche”, “Transfiguración”, “Verbo”-, y sostenido en dos pilares temáticos fundamentales: la relación amoroso-mística con el Arcángel, que es el aspecto que los pocos críticos que se han referido a este texto han resaltado aunque sin extenderse en ningún tipo de comentario o análisis, y la poética de los sueños, que acaba incluyendo en su cerco el motivo anterior.

El comienzo de “Aparición”, cuyo título alude ya a la presencia del Arcángel, muestra, en una fractura nocional de la noche, la pertenencia del ser angélico al mundo de los sueños, dependiendo consecuentemente la existencia del ser supraterrenal exclusivamente de la disposición de la poetisa:

 

Llegó a mi noche y la removió con sus alas espesas. Entonces quedó partida en dos: una suya y otra desvelada. Estos ojos por los que nunca cruzaron mejores pájaros, se abrieron para coger su figura; pero él no estaba fuera de la vigilia; así que los cerré –viéndole- en un resplandor que olía a hierba soleada.

(1967, 219)

 

La noche se escinde entre la pura materialidad oscura que rodea a Conde y la que emerge al cerrar los ojos, la noche del Arcángel. Estamos, de este modo, en el sector de las ensoñaciones en el que la poetisa ejerce el control de recrear sus deseos; y el Arcángel junto a otros elementos confluyen en ellos. La necesidad de estas ensoñaciones es innegable y así nos lo comunica en un poema de Ansia de la gracia, “En el principio”, “¡Una niebla delgada entre el mundo y mis ojos; / un silencio de exactitudes, un cielo / sin arcos que sostengan la bóveda / de la verdad con nombre fijo!” (1967, 267), designando a los pobladores de su onírico cobijo como fantasmas, entre los cuales los ángeles ocuparían un lugar muy destacado. No obstante, el poder del sueño puede no superar el horror de una sociedad que se derrumba por el peso de la guerra: “¡No os puedo soñar más, / ni caben en mi pecho tantos muertos! / Dolor de los jardines, dolor de los estanques...” (1967, 271). El especial rango de las ensoñaciones carmencondianas distanciadas de los ordinarios sueños viene explicitado en esta primera parte: “[…] yo vivo la noche sin sueño del diálogo con el Arcángel.” (1967, 219).  Ojos cerrados, pero en plena conciencia de la actividad, dialógica en este caso, que se va desarrollando. De hecho, es necesaria una predisposición para el encuentro con el Arcángel en un estado intermedio entre lo onírico y la conciencia: “Hay que estar estremecida, enfervorizada, para verle encender hogueras entre los párpados y el sueño.” (1967, 220). Partiendo de la convocatoria de que la poetisa es capaz en sus ensoñaciones, dimana de esta facultad un sentido posesivo con respecto a las producciones de su fantasía. Así, a nadie más podrá acudir su invocado angélico: “Conmigo, mío, asomándolo a mis ansias [...]” (1967, 219). Pero, ¿qué Arcángel es éste?:

 

Nada me anunció; fue conmigo al hallazgo lúcido de las cosas. Y en la primera oscuridad madura, hermanos ya nuestros cabellos, me reveló su figura; el cuerpo perfecto de tácita forma. Por ello amo la noche, cima donde se me da su gracia. Ni desnudez ni ropaje. El llega a las cuevas de mi corazón alargando las galerías redondas de mis ojos. Yo le penetro como espada suya a cambio de la claridad con que él me traspasa.

(1967, 219)

 

Conde niega en principio, aunque más tarde se preguntará por el anuncio que pueda traer el Arcángel, la función prototípica de todo ser angélico, y que supone además el origen etimológico de su nombre, actuar como mensajero divino. No obstante, el hecho de que la poetisa resalte que el Arcángel no sea portador de anuncio alguno implica una previa figuración tradicional del mismo en lo que se refiere a este rol. El Arcángel va a obtener una precisa misión dentro del sistema onírico elaborado por Conde, concomitante en ciertos aspectos con la tópica de mensajero, a saber, la revelación, delimitando ésta como el acceso, el conocimiento del medio que nos rodea para hacerse con una razón del porqué de los sucesos y cosas que lo pueblan, esto es, la búsqueda de un sentido y razón que no se puede aprehender en la realidad: “Entonces yo levanto mis aullidos, / y clama mi razón por no perderse. / Soy fiera de la tierra, soy su hija, / mas nunca fui del todo su criatura.” (1967, 308). La angustia de no poder corresponder las muertes y horrores que corren por el mundo con una divinidad suprema impulsan a la producción de ensoñaciones donde la coherencia perdida en la exterioridad se recupera como uno de los principales valores de esa creación: “Todo se conoce allí mientras se sueña, se saben / cuantos caminos extraños se internarán en los otros / que sin decir su destino, avanzando nos convocan / a seguirlos... [...]” (1980, 15). El Arcángel se torna así en una personificación onírica iluminadora ante los silencios de Dios: “fue conmigo al hallazgo lúcido de las cosas”.

La fuerza reveladora de los ángeles es tal, que incluso traspasa las incertidumbres de la propia realidad viajando más allá de los límites de los sueños, como sucede con Toledo en La noche oscura del cuerpo. La temática urbana, desarrollada ya en el período decimonónico, se ha convertido en recurrente ámbito  en la literatura contemporánea como puede observarse en las obras de Juan Ramón Jiménez, Alberti, Lorca y muchos otros. Carmen Conde escoge en La noche oscura del cuerpo no la ciudad moderna, asfixiante y opresora, en la línea del Nueva York lorquiano, sino el milenarismo de un Toledo ancestral, “[...] confidente de la autora, figurando como soporte de su meditación.” (Díez de Revenga, 1982, ii, 199). La llave de los secretos de este Toledo está en manos de unos invisibles ángeles certeramente perspectivizados como ventanas, aberturas que invitan a los ojos de la poetisa a la contemplación de la verdad sin fisuras y nieblas: “Ángeles planeando “[…] cual el flúido de su esencia”, / ciertos aunque invisibles, ventanas son al misterio / rodeando el traspasado y a la vez impenetrable / volumen de la ciudad: una isla milenaria.” (1980, 78). La historia, el pasado envuelve a Toledo de un aura cuasi onírica que se acentúa con la presencia de esos ángeles, antorchas para el alma de la poetisa en medio de los enigmas: “Ángeles tuyos mi alma rodean...” (1980, 81). La sección final de los Poemas a María reproduce esta veta reveladora e iluminadora de los ángeles con un juego entre el nombre del joven muchacho, Gabriel, que se aproxima a María con su sincero y apasionado anuncio de amor y la evocada figura de fondo del Arcángel Gabriel descubriendo a la Virgen su divina maternidad, escena que pronto veremos en el poema en prosa que estamos estudiando: “Mi amada es alta y firme como el álamo. Tiene los ojos dorados y las manos ágiles como de brisa. Cuando habla, callan los arroyos del campo y Dios descorre las ventanitas del cielo. Es transparente, dúctil; por besarla una sola vez detendría los ríos y apaciguaría estrellas con mis labios!” (1984, 144). Semejante poder referencial hacia el Arcángel anunciador será empleado por Alberti en su obra teatral De un momento a otro a través de su protagonista Gabriel, trasunto del propio autor que ya posee el nombre de otro Arcángel.

Pero en El Arcángel el enviado divino no sólo conlleva diafanidad para una vida de sinrazón sino amor: “Él llega a las cuevas de mi corazón alargando las galerías redondas de mis ojos. Yo le penetro como espada suya a cambio de la claridad con que él me traspasa.”. La vía unitiva mística se asienta en este fervoroso testimonio de fusión entre amantes hiriéndose de amor mutuamente y entroncando directamente con el sistema de pensamiento amoroso carmencondiano tendente a reflejar la unicidad de ser a que se encamina la pareja, como se puede leer en los versos del poema “Confusión”, título altamente significativo en este sentido, de la obra Iluminada tierra:

 

                            Ahora empezarás, mi vida,

                            a no dejarme vivir.

                            A que los días y sus noches sólo sean

                            el ahogo feroz de tu encuentro.

                            De tu incorporación a mí,

                            de tu revestimiento de mí.

                            ¡A que mi sangre no sepa detenerse sola,

                            y se arroje a la tuya, a ti,

                            con la furiosa alegría del dolor de amarte,

                            del éxtasis de saberse tuya;

                            y de la angustia,

                            del tremendo milagro oscuro

                            que es pertenecerte!

                            (1967, 466)

 

Apreciamos también en este fragmento poemático una concepción del amor como dolor que está registrada en el poema en prosa El Arcángel en el motivo de la espada, recurrente en la obra de Conde: “Yo le penetro como espada suya a cambio de la claridad con que él me traspasa.”. El posesivo que acompaña a espada remite la pertenencia de la misma al Arcángel, hallando su apoyatura en la espada flameante situada por Dios en el Paraíso junto al Querubín vigilante que, en tanto que ahora se instrumentaliza como medio de plasmación de la desgarrante pasión, mutará este signo amoroso en iracundia divina en Mujer sin Edén. El motivo de la espada en clave de mortalidad de amor, cercano a la idea de La destrucción o el amor aleixandrina, se aprovecha en otro poema en prosa de Sostenido ensueño: “Arráncate, si puedes, esta espada que te atraviesa como si te hincara a las brasas del viviente dolor.” (1967, 168).

Por otra parte, en este punto se imbrica el texto de Carmen Conde en la temática de relaciones entre ángeles y humanos de la que Menéndez Pelayo en su Historia de las ideas estéticas en España diría lo siguiente: “Sobre la leyenda verdaderamente poética de los amores de los ángeles con las hijas de los hombres, leyenda cuyos orígenes han de buscarse en el libro apócrifo de Enoch, habían construído Byron su misterio dramático Heaven and Earth; Tomás Moore, su brillante fantasmagoría Loves of the Angels; Alfredo de Vigny, su delicado, aunque algo clorótico, poema Eloa.”[1] (1940, 376). Carmen Conde propone una relación con el Arcángel que de amor se hiperboliza en idolatría y servidumbre:

 

Quiero sostenerme en su vela, ir a donde me ordene: criatura soy de fe inhollada, cálida arena para su marejada de plumas.

Señor, he aquí la sierva de tu Arcángel.

(1967, 220)

 

De la modificación que la frase final del fragmento citado supone sobre la expresada por María ante el Arcángel Gabriel, “He aquí la esclava del Señor”, se colige un trastrocamiento de roles, de modo que la poetisa se hace una nueva María y el Arcángel se diviniza aún más, a pesar de que como señalaba San Gregorio Magno los Arcángeles ya estaban dotados de una gran importancia al encargarse de la transmisión de los mensajes más trascendentes. Ahora bien, que la poetisa se invista de la túnica de la obediencia no es algo aislado y exclusivo del poema en prosa que comentamos puesto que se puede observar en el poema “Confusión” al que más arriba ya hemos aludido: “[...] yo que no era de nadie, / ¡ni siquiera nunca mía!, / esclava tuya, entregada tuya, amante” (1967, 467). Por otro lado, la filiación con el episodio de María y Gabriel no se circunscribe a la evocación textual que acabamos de comentar, dado que hay una alusión directa a esa escena en una apología del valor del Arcángel:

 

Él sonríe y las constelaciones agitan su armonía. Sin él, ¿cómo habría conocido María que un dios se movía en su virginidad? Dios necesitó la voz del Arcángel para venir al mundo, y se precedió de ella como de una gran lumbre, de un caliente golpe de azahar. La palabra del Arcángel es la que construyó mejor. ¡Ebria arquitectura del universo fue la venida del Arcángel!

(1967, 219)

 

Desde esta confesión se aprecia claramente que Carmen Conde tiene en conciencia el fondo bíblico de la criatura que está materializando en su composición. Llamativa postura la suya si atendemos al particular enfoque de orden amoroso-erótico con que hace comparecer en su sueño al Arcángel. Mas nos interesa ahora resaltar el gesto metaliterario que esconden estas palabras. Tuvo que ser muy grata a Carmen Conde la figura del Arcángel en su dimensión de mensajero  en identificación funcional con la misión que la cartagenera concebía como primordial en todo poeta. Así lo afirma en la Confidencia literaria que como Prólogo antecede a la obra Ansia de la gracia en Obra poética (1929-1966): “Todo poeta verdadero trae un mundo que revelar. [...] ¡Un mensaje, sí! Eso es lo que el poeta trae cada vez que viene. Cada vez del mundo hay un mensaje que sólo pueden decir unos poquísimos poetas que son los capaces de contener el mensaje.” (1967, 248). La poetisa escucha a su alrededor las voces del mundo que sacuden su alma para escapar a través de su creación: “Van a cantar las aves. Lo siento en mis costados. / Porque me tiemblan alas que nunca vi crecer. / Y súbitos los árboles sacuden sus mensajes / para que yo los coja y lleve por el viento.” (1967, 316). Sin embargo, el poeta es humano, no como el Arcángel. Construye, al igual que el celestial ser, pero desde su humilde capacidad. Hay universos que son inaprehensibles y el verbo es entonces torpe instrumento: “Hay misterios que no pueden escurrirse / a través del lenguaje. / La gloria de llamar y nombrar / sus límites tiene. / Las palabras se inclinan / ante todo lo representable.” (1967, 361). Las palabras se acumulan, se suman, mas equivocan los secretos perseguidos: “Árbol, otoño, lluvia de hojas... ¡Oh, no! / No es eso. No es así.” (1967, 845). Es entonces el combate del hombre poeta contra la nada que es todo, enigmas cifrados sólo para elegidos, para Arcángeles; es el límite contra lo infinito. Como diría Alfonso Reyes, haciendo uso de la imagen angélica, “[...] el poeta debe ser preciso en las expresiones de lo impreciso. Nada se puede dejar a la casualidad. El arte es una continua victoria de la conciencia sobre el caos de las realidades exteriores. Lucha con lo inefable: “combate de Jacob con el ángel”, lo hemos llamado.” (1969, 110). Frente a ello, el Arcángel, el poeta total que, en virtud de su capacidad superior de comunicación con el hombre, doblega la inefabilidad máxima, la voz de Dios, para hacerla penetrable a los oídos mortales. Es la revelación del sumo misterio. De esta forma, la poetisa se cuestionará por la gracia que su Arcángel le ofrecerá, ya que en un principio nada le transmitió:

 

Y en mi reposo, en mi recogido corazón purificándose, ¿qué anunciará el que sobreviene ritual? La visita de un Ángel es la caricia de la eternidad. La visita del Arcángel es la orden, la incorporación a un privilegio que cumplir. Hay que estar estremecida, enfervorizada, para verle encender hogueras entre los párpados y el sueño.

(1967, 220)

 

La especial disposición para la llegada del Arcángel que se contempla en este fragmento apoya la lectura mística de algunos pasajes del poema en prosa en tanto que asistimos a una manifestación de intenciones propias de la vía purgativa como liberación de las pasiones y todo componente sensorial: “[...] en mi recogido corazón purificándose [...]”. Incluso las dos siguientes escalas en el acceso místico a la divinidad parecen esbozarse en la determinante diferenciación que escinde al Ángel del Arcángel, basada hasta cierto punto en su relevancia y posicionamiento dentro de los coros angélicos. El contacto con lo eterno, el fulgor de la divinidad, esto es, la vía iluminativa dimana del Ángel, el ser celestial más cercano a los hombres y portador de los mensajes de menor entidad. El Arcángel, por su parte, implica la incorporación activa a lo eterno, la fusión con el misterio sagrado, la vía unitiva. De ahí que, tras la objetivación realizada del Arcángel, insista la poetisa en la preparación emocional apta para su venida: “Hay que estar estremecida, enfervorizada, para verle encender hogueras entre los párpados y el sueño.”. La peculiar experiencia mística de Carmen Conde, que abarca fundamentalmente la segunda sección y parte de la tercera del poema en prosa, tendrá, al estilo de la propia literatura mística, si bien en una mínima proporción, consecuencias en el nivel del lenguaje empleado, es decir, se constata la aparición de símbolos, no ya sólo en el Arcángel, representante del amado ideal, sino en la imagen del caballo, que acabará siendo uno de los formantes semánticos de la significación global que encierra el Arcángel como veta de pasión irrefrenable.

La figura del caballo es en la obra poética de Carmen Conde uno de los elementos que con más frecuencia podemos hallar, sólo superado por los ángeles o el siempre atrayente mar. Júbilos, subtitulado Poemas de niños, rosas, animales, máquinas y vientos, es la carta de presentación del caballo en la producción carmencondiana en el interior del capítulo dedicado a los animales, mostrando la ligadura de la poetisa con la especie equina desde la infancia: “En los ríos apretados de agua se hundieron gozosos los caballos. Venían despacito, descansando de la faena durísima, y encontraron las limpias corrientes tranquilas.” (1967, 86). Los caballos, que no instauran debido a sus diversas consideraciones un valor simbólico cerrado, único y continuado, pueden convertirse en enemigos de la poetisa, terribles corceles que galopan para apresarla: “En mi persecución saldrán todos los caballos de la noche: los pardos, desmelenados; los negros, relucientes con crin pequeña y nerviosa; [...]” (1967, 167). Mas la joven acosada será más veloz que ellos: “-¡Nadie alcanzará a la que fue doncella del viento!” (1967, 167). Poblador de sus peores pesadillas, será el animal oscura montura roturadora de muerte en “Las noches” de Desde nunca: “¿VEIS caballos oscuros arrasando cosechas? / ¿Oís su trotar el campo cual presagio de guerra?” (1982, 27). El caballo puede ser no ya un componente del mundo onírico, como ocurría en el último caso que acabamos de ver, sino un descriptor del mismo sueño, como sucede en Desde nunca con un sueño-caballo encabritado ante la posibilidad de la vigilia: “Brincando está la tarde de este sueño / con cuerpo de corcel que se impacienta. / Relincha convocado por los toros, / leones en tropel bajo los párpados.” (1982, 63).

Por lo que se refiere a la imagen del caballo en El Arcángel ya hemos advertido que actúa como manifestación de arrebatada pasión construyendo una de las dimensiones, junto con la ideal o divina, del Arcángel. La conexión entre el caballo y el Arcángel se produce en otros lugares de la obra de la cartagenera, mas empleando al Arcángel como rasgo caracterizador del animal. Así, en “Playa de la Algameca”, poema de Los monólogos de la hija, el trote del caballo, montado por la pareja de amantes, levanta unas espumas que, cual líquidas plumas angelicales, crean en detenido fotograma un arcangélico corcel: “Que empenachaba de arcángel / con su blanquísima espuma / al fabuloso corcel /galopándonos la luna.” (1967, 593). Nótese que el motivo amoroso ya se introduce a través de los amantes, jinetes de la aventura. Similar cuadro semántico, que no situacional, se recrea en el Cancionero de la enamorada, donde en dos hiperbáticos versos se solicita a un caballo, arcangelizado debido al cromatismo, a la velocidad y, posiblemente, a cierto sesgo de revelación, que traiga a su amado: “Tu caballo para mí / de arcángel te me daría.” (1971, 45).  Por otro lado, también asistimos en otros textos a la asimilación entre el caballo y una furibunda pasión. Reproducimos para ello dos estrofas del poema “Amar”, perteneciente a Iluminada tierra:

 

                            Porque los sueños balan cuando relinchan altos,

                            y las mujeres aman cuando en el agua sueñan;

                            ¡claros caballos blancos los que las llevan ágiles

                            por dentro de las aguas, en el soñar, de noche,

                            mientras las casas quedan atadas a la aurora,

                            que nunca se retrasa en conducir la luz,

                            aunque despierten juntos el amor y quien ama!

 

                            Acuérdate del día en que se hizo todo:

                            todo lo que es la lumbre y sus rojos carbones

                            que nos están quemando como si Dios pusiera

                            arcángeles y peces en los hombros del Caos;

                            y nosotras, ¡mujeres!, y vosotros, ¡caballos!,

                            viniéramos del baño en el mar de ceniza

                            que dejaron los sueños, la eternidad confusa

                            que es abrirse a la luz, al amor y a la muerte.

(1967, 431).

 

Galopan en estos versos unos caballos blancos, en cromatismo semejante al de El Arcángel, que arrastran a las mujeres al goce amoroso durante la noche y más allá de las claridades del amanecer para finar en comunión con los amantes en un cuadro donde la intensidad emocional y el ardor se dibuja por medio de la voz, arcángeles, y la mano o acción milagrosa, peces, de Dios posándose como quemadura sobre los laberintos y anarquías del Caos. Coincide desde este enfoque Carmen Conde con la concepción del caballo para los psicoanalistas como símbolo de los deseos incontrolados y exaltados, de los instintos y lo irracional (Cirlot, 1998, 117; Revilla, 1999, 83).

Por último, A este lado de la eternidad contiene un poema en el que se produce una identificación entre los miembros de la tríada pasión-caballo-ángel, donde el elemento final, el ángel,  deja de ser el segmento significativo de idealidad que hallamos en El Arcángel para asemejarse al sentido encauzado por el caballo: “El ardor se domó, caballo o ángel, / para en piedra tallar.” (1970, 60). Versos pertenecientes a la composición “Requiem por nosotros dos”, escrita a la muerte del marido de Carmen Conde, Antonio Oliver.

“Caballo y ángel, arcángel.” (1967, 222) es la conceptuación dual[2] que Conde estima en su Arcángel onírico. A este respecto señala Francisco Henares Díaz en su Manual de la Historia de la Literatura en Cartagena: “La visión del arcángel como “caballo y ángel” nos confirma en el soterrado erotismo. Es decir, cielo y tierra se ayuntan. Y esta visión, que por cierto es teológica para el profundo entendido, llena libros de la poetisa. El arcángel es la mitad de la luz que hay en nosotros.” (1988, 219). Corregimos la última afirmación para asegurar que es el ángel la mitad de la luz que hay en nosotros o, más bien, en algunos de nosotros y siempre en el Arcángel. Ángel es el verbo, de índole divina, escogido por Conde para encerrar sus aspiraciones, su gracia ansiada, la luz. Una pureza angelical semejante a otro concepto clave en la poética de Conde, a saber, la figura del héroe bello y fuerte. De ahí que más arriba matizáramos que el ángel no reside en todo mortal, sólo en los escogidos. Ese hombre-dios aparece perfectamente retratado en “Canto al hombre”, en el libro En un mundo de fugitivos. Éste es su ideal y el tipo nocional que referencia el término ángel como constructor de una cara del Arcángel:

 

                           

Cuando eres, como ahora, hermoso y fuerte, yo te amo.

                                   Cuando el viento se doblega para ti, cuando a la tierra

                                   tú la rindes, yo te amo. Yo te amo por osado,

                                   y te amo por heroico, por audaz y porque ofreces

                                   tu hermosura y tu valor. Por derramado.

                                   Firme tú sobre las nubes, navegando los espacios.

                                   Duro tú sobre las aguas, descollante tu estatura

                                   en lo azul del océano... Hombre joven que lo afrontas

                                   cual un elemento más, siendo tú el lazo

                                   de elementos de creación. Yo así te amo.

                                   (1967, 672)

 

El ángel es el impulso que promueve en la poetisa su “mejor yo”, el lado mágico y edénico que se abraza en el Arcángel a los arrebatos encabritados del caballo, las exaltadas apetencias carnales. A este ardor invita el ser celeste a la poetisa para que abra sus puertas y se entregue:

 

- Entra- dijo la autoridad del Arcángel.

Y el caballo reconoció a mi señor y se allegó turbado con sus ojos de adolescente pasmado por mi desnudez.

- Júntate a ella- ordenó la celeste jerarquía.

Y vino para mi espalda un jadeo de establos mágicos: me sorprendí entre largos cabellos que olían a heno fresco y a campanillas silvestres.

(1967, 221).

 

La ligazón entre la imagen del caballo y la del Arcángel se proclama ya en el reconocimiento de la divinidad por parte del animal. Posteriormente, el mismo Arcángel corregirá la declaración de amor de la poetisa hacia el caballo basándose en una identidad con el corcel: “Tienes amor por mí, que soy su par en las nubes.” (1967, 223). Incluso el olor desprendido por el caballo al rodear a la poetisa recuerda el de la aparición del Arcángel “[...] en un resplandor que olía a hierba soleada.” (1967, 219).

La magnitud del ofrecimiento del Arcángel a la poetisa para abandonarse al caballo la sobrecoge y termina por despertarla produciéndose un radical contraste entre el estado sublime y místico al que en breve accedería y la cotidiana, tediosa y lamentable realidad:

 

Me levantó, sierva suya, la orden del Arcángel. Vi en torno: mis vestidos oscuros, mi vaso de agua, el ampo de mi papel, la llamarada de mis brazos. Habitaba un mísero país de la tierra pobre; por ello me avergoncé del cielo.

(1967, 221).

 

Un amargo mundo cuya raigambre no se entierra tan sólo en la experiencia de la poetisa al contemplar la materialidad que la cerca sino en el testimonio del Arcángel: “-La realidad es un error del cielo. La realidad es el oprobio de la imaginación. Todo lo que pesa, gravita sobre el desorbitado; es la máxima injuria a mi gloria.” (1967, 223). Muy distanciado este parecer, sin duda, de la postura que en el cuento “El ángel” de Gabriel Miró sostiene otra alada entidad sublime que fue capaz de abandonar su gloria para permanecer en la maravilla, en el nuevo paraíso que para él constituía la Tierra, superior a los cielos divinos. El Arcángel no aboga por la morada de Dios pero sí por los espacios oníricos, por el refugio en el que Conde disfrutará de los placeres con que él la completará: “-Sueña, que yo cabalgaré tu noche.” (1967, 223). Convicciones que en la última sección del poema en prosa, y derivando la temática hacia el funcionamiento de los sueños en la poética de la cartagenera, serán matizados y finarán la narración en giro inesperado, si bien ahora inducen a un comportamiento absolutamente monopolizado y regido por una norma: “Sólo una ley cumple el día conmigo: esperar al arcángel.” (1967, 222). Esta apetencia por la fantasía redentora que proteja contra las crueldades y bajezas terrenas es resultado de una tendencia más profunda, en ocasiones relativizada e incluso contrariada por exaltaciones del medio natural, de aproximación a Dios como alma en abandono del cuerpo en el cementerio sobre el que se ha deambulado durante toda una vida, como puede verificarse en “Comienza la evasión”, incidiendo en un anhelo de espiritualidad donde los sufrimientos queden anulados en favor de un goce glorioso, circunstancia que hasta cierto punto aclara las preferencias de la poetisa por la imagen del ángel en tanto que es encarnación de todo un conjunto de valores trascendentes.

Mas el sueño puede quedar herido de muerte cuando su constructora adquiere plena conciencia de la verdadera naturaleza de éste, es decir, su inconsistencia frente al mundo que, aunque demoníaco, existe: “La tierra es mi rival. Tiene lo que yo no: realidad.” (1967, 225). Para vencer este desequilibro entitativo entre los enfrentados, Conde recurre a unas pretensiones demasiado altas y alejadas de su condición humana, dotar a sus sueños del mismo fundamento de la exterioridad, materializarlos, acto paralelo a otro semejante que en Los monólogos de la hija anuncia, mutar la realidad en sueño. Así se observa en los siguientes versos que van contrastando la ilusión de la poetisa con la verdad de los objetos tamizados:

 

                                    

Arroyos corren, arroyos

                                     sueltos por la madrugada!

                                               -Son caballos que caminan

                                               desde el campo, con su carga.

 

                                     El agua llegará hasta aquí.

                                     ¡Hasta la terraza, el agua!

                                               -Si te callaras oirías

                                               que son carros con cebada.

                                     (1967, 551).

 

El Arcángel, previo incitador a las sensualidades y maravillas de los sueños, corregirá a la poetisa y analiza la equivocación de su pensamiento e intenciones en un cambio de actitud que obtendrá su compensación correspondiente en una renovación de su interlocutora en su disposición ante el mundo: “-¡Ah, que entonces serás tú la sometida y tu país es el ensueño, ¿no adivinas tu fracaso al imponerle a él la esencia de ella?” (1967, 226). Los males se detienen. Asoma el brillo de la conciencia que desprende a la poetisa del Arcángel para hacerse del mundo, de la tierra, co-fundirse con ella en un misticismo pánico:

 

No queda de mi angustia ni una aguja de frío. El sol vacía mis venas y son sangre mía las hierbecillas microscópicas, las crías inocentes de las aves y todo lo que es arena donde los transeúntes del alba ponen su despertar.”

(1967, 226)

 

Esta desviación unitiva final, revelando así plenamente el Arcángel ese desconocido mensaje inicial, que no era sino la salvación de la caída, adviene, como ya hemos expuesto, de la liberación de la venda que amurallaba el ser de los sueños y la futilidad de leerlos en calidad de realidad, mas también del establecimiento de una virtud en medio del mundo, un paraíso, la única vía que, siendo real y no ensoñación, otorga la felicidad, los beneficios de la ilusión: el amor. Así se lo sugiere el Arcángel al reseñar que sólo un ser no seguiría a la poetisa en su sendero de falsificaciones: “...el solo ser para quien tu voz es viento de abril que trae pájaros en la siesta del día, tus labios olor y gusto de manzanas frescas, tu amor transcurso de agua a la que damos el pie desnudo mientras nos abrazamos al árbol firme de la orilla.” (1967, 225). De esta forma, el amor se va a erigir en la obra poética de Carmen Conde en el relevo de las ensoñaciones en el mundo, aunque nunca acabe por renunciar a éstas. Así lo confiesa en “Primer amor”: “¡Qué sorpresa tu cuerpo, qué inefable vehemencia! / Ser todo esto tuyo, poder gozar de todo / sin haberlo soñado, sin que nunca / un ligero esperar prometiera la dicha.” (1967, 268). Esta espera, que nos sugiere la ley que nuclearizaba el día de la poetisa en su andadura hacia la noche, fenece ante la permanencia del amor, la dádiva del Arcángel que renuncia a su conquista nocturna para levantar a su protegida en el mundo hasta hallarse ambos en la eternidad del más allá.

 

         BIBLIOGRAFÍA

Cirlot, Juan Eduardo, Diccionario de símbolos, Barcelona, Siruela, 1998.

Conde, Carmen, Obra poética (1929-1966), Madrid, Biblioteca Nueva, 1967.

-         A este lado de la eternidad, Madrid, Biblioteca Nueva, 1970.

-         Cancionero de la enamorada, Ávila, Institución del Gran Duque de Alba, 1971.

-         La noche oscura del cuerpo, Madrid, Biblioteca Nueva, 1980.

-         Desde nunca, Barcelona, Libros Río Nuevo, 1982.

-         Brocal y Poemas a María, Madrid, Biblioteca Nueva, 1984.

-         Mujer sin Edén, Madrid, Torremozas, 1985a.

-         Antología poética, Madrid, Austral, 1985b.

Díez de Revenga, De don Juan Manuel a Jorge Guillén: estudios literarios relacionados con Murcia, ii, Murcia, Academia Alfonso x el Sabio, 1982.

Granada, Fray Luis de, Introducción del Símbolo de la Fe, Madrid, Cátedra, 1989.

Henares Díaz, Francisco, Manual de la Historia de la Literatura en Cartagena, Cartagena, Ayuntamiento, 1988.

Menéndez y Pelayo, Marcelino, Historia de las ideas estéticas en España, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1940.

Palomo, María del Pilar, La poesía en el siglo xx (desde 1939), Madrid, Taurus, 1990.

Revilla, Federico, Diccionario de iconografía y simbología, Madrid, Cátedra, 1999.

Reyes, Alfonso, La experiencia literaria, Buenos Aires, 1969.

 

 

 



[1]          Otras obras destacadas en su aportación a las relaciones entre ángeles y humanos serían La révolte des anges de Anatole France o  The wonderful visit de H. G. Wells.

[2]          Esta pareja descriptiva es de larga tradición. En este sentido, ya fue empleada por Fray Luis de Granada en Introducción del Símbolo de la Fe con el objeto de definir el entramado interno del hombre. En todo ser humano yace un vector espiritual que sirve de estímulo para proclamar una similitud con los ángeles, pero la tierra también es otro de los constituyentes de los mortales. Esta mezcolanza de elementos tan dispares en el hombre la expresa Fray Luis a través del ángel y el caballo, estructurando al alma como “[…] una criatura que fuera juntamente ángel y caballo, pues nuestra ánima ejercita en nosotros los oficios destas dos tan diferentes criaturas, pues ella entiende como ángel, y come y engendra como caballo.” (1989, 411).