REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


 



IMAGEN PRIMERA DE ALMUDENA GRANDES. MEMORIA, ESCRITURA Y MUNDO
Miguel Ángel García
(Universidad de Granada)

 

Para Virginia,
lectora implícita de Almudena  

«Memorias de una niña gitana» es el prólogo con que Almudena Grandes encabeza su libro de cuentos Modelos de mujer (1996). De las breves páginas que lo componen se puede extraer una imagen primera de la autora, un autorretrato retrospectivo o una especie de fotografía de ayer, que además nos habla de los caminos insospechados por los que se llega a la literatura. Nos encontramos ante una semblanza, entre física y moral, que traza de sí misma la propia interesada. Y a la vez con un pequeño ensayo de poética narrativa, en el que se deja constancia de las relaciones entre memoria, identidad, escritura y mundo.

 

Enderezar el mundo

 


Las «Memorias» nos sitúan a una niña de diez años en el Madrid de los años setenta, y más en concreto en el barrio de la capital en que ha sucedido la mayor parte de los episodios de su vida y de sus libros; una niña que comienza a observar lo que hay alrededor y a saber por ejemplo, de la mano del padre y al pasar cada domingo junto a la última casa del poeta modernista, quién fue Manuel Machado: «Mi padre es poeta, y su padre también lo era, y por eso yo empecé muy pronto a fijarme en las placas de las calles y a aprenderme poemas de memoria». Claro que, como a continuación especifica, el motivo que se escondía tras la obligada visita de los domingos a la casa de los abuelos era más bien prosaico: su padre y su abuelo se reunían cada semana para ver el fútbol por televisión y todos los demás tenían que estar callados. Nada más prosaico, en efecto, pero de la misma prosa de la vida surgen muchas veces los mejores argumentos para la literatura. Hasta tal punto que Almudena Grandes no tiene empacho en reconocer que el fútbol la hizo escritora. La casa de su abuelo se hallaba enclavada en un barrio que podía confundirse con el escenario de muchas novelas madrileñas de Galdós (de nuevo literatura y vida se amalgaman en el ejercicio de la memoria); constituía asimismo un espacio compartido en el que era muy difícil imponer un silencio uniforme. De manera que las mujeres pasaban el rato que duraba el partido de fútbol alrededor de una mesa camilla, susurros y cotilleo, mientras que los niños eran desterrados al comedor y obligados a entretenerse con la boca cerrada, papel y lápices de colores: «En esas circunstancias comenzó mi carrera literaria».


      La evocación necesita algunas precisiones. No fue exactamente el fútbol lo que hizo narradora a Almudena Grandes. En realidad empezó a escribir porque nunca supo dibujar: «Y me aburría. Y me ponía tan pesada como cualquier niño que se aburre. Hasta que una tarde, alguien –mi madre, mi abuela, mi tía Charo, ya no lo recuerdo bien– me ofreció una solución que resultaría definitiva. Desde entonces, todos los domingos, invertía los noventa minutos del partido en escribir el cuento. Porque yo sólo tenía una historia que contar, yo escribía siempre el mismo cuento». Resulta  muy significativa esa imagen primera de la niña que se aburre y que se encarama sobre la ancha mesa de un comedor para escribir siempre el mismo cuento. Es una metáfora de la utilidad de la literatura, sobre todo en la sociedades modernas. Uno lee porque se aburre, porque la sombra del tedio es demasiado alargada. De alguna manera la ficción o las novelas nos rescatan del secuestro al que nos tiene sometidos la vida con sus insuficiencias.

      En varias ocasiones Almudena Grandes ha reconocido que quizás podría vivir sin la escritura, pero no sin la lectura: «Vivimos para contarlo. Leemos para vivir» (Mainer 2000). Se confiesa primero lectora y además advierte que escribe los libros que le gustaría leer. Sencillamente porque los libros son para ella vida de más, risa de más, llantos de más, son preguntas de más. Ha precisado, con Cervantes, que no hay libro malo que no tenga siempre algo bueno. Sin la lectura la vida se le habría convertido en un simulacro. No otra cosa descubrió con el regalo de una edición infantil de La Odisea que le hizo su abuelo paterno. Es algo que suele recordar cuando se le pregunta por el camino que le llevó a convertirse en escritora: al principio no le gustó demasiado ese regalo de primera comunión, pero no hubo de pasar mucho tiempo para que compartiera con Ulises todas las peripecias en las que se vio envuelto hasta regresar a Ítaca. Para entonces apreció que la literatura es esa especie de suplemento de vida para la gente que está viva y que quiere vivir más deprisa.


      No fue sin embargo la grandeza épica de Ulises ni fueron en primer término sus aventuras las que sedujeron a la niña. Tal y como ha señalado recientemente José-Carlos Mainer (2000): «Leemos aquello que la vida nos niega y, en el fondo de toda novela de aventuras, de las mejores de ellas cuando menos, están las semillas del desengaño o el resignado tránsito de la acción –que protagonizan los héroes– a la contemplación, que toca al narrador». Similar contemplación sustitutiva es la que toca al lector de aventuras. Bien pudo Almudena Grandes leer La Odisea como una «novela de aventuras» (de Hegel a Lukács la novela se ha interpretado como una suerte de vida ulterior de la epopeya), aunque lo que le llama la atención de Ulises es otra cosa: la normalidad que oculta el origen de todas sus hazañas. Únicamente es un hombre que quiere regresar a su casa. Por eso resulta un héroe conmovedor cuando comienza a matar a todos los pretendientes de Penélope. Lo que conmueve a Almudena Grandes del personaje de Ulises es que se venga de su destino, de sus penurias, de su dolor acumulado, en una hazaña tan pobre y sencilla como volver a casa. Es lo que podríamos llamar un «héroe normal», porque venga a todos los que alguna vez han estado solos, a todos los que han sido tratados injustamente, a todos los que alguna vez no han podido volver a casa. Esta temprana lectura normalizadora del héroe  resulta básica por varias razones: la literatura tiene que ver, sobre todo, con la vida; normalmente la vida no está habitada por héroes, sino por seres normales; de todo ello deriva una primera lección de cosas que aún perdura en la forma que la autora tiene de acercar sus historias a los «lectores normales».


      La impresión que experimentó la niña es que de algún modo Ulises la estaba vengando a ella. ¿Vengando de qué? Para responder a esta pregunta quizás haya que volver a ese único cuento  que la niña escribía en la casa de los abuelos. Un mismo relato con diferentes versiones semanales, siempre escrito en tercera persona, «aunque hablaba de mí más, y más explícitamente, que ningún otro texto que haya llegado a escribir después». No era, en realidad, sino el relato imaginario de su propia vida, la novela posible de su vida, una ficción autobiográfica. Nada de todo ello resulta casual porque sus novelas o sus cuentos posteriores también indagarán, aunque menos explícitamente en efecto, en las relaciones entre autobiografía y ficción. En una reciente entrevista se le preguntaba por lo que de biográfico pudiera haber en Malena es un nombre de tango (1994): «Creo que toda ficción es  autobiográfica del mismo modo que toda autobiografía es ficción, aunque el término ‘autobiográfico’ para un escritor tenga un sentido diferente al que se le atribuye en el lenguaje coloquial, puesto que hace referencia a todo lo que contiene la memoria, y ésta encierra mucho más que la vida vivida por uno mismo» (Añover 2000-2001).  El argumento del relato se resume en que una niña burguesa, tras ser perdida por su niñera en un parque, era recogida por una gitana y criada en un circo; unos años después, de vuelta a la misma ciudad, se reencontraba con su verdadera madre, que la adoptaba y la reintegraba a su hogar. La protagonista del cuento es a partir de entonces atormentada por su nueva familia con la idea de que no es hija de su madre, hasta que, felizmente, ésta descubría que la niña gitana no podía ser sino la hija que perdió años antes.


      En realidad es algo que han escuchado muchos niños a los que había que escarmentar: no ser hijos de sus propios padres, sino de unos desconocidos. Por encima de las bromas bienintencionadas o de la más o menos amable coacción sentimental, el problema es tan serio que Freud lo analizó al abordar la «novela familiar» del neurótico.  El niño obtiene su identidad al reflejarse en el espejo de sus padres, la instancia más inmediata. La pesadilla radica en no ser reconocido por los demás, que en esa coyuntura biológica comienzan por la propia familia, por los padres y los hermanos (o los criados, como en el cuento de esta niña burguesa) y que introducen el signo inquietante de la otredad. No extraña que la protagonista del cuento se despidiera del lector, tras ser reconocida, «dando cortes de manga a diestro y siniestro, en dirección a cada uno de los habitantes de su casa». Nos interesan, con todo, las consecuencias que ello tuvo en la conformación de la propia identidad a través de la escritura. Lo ponen de relieve estas «Memorias de una niña gitana»: «Los inocentes recodos de esta historia de ida y vuelta encierran el sentido de mi propio viaje hacia la escritura. Entre todas las imágenes que guardo de mi infancia, ninguna me conmueve tanto como la aplicación de esa niña muy gorda y muy morena, demasiado morena –nueve, diez, once años vividos bajo el gratuito terror de haber sido efectivamente recogida por caridad de unos gitanos–, mientras se afana en silencio sobre una gran mesa de comedor, quieta y sola en la tarea de ajustar cuentas con el mundo. Lo primero que escribí fue un cuento, y la pasión –entre el miedo y la duda, la justicia y el amor– me llevó la mano. Porque yo no quería ser la primera de la clase, no pretendía la admiración de mis familiares, no buscaba elogios, ni ventajas, ni recompensas. Yo sólo aspiraba a ser la verdadera hija de mi madre, a dormir tranquila por las noches, a enderezar el mundo, y mi destino con él, de una buena vez y para siempre. Desde entonces, escribo para vivir, y la pasión sigue llevándome la mano –con frecuencia, hasta más de lo que yo quisiera–, pero apenas he acabado una docena de cuentos en todos estos años».


      Quedan perfectamente fijados en estas palabras el terror o el miedo a no ser quien hasta ahora se nos había dicho que éramos, a la metamorfosis (Kafka) en un otro extraño, a la pérdida de la propia identidad (una identidad prestada por los demás) y la consiguiente lucha angustiosa por recuperarla: «Yo sólo aspiraba a ser la verdadera hija de mi madre». La literatura sirve para decir «yo soy», o para decir «yo sé quien soy» como Don Quijote tras su primera salida desastrosa (J. C. Rodríguez 2003). Ésta es la venganza que urde contra los asedios de la vida y contra las dudas sobre la propia identidad. De aquí que la literatura se le convierta a esa niña en una necesidad vital, en viaje necesario: «Desde entonces, escribo para vivir». Con la escritura se logra ajustar cuentas con el mundo. Desde otro punto de vista lo ha puesto de relieve Mainer (2000) al  abordar las transferencias entre literatura y vida: «Las novelas surgen, como una suerte de proliferaciones casi patológicas de la fantasía, en los lugares previamente macerados por la insatisfacción o el desencanto». Con todo ello Almudena Grandes traza una hermosa parábola sobre el poder de la escritura. Un poder quijotesco, porque no es casual esa imagen de «enderezar el mundo» y ser los dueños de nuestro propio destino.

      La anécdota infantil de «Memorias de una niña gitana» no sólo nos ofrece una primera imagen física de Almudena Grandes (la niña gorda y demasiado morena, unos rasgos que no por azar van a ser recurrentes en varios de sus personajes). Nos brinda sobre todo una primera imagen moral  (la «niña enferma de identidad» que, gracias a  la escritura de la pasión y a la pasión de la escritura, comienza a arreglar cuentas con el mundo). La escritura le acaba aportando lo mismo que la lectura, lo que ella misma ha llamado la posibilidad de «vivir vidas apasionadas sin dejar de vivir la mía» (Añover 2000-2001). Sólo que la escritura le iba a permitir además «controlar las reglas del juego». Si ha seguido escribiendo después ha sido «para forzar al destino a ser más justo, para crear un mundo de ficción más justo y mejor que el mundo real». Ese cuento único, varias veces vuelto a escribir, no obedece a otro designio.


 

«Yo soy novelista»

 

La niña Almudena Grandes comienza por novelar su propia vida, por hablar de sí misma más explícitamente de lo que lo ha hecho después en sus libros. Objetiva su propia novela familiar hasta saldar cuentas con su identidad y con el mundo que la rodea. El aprendizaje es determinante porque a partir de entonces objetiva su memoria (dándole al concepto un sentido amplio, no autobiográfico, como apuntábamos) a través de la  ficción: «Digan lo que digan, estoy firmemente convencida de que la propia memoria es la única fuente posible de cualquier ficción. En ese sentido, al transportar las propias experiencias personales a un personaje de ficción, se completa un proceso muy parecido a la transferencia que persigue el psicoanálisis. La historia deja de ser sólo propia y pasa a ser sobre todo del personaje, y esa distancia permite analizarla con una objetividad y un detalle que antes son impensables. A partir de ahí, sólo hay que sacar conclusiones» (Añover 2000-2001). El proceso que aquí se describe es idéntico al que desde luego cumplió con la escritura incesante de su primer cuento (Shakespeare dijo en alguna ocasión que todo autor se emplea siempre en escribir la misma historia).


      La objetivación del yo, de sus experiencias personales y de su memoria, la posibilidad de decir «yo soy» se consigue por medio de la escritura. Por eso no deja de ser significativo que la autora reconozca que los siete relatos reunidos en Modelos de mujer fueron escritos entre 1989 (el año en que se dio a conocer con Las edades de Lulú) y 1995, «aproximadamente el mismo periodo de tiempo que he necesitado para comprender que soy novelista». Decir «yo soy» en el caso de Almudena Grandes ha pasado por decir –como un inevitable recuerdo de ese primer «yo soy la verdadera hija de mi madre» gracias a la escritura– «yo soy novelista». Indudablemente en ese reconocimiento como novelista, en esa nueva adquisición de una identidad propia, tuvo que ver demasiado el enorme éxito (de doble filo) que le granjeó su primera novela tras obtener el XI Premio de Literatura Erótica «La Sonrisa Vertical». Fue, como ha puesto de relieve la crítica, todo un «fenómeno sociológico», contra el que incluso la autora se vio obligada a combatir para afirmar su vocación literaria: «Lo que Almudena Grandes demuestra con su segunda novela, y para la autora era necesario hacerlo, es que no pensaba dormirse en los vaporosos laureles de su grandísimo éxito comercial y que era una autora ambiciosa con un proyecto narrativo serio y riguroso» (Valls 2003).

      La segunda novela de Almudena Grandes, Te llamaré Viernes (1991), representa en efecto un paso decisivo en la conquista, no ya diríamos que de una voz propia, sino fundamentalmente de un «yo soy escritora». No se trata de nuevo de buscar la admiración de los demás, recompensas, elogios, ni ventajas; lo que la autora busca con esta nueva obra es su identidad vitalmente necesaria como novelista. Es algo que confiesa en el prólogo a Modelos de mujer y que está por encima incluso de decir «yo soy mujer» a través de la propia escritura: «Y apenas consigo perdonarme la dosis de pusilanimidad que encierra mi segunda novela –en la que escogí deliberadamente un punto de vista masculino sólo para demostrar que mi vocación literaria era firme–,  cuando recuerdo el monstruoso esfuerzo que me exigió escribirla. Estoy segura de que la próxima vez que elija escribir desde la voz de un hombre tendré mejores motivos para hacerlo». Equivocadamente pensó que para demostrar su «yo soy novelista» tenía que adoptar un punto de vista masculino.


      Todo esto no era sino una consecuencia de la ideología literaria imperante, por supuesto, aunque asimismo (y es algo que no podemos perder de vista) del valor que le otorgaba la autora en esa coyuntura clave de su trayectoria a su identidad de novelista por encima de su identidad de mujer (sin ser ésta una cualidad minimizada o borrada mediante una voz travestida de hombre a lo Fernán Caballero). Inevitablemente derivamos así hacia la difícil cuestión de la escritura y del género. En su análisis de la ficción actual desde la mujer Navajas (1996a) ha señalado que la autonomía del estudio de la literatura femenina queda justificada por la especificidad de una estética dentro de la cual se inserta epistemológica y metodológicamente la novela femenina: «Hay una distintividad del discurso femenino en general que afecta a la naturaleza del texto escrito por mujeres y que hace, además, que la textualidad femenina ocupe un emplazamiento especial dentro del paradigma de la literatura en general». Seguidamente vamos a ver que Almudena Grandes no puede estar más en desacuerdo con este tipo de planteamientos. Navajas argumenta que incluso en los textos que se conciben a sí mismos como neutros con respecto al género sexual «el factor genérico opera activamente en el texto, confiriéndole una naturaleza distintiva». Más aún: una estética femenina implica en primer lugar una «percepción diferencial del mundo». De manera que, por ejemplo, en la protagonista de Las edades de Lulú podría observarse una «nueva percepción erótica»: «Por su parte, Almudena Grandes problematiza la naturaleza de las relaciones eróticas, en las que la pasividad voluntaria o forzosa del participante femenino, evidente sobre todo en el texto pornográfico, se transforma en la asunción de la iniciativa por una narradora, también en primera persona, que de ese modo asume el predominio de la narración y el intercambio sexual».



      La perspectiva genérico-sexual, concluye Navajas, «produce la especificidad estética, el elemento diferenciador con relación a formas convencionales vinculadas con una perspectiva humanista de raigambre masculina». Tal vez no le falte razón al crítico en esa interpretación de los roles sexuales por lo que hace a  Las edades de Lulú, pero Almudena Grandes ha cuestionado con claridad esa naturaleza distintiva de la literatura escrita por mujeres y esa percepción diferencial del mundo al subrayar el carácter tipológico y el juego de palabras que encierra un título como Modelos de mujer: «Pero como en el mundo literario prevalece un principio de discriminación sexual que obliga a las escritoras a pronunciarse a cada paso acerca del género de los personajes de sus libros, mientras que los escritores se ven privilegiada y envidiablemente libres de hacerlo, me gustaría aclarar, de una vez por todas, que –al igual que no reconozco una literatura de autores madrileños, una literatura de autores altos o una literatura de autores con el pelo negro, categorías que, de momento, nunca me han amenazado, a pesar de que una madrileña alta y morena puede llegar a tener una visión del mundo muy distinta a la que se haya construido, por ejemplo, una sevillana bajita y rubia– creo que no existe en absoluto ninguna clase de literatura femenina, y, precisamente por eso, todas las protagonistas de estos cuentos son mujeres». Se deduce de todo ello que la autora no comparte la visión diferencial de la literatura escrita por mujeres. Lo cual no significa que no denuncie la discriminación sexual que existe en el mundo de la literatura o que no ponga de relieve los mecanismos de funcionamiento de la ideología literaria dominante, que por supuesto reserva su espacio a las mujeres. Merece la pena citar otra vez sus palabras por extenso: «Si me parece intolerable la tendencia de una buena parte de las mujeres que escriben a instalarse en una especie de menoridad pretendidamente congénita –géneros menores, argumentos menores, personajes de rango menor, ambiciones menores–, mucho más desolador resulta comprobar cómo, de un tiempo a esta parte, cuando cierto tipo de escritoras se propone hacer ‘gran literatura de todos los tiempos’ –el entrecomillado pretende sugerir lo estúpido de tal propósito formulado a priori–, escogen sistemáticamente un protagonista masculino, como si el género del personaje pudiera determinar la universalidad de la obra cuando la autora es una mujer, o como si escribir desde un punto de vista femenino fuera sospechoso de por sí. En mi opinión, este tipo de actitudes son las que justifican la división de la literatura en dos géneros que, lamentablemente, no son el masculino y el femenino –lo que, en definitiva, vendría a resultar una tontería inofensiva–, sino la literatura, a secas, y la literatura femenina. Yo, desde luego, creo que las comillas sólo pueden colocarlas los lectores, y procuro escribir desde mi memoria, que contempla mi género tanto como mis terrores infantiles, la aversión que me inspiran las coles de Bruselas y una incontrolable multitud de cosas más».

 

Los límites de la memoria son los límites de la escritura

 


«Memorias de una niña gitana» constituye, como decíamos, un breve ensayo de poética narrativa y las palabras transcritas anteriormente sirven para comprobarlo. La memoria asume el género, de la misma manera que asume la aversión por las coles de Bruselas, los terrores infantiles o tantas otras cosas más, incluso las no vividas por uno mismo. Hay en este prólogo a Modelos de mujer unas palabras decisivas a este respecto: «Nunca he aspirado a conquistar un vastísimo universo literario. Al contrario, prefiero permanecer en un mundo pequeño, personal, cuyas fronteras vienen a coincidir con los precisos límites de mi memoria, y dirigir mi mirada a rincones tan conocidos que nunca terminan de sorprenderme». Los límites de la memoria son los límites del mundo y de la escritura. No existe una escritura femenina, tampoco masculina, sino una escritura que tiene como única fuente a la memoria.  De suerte que adoptar un punto de vista femenino deja de ser sospechoso de por sí. Es lo que comprendió la autora tras escribir con un penoso esfuerzo Te llamaré Viernes. Los personajes de Almudena Grandes suelen ser mujeres porque escribir es mirar el mundo y lo más natural es mirarlo con ojos propios. El hecho de elegir personajes femeninos es tan normal como que los hombres suelan escoger personajes masculinos. Por lo demás es lógico situarse en el mundo que cada uno o cada una conoce. La «diferencia»  radica en los pliegues de la memoria o la forma de convertirlos en ficción y no en una supuesta naturaleza  distintiva. No es cuestión de diferencia o de igualdad, sino de identidad y de identidad a través de la escritura. Ni es cuestión de decir «yo soy una mujer que escribe» sino «yo soy novelista». No hay literatura masculina y literatura femenina, o peor aún, literatura a secas y literatura femenina. Hay sólo literatura. No por escribir acerca de mujeres cambian las reglas del juego.


      El género es una coordenada más. La literatura también tiene edad, nacionalidad y una infinidad de atributos. Han sido varias las ocasiones en que la autora ha puntualizado que en la memoria (a la que considera, como hemos visto, el único soporte del que dispone el escritor para crear mundos de ficción) las experiencias, las fantasías y los sueños, las pesadillas incluso de un ser humano conviven en caótica armonía para hacerlo diferente de los demás seres humanos. En tanto que forma parte de los atributos de la memoria, el género ayuda a definir una persona. Pero los seres humanos somos un conjunto casi inabarcable de atributos. Que para un hombre y para una mujer no sean iguales ciertos detalles del mundo no significa ni mucho menos que todos los hombres y todas las mujeres reaccionen de la misma forma ante ellos. Y sobre todo no faculta para dividir el mundo por la mitad. Para Almudena Grandes es posible que la realidad no sea la misma para un hombre y para una mujer, pero la diferencia es mayor cuando la miran una mujer rica o un hombre rico que cuando la miran una mujer pobre o un hombre pobre. El género sería, en definitiva, un «accidente» porque hombres y mujeres se parecen muchísimo.


      A la pregunta de si hay un pensamiento propiamente femenino y otro masculino, o si es el mismo para los dos géneros ha respondido lo siguiente: «Creo que existe solamente un mundo, y una sola realidad, que cada uno de nosotros contempla desde una posición única e intransferible, en función de las heridas, y de los premios, con los que la vida nos haya marcado. Desde este punto de vista, es cierto que el mundo no es lo mismo para una mujer que para un hombre, pero el margen de esa diferencia no me parece tan significativo como para sostener la existencia de dos mundos, dos realidades, dos pensamientos distintos. Porque el mundo tampoco es lo mismo para un rico –de cualquier género– y para un pobre, ni es igual para una persona enferma y para una persona sana, ni para un guapo y un feo, un alto y un bajo, un gordo y un delgado, un español y un nigeriano, etcétera. Pero mi afirmación va más allá de un ejemplo tan radical de que es posible que una mujer se identifique absolutamente con el universo creado por un hombre y se sienta absolutamente ajena al universo creado por otra mujer, incluso en el mismo ámbito cultural. Le pondré un ejemplo literario. Para mí, Marguerite Duras es tan extraña como si fuera marciana. No he sentido jamás las cosas que ella describe en sus libros, no he pensado jamás las ideas que desarrollan, no he amado jamás con una piel ni remotamente parecida a la que recubre a sus protagonistas, no la entiendo en absoluto, me aburre, me aturde y me desconcierta por completo. Sin embargo, es una mujer, es occidental y es escritora, o sea, que en teoría tiene muchísimo que ver conmigo» (Añover 2000-2001).


      La conclusión es que el género tiene importancia, pero no tanta como para dividir en dos grandes grupos el pensamiento humano. Hablar de un pensamiento femenino ha llevado a una parte considerable de la crítica y la teoría literarias a «convertir la literatura ‘femenina’ en subgénero, todo lo políticamente correcto, interesante y admirable que se quiera, pero siempre al margen de la ‘Gran Literatura de Todos los Tiempos’. Yo estoy empeñada en sostener exactamente lo contrario, esto es, que el canon literario es masculino por tradición, y no por necesidad». Claro que la lucidez contundente de estos planteamientos no está reñida con la disección milimétrica de  esa presunta menoridad de la que hablábamos antes y del papel de objeto sublime, o todo lo más de sujeto literario sensible, que el orden patriarcal asigna tradicionalmente a las mujeres: «La estrategia más feliz, más sutil y más feroz al mismo tiempo, del machismo secular, consiste en sacar a las mujeres por arriba, es decir, afirmar que son seres angelicales, tan puros, tan superiores, que no merecen  vivir en este mundo de bajezas y puñaladas. En este sentido, yo siempre reivindico mi vocación de convertirme en un ser inferior, es decir, afirmo que soy capaz de disfrutar del sexo sin amor, que rechazo la intuición en favor del razonamiento, que soy considerablemente agresiva y no tan sensible, y hasta que quiero morirme de un infarto, porque en los últimos tiempos los periódicos se han llenado de informes que advierten que desde que las mujeres tienen responsabilidades laborales se mueren antes, y de las mismas enfermedades que los hombres directivos. Basta reflexionar un poco para comprender que la supuesta superioridad que concede a las mujeres esta línea de pensamiento desemboca necesariamente con su reclusión en la cocina, donde muy bien pueden intuir a Dios fregando los platos, y ser muy sensibles pasando la fregona. Y sin embargo, muchas mujeres están encantadas con que se piense tan bien de ellas».

      También en la escritura, añade, ocurre algo parecido: «El sistema acepta sin problemas a las escritoras que se ciñen al reducidísimo espacio que se ha previsto  tradicionalmente para ellas. Es tradicional, por ejemplo, que las mujeres escriban poesía lírica –muy, muy lírica– o novelas cortitas, intimistas y sin complicaciones, una voz femenina en primera persona que mira la calle desde el lado de la ventana que da a su hogar y se pregunta cómo será el mundo de los hombres, entre puntada y puntada. Muchas mujeres han aceptado gozosamente ese espacio y escriben hasta con un estilo específico, lleno de diminutivos, de camisones con encajes, y de cursilerías de todo género, que algunos críticos interpretan como el no va más de la sensibilidad y/o feminidad. Otras aceptan las reglas del juego de otra manera, y buscan protagonistas masculinos, muy serios, abrumados y circunspectos, para demostrar que tienen ambición literaria. Es otra manera de pasar por el aro. Yo, creo que es evidente, rechazo ambas posturas por igual» (Añover 2000-2001).


      Sin tapujos Almudena Grandes afirma que nunca ha entendido muy bien qué significa exactamente eso de «ser mujer» y que fue precisamente esta perplejidad la que le impulsó a escribir Malena es un nombre de tango. Rechaza con rotundidad la existencia de una identidad femenina colectiva, «ese extendidísimo concepto de fraternidad que parece vincular a todas las mujeres del mundo entre sí». O lo que es lo mismo, se niega a aceptar que todos los hombres son iguales y todos enemigos, ya que «muchas veces, la idea del mundo que tiene un hombre puede llegar a ser idéntica a la propia, y la de una mujer, estar exactamente en las antípodas de ambas». No se considera feminista en el sentido estricto del término. Es mujer, ahora bien, y tan ambiciosa como cualquier hombre. Si se trata de discutir la igualdad, desde luego  que se reconoce feminista, pero no siente la necesidad de parapetarse continuamente tras ese adjetivo. En paralelo con una de las divisas de la lógica postmoderna, al feminismo le ha opuesto las mismas reservas que mantiene frente  a los sistemas de pensamiento que buscan una explicación totalizadora del mundo: «La doctrina feminista me interesa poco, porque creo que en los últimos tiempos ha desembocado en el mismo error que arruinó hace años al pensamiento marxista. En mi opinión, una ideología, por muy justa, legítima y pertinente que resulte, nunca debe ser asumida como una ciencia, un método capaz de explicar el mundo, porque tal posición implicará necesariamente la distorsión de un montón de realidades objetivas –los seres humanos somos excesivamente complejos para cualquier aspirante a creador de sistemas absolutos–, que serán deformadas a cualquier precio para que encajen en la casilla correspondiente de la cuadrícula prevista, y para eso, ya tenemos bastante con el dogma católico, sin ir más lejos. Yo siempre he pensado que la capacidad de dudar sobre todo lo que nos rodea es uno de los ingredientes indispensables de la inteligencia» (Añover 2000-2001).


      La identidad que se logra mediante la memoria y la escritura, la posibilidad de decir «yo soy novelista» se sobrepone, en resumidas cuentas, al imperativo de decir «soy mujer», aunque una y otra cosa vayan indisolublemente ligadas. La individualización no viene dada a priori por el hecho de ser mujer, de pertenecer a una identidad colectiva. Incluso por encima de esa identidad de colectivo genérico está la búsqueda de una identidad histórica. Verónica Añover la interroga por las escritoras españolas que admira y Almudena Grandes destaca en primera instancia los nombres de Ana María Matute y de Carmen Martín Gaite. De esta última valora sobre todo su trabajo ensayístico, mientras que de la primera habla en estos términos: «Admiro sobre todo a Ana María Matute, que me enseñó, cuando era jovencita, que una mujer puede escribir con la misma ambición que cualquier hombre. Creo que es una de los grandes narradores de la literatura española del siglo XX, sin distinción de géneros. Su novela Los hijos muertos es uno de los libros que más me impresionaron cuando, como todos los adolescentes de mi generación, tuve que descubrir en qué país vivía, de qué raíces provenía, y cómo podría haber sido todo si Franco no hubiera ganado la guerra. Para nosotros, la búsqueda de esa identidad nacional era absolutamente prioritaria, y en mi caso, desde luego, mucho más trascendental que una indagación en mi identidad femenina». La «niña enferma de identidad» que escribía cada domingo el mismo cuento para decirse a sí misma que era la verdadera hija de su madre se perfila detrás de la adolescente que estima oportuno indagar en su identidad histórica y colectiva mucho antes que en su identidad femenina.

 

Novela y compromiso

 


Esta imagen primera de Almudena Grandes, esta primera impresión, resulta básica para hacernos una idea de su «fondo sentimental» como escritora. José-Carlos Mainer (2000) ha reflexionado sobre esa expresión acuñada por Baroja para referirse al sedimento que forma la personalidad del escritor, en el que fermentan sus buenos y malos instintos, sus recuerdos, sus éxitos, sus fracasos: «Ése es el meollo de la cuestión: todo novelista habla de una emoción que, aquí o allá, le ha producido el encuentro con una realidad que pide ser novelada; una vocación irreprimible le ha llevado a ofrecerse de mediador entre aquella conmoción y unos lectores potenciales y presuntamente cómplices de sus sentimientos. Pero debe prohibirse a sí mismo el sentimentalismo facilón y debe contar su historia con la probidad del testigo emocionado, más que con la facundia del que se lo sabe todo. De eso trata el ‘fondo sentimental del escritor’ que es, a la vez que un patrimonio afectivo, una delegación de la sensibilidad de sus contemporáneos».


      La idea resulta también pertinente para el caso de Almudena Grandes. Ese fondo sentimental no tiene que ver con el sentimentalismo llorón, o con la sensibilidad supuestamente biológica que la ideología literaria ha reservado desde siempre a las mujeres, sino con la sentimentalidad de la propia memoria y con una vocación literaria que, en efecto, busca cómplices en los lectores. Por eso ha confesado que de entrada escribe para ella, para la lectora que es, dado que si no es capaz de conmoverse y de emocionarse a sí misma, difícilmente podrá convencer a nadie. Y como lectora le pide sobre todo a un libro que la emocione, que la conmueva, que revuelva algo dentro de ella y la lleve a pensar que su vida va a ser distinta después de leerlo: «En este sentido, los libros que no me afectan no me interesan. Cuando escribo, intento complacer únicamente a la lectora que soy, es decir, escribir un libro que no haya leído antes pero me hubiera gustado leer. Por lo tanto, el destino al que yo aspiro para mis libros es, como decía Stendhal –tal vez no muy exactamente, porque cito de memoria– que atraviese el corazón de, al menos, un solo lector» (Añover 2000-2001). Masculino o femenino da igual, porque se trata de que ese lector sea cómplice. El mismo Mainer ha señalado, desde un punto de vista cercano a la sociología de la lectura, que las promociones por debajo de los cuarenta años (y de preferencia, mujeres) son los sustentáculos del auge de la series de novela actuales: lo saben muy bien los directores literarios de Alfaguara, Anagrama, Debate, Seix Barral o Tusquets. Almudena Grandes también sabe que en España los lectores de literatura en general son mujeres en una proporción abrumadora. En cualquier caso, es consciente de tener muchos más lectores varones de lo que pudiera parecer: «Por la relación que tengo con la gente en la Feria del Libro y lugares por el estilo, me he dado cuenta de que muchas veces los hombres acaban leyendo un libro mío que ha comprado, y leído primero, su pareja» (Añover 2000-2001).

      Los lectores son para la autora el premio más importante en la carrera de un escritor. La edad de los mismos, como su sexo, no importa demasiado salvo para la confección de estadísticas. Tiene la enorme satisfacción, aun así, de que su novela Malena es un nombre de tango haya tenido una enorme aceptación entre los jóvenes. Ha confesado que son los lectores en el fondo los que le dan la pauta de por dónde tienen que ir sus obras. No se equivoca Fernando Valls (2003) cuando apunta que no sólo viene logrando una obra ambiciosa y de calidad «sino que también ha sabido conectar con los lectores, en géneros tan distintos como el cuento, el artículo y la novela».  


      La vocación irreprimible de la que habla Mainer, y que lleva al novelista a erigirse en mediador entre la conmoción ante la realidad que pide ser novelada y la complicidad de los lectores, se acompaña del compromiso ético con la escritura. A decir de Almudena Grandes la gran literatura se nutre sobre todo de autores que se han comprometido vitalmente con sus libros, que han arriesgado su propia vida en ellos. Sin olvidar que la escritura implica un oficio que hay que aprender, una disciplina en la que debe perseverarse (la autora lo comprobó tras finalizar sus estudios de Geografía e Historia y comenzar a trabajar escribiendo textos de lo más variopinto por encargo de una editorial). A la vez comprometerse con la escritura exige simultáneamente comprometerse con la realidad. De aquí que haya recalcado cómo la novela, al igual que ocurrió con la consagración del género en el siglo XIX, sigue siendo un instrumento excelente para enseñar a pensar y reflexionar sobre el mundo. Y ello a pesar de que constate que vivimos tiempos de descrédito de la ficción. Las razones de este descrédito son claras para la autora: la literatura era en el siglo XIX, el siglo de la novela, una de las pocas puertas de salida hacia lo maravilloso y estaba al alcance de una parte considerable de la población. Hoy se escribe en cambio para una minoría porque hay otras puertas, los mundos virtuales, con los que apenas se puede combatir. La importancia social de la literatura decrece, aunque paradójicamente se eleve la calidad de los lectores.


      El compromiso ético con la realidad se traduce lógicamente en una posición política progresista que, si no es tratada abiertamente en sus novelas, ha sido puesta de relieve una y otra vez en sus colaboraciones radiofónicas, en diversas entrevistas y otras manifestaciones públicas. Optimista y vital por naturaleza (su marido, el poeta Luis García Montero, ha comentado en alguna ocasión que «Almudena es la vida»), no deja de lanzar por ello una mirada negativa y crítica sobre la realidad española de los últimos años. A su juicio España se ha ido transformando en un país trivial, profundamente desmemoriado y profundamente indiferente al resto del mundo. Al presente los españoles se han convertido en nuevos ricos y no otra sería la auténtica vocación de este país. El rápido desarrollo económico que ha conocido España ha hecho que se desprenda de un complejo de inferioridad secular. La prosperidad económica y el desarrollo tecnológico que vivimos en la actualidad, en vez de provocar situaciones de mayor exigencia y solidaridad con el resto del mundo, ha producido un individualismo egoísta muy acentuado. Todo lo cual, concluye, ha influido para que prosperen propuestas políticas que inciden en la libertad y no tanto en la igualdad de los ciudadanos. No por casualidad la economía tiene tanta importancia en la política española de hoy en día, hasta tal punto que la política es prácticamente economía.

      El análisis crítico de las circunstancias por las que atraviesa España se extiende al papel que cumplen los intelectuales y a la práctica del compromiso. Si hubo un tiempo en que éstos tenían un peso efectivo sobre la opinión pública y eso les hacía ser respetados por el poder, hoy, en opinión de Almudena Grandes, al poder los intelectuales ya no le preocupan tanto. Una pérdida de peso real que desde luego tiene que ver con el descrédito paralelo de la política, de la literatura y del pensamiento. En una intervención pública sobre «El poder de la escritura» (Madrid, abril de 2001) se preguntaba por la posibilidad, y hasta por la oportunidad y la necesidad, de escribir literatura comprometida en la actualidad. Pero comenzaba por aclarar que el concepto de compromiso ha cambiado definitivamente. La ligazón de dos conceptos como los de literatura y compromiso nos lleva a pensar, antes o después, en la literatura de combate que practicaron durante los años 30 del siglo XX los grandes escritores europeos en defensa de su ideología política revolucionaria. Las condiciones que hicieron posible una poesía de signo panfletario han sido desplazadas por unos nuevos tiempos, un nuevo espacio y unas nuevas exigencias históricas.


      Que ya no se pueda escribir una literatura de combate, venía a señalar la autora, no significa renunciar a una literatura que refleje un compromiso personal con el mundo, en la medida en que escribir es siempre una toma de posición y una reflexión moral sobre la realidad. El escritor dispone de muchos caminos diferentes para alertar al lector sobre una situación determinada. La novela social o revolucionaria intentaba galvanizar la conciencia de los lectores con apelaciones directas que buscaban la eficacia. Hay, sin embargo, otras maneras de sacudir la conciencia de los lectores; por ejemplo, añadía, la descripción de un personaje, de un detalle concreto de su vida o de su forma de mirar el mundo puede ser tan significativa y tan eficaz a la hora de hacer un llamamiento al lector, o más incluso, que un grito agónico. La escritura cuenta con un poder revolucionario (o contrarrevolucionario) porque, en definitiva, la literatura sigue siendo una «grandísima creadora de mitologías». Incluso terminaba diciendo que, sin haberla perdido nunca, había rebrotado en ella cierta fe en el poder de la escritura, ya que cualquier cosa que una escriba con honestidad y con fe en lo que cree puede servir a cualquier lector en cualquier parte del mundo.


      En realidad la ausencia de la política es un rasgo general que afecta a la novela española de la democracia. Jordi Gracia (1998) se ha referido por extenso a la falta de sustancia ideológica, política e incluso crítica que se echa de ver en nuestra narrativa última, al descrédito de un discurso que se aventuraba a denunciar o reflexionar con distancia sobre determinados aspectos sociales o del poder, públicos, sencillamente porque se han ido imponiendo las «formas privadas y sentimentales de la nueva realidad española». El nuevo novelista prefiere «motivaciones de naturaleza privada o sentimental, tocadas por la musa moral y desentendidas de compromisos de carácter colectivo». Dos años antes, en 1996, ya había recalcado que entre las esferas temáticas más frecuentadas por la novela española del nuevo fin de siglo no figuraban la articulación de una conciencia crítica y ofensiva, la petición de cuentas ideológicas o el reparo moral a formas de conducta pública (Gracia 1996).

      Este mismo diagnóstico fue adelantado unos años antes por otros observadores atentos. En 1991 Francisco Rico analizaba la «literatura de la libertad» en España, después de la desaparición de la censura, para constatar que la mayor parte del león se la llevaba, frente al compromiso social, el ámbito de la intimidad: «El general repliegue de la sociedad hacia la vida privada concuerda con esos planteamientos, y el mercado los apoya y los aprovecha. En pocas palabras: la nueva literatura española es más personal y menos literaria. O, si se quiere, más significativamente personal y menos convencionalmente literaria» (Rico 1991).  En consonancia con todo ello Rico detectaba un acercamiento o un mutuo trasvase entre poesía y novela: los poemas han ido ganando sustancia narrativa, cotidianidad, lenguaje coloquial, mientras que las novelas crecen en intimidad, afectos y poder de convicción individual. La literatura reciente privilegia «ese momento y ese lugar en que la realidad y los otros suscitan por fuerza una respuesta personal e intransferible, cuando está en juego el significado particular, para cada uno, de situaciones y experiencias que no tienen por qué ser particulares». Sin llegar a confundir los temas de la nueva literatura con sus argumentos, apreciaba además que tras el andamiaje argumental podía percibirse un núcleo temático consistente en la «conciencia que filtra contextos, peripecias, testimonios, y resuelve en experiencia personal las grandes abstracciones».


      Poco antes el profesor Mainer había pulsado los signos de eclecticismo postmoderno en la literatura española. La lógica de la postmodernidad se había traducido asimismo en un «rebajamiento de los grandes empeños artísticos»; ya no se escribían novelas sino «ficciones»; el ensayo había dejado paso a la «reflexión»; ya no se representaban dramas sino que se planteaban «propuestas escénicas». La divisa de lo light se había adoptado como un «comodín universal» de nuestro tiempo: «Pero, a cambio, se ha producido por otro lado un regreso generalizado a formas artísticas muy explícitas y directamente emotivas, como si los sentimientos se rescataran del pudor que los había encubierto: la pasión por lo light tiene el singular anverso de la pasión... por la misma pasión» (Mainer 1990). Ese rescate de los sentimientos, de la sentimentalidad (por utilizar la expresión que antes introducíamos) obedecía a lo que Mainer llamaba la «refundamentación» de un ámbito privado a costa de otros valores: «Murió de consunción la trascendencia social de la literatura en los años finales de los sesenta y la enterró, como es sabido, la entronización de una estética neoparnasiana. Nacida de ésta, sobrevino una literatura obsesionada por sí misma, en permanente trance metaliterario, donde el sujeto enunciador vivía bajo continua amenaza de desposesión. El regreso de ese sujeto ha llegado por la vía de sus sentimientos, por la necesidad de afirmarse como conciencia feliz y como explorador de sus propias posibilidades sentimentales [...]. A la reprivatización de la vida económica –que ha concluido con el mito del estado benefactor y ha exaltado la iniciativa individual– ha de corresponder una reprivatización de la literatura» (Mainer 1990).

 

La realidad y los universales del sentimiento

 


La manera que tiene Almudena Grandes de asumir las relaciones entre literatura y compromiso, o más aún, el núcleo de su modo de producción narrativo, de su forma de entender la novela, se ajusta de entrada y sin mayores problemas a la reprivatización como marca de la literatura española reciente. Podríamos decir que la épica de lo público ha dejado paso a la épica privada de la cotidianidad. Bien es verdad, de todos modos, que Rico (2003) ha visto una característica consustancial a toda la novela moderna en este reflejo de lo cotidiano, mientras que la literatura estuvo casi siempre determinada por una vocación ficcional, entendiendo por ficción lo opuesto a la realidad: «Verista o fantástica, histórica o contemporánea, seria o ligera, de personaje o de género, la ficción moderna, contra una teoría y una práctica milenarias, parece haber asumido para siempre la cotidianidad como aire que respira». Pero la clave de la nueva situación de la que hablamos está en esa dimensión épica que reviste, desde parecidas exigencias a las de la novela realista, una existencia privada, normal o cotidiana.


      También Ricardo Senabre (1995) echaba de menos en gran parte de las obras narrativas aparecidas en los últimos años el «sello de la historicidad», la atracción por el presente y por los problemas de hoy y apuntaba como causa de este desplazamiento la irrupción del periodismo libre en la información diaria: la Prensa se habría hecho cargo de lo que antes eran las funciones de la novela. Más tajante, Gracia (1998) ha resaltado la «exclusión más o menos profiláctica de lo desestabilizador», el resabio de la literatura reciente, que elude el panfleto y la crónica rasa de la sociedad en tanto que «ha visto ya demasiadas veces el fantasma de la mediocridad aliado a la política como material narrativo». De alguna manera se ha llegado a pensar que el tratamiento abierto de las temáticas sociales o políticas compromete la ambición literaria. Y así se ha estimado más pertinente dar cuenta de la dimensión íntima o personal del fracaso, la desilusión o el abandono de los ideales, lo que se ha llamado la «cultura del desencanto».  La «hipersensibilidad hacia el discurso aguafiestas e ideologizado», reforzada por la lectura optimista del mundo que nos ofrecen los paraísos consumistas de la sociedad de mercado, ha conducido a que la conciencia política militante se considere hoy de «mal gusto» en las letras. Todo ello no sería sino un síntoma de la normalización literaria (y social, política, ideológica) que ha traído la democracia. Por otra parte la falta de sustancia política se hallaría relacionada, como también sugiere Gracia, con la cercanía de un fantasma, el de la novela social, vinculado con el franquismo y la resistencia. La novela actual estaría aún viviendo la «convalecencia de una resaca demasiado larga» (Gracia 1998).


      Por descontado el hecho de que una novela no aborde directamente los problemas sociales o políticos no significa en absoluto que no sea social o política. Nadie dudará a estas alturas, por ejemplo, que la falta de compromiso es un compromiso más. En el caso de Almudena Grandes, como hemos visto, el compromiso (personal) con la escritura va ligado a un compromiso con el mundo. La escritura siempre implica un ética, que es en primer lugar una ética del oficio. En su penúltima novela, Los aires difíciles (2002), aparece como en las anteriores la política, pero de una forma más sutil, lo que la convierte en opinión de la autora en más política y contundente. El personaje de Sara Gómez, cuyo padre fue condenado a muerte después de la Guerra Civil, es un ejemplo de las otras víctimas que pagaron las consecuencias del conflicto en su destino. La sensación de inadaptación perpetua que sufre tiene que ver con ese conflicto, aunque no lo viviera en persona. En consecuencia Almudena Grandes escribe sobre la Guerra Civil pero de otra manera, lejos de los relatos heroicos, atendiendo a la «normalidad» cotidiana y a la dimensión privada de los personajes. Todo ello desde la convicción de que los efectos de aquel conflicto tienen que ver con lo que ha pasado en este país y con lo que ocurre ahora mismo, con la vida consuetudinaria, con la configuración de la España reciente, pues la guerra mató en todos los órdenes de la vida.

      El anterior es sólo un ejemplo de cómo los contextos (históricos en este caso) son filtrados y al tiempo privatizados por una sentimentalidad particular. O dicho de otra manera, un ejemplo de cómo las experiencias que no tienen por qué ser particulares (no lo fue desde luego la guerra) adquieren un significado particular. En la narrativa de Almudena Grandes la memoria es el artefacto que se encarga de esa privatización. Memoria y comunicación privada de experiencias van unidas. El repliegue hacia los sentimientos y la privacidad contrasta con el objetivismo del llamado «neorrealismo» y con la destrucción del discurso convencional que abanderó el experimentalismo. No es éste sin embargo un invento reciente, como ha indicado Juan Rodríguez (1998), pues ya en la novela moderna del fin de siglo (Baroja o Azorín) se aprecia una tendencia semejante como reacción contra el modelo narrativo realista/naturalista. La diferencia es que en aquellas novelas la memoria jugaba todavía un papel muy secundario. Desde mediados de los años setenta se va atenuando la disolución del yo característica de la novela experimental en favor de una recomposición del sujeto a través de la memoria. El recuerdo contribuye a la búsqueda de la propia identidad (Rodríguez 1998).


      Paralelamente se asiste desde hace unos años a lo que ha dado en llamarse el regreso de la narratividad. Ya hemos visto con Rico que se produce «una recuperación de la pertinencia personal de la escritura y de la lectura, gracias al retorno a los universales de la literatura, frente a las precarias modas de la literariedad». La nueva literatura no pretende llamar la atención sobre sí misma, sobre su originalidad e innovación. Frente a las complicaciones técnicas y formales de la novela experimental, los narradores respetan los patrones del género y consideran que el encanto de un relato reside en la trama y en el interés de los personajes: «Pues las armas de siempre vuelven a esgrimirse ahora sin rubores, por voluntad libérrima del escritor y para conquistar al lector, no tras penosos rodeos, haciéndole pasar antes por la adhesión a unas consignas estéticas o ideológicas, sino directamente por la fuerza del texto, con el disfrute personal de quien se siente a gusto con unas páginas que en última instancia han de decirle: De te fabula narratur, aquí se habla de ti» (Rico 1991). Igualmente Senabre (1995) advierte que la búsqueda en muchos casos del lector a cualquier precio –determinada también por las leyes de la oferta y la demanda del mercado editorial: Bértolo (1996) habla de la destrucción del público y su transformación en mera suma de consumidores de lecturas– ha conducido a rehuir historias o técnicas narrativas de difícil aceptación. Esto explica el declive de las corrientes experimentales y la evolución de sus más tenaces cultivadores «hacia modelos narrativos de corte tradicional, que sirven de vehículos, por lo común, a historias de un marcado intimismo».


      Coincidiendo con esta forma de ver las cosas Jordi Gracia (2000) destaca la fecunda conexión que los narradores últimos han logrado con su público, la «atracción centrípeta por la intimidad como consuelo de excursiones realistas de más riesgo» y hasta el «abuso del sentimiento como solución literaria y absolutoria de los conflictos humanos». Por su parte Sanz Villanueva (1996) ya había descrito anteriormente las nuevas condiciones que  rodeaban al «archipiélago de la ficción»: la postmodernidad se ha empeñado en quitarle a la novela la capacidad de reconocimiento de la dimensión conflictiva del mundo, optando por un relato poco perturbador, ligero, ensimismado; la reconciliación del público con sus escritores ha originado una aguda mercantilización; la apoteosis de lo privado ha conducido al autobiografismo de pequeñas peripecias o impresiones, al fragmento, a la falta de historias, argumentos bien trabados y personajes memorables, complejos. De suerte que Sanz Villanueva señalaba  la quiebra del viejo modelo realista. Con todo, a juicio de Joan Oleza (1994 y 1996) han vuelto a suscitarse al filo del nuevo milenio las posibilidades de una poética realista, tanto en poesía como en novela. El interés renovado por la exploración novelesca de la realidad da lugar a nuevas formas (postmodernas) de realismo.


      Claro que ahora se trataría de un realismo basado en «la voluntad de representar la realidad desde el punto de vista y la voz de un personaje determinado, la plena restitución de un designio de mímesis –relativa, subjetiva, personalizada–, así como la decisión de reconducir la novela hacia la vida, obligándola a rectificar aquella otra dirección según la cual la novela es un orbe autosuficiente y clausurado de ficción» (Oleza 1994). No en vano, añade Oleza, el «modo perceptivo» que se impone viene determinado por la «evocación y recreación de la memoria». De lo que se trata con ello es de «recobrar para la novela la fascinación por los relatos». Bajo los signos de esta nueva poética realista se busca intervenir en el debate sobre la postmodernidad (las supuestas muertes de la historia y del sujeto, la crisis de los credos sistemáticos y de la referencialidad) rescatando y subrayando otra vez la importancia del sentido y los significados. A lo que estaríamos asistiendo en la novela española más reciente es, en definitiva, a una superación de la postmodernidad (Navajas 1996b; Holloway 1999; Gracia 2000) y sus vectores fundamentales: la inestabilidad del sentido, la relativización de la historia como presente continuo, la discrecionalidad significativa. No es sino en este magma ideológico donde se aprecia el regreso a formas más convencionales de narratividad. Por eso, entre otras razones, los nuevos nombres de la novela española optan por la continuidad con los autores en quienes reconocen a sus maestros antes que por rupturas u hostilidades generacionales (Gracia 2000).

      Almudena Grandes comparte la conveniencia de ese regreso a la narratividad cuando mantiene que, a la hora de escribir una novela, lo primero que hace falta es tener una historia que contar. Y después es la historia la que ayuda al novelista a encontrar el camino para contarla. De su amigo Joaquín Sabina ha reconocido admirar, y hasta envidiar, su capacidad para edificar una historia completa en los tres minutos que dura una canción. Pero también aprecia en un disco de Sabina como  Dímelo en la calle su acierto al pintar «autorretratos al portador», al inventar emociones para todos que cada uno interpreta y acaricia como sólo suyas. Cuando piensa así nos está situando ante la importancia de arrancar, para darle curso narrativo, de ese «fondo sentimental» al que nos referíamos antes. Un fondo sentimental que conduce al lector a identificarse con él porque al fin y al cabo habla de sus preocupaciones y de sus experiencias. La idea de hacer autorretratos al portador también resulta decisiva en este caso. Si por algo destaca la autora es por saber contar historias, por saber envolver al lector en la atmósfera de la narración y atraparlo en una sucesión de imágenes y de palabras desde el comienzo hasta el final de la novela.


      De «torrencialidad sentimental y evocativa» habla Jordi Gracia (2000) a propósito de Almudena Grandes. Quizá sea esta torrencialidad, que en efecto cuenta con los puntales básicos de la memoria y los sentimientos, la que la impulsa a admirar la síntesis narrativa de las canciones de Sabina y la que ha hecho a la crítica afirmar (es algo que la propia autora reconoce en «Memorias de una niña gitana») que las breves dimensiones del cuento se le quedan estrechas: «Me parece que las dimensiones, el acelerado ritmo y la tensión propia del cuento se le quedan cortas a la autora y da la sensación de que es una distancia en la que no se desenvuelve con comodidad, que le falta espacio –libertad– para lo que quiere y necesita contar» (Valls 2003).

 

Novelas necesarias

 


Indudablemente la novela como género se caracteriza por eso, por la dialéctica incesante entre la necesidad de contar y la libertad para hacerlo. Hasta hoy la trayectoria narrativa de Almudena Grandes se ha ido conformando con novelas necesarias en las que la libertad para narrar sólo parece haberse atenido a las relaciones entre memoria, escritura y mundo sentimental. Esto, que vale para toda su obra, es particularmente cierto para sus primeras cuatro novelas: Las edades de Lúlú (1989), Te llamaré viernes (1991), Malena es un nombre de tango (1994) y Atlas de geografía humana (1998). Valga como paréntesis que todas ellas, como las dos que han venido después, fueron publicadas por la editorial barcelonesa Tusquets. Interesa tener en cuenta este último dato porque sin duda ha tenido repercusiones a la hora de ir delineando su carrera literaria. La propia autora ha señalado que prefiere mantener una relación «a la antigua» con sus editores, lejos de las presiones del mercado que normalmente recaen sobre un autor de éxito. Sus editores no le hacen publicidad por televisión, no le montan auténticas giras de promoción, pero a cambio no la agobian con los plazos de las entregas ni le marcan nunca lo que tiene que escribir. Y ésta sería otra de las razones por las que sus novelas son necesarias, esto es, obedecen a la necesidad de ser escritas lo mismo que las historias que cuentan piden ser noveladas. Necesitaron ser escritas al margen de condicionamientos comerciales o publicitarios. No es Almudena Grandes una autora demasiado prolífica si se observan las secuencias temporales con las que se han ido sucediendo sus novelas.

      La primera novela necesaria fue Las edades de Lulú. Ya hemos hablado anteriormente de que, tras obtener con este libro el Premio «La Sonrisa Vertical», Almudena Grandes se convirtió en una autora de éxito, más sociológico que literario, y que a partir de entonces tuvo que luchar por dejar clara su vocación de novelista: «A ese público lector que le interesa la literatura, que observa con escepticismo creciente la publicidad, que tiende a desconfiar de las campañas de promoción y de las listas de éxitos, la autora le sonaba a ‘invento’ más que a literatura. Su primera novela ya había sido llevada al cine por Bigas Luna en 1990, con muy poca pericia, pues sólo resaltaba la sal gorda de la trama. La suma de todas estas circunstancias debió de llevar a la autora a pensar que si no quería que la encasillaran para siempre como escritora de literatura erótica tenía que escribir algo totalmente diferente, que tuviera un indiscutible valor literario» (Valls 2003).


      Pero insistimos en el carácter necesario de esa primera novela. La autora ha confesado, con la perspectiva del tiempo, no haberse arrepentido nunca de haberla escrito. Siente mucha gratitud por aquel primer libro, ya que hizo por ella lo que pocos libros han hecho por sus autores. Las edades de Lulú le sigue pareciendo un buen libro, el mejor que podía haber escrito cuando lo hizo. Por algo, tras desconcertar bastante al público lector en 1989, ha comenzado últimamente a ser revisado y revalorizado por la crítica. La siguiente novela, Te llamaré Viernes, tuvo que pagar por el éxito de su hermana mayor y tal vez fue injustamente tratada, aunque volvió a desconcertar porque no repitió el modelo de Lulú. Y Malena es un nombre de tango fue, a decir de la narradora, el libro que la consagró literariamente, el primero de los suyos que advertía con claridad de cuáles eran sus intenciones. En cierto modo rompió para siempre el maleficio que perseguía a Almudena Grandes como autora de Las edades de Lulú. También arriesgaba con esta novela, convencida de que la obligación del escritor es desconcertar y sacar los pies del tiesto. Malena  parecía un obra excesiva, que mezclaba géneros, muy larga, y sin embargo sedujo a muchos lectores desde el principio, dando así la razón a la autora, que durante mucho tiempo fue la única que creyó en el libro.

      Por su parte Atlas de geografía humana cierra lo que la propia Almudena Grandes ha considerado una tetralogía (compuesta por novelas testimoniales y con pinceladas autobiográficas). Nuevamente es una novela muy distinta de la anterior, a pesar de mantener un indudable aire de familia con las precedentes.  Malena es una novela de formación de un personaje y a la vez una saga familiar, lo que introduce un juego de espejos generacionales a través de los que la protagonista va madurando y avanzando por el mundo. Es una novela escrita en primera persona, en la que se deja notar la voz de una mujer con rasgos de heroína, que está sola y lucha sola con el mundo. Las cuatro protagonistas de Atlas, que también narran sus vidas en primera persona, son por el contario mujeres atrapadas por un conflicto de la edad que es a la vez un conflicto de identidad.


      Ya con  Los aires difíciles (2002) la autora ha reconocido abrir otro ciclo. Tras escribir cuatro novelas muy parecidas entre sí, ya que abordan desde distintas perspectivas un mismo mundo (su país, su ciudad, los conflictos sexuales, sentimentales, ideológicos y morales de su generación), Almudena Grandes se enfrentó con el dilema de repetirse y entonces callarse o de hallar un nuevo registro desde el que seguir escribiendo. Los aires difíciles constituye el resultado de ese cambio de registro, el inicio de una segunda etapa, como suele definirla la autora. Es un libro con el que, según ella misma reconoce, ha madurado como escritora. Madurar para ella consiste en escribir libros en que las virtudes se vean y las limitaciones se disimulen y en conseguir que resulten cada vez más parecidos a lo que quería hacer desde el principio. En este sentido confiesa que es la primera vez que al terminar un libro ha tenido la impresión de que era la novela que quería escribir. Nos equivocaríamos, sin embargo, al pensar que Los aires trae una ruptura tajante con todo lo anterior: la atmósfera de la novela es nueva, quizá sea la novela de Almudena Grandes de más intensa ficción, se distancia bastante de su vida real en cuanto al perfil de los personajes y los conflictos que se plantean. La acción se desarrolla en el presente y la historia es narrada en tercera persona. Con  todo, es también una novela de la memoria y de la supervivencia, y en eso se parece a las anteriores, lo cual no deja de tranquilizar a su autora. Castillos de cartón (2004), su última novela hasta ahora, también le concede una importancia básica a la memoria, ya que vuelve al Madrid de los años ochenta.

 

Caudal de evocaciones

 


Los años ochenta eran, asimismo, el presente sobre el que se volcaba Las edades de Lulú (1989). Sin renegar de esta primera obra, como hemos visto, porque la hizo escritora, Almudena Grandes tiene hoy la sensación de que no fue ella quien la escribió. Tantas vueltas ha dado (aparte de su adaptación cinematográfica ha sido traducida a más de una veintena de idiomas) que la autora casi se considera, ya pasado el tiempo, más la hija que la madre de Lulú. Pese al éxito de la novela, no estaba desde luego dispuesta a convertirse en la apóstol del erotismo español. Por eso procuró salvarse otra vez con la escritura. En realidad la autora había percibido desde el inicio las limitaciones y de consuno las posibilidades del género erótico, transgresor por definición a la vez que cultivado y consumido fundamentalmente por hombres.


      Muy consciente de la novedad que podía traer al género el punto de vista de una mujer, hilvanó una historia de amor que sirve como trasfondo al proceso de maduración de la protagonista, la Lulú cuyo nombre simboliza para nuestra tradición cultural la mujer independiente, si no «fatal». Las edades ha sido definida por la crítica (Gracia 2000) como una novela de iniciación (bildungsroman). Es lo que hace también Fernando Valls, para quien el título refleja la estructura de la obra, pues lo que narra en sustancia son las distintas «edades» de Lulú según un proceso que la conduce por los caminos de la iniciación, la perversión y la perdición en los diversos mundos de la sexualidad (Valls 2003). Ya el jurado que galardonó la novela (compuesto, entre otros, por Luis García Berlanga, Juan Marsé y Juan García Hortelano) destacó que el libro indagaba en la sexualidad femenina y en la complejidad de las relaciones amorosas, que impulsa a transgredir los límites cuando no se quiere ver morir el deseo sexual. Pero la insaciable curiosidad de la protagonista en su ansia de placer acaba en un especie de descenso a los infiernos y en el reconocimiento de que las relaciones sexuales son también relaciones de poder. Para Valls el secreto de Las edades de Lulú estuvo en que fue una novela atrevida, escrita con frescura y espontaneidad. Y en el hecho de que resultó para los lectores que conocían el género una novela atípica: se narraba una historia de amor, carecía de antecedentes cercanos en nuestra tradición literaria y, lejos de optar por el onirismo, la acción transcurría en la realidad. Tal y como reconoce la propia autora, la novela se valora hoy sobre todo, lejos de las inevitables y directas lecturas autobiográficas que suscitó, «como una novela generacional, al reflejo de la educación sentimental de una generación concreta, que es la mía» (Añover 2000-2001).   

      Más necesaria aún para Almudena Grandes resultó Te llamaré Viernes (1991), la novela  con la que comenzó a dar muestras de su ambición literaria. La historia, organizada en torno a tres personajes, está narrada en tercera persona y desde la voz de un hombre (ya sabemos las razones). Desde el punto de vista técnico destaca la utilización del estilo indirecto libre y del relato yuxtapuesto, así como la agilidad y la frescura de los diálogos (Valls 2003). Más que con personajes nos topamos con antihéroes, solitarios en la isla de la ciudad moderna, cuyos ambientes son muy bien recreados por la autora. En ese espacio se produce el encuentro de Benito con Manuela, paralelo al de Robinsón con Viernes (valga como curiosidad que en 1988 Muñoz Molina publica  El Robinsón urbano, donde se da cabida a la perplejidad de una conciencia solitaria en la urbe moderna). Al margen del argumento en sí mismo, la novela aborda algunas temáticas sobre las que la autora había de volver una y otra vez: las relaciones interpersonales como relaciones de dominio o la fealdad como injusticia social.


      No deja de ser también curioso que Luis García Montero, como señala Valls, publicara en 1998 un libro de poemas titulado Completamente viernes: «Por detergentes y lavavajillas, / por libros ordenados y escobas en el suelo, / por los cristales limpios, por la mesa / sin papeles, libretas ni bolígrafos, / por los sillones sin periódicos, / quien se acerque a mi casa / puede encontrar un día / completamente viernes». En realidad el viernes es celebrado como el día en que se produce el encuentro de la pareja, separada hasta el fin de semana por obligaciones laborales. Pero el guiño del título es obvio. La complicidad con el poeta también ha sido subrayada por la propia Almudena Grandes. «La buena hija», el último cuento recogido en Modelos de mujer, va encabezado por esta dedicatoria: «A Luis García Montero, porque me ha regalado mucho más que una rima». Otro cuento del mismo libro, «El vocabulario de los balcones», es introducido con unos versos de Habitaciones separadas. Y más clarificadora resulta aún la dedicatoria de Atlas de geografía humana: «A Luis, que entró en mi vida y cambió el argumento de esta novela. Y el argumento de mi vida».


      Malena es un nombre de tango (1994) ha sido definida por su autora como «el más autobiográfico de todos mis libros, y concretamente en dos dimensiones: la compleja relación de Malena con el ‘hecho diferencial’ de ser mujer, que deriva de mi propia experiencia personal, y el carácter de su familia, que está tomado con bastante exactitud de mi propia familia» (Añover 2000-2001). A Valls (2003) le parece una de las novelas más atractivas de los últimos años, pues el ambicioso empeño que encierra pone en tela de juicio la idea postmoderna de que la ficción no puede mostrar ya una idea global del mundo: «Almudena Grandes no pretende explicar el mundo, pero sí aspira –con la ambición propia de la novela del XIX– a presentar, no ya la historia de la familia Alcántara sino, lo que me parece mucho más interesante, las transformaciones que ha sufrido la mujer en España a lo largo de estas últimas décadas, desde la República a nuestros días, y la aparición de un nuevo modelo de conducta, de una mujer nueva que –por primera vez, entre nosotros– lleva las riendas de su vida, decide qué va a hacer y cómo, toma decisiones sobre sus relaciones sexuales, elige con quién se quiere acostar, etc. Es, en resumen, una mujer que opta, que se equivoca, pero que sabe rectificar e intenta saber cuál es, cuál debe ser el rumbo de su vida». No extraña que la autora haya presentado a Malena como una española típica de su generación.

      Nos encontramos, como en el caso de Lulú, con una novela de aprendizaje. Malena, como Lulú, también ha sido llevada al cine por Gerardo Herrero. No obstante, para Jordi Gracia (2000): «Todo lo que en Las edades de Lulú era economía de medios y control narrativo se desató en Malena en forma de evocación caudalosa estrechamente guiada por la maduración sentimental –el desengaño, los modelos adultos, la conciencia de la diferencia, la aceptación de sí misma». En ese proceso de maduración y de aceptación de sí misma Malena tiene como modelos a su abuela Soledad y sobre todo a su tía Magda. Las tres representan los distintos estadios por los que ha pasado la mujer en la historia reciente de España: de la libertad de la República a la represión franquista y de ahí otra vez a la libertad de la democracia. Historia personal, historia familiar e historia de España quedan así interrelacionadas. Por supuesto, la novela busca  responder al «hecho diferencial» de ser mujer, pero defendiendo en última instancia que el género es una construcción cultural, no un hecho biológico a priori, y postulando, como veíamos más arriba, que sólo hay un mundo, un pensamiento y un sentimiento. En Malena ya encontramos los distintos modelos de mujer, la mujer fuerte y la mujer débil, y de aquí el contraste entre Malena y su hermana melliza Reina (Valls 2003), o entre hadas y brujas, como también se ha dicho (Redondo Goicoechea 1998).


      Más abiertamente se trata de esta cuestión en el libro de relatos Modelos de mujer (1996), que recoge siete cuentos publicados entre 1989 y 1995. No fueron concebidos y escritos, como indica la propia autora en el prólogo al volumen, con la expresa voluntad de integrarlos en un libro unitario, pero todos ellos están «íntimamente vinculados» a los temas y conflictos que inspiraron sus obras anteriores. Por ejemplo, las relaciones madre/hija, que son abordadas en cuentos como «Amor de madre» y «La buena hija», están ya apuntadas en Las edades de Lulú y tienen asimismo una importancia decisiva en Malena. Lo que singulariza a las protagonistas de estos cuentos, como bien señala Valls (2003), es «lo que las distingue del estereotipo femenino que muestra la publicidad o los medios de comunicación». No son, por lo general, mujeres agraciadas físicamente. Almudena Grandes ve con ojos críticos y hasta con indignación el hecho de que, tras tanto esfuerzo y lucha por la liberación de los papeles asignados secularmente al género femenino, las mujeres más admiradas hoy sean las top models, personas que se sacrifican para ser objetos. De aquí la contraposición que se lleva a cabo en «Modelos de mujer», el relato que con un juego de palabras presta su título al volumen, entre dos tipos de mujer: la  hermosa y artificial (Eva) y la  inteligente y espontánea (Lola), que al final termina triunfando sobre la primera. Son dos tipos de mujer que personifican la belleza (tonta) por un lado y la inteligencia (fea) por otro, a menudo consideradas irreconciliables desde la perspectiva masculina dominante.


      Tanto en «Modelos de mujer» como en «Malena, una vida hervida» asoman componentes «parcialmente autobiográficos» (la expresión aparece en el subtítulo de este último) que derivan en la negación del canon de belleza socialmente impuesto. La inadecuación física a ese modelo de belleza prestigiado por el mundo actual se traduce, en el caso de esta otra Malena, en el desajuste psicológico entre lo que se quiere ser y lo que en realidad se es. La represión de los apetitos en este personaje y el castigo constante de su corporalidad no tiene otra objetivo que la aceptación social y amorosa. Malena, en una solución hedonista y lúdica, acaba dando rienda suelta al placer de comer, que se superpone al placer sexual después de haber funcionado como sustitución de éste. Uno y otro placer son igualmente poderosos, como reza la cita de Pavese que se antepone al cuento: «Así, aquella mujer que dejó de comer para gustarle a un hombre, acaba engullendo a otro por lujuria» (Valls 2003). Mediante este argumento la autora promueve desde una posición combativa la aceptación de nuestras cualidades físicas y denuncia con vigor las relaciones de poder (político, económico y sexual) que hoy construyen el arquetipo de belleza. Para lograr ese fin se sirve con frecuencia de la ironía, incluso de lo grotesco. Es lo que ocurre en el cuento «Amor de madre», que la autora define como un «pequeño esperpento» (una madre no se resigna a que su hija no forme parte de sus propiedades, de las cosas que puede manejar a su antojo y para eso la atiborra de pastillas). Sobre el fundamental papel de la ironía, dados los temas que trata, se ha pronunciado así: «Desde luego, la ironía es intencionada, y en mi opinión, desde Dickens y Galdós, se trata de un ingrediente esencial de cualquier escritura, puesto que la literatura siempre acaba siendo una mirada irónica sobre el mundo. Por otro lado, teniendo en cuenta que yo tiendo a complicarme la vida, y a escribir sobre temas ‘fuertes’ –la Familia, la Infancia, el Amor, el Abandono, la Soledad, el Deseo, y todo eso, así con mayúsculas–, que son precisamente los que la novela comparte con el melodrama, el folletín, y algunas versiones contemporáneas de estos géneros, como los culebrones televisivos y hasta la canción melódica, la ironía me resulta fundamental para distanciarme de cualquier exceso, y fijar con precisión mi voz narrativa» (Añover 2000-2001).


      Por lo que se refiere a Atlas de geografía humana (1998), el tema central es el paso del tiempo cuando comienza a pesar en la vida y entramos en crisis. Ha sido definida como una novela coral, con cuatro voces femeninas que se entrelazan y se individualizan (Valls 2003). Las protagonistas son cuatro mujeres de nuestros días (Rosa, Fran, Marisa y Ana) que han alcanzado la primera madurez y que preparan un atlas durante tres años para una editorial (al igual que Lola, la protagonista de «Modelos de mujer», y al igual que la autora antes de dedicarse a la literatura). A través de sus experiencias se despliega el mapa de los sentimientos humanos y en particular de un sector importante de las mujeres españolas de hoy en día: «Por la edad que tienen, recibieron una educación tradicional, han accedido al mundo del trabajo y gozan, por lo tanto, de independencia económica. Algunas de ellas se han casado, tienen hijos, y se debaten entre las ideas tradicionales que les inculcaron –que no las han hecho felices– y una manera distinta de vivir, más acorde con los tiempos, pero que tampoco acaba de satisfacerlas, por lo que sufren y tienen mala conciencia. Quizá porque no han logrado compaginar la relación con sus padres, con sus parejas y con sus hijos. En suma, no han conseguido articular las relaciones familiares y la independencia individual: ser hija, esposa y madre, sin dejar de ser persona» (Valls 2003). Las cuatro «forman un mosaico de formas de soledad, de modelos humanos en busca de unos objetivos satisfactorios de vida» y las cuatro abren su interior en el diván del escritor que, a modo de psicoanalista, las escucha en silencio (Alonso 1998). 


      Observadora atenta de las transformaciones de la sociedad española, Almudena Grandes ha manifestado que las mujeres contemporáneas – al menos las que han luchado por su independencia– viven en una contradicción perpetua. Y es la contradicción lo que las hace interesantes. Pagan un precio más alto por las cosas y en consecuencia están más inseguras de todo. Del libro se extrae así una visión más compleja y menos complaciente de lo que suele ser usual en una cierta literatura escrita por mujeres (Valls 2003). Y con ello, como hemos venido planteando, se cierra todo un ciclo testimonial en la obra de Almudena Grandes. Su voluntad de adoptar a partir de ahora un registro distinto, de escribir en tercera persona y de no implicarse en la historia narrada, analizándola desde fuera, dará lugar a una obra mayor dentro de su producción que vuelve por las sendas del realismo decimonónico y al tiempo restaura esos vastos frisos narrativos (Mainer 1990) que la crítica había venido echando en falta en la última novela española. Nos referimos a Los aires difíciles (2002).

 

El realismo singular

 


La génesis de esta quinta novela ha sido explicada por la autora, que dice partir siempre de imágenes.  Hace tiempo que veranea en Rota (Cádiz) y desde que llegó a ese lugar supo que algún día escribiría algo sobre los vientos, especialmente fuertes porque allí coinciden el Mediterráneo y el Atlántico. Eso hace que los gaditanos mantengan una relación especial, casi pagana, con el levante y el poniente, los aires que gobiernan su vida.  Hasta tal punto que le recordó la relación de los griegos clásicos con los dioses. Incluso apreció que la gente vivía instalada en una especie de fatalismo congénito y cultural, dado el carácter omnipotente de los vientos. La imagen le pareció muy literaria y creyó que encerraba un filón de realismo mágico, que aquel lugar era como el Macondo de García Márquez. No sólo pudo observar que la gente cambiaba de planes si sopla el levante; a la vez le llamó la atención que las casas no estuvieran rodeadas por una verja o por un seto, sino por muros compactos de considerable altura. Nada de lo que ocurre en su interior puede verse, ni desde la casa de al lado ni desde la calle. Pensó que esas casas eran escondites perfectos y empezó a considerar a qué clase de personajes escondería ella allí. Éste es el punto de partida de la novela. Por lo que hace al título, Romeo (2002) anota que procede de un verso de Manuel Altolaguirre; a la vez señala, quizá afinando demasiado, que El caballero de Olmedo de Lope de Vega ha dejado su huella en el apellido del protagonista masculino y en parte del argumento de la novela (dos hombres se enamoran de la misma mujer y uno de ellos muere de forma trágica).


      Los dos protagonistas son Sara Gómez y Juan Olmedo, otra vez dos personajes «normales», de carne y hueso, con un complejo pasado  a cuestas y caracterizados por la ambigüedad moral. A lo largo de la obra se despliega la lucha de estas dos vidas cruzadas por seguir sobreviviendo. Almudena Grandes vuelve a demostrar que su mejor baza narrativa radica en su capacidad fabuladora y en su maestría para crear caracteres complejos, en la estela de la gran novela del XIX. No en balde reconoce que es su obra más apegada al modelo tradicional. La novela de sofá, como ella misma la ha llamado, aún está muy viva y eso es lo que ha venido a mostrar con esta obra ambiciosa. Para Romeo Los aires difíciles tiene en el narrador omnisciente uno de sus mayores logros; nos encontramos ante una «novela por capas», que se construye a partir del recurso de la amplificatio y la repetición para iluminar toda la escena y mostrar cómo sucedieron realmente todos los hechos: «Para que estos círculos concéntricos de la historia funcionen con mayor contundencia, Almudena Grandes utiliza un registro lingüístico que insiste también en las repeticiones, y que va adquiriendo a medida que avanzan, hacia atrás y hacia delante, las historias de Juan, de Sara y de Maribel, un aspecto muy poético, como si la prosa se fuera ajustando al ciclo del viento, siempre igual y siempre diferente, a menudo refrescante y a veces enloquecedor» (Romeo 2002).

      La crítica ha valorado la ambición de la obra y ha entroncado Los aires difíciles con las formas del realismo decimonónico. Sanz Villanueva (2002) advierte que el sustrato tradicional que marca el fondo de la novela se vincula incluso con lo más discutible del modelo naturalista (el determinismo ambiental, dada la influencia que se le concede a las fuerzas de la naturaleza y a otros factores como la familia y el medio social de los personajes). No parece, aun así, que Almudena Grandes desconozca los nuevos resortes («postmodernos» los hemos llamado) desde los que acometer sin ingenuidad este homenaje al realismo. No es que el realismo constituya un estilo literario como cualquier otro; es que supone un artificio literario consciente más allá del desembarco indiscriminado y la mímesis directa de la realidad.  Es algo que ha puntualizado Mainer (2000) con agudeza: «Asociamos la novela a la idea de ‘realismo’ y merece la pena advertir algo que parecerá muy obvio; el realismo –la reproducción por medios lingüísticos de un lugar, proceso o comportamiento que el lector puede asociar a su experiencia personal– no es un mero contagio de la realidad en que nos movemos; responde a un esfuerzo del autor por traer esa realidad a capítulo e impregnarla de una intención en orden a la marcha global del relato. El realismo no es la consecuencia de que las novelas traten de mundos similares al nuestro: más bien, tratan de mundos similares a éste, o a éstos, los de sus lectores, para poder decir algo nuevo acerca de ellos, para convertir la realidad en signo literario».


      Por su parte Rico (1985) ha reflexionado sobre la gran paradoja (y la suprema fantasía) que animaba a la novela realista del XIX al buscar un relato desde ninguna parte, un lenguaje al margen de la subjetividad con vistas a rendir sin condiciones la realidad entera y verdadera: «El sometimiento de la ficción a las medidas de la experiencia más usual –una experiencia de trapillo, si se quiere– iba de la mano con la imposición de una quimera estupenda. La realidad se presentaba como nadie podía ni podrá asirla: la novela clásica, la novela realista del siglo XIX, la proponía, en efecto, no como percepción individual, sino como término de un inasequible conocimiento no subjetivo». Esta advertencia servirá para caer en la cuenta de que las nuevas formas de realismo, y esto vale para Los aires difíciles, participan más de esa percepción individualizada que del imposible conocimiento objetivo de la realidad, apoyado en el proyecto realista de la novela decimonónica por los paradigmas de la mentalidad positivista. Recordemos que, como las anteriores, ésta es también una novela de la memoria; y que los límites de la memoria coinciden siempre para la autora con los de un mundo pequeño y personal.  A su vez, que el realismo no sea la consecuencia de una transcripción directa de la realidad, que no sea un punto de partida, sino un resultado, un artificio literario tan consciente y difícil como otro de signo contrario, explica la lucha que mantiene la narradora con el lenguaje por hacer que sus diálogos suenen como naturales, su voluntad de acercar la lengua escrita al habla cotidiana (Valls 2003). Porque no se trata de remedar sin más nuestro lenguaje diario llevando coloquialismos y tonos conversacionales al texto sino, lo que es muy distinto, de comprender la dificultad que implica escribir con naturalidad y con las palabras de todo el mundo.


      Hoy por hoy Castillos de cartón (2004) es el último eslabón de la trayectoria narrativa de Almudena Grandes. La autora ha pretendido hacer lo que ella misma ha llamado un «ejercicio de metáforas calculadas», contraponiendo el páramo en que vivimos actualmente con el espíritu de los años ochenta, una época irrepetible, de libertad y creación, de la que apenas nos queda un pálido destello. Es el momento en que los jóvenes de su generación, Madrid y España tenían veinte años y por delante todo un horizonte intacto de posibilidades: «Ahora Madrid y España se parecen por igual y mucho más a la ciudad y el país donde pasó mi infancia que a los lugares donde sucedieron mi adolescencia y mi juventud» (López-Vega 2004). Pero Grandes se apresura a matizar que no es ésta una novela sobre la «movida». Así lo ha visto Jordi Gracia (2004) en su reseña de la novela, bajo una interpretación que privilegia el componente psicológico sobre el histórico: «No hay la menor motivación histórica porque no pretende ser metáfora de la movida ni del Madrid de 1984 sino lo que suele ser la ambición de Grandes como novelista: fabular el interior caliente de los personajes y sus modos de aprender a manejarse con los límites».


      Los protagonistas son ahora dos hombres y una mujer, estudiantes de Bellas Artes, que constituyen un trío amoroso (no tanto un triángulo, como matiza la autora) y se aventuran en el deseo de saber y de vivir, sin culpabilidad, con la libertad como soporte. A partir de aquí se abordan las relaciones de poder entre cada uno de los personajes, tanto en la dimensión sentimental como en la artística. Castillos de cartón se asemeja en este sentido a Las edades de Lúlú,  que «también exploraba el riesgo de la libertad, o sea, la plenitud de la libertad a través del sexo» (Gracia 2004). La novela se divide en cuatro partes: «Arte», «Sexo», «Amor» y «Muerte». De atenernos a los grandes temas de la literatura de todos los tiempos, según la autora, aún faltan la infancia y la memoria. Pero en su opinión una vida entera se puede resumir en esos cuatro puntos que recoge la obra y que obedecen al orden cronológico de la historia narrada (López-Vega 2004).

      La crítica ha quedado un tanto perpleja por la extensión mucho más reducida de Castillos de cartón, sobre todo al compararla con las tres últimas novelas, que «nos habían acostumbrado a esperar de su autora narraciones torrenciales de largas proporciones» (Basanta 2004). Inevitablemente, y quizás no haya sido lo mejor, esta novela se ha leído desde el «horizonte de expectativas» (en términos de la Estética de la Recepción) que había consolidado el ambicioso proyecto narrativo de Los aires difíciles.  Jordi Gracia participa de esta manera de ver las cosas cuando indica que las novelas de la autora «son del siglo XIX con descaro suntuoso de maneras y por eso ésta no parece casi de Almudena Grandes, pero sí lo es». La considera más bien el «esqueleto de una de sus novelas densas y agobiadas de matices, sentimentales y sensuales». Pero no le falta tampoco razón cuando a reglón seguido añade que «la escritora ha querido ensayar muy conscientemente las virtudes de la economía narrativa frente a sus probadísimas dotes para la expansión, la ramificación y amplificación de los sentires y las tramas» (Gracia 2004). Es lo que el lector de Almudena Grandes tiende a pensar de entrada, sobre todo si repara en su obligación confesada de arriesgar a cada paso, en la identificación con el novelista «monstruo» (Valls 2003) que da cuerpo con su imaginación y su escritura a la esencia de cualquier historia.


     Ha dicho, alguna vez, que no sabe dónde están los límites de su imaginación, quizás muy lejos todavía, porque la imaginación se alimenta a sí misma. Y que desde luego plantearse la posibilidad de crear desde la nada su propio mundo le pareció un gesto tan natural y tan inevitable como resultó para Alicia atravesar el espejo. Claro que completa de modo inigualable la imagen primera que aquí hemos trazado de ella cuando admite que los adjetivos son su casa y que los zeugmas, de tan dulces como saben, se le deshacen en la boca como un buñuelo de viento. 

 

 


 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

 

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