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«Memorias de
una niña gitana» es el prólogo con que Almudena Grandes encabeza su libro de
cuentos Modelos de mujer (1996). De las breves páginas que lo componen
se puede extraer una imagen primera de la autora, un autorretrato retrospectivo
o una especie de fotografía de ayer, que además nos habla de los caminos
insospechados por los que se llega a la literatura. Nos encontramos ante una
semblanza, entre física y moral, que traza de sí misma la propia interesada. Y
a la vez con un pequeño ensayo de poética narrativa, en el que se deja
constancia de las relaciones entre memoria, identidad, escritura y mundo.
Enderezar el
mundo
Las «Memorias»
nos sitúan a una niña de diez años en el Madrid de los años setenta, y más en
concreto en el barrio de la capital en que ha sucedido la mayor parte de los
episodios de su vida y de sus libros; una niña que comienza a observar lo que
hay alrededor y a saber por ejemplo, de la mano del padre y al pasar cada
domingo junto a la última casa del poeta modernista, quién fue Manuel Machado:
«Mi padre es poeta, y su padre también lo era, y por eso yo empecé muy pronto a
fijarme en las placas de las calles y a aprenderme poemas de memoria». Claro
que, como a continuación especifica, el motivo que se escondía tras la obligada
visita de los domingos a la casa de los abuelos era más bien prosaico: su padre
y su abuelo se reunían cada semana para ver el fútbol por televisión y todos
los demás tenían que estar callados. Nada más prosaico, en efecto, pero de la
misma prosa de la vida surgen muchas veces los mejores argumentos para
la literatura. Hasta tal punto que Almudena Grandes no tiene empacho en
reconocer que el fútbol la hizo escritora. La casa de su abuelo se hallaba
enclavada en un barrio que podía confundirse con el escenario de muchas novelas
madrileñas de Galdós (de nuevo literatura y vida se amalgaman en el ejercicio de
la memoria); constituía asimismo un espacio compartido en el que era muy
difícil imponer un silencio uniforme. De manera que las mujeres pasaban el rato
que duraba el partido de fútbol alrededor de una mesa camilla, susurros y
cotilleo, mientras que los niños eran desterrados al comedor y obligados a
entretenerse con la boca cerrada, papel y lápices de colores: «En esas
circunstancias comenzó mi carrera literaria».
La evocación necesita algunas
precisiones. No fue exactamente el fútbol lo que hizo narradora a Almudena
Grandes. En realidad empezó a escribir porque nunca supo dibujar: «Y me
aburría. Y me ponía tan pesada como cualquier niño que se aburre. Hasta que una
tarde, alguien –mi madre, mi abuela, mi tía Charo, ya no lo recuerdo bien– me
ofreció una solución que resultaría definitiva. Desde entonces, todos los
domingos, invertía los noventa minutos del partido en escribir el cuento.
Porque yo sólo tenía una historia que contar, yo escribía siempre el mismo
cuento». Resulta muy significativa esa
imagen primera de la niña que se aburre y que se encarama sobre la ancha mesa
de un comedor para escribir siempre el mismo cuento. Es una metáfora de la
utilidad de la literatura, sobre todo en la sociedades modernas. Uno lee porque
se aburre, porque la sombra del tedio es demasiado alargada. De alguna manera
la ficción o las novelas nos rescatan del secuestro al que nos tiene sometidos
la vida con sus insuficiencias.
En varias ocasiones Almudena Grandes ha
reconocido que quizás podría vivir sin la escritura, pero no sin la lectura:
«Vivimos para contarlo. Leemos para vivir» (Mainer 2000). Se confiesa primero
lectora y además advierte que escribe los libros que le gustaría leer.
Sencillamente porque los libros son para ella vida de más, risa de más, llantos
de más, son preguntas de más. Ha precisado, con Cervantes, que no hay libro
malo que no tenga siempre algo bueno. Sin la lectura la vida se le habría
convertido en un simulacro. No otra cosa descubrió con el regalo de una edición
infantil de La Odisea que le hizo su abuelo paterno. Es algo que suele
recordar cuando se le pregunta por el camino que le llevó a convertirse en
escritora: al principio no le gustó demasiado ese regalo de primera comunión,
pero no hubo de pasar mucho tiempo para que compartiera con Ulises todas las
peripecias en las que se vio envuelto hasta regresar a Ítaca. Para entonces
apreció que la literatura es esa especie de suplemento de vida para la gente
que está viva y que quiere vivir más deprisa.
No fue sin embargo la grandeza épica de
Ulises ni fueron en primer término sus aventuras las que sedujeron a la niña.
Tal y como ha señalado recientemente José-Carlos Mainer (2000): «Leemos aquello
que la vida nos niega y, en el fondo de toda novela de aventuras, de las mejores
de ellas cuando menos, están las semillas del desengaño o el resignado tránsito
de la acción –que protagonizan los héroes– a la contemplación, que toca al
narrador». Similar contemplación sustitutiva es la que toca al lector de
aventuras. Bien pudo Almudena Grandes leer La Odisea como una «novela de
aventuras» (de Hegel a Lukács la novela se ha interpretado como una suerte de
vida ulterior de la epopeya), aunque lo que le llama la atención de Ulises es
otra cosa: la normalidad que oculta el origen de todas sus hazañas. Únicamente
es un hombre que quiere regresar a su casa. Por eso resulta un héroe conmovedor
cuando comienza a matar a todos los pretendientes de Penélope. Lo que conmueve
a Almudena Grandes del personaje de Ulises es que se venga de su destino, de
sus penurias, de su dolor acumulado, en una hazaña tan pobre y sencilla como
volver a casa. Es lo que podríamos llamar un «héroe normal», porque venga a
todos los que alguna vez han estado solos, a todos los que han sido tratados
injustamente, a todos los que alguna vez no han podido volver a casa. Esta
temprana lectura normalizadora del héroe
resulta básica por varias razones: la literatura tiene que ver, sobre
todo, con la vida; normalmente la vida no está habitada por héroes, sino por
seres normales; de todo ello deriva una primera lección de cosas que aún
perdura en la forma que la autora tiene de acercar sus historias a los
«lectores normales».
La impresión que experimentó la niña es
que de algún modo Ulises la estaba vengando a ella. ¿Vengando de qué? Para
responder a esta pregunta quizás haya que volver a ese único cuento que la niña escribía en la casa de los
abuelos. Un mismo relato con diferentes versiones semanales, siempre escrito en
tercera persona, «aunque hablaba de mí más, y más explícitamente, que ningún
otro texto que haya llegado a escribir después». No era, en realidad, sino el
relato imaginario de su propia vida, la novela posible de su vida, una ficción
autobiográfica. Nada de todo ello resulta casual porque sus novelas o sus
cuentos posteriores también indagarán, aunque menos explícitamente en efecto,
en las relaciones entre autobiografía y ficción. En una reciente entrevista se
le preguntaba por lo que de biográfico pudiera haber en Malena es un nombre
de tango (1994): «Creo que toda ficción es
autobiográfica del mismo modo que toda autobiografía es ficción, aunque
el término ‘autobiográfico’ para un escritor tenga un sentido diferente al que
se le atribuye en el lenguaje coloquial, puesto que hace referencia a todo lo
que contiene la memoria, y ésta encierra mucho más que la vida vivida por uno
mismo» (Añover 2000-2001). El argumento
del relato se resume en que una niña burguesa, tras ser perdida por su niñera
en un parque, era recogida por una gitana y criada en un circo; unos años
después, de vuelta a la misma ciudad, se reencontraba con su verdadera madre,
que la adoptaba y la reintegraba a su hogar. La protagonista del cuento es a
partir de entonces atormentada por su nueva familia con la idea de que no es
hija de su madre, hasta que, felizmente, ésta descubría que la niña gitana no
podía ser sino la hija que perdió años antes.
En realidad es algo que han escuchado
muchos niños a los que había que escarmentar: no ser hijos de sus propios
padres, sino de unos desconocidos. Por encima de las bromas bienintencionadas o
de la más o menos amable coacción sentimental, el problema es tan serio que
Freud lo analizó al abordar la «novela familiar» del neurótico. El niño obtiene su identidad al reflejarse
en el espejo de sus padres, la instancia más inmediata. La pesadilla radica en
no ser reconocido por los demás, que en esa coyuntura biológica comienzan por
la propia familia, por los padres y los hermanos (o los criados, como en el
cuento de esta niña burguesa) y que introducen el signo inquietante de la
otredad. No extraña que la protagonista del cuento se despidiera del lector,
tras ser reconocida, «dando cortes de manga a diestro y siniestro, en dirección
a cada uno de los habitantes de su casa». Nos interesan, con todo, las
consecuencias que ello tuvo en la conformación de la propia identidad a través
de la escritura. Lo ponen de relieve estas «Memorias de una niña gitana»: «Los
inocentes recodos de esta historia de ida y vuelta encierran el sentido de mi
propio viaje hacia la escritura. Entre todas las imágenes que guardo de mi
infancia, ninguna me conmueve tanto como la aplicación de esa niña muy gorda y
muy morena, demasiado morena –nueve, diez, once años vividos bajo el gratuito
terror de haber sido efectivamente recogida por caridad de unos gitanos–,
mientras se afana en silencio sobre una gran mesa de comedor, quieta y sola en
la tarea de ajustar cuentas con el mundo. Lo primero que escribí fue un cuento,
y la pasión –entre el miedo y la duda, la justicia y el amor– me llevó la mano.
Porque yo no quería ser la primera de la clase, no pretendía la admiración de
mis familiares, no buscaba elogios, ni ventajas, ni recompensas. Yo sólo
aspiraba a ser la verdadera hija de mi madre, a dormir tranquila por las
noches, a enderezar el mundo, y mi destino con él, de una buena vez y para
siempre. Desde entonces, escribo para vivir, y la pasión sigue llevándome la
mano –con frecuencia, hasta más de lo que yo quisiera–, pero apenas he acabado
una docena de cuentos en todos estos años».
Quedan perfectamente fijados en estas
palabras el terror o el miedo a no ser quien hasta ahora se nos había dicho que
éramos, a la metamorfosis (Kafka) en un otro extraño, a la pérdida de la propia
identidad (una identidad prestada por los demás) y la consiguiente lucha
angustiosa por recuperarla: «Yo sólo aspiraba a ser la verdadera hija de mi
madre». La literatura sirve para decir «yo soy», o para decir «yo sé quien soy»
como Don Quijote tras su primera salida desastrosa (J. C. Rodríguez 2003). Ésta
es la venganza que urde contra los asedios de la vida y contra las dudas sobre
la propia identidad. De aquí que la literatura se le convierta a esa niña en
una necesidad vital, en viaje necesario: «Desde entonces, escribo para vivir».
Con la escritura se logra ajustar cuentas con el mundo. Desde otro punto de
vista lo ha puesto de relieve Mainer (2000) al
abordar las transferencias entre literatura y vida: «Las novelas surgen,
como una suerte de proliferaciones casi patológicas de la fantasía, en los
lugares previamente macerados por la insatisfacción o el desencanto». Con todo
ello Almudena Grandes traza una hermosa parábola sobre el poder de la
escritura. Un poder quijotesco, porque no es casual esa imagen de «enderezar el
mundo» y ser los dueños de nuestro propio destino.
La anécdota infantil de «Memorias de una
niña gitana» no sólo nos ofrece una primera imagen física de Almudena Grandes
(la niña gorda y demasiado morena, unos rasgos que no por azar van a ser
recurrentes en varios de sus personajes). Nos brinda sobre todo una primera
imagen moral (la «niña enferma de
identidad» que, gracias a la escritura
de la pasión y a la pasión de la escritura, comienza a arreglar cuentas con el
mundo). La escritura le acaba aportando lo mismo que la lectura, lo que ella
misma ha llamado la posibilidad de «vivir vidas apasionadas sin dejar de vivir
la mía» (Añover 2000-2001). Sólo que la escritura le iba a permitir además
«controlar las reglas del juego». Si ha seguido escribiendo después ha sido «para
forzar al destino a ser más justo, para crear un mundo de ficción más justo y
mejor que el mundo real». Ese cuento único, varias veces vuelto a escribir, no
obedece a otro designio.
«Yo soy
novelista»
La niña
Almudena Grandes comienza por novelar su propia vida, por hablar de sí misma
más explícitamente de lo que lo ha hecho después en sus libros. Objetiva su
propia novela familiar hasta saldar cuentas con su identidad y con el mundo que
la rodea. El aprendizaje es determinante porque a partir de entonces objetiva
su memoria (dándole al concepto un sentido amplio, no autobiográfico, como
apuntábamos) a través de la ficción:
«Digan lo que digan, estoy firmemente convencida de que la propia memoria es la
única fuente posible de cualquier ficción. En ese sentido, al transportar las
propias experiencias personales a un personaje de ficción, se completa un
proceso muy parecido a la transferencia que persigue el psicoanálisis. La
historia deja de ser sólo propia y pasa a ser sobre todo del personaje, y esa distancia
permite analizarla con una objetividad y un detalle que antes son impensables.
A partir de ahí, sólo hay que sacar conclusiones» (Añover 2000-2001). El
proceso que aquí se describe es idéntico al que desde luego cumplió con la
escritura incesante de su primer cuento (Shakespeare dijo en alguna ocasión que
todo autor se emplea siempre en escribir la misma historia).
La objetivación del yo, de sus
experiencias personales y de su memoria, la posibilidad de decir «yo soy» se
consigue por medio de la escritura. Por eso no deja de ser significativo que la
autora reconozca que los siete relatos reunidos en Modelos de mujer
fueron escritos entre 1989 (el año en que se dio a conocer con Las edades de
Lulú) y 1995, «aproximadamente el mismo periodo de tiempo que he necesitado
para comprender que soy novelista». Decir «yo soy» en el caso de Almudena
Grandes ha pasado por decir –como un inevitable recuerdo de ese primer «yo soy
la verdadera hija de mi madre» gracias a la escritura– «yo soy novelista». Indudablemente
en ese reconocimiento como novelista, en esa nueva adquisición de una identidad
propia, tuvo que ver demasiado el enorme éxito (de doble filo) que le granjeó
su primera novela tras obtener el XI Premio de Literatura Erótica «La Sonrisa
Vertical». Fue, como ha puesto de relieve la crítica, todo un «fenómeno
sociológico», contra el que incluso la autora se vio obligada a combatir para
afirmar su vocación literaria: «Lo que Almudena Grandes demuestra con su
segunda novela, y para la autora era necesario hacerlo, es que no pensaba
dormirse en los vaporosos laureles de su grandísimo éxito comercial y que era
una autora ambiciosa con un proyecto narrativo serio y riguroso» (Valls 2003).
La segunda novela de Almudena Grandes, Te
llamaré Viernes (1991), representa en efecto un paso decisivo en la
conquista, no ya diríamos que de una voz propia, sino fundamentalmente
de un «yo soy escritora». No se trata de nuevo de buscar la admiración de los
demás, recompensas, elogios, ni ventajas; lo que la autora busca con esta nueva
obra es su identidad vitalmente necesaria como novelista. Es algo que confiesa
en el prólogo a Modelos de mujer y que está por encima incluso de decir
«yo soy mujer» a través de la propia escritura: «Y apenas consigo perdonarme la
dosis de pusilanimidad que encierra mi segunda novela –en la que escogí
deliberadamente un punto de vista masculino sólo para demostrar que mi vocación
literaria era firme–, cuando recuerdo
el monstruoso esfuerzo que me exigió escribirla. Estoy segura de que la próxima
vez que elija escribir desde la voz de un hombre tendré mejores motivos para
hacerlo». Equivocadamente pensó que para demostrar su «yo soy novelista» tenía
que adoptar un punto de vista masculino.
Todo esto no era sino una consecuencia
de la ideología literaria imperante, por supuesto, aunque asimismo (y es algo
que no podemos perder de vista) del valor que le otorgaba la autora en esa
coyuntura clave de su trayectoria a su identidad de novelista por encima de su
identidad de mujer (sin ser ésta una cualidad minimizada o borrada mediante una
voz travestida de hombre a lo Fernán Caballero). Inevitablemente derivamos así
hacia la difícil cuestión de la escritura y del género. En su análisis de la
ficción actual desde la mujer Navajas (1996a) ha señalado que la autonomía del
estudio de la literatura femenina queda justificada por la especificidad de una
estética dentro de la cual se inserta epistemológica y metodológicamente la
novela femenina: «Hay una distintividad del discurso femenino en general que
afecta a la naturaleza del texto escrito por mujeres y que hace, además, que la
textualidad femenina ocupe un emplazamiento especial dentro del paradigma de la
literatura en general». Seguidamente vamos a ver que Almudena Grandes no puede estar
más en desacuerdo con este tipo de planteamientos. Navajas argumenta que
incluso en los textos que se conciben a sí mismos como neutros con respecto al
género sexual «el factor genérico opera activamente en el texto, confiriéndole
una naturaleza distintiva». Más aún: una estética femenina implica en primer
lugar una «percepción diferencial del mundo». De manera que, por ejemplo, en la
protagonista de Las edades de Lulú podría observarse una «nueva
percepción erótica»: «Por su parte, Almudena Grandes problematiza la naturaleza
de las relaciones eróticas, en las que la pasividad voluntaria o forzosa del
participante femenino, evidente sobre todo en el texto pornográfico, se
transforma en la asunción de la iniciativa por una narradora, también en
primera persona, que de ese modo asume el predominio de la narración y el
intercambio sexual».
La perspectiva genérico-sexual, concluye
Navajas, «produce la especificidad estética, el elemento diferenciador con
relación a formas convencionales vinculadas con una perspectiva humanista de
raigambre masculina». Tal vez no le falte razón al crítico en esa
interpretación de los roles sexuales por lo que hace a Las edades de Lulú, pero Almudena
Grandes ha cuestionado con claridad esa naturaleza distintiva de la literatura
escrita por mujeres y esa percepción diferencial del mundo al subrayar el
carácter tipológico y el juego de palabras que encierra un título como Modelos
de mujer: «Pero como en el mundo literario prevalece un principio de
discriminación sexual que obliga a las escritoras a pronunciarse a cada paso
acerca del género de los personajes de sus libros, mientras que los escritores
se ven privilegiada y envidiablemente libres de hacerlo, me gustaría aclarar,
de una vez por todas, que –al igual que no reconozco una literatura de autores
madrileños, una literatura de autores altos o una literatura de autores con el
pelo negro, categorías que, de momento, nunca me han amenazado, a pesar de que
una madrileña alta y morena puede llegar a tener una visión del mundo muy
distinta a la que se haya construido, por ejemplo, una sevillana bajita y
rubia– creo que no existe en absoluto ninguna clase de literatura femenina, y,
precisamente por eso, todas las protagonistas de estos cuentos son mujeres». Se
deduce de todo ello que la autora no comparte la visión diferencial de la
literatura escrita por mujeres. Lo cual no significa que no denuncie la
discriminación sexual que existe en el mundo de la literatura o que no ponga de
relieve los mecanismos de funcionamiento de la ideología literaria dominante,
que por supuesto reserva su espacio a las mujeres. Merece la pena citar otra
vez sus palabras por extenso: «Si me parece intolerable la tendencia de una
buena parte de las mujeres que escriben a instalarse en una especie de menoridad
pretendidamente congénita –géneros menores, argumentos menores, personajes
de rango menor, ambiciones menores–, mucho más desolador resulta comprobar
cómo, de un tiempo a esta parte, cuando cierto tipo de escritoras se propone
hacer ‘gran literatura de todos los tiempos’ –el entrecomillado pretende
sugerir lo estúpido de tal propósito formulado a priori–, escogen
sistemáticamente un protagonista masculino, como si el género del personaje
pudiera determinar la universalidad de la obra cuando la autora es una mujer, o
como si escribir desde un punto de vista femenino fuera sospechoso de por sí.
En mi opinión, este tipo de actitudes son las que justifican la división de la
literatura en dos géneros que, lamentablemente, no son el masculino y el femenino
–lo que, en definitiva, vendría a resultar una tontería inofensiva–, sino la
literatura, a secas, y la literatura femenina. Yo, desde luego, creo que las
comillas sólo pueden colocarlas los lectores, y procuro escribir desde mi
memoria, que contempla mi género tanto como mis terrores infantiles, la
aversión que me inspiran las coles de Bruselas y una incontrolable multitud de
cosas más».
Los límites de
la memoria son los límites de la escritura
«Memorias de
una niña gitana» constituye, como decíamos, un breve ensayo de poética
narrativa y las palabras transcritas anteriormente sirven para comprobarlo. La
memoria asume el género, de la misma manera que asume la aversión por las coles
de Bruselas, los terrores infantiles o tantas otras cosas más, incluso las no
vividas por uno mismo. Hay en este prólogo a Modelos de mujer unas
palabras decisivas a este respecto: «Nunca he aspirado a conquistar un
vastísimo universo literario. Al contrario, prefiero permanecer en un mundo
pequeño, personal, cuyas fronteras vienen a coincidir con los precisos límites
de mi memoria, y dirigir mi mirada a rincones tan conocidos que nunca terminan
de sorprenderme». Los límites de la memoria son los límites del mundo y de la
escritura. No existe una escritura femenina, tampoco masculina, sino una
escritura que tiene como única fuente a la memoria. De suerte que adoptar un punto de vista femenino deja de ser
sospechoso de por sí. Es lo que comprendió la autora tras escribir con un
penoso esfuerzo Te llamaré Viernes. Los personajes de Almudena Grandes
suelen ser mujeres porque escribir es mirar el mundo y lo más natural es
mirarlo con ojos propios. El hecho de elegir personajes femeninos es tan normal
como que los hombres suelan escoger personajes masculinos. Por lo demás es lógico
situarse en el mundo que cada uno o cada una conoce. La «diferencia» radica en los pliegues de la memoria o la
forma de convertirlos en ficción y no en una supuesta naturaleza distintiva. No es cuestión de diferencia o
de igualdad, sino de identidad y de identidad a través de la escritura. Ni es
cuestión de decir «yo soy una mujer que escribe» sino «yo soy novelista». No
hay literatura masculina y literatura femenina, o peor aún, literatura a secas
y literatura femenina. Hay sólo literatura. No por escribir acerca de mujeres
cambian las reglas del juego.
El género es una coordenada más. La
literatura también tiene edad, nacionalidad y una infinidad de atributos. Han
sido varias las ocasiones en que la autora ha puntualizado que en la memoria (a
la que considera, como hemos visto, el único soporte del que dispone el
escritor para crear mundos de ficción) las experiencias, las fantasías y los
sueños, las pesadillas incluso de un ser humano conviven en caótica armonía
para hacerlo diferente de los demás seres humanos. En tanto que forma parte de
los atributos de la memoria, el género ayuda a definir una persona. Pero los
seres humanos somos un conjunto casi inabarcable de atributos. Que para un
hombre y para una mujer no sean iguales ciertos detalles del mundo no significa
ni mucho menos que todos los hombres y todas las mujeres reaccionen de la misma
forma ante ellos. Y sobre todo no faculta para dividir el mundo por la mitad.
Para Almudena Grandes es posible que la realidad no sea la misma para un hombre
y para una mujer, pero la diferencia es mayor cuando la miran una mujer rica o
un hombre rico que cuando la miran una mujer pobre o un hombre pobre. El género
sería, en definitiva, un «accidente» porque hombres y mujeres se parecen
muchísimo.
A la pregunta de si hay un pensamiento
propiamente femenino y otro masculino, o si es el mismo para los dos géneros ha
respondido lo siguiente: «Creo que existe solamente un mundo, y una sola
realidad, que cada uno de nosotros contempla desde una posición única e
intransferible, en función de las heridas, y de los premios, con los que la
vida nos haya marcado. Desde este punto de vista, es cierto que el mundo no es
lo mismo para una mujer que para un hombre, pero el margen de esa diferencia no
me parece tan significativo como para sostener la existencia de dos mundos, dos
realidades, dos pensamientos distintos. Porque el mundo tampoco es lo mismo
para un rico –de cualquier género– y para un pobre, ni es igual para una
persona enferma y para una persona sana, ni para un guapo y un feo, un alto y
un bajo, un gordo y un delgado, un español y un nigeriano, etcétera. Pero mi
afirmación va más allá de un ejemplo tan radical de que es posible que una
mujer se identifique absolutamente con el universo creado por un hombre y se
sienta absolutamente ajena al universo creado por otra mujer, incluso en el
mismo ámbito cultural. Le pondré un ejemplo literario. Para mí, Marguerite
Duras es tan extraña como si fuera marciana. No he sentido jamás las cosas que
ella describe en sus libros, no he pensado jamás las ideas que desarrollan, no
he amado jamás con una piel ni remotamente parecida a la que recubre a sus
protagonistas, no la entiendo en absoluto, me aburre, me aturde y me
desconcierta por completo. Sin embargo, es una mujer, es occidental y es
escritora, o sea, que en teoría tiene muchísimo que ver conmigo» (Añover
2000-2001).
La conclusión es que el género tiene
importancia, pero no tanta como para dividir en dos grandes grupos el
pensamiento humano. Hablar de un pensamiento femenino ha llevado a una parte
considerable de la crítica y la teoría literarias a «convertir la literatura
‘femenina’ en subgénero, todo lo políticamente correcto, interesante y
admirable que se quiera, pero siempre al margen de la ‘Gran Literatura de Todos
los Tiempos’. Yo estoy empeñada en sostener exactamente lo contrario, esto es,
que el canon literario es masculino por tradición, y no por necesidad». Claro
que la lucidez contundente de estos planteamientos no está reñida con la disección
milimétrica de esa presunta menoridad
de la que hablábamos antes y del papel de objeto sublime, o todo lo más de
sujeto literario sensible, que el orden patriarcal asigna tradicionalmente a
las mujeres: «La estrategia más feliz, más sutil y más feroz al mismo tiempo,
del machismo secular, consiste en sacar a las mujeres por arriba, es decir,
afirmar que son seres angelicales, tan puros, tan superiores, que no
merecen vivir en este mundo de bajezas
y puñaladas. En este sentido, yo siempre reivindico mi vocación de convertirme
en un ser inferior, es decir, afirmo que soy capaz de disfrutar del sexo sin
amor, que rechazo la intuición en favor del razonamiento, que soy
considerablemente agresiva y no tan sensible, y hasta que quiero morirme de un
infarto, porque en los últimos tiempos los periódicos se han llenado de
informes que advierten que desde que las mujeres tienen responsabilidades
laborales se mueren antes, y de las mismas enfermedades que los hombres
directivos. Basta reflexionar un poco para comprender que la supuesta
superioridad que concede a las mujeres esta línea de pensamiento desemboca
necesariamente con su reclusión en la cocina, donde muy bien pueden intuir a
Dios fregando los platos, y ser muy sensibles pasando la fregona. Y sin
embargo, muchas mujeres están encantadas con que se piense tan bien de ellas».
También en la escritura, añade, ocurre
algo parecido: «El sistema acepta sin problemas a las escritoras que se ciñen
al reducidísimo espacio que se ha previsto
tradicionalmente para ellas. Es tradicional, por ejemplo, que las
mujeres escriban poesía lírica –muy, muy lírica– o novelas cortitas, intimistas
y sin complicaciones, una voz femenina en primera persona que mira la calle
desde el lado de la ventana que da a su hogar y se pregunta cómo será el mundo
de los hombres, entre puntada y puntada. Muchas mujeres han aceptado
gozosamente ese espacio y escriben hasta con un estilo específico, lleno de
diminutivos, de camisones con encajes, y de cursilerías de todo género, que
algunos críticos interpretan como el no va más de la sensibilidad y/o
feminidad. Otras aceptan las reglas del juego de otra manera, y buscan
protagonistas masculinos, muy serios, abrumados y circunspectos, para demostrar
que tienen ambición literaria. Es otra manera de pasar por el aro. Yo, creo que
es evidente, rechazo ambas posturas por igual» (Añover 2000-2001).
Sin tapujos Almudena Grandes afirma que
nunca ha entendido muy bien qué significa exactamente eso de «ser mujer» y que
fue precisamente esta perplejidad la que le impulsó a escribir Malena es un
nombre de tango. Rechaza con rotundidad la existencia de una identidad
femenina colectiva, «ese extendidísimo concepto de fraternidad que parece
vincular a todas las mujeres del mundo entre sí». O lo que es lo mismo, se
niega a aceptar que todos los hombres son iguales y todos enemigos, ya que
«muchas veces, la idea del mundo que tiene un hombre puede llegar a ser
idéntica a la propia, y la de una mujer, estar exactamente en las antípodas de
ambas». No se considera feminista en el sentido estricto del término. Es mujer,
ahora bien, y tan ambiciosa como cualquier hombre. Si se trata de discutir la
igualdad, desde luego que se reconoce
feminista, pero no siente la necesidad de parapetarse continuamente tras ese adjetivo.
En paralelo con una de las divisas de la lógica postmoderna, al feminismo le ha
opuesto las mismas reservas que mantiene frente a los sistemas de pensamiento que buscan una explicación
totalizadora del mundo: «La doctrina feminista me interesa poco, porque creo
que en los últimos tiempos ha desembocado en el mismo error que arruinó hace
años al pensamiento marxista. En mi opinión, una ideología, por muy justa,
legítima y pertinente que resulte, nunca debe ser asumida como una ciencia, un
método capaz de explicar el mundo, porque tal posición implicará necesariamente
la distorsión de un montón de realidades objetivas –los seres humanos somos
excesivamente complejos para cualquier aspirante a creador de sistemas
absolutos–, que serán deformadas a cualquier precio para que encajen en la
casilla correspondiente de la cuadrícula prevista, y para eso, ya tenemos
bastante con el dogma católico, sin ir más lejos. Yo siempre he pensado que la
capacidad de dudar sobre todo lo que nos rodea es uno de los ingredientes
indispensables de la inteligencia» (Añover 2000-2001).
La identidad que se logra mediante la
memoria y la escritura, la posibilidad de decir «yo soy novelista» se
sobrepone, en resumidas cuentas, al imperativo de decir «soy mujer», aunque una
y otra cosa vayan indisolublemente ligadas. La individualización no viene dada a
priori por el hecho de ser mujer, de pertenecer a una identidad colectiva.
Incluso por encima de esa identidad de colectivo genérico está la búsqueda de
una identidad histórica. Verónica Añover la interroga por las escritoras
españolas que admira y Almudena Grandes destaca en primera instancia los
nombres de Ana María Matute y de Carmen Martín Gaite. De esta última valora
sobre todo su trabajo ensayístico, mientras que de la primera habla en estos
términos: «Admiro sobre todo a Ana María Matute, que me enseñó, cuando era
jovencita, que una mujer puede escribir con la misma ambición que cualquier
hombre. Creo que es una de los grandes narradores de la literatura española del
siglo XX, sin distinción de géneros. Su novela Los hijos muertos es uno
de los libros que más me impresionaron cuando, como todos los adolescentes de
mi generación, tuve que descubrir en qué país vivía, de qué raíces provenía, y
cómo podría haber sido todo si Franco no hubiera ganado la guerra. Para
nosotros, la búsqueda de esa identidad nacional era absolutamente prioritaria,
y en mi caso, desde luego, mucho más trascendental que una indagación en mi
identidad femenina». La «niña enferma de identidad» que escribía cada domingo
el mismo cuento para decirse a sí misma que era la verdadera hija de su madre
se perfila detrás de la adolescente que estima oportuno indagar en su identidad
histórica y colectiva mucho antes que en su identidad femenina.
Novela y compromiso
Esta imagen
primera de Almudena Grandes, esta primera impresión, resulta básica para
hacernos una idea de su «fondo sentimental» como escritora. José-Carlos Mainer
(2000) ha reflexionado sobre esa expresión acuñada por Baroja para referirse al
sedimento que forma la personalidad del escritor, en el que fermentan sus
buenos y malos instintos, sus recuerdos, sus éxitos, sus fracasos: «Ése es el
meollo de la cuestión: todo novelista habla de una emoción que, aquí o allá, le
ha producido el encuentro con una realidad que pide ser novelada; una vocación
irreprimible le ha llevado a ofrecerse de mediador entre aquella conmoción y
unos lectores potenciales y presuntamente cómplices de sus sentimientos. Pero
debe prohibirse a sí mismo el sentimentalismo facilón y debe contar su historia
con la probidad del testigo emocionado, más que con la facundia del que se lo
sabe todo. De eso trata el ‘fondo sentimental del escritor’ que es, a la vez
que un patrimonio afectivo, una delegación de la sensibilidad de sus
contemporáneos».
La idea resulta también pertinente para
el caso de Almudena Grandes. Ese fondo sentimental no tiene que ver con el
sentimentalismo llorón, o con la sensibilidad supuestamente biológica que la
ideología literaria ha reservado desde siempre a las mujeres, sino con la sentimentalidad
de la propia memoria y con una vocación literaria que, en efecto, busca
cómplices en los lectores. Por eso ha confesado que de entrada escribe para
ella, para la lectora que es, dado que si no es capaz de conmoverse y de
emocionarse a sí misma, difícilmente podrá convencer a nadie. Y como lectora le
pide sobre todo a un libro que la emocione, que la conmueva, que revuelva algo
dentro de ella y la lleve a pensar que su vida va a ser distinta después de leerlo:
«En este sentido, los libros que no me afectan no me interesan. Cuando escribo,
intento complacer únicamente a la lectora que soy, es decir, escribir un libro
que no haya leído antes pero me hubiera gustado leer. Por lo tanto, el destino
al que yo aspiro para mis libros es, como decía Stendhal –tal vez no muy
exactamente, porque cito de memoria– que atraviese el corazón de, al menos, un
solo lector» (Añover 2000-2001). Masculino o femenino da igual, porque se trata
de que ese lector sea cómplice. El mismo Mainer ha señalado, desde un punto de
vista cercano a la sociología de la lectura, que las promociones por debajo de
los cuarenta años (y de preferencia, mujeres) son los sustentáculos del auge de
la series de novela actuales: lo saben muy bien los directores literarios de
Alfaguara, Anagrama, Debate, Seix Barral o Tusquets. Almudena Grandes también
sabe que en España los lectores de literatura en general son mujeres en una
proporción abrumadora. En cualquier caso, es consciente de tener muchos más
lectores varones de lo que pudiera parecer: «Por la relación que tengo con la
gente en la Feria del Libro y lugares por el estilo, me he dado cuenta de que
muchas veces los hombres acaban leyendo un libro mío que ha comprado, y leído
primero, su pareja» (Añover 2000-2001).
Los lectores son para la autora el
premio más importante en la carrera de un escritor. La edad de los mismos, como
su sexo, no importa demasiado salvo para la confección de estadísticas. Tiene
la enorme satisfacción, aun así, de que su novela Malena es un nombre de
tango haya tenido una enorme aceptación entre los jóvenes. Ha confesado que
son los lectores en el fondo los que le dan la pauta de por dónde tienen que ir
sus obras. No se equivoca Fernando Valls (2003) cuando apunta que no sólo viene
logrando una obra ambiciosa y de calidad «sino que también ha sabido conectar
con los lectores, en géneros tan distintos como el cuento, el artículo y la
novela».
La vocación irreprimible de la que habla
Mainer, y que lleva al novelista a erigirse en mediador entre la conmoción ante
la realidad que pide ser novelada y la complicidad de los lectores, se acompaña
del compromiso ético con la escritura. A decir de Almudena Grandes la gran
literatura se nutre sobre todo de autores que se han comprometido vitalmente
con sus libros, que han arriesgado su propia vida en ellos. Sin olvidar que la
escritura implica un oficio que hay que aprender, una disciplina en la que debe
perseverarse (la autora lo comprobó tras finalizar sus estudios de Geografía e
Historia y comenzar a trabajar escribiendo textos de lo más variopinto por
encargo de una editorial). A la vez comprometerse con la escritura exige
simultáneamente comprometerse con la realidad. De aquí que haya recalcado cómo
la novela, al igual que ocurrió con la consagración del género en el siglo XIX,
sigue siendo un instrumento excelente para enseñar a pensar y reflexionar sobre
el mundo. Y ello a pesar de que constate que vivimos tiempos de descrédito de
la ficción. Las razones de este descrédito son claras para la autora: la
literatura era en el siglo XIX, el siglo de la novela, una de las pocas puertas
de salida hacia lo maravilloso y estaba al alcance de una parte considerable de
la población. Hoy se escribe en cambio para una minoría porque hay otras
puertas, los mundos virtuales, con los que apenas se puede combatir. La
importancia social de la literatura decrece, aunque paradójicamente se eleve la
calidad de los lectores.
El compromiso ético con la realidad se
traduce lógicamente en una posición política progresista que, si no es tratada
abiertamente en sus novelas, ha sido puesta de relieve una y otra vez en sus
colaboraciones radiofónicas, en diversas entrevistas y otras manifestaciones
públicas. Optimista y vital por naturaleza (su marido, el poeta Luis García
Montero, ha comentado en alguna ocasión que «Almudena es la vida»), no deja de
lanzar por ello una mirada negativa y crítica sobre la realidad española de los
últimos años. A su juicio España se ha ido transformando en un país trivial,
profundamente desmemoriado y profundamente indiferente al resto del mundo. Al
presente los españoles se han convertido en nuevos ricos y no otra sería la
auténtica vocación de este país. El rápido desarrollo económico que ha conocido
España ha hecho que se desprenda de un complejo de inferioridad secular. La
prosperidad económica y el desarrollo tecnológico que vivimos en la actualidad,
en vez de provocar situaciones de mayor exigencia y solidaridad con el resto
del mundo, ha producido un individualismo egoísta muy acentuado. Todo lo cual,
concluye, ha influido para que prosperen propuestas políticas que inciden en la
libertad y no tanto en la igualdad de los ciudadanos. No por casualidad la
economía tiene tanta importancia en la política española de hoy en día, hasta
tal punto que la política es prácticamente economía.
El análisis crítico de las
circunstancias por las que atraviesa España se extiende al papel que cumplen
los intelectuales y a la práctica del compromiso. Si hubo un tiempo en que
éstos tenían un peso efectivo sobre la opinión pública y eso les hacía ser
respetados por el poder, hoy, en opinión de Almudena Grandes, al poder los
intelectuales ya no le preocupan tanto. Una pérdida de peso real que desde
luego tiene que ver con el descrédito paralelo de la política, de la literatura
y del pensamiento. En una intervención pública sobre «El poder de la escritura»
(Madrid, abril de 2001) se preguntaba por la posibilidad, y hasta por la
oportunidad y la necesidad, de escribir literatura comprometida en la
actualidad. Pero comenzaba por aclarar que el concepto de compromiso ha
cambiado definitivamente. La ligazón de dos conceptos como los de literatura y
compromiso nos lleva a pensar, antes o después, en la literatura de combate que
practicaron durante los años 30 del siglo XX los grandes escritores europeos en
defensa de su ideología política revolucionaria. Las condiciones que hicieron
posible una poesía de signo panfletario han sido desplazadas por unos nuevos
tiempos, un nuevo espacio y unas nuevas exigencias históricas.
Que ya no se pueda escribir una
literatura de combate, venía a señalar la autora, no significa renunciar a una
literatura que refleje un compromiso personal con el mundo, en la medida en que
escribir es siempre una toma de posición y una reflexión moral sobre la
realidad. El escritor dispone de muchos caminos diferentes para alertar al
lector sobre una situación determinada. La novela social o revolucionaria
intentaba galvanizar la conciencia de los lectores con apelaciones directas que
buscaban la eficacia. Hay, sin embargo, otras maneras de sacudir la conciencia
de los lectores; por ejemplo, añadía, la descripción de un personaje, de un
detalle concreto de su vida o de su forma de mirar el mundo puede ser tan significativa
y tan eficaz a la hora de hacer un llamamiento al lector, o más incluso, que un
grito agónico. La escritura cuenta con un poder revolucionario (o
contrarrevolucionario) porque, en definitiva, la literatura sigue siendo una
«grandísima creadora de mitologías». Incluso terminaba diciendo que, sin
haberla perdido nunca, había rebrotado en ella cierta fe en el poder de la
escritura, ya que cualquier cosa que una escriba con honestidad y con fe en lo
que cree puede servir a cualquier lector en cualquier parte del mundo.
En realidad la ausencia de la política
es un rasgo general que afecta a la novela española de la democracia. Jordi
Gracia (1998) se ha referido por extenso a la falta de sustancia ideológica,
política e incluso crítica que se echa de ver en nuestra narrativa última, al
descrédito de un discurso que se aventuraba a denunciar o reflexionar con
distancia sobre determinados aspectos sociales o del poder, públicos,
sencillamente porque se han ido imponiendo las «formas privadas y sentimentales
de la nueva realidad española». El nuevo novelista prefiere «motivaciones de
naturaleza privada o sentimental, tocadas por la musa moral y desentendidas de
compromisos de carácter colectivo». Dos años antes, en 1996, ya había recalcado
que entre las esferas temáticas más frecuentadas por la novela española del
nuevo fin de siglo no figuraban la articulación de una conciencia crítica y
ofensiva, la petición de cuentas ideológicas o el reparo moral a formas de
conducta pública (Gracia 1996).
Este mismo diagnóstico fue adelantado
unos años antes por otros observadores atentos. En 1991 Francisco Rico
analizaba la «literatura de la libertad» en España, después de la desaparición
de la censura, para constatar que la mayor parte del león se la llevaba, frente
al compromiso social, el ámbito de la intimidad: «El general repliegue de la
sociedad hacia la vida privada concuerda con esos planteamientos, y el mercado
los apoya y los aprovecha. En pocas palabras: la nueva literatura española es
más personal y menos literaria. O, si se quiere, más significativamente
personal y menos convencionalmente literaria» (Rico 1991). En consonancia con todo ello Rico detectaba
un acercamiento o un mutuo trasvase entre poesía y novela: los poemas han ido
ganando sustancia narrativa, cotidianidad, lenguaje coloquial, mientras que las
novelas crecen en intimidad, afectos y poder de convicción individual. La
literatura reciente privilegia «ese momento y ese lugar en que la realidad y
los otros suscitan por fuerza una respuesta personal e intransferible, cuando
está en juego el significado particular, para cada uno, de situaciones y
experiencias que no tienen por qué ser particulares». Sin llegar a confundir
los temas de la nueva literatura con sus argumentos, apreciaba además que tras
el andamiaje argumental podía percibirse un núcleo temático consistente en la
«conciencia que filtra contextos, peripecias, testimonios, y resuelve en
experiencia personal las grandes abstracciones».
Poco antes el profesor Mainer había pulsado
los signos de eclecticismo postmoderno en la literatura española. La lógica de
la postmodernidad se había traducido asimismo en un «rebajamiento de los
grandes empeños artísticos»; ya no se escribían novelas sino «ficciones»; el
ensayo había dejado paso a la «reflexión»; ya no se representaban dramas sino
que se planteaban «propuestas escénicas». La divisa de lo light se había
adoptado como un «comodín universal» de nuestro tiempo: «Pero, a cambio, se ha
producido por otro lado un regreso generalizado a formas artísticas muy
explícitas y directamente emotivas, como si los sentimientos se rescataran del
pudor que los había encubierto: la pasión por lo light tiene el singular
anverso de la pasión... por la misma pasión» (Mainer 1990). Ese rescate de los sentimientos,
de la sentimentalidad (por utilizar la expresión que antes introducíamos)
obedecía a lo que Mainer llamaba la «refundamentación» de un ámbito privado a
costa de otros valores: «Murió de consunción la trascendencia social de la
literatura en los años finales de los sesenta y la enterró, como es sabido, la
entronización de una estética neoparnasiana. Nacida de ésta, sobrevino una
literatura obsesionada por sí misma, en permanente trance metaliterario, donde
el sujeto enunciador vivía bajo continua amenaza de desposesión. El regreso de
ese sujeto ha llegado por la vía de sus sentimientos, por la necesidad de
afirmarse como conciencia feliz y como explorador de sus propias posibilidades
sentimentales [...]. A la reprivatización de la vida económica –que ha
concluido con el mito del estado benefactor y ha exaltado la iniciativa
individual– ha de corresponder una reprivatización de la literatura»
(Mainer 1990).
La realidad y
los universales del sentimiento
La manera que
tiene Almudena Grandes de asumir las relaciones entre literatura y compromiso,
o más aún, el núcleo de su modo de producción narrativo, de su forma de
entender la novela, se ajusta de entrada y sin mayores problemas a la
reprivatización como marca de la literatura española reciente. Podríamos decir
que la épica de lo público ha dejado paso a la épica privada de la
cotidianidad. Bien es verdad, de todos modos, que Rico (2003) ha visto una
característica consustancial a toda la novela moderna en este reflejo de lo
cotidiano, mientras que la literatura estuvo casi siempre determinada por una
vocación ficcional, entendiendo por ficción lo opuesto a la realidad: «Verista
o fantástica, histórica o contemporánea, seria o ligera, de personaje o de
género, la ficción moderna, contra una teoría y una práctica milenarias, parece
haber asumido para siempre la cotidianidad como aire que respira». Pero la
clave de la nueva situación de la que hablamos está en esa dimensión épica que
reviste, desde parecidas exigencias a las de la novela realista, una existencia
privada, normal o cotidiana.
También Ricardo Senabre (1995) echaba de
menos en gran parte de las obras narrativas aparecidas en los últimos años el
«sello de la historicidad», la atracción por el presente y por los problemas de
hoy y apuntaba como causa de este desplazamiento la irrupción del periodismo
libre en la información diaria: la Prensa se habría hecho cargo de lo que antes
eran las funciones de la novela. Más tajante, Gracia (1998) ha resaltado la
«exclusión más o menos profiláctica de lo desestabilizador», el resabio de la
literatura reciente, que elude el panfleto y la crónica rasa de la sociedad en
tanto que «ha visto ya demasiadas veces el fantasma de la mediocridad aliado a
la política como material narrativo». De alguna manera se ha llegado a pensar
que el tratamiento abierto de las temáticas sociales o políticas compromete la
ambición literaria. Y así se ha estimado más pertinente dar cuenta de la
dimensión íntima o personal del fracaso, la desilusión o el abandono de los ideales,
lo que se ha llamado la «cultura del desencanto». La «hipersensibilidad hacia el discurso aguafiestas e
ideologizado», reforzada por la lectura optimista del mundo que nos ofrecen los
paraísos consumistas de la sociedad de mercado, ha conducido a que la
conciencia política militante se considere hoy de «mal gusto» en las letras.
Todo ello no sería sino un síntoma de la normalización literaria (y social,
política, ideológica) que ha traído la democracia. Por otra parte la falta de
sustancia política se hallaría relacionada, como también sugiere Gracia, con la
cercanía de un fantasma, el de la novela social, vinculado con el franquismo y
la resistencia. La novela actual estaría aún viviendo la «convalecencia de una
resaca demasiado larga» (Gracia 1998).
Por descontado el hecho de que una
novela no aborde directamente los problemas sociales o políticos no significa
en absoluto que no sea social o política. Nadie dudará a estas alturas, por
ejemplo, que la falta de compromiso es un compromiso más. En el caso de
Almudena Grandes, como hemos visto, el compromiso (personal) con la escritura
va ligado a un compromiso con el mundo. La escritura siempre implica un ética,
que es en primer lugar una ética del oficio. En su penúltima novela, Los
aires difíciles (2002), aparece como en las anteriores la política, pero de
una forma más sutil, lo que la convierte en opinión de la autora en más
política y contundente. El personaje de Sara Gómez, cuyo padre fue condenado a
muerte después de la Guerra Civil, es un ejemplo de las otras víctimas que
pagaron las consecuencias del conflicto en su destino. La sensación de
inadaptación perpetua que sufre tiene que ver con ese conflicto, aunque no lo
viviera en persona. En consecuencia Almudena Grandes escribe sobre la Guerra
Civil pero de otra manera, lejos de los relatos heroicos, atendiendo a la
«normalidad» cotidiana y a la dimensión privada de los personajes. Todo ello
desde la convicción de que los efectos de aquel conflicto tienen que ver con lo
que ha pasado en este país y con lo que ocurre ahora mismo, con la vida
consuetudinaria, con la configuración de la España reciente, pues la guerra
mató en todos los órdenes de la vida.
El anterior es sólo un ejemplo de cómo
los contextos (históricos en este caso) son filtrados y al tiempo privatizados
por una sentimentalidad particular. O dicho de otra manera, un ejemplo de cómo
las experiencias que no tienen por qué ser particulares (no lo fue desde luego
la guerra) adquieren un significado particular. En la narrativa de Almudena
Grandes la memoria es el artefacto que se encarga de esa privatización. Memoria
y comunicación privada de experiencias van unidas. El repliegue hacia los
sentimientos y la privacidad contrasta con el objetivismo del llamado
«neorrealismo» y con la destrucción del discurso convencional que abanderó el
experimentalismo. No es éste sin embargo un invento reciente, como ha indicado
Juan Rodríguez (1998), pues ya en la novela moderna del fin de siglo (Baroja o
Azorín) se aprecia una tendencia semejante como reacción contra el modelo
narrativo realista/naturalista. La diferencia es que en aquellas novelas la
memoria jugaba todavía un papel muy secundario. Desde mediados de los años
setenta se va atenuando la disolución del yo característica de la novela
experimental en favor de una recomposición del sujeto a través de la memoria.
El recuerdo contribuye a la búsqueda de la propia identidad (Rodríguez 1998).
Paralelamente se asiste desde hace unos
años a lo que ha dado en llamarse el regreso de la narratividad. Ya
hemos visto con Rico que se produce «una recuperación de la pertinencia
personal de la escritura y de la lectura, gracias al retorno a los universales
de la literatura, frente a las precarias modas de la literariedad». La nueva
literatura no pretende llamar la atención sobre sí misma, sobre su originalidad
e innovación. Frente a las complicaciones técnicas y formales de la novela
experimental, los narradores respetan los patrones del género y consideran que
el encanto de un relato reside en la trama y en el interés de los personajes:
«Pues las armas de siempre vuelven a esgrimirse ahora sin rubores, por voluntad
libérrima del escritor y para conquistar al lector, no tras penosos rodeos,
haciéndole pasar antes por la adhesión a unas consignas estéticas o
ideológicas, sino directamente por la fuerza del texto, con el disfrute
personal de quien se siente a gusto con unas páginas que en última instancia
han de decirle: De te fabula narratur, aquí se habla de ti» (Rico 1991).
Igualmente Senabre (1995) advierte que la búsqueda en muchos casos del lector a
cualquier precio –determinada también por las leyes de la oferta y la demanda
del mercado editorial: Bértolo (1996) habla de la destrucción del público y su
transformación en mera suma de consumidores de lecturas– ha conducido a rehuir
historias o técnicas narrativas de difícil aceptación. Esto explica el declive
de las corrientes experimentales y la evolución de sus más tenaces cultivadores
«hacia modelos narrativos de corte tradicional, que sirven de vehículos, por lo
común, a historias de un marcado intimismo».
Coincidiendo con esta forma de ver las
cosas Jordi Gracia (2000) destaca la fecunda conexión que los narradores
últimos han logrado con su público, la «atracción centrípeta por la intimidad
como consuelo de excursiones realistas de más riesgo» y hasta el «abuso del
sentimiento como solución literaria y absolutoria de los conflictos humanos».
Por su parte Sanz Villanueva (1996) ya había descrito anteriormente las nuevas
condiciones que rodeaban al
«archipiélago de la ficción»: la postmodernidad se ha empeñado en quitarle a la
novela la capacidad de reconocimiento de la dimensión conflictiva del mundo,
optando por un relato poco perturbador, ligero, ensimismado; la reconciliación
del público con sus escritores ha originado una aguda mercantilización; la
apoteosis de lo privado ha conducido al autobiografismo de pequeñas peripecias
o impresiones, al fragmento, a la falta de historias, argumentos bien trabados
y personajes memorables, complejos. De suerte que Sanz Villanueva señalaba la quiebra del viejo modelo realista. Con
todo, a juicio de Joan Oleza (1994 y 1996) han vuelto a suscitarse al filo del
nuevo milenio las posibilidades de una poética realista, tanto en poesía como
en novela. El interés renovado por la exploración novelesca de la realidad da
lugar a nuevas formas (postmodernas) de realismo.
Claro que ahora se trataría de un
realismo basado en «la voluntad de representar la realidad desde el punto de
vista y la voz de un personaje determinado, la plena restitución de un designio
de mímesis –relativa, subjetiva, personalizada–, así como la decisión de
reconducir la novela hacia la vida, obligándola a rectificar aquella otra
dirección según la cual la novela es un orbe autosuficiente y clausurado de
ficción» (Oleza 1994). No en vano, añade Oleza, el «modo perceptivo» que se
impone viene determinado por la «evocación y recreación de la memoria». De lo
que se trata con ello es de «recobrar para la novela la fascinación por los
relatos». Bajo los signos de esta nueva poética realista se busca intervenir en
el debate sobre la postmodernidad (las supuestas muertes de la historia y del
sujeto, la crisis de los credos sistemáticos y de la referencialidad)
rescatando y subrayando otra vez la importancia del sentido y los significados.
A lo que estaríamos asistiendo en la novela española más reciente es, en
definitiva, a una superación de la postmodernidad (Navajas 1996b; Holloway
1999; Gracia 2000) y sus vectores fundamentales: la inestabilidad del sentido,
la relativización de la historia como presente continuo, la discrecionalidad
significativa. No es sino en este magma ideológico donde se aprecia el regreso
a formas más convencionales de narratividad. Por eso, entre otras razones, los
nuevos nombres de la novela española optan por la continuidad con los autores
en quienes reconocen a sus maestros antes que por rupturas u hostilidades
generacionales (Gracia 2000).
Almudena Grandes comparte la
conveniencia de ese regreso a la narratividad cuando mantiene que, a la hora de
escribir una novela, lo primero que hace falta es tener una historia que
contar. Y después es la historia la que ayuda al novelista a encontrar el
camino para contarla. De su amigo Joaquín Sabina ha reconocido admirar, y hasta
envidiar, su capacidad para edificar una historia completa en los tres minutos
que dura una canción. Pero también aprecia en un disco de Sabina como Dímelo en la calle su acierto al pintar
«autorretratos al portador», al inventar emociones para todos que cada uno
interpreta y acaricia como sólo suyas. Cuando piensa así nos está situando ante
la importancia de arrancar, para darle curso narrativo, de ese «fondo
sentimental» al que nos referíamos antes. Un fondo sentimental que conduce al lector
a identificarse con él porque al fin y al cabo habla de sus preocupaciones y de
sus experiencias. La idea de hacer autorretratos al portador también resulta
decisiva en este caso. Si por algo destaca la autora es por saber contar
historias, por saber envolver al lector en la atmósfera de la narración y
atraparlo en una sucesión de imágenes y de palabras desde el comienzo hasta el
final de la novela.
De «torrencialidad sentimental y
evocativa» habla Jordi Gracia (2000) a propósito de Almudena Grandes. Quizá sea
esta torrencialidad, que en efecto cuenta con los puntales básicos de la
memoria y los sentimientos, la que la impulsa a admirar la síntesis narrativa
de las canciones de Sabina y la que ha hecho a la crítica afirmar (es algo que
la propia autora reconoce en «Memorias de una niña gitana») que las breves
dimensiones del cuento se le quedan estrechas: «Me parece que las dimensiones,
el acelerado ritmo y la tensión propia del cuento se le quedan cortas a la
autora y da la sensación de que es una distancia en la que no se desenvuelve
con comodidad, que le falta espacio –libertad– para lo que quiere y necesita
contar» (Valls 2003).
Novelas
necesarias
Indudablemente
la novela como género se caracteriza por eso, por la dialéctica incesante entre
la necesidad de contar y la libertad para hacerlo. Hasta hoy la trayectoria
narrativa de Almudena Grandes se ha ido conformando con novelas necesarias en
las que la libertad para narrar sólo parece haberse atenido a las relaciones
entre memoria, escritura y mundo sentimental. Esto, que vale para toda su obra,
es particularmente cierto para sus primeras cuatro novelas: Las edades de
Lúlú (1989), Te llamaré viernes (1991), Malena es un nombre de
tango (1994) y Atlas de geografía humana (1998). Valga como paréntesis
que todas ellas, como las dos que han venido después, fueron publicadas por la
editorial barcelonesa Tusquets. Interesa tener en cuenta este último dato
porque sin duda ha tenido repercusiones a la hora de ir delineando su carrera
literaria. La propia autora ha señalado que prefiere mantener una relación «a
la antigua» con sus editores, lejos de las presiones del mercado que
normalmente recaen sobre un autor de éxito. Sus editores no le hacen publicidad
por televisión, no le montan auténticas giras de promoción, pero a cambio no la
agobian con los plazos de las entregas ni le marcan nunca lo que tiene que
escribir. Y ésta sería otra de las razones por las que sus novelas son
necesarias, esto es, obedecen a la necesidad de ser escritas lo mismo que las
historias que cuentan piden ser noveladas. Necesitaron ser escritas al margen
de condicionamientos comerciales o publicitarios. No es Almudena Grandes una
autora demasiado prolífica si se observan las secuencias temporales con las que
se han ido sucediendo sus novelas.
La primera novela necesaria fue Las
edades de Lulú. Ya hemos hablado anteriormente de que, tras obtener con
este libro el Premio «La Sonrisa Vertical», Almudena Grandes se convirtió en
una autora de éxito, más sociológico que literario, y que a partir de entonces
tuvo que luchar por dejar clara su vocación de novelista: «A ese público lector
que le interesa la literatura, que observa con escepticismo creciente la
publicidad, que tiende a desconfiar de las campañas de promoción y de las
listas de éxitos, la autora le sonaba a ‘invento’ más que a literatura. Su
primera novela ya había sido llevada al cine por Bigas Luna en 1990, con muy
poca pericia, pues sólo resaltaba la sal gorda de la trama. La suma de todas
estas circunstancias debió de llevar a la autora a pensar que si no quería que
la encasillaran para siempre como escritora de literatura erótica tenía que
escribir algo totalmente diferente, que tuviera un indiscutible valor
literario» (Valls 2003).
Pero insistimos en el carácter necesario
de esa primera novela. La autora ha confesado, con la perspectiva del tiempo,
no haberse arrepentido nunca de haberla escrito. Siente mucha gratitud por
aquel primer libro, ya que hizo por ella lo que pocos libros han hecho por sus
autores. Las edades de Lulú le sigue pareciendo un buen libro, el mejor
que podía haber escrito cuando lo hizo. Por algo, tras desconcertar bastante al
público lector en 1989, ha comenzado últimamente a ser revisado y revalorizado
por la crítica. La siguiente novela, Te llamaré Viernes, tuvo que pagar
por el éxito de su hermana mayor y tal vez fue injustamente tratada, aunque
volvió a desconcertar porque no repitió el modelo de Lulú. Y Malena
es un nombre de tango fue, a decir de la narradora, el libro que la consagró
literariamente, el primero de los suyos que advertía con claridad de cuáles
eran sus intenciones. En cierto modo rompió para siempre el maleficio que
perseguía a Almudena Grandes como autora de Las edades de Lulú. También
arriesgaba con esta novela, convencida de que la obligación del escritor es
desconcertar y sacar los pies del tiesto. Malena parecía un obra excesiva, que mezclaba géneros, muy larga, y
sin embargo sedujo a muchos lectores desde el principio, dando así la razón a
la autora, que durante mucho tiempo fue la única que creyó en el libro.
Por su parte Atlas de geografía
humana cierra lo que la propia Almudena Grandes ha considerado una
tetralogía (compuesta por novelas testimoniales y con pinceladas
autobiográficas). Nuevamente es una novela muy distinta de la anterior, a pesar
de mantener un indudable aire de familia con las precedentes. Malena es una novela de formación de
un personaje y a la vez una saga familiar, lo que introduce un juego de espejos
generacionales a través de los que la protagonista va madurando y avanzando por
el mundo. Es una novela escrita en primera persona, en la que se deja notar la
voz de una mujer con rasgos de heroína, que está sola y lucha sola con el
mundo. Las cuatro protagonistas de Atlas, que también narran sus vidas
en primera persona, son por el contario mujeres atrapadas por un conflicto de
la edad que es a la vez un conflicto de identidad.
Ya con
Los aires difíciles (2002) la autora ha reconocido abrir otro
ciclo. Tras escribir cuatro novelas muy parecidas entre sí, ya que abordan
desde distintas perspectivas un mismo mundo (su país, su ciudad, los conflictos
sexuales, sentimentales, ideológicos y morales de su generación), Almudena
Grandes se enfrentó con el dilema de repetirse y entonces callarse o de hallar
un nuevo registro desde el que seguir escribiendo. Los aires difíciles
constituye el resultado de ese cambio de registro, el inicio de una segunda
etapa, como suele definirla la autora. Es un libro con el que, según ella misma
reconoce, ha madurado como escritora. Madurar para ella consiste en escribir
libros en que las virtudes se vean y las limitaciones se disimulen y en
conseguir que resulten cada vez más parecidos a lo que quería hacer desde el
principio. En este sentido confiesa que es la primera vez que al terminar un
libro ha tenido la impresión de que era la novela que quería escribir. Nos
equivocaríamos, sin embargo, al pensar que Los aires trae una ruptura
tajante con todo lo anterior: la atmósfera de la novela es nueva, quizá sea la
novela de Almudena Grandes de más intensa ficción, se distancia bastante de su
vida real en cuanto al perfil de los personajes y los conflictos que se
plantean. La acción se desarrolla en el presente y la historia es narrada en
tercera persona. Con todo, es también
una novela de la memoria y de la supervivencia, y en eso se parece a las
anteriores, lo cual no deja de tranquilizar a su autora. Castillos de cartón
(2004), su última novela hasta ahora, también le concede una importancia básica
a la memoria, ya que vuelve al Madrid de los años ochenta.
Caudal de
evocaciones
Los años
ochenta eran, asimismo, el presente sobre el que se volcaba Las edades de
Lulú (1989). Sin renegar de esta primera obra, como hemos visto, porque la
hizo escritora, Almudena Grandes tiene hoy la sensación de que no fue ella
quien la escribió. Tantas vueltas ha dado (aparte de su adaptación
cinematográfica ha sido traducida a más de una veintena de idiomas) que la
autora casi se considera, ya pasado el tiempo, más la hija que la madre de Lulú.
Pese al éxito de la novela, no estaba desde luego dispuesta a convertirse en la
apóstol del erotismo español. Por eso procuró salvarse otra vez con la
escritura. En realidad la autora había percibido desde el inicio las
limitaciones y de consuno las posibilidades del género erótico, transgresor por
definición a la vez que cultivado y consumido fundamentalmente por hombres.
Muy consciente de la novedad que podía
traer al género el punto de vista de una mujer, hilvanó una historia de amor
que sirve como trasfondo al proceso de maduración de la protagonista, la Lulú
cuyo nombre simboliza para nuestra tradición cultural la mujer independiente,
si no «fatal». Las edades ha sido definida por la crítica (Gracia 2000)
como una novela de iniciación (bildungsroman). Es lo que hace también
Fernando Valls, para quien el título refleja la estructura de la obra, pues lo
que narra en sustancia son las distintas «edades» de Lulú según un proceso que
la conduce por los caminos de la iniciación, la perversión y la perdición en
los diversos mundos de la sexualidad (Valls 2003). Ya el jurado que galardonó
la novela (compuesto, entre otros, por Luis García Berlanga, Juan Marsé y Juan
García Hortelano) destacó que el libro indagaba en la sexualidad femenina y en
la complejidad de las relaciones amorosas, que impulsa a transgredir los
límites cuando no se quiere ver morir el deseo sexual. Pero la insaciable
curiosidad de la protagonista en su ansia de placer acaba en un especie de
descenso a los infiernos y en el reconocimiento de que las relaciones sexuales
son también relaciones de poder. Para Valls el secreto de Las edades de Lulú
estuvo en que fue una novela atrevida, escrita con frescura y espontaneidad. Y
en el hecho de que resultó para los lectores que conocían el género una novela
atípica: se narraba una historia de amor, carecía de antecedentes cercanos en
nuestra tradición literaria y, lejos de optar por el onirismo, la acción
transcurría en la realidad. Tal y como reconoce la propia autora, la novela se
valora hoy sobre todo, lejos de las inevitables y directas lecturas
autobiográficas que suscitó, «como una novela generacional, al reflejo de la
educación sentimental de una generación concreta, que es la mía» (Añover
2000-2001).
Más necesaria aún para Almudena Grandes
resultó Te llamaré Viernes (1991), la novela con la que comenzó a dar muestras de su ambición literaria. La
historia, organizada en torno a tres personajes, está narrada en tercera
persona y desde la voz de un hombre (ya sabemos las razones). Desde el punto de
vista técnico destaca la utilización del estilo indirecto libre y del relato
yuxtapuesto, así como la agilidad y la frescura de los diálogos (Valls 2003).
Más que con personajes nos topamos con antihéroes, solitarios en la isla de la
ciudad moderna, cuyos ambientes son muy bien recreados por la autora. En ese
espacio se produce el encuentro de Benito con Manuela, paralelo al de Robinsón
con Viernes (valga como curiosidad que en 1988 Muñoz Molina publica El Robinsón urbano, donde se da
cabida a la perplejidad de una conciencia solitaria en la urbe moderna). Al
margen del argumento en sí mismo, la novela aborda algunas temáticas sobre las
que la autora había de volver una y otra vez: las relaciones interpersonales
como relaciones de dominio o la fealdad como injusticia social.
No deja de ser también curioso que Luis
García Montero, como señala Valls, publicara en 1998 un libro de poemas
titulado Completamente viernes: «Por detergentes y lavavajillas, / por
libros ordenados y escobas en el suelo, / por los cristales limpios, por la
mesa / sin papeles, libretas ni bolígrafos, / por los sillones sin periódicos,
/ quien se acerque a mi casa / puede encontrar un día / completamente viernes».
En realidad el viernes es celebrado como el día en que se produce el encuentro
de la pareja, separada hasta el fin de semana por obligaciones laborales. Pero
el guiño del título es obvio. La complicidad con el poeta también ha sido
subrayada por la propia Almudena Grandes. «La buena hija», el último cuento
recogido en Modelos de mujer, va encabezado por esta dedicatoria: «A
Luis García Montero, porque me ha regalado mucho más que una rima». Otro cuento
del mismo libro, «El vocabulario de los balcones», es introducido con unos
versos de Habitaciones separadas. Y más clarificadora resulta aún la
dedicatoria de Atlas de geografía humana: «A Luis, que entró en mi vida
y cambió el argumento de esta novela. Y el argumento de mi vida».
Malena es un nombre de tango (1994) ha sido
definida por su autora como «el más autobiográfico de todos mis libros, y
concretamente en dos dimensiones: la compleja relación de Malena con el ‘hecho
diferencial’ de ser mujer, que deriva de mi propia experiencia personal, y el
carácter de su familia, que está tomado con bastante exactitud de mi propia
familia» (Añover 2000-2001). A Valls (2003) le parece una de las novelas más
atractivas de los últimos años, pues el ambicioso empeño que encierra pone en
tela de juicio la idea postmoderna de que la ficción no puede mostrar ya una
idea global del mundo: «Almudena Grandes no pretende explicar el mundo, pero sí
aspira –con la ambición propia de la novela del XIX– a presentar, no ya la
historia de la familia Alcántara sino, lo que me parece mucho más interesante,
las transformaciones que ha sufrido la mujer en España a lo largo de estas
últimas décadas, desde la República a nuestros días, y la aparición de un nuevo
modelo de conducta, de una mujer nueva que –por primera vez, entre nosotros–
lleva las riendas de su vida, decide qué va a hacer y cómo, toma decisiones
sobre sus relaciones sexuales, elige con quién se quiere acostar, etc. Es, en
resumen, una mujer que opta, que se equivoca, pero que sabe rectificar e
intenta saber cuál es, cuál debe ser el rumbo de su vida». No extraña que la
autora haya presentado a Malena como una española típica de su generación.
Nos encontramos, como en el caso de Lulú,
con una novela de aprendizaje. Malena, como Lulú, también ha sido llevada al
cine por Gerardo Herrero. No obstante, para Jordi Gracia (2000): «Todo lo que
en Las edades de Lulú era economía de medios y control narrativo se
desató en Malena en forma de evocación caudalosa estrechamente guiada
por la maduración sentimental –el desengaño, los modelos adultos, la conciencia
de la diferencia, la aceptación de sí misma». En ese proceso de maduración y de
aceptación de sí misma Malena tiene como modelos a su abuela Soledad y sobre
todo a su tía Magda. Las tres representan los distintos estadios por los que ha
pasado la mujer en la historia reciente de España: de la libertad de la
República a la represión franquista y de ahí otra vez a la libertad de la
democracia. Historia personal, historia familiar e historia de España quedan
así interrelacionadas. Por supuesto, la novela busca responder al «hecho diferencial» de ser mujer, pero defendiendo
en última instancia que el género es una construcción cultural, no un hecho
biológico a priori, y postulando, como veíamos más arriba, que sólo hay
un mundo, un pensamiento y un sentimiento. En Malena ya encontramos los
distintos modelos de mujer, la mujer fuerte y la mujer débil, y de aquí el
contraste entre Malena y su hermana melliza Reina (Valls 2003), o entre hadas y
brujas, como también se ha dicho (Redondo Goicoechea 1998).
Más abiertamente se trata de esta
cuestión en el libro de relatos Modelos de mujer (1996), que recoge
siete cuentos publicados entre 1989 y 1995. No fueron concebidos y escritos,
como indica la propia autora en el prólogo al volumen, con la expresa voluntad
de integrarlos en un libro unitario, pero todos ellos están «íntimamente
vinculados» a los temas y conflictos que inspiraron sus obras anteriores. Por
ejemplo, las relaciones madre/hija, que son abordadas en cuentos como «Amor de
madre» y «La buena hija», están ya apuntadas en Las edades de Lulú y
tienen asimismo una importancia decisiva en Malena. Lo que singulariza a
las protagonistas de estos cuentos, como bien señala Valls (2003), es «lo que
las distingue del estereotipo femenino que muestra la publicidad o los medios
de comunicación». No son, por lo general, mujeres agraciadas físicamente.
Almudena Grandes ve con ojos críticos y hasta con indignación el hecho de que,
tras tanto esfuerzo y lucha por la liberación de los papeles asignados secularmente
al género femenino, las mujeres más admiradas hoy sean las top models,
personas que se sacrifican para ser objetos. De aquí la contraposición que se
lleva a cabo en «Modelos de mujer», el relato que con un juego de palabras
presta su título al volumen, entre dos tipos de mujer: la hermosa y artificial (Eva) y la inteligente y espontánea (Lola), que al
final termina triunfando sobre la primera. Son dos tipos de mujer que personifican
la belleza (tonta) por un lado y la inteligencia (fea) por otro, a menudo
consideradas irreconciliables desde la perspectiva masculina dominante.
Tanto en «Modelos de mujer» como en
«Malena, una vida hervida» asoman componentes «parcialmente autobiográficos»
(la expresión aparece en el subtítulo de este último) que derivan en la
negación del canon de belleza socialmente impuesto. La inadecuación física a
ese modelo de belleza prestigiado por el mundo actual se traduce, en el caso de
esta otra Malena, en el desajuste psicológico entre lo que se quiere ser y lo
que en realidad se es. La represión de los apetitos en este personaje y el
castigo constante de su corporalidad no tiene otra objetivo que la aceptación
social y amorosa. Malena, en una solución hedonista y lúdica, acaba dando
rienda suelta al placer de comer, que se superpone al placer sexual después de
haber funcionado como sustitución de éste. Uno y otro placer son igualmente
poderosos, como reza la cita de Pavese que se antepone al cuento: «Así, aquella
mujer que dejó de comer para gustarle a un hombre, acaba engullendo a otro por
lujuria» (Valls 2003). Mediante este argumento la autora promueve desde una
posición combativa la aceptación de nuestras cualidades físicas y denuncia con
vigor las relaciones de poder (político, económico y sexual) que hoy construyen
el arquetipo de belleza. Para lograr ese fin se sirve con frecuencia de la
ironía, incluso de lo grotesco. Es lo que ocurre en el cuento «Amor de madre»,
que la autora define como un «pequeño esperpento» (una madre no se resigna a
que su hija no forme parte de sus propiedades, de las cosas que puede manejar a
su antojo y para eso la atiborra de pastillas). Sobre el fundamental papel de
la ironía, dados los temas que trata, se ha pronunciado así: «Desde luego, la
ironía es intencionada, y en mi opinión, desde Dickens y Galdós, se trata de un
ingrediente esencial de cualquier escritura, puesto que la literatura siempre
acaba siendo una mirada irónica sobre el mundo. Por otro lado, teniendo en
cuenta que yo tiendo a complicarme la vida, y a escribir sobre temas ‘fuertes’
–la Familia, la Infancia, el Amor, el Abandono, la Soledad, el Deseo, y todo
eso, así con mayúsculas–, que son precisamente los que la novela comparte con
el melodrama, el folletín, y algunas versiones contemporáneas de estos géneros,
como los culebrones televisivos y hasta la canción melódica, la ironía me
resulta fundamental para distanciarme de cualquier exceso, y fijar con
precisión mi voz narrativa» (Añover 2000-2001).
Por lo que se refiere a Atlas de
geografía humana (1998), el tema central es el paso del tiempo cuando
comienza a pesar en la vida y entramos en crisis. Ha sido definida como una
novela coral, con cuatro voces femeninas que se entrelazan y se individualizan
(Valls 2003). Las protagonistas son cuatro mujeres de nuestros días (Rosa,
Fran, Marisa y Ana) que han alcanzado la primera madurez y que preparan un
atlas durante tres años para una editorial (al igual que Lola, la protagonista
de «Modelos de mujer», y al igual que la autora antes de dedicarse a la
literatura). A través de sus experiencias se despliega el mapa de los
sentimientos humanos y en particular de un sector importante de las mujeres
españolas de hoy en día: «Por la edad que tienen, recibieron una educación
tradicional, han accedido al mundo del trabajo y gozan, por lo tanto, de
independencia económica. Algunas de ellas se han casado, tienen hijos, y se
debaten entre las ideas tradicionales que les inculcaron –que no las han hecho
felices– y una manera distinta de vivir, más acorde con los tiempos, pero que tampoco
acaba de satisfacerlas, por lo que sufren y tienen mala conciencia. Quizá
porque no han logrado compaginar la relación con sus padres, con sus parejas y
con sus hijos. En suma, no han conseguido articular las relaciones familiares y
la independencia individual: ser hija, esposa y madre, sin dejar de ser
persona» (Valls 2003). Las cuatro «forman un mosaico de formas de soledad, de
modelos humanos en busca de unos objetivos satisfactorios de vida» y las cuatro
abren su interior en el diván del escritor que, a modo de psicoanalista, las
escucha en silencio (Alonso 1998).
Observadora atenta de las
transformaciones de la sociedad española, Almudena Grandes ha manifestado que
las mujeres contemporáneas – al menos las que han luchado por su independencia–
viven en una contradicción perpetua. Y es la contradicción lo que las hace
interesantes. Pagan un precio más alto por las cosas y en consecuencia están
más inseguras de todo. Del libro se extrae así una visión más compleja y menos
complaciente de lo que suele ser usual en una cierta literatura escrita por
mujeres (Valls 2003). Y con ello, como hemos venido planteando, se cierra todo
un ciclo testimonial en la obra de Almudena Grandes. Su voluntad de adoptar a
partir de ahora un registro distinto, de escribir en tercera persona y de no
implicarse en la historia narrada, analizándola desde fuera, dará lugar a una
obra mayor dentro de su producción que vuelve por las sendas del realismo
decimonónico y al tiempo restaura esos vastos frisos narrativos (Mainer 1990)
que la crítica había venido echando en falta en la última novela española. Nos
referimos a Los aires difíciles (2002).
El realismo
singular
La génesis de
esta quinta novela ha sido explicada por la autora, que dice partir siempre de
imágenes. Hace tiempo que veranea en
Rota (Cádiz) y desde que llegó a ese lugar supo que algún día escribiría algo
sobre los vientos, especialmente fuertes porque allí coinciden el Mediterráneo
y el Atlántico. Eso hace que los gaditanos mantengan una relación especial,
casi pagana, con el levante y el poniente, los aires que gobiernan su
vida. Hasta tal punto que le recordó la
relación de los griegos clásicos con los dioses. Incluso apreció que la gente
vivía instalada en una especie de fatalismo congénito y cultural, dado el
carácter omnipotente de los vientos. La imagen le pareció muy literaria y creyó
que encerraba un filón de realismo mágico, que aquel lugar era como el Macondo
de García Márquez. No sólo pudo observar que la gente cambiaba de planes si
sopla el levante; a la vez le llamó la atención que las casas no estuvieran
rodeadas por una verja o por un seto, sino por muros compactos de considerable
altura. Nada de lo que ocurre en su interior puede verse, ni desde la casa de
al lado ni desde la calle. Pensó que esas casas eran escondites perfectos y
empezó a considerar a qué clase de personajes escondería ella allí. Éste es el
punto de partida de la novela. Por lo que hace al título, Romeo (2002) anota
que procede de un verso de Manuel Altolaguirre; a la vez señala, quizá afinando
demasiado, que El caballero de Olmedo de Lope de Vega ha dejado su
huella en el apellido del protagonista masculino y en parte del argumento de la
novela (dos hombres se enamoran de la misma mujer y uno de ellos muere de forma
trágica).
Los dos protagonistas son Sara Gómez y
Juan Olmedo, otra vez dos personajes «normales», de carne y hueso, con un
complejo pasado a cuestas y
caracterizados por la ambigüedad moral. A lo largo de la obra se despliega la
lucha de estas dos vidas cruzadas por seguir sobreviviendo. Almudena Grandes
vuelve a demostrar que su mejor baza narrativa radica en su capacidad
fabuladora y en su maestría para crear caracteres complejos, en la estela de la
gran novela del XIX. No en balde reconoce que es su obra más apegada al modelo
tradicional. La novela de sofá, como ella misma la ha llamado, aún está muy
viva y eso es lo que ha venido a mostrar con esta obra ambiciosa. Para Romeo Los
aires difíciles tiene en el narrador omnisciente uno de sus mayores logros;
nos encontramos ante una «novela por capas», que se construye a partir del
recurso de la amplificatio y la repetición para iluminar toda la escena
y mostrar cómo sucedieron realmente todos los hechos: «Para que estos círculos
concéntricos de la historia funcionen con mayor contundencia, Almudena Grandes
utiliza un registro lingüístico que insiste también en las repeticiones, y que
va adquiriendo a medida que avanzan, hacia atrás y hacia delante, las historias
de Juan, de Sara y de Maribel, un aspecto muy poético, como si la prosa se
fuera ajustando al ciclo del viento, siempre igual y siempre diferente, a
menudo refrescante y a veces enloquecedor» (Romeo 2002).
La crítica ha valorado la ambición de la
obra y ha entroncado Los aires difíciles con las formas del realismo
decimonónico. Sanz Villanueva (2002) advierte que el sustrato tradicional que
marca el fondo de la novela se vincula incluso con lo más discutible del modelo
naturalista (el determinismo ambiental, dada la influencia que se le concede a
las fuerzas de la naturaleza y a otros factores como la familia y el medio
social de los personajes). No parece, aun así, que Almudena Grandes desconozca
los nuevos resortes («postmodernos» los hemos llamado) desde los que acometer
sin ingenuidad este homenaje al realismo. No es que el realismo constituya un
estilo literario como cualquier otro; es que supone un artificio literario
consciente más allá del desembarco indiscriminado y la mímesis directa de la
realidad. Es algo que ha puntualizado
Mainer (2000) con agudeza: «Asociamos la novela a la idea de ‘realismo’ y
merece la pena advertir algo que parecerá muy obvio; el realismo –la
reproducción por medios lingüísticos de un lugar, proceso o comportamiento que
el lector puede asociar a su experiencia personal– no es un mero contagio de la
realidad en que nos movemos; responde a un esfuerzo del autor por traer esa
realidad a capítulo e impregnarla de una intención en orden a la marcha global
del relato. El realismo no es la consecuencia de que las novelas traten de
mundos similares al nuestro: más bien, tratan de mundos similares a éste, o a
éstos, los de sus lectores, para poder decir algo nuevo acerca de ellos, para
convertir la realidad en signo literario».
Por su parte Rico (1985) ha reflexionado
sobre la gran paradoja (y la suprema fantasía) que animaba a la novela realista
del XIX al buscar un relato desde ninguna parte, un lenguaje al margen de la
subjetividad con vistas a rendir sin condiciones la realidad entera y
verdadera: «El sometimiento de la ficción a las medidas de la experiencia más
usual –una experiencia de trapillo, si se quiere– iba de la mano con la
imposición de una quimera estupenda. La realidad se presentaba como nadie podía
ni podrá asirla: la novela clásica, la novela realista del siglo XIX, la
proponía, en efecto, no como percepción individual, sino como término de un
inasequible conocimiento no subjetivo». Esta advertencia servirá para caer en
la cuenta de que las nuevas formas de realismo, y esto vale para Los aires
difíciles, participan más de esa percepción individualizada que del
imposible conocimiento objetivo de la realidad, apoyado en el proyecto realista
de la novela decimonónica por los paradigmas de la mentalidad positivista.
Recordemos que, como las anteriores, ésta es también una novela de la memoria;
y que los límites de la memoria coinciden siempre para la autora con los de un
mundo pequeño y personal. A su vez, que
el realismo no sea la consecuencia de una transcripción directa de la realidad,
que no sea un punto de partida, sino un resultado, un artificio literario tan
consciente y difícil como otro de signo contrario, explica la lucha que
mantiene la narradora con el lenguaje por hacer que sus diálogos suenen como
naturales, su voluntad de acercar la lengua escrita al habla cotidiana (Valls
2003). Porque no se trata de remedar sin más nuestro lenguaje diario llevando
coloquialismos y tonos conversacionales al texto sino, lo que es muy distinto,
de comprender la dificultad que implica escribir con naturalidad y con las
palabras de todo el mundo.
Hoy por hoy Castillos de cartón
(2004) es el último eslabón de la trayectoria narrativa de Almudena Grandes. La
autora ha pretendido hacer lo que ella misma ha llamado un «ejercicio de
metáforas calculadas», contraponiendo el páramo en que vivimos actualmente con
el espíritu de los años ochenta, una época irrepetible, de libertad y creación,
de la que apenas nos queda un pálido destello. Es el momento en que los jóvenes
de su generación, Madrid y España tenían veinte años y por delante todo un
horizonte intacto de posibilidades: «Ahora Madrid y España se parecen por igual
y mucho más a la ciudad y el país donde pasó mi infancia que a los lugares
donde sucedieron mi adolescencia y mi juventud» (López-Vega 2004). Pero Grandes
se apresura a matizar que no es ésta una novela sobre la «movida». Así lo ha
visto Jordi Gracia (2004) en su reseña de la novela, bajo una interpretación
que privilegia el componente psicológico sobre el histórico: «No hay la menor
motivación histórica porque no pretende ser metáfora de la movida ni del Madrid
de 1984 sino lo que suele ser la ambición de Grandes como novelista: fabular el
interior caliente de los personajes y sus modos de aprender a manejarse con los
límites».
Los protagonistas son ahora dos hombres
y una mujer, estudiantes de Bellas Artes, que constituyen un trío amoroso (no
tanto un triángulo, como matiza la autora) y se aventuran en el deseo de saber
y de vivir, sin culpabilidad, con la libertad como soporte. A partir de aquí se
abordan las relaciones de poder entre cada uno de los personajes, tanto en la
dimensión sentimental como en la artística. Castillos de cartón se
asemeja en este sentido a Las edades de Lúlú, que «también exploraba el riesgo de la libertad, o sea, la
plenitud de la libertad a través del sexo» (Gracia 2004). La novela se divide
en cuatro partes: «Arte», «Sexo», «Amor» y «Muerte». De atenernos a los grandes
temas de la literatura de todos los tiempos, según la autora, aún faltan la
infancia y la memoria. Pero en su opinión una vida entera se puede resumir en
esos cuatro puntos que recoge la obra y que obedecen al orden cronológico de la
historia narrada (López-Vega 2004).
La crítica ha quedado un tanto perpleja
por la extensión mucho más reducida de Castillos de cartón, sobre todo
al compararla con las tres últimas novelas, que «nos habían acostumbrado a
esperar de su autora narraciones torrenciales de largas proporciones» (Basanta
2004). Inevitablemente, y quizás no haya sido lo mejor, esta novela se ha leído
desde el «horizonte de expectativas» (en términos de la Estética de la
Recepción) que había consolidado el ambicioso proyecto narrativo de Los
aires difíciles. Jordi Gracia
participa de esta manera de ver las cosas cuando indica que las novelas de la
autora «son del siglo XIX con descaro suntuoso de maneras y por eso ésta no
parece casi de Almudena Grandes, pero sí lo es». La considera más bien el
«esqueleto de una de sus novelas densas y agobiadas de matices, sentimentales y
sensuales». Pero no le falta tampoco razón cuando a reglón seguido añade que
«la escritora ha querido ensayar muy conscientemente las virtudes de la
economía narrativa frente a sus probadísimas dotes para la expansión, la
ramificación y amplificación de los sentires y las tramas» (Gracia 2004). Es lo
que el lector de Almudena Grandes tiende a pensar de entrada, sobre todo si
repara en su obligación confesada de arriesgar a cada paso, en la
identificación con el novelista «monstruo» (Valls 2003) que da cuerpo con su
imaginación y su escritura a la esencia de cualquier historia.
Ha dicho, alguna vez, que no sabe dónde
están los límites de su imaginación, quizás muy lejos todavía, porque la
imaginación se alimenta a sí misma. Y que desde luego plantearse la posibilidad
de crear desde la nada su propio mundo le pareció un gesto tan natural y tan
inevitable como resultó para Alicia atravesar el espejo. Claro que completa de
modo inigualable la imagen primera que aquí hemos trazado de ella cuando admite
que los adjetivos son su casa y que los zeugmas, de tan dulces como saben, se
le deshacen en la boca como un buñuelo de viento.
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