REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


HOMENAJE A LUIS CERNUDA

4.2. LA REALIDAD Y EL DESEO: UNA METÁFORA IMPOSIBLE
Pedro A. Cruz Sánchez
(Universidad de Murcia)

 

         Toda evidencia constituye, por regla general, la consecuencia de una parálisis del pensamiento, de un enraizamiento de determinados supuestos o apriorismos que conlleva que todo aquello que, habitualmente, se considera como innegable y a salvo de cualquier proceso de interrogación aparezca, en rigor, como un hecho necesariamente cuestionable. No en vano, puede manifestarse que la obviedad suele ser la forma externa que adquiere lo oculto, aquello que todavía está por descubrir y que, a fuerza de haber sido depurado de cualquier elemento suceptible de ser considerado como “problemático”, ha terminado por convertirse en una presencia familiar, caracterizada por una transparencia que nada trasluce y que, por tanto, muy poco permite ver. Esta “opaca claridad” que distingue a los lugares comunes, y que no puede interpretarse más que como el resultado de una laxitud mental que hace de lo dado la profundidad máxima de lo cognoscible, viene a colación, en el presente contexto, en tanto en cuanto, a la hora de efectuarse la revisión de lo que se ha escrito y opinado en torno a las conexiones existentes entre la poesía de Luis Cernuda y las artes visuales, una conclusión que, sin exigentes esfuerzos, se deriva de inmediato es que los indicios aportados al respecto por la crítica parecen, prime facie, tan evidentes y aproblemáticos que, en verdad, y cuando se profundiza un poco más en la referida cuestión, es fácil percatarse de que los mismos no suponen sino la auténtica génesis del problema.

         Resulta habitual, en efecto, que la propensión de la obra cernudiana a vencer la distancia que separa la poesía de las artes visuales –pintura, escultura y cine, fundamentalmente- sea justificada mediante la anotación de una serie de hechos biográficos que no persiguen otro objetivo que subrayar la especial sensibilidad del autor sevillano hacia todos los dominios extrapoéticos precitados. Así –se es dado a recordar con frecuencia-, cuando Cernuda contaba catorce años y asistía al colegio de los Padres Escolapios, su -por entonces- profesor de retórica, Antonio López, le pidió que compusiese una décima, tras cuya corrección le aconsejó que, en futuras ocasiones, cuidara de insertar un “asidero plástico”, en el cual poder el lector encontrar un “anclaje visual” en el interior del poema. Años más tarde, y a consecuencia de su marcha a Madrid, visita, periódicamente, el Museo del Prado –sintiéndose atraído, de manera especial, por las obras de Poussin y Lorrain-, y asiste, con regularidad, a las salas de cine, en donde se familiariza con las grandes estrellas del periodo mudo.

 

1. Marchándose de ningún sitio: la realidad como retracción

 

         La cuestión, entonces, que se deriva de esta acusada proclividad, evidenciada por la mayor parte de la crítica, a argumentar la conexión entre la poesía de Cernuda y las artes visuales mediante la priorización de unos cuantos episodios más o menos significativos de su biografía es conocer en qué medida la información por ellos aportada contribuye al mejor discernimiento de su corpus poético. Y, ciertamente, cuando, con la mirada puesta en la elucidación de este punto, se evalúan los contenidos reflexivos e informativos habidos en tales explicaciones, la conclusión a la que se arriba no puede ser menos alentadora: la luz aportada por la enumeración de tales hechos biográficos no traspasa la epidermis, el mero e insuficiente nivel de lo anecdótico. Y ello debido a que si, en efecto, en ellos se pone de manifiesto el notable e indisimulado interés de Cernuda por algunos de los más importantes lenguajes artísticos visuales, del mismo modo cabe decir que, en ningún momento, se incide, de modo decidido y comprometido, en el análisis de los “procesos de sedimentación” de dichos lenguajes en su poesía. A lo sumo, se llega a apuntar –como lo hace, de hecho, Carlos Ruiz Silva- que, tanto por el “cromatismo” como por la manera en la que “se disponen” las figuras, Cernuda parece convertir el poema en una suerte de lienzo [8]; idea ésta que, traducida en nociones tales como la de la plasticidad de la palabra o la de la espacialidad del verso –ambas dotadas de un alto e irreductible grado de ambigüedad-, apenas si permite extraer alguna conclusión mínimamente interesante y consistente acerca de los referidos “procesos de sedimentación”.

         En esta misma línea de abundamiento, cabe manifestar que de las antedichas visitas realizadas por Cernuda a los museos, y de la consiguiente admiración, por él profesada, a no pocos de los artistas en ellos representados, resulta imposible derivar una adscripción de su obra a ese subgénero de la “poesía pictórica” que, dentro de la poesía en castellano, ha tenido conspicuos cultivadores como, por ejemplo, Manuel Reina, Lope de Vega, Rubén Darío o Manuel Machado[9]. La razón de esta imposible adscripción de Cernuda a dicha “subcorriente” reside en el nunca desdeñable hecho de que el ejercicio del “homenaje” implica, siempre, un tipo de trabajo intertextual en exceso evidente, en el que la asimilación de los correspondientes códigos extrapoéticos adquiere la condición de cita, o lo que es lo mismo, de un suplemento sintáctico que, al insertarse en un contexto lingüístico determinado, provoca un desgarro, una fragmentación y diversificación del mismo. En el poeta andaluz, en cambio, el “homenaje”, la “cita”, en suma, la asunción de lo extrapoético como “suplementariedad sintáctica”, cede su lugar a una “estrategia intertextual” en la que los mecanismos lingüísticos pictóricos aparecen sedimentados semánticamente en el discurso encargado de vertebrar el conjunto de su producción poética. Diríase, a este respecto, que, para Cernuda, la pintura no es una cita, un préstamo lingüístico más o menos armonizado en el ensamblaje poético, sino, en rigor, un discurso; un “discurso” por mor del cual la experiencia pictórica de la realidad es transferida a la expresión poética, de tal suerte que la pintura se convierte no tanto en un medio homenajeado –y, por ende, constatable en un nivel sintáctico- cuanto en un instrumento eficaz para el conocimiento de la realidad.          

         Si la “cita”, en tanto que “suplementariedad sintáctica”, implica, consiguientemente, un “desgarro” –por saturación- del tejido lingüístico en el que es insertada, y la discursivización de lo extrapoético como un sistema de conocimiento de la realidad conlleva, en lógica consecuencia, la sedimentación semántica de lo pictórico, entonces, escaso trabajo costará determinar la imposibilidad de medir o evaluar la presencia de la pintura, en la poesía de Cernuda, atendiendo a criterios plásticos o compositivos, y, a resultas de esto, la necesidad de examinar la intervención de la misma en un nivel estrictamente ontológico. De hecho, lo que se trata de demostrar es cómo la palabra, al abrirse a la experiencia de la realidad, genera una estructura lingüística semejante a la de la imagen pictórica; operación ésta que resulta imposible de comprender si no se recurre a las ideas vertidas  por Lévinas, en su magnífico ensayo, La realidad y su sombra, en el que, como reflexión a retener y profundizar, señala que “la realidad no sería solamente aquello que es, aquello que ella se desvela en la verdad, sino también su doble, su sombra, su imagen” [10].

         A tenor de lo deslizado en este aserto del filósofo francés, cabría declarar que la luz emitida por la realidad se encuentra, siempre, doblada por su sombra -o expresado en otros términos, por su imagen, por su ausencia-. “Realidad en sombra” no puede significar, en este sentido, sino realidad en retroceso y distinguida, por tanto, por un “déficit de presencia” que, á la fin –y como se viene de afirmar-, se revela como la seña de identidad de la imagen. Tal y como escribe Lévinas, en páginas más avanzadas de este mismo texto, “el ser es lo que es, lo que se revela en su verdad y, a la vez, se asemeja, es su propia imagen. El original se da ahí como si estuviera a distancia de sí, como si se retirase, como si algo en el ser se retardara sobre el ser. La conciencia de la ausencia del objeto que caracteriza a la imagen no equivale a una simple neutralización de la tesis, como quiere Husserl, sino a una alteración del ser mismo del objeto, una alteración tal que sus formas esenciales aparecen como un vestido raro que él abandona al retirarse. Contemplar una imagen, es contemplar un cuadro[11].

         De estas lúcidas y fundamentales palabras de Lévinas, es posible extraer dos inferencias de extraordinario interés para el desarrollo del presente estudio sobre la sedimentación de la experiencia pictórica de la realidad, en la poesía de Cernuda, a saber: de un lado, que toda imagen artística, en tanto que “sombra de la realidad”, no es el producto de una iluminación, de un “dar a ver”, sino, por el contrario, de una “falta de luz” o penumbra, en la que la verdad queda oculta, inconcreta, difuminada en sus contornos; de otro, que dicha imagen es el producto de un abandono ontológico, de un “pliegue del ser” o, abundando en la metáfora empleada por Lévinas, de su transformación en una suerte de “vieja vestimenta” que el ontos, en su movimiento de retracción, ha dejado tirada, desechada. Puede manifestarse, en lo que a éste último punto concierne, que el estado de penumbra que define toda imagen artística es resultado del retroceso de la luz de la realidad, de su ausentarse, de su “no-estar ahí”; y que si, en efecto, la “penumbra” es una de las posibles condiciones del ser, se trata, en verdad, de una condición que no implica presencia alguna y que, por ende, constituye el fundamento primero y más significativo de la representación.

         Ahora bien, si, ciertamente, la “penumbra” –ocasionada por la mencionada “retracción” del ser- es el dominio y la condición de cualquier estrategia  representativa –la representación, no en vano, constituye una mise á distance del ser-, el siguiente y natural paso que habrá que dar, a fin de imprimir un nuevo impulso al presente análisis, es preguntar en qué forma el discurso poético de Cernuda asume esta naturaleza sombría de la imagen artística. A lo que, a modo de clarificador argumento, hay que responder que, ya en los primeros libros de La realidad y el deseo, son abundantes los poemas en que Cernuda introduce la imagen de la “sombra” como motivo discursivo preeminente. Así, en la número XXI de sus Primeras poesías (1924 – 1927), se puede leer:

 

                                      “Va la sombra invasora

                                      Despojando el espacio

                                      Y la luz fugitiva

                                      Huye a un mundo lejano” [12]

 

         En estos reveladores versos, escritos –recuérdese una vez más- en la fase auroral de su producción, es posible constatar, de una manera paladina, ese proceso anteriormente descrito, en virtud del cual la realidad –que es luz- se retira, huye y deja su lugar a su sombra, a su imagen, o lo que es de decir lo mismo, a su representación. Es así que la “sombra invasora”, aquélla que, a la par que avanza, merma, poco a poco, la conjugación en presente del ser, convierte lo real en un cuadro y termina por conferirle, en definitiva, las propiedades más distintivas de la imagen pictórica. Y es que es con la implantación del nuevo régimen ontológico que, en su progresión, ocasiona que la realidad transmuta enteramente su naturaleza, “retrayéndose” desde su “condición de presencia” a su “condición de representación”. Lo que, formulado en términos diferentes a los ahora empleados, equivale a decir que, una vez transformada en un “escenario de sombras” –esto es, en una “maquinaria representacional”-, la poesía cernudiana ha tornado lo verdadero en verosímil, lo natural en construcción[13].

         Convenir, pues, la insalvable “diferencia de grado” que, desde el punto de vista ontológico, existe entre la verdad y la verosimilitud supone, igualmente, asumir que nunca podrá haber luz en la sombra y que, en consecuencia, jamás hará el ser de su retirada un instante de destello, de mise en lumière de la realidad. Esta inevitabilidad de la sombra, que implica que la representación, sea cual fuere su naturaleza, opaque, siempre, su objeto de conocimiento, en lugar de transparentarlo, parece haber sido asumida por el propio Cernuda,  como  se  desprende, por  ejemplo, de una manera prístina, de  un  verso del poema “Razón de lágrimas” -publicado en el libro, Un río, un amor-, en el que el autor, imbuido de un intenso sentimiento de resignación, sentencia:

 

                            “Noche que no puede ser otra cosa sino noche”[14].

 

Puede asegurarse, por tanto, que, si existe un rasgo que define, inmejorablemente, la “representación de la realidad”, éste no es otro que su inexorable -y por ello trágica- insuficiencia ontológica. Tanto es así que Antonio Monegal, a propósito de un elucidador estudio acerca de las estrategias miméticas y representativas en la poesía de vanguardia hispánica, declaraba que un cuadro nunca “es” lo que muestra, del mismo modo que un poema nunca “es” lo que dice; la representación, en efecto, es imitación, y ésta participa, a su vez, de dos aspectos insoslayables: “es ilusión de presencia de lo imitado y es artificio, producto de un trabajo: poiésis, en su sentido etimológico de construcción” [15]. De la conjunción de estos dos aspectos apuntados, se desprende que, a la hora de referirse a las “artes apofánticas” –esto es, a aquéllas que operan a partir de los principios connaturales a todo acto mimético-, es necesario localizar la causa de su imposibilidad para generar presencias en el hecho de que la “representación” –o lo que es igual, la realidad vivida como “imagen”, como “retracción ontológica”- supone, sin excepción alguna, una presencia diferida; entendiendo por tal aquel proceso, sustanciado en la noción derridiana de différance, en función del cual lo real -convertido, irremediablemente, en un fenómeno de continuo aplazado- no llega, nunca, a cristalizar, a adquirir la condición de enraizamiento o fundarse como dominio, fuera éste de la naturaleza que fuese[16]. Lo real –podríase añadir- se  encuentra  siempre  “a distancia”, haciendo de su otrora reconfortante “acto de dación” otro –esta vez, más incómodo y desasosegante- de “sustración”; lo que, convenientemente interpretado, lleva a confirmar el hecho en sí de la realidad como un irse, como un desaparecer sin, previamente, haber sido, alguna vez, presencia –o lo que es lo mismo, como un marcharse de ningún sitio-.

 

2. Retornando a ningún sitio: la realidad como ficción

 

         Toda vez, por tanto, que ha sido indicado, de modo enfático, el tránsito que, en la poesía cernudiana, se produce desde la “realidad como presencia” a la “realidad como representación”, y que, en la génesis de la misma, se halla, precisamente, un instante de “sustracción”, de des-fundamentación que el autor convierte, de inmediato, en valioso material discursivo, el siguiente paso a dar es interrogar acerca del móvil, del motor que alimenta y permite el desarrollo de esta “estrategia representativa” sobre la que se fundamenta su opera omnia. O expresado con otros palabras: ¿qué es lo que conduce a Cernuda a querer construir una ilusión de presencia como la que subyace en no pocos de sus poemas? La respuesta, pese a lo complejo de la cuestión ahora intercalada, no parece, en principio, ofrecer excesivas dudas, ya que, si existe un elemento que, por encima de cualquier otro, se ha significado como generador de la práctica totalidad de su producción, éste no es otro que el deseo.

         Ciertamente, nada nuevo es aportado cuando se accede a afirmar que el deseo constituye el irregular pero consistente tamiz por el que han sido filtrados la mayoría de los momentos experienciales reflejados en la poesía de Cernuda. El hecho de que sus diferentes libros fueran reunidos bajo el título genérico de La realidad y el deseo no constituye, en lo tocante a esto, un dato casual ni marginal que pudiera ser orillado a la hora de afrontarse el estudio de su discurso poético. No en vano, es en dicho título en donde se esconde la clave para comprender, en su máxima hondura y dimensión, la experiencia del mundo depositada en los poemas que él se encarga de compilar; afirmación ésta que, aunque, au début, pudiera parecer desprovista de aristas o zonas todavía sin iluminar, exige, en verdad, no pocas aclaraciones y ejercicios de argumentación, habida cuenta de que un título como el antedicho, una vez liberado de los apriorismos denunciados al inicio, se revela como altamente problemático y necesitado de un urgente proceso de deconstrucción.

         Naturalmente, en el punto de desarrollo en el que, en la actualidad, se halla la presente exposición, no supone optar por ningún atajo el afirmar que dicho proceso de deconstrucción se encuentra ya a medio completar, en tanto en cuanto la atención que, hasta el momento, se le ha venido prestando a la idea de la “realidad como pérdida” permite la elucidación más o menos satisfactoria del primero de los dos conceptos que aparecen contenidos en el título. Por lo que respecta al segundo de ellos –esto es, el deseo-, hay que decir que su ya reconocida “naturaleza representativa” o protésica se explica por la misma e intrínseca condición del acto desiderativo: que –tal y como manifiesta André Comte-Sponville, basándose en las opiniones al respecto de Platón y Aristóteles- el deseo es carencia, sufrimiento por aquello que no se posee [17].

         Sólo se desea, en efecto, lo que, por una u otras razones, no está presente, “a la mano”; y, ante un desgarro como el provocado por la ausencia, por esa “realidad diferida” que “es” en el trance de “dejar de ser”, una de las escasas opciones que restan al alcance del individuo desiderativo es la de crear una “ilusión de presencia”, la cual únicamente se consigue mediante el despliegue de una estrategia mimética que aboca, indefectiblemente, a la representación. De ahí, que no se pueda sino convenir que el recorrido realizado por el deseo es el siguiente: se parte de la “realidad presente”, en tanto que escenario de carencia, para recalar en una “realidad representada”, en tanto que escenario de una posesión ficticia. O expresado de manera diferente: se huye de la realidad porque se la desea desesperadamente; la “presencia”, experimentada como eterna desposesión, reenvía a la suplencia, a la “prótesis representacional”, que, desde ese momento, se convierte en el único modo posible de habitar lo imposible.

         Este retorno ficticio a la realidad –o empleando una idea implícita en las anteriores líneas: este poseer desde la desposesión- constituye un rasgo diferencial de Cernuda con respecto a los poetas simbolistas –léase, en este sentido, Mallarmé; autor que, en no pocas ocasiones, se cita como posible o evidente referente para algunos aspectos del discurso cernudiano-, ya que, mientras que los últimos –como recuerda Charles Chadwick- parten de una profunda insatisfacción con la realidad (dissatisfaction with reality) que les lleva a aspirar a la habitación de un mundo ideal[18], el anhelo de Cernuda es, ante todo, arraigarse en la realidad por medio del único procedimiento que la mencionada “ontología de la desposesión” le permite: la imitación/representación de ésta. El deseo, huelga decirlo una vez más, es el dominio de la representación, y, debido a esto, su naturaleza viene definida por una “insuficiencia ontológica”, a resultas de la cual lo que el sujeto desiderativo ve no “está”; y no “está” porque el deseo se expresa, siempre, en esa realidad doblada por su ausencia, por su sombra, que hace de aquello que, en algún remoto tiempo, fue presencia, existencia emplazada, un débil y doloroso eco. Sólo así se pueden entender unos versos, como los que, en Égloga, elegía, oda (1927-1928), llevan a Cernuda a decir:

 

                                      “El dios que traslucía

                                      Ahora olvidado yace;

                                      Eco suyo, renace

                                      El hombre que ninguna nube cela”[19].

 

         Cabe afirmar, a propósito de todo lo hasta ahora expuesto, que, una vez que han sido analizados, con el debido detenimiento, los dos conceptos referidos en el mismo, es posible derivar del título genérico de La realidad y el deseo un número estimable de versiones, en las cuales el auténtico significado de este par de nociones parece manifestarse con meridiana claridad. Así, por ejemplo, podría hablarse, como posibles y válidas alternativas a él, de La realidad y su sombra, La realidad y su representación, La realidad y su imagen, La presencia y su ausencia... En todos ellos –como es posible advertir-, el lugar correspondiente, en el título, al deseo es ocupado por otra noción –sombra, representación, imagen, ausencia- que hace referencia a esa “realidad retraída”, “diferida”, a la que ya se ha aludido con anterioridad, y que lleva a un primer plano la naturaleza suplente, protésica, de todas aquellas “estrategias de autosatisfacción” generadas por el deseo. Éste –que, no se olvide, es irrealidad, desposesión- “corrige”, ficticiamente, una ausencia; y, al hacerlo –es decir, al evitar la “experimentación literal” de esa ausencia mediante la construcción de “presencias protésicas”-, el deseo se manifiesta como metáfora –metáfora de lo real- [20].

         Escribe, en esta misma dirección, Antonio Monegal que “la verdad no ha lugar. No está en un sitio. No está en el signo. Deja un rastro, pero el rastro lo deja el objeto que está perdido. En el vehículo queda una mancha de sangre, la huella de un crimen (la muerte del objeto) (...) Sabemos que la poesía da lugar a la imagen. La llamamos así, imagen poética, aunque es una imagen que no se ve literalmente. Sólo literariamente, metafóricamente (...) Da lugar a la representación de lo imposible. La imagen sería como la versión utópica de la verdad, la manifestación de ese lugar que no ha lugar”[21]. Queda suficientemente claro, pues, que el deseo actúa como metáfora de la realidad, en el sentido de que, debido a su natural proclividad a la representación, actúa como puerta de acceso a una presencia que, en rigor, se considera como imposible –la metáfora sería, a este respecto, la expresión más posible de lo imposible, la imagen más verosímil de la verdad desplazada. Con más intensidad, si cabe, que nunca, parecen resonar, ahora, aquellas palabras de Lyotard, a través de las cuales se aseveraba: “nunca alcanzaremos la cosa en sí como no sea metafóricamente”[22].

 

3. Brazos de aire, sentimiento de la tierra: acerca de la “conciencia de representación”

 

         Hacer de la “suplencia” una experiencia que genere, en el individuo, la “ficción de realidad” capaz de calmar esa nostalgia de la presencia que, de manera tan intensa, le embarga, requiere, indudablemente, de una representación ensimismada que anule o minimice cualquier “proceso de concienciación” y que, en consecuencia, ponga límites al artificio alumbrado por el “yo desiderativo”. Ni que decir tiene que cuanto más intenso sea el deseo y mayor el grado de verosimilitud que distinga a la presencia protésica por él propiciada, menor y más afirmativa será la conciencia de representación involucrada en la experiencia de la realidad. Aunque, para ser exactos y evitar, en la medida de lo posible, cualquier tentación generalizadora que pudiera menoscabar la validez del estudio aquí propuesto, ha de especificarse que, en el caso de Cernuda, es posible hablar de un continuo desgarro del “yo” enunciador, en el sentido de que, unas veces, la representación se repliega sobre sí misma –con el consiguiente predominio de la “ilusión de presencia”-, mientras que, en otras, impera la mencionada “conciencia de representación” –y, con ella, el consabido “sentimiento de pérdida”-.

No son pocos, en tal sentido, los momentos en los que, en la poesía de Cernuda, se produce este tránsito desde un “estado de ensimismamiento” hasta un “estado de conciencia” como el que, por ejemplo, queda reflejado en el poema “Desdicha”, de Un río, un amor:

 

                                      “Un día comprendió cómo sus brazos eran

                                      Solamente de nubes;

                                      Imposible con nubes estrechar hasta el fondo

                                      Un cuerpo, una fortuna”[23].

 

Difícil, muy difícil, resulta no advertir el sentimiento de imposibilidad que asalta al poeta en estos versos, en los cuales llega a comprender, con una clarividencia que sólo puede destilar dolor y resignación, la incapacidad del deseo, de la representación, para, con sus brazos  de  nubes –metáfora de la incorporeidad, de la falta de “consistencia ontológica” que lo caracteriza- , aprehender aquello que más se anhela: el cuerpo del “otro”. Y es que sólo desde ese “estado de alerta” aportado por la “conciencia de representación” le es dado al individuo comprender que el aire nunca podrá asir la carne, que, entre sus posibles, jamás estará el de poseerla y hacerla experiencia, por más desesperado que, en un determinado momento, pudiera ser su deseo.

         Es, precisamente, el descubrimiento de esta “precariedad ontológica” connatural a lo desiderativo que hace nacer, en el sujeto, la necesidad imperiosa de conseguir un cuerpo posmetafórico, esto es, un cuerpo que ya no se ofrezca como “suplencia”, como prótesis representacional que oculta, mediante sus estrategias de encantamiento, su naturaleza descarnada y efímera. Si, como asegura Diego Romero de Solís, “el pensamiento, cuando es real, tiene cuerpo, tiene carne, tiene la sensibilidad a flor de piel”[24], entonces, sólo cabrá manifestar, como obligada conclusión a los argumentos ahora expuestos, que lo desiderativo (irreal) y lo carnal (real) constituyen formas experienciales y de pensamiento completamente antitéticas, que sumen al sujeto en una dialéctica irresoluble, capaz de explicar el estado de tensión y desgarro que lo definen. Que las estrategias representativas sólo producen irrealidades, formas descarnadas, es algo que parece quedar libre de controversias cuando se lee un poema como “Los fantasmas del deseo”, que, incluido en Donde habita el olvido, reza del siguiente modo:

 

                                     “Yo no te conocía tierra;

                                      Con los ojos inertes, la mano aleteante,

                                      Lloré todo ciego bajo tu verde sonrisa,

                                      Aunque, alentar juvenil, sintiera a veces

                                      Un tumulto sediento de postrarse,

                                      Como huracán henchido aquí en el pecho;

                                      Ignorándote, tierra mía,

                                      Ignorando tu alentar, huracán o tumulto,

                                      Idénticos en esta melancólica burbuja que yo soy

                                      A quien tu voz de acero inspirara un menudo vivir.

 

                                      Bien sé ahora que tú eres

                                      Quien me dicta esta forma y este ansia;

                                      Sé al fin que el mar esbelto,

                                      La enamorada luz, los niños sonrientes,

                                      No son sino tú misma;

                                      Que los vivos, los muertos,

                                      El placer y la pena,

                                      La soledad, la amistad,

                                      La miseria, el poderoso estúpido,

                                      El hombre enamorado, el canalla,

                                      Son tan dignos de mí como de ellos yo lo soy:

                                      Mis brazos, tierra, son ya más anchos, ágiles,

                                      Para llevar tu afán que nada satisface.

                                      El amor no tiene esta o aquella forma,

                                      No puede detenerse en criatura alguna;

                                      Todas son por igual viles y soñadoras.

                                      Placer que nunca muere,

                                      Beso que nunca muere,

                               Sólo en ti misma encuentro, tierra mía.

 

                                      Nimbos de juventud, cabellos rubios o sombríos,

                                      Rizosos o lánguidos como una primavera,

                                      Sobre cuerpos cobrizos, sobre radiantes cuerpos

                                      Que tanto he amado inútilmente,

                                      No es en vosotros donde la vida está, sino en la tierra,

                                      En la tierra que aguarda, aguarda siempre

                                      Con sus labios tendidos, con sus brazos abiertos.

 

                                      Dejadme, dejadme abarcar, ver unos instantes

                                      Este mundo divino que ahora es mío,

                                      Mío como lo soy yo mismo,

                                      Como lo fueron otros cuerpos que estrecharon mis brazos,

                                      Como la arena, que al besarla los labios,

                                      Finge otros labios, dúctiles del deseo,

                                      Hasta que el viento lleva sus mentirosos átomos.

 

                                      Como la arena, tierra,

                                      Como la arena misma,

                                      La caricia es mentira, el amor es mentira, la amistad es

                                                                                                                      Mentira.

                                      Tú sola quedas con el deseo,

                                      Con este deseo que aparenta ser mío y ni siquiera es mío,

                                      Sino el deseo de todos,

                                      Malvados, inocentes,

                                      Enamorados o canallas.

 

                                     

                                      Tierra, tierra y deseo.

                                      Una forma perdida” [25]

 

         Si, como se viene de afirmar, el deseo sólo produce fantasmas, mentiras, falsas realidades, un procedimiento eficaz a la hora de obrar su desenmascaramiento es –según el propio Cernuda- mirar, sentir y tocar la tierra, cuya incuestionable naturaleza presente, su solidez y “peso ontológico”, la convierten en una suerte de “asidero para la consciencia”. Pero –y he aquí el origen del estado de tensión antes referido- la experiencia y tiento de la tierra  conllevan un estrangulamiento del deseo y de sus prótesis  representacionales –recuérdense, en lo que a esto respecto, los versos con los que Cernuda concluye “Los fantasmas del deseo”: “Tierra, tierra y deseo./ Una forma perdida”-. La “conciencia de representación” implica, por tanto, que “tierra” y “deseo” –o lo que es lo mismo, “realidad” y “deseo”- constituyan nociones irreconciliables y que, por tanto, la “y” que, en el título de la obra cernudiana, se halla entre ambas, no es que se limite a debilitar o relativizar su natural función copulativa, sino que, para ser más rigurosos, genera un cortocircuito, una cesura insalvable que provoca que, ni en un nivel metafórico ni posmetafórico, la equivalencia entre ambos sea posible. De lo que se concluye que la “y” que Cernuda situó entre “realidad” y “deseo” supone, sin duda alguna, la prueba más evidente y dramática de la imposibilidad de una coexistencia que el poeta, a tenor de lo hasta ahora comprobrado, siempre consideró como la clave de la felicidad, de una existencia plena.

 

BIBLIOGRAFÍA    

 

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TODOROV, T.: “Lo verosímil que no se podría evitar”, en  AA.VV., Lo verosímil. Buenos Aires: Tiempo Contemporáneo, 1970. pp. 175-178. 

 





[8] RUIZ SILVA, C. Arte, amor y otras soledades en Luis Cernuda. Madrid: Ediciones de la Torre. 1979. págs. 39-51.


[9] Un esclarecedor estudio de los “homenajes” cultivados por Machado se puede encontrar en BOU, E. Pintura en el aire. Arte y literatura en la modernidad. Valencia: Pre-Textos. 2001. págs. 115-150.


[10] LÉVINAS, E.  La realidad y su sombra. Libertad y mandato. Trascendencia y altura. Madrid: Trotta. 2001. pág. 52. 


[11] Ibídem. pág. 53 (la cursiva es nuestra).


[12] CERNUDA, L. La realidad y el deseo (1924-1962). Madrid: Alianza Editorial. 2002. pág. 28.


[13] Reflexionando sobre la novela policial, escribe Todorov que  “verdadero” y “verosímil” deben considerarse nociones antagónicas y, en modo alguno, reconciliables a través de un ejercicio de sinonimia. De hecho, se puede decir que, entre ellas, existe una insuperable distancia de índole ontológica: mientras que lo verdadero es, y “es” por naturaleza, lo verosímil parece ser, y es el producto de una construcción. TODOROV, T. “Lo verosímil que no se podría evitar”, en  AA.VV. Lo verosímil. Buenos Aires: Tiempo Contemporáneo. 1970. págs. 175-178. 


[14] CERNUDA, L. Op. cit. pág. 60.


[15] MONEGAL, A. En los límites de la diferencia. Poesía e imagen en las vanguardias hispánicas. Madrid: Tecnos. 1998. pág. 27.


[16] Esta idea, cardinal a la hora de comprender el pensamiento derridiano, se expresa y explica, inmejorablemente, a través de una noción como “la différance diffère”, a propósito de la cual Rudy Steinmetz escribe: “Que la différance diffère signifie qu’elle est un mouvement différentiel qui s’affecte lui-meme. Qu’elle n’est pas une substance ou une cause productrice de différences qui en seraient les effets dérivés ou qui émanerient d’elle sans l’altérer, mais qu’elle est travaillé, emportée par sa propre différenciation. Il s’agit bien, avec la différance, d’un procès toujours en cours dans lequel le différer et le différé s’entraînent l’un l’autre dans une dissipation qui n’a ni commencement ni fin. La différance est toujours à la fois le différenciant et le différencié, la différence d’avec soi, la différance originarement différente”. STEINMETZ, R. “Spectres de l’esthétique”, en ROELENS, N, (dir.) Jacques Derrida et l’esthétique. Paris, Montréal: L’Harmattan. 2000. pág. 48.


[17] COMTE-SPONVILLE, A. La felicidad, desesperadamente. Barcelona, Buenos Aires, México: 2001. pág. 28.


[18] CHADWICK, C. Symbolism. London: Methuen & Co Ltd. 1971. pág. 34.


[19] CERNUDA, L. Op. cit. pág. 40.


[20] Para un análisis detallado acerca de la antinomia literalidad/metáfora, vid. STERN, J.  Metaphor in contex. Cambridge, London: Bradford Book. 2000. págs. 1-31.


[21] MONEGAL, A. Op. cit. pág. 45.


[22] Citado por MONEGAL, A. Ibídem. pág. 44.


[23] CERNUDA, L. Op. cit. pág. 57.


[24] ROMERO DE SOLÍS, D. Enoc. Sobre las raíces filosóficas de la poesía contemporánea. Madrid: Akal. 2000. pág. 20.


[25] CERNUDA, L. Op. cit. págs. 107-109.