ESTRELLITA MORONES
Una relectura de "Anacleto Morones", de Juan Rulfo
María Dolores Adsuar

 

¡Viejas, hijas del demonio! Las vi venir a todas juntas, en procesión. Un sol de justicia y caras de ceniza. Sus escapularios, tan negros como ellas, recogían los goterones de sudor que arrastraban desde Amula. El Lucas se escondió. Recién saltó de la cama, agarró los pantalones y se escondió como gallina: en el fondo mismo del corral. No hizo falta que les señalara el rincón donde lo encontrarían. Con los pantalones caídos, el Lucas las vio llegar hasta él sin muestra alguna de pudor. Sabíamos a qué venían: ¡Viejas y feas como pasmadas de burro! Las hijas de Ponciano, de Emiliano, de Crescenciano. Todas ellas, ¡viejas carambas!, que daban a Dios gracias por haber encontrado al Lucatero. Si se santiguaron nomás cuando le vieron. Pero el Lucas no aguantó mucho, y a los dos minutos ya lo teníamos en la calle: salió al corral, recogió los huevos y apartó unas piedras. Cuando al fin regresó, las muy viejas le preguntaron por Anacleto Morones.

El Lucas se resistió, y quiso intentar una larga plática. "Te repegabas tanto que casi te sentía metida en mis huesos", le dijo a Nieves. ¡Qué amores los que tuvo con ella! Las cosquillas de las corvas trajeron un niño muerto. Lo tenía tan calladito la muy cristiana, que no más confesarlo echó a llorar.

El Lucas volvió al corral. Quería cortar arrujanes, aunque en realidad no más que perder tiempo y que las viejas se marcharan. Cuando volvió a la casa, Nieves se había marchado y las viejas le pedían regresar con ellas a Amula: que al Niño Anacleto lo querían canonizar, y precisaban un testigo directo de sus milagros.

Andá nomás. El Lucas echó a reír. Santero, antes que santo. Que si el Anacleto y él iban de feria en feria, y no precisamente haciendo milagros, decía; que si unos peregrinos, que no sabían de morderse la lengua (no que fueran habladores, sino para evitar las picaduras de hormigas), creyeron encontrarse con un milagro, y confundidos lo llevaron en brazos hasta Amula. Pero todo era en balde. Para las viejas, el Lucatero no hacía más que blasfemar. Anacleto Morones era, había sido siempre, un santo, un hombre de Dios.

A las tres de la tarde al Lucas le entraron ganas de comer, y se fue a la cocina. A su vuelta, ya sólo quedaban cinco mujeres esperándole. Cuatro, mejor dicho: la Filomena se levantó, le devolvió el agua que le había ofrecido (¡cuán justa es la expresión!), y se marchó por donde había venido. Fue entonces Pancha la que tomó la palabra: era preciso que viajara a Amula. No en vano, el Anacleto había sido como un padre para él. Bastaba recordar no sólo que había estado a su lado desde siempre, sino que había casado conmigo. "Olía a santidad", dijo una refiriéndose a mí. "A santidad".

Me costó trabajo aguantar la risa y salir de mi escondite. Lucas saltó enseguida y corrigió a la vieja: "A pura pestilencia". No le reprocho: cargaba cuatro meses cuando casé con él, pero ¿y qué si me gustaba enseñar barriga a cuantos pasaban? A la vista estaba, ¿no? ¿Sinvergüenza? Era hija de Anacleto Morones, es cierto. Había visto a mi padre, sus "milagros", y había visto a todas las doncellas "velar" su sueño. Sólo tomé por mías las doctrinas de mi padre, fui nomás que su digna hija. Un día apareció alguien y me dijo: "Yo me arriesgo a ser el padre de tu hijo". Y allá me fui. Otro día regresé a casa, con Lucas Lucatero, sin hijo, sin amante, y Lucas me recogió de nuevo.

Ya sólo queda Pancha en la casa. Lucas le pide que pase la noche con él, sin preocuparse de mí, su "santa" esposa. Ella accede, pero antes acaba por convencerle de que marchen a Amula al amanecer. Lo que no han conseguido las diez brujas, lo ha conseguido ésta. Al anochecer, Pancha ayuda a Lucas Lucatero, sin saberlo, a recolocar las piedras sobre la tumba de mi padre.

Ella no sabe que Anacleto Morones regresó un día, el mismo que escapó de la cárcel, y se llegó hasta aquí exigiendo sus propiedades. Yo recién acababa de volver nuevamente a su lado, y Lucas le pidió que me llevara a mí. Esta vez no se dejó engatusar con las malas artes de mi padre, con las falsas promesas de una nueva fortuna. Discutieron, y mi padre acabó bajo el suelo que ahora pisa la Pancha, sin saberlo.

Pancha tampoco sabe (no puede saberlo, nadie lo sabe), que a escasos metros, bajo el corral, descanso yo. Fue aquel mismo día. "Ya puestos", debió pensar el Lucas. Durante meses mi padre y yo susurrábamos "A-se-si-no", como aquel corazón delator, a la espera de que, arrepentido, confesara su crimen y se entregara. Pero aquel corazón era inglés, y nosotros paramos en México. Acá Rulfo nos educó para la convivencia, y hay pueblos de almas en pena que conviven pacíficamente, después de muertos (ayer mismo nos visitaron de Comala unos parientes). Ya nadie se asusta por nada. A Poe le torturaban las paredes delatoras, pero al Lucas no le importa que estemos, ni que hablemos, ni que gritemos. No le hacemos gasto.

Es más, a veces se sienta a nuestro lado, y conversamos como no lo hicimos en vida. De alguna manera, es recuperar el tiempo perdido. Sólo nos pide, eso sí, que nos callemos con algunas visitas. Pura cortesía.

Y callamos.