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Como decía nuestro Miguel de Unamuno,
la lengua es la sangre del espíritu. Yo soy hijo de italianos, nacido en el Río
de la Plata. Y admiro dos grandes escritores: Dante Alighieri y Miguel de
Cervantes.
De estos dos héroes literarios, el
que más emoción me produjo y me produce siempre no es aquél que escribió de
manera insigne en la lengua toscana, lengua de mis padres, sino aquel manco de
Lepanto que escribió en este castellano que ahora intento hablar. Es el que más
me emocionó, tanto es el poder de la lengua que habla el profesor Victorino
Polo, quien con tanta generosidad y desmesura ha hecho mi panegírico citando
palabras periodísticas mías que dicen alguna cosa oportuna últimamente a
propósito de España y el V Centenario.
Son momentos difíciles hoy en la
Argentina, como en otros países latinoamericanos que han tenido grandes
dificultades, civilizaciones y culturas autóctonas. Existe sin duda un
resentimiento por la conquista. Se está llegando a la exasperación en estos
últimos años, a una especie de demagogia, que como todas las demagogias son
abominables. La demagogia es a la libertad lo que la prostitución es al amor.
He tenido que salir a defender más de
una vez lo que debemos a España. Si la leyenda negra fuera la única verdad,
deberíamos esperar que todos los descendientes de indígenas estuvieran
resentidos contra los conquistadores, que efectivamente cometieron grandes
crueldades, aunque no mayores que las producidas por los imperios indígenas
sobre los pueblos enemigos. Si esa leyenda negra fuera la única verdad, ¿cómo
se explica que dos de los más grandes poetas de la lengua castellana de todos
los tiempos, Rubén Darío y César Vallejo, descendientes de indios mestizos, por
cuyas venas corría también sangre española clara, que no sólo escribieran en la
longeva lengua de Castilla, sino, y esto es lo más asombroso y destructivo, que
cantaran a España en poemas memorables? Frente a este testimonio de dos
geniales poetas, ¿qué es toda esta baratura demagógica?
Es para mí muy emocionante hablar en
este rincón de España que tantos recuerdos de mi infancia me trae, hablar la
lengua que heredamos de España, única y diversa, naturalmente, desde el momento
mismo en que el primer español puso pie en la tierra americana. La lengua
empezó a cambiar. Ni esos cielos eran los cielos de Castilla y Extremadura o
Andalucía, ni esas inmensas montañas eran las montañas de España ni la palabra amor significaba lo mismo, ni la palabra
nostalgia significaba lo mismo. Todo
empieza a cambiar, sutil pero inexorablemente, desde ese momento.
Y perdónenme que esté improvisando a
raíz de cosas que aquí se dijeron. Mi idea era pronunciar una especie de
discurso, pero creo que es mejor que diga estas cosas. Todo empezó a cambiar,
lenta pero inexorablemente, durante un tiempo que ahora juzgamos con cariñosa
ironía. La Academia ejerció una tarea primitiva, casi policial. No la Academia
de ahora, donde tengo entrañables amigos que también juzgan aquello con
cariñosa ironía. Se fundaban en esa teoría descabellada de la fijeza de las
lenguas, descabellada porque no se comprendería por qué estamos hablando en
latín, al menos el de la soldadesca, en lugar de hablar en este hermoso idioma
románico. Todo ha cambiado, todo cambia. La reina Isabel comprensiblemente,
porque tenía Nebrija a su lado, quería que esa lengua de Castilla se fijara
para la eternidad, porque dijo Nebrija que había “alcanzado ya una altura tal,
que no se puede sino temer su descenso”.
Todo eso es inocente. Las lenguas
cambian, toda la lingüística contemporánea lo afirma, lo demuestra, hay que
aceptar esos cambios. Solamente no cambian los cadáveres y la lengua de
Castilla no es un cadáver. Al expandirse el Imperio de Isabel en los vastos
territorios de la conquista desmesurada, todo fue cambiando, no solamente con
respecto a Castilla, sino entre nosotros mismos. Un mexicano no habla como yo,
ni un ecuatoriano, ni un colombiano: todos tenemos matices y muy hermosos y
ricos. Es una demencia hacer una orquesta solamente con oboes, la orquesta
existe porque hay, además, trombones, percusión, flauta, violín y todos tocan
una misma y hermosísima partitura. Esto es un poco lo que nos está sucediendo
en este formidable Imperio de la Lengua Española, una de las más poderosas, y
que sigue dando una de las literaturas más importantes del mundo. Porque lo que
asombra de esta lengua es su vitalidad. Grecia fue hegemónica y tuvo esplendor,
pero todo terminó. Entre nosotros, hasta el más modesto, estamos rindiendo
todos los días tributo a este monumento de la lengua castellana.
A mí me ha tocado hablar, y eso fue
una cosa que me emocionó profundamente porque eran casi todos indios, en Quito
ante cerca de dos mil estudiantes, de los cuales mil novecientos serían
descendientes de indios. Y me impresionó en ese momento la vivencia de estar
hablando en esta lengua y de ser comprendido un rioplatense, hijo de italianos,
por una multitud de descendientes de indios. No sólo entendiéndonos, que eso
sería lo de menos, sino sintiendo al unísono emociones, sentimientos e ideas
expresadas en esa vieja lengua que cambia todos los días y sigue siendo la
misma, en virtud de la dialéctica entre tradición y renovación.
Yo pensaba hablar de otra cosa. Como
puedo leer muy poco, a causa del mal de mi vista, el profesor Polo me dijo ayer
que no leyera. Y lo hizo muy bien, porque me ha permitido decir estas cosas que
no son tan cuidadas como las que había escrito, pero que salen realmente de lo
profundo de mi corazón. Querría agregar solamente dos o tres cositas, sobre el
porqué de esta vida azarosa que yo he llevado, las vicisitudes de una existencia,
que fundamentalmente, esencialmente, se producen sobre la base de la sinrazón.
La razón, tan endiosada en nuestra época desde Descartes hasta acá, ha
demostrado que sirve muy bien para la ciencia: bueno fuera que no sirviera para
la ciencia, es para lo único que sirve. La razón pura, para decirlo en forma
casi brutal, sirve para demostrar el teorema de Pitágoras, casi para nada más.
Desde luego, no ignoro los grandes sistemas de la filosofía, hecha con razones
puras, muchos de los cuales he admirado profundamente desde Platón hasta acá.
Quiero decir que la razón pura no sirve para la vida. A cada rato la gente se
queja, sobre todo en mi país y con razón. Es todo tan irracional, pero ¿qué
esperaban, qué esperan de un país, de una nación, de un ser humano? La casi
totalidad de lo que sentimos, ansiamos y veneramos pertenece al mundo de la
sinrazón. El amor no obedece a la razón, los odios tampoco. Las guerras sin
ejemplos tremendos de la sinrazón. Las dictaduras, ¿qué digo? Los sueños son la
tercera parte de nuestra existencia, sin los cuales no podríamos sobrevivir
porque nos salvan cotidianamente. Algunos tienen la suerte, bastante dudosa por
otra parte, de escribir ficciones, algo que tienen mucho que ver con los
sueños, sus fundamentos son los mismos del sueño: pero los que no tienen la
dicha de escribir esas ficciones, que son catárticas como acaba de decir el
profesor Polo García, porque salvan a los que escribimos y a los que nos leen.
Y es que cuanto más ahondamos en nuestro corazón, más ahondamos en el corazón
de todos. Por eso, uno que escribe en castellano puede ser leído en japonés. De
modo que los que no tienen esa dicha –esta palabra es completamente inadecuada,
esa condena yo diría- de poder escribir o de necesitar escribir, difícilmente
van a entender. Al menos yo he escrito cuando tenía que resistir a la vida,
porque si no, me hubiera vuelto loco, hubiera cometido un crimen, me hubiera
encerrado en alguna parte de la que no habría podido salir jamás. Los que no
tienen ese recurso, tienen modestamente, cotidianamente, el recurso de sus
sueños nocturnos. Bien citó el profesor la frase de Hölderlin: “Todos somos
grandes poetas cuando soñamos”. Por eso la literatura cuando es poesía, que es
la única que vale, tiene que ver con los sueños. Y somos “andrajosos
pordioseros cuando pensamos”. Es una frase exagerada sin duda, pero es una
frase que un poeta como Hölderlin tiene todo el derecho a decir. Por dos veces
estuve en la torre sobre el río donde Hölderlin pasó treinta años de locura. Un
hombre que ha sufrido de esa manera tiene derecho a decir ciertas frases. Si
somos totalmente justos, casi tenemos que callarnos: cada afirmación siempre es
una injusticia hacia algo o hacia alguien.
El sueño salvador, pues. La
literatura de ficción, la tragedia –para pensar en lo que para mí es la máxima
literatura de ficción- o los poemas trágicos, nunca olvidaron al hombre
concreto. No hay novelas de mesas, de trompetas, de lámparas, ese pretendido
objetivismo un delirio francés y nada más que eso, un delirio. Las novelas son
siempre novelas de hombres que sufren, piensan, ansían, tienen esperanzas y
amarguras. Nunca abandonó la gran literatura al hombre concreto que es el único
que existe, el hombre de carne y hueso. La literatura no abandonó jamás a ese hombre
desamparado, desamparado por el pensamiento ilustrado, por la razón pura, por
el endiosamiento del pensamiento lógico. Por eso no podemos decir que sea sólo
en nuestro tiempo. Y cuando digo nuestro tiempo quiero decir a mediados del
siglo pasado, cuando grandes pensadores como Kierkegaard, grandes escritores
como Dostoievski comprendieron que se estaba produciendo la más grande
catástrofe espiritual al haber ese pensamiento racionalista y racionalizador
escindido y partido brutalmente en dos al hombre: de un lado, el pensamiento
mágico, los sueños, los mitos, las emociones; y del otro lado, el pensamiento,
exaltando solamente el pensamiento puro, proscribiendo el pensamiento mágico,
ridiculizándolo, mofándose de él. Así llegamos hasta estos tiempos hastiados.
En mi opinión, el fin de los tiempos modernos.
Es la crisis más profunda que ha
atravesado la humanidad, la más terrible y que no sé si será superable. Si no
somos destruidos por la bomba atómica, tal vez haya que recuperar la unidad
esencial del hombre de dos costados de pensamientos: el puro y el mágico. Habrá
que reconstruir todo un tipo de cultura, habrá que terminar con todos estos
mamarrachos de la técnica, con que no sólo nos están contaminando la atmósfera,
sino también los espíritus, robotizando de más y más a la criatura humana. Esta
misión salvadora la hizo siempre la literatura y valga el prestigio de los
trágicos griegos, que eran los grandes educadores de su tiempo. No educadores
en el sentido escolar de la palabra, es inútil decirlo. Siempre la literatura
realizó esta tarea y la sigue realizando y la va a seguir realizando mientras
haya seres vivientes, quiero decir hombres. Filosóficamente todos sabemos que
ese sabotaje comenzó con el pensamiento existencial hacia mediados del siglo
pasado, correspondiente y concomitante con el romanticismo filosófico alemán.
De ahí salieron los grandes espíritus
y comenzó la gran revolución de nuestro tiempo, esta que ahora está
desarrollándose ante nuestros ojos y que tuvo su moda también. También los
grandes movimientos, el pensamiento y las artes, tienen sus modas, que son
siempre deplorables, porque no se puede hablar de moda cuando se trata de cosas
esenciales. Pero en fin, quizá también exagerado es decir que tuvo su moda,
tuvo su predominio, alcanzó su notoriedad.
En 1951 publiqué “Hombres y
engranajes”, donde decía con ciertos fundamentos algo parecido a lo que estoy
diciendo ahora. Durante diez años dejé de publicar libros, tanta fue la
amargura que tuve por las acusaciones de reaccionario y obscurantista de
rechazar la ciencia, lo que ahora es un lugar común. Y hasta me da vergüenza
que siga saliendo “Hombres y engranajes”. Sí, tuve que sufrir el pique, a pesar
de haber luchado toda mi vida por la justicia social, por la libertad de los
pueblos oprimidos, por la libertad de las razas perseguidas, por desear una
sociedad más justa. Tuve que aceptar, y callarme, el epíteto de reaccionario
por defender lo que estoy defendiendo ahora, en estos últimos momentos de mi
vida. Pero hay que recordar una frase hermosa de Schopenhauer: “Hay épocas de
la historia en que el progreso es reaccionario y las tradiciones,
progresistas”. Esta es una de esas, por lo que la tolerancia ha alcanzado ahora
su máximo valor espiritual y filosófico. Ya no se espera una simple narración,
se espera que una gran novela ofrezca la visión total de la condición humana,
que está formada de sueños, de mitos, de símbolos, también de ideas. Los
personajes de la novela también piensan, piensan a veces de manera encarnada,
un ejemplo es “Crimen y castigo”, de Dostoievski, en que el problema del bien y
del mal no está dicho de forma abstracta como un tratado de teología, con
conceptos puros, sino que está encarnado en un estudiante concreto de la época
de la Rusia zarista, pobre, resentido, fanático, con ideas también vinculadas a
su fanatismo. Y que mata a una usurera.
Cuando yo tenía dieciséis años, creo,
leí por primera vez “Crimen y castigo”. Y creí que era una novela policial.
Cuando tuve más edad, comprendí que era una novela teológica y metafísica. Esta
reunión de polos opuestos de la condición humana, no solamente puede hacerla la
literatura, y por eso no va a morir nunca la ficción, sino que debe hacerla: es
cuando la novela se transforma no solamente en un exponente, una expresión de
la colosal crisis de nuestro tiempo, sino también en un instrumento de
salvación del hombre. Muchas gracias.
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