REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


Realismo[1]

Dámaso Alonso

 

          La novela moderna, es decir, la que en los principales pue­blos de Europa llega a su forma definitiva en el siglo X/X, no hubiera sido posible sin los avances del realismo a lo largo de varios siglos. En ese progreso, la contribución de la literatura española ha sido enorme.

          Pero ¿qué es «realismo»? El creador realista parte, natural­mente, de la realidad, aunque lo más frecuente es que no siga un modelo concreto y único de ella. Tomemos el personaje que sin duda es la cumbre del realismo español: Sancho Panza. Para los hispánicos, Sancho nos es más real que muchas cria­turas con las que hablamos todos los días. Es indudable que Cervantes, que tan ásperamente se rozó toda su vida con la rea­lidad exterior, tomó de ella rasgos de muchos rústicos; tal vez, aunque no tenemos dato alguno sobre ello, de alguno o algunos de cualquier lugar donde el novelista vivió, o tratados en una venta o en las jornadas de un camino. Todo eso es posible. Pero el Sancho que conocemos, el que se nos mete por el alma, y aun por los ojos, a los lectores del Quijote, es mucho más que todo eso, es un inmenso complejo de refranes, sentencias, agudezas, chistes, cuentecillos, en una palabra, ciencia popular, de carác­ter tradicional, que en casi todos sus pormenores nos es conoci­da de otras tierras y de siglos muy anteriores. Toda esa materia que podemos llamar «folklórica» la juntó genialmente Cervan­tes, la fundió, para crear esa criatura, Sancho, más real que las de carne y hueso. Arte realista es aquel en el que su creador logra infundir en el lector una sensación de realidad que se le mete por el alma y aun por los ojos. Y lo mismo da que el artista tuviera un modelo directo o no: Cervantes concentró, en Sancho, no un ser humano único, sino un mundo de ciencia popular.

          Claro está que este arte se aplica lo mismo a seres humanos que a cosas: el escritor realista puede hacemos, ver con especial intensidad unas veces seres humanos, otras veces una armadura, un caballo, un patinejo, una habitación... Pero el realismo es­pañol, desde sus mismos orígenes, se ha preocupado principal­mente en hacer que viva, evocado dentro de nuestra imagina­ción, el hombre, sobre todo el alma del hombre, la reacción de esa alma ante las cosas, y en especial ante otros seres humanos. El realismo literario español es un realismo psicológico. Desde el Poema del Cid (en neta oposición a la francesa Canción de Roldán) y a través del Arcipreste de Hita, del Arcipreste de Talavera, de la Celestina y de El Lazarillo de Tormes, la lite­ratura española, con una constancia y en una gradación que se pensaría dirigida dentro de un plan supremo, se ha propuesto la pintura del alma humana. No es una pintura estática, es el movimiento, los cambios del alma ante las cosas y ante los otros hombres. Esa técnica española para pintar las almas se desarro­lla - como acabamos de indicar, con sus jalones principales- ­durante la Edad Media, y al final de ese período viene a culmi­nar en la Celestina, obra en la cual, por primera vez, el realismo psicológico ha creado grandes, intensos caracteres. A mediados del siglo XVI se señala un nuevo avance: en el Lazarillo de Tormes, también por primera vez, esa maestría psicológica, de raíz medieval, ha ido a insertarse en una verdadera novela. En ese crecimiento literario del estudio del alma humana, el inme­diato escalón es el Quijote.

          Para comprender algunos de los rasgos de la técnica cervan­tina en la pintura del alma, podríamos seguir la evolución de Sancho a través de la obra inmortal. Sancho está oscilando constantemente: unas veces, su credulidad o su deseo de venta­jas materiales le hacen participar en una especie de quijotismo, y cree las disparatadas fantasías de su amo; y otras, su sana razón de campesino manchego ve y conoce la más neta realidad: los molinos como molinos, y los rebaños como rebaños. La verdadera interpretación del alma de Sancho reside en este movi­miento pendular entre ser un Sancho-Quijote y un Sancho-Sancho, con innumerables grados intermedios entre ambas posi­ciones extremas. El realismo psicológico medieval era más apre­tado, se podría decir más violento. Cervantes es señor absoluto de sus materiales, tanto, que el lector le juzgaría despreocupa­do de ellos: Sancho va oscilando sin violencia alguna, naturalí­simamente, a lo largo de la gran obra de Cervantes.

      En el Quijote llega, además, a su culminación otro impor­tantísimo descubrimiento de la novela española. Es el Lazarillo la primera novela en la que se encuentra un ejemplo de lo que podemos llamar carácter mixto o entreverado. El hidalgo del Lazarillo es grotesco, pero sentimos piedad por él. ¿Es comple­tamente grotesco? No: es una mezcla de grotesco y admirable. Esta mezcla es totalmente nueva en literatura; es uno de los rasgos que dividen dos mundos: la novela vieja y la moderna. Creo que ése es uno de los máximos descubrimientos de la literatura española.

      El verdadero heredero de ese descubrimiento, no es la nove­la picaresca, sino Cervantes. El hidalgo del Lazarillo anuncia la figura de don Quijote. La «anuncia» solamente: era todavía local, limitado; había algo noble y digno en su hidalgo, pero nadie podía decir que fuera sublime. Cervantes ha visto con claridad que todos nosotros somos una mezcla, pero generaliza, universaliza su imagen de esta aleación, y así nos da en los caracteres, de don Quijote y de Sancho una representación del alma humana elevada a plenitud. Don Quijote, loco, disparatado, gro­tesco, es enterizo sólo en su valor y en su fe. Es un entrechocar de planos. Es neciamente sabio, sabiamente necio; es absurda­mente angelical, angelicalmente absurdo; grotescamente sublime, sublimemente grotesco. Y es este choque, que ante todo provoca nuestra, ternura por el héroe, lo que crea también el humor en la literatura novelesca: de Cervantes se había de di­fundir por el mundo.

          Los escalones del realismo español han ido de tal modo graduados, que, al contemplar la subida, todo nos parece sen­cillo, natural, necesario. Del lado del realismo, don Quijote tenía que producirse en España y cuando se produjo: a princi­pios del siglo XVII. La flor maravillosa había sido precedida de una serie de flores más pequeñas todas, en tamaño, color, perfume, según la primavera de los tiempos avanzaba hacia la noche de su solsticio. Y todo lo anterior habían sido ejercicios, virtuosidades de ensayo. El Lazarillo sólo daba fragmentos, rin­cones de la realidad de España; pero Cervantes ya no da vis­lumbres o trozos, sino que toda España está metida dentro del Quijote, viviente allí, caliente allí, dándole pulso, como un co­razón dentro de un pecho.

 

Universalidad.

 

          Esto, por lo que toca al realismo. Pero el Quijote es una obra universal. El elemento realista es estático, inalterable. Pero las criaturas de arte se separan del creador y, como seres vivos, crecen de modo natural. El elemento universal del Quijote es en verdad su parte más viva, es fluidizo, cambiante; es el re­flejo de la gran obra sobre la cambiante conciencia de los tiem­pos. Pero ese cambio, en las obras verdaderamente clásicas, es siempre un enriquecimiento. Y el valor universal del Quijote crece sin descanso.

          Hay una interpretación que creo queda ya fija, subyacente en cualquiera nueva que se anuncie: el Quijote, este libro tan español, tan localista, es la más sagaz indagación en el inmuta­ble corazón de la humanidad. El primer análisis del hombre es el de su dualidad constitutiva: carne y espíritu; perentorias ne­cesidades fisiológicas y alto vuelo del ideal. Durante mucho tiempo se pensó que el contraste estaba representado por el de don Quijote y Sancho; más tarde se creyó que Sancho era otro Quijote, en cuanto recibía la aureola de idealidad que exhala su amo. Seguimos creyendo que los verdaderos Sanchos, los mate­rialistas, son los Sansones Carrascos, los barberos y los Duques de la novela, pero, como hemos explicado antes, que Sancho es un elemento de enlace, oscilante entre ambos mundos. Lo cier­to es que la dualidad, existe a todo lo largo de la obra, que es precisamente la razón interna de su unidad. Al indagar así Cer­vantes el tema esencial y permanente del hombre, lo que le ata a la tierra y lo que le liga a Dios, arrancó o desgajó, sin querer, su libro, de España; y el Quijote ya es, tanto como de España, de Francia, de Inglaterra... de Europa, del Universo; y lo mis­mo lo podemos retrotraer al hombre que cazaba mamuts, pero que por primera vez sintió, como un dulce vaho, un amor na­ciente y oscuros anhelos de divinidad, en el fondo de una ca­verna, que proyectarlo sobre el que dentro de miles de años - entre complejos tráfagos de una inmensa regulación de fríos mecanismos - se mire en unos tiernos ojos de mujer, o contem­ple, ascensionalmente movido, la profundidad de una noche estrellada. Así se produjo el prodigio de que, el Quijote sea el libro más localista del mundo y, al mismo tiempo, el más universal. Sí, creo que este sentido queda ya permanente en la misma base de todas las interpretaciones.

          Visto del lado español, el Quijote se produce exactamente cuando tenía que ocurrir: cuando la larga y maravillosa técnica española del realismo se había injertado por fin, en la novela. Pero acabamos de decir cómo el Quijote se nos escapa de las manos a los españoles, porque, por ser tan universal, es de todas las naciones y de todos los corazones humanos. Y habría que preguntar por qué se produjo, no ya para España, sino para el mundo, precisamente cuando los cielos, con lentos cursos de astros; estaban midiendo esos primeros años del siglo XVII. Es que en el mundo, por entonces, ha muerto el héroe, el héroe medieval. (Los últimos héroes que parecen míticos son los es­pañoles del siglo XVI, en la inmensidad desconocida de América.) Dios quita entonces, precisamente, al espíritu humano uno de los dones que durante siglos y casi eras le habían deleitado y exaltado: el poema. Y a trueco le daba uno de los dones que más habían de mejorar el espíritu humano, que más habían de exci­tar la compasión hacia el desvalido, que más habían de contri­buir a este anhelo que hoy tenemos todos (salvo los monstruos) de una distribución más justa de los bienes de la tierra. Reci­bía entonces el mundo, a cambio del antiguo poema, un ins­trumento noble, potentísimo y peligrosísimo: la novela.

          No todos admiten la validez de esta ecuación: el poema es al mundo antiguo lo que la novela al moderno. Pero nadie podrá negar lo evidente: cuando aquel género se extingue, este otro nace. Don Quijote es exactamente el momento del cambio; de ahí el carácter extraordinario de este libro, lo que le da su más profunda originalidad. ¿Y por qué se produjo entonces?

          El poema no podía vivir ya en Europa porque faltaban las condiciones humanas que le habían dado origen.

          El Poema y el héroe viven en Europa lo que viven la unidad de fe vital y la conciencia de una comunidad de destino. El poema y su héroe mueren cuando Dios abre su mano y parece abandonar a la humanidad (pero no, no la abandona}. Es el co­mienzo de nuestros tiempos de aflicción., Pero España tiene todavía en el siglo XVI una fuerza y una creencia en el destino europeo, que unas veces con amor, otras con sangre, quiere im­poner al mundo. España es el único país de Europa donde se produce un curioso fenómeno: que, empapada intensamente en las aguas del Renacimiento, conserva la conciencia universaliza­dora de la Edad Media. En una palabra: la España del siglo XVI es un producto de dos factores, aún vivos, los dos, entonces: Edad Medía y Renacimiento. Por eso mantiene como ningún otro pueblo sus mitos medievales, sus héroes antiguos, sus canciones...

          No es una casualidad que los viejos mitos europeos se con­serven (hasta cierto punto) o, mejor, se prolonguen en la novela caballeresca, es decir, en España. Y ahora don Quijote (lo viera Cervantes o no) es el héroe, el héroe del poema me­dieval, y a él va a parar la grandeza unitaria de la fe en los ideales.

          Héroe total: como un Cid, como un Roldán, como un Guillermo. El haz deslumbrante de Amadís aún le ilumina, y re­fulge su inmaculada armadura, según cabalga en esta noche de la declinación del mundo. Por eso su libro es el último gran poema de un anhelo universal, de un ideal intacto. También desde el punto dé vista Universal, el Quijote tenía que escribirse en España.

          Pero Cervantes era un hijo de su tiempo. Al crear el último gran poema de la fe, fue quizás un instrumento ciego. Tuvo, en cambio, los ojos bien abiertos al crear; exactamente al mismo tiempo, la: primera y máxima gran novela moderna. Porque ese anhelo medieval universalista fracasa; su ruina es la de España, y Cervantes lo ve, lo palpa a su alrededor. Y el rutilante héroe, con

 

...la adarga al brazo, toda fantasía,

y la lanza en ristre, toda corazón,

 

rueda una y otra vez por el suelo de sus aventuras. Como rodará España, corazón de un ideal ya antiguo, ya imposible, desde el mediodía de Lepanto a la «Invencible», desde la «invencible» a la paz de Westfalia, para hundirse con risa de la nueva Europa.

Don Quijote es el anhelo antiguo, la creencia en un común ideal humano, es la fe de España. Él es España.

          De un lado, el caballero y el ideal; de otro, la realidad. Y, al estrellarse contra la realidad, se rompen a la par el caballero y el poema antiguo; y nace para el arte lo particular de la novela. Por eso el Quijote es, a un mismo tiempo, el último gran poema

antiguo y la, primera y máxima novela universal. Producto de un choque en el cual los dos mundos que chocan se han fundido. Muerte y nacimiento a la vez.

          Glorioso nacimiento, pero triste. Y esto explica que ese libro, que es todo un tesoro de cambiante humor, que ha hecho contor­sionarse en carcajadas a millones y millones de rostros humanos, sea en verdad profundamente triste. A muchos nos hace llorar.



[1] Prólogo al libro Aproximación al Quijote, de Martín de Riquer. Biblioteca Básica Salvat. Estella (Navarra), 1970. Páginas 12-18