REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


Capítulo XXVI de la Vida de Don Quijote y Sancho[1]

Donde se prosiguen las finezas que de enamorado hizo Don Quijote en Sierra Morena

 

 

 

Y quedóse Don Quijote rezando en un rosario de agallas grandes de alcornoque, paseándose por un pradecillo, es­cribiendo y grabando en las cortezas de los árboles y por la menuda arena muchos versos, suspirando y llamando a los faunos, silvanos y ninfas de aquellos contornos.

¡Admirable aventura! ¡Aventura del género contempla­tivo más bien que del activo! Hay gentes, Don Quijote mío, ciegas al valor de estas aventuras de suspirar y dar sin más zapatetas al aire. Sólo el que las dio o es capaz de darlas puede dar cima a grandes empresas. Desgraciado del que a solas consigo mismo es cuerdo y cuida que los demás le miran.

Esta penitencia de Don Quijote en Sierra Morena nos trae a la memoria aquella otra de Íñigo de Loyola en la cueva de Manresa, y sobre todo cuando en el mismo Man­resa y en el monasterio de Santo Domingo "vínole al pensamiento -como nos dice el P. Rivadeneira, libro I, capí­tulo IV- un ejemplo de un santo que para alcanzar de Dios una cosa que le pedía, determinó de no desayunarse hasta alcanzarla. A cuya imitación -añade- propuso él también de no comer ni beber hasta hallar la paz tan desea­da de su alma, si ya no se viese por ello a peligro de morir".

Al terminar un piadoso autor la vida de San Simeón Estilita, añade: "Esta vida es más para admirada que para imitada", y Teresa de Jesús, en el párrafo tercero del ca­pítulo XIII de su Vida, nos dice que el demonio "nos dice o hace entender que las cosas de los Santos son para admi­radas, mas no para hacerlas los que somos pecadores", y eso dice ella también, mas que "hemos de mirar cuál es de espantar y cuál es de imitar". Y así podría creerse que la penitencia de Don Quijote en Sierra Morena es más para admirada que para imitada. Pero yo os digo que de la misma fuente de que brotaron sus más hazañosas proezas, de esa misma fuente brotó también lo de las zapatetas en el aire, siendo inseparable lo uno de lo otro. Aquellas locuras encendieron su amor a Dulcinea, y ese amor fue su brújula y su resorte de acción.    

Lo bello es lo superfluo, lo que tiene su fin en sí: la flor de la vida. Y esas zapatetas en el aire son bellísimas, porque no tienen otro fin que el de darlas. Aunque sí, otro fin tuvieron, fin de propia educación. Oídme una parábola:

 

      Llegaron a segar un campo dos segadores. El uno, ansioso de segar mucho, empezó a cortar sin cuidarse de afilar la guadaña, y al poco rato, mellada y embotado el filo, derri­baba la yerba, mas sin cortarla. El otro, deseoso de segar bien, se pasó casi toda la mañana en afilar su instrumento, al caer de la tarde ni éste ni aquél habían ganado su jornal. Así hay quien sólo se cuida de obrar sin afilar ni pulir su voluntad y su arrojo, y quien se pasa la vida en afile y pulimento, y en prepararse a vivir, le llega la muerte. Hay, pues, que segar y pulir la guadaña, obrar y pre­pararse para la obra. Sin vida interior no la hay exterior.

Y esas zapatetas sin más ni más en el aire, y esos rezos,  esos grabados en las cortezas de los árboles, suspiros e invo­caciones, son ejercicio espiritual para arremeter molinos, alancear corderos, vencer vizcaínos, libertar galeotes y ser por ellos apedreados. Allí, en aquel retiro, y con aquellas zapatetas, se curaba de las burlas del mundo, burlándose de él, y desahogaba su amor; allí cultivaba su locura he­roica con desatinos en seco.

En tanto tomó Sancho el camino del Toboso, y al llegar a la venta en que lo mantearon topó con el cura y el barbero de su lugar. Los cuales, no bien le vieron, preguntáronle por Don Quijote y dónde quedaba, y Sancho, guiado por un cer­tero instinto, intentó ocultarlo. Y ¡qué bien comprendías, fiel escudero, que los mayores enemigos del héroe son sus pro­pios deudos y parientes, los que le quieren con el cariño de la carne! No le quieren por él ni por su obra, sino quiérenle para ellos. No le quieren por su obra, que es su alma y su razón de ser; no le quieren en la eternidad, sino en el tiempo. Cuenta Marcos el evangelista, en el capítulo III de su Evangelio, que cuando Jesús había elegido sus apóstoles estaba rodeado de mucha gente, que ni aun podían comer pan (vers. 20), y al oírlos los suyos, οί παρ̉  αύτοΰ, los de su familia, su madre y hermanos, fueron a prenderle, di­ciendo: "Está fuera de si"; esto es, está loco (vers. 21), y al decirle al Maestro: "He ahí tu madre y tus hermanos, que te buscan fuera", respondió diciendo: "¿Quién, mi madre y mis hermanos? He aquí mi madre y hermanos - y miró a los que le rodeaban-: quien hiciera la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre" (vers. 31 a 35). Para nadie es más loco el héroe, el santo, el redentor, que para su propia familia, para sus padres y hermanos.

El cura y el barbero obraban, al querer reducir a Don Quijote a su casa, conforme al corazón del ama y la sobrino del hidalgo, que le creían fuera de si. Pero los sobrinos de Don Quijote son quienes se encienden en su hidalga caballerosidad, son sus parientes en espíritu. El héroe acaba por no poder tener amigos; por ser a la fuerza un solitario.

Bien hizo, pues, Sancho, en querer ocultar al cura y al barbero dónde paraba su amo, pero no le valió la treta, porque como estaba solo, sin el amparo de su señor, le atacaron por el miedo y le hicieron cantar de plano. Y lo cantó todo, asombrando a los vecinos, que "se admiraron de nuevo considerando cuán vehemente había sido la locu­ra de Don Quijote, pues había llevado tras de sí el juicio de aquel pobre hombre". ¿Vehemente? Más que vehemente; con­tagiosa con el contagio del heroísmo. Y no puede ni debe llamarse pobre hombre a quien tan rico de espíritu se iba haciendo con sólo haber entrado a servir a tal Caballero.

"No quisieron cansarse ni sacarle del error en que estaba -agrega el historiador-, pareciéndoles que, pues que no le dañaba nada la conciencia, mejor era dejarle en él y a ellos les sería de más gusto oír sus necedades." Ved cómo toman estos dos mundanos cura y barbero las cosas de San­cho; le dejan en lo que creen su error y era su fe en el he­roísmo, para sacar gusto de oír las que reputan sus nece­dades. Haced luego nada heroico o decid nada sutil o nuevo para dar insto a los que os lo tomarán como meras inge­niosidades.

Presumo que leerán estos mis comentarios no pocos curas y barberos manchegos, o que merecían serlo, y hasta llego a sospechar que los más de los que me los lean andarán más cerca que de otra cosa de aquellos cura y barbero y creerán bueno dejarme en los que juzguen mis errores para sacar gusto de mis necedades. Dirán, como si lo oyera, que sólo busco y rebusco ingeniosas paradojas para hacerme pa­sar por original, pero yo sólo les digo que, si no ven ni sienten todo lo que de pasión y encendimiento de ánimo y hondas inquietudes y ardorosos anhelos pongo en estos co­mentarios a la vida de mi señor Don Quijote y de su escu­dero Sancho y he puesto en otras de mis obras, si no ven ni sienten eso, digo, los compadezco con toda la fuerza de mi corazón y los tengo por unos miserables esclavos del sentido común y unos espíritus aparenciales que se pasean entre sombras recitando de coro las viejas coplas de Ca­laínos. Y me encomiendo a nuestra señora Dulcinea, que dará al cabo cuenta de ellos y de mí.

En acabando de leer esto, se sonreirán también, murmu­rando: ¡Paradojas! ¡Nuevas paradojas! ¡Siempre paradojas! Pero venid acá, espíritus alcornoqueños, hombres de dura cerviz, venid y decidme, ¿qué entendéis por paradoja y queréis decir con eso? Sospecho que os queda otra dentro, desgraciados rutineros del sentido común. Lo que no queréis lo remejer el pozo de vuestro espíritu ni que os lo remejan; lo que rehusáis es zahondar en los hondones del alma. Bus­cáis la estéril tranquilidad de quien descansa en instintos externos, depositarios de dogmas; os divertís con las necedades de Sancho. Y llamáis paradoja a lo que os cosquillea el ánimo. Estáis perdidos, irremisiblemente perdidos; la haraganería espiritual es vuestra perdición.



[1] Vida de Don Quijote y Sancho, de Miguel de Unamuno. Colección Austral, Espasa-Calpe, 15ª edición, Madrid. 1971. Páginas 83-86.