REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS

 

Ábaco 30

Invierno 2004

Claudio MAGRIS
Pedro Luis Ladrón de Guevara
(Universidad de Murcia)

 

Italiano de Trieste, defensor de una Europa fuerte pero generosa, escritor de inteligencia incisiva: “Por egoísmo, deberíamos ayudar al prójimo”. Poco antes de recibir el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, Claudio Magris reflexiona en confianza sobre la vida dentro y fuera de sus libros.  

 

         ESTAMOS EN OVIEDO, en el Hotel de la Reconquista, donde ayer se sucedieron innumerables entrevistas en las que él hablaba y yo traducía.  Claudio muestra su alegría y su gratitud por el Premio Príncipe de Asturias que culmina la generosidad con que los españoles han recibido sus libros. El galardón se suma a la medalla de oro que le otorgó el Círculo de Bellas Artes de Madrid. “Los premios deben servir también para hacer balance del camino recorrido”, comenta. Se vuelca con los medios de comunicación, recibe a desconocidos lectores que quieren estar con él un instante, firma ejemplares por doquier. Su cordialidad es un modo de agradecimiento y la manifestación de su calidad humana.

         Declarado europeísta –votará a favor de la Constitución europea-, es consciente de que todo nacimiento entraña dolor; incluso cuando los hijos se independizan de los padres pasan estrecheces, por eso la solución estriba en construir Europa con el menor coste posible. La última vez nos vimos en Murcia, en unas jornadas dedicadas a él y donde estuvieron presentes los profesores y escritores Predrag Matvejevic, Ernestina Pellegrini, Lene Waage Petersen y algunos de los estudiosos españoles de su obra. Allí, el actor Pepe Martín interpretó sus monólogos.

 

En los siglos XIX y  XX se crean nacionalismos contrapuestos a otros países, excluyentes. Algunos quieren construir Europa en contraposición con Estados Unidos o el mundo árabe. ¿Es posible construir en este nuevo siglo una Europa que no se contraponga a otras culturas?

 

       Creo mucho en la construcción de Europa y espero que pueda existir cuanto antes un Estado europeo fuerte. Hoy es imposible ignorar lo que sucede fuera, no es posible en España ignorar lo que sucede en Italia, así como en Trieste no se podría ignorar una desgracia que ocurriera en Milán porque tendría repercusiones. Hay una rela­ción de facto, de vida asociada, a la que debe corresponder también una realidad  institucional. Pero será dificilísimo. Yo creo que no se puede construir algo contra, aunque el contra establece momentáneas agregaciones que han funcionado ocasionalmente. No tiene sentido construir Europa contra Estados Unidos, porque ¿qué Esta­dos Unidos?, ¿el de Reagan o el de Kennedy? El problema es que Europa tiene un gran potencial económico, también mili­tar, pero no tiene fuerza política. No creo que una animadversión hacia Estados Unidos o hacia el mundo musulmán pueda funcionar como elemento de cohesión. Como mucho, podría servir momentáneamente basándose en un estado de ánimo de un momento concreto, pero poco después desaparecería como elemento  de unión. Europa necesita una política común que sea abierta pero no ingenua. No podemos ser ni siervos, ni hostiles a priori.

 

Ha descrito en “El Danubio” un paisaje cargado de referencias culturales.

¿Es factible para usted el encuentro con la naturaleza más allá de las lecturas?

¿Cuál es su relación con la naturaleza?

 

      Mantengo una relación física intensa. Necesito el mar, sumergirme en él. La verdadera diferencia no radica en una naturaleza mítica y una literatura artificial, pues todo es naturaleza, incluso aquello que parece negarla. Naturaleza es también el virus, los tubos de escape. Soy contrario a discursos excluyentes. El hombre también es parte de la naturaleza, construye casas como los pájaros construyen sus nidos.

 

¿El mar es punto de partida, de llegada, o constante paisaje sobre el que lanzar la mirada para encontrarse a sí mismo?

 

      Hay un poco de todo. Está ligado a mis primeros recuerdos de infancia. Mi madre amaba mucho el mar, su armonía con el mundo. Quizás en mi indecisión entre Turín y Trieste, fue el mar el que decidió. Está el mar de la tormenta, del desafío, es el símbolo de la vida, la odisea; pero me siento más fascinado por el mar tranquilo, que también es terrible porque bajo la superficie está la tragedia. El mar también esta ligado al amor, al amor compartido.

 

Ayer escuchábamos a Joan Massagué hablar de cáncer. Somos mortales, pero cuando la enfermedad nos lo muestra cruelmente, ¿Cómo se vive esa experiencia?

 

      Es muy difícil. Yo me identifiqué con mi mujer [Marisa Madiari, fallecida el 9 de agosto de 1996], pero una cosa es cuando existe la lucha y no necesariamente tiene que producirse la muerte, y otra cosa es el momento en que se sabe que hay poco tiempo, y éste se vuelve mucho más precioso, se alarga. En junio pensábamos que sucedería en otoño y aquel verano parecía muy largo, el tiempo se alargaba. Siempre tuvimos la sensación de tener bastante tiempo. El tiempo se dilata, como si fuese una persona anciana que sabe que no le queda mucho pero continúa viviendo.

 

¿Qué les hubiera dicho Marisa a los que hoy luchan contra la enfermedad?

 

      Marisa respondió con determinación, como quien recibe un puñetazo y quiere devolverlo. Nunca permitió que la enfermedad invadiese la realidad de cada día. Sintió miedo a morir y rabia por tener que irse, pero no permitió que lo negro que se cernía sobre ella tiñese de negro el mundo.

 

¿Puede esperar el lector español algún nuevo texto de Marisa?

 

      Sí, un tercer volumen con seis cuentos bellísimos. Ella decía: “Necesito mucho tiempo para escribir pocas cosas”.

 

 

 

¿Cómo será su nuevo libro?

 

         Es un intento de unir mis dos almas: el comportamiento épico y mi comprometido sentido de la realidad, por un lado, y por otro el delirio.

 

Tiene costumbre de escribir en los cafés, del San Marcos de Trieste al Gijón de Madrid. ¿No sería mejor un lugar más tranquilo?

 

         Me gusta escribir en un sitio donde la realidad transcurre alrededor. La mesa de un café es como la tabla de un naufragio. Ciertamente no me gusta el ruido, aunque sí el murmullo de la vida.

 

Sabe que siento debilidad por el texto “Haber sido”, donde habla de la necesidad de haber sido más que de ser. ¿Qué puede decirme de esa visión?

 

         Yo siento una gran vocación de haber sido. En El mito habsbúrgico esta ya presente, pero no tiene un sentido nostálgico, el combate también forma parte de mí, es un modo de liberarse, de huir, porque los golpes del pasado hacen menos daño.

 

 

En cierta ocasión escribió que la poesía moderna es con mucha frecuencia nostalgia de la vida, habla de que el dolor más intenso no es la infelicidad sino la capacidad para ir hacia la felicidad.

¿Es también Claudio Magris un poeta?

 

         La poesía me seduce, pero tengo la sensación de que solo la puedo alcanzar por la puerta trasera, de que se me escapa entre los dedos.

 

Hasta hace unos años dedicaba todo su esfuerzo al estudio de los grandes escritores, ¿Qué sensación le produce ser ahora el objeto de estudio, el que llena los escaparates con su obra? ¿Qué siente desde el otro lado?

 

         No creo estar en el otro lado. La vida está hecha de nuestras posibilidades. No creo que escribir un ensayo sea menos hermoso que escribir un cuento. Platón no es inferior a Homero; si eso sirve para los grandes, también para los pequeños diablos.

 

El siglo XX fue el de la crisis de la identidad. ¿No ha llegado el momento de llenar ese vacío con la solidaridad, de ayudar a quien tiene menos como único modo de vivir mejor con nosotros mismos?

 

         Estoy de acuerdo. Hoy conocemos los problemas del mundo, pero es preocupante la difusión de una cultura que niega la solidaridad. Es una cultura anarco-liberalista, un atentado contra la humanidad, demagogia del individuo. Egoístamente nos debería interesar que todo fuese cada vez mejor.

 

         Dejo de hacer preguntas, él desearía tomarse una auténtica sidra asturiana, pero ni la hora ni el lugar son los apropiados. La charla con Claudio Magris es un aprendizaje continuo y una lección de humanidad. Magris agradece a Oviedo el calor y la amistad con la que le han recibido. De Asturias se lleva también la visión de la extensa playa de Gijón donde, estoy seguro, se habría bañado no obstante sea finales de octubre.

Esta tarde recogerá su premio, lo compartirá con los presentes, y tendrá recuerdos para Umberto Saba, para Canetti, para su mujer. Entonces, mirando a la platea, podrá decir como su amado don Quijote: “Yo sé quien soy”.

   Entrevista realizada por Pedro Luis Ladrón de Guevara, profesor de Literatura Italiana en la Universidad de Murcia y traductor de la obra de Claudio Magris, en plena vorágine de entrega de los Premios Príncipe de Asturias.

 

 

LA PATRIA CHICA donde Claudio Magris vio la primera luz, Trieste, en 1939, ha determinado su forma de entender el mundo. Frontera entre Italia y Austria, la ciudad es un ejemplo de intersección entre culturas y de mutuo enriquecimiento. Dos mejor que una, podría decirse. Desde niño sintió la importancia del diálogo entre tradiciones y naciones diferentes, y de ahí su especialización en literatura germánica y sus numerosos estudios dedicados a la comunicación entre las tradiciones latina y alemana de la influencia de ésta en el centro de Europa. ‘El mito habsbúrgico en la literatura austriaca moderna’ (1963) es una de sus principales investigaciones académicas. Su personalidad literaria refleja ese gusto por la convivencia de lenguajes y, en consecuencia, de géneros. Hace ensayo, pero impregnado de ficción y narración novelesca. Escribe novela, pero con constantes cuñas de meditación sobre la historia y la condición humana. Añade su pasión por los viajes y el desplazamiento desde un enfoque biográfico. ‘El Danubio’ (1997), su trabajo más conocido, representa esta tendencia en un personal recorrido de la geografía europea desde Alemania a Bulgaria. ‘Utopía y desencanto’ (2001), definición de su pensamiento, recopila sus escritos en prensa desde 1974 a 1998. Un texto idóneo para comenzar la lectura de Magris. ‘La exposición’ (2003) es uno de los más originales: recrea en clave autobiográfica la vida de Vito Timmel, pintor del XIX que vivió y murió en un manicomio de Trieste. (J.P.Z.)

                                                                                    

 

 

Discurso (23-10-2004)

Majestad, Altezas Reales, Señor Presidente y Señores de la Fundación Príncipe de Asturias, Señor Presidente y Señores miembros del Jurado de este Premio, Colegas que habéis sido honrados junto a mí, Señoras y Señores, hace muchos años, el joven Umberto Saba, que todavía no era uno de los mayores poetas del siglo XX, mandó a una revista literaria una poesía que había escrito sobre un soldado que todavía hacía el servicio militar con él. La poesía fue publicada y el poeta recibió una compensación económica de cincuenta liras -Eran los años en los que en Italia se cantaba una canción que decía "Si pudiera tener mil liras al mes". Por la noche, en el cuartel, el camarada le dijo a Saba que tenía que darle la mitad de las ganancias, veinticinco liras, porque sin él no habría escrito aquella poesía.

Creo que aquel joven no estaba equivocado del todo y que la vida tiene derecho a pasarle la cuenta a un escritor, incluso a quien recibe hoy con gratitud y asombro un regalo, magnánimo e inesperado, como éste que se me concede. En este momento, mientras trato de expresaros la profunda gratitud por el reconocimiento que se me otorga, pienso que yo también debería compartirlo con todos aquellos sin los cuales mis libros no existirían.

Escribir es transcribir. Incluso cuando inventa, un escritor transcribe historias y cosas de las que la vida le ha hecho partícipe: sin ciertos rostros, ciertos eventos grandes o pequeños, ciertos personajes, ciertas luces, ciertas sombras, ciertos paisajes, ciertos momentos de felicidad y de desesperación, no habrían nacido muchas páginas. Por tanto, debería compartir este premio con todos los coautores de lo que he escrito, hombres y mujeres que han compartido mi existencia y forman parte de mí. Solamente mirando esos rostros puedo ver el mío, como en un espejo que de lo contrario estaría vacío, como si también yo hubiese vendido mi imagen al diablo, de acuerdo con la leyenda. Sólo gracias a ellos puedo decir, como Don Quijote, "yo sé quien soy".

Este premio culmina la enorme generosidad que desde el primer momento me ha demostrado España. Para mí, ya es un premio ser puesto al mismo nivel que las grandes figuras que lo han recibido en el pasado y lo reciben hoy conmigo, además de los otros escritores que han sido tenidos en cuenta al mismo tiempo que yo. Cuanto más grande y significativo es un premio, tanto más procura en el ánimo de quien lo recibe un sentimiento de alegría, pero también de incertidumbre, porque lleva a hacer balance de nosotros mismos, y los balances, ya se sabe, a menudo revelan un déficit.

Quizás un escritor sienta de modo especial, hoy más que nunca, la precariedad del yo individual, la intercambiabilidad de la experiencia y de la propia personalidad, que a veces le parecen absorbidas en una abstracción en serie y anónima; en ocasiones cree que un texto suyo podría ser de otro. Quizás sea solo una tentación que nace del temor, pero a veces nos parece que lo único e inconfundiblemente nuestro son los momentos de oscuridad, de miedo, de dolor, de angustia y de delirio, de indignidad, como si realmente sólo fuésemos nosotros mismos cuando estamos a punto de perdernos, de naufragar, de desertar. Pero sin tener en cuenta esta oscuridad, este impulso hacia la deserción, no seremos capaces de entablar, no obstante todo, lo que San Pablo llama "el buen combate". La escritura es también un continuo viaje entre estas dos verdades, la de la fuga y la de la batalla; viaje a través del desierto y hacia una Tierra Prometida que sabemos que no alcanzaremos, porque la verdad de la escritura es el exilio, el estar fuera de la verdadera vida. Qué se pierde escribiendo? -me preguntó una vez una estudiante china en Xian. Pregunta lapidaria, que requirió una larga respuesta. Sí, también la escritura debe registrar voces "con pérdidas", pero sin ella la verdadera vida estaría todavía más lejos.

Estamos viviendo la transformación liberatoria y sobrecogedora de una época, del mundo, de la realidad, quizás del hombre mismo. Estamos sentados en el borde de un volcán y de todas partes llegan estruendos de guerra, de una guerra que, como la metástasis de un cáncer, golpea ahora a una parte del mundo e implica al mundo entero. Como triestino, provengo de Italia, pero también de un poco de esa civilización centroeuropea, mitteleuropea, que intuyó, vivió y representó anticipadamente esta conmoción, comparable en la historia sólo con el final del mundo antiguo.

Vivimos en una realidad que parece la descrita y prevista por Musil; una realidad construida en el aire y sin cimientos, formada por muchas copias de originales que se han perdido o quizás nunca hayan existido, en donde los acontecimientos parecen acciones paralelas a otras que sin embargo no suceden; en la que el individuo mismo se siente una pluralidad centrífuga, un archipiélago desperdigado más que una unidad compacta. Hemos entrado en la habitación de los botones de la fábrica de la vida y no sabemos si nuestros bisnietos se parecerán a nosotros, ni cuánto, si tendrán nuestras pasiones o serán casi otra especie.

La realidad es un estudio teatral que se desmonta continuamente y nosotros nos movemos por él como Don Quijote por la Mancha; no hemos escrito Don Quijote, sino todo lo más un Amadis de Gaula, y nuestro guardarropa anticuado se llena de polvo y se deteriora en el traslado universal que se esta produciendo, pero también esto contribuye a la gestación de una realidad que cuesta imaginar. En su presente y su futuro --que en parte es ya nuestro presente, pero que en parte es también para nosotros todavía futuro-- Nietzsche y Dostoievski vieron el advenimiento universal del nihilismo; mucho dependerá si lo viviremos, como Nietzsche, como una liberación que festejar, o como Dostoievski, como una enfermedad de la que curarse.

Un triestino es especialmente proclive a ser un hombre sin atributos y a buscar en la literatura la identidad de la que se siente incierto. El premio que se me concede hoy subraya, generosamente, el fuerte sentido de Europa presente en lo que escribo. He nacido y he vivido en una ciudad de frontera que, especialmente en determinados años, era ella misma una frontera, es más, estaba constituida y tejida por fronteras que la cortaban espiritualmente separándola de ella misma, la atravesaban como cicatrices sobre el cuerpo de un individuo. Solo una Europa realmente unida puede hacer que las fronteras entre sus naciones y culturas sean puentes que las unan y no barreras que las separen.

La unidad europea no debe infundir temor. De hecho, vivimos ya en una realidad que no es nacional, sino europea; esta unidad europea de facto tendrá que convertirse cada vez más en una unidad institucional, aunque el camino para llevarla a cabo esté plagado de dificultades y de momentáneos retrasos. El amor por Europa no presupone ninguna miope soberbia eurocéntrica: el centro del mundo hoy está en cualquier parte y no tolera ningún inicuo dominio de una concreta parte del mundo. El humanismo europeo es también batalla para esta par dignidad de cualquier provincia del hombre, como la llama Canetti. En la vertiginosa transformación política, social, cultural, la democracia a veces vacila; España, que en pocos años ha vivido una increíble renovación, es un gran ejemplo de cómo la modernización puede y debe significar incremento y victoria de la democracia.

Europa no significa nivelar las diferencias, sino formar un coro armonioso, en el que Oviedo no será menos asturiana o Trieste menos triestina o italiana. La unidad no existe sin diversidad y viceversa. Dante decía que había aprendido a amar Florencia a fuerza de beber agua de su río Arno, pero añadía que nuestra patria es el mundo, como para los peces el mar. Gracias.