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“Uno,
como la vida misma, viene compuesto de instantes- sólo por instantes-, y no
tiene mayor significado”
Hay
quien afirma que todo adulto esconde al menos un secreto inconfesable. No sé si
es cierto o no, pero en mi caso, así sucede. Algo ocurrió hace muchos años ya,
algo oscuro, escabroso, sucio, que me llenó de vergüenza, que jamás he osado
comentar con nadie, que se convirtió en mi mentira particular, una especie de
estigma que hasta hoy he escondido por encima de todo. Tan férrea fue la
autocensura impuesta, tan grande mi esfuerzo en olvidarlo, que hasta he llegado
a dudar, en ocasiones, de que sucediera en realidad.
Pero,
no. Ha bastado un encuentro casual con una de las personas implicadas en el
lamentable suceso, para abrir de nuevo la llaga y reavivar los recuerdos, para
hacerme comprender que aquello fue dolorosamente real.
Rondaría
los quince años cuando la señora María cayó enferma. La señora María era la
mejor amiga de mamá, y Paco, su marido, compañero de trabajo de mi
padre, por lo que ambos matrimonios se trataban mucho. Vivían en el edificio
que había detrás del nuestro, de modo que las ventanas traseras de los pisos
daban unas a las otras. Como los patios interiores eran pequeños, les bastaba
con asomar las cabezas para poder hablar con toda comodidad. Ella era
dicharachera, alegre; él menos comunicativo, taciturno, pero siempre dispuesto
a echar una mano a quien lo precisase.
Como
nosotros, la señora María y Paco eran forasteros. Habían llegado al barrio
desde un pueblecito levantino y les había costado bastante integrarse. No
tuvieron hijos, y, a mis hermanos y a mí, por aquello del roce continuo, nos
querían como si fuésemos algo propio. Sobre todo a mí. Conmigo, Paco siempre
fue muy paciente y solía acudir a él cuando tenía problemas o alguno de mis
juguetes dejaba de funcionar. Era habilidoso y no le importaba perder el tiempo
en tales minucias. Papá, en cambio, andaba ocupado a todas horas. A menudo,
Paco me llevaba a pescar; era una de sus aficiones favoritas. Le gustaba la
soledad, el recogimiento, y aquélla era una buena distracción; sabiéndolo,
respetaba su mutismo. Solíamos ir a un paraje que conocía, un soto con una
vegetación densa, un lugar de veras idílico, que estaba atravesado por un
pequeño riachuelo, donde abundaban barbos y percas, incluso alguna que otra
trucha. ¡Pasaba con él tantos buenos ratos que lo tenía un poco endiosado...!
Cuando
María cayó enferma, mamá la cuidó solícita durante varios días; luego, como la
dolencia se alargara, el matrimonio optó por traer a casa a una sobrina de
ella, para que la atendiese. Era hija de una hermana, vivía en la misma ciudad,
pero en otro barrio distante.
El día
que conocí a Sabina quedé deslumbrado. ¡Nadie podía comparársele! Era, con
mucho, la chica más guapa que jamás había visto. Alta, morena, de ojos grandes
y sonrisa pronta, tenía un encanto que me sedujo desde el primer instante.
Andaría por los 18 años, y creo que me enamoré apenas la vi. Fue, para mí, una
auténtica revelación. Se metió de pronto en mi vida desbaratándola, poniéndola
del revés, desdibujándome los esquemas, quebrando los ritmos, llenando de
alboroto y desconcierto cada uno de mis anhelos íntimos, haciéndome concebir
fantasías disparatadas y sueños imposibles. Estaba fascinado, deslumbrado, sin
enterarme de lo que pasaba a mi alrededor; vivía en un mundo onírico
particular, una especie de dulce nirvana, sin lograr apartarla un solo segundo
de mi mente. Su recuerdo rondaba por mi cabeza en todo momento, turbador,
inquietante, ¡pero tan dulce, tan tierno...! Ajena a mi turbación, me trataba
con la misma familiaridad que sus tíos, con el cariño y la ternura con que se
trata a un primo cercano.
No la
veía yo de la misma forma, no la sentía de igual modo. Cierto que era aún muy
joven, pero estaba perdidamente enamorado de ella. Con tal intensidad que tenía
el juicio ido. ¡Y la espiaba a través de las cortinas de mi habitación, hacía
lo imposible por verla, por estar a su lado, ingeniaba mil formas de cruzar
unas palabras con ella...!
El día
que la vi hablando con Juan, me llevé una profunda decepción. Nació en mi pecho
algo nuevo que luego identifiqué con los celos, y me asaltó un miedo terrible a
perderla. Según supe después por la propia Sabina, era su novio. Habían crecido
juntos en el mismo barrio y llevaban varios meses saliendo. Como ahora cuidaba
de su tía, de cuando en cuando acudía a verla. Solían pasar un rato en un
pequeño jardín que había cerca de allí; a la hora de irse se despedían en la misma
puerta de su casa. Yo, que andaba terriblemente abatido y como desangelado
desde que apareciese, reconcomido por la desazón y los celos, rondaba por las
inmediaciones, espiando con disimulo cuanto hacía, vigilando atento el ir y
venir de sus manos cuando trataba de sobar su pecho.
La
noche que Paco les sorprendió besándose en el portal, tampoco andaba lejos y
fui testigo de su sobresalto y su sofoco. La pareja se separó precipitadamente.
Más tarde, escondido tras la persiana de mi habitación, vi que entraba en el
cuarto de ella y me pareció que discutían en voz baja, que le regañaba por lo
que había pasado. Me solidaricé con él: los labios de Sabina sólo podían ser
para mí.
Temía
que la señora María sanase y Sabina tuviera que regresar con los suyos; por
desgracia, no fue así. La enfermedad se complicó y oí decir a mamá que la cosa
iba de mal en peor, que la pobre no levantaba cabeza. Paco ya no salía a
pescar, casi no me hacía caso. Se me antojaba que cada vez estaba más abismado.
Parecía haberse olvidado por completo de todo cuanto no fuese la dolencia de su
mujer; lo veía alterado, inquieto. Quizá la palabra exacta fuese descompuesto, como desquiciado. En más
de una ocasión observé que disputaban sin alzar nunca la voz cuando iba a su
habitación. Ella parecía furiosa y él, por sus gestos, enojado.
Por mi
parte, seguía espiando a Sabina a escondidas. Algo había cambiado en mi
sentimiento hacia ella y andaba desorientado, confuso. Quería aborrecerla por
serme infiel, pero no podía. En el fondo cada día estaba más enamorado:
obsesionado, vivía sólo para esa pasión turbadora que se había adueñado de mi
alma. Mi único deseo era estar junto a ella siempre, que Juan desapareciera de
una maldita vez de nuestras vidas, tener el camino libre para poder confesarle
algún día mi amor...
También Sabina estaba triste, ojerosa; parecía agotada. Lo achacaba a la tensión de cuidar a su tía. Un atardecer Juan llegó al barrio y Sabina salió a su encuentro; en vez de ir al jardín, como otras veces, se encaminaron hacia un descampado solitario donde a veces las parejas hacían cosas. Al menos, eso había oído decir a los amigotes. Ansioso, los seguí a hurtadillas, pero había poca luz y no se distinguían bien los movimientos. Al regresar a casa, mi corazón sangraba de tristeza. Di por sentado que habían hecho el amor. Entendía perfectamente el continuo enfado de Paco.
Esa
noche estaba tan trastornado, tan tenso, que no podía conciliar el sueño. Las
imágenes entrevistas horas antes me tenían desvelado, con el ánimo en suspenso.
Hacía rato que me había acostado; era tarde ya cuando oí ruido en la habitación
de Sabina y salté ávido hacia la ventana. La noche de verano era cálida, ella
no había entornado los postigos; los visillos se movían levemente con el soplo
de la brisa y ansié contemplar su cuerpo desnudo en la penumbra de la alcoba.
Las sombras no lo permitieron y sólo pude verla fugazmente cuando se metía en
la cama.
Mi
corazón se había inflamado de deseo, ardía de excitación sin poder apartar la
mirada de allí; fogoso imaginaba mil situaciones íntimas. De improviso me
pareció que se sobresaltaba: se incorporó a medias mirando hacia la entrada.
Luego, una sombra se le echó encima; asombrado comprobé que Paco, casi desnudo,
trataba de sujetarla sobre el lecho. Parpadeé incrédulo, sin alcanzar a
entender lo que sucedía. Sabina se defendía en silencio, forcejeaba
desesperada, lo empujaba con todas sus fuerzas. Estaba aturdido. La lucha duró
varios minutos que se me antojaron eternos. Cuando todo cesó, se tendió sobre
ella; después vi cómo movía rítmicamente la espalda...
Sólo
entonces comprendí lo que estaba pasando.
La
señora María murió a la semana siguiente; tras el entierro, Sabina regresó con
los suyos y desapareció de mi vida para siempre. Paco tuvo un accidente con el
coche a los pocos días y todos se preguntaron si en realidad no habría sido un
suicidio: quería tanto a su esposa que no podía vivir sin ella, pensaban los
conocidos. Incluso mis padres eran de la misma opinión; yo sabía que no era
cierto. Acompañé a papá al sepelio, pero no compartía el dolor general. Ahora
aborrecía hasta su recuerdo.
Tiempo
después oí comentar a mi madre que Sabina se había casado a los pocos meses por
estar embarazada. Asqueado, me pregunté quién sería el padre de la criatura.
Esta
tarde, casualmente, me he tropezado con Sabina en el metro. Me ha costado
reconocerla; ni se ha fijado en mí. Lógico: han pasado veinte años desde
entonces y ambos hemos cambiado mucho. Sigue pareciéndome hermosa, pero se ha
convertido en una matrona gruesa, de aspecto cansado y ojos tristes. La
acompañaba Juan y una chica cuyos rasgos enseguida me recordaron a los del tipo
que, siendo niño, tuve endiosado. No la he saludado, no me he atrevido a
dirigirle la palabra. He agachado la cabeza y me he despreciado por mi cobardía
de aquella noche.
Llegó al parque ojeando los titulares del periódico. Había salido temprano para hacer un poco de deporte; de regreso, tras una larga caminata, se detuvo a comprar la prensa. La mañana del domingo era tan agradable que, en vez de ir a casa ya, decidió echarle una mirada en el jardín. A esas horas del domingo estaría solitario, y era como más le agradaba, sin aglomeraciones de gente, sin ruidos. No se había equivocado: allá, al fondo, un chaval jugaba con su perro. Nadie más. Satisfecho, buscó un banco donde sentarse. Localizó uno a la sombra de un gigantesco castaño de indias y se encaminó hacia él. De pronto, a sus espaldas, escuchó una voz que gritaba: “¡Abdul, Abdul!”. Al volverse vio a un hombre que se aproximaba corriendo casi. Parecía árabe; era delgado e iba mal vestido; el rostro, cetrino, mostraba signos de agotamiento. Se sobresaltó al sentir la punzada instintiva del temor: un asalto. Retrocedió precipitadamente mirando inquieto a su alrededor por si precisaba ayuda. Antes de poder reaccionar siquiera, el desconocido se plantó ante él, lo abrazó efusivamente; estampó un beso en su mejilla izquierda, otro en la derecha, y así, alternando sucesivamente, hasta darle cinco en total. Su corazón latía alborotado, desacompasado; estaba poco menos que perplejo. ¿Qué ocurría? ¿Por qué hacía eso? Cuando logró separarse, reculó mirándolo con estupor. El tipo sonreía afable, se le habían iluminado los ojos. Dijo algo que no entendió.
- ¿Qué?
¿Quién diablos es usted? ¿Qué quiere?- preguntó. Al escucharlo, el otro tuvo
un gesto de sorpresa, de desconcierto; luego lo observó un instante como
aturdido, con los ojos muy abiertos y un gesto de asombro infinito. Balbuceó
algo que le resultó ininteligible por completo. No entendía nada-. ¿Qué pasa
conmigo? ¿A qué viene esto?- exclamó lamentando la maldita ocurrencia de haber
entrado en el parque. El otro seguía mirándolo boquiabierto, incrédulo. Así, de
cerca, sus rasgos resultaban familiares. Algo había en su cara que le recordaba
a... ¡Joder! ¿A quién demonios se le parecía? Parpadeó más confuso cada vez. No
podía precisarlo, pero había algo familiar en aquel semblante. Hizo un esfuerzo
y apartó a un lado la peregrina idea. Mejor no despistarse demasiado. Espió
atento sus movimientos por si reaccionaba con violencia. Estaba excesivamente
flaco, tenía aspecto macilento; el cabello, negro y rizado, enmarañado; su ropa
se veía raída, sucia, manchada de polvo. Era evidente que, en los últimos
tiempos, había tenido que hacer frente a situaciones poco agradables. El otro,
sin dejar de contemplarlo a su vez, con tanta intensidad como él mismo lo
hacía, soltó una larga parrafada en lengua extraña. No logró entender la
jeringonza-. Perdón. No comprendo. Dígame. ¿Qué quiere de mí? Mirar
El hombre adoptó una expresión aturdida.
- Abdul- repitió señalándolo con el dedo. Tenía un acento extraño, nasal. Se sintió inquieto. ¿Abdul? ¿Y lo señalaba? ¿Por qué se dirigía a él de ese modo..? ¡Ah, claro! Creyó entender. Tal vez le confundía con algún compatriota que llevara ese nombre. No era la primera vez que ocurría algo semejante. A lo largo de su vida había tenido que soportar bromas y sarcasmos por parte de los amigos debido a su aspecto un tanto moruno. ¡Que lo tenía! Cierto. Para responder a las burlas solía decir que, entre sus gloriosos antepasados, acaso hubiera algún islamita importante.
- Perdone. Yo no Abdul. No soy quien cree- repuso silabeando despacio y apoyó cada palabra con gestos bien explícitos, tratando de hacerle comprender que estaba en un error. ¡Y de golpe cayó en la cuenta de que era con él con quien tenía cierto parecido físico! ¿Cómo no lo había notado antes? Sí, se le parecía. Pero no pudo detenerse a considerar el nuevo matiz: en el rostro del magrebí se había instalado ahora una mueca de temor, de vacilación.
- ¿No Abdul...?- musitó inseguro, como desorientado. Suspiró indulgente y negó otra vez. Viéndolo tan poquita cosa, tan apocado, hasta se avergonzó de haber sentido miedo. No le parecía que pudiera representar amenaza alguna para nadie: se le veía tan débil que parecía a punto de caer desplomado por el agotamiento.
- Eso es. Yo no Abdul...- dijo separando cada palabra con exceso y movió el índice a derecha e izquierda negando. A cada momento que pasaba apreciaba mejor el parecido entre ambos y el detalle despertaba en él una rara sugestión. ¿Por qué ese aire familiar?
- No Abdul...- masculló trastornado y añadió algo en un idioma extraño. Parecía aturdido, lo miraba implorante.
- No ser- afirmó utilizando de forma impropia el infinitivo-. Ya ve que no- dijo lentamente-. Yo español. Nacer aquí...
- ¿Es-pa-ñol? Ser Abdul. ¡Ser Abdul!- exclamó quejumbroso; el deje de su voz tenía matices de consternación, de espanto. A su faz asomó una mueca de desamparo.
- Lo siento, amigo. Está en un error...- susurró y esta vez olvidó hablar lento. Las manos del árabe, que habían estado tendidas hacia él, cayeron con desaliento a ambos lados del cuerpo. Quedó abstraído durante unos segundos, como si anduviera sumido en un mar de dudas. Llevaba un viejo vaquero manchado de tierra, la chaqueta era antigua, le venía pequeña; tenía el cabello revuelto y unas briznas de hierba seca enredadas en él. Se le ocurrió pensar que tal vez había dormido en algún rincón del propio parque. Ya no tuvo la menor duda: debía tratarse de un sin-papeles. Sintió lástima. Tenía un aspecto tan demacrado! Era como si no hubiese comido bien en varios días, como si no hubiera podido descansar en semanas. ¡Cuánto parecía haber sufrido!
De improviso, hizo un quiebro y con rapidez llevó la mano al bolsillo trasero del pantalón. Inconscientemente- ¡Siempre el temor a lo ignorado, el abierto rechazo a lo foráneo!- dio un paso hacia atrás temiendo que pudiera esconder algún arma. Lo vio sacar una vieja cartera, extraer algo de ella. Ansioso, mostró unas fotografías. Aunque no debían ser antiguas, estaban bastante deterioradas. Los bordes aparecían rotos, algún trozo de la cartulina cuarteado. Era como si las hubiesen manipulado con frecuencia. Habló en su lenguaje incomprensible, señaló algo en ellas, apuntando incitante con el dedo. Por un momento se mantuvo receloso, pero luego hizo un esfuerzo por superar su aprensión y las tomó curioso. El otro seguía hablando, diciendo algo que no entendía. Al ver la primera dio un respingo, parpadeó asombrado. Él, en compañía del forastero y dos magrebíes más, posando ante una vieja casa de una sola planta, en una calle sin asfaltar. Boqueó incrédulo. ¿Él...? Negó atónito. No podía ser. Ropas extrañas, un paraje desconocido... Se removió incómodo, el pulso se había acelerado, sintió una súbitas oleada de inquietud. Pasó a la segunda: el hombre y él, solos en esta ocasión, sentados en un poyo que parecía recién encalado, bajo un emparrado, a la luz radiante de un mediodía de verano. ¡Absurdo, imposible! Nunca lo había visto con anterioridad. Su corazón latía con fuerza. Los rasgos de ambos se apreciaban con más nitidez que en la foto anterior. La estudió ávido, con atención. Incuestionable: ellos dos, con algún año menos, el otro con algún kilo más, con mejor aspecto también. Lo espió de reojo. Podía tener apenas dos o tres años más que él, pero estaba tan escuálido, tan arrugado, que parecía mucho mayor. Excitado, intranquilo, se ocupó de la última. Él, con una amplia sonrisa, abrazando con ternura a un niño que no tendría más allá de cinco años...
Negó apresurado. No era él. ¡No podía serlo, por supuesto! ¿Qué estaba pasando allí? Sabía que no era cierto, que sólo se trataba de una coincidencia, pero al contemplar aquellos retratos, nadie hubiera osado afirmar que fuese otro quien posara un día ante la cámara. Ahora comprendía el asombro del magrebí. ¡Tampoco él podría dar crédito a lo que sucedía! Estaba azorado, empezaba a sentir incomodidad, una profunda desazón. Algo no cuadraba en la estrambótica historia. Miró expectante las imágenes. ¿Estarían trucadas, acaso? ¿Cómo podía existir alguien que se le pareciese de ese modo? ¡Eran tan semejantes como dos gotas de agua! Fascinado a pesar suyo, alzó la vista y encontró la mirada suplicante del desconocido. ¿Era esperanza lo que había en sus ojos, frustración, angustia? ¿Cómo saberlo? Le pareció que enviaban una muda demanda de auxilio. Era palpable su intranquilidad, su desconsuelo. El rostro se había ensombrecido, los labios se contraían en un rictus de desengaño. Todo él semejaba restos de un naufragio...
- Abdul...- musitó señalando con el dedo las fotos, después lo miró a él y repitió la acción. Él cabeceó enérgico, contrariado.
- ¡No, no! ¡Estás en un error! No soy quien crees. No conozco de nada al Abdul que nombras. Mi nombre es Miguel. Yo, Miguel; yo, español; yo vivir aquí, en ciudad- hizo un ademán amplio abarcando el entorno-. ¡Vivir aquí desde siempre, desde que nacer!- exclamó impulsivo como si necesitase afianzar ante el otro su propia identidad-. ¡Jamás he visto a esta persona! ¡Jamás!- repitió rotundo apuntando a los retratos. El otro observaba vacilante. Temió que no lo hubiese entendido: tenía serias dificultades con el idioma.
- Abdul...
Negó apesadumbrado, con pena.
- ¡Que no, joder! Ya le digo que no! Miguel- Repitió, volviendo a silabear:- ¡Mi-guel! Ser español, no ser...- calló buscando la palabra adecuada. No le parecía oportuno decir árabe, ni magrebí, mucho menos moro. Eran términos que llevaban implícitos una connotación peyorativa. Siempre le habían disgustado los comportamientos racistas, los tintes xenófobos. Se negó a utilizarlos ante alguien que parecía tan atribulado.
- Tú, Abdul...- Musitó el tipo; se señaló a sí mismo-. Yo, Aziz; yo... ¿hermanio?- Carecía de suficiente vocabulario para expresar las ideas, le había costado encontrar el vocablo. Dio un respingo. ¿Hermano? ¡Sí, claro! ¿Cómo no había caído antes? Buscaba a su hermano, que seguramente había venido a España antes que él. Por eso existía ese aire familiar entre ambos. O lo que es lo mismo: entre el tipo de la foto y él. Empezaba a sentirse trastornado; el malestar crecía imparable. El desconocido parecía desalentado, abatido. Su rostro, avejentado, expresaba desdichas, mil y una quejas calladas. Venía buscando al hermano y, ¡vaya a saber cómo!, había tropezado con él, que, se le parecía de modo increíble. La semejanza entre ambos era realmente asombrosa. Contempló de nuevo las fotos. Tan similares resultaban que cualquiera dudaría. Observó en silencio al otro. Aziz, había dicho llamarse. Permanecía cabizbajo, descorazonado. Era consciente ya de la confusión, pero aún se resistía a aceptarla. Por un momento trató de imaginar la forma en que había llegado a la ciudad, se preguntó el tiempo que llevaría deambulando por sus calles, los sinsabores que habría tenido que soportar para estar esa mañana en el parque. Respiró hondo. Estaba seguro de que carecía de documentos, que andaba sin casa, sin trabajo y, sobre todo, que estaba en una situación desesperada.
Pero otra idea le atraía aún más acaparando toda su atención. Si Aziz estaba allí, era porque tenía datos fehacientes de que el hermano andaba cerca. Fascinante. Saber que un sosias tuyo ronda cerca, quizá en el mismo barrio, que acaso viva en la calle de al lado. ¿Y si pudiera llegar a conocerlo? ¿Y si un día se tropezasen cara a cara? ¿Cómo reaccionarían ambos? Y, sobre todo, ¿cómo se comportaría él...?
- Aziz, yo...- El otro alzó una mirada afligida, lo observó fugazmente, humilló de nuevo los ojos negando. Comprendió que había aceptado la derrota: era un cuerpo sin alma-. Aziz...- repitió, y ante su mueca de frustración, de cansancio y fracaso, sintió una pena tan honda que lo ahogaba-. Lo siento. De verdad. Ya ves: no soy Abdul...- El otro alargó la mano y cogió las fotografías. Por un instante las contempló embelesado, luego las acarició con una ternura insospechada en un hombre, alisó con cuidado los bordes. Se le habían empañado los ojos; lo miró durante un segundo que se le antojó eterno y fue partícipe de su resignada indefensión, de su renuncia; extrajo de nuevo la cartera, las guardó como quien atesora algo muy querido. ¿Tan arraigados tiene esta gente los lazos fraternos?, se planteó impresionado. El otro hizo un ademán desvaído con el brazo, a modo de despedida, por fin dio media vuelta. Comenzó a alejarse despacio, arrastrando cansinamente los pies. Su figura tenía algo de conmovedora, de patética. Aún se volvió una vez más; lo contempló inerme, con una intensidad que sobrecogía, como si quisiera guardar en el recuerdo la imagen del hermano que no encontraba. ¡Dos mundos tan distintos, tan desiguales, y él, de alguna forma, sin sospecharlo siquiera, formando parte de ambos...! Le costaba respirar, una nube de amargura rondaba sus pensamientos. ¡No podía dejarle marchar! Corrió impulsivamente-. Aziz, escucha. Dime qué puedo hacer. ¿Cómo puedo ayudarte? ¿Qué sabes de Abdul? ¿Dónde está? ¿Vive en la ciudad?- El desconocido lo miraba sin entender sus palabras, con los ojos llenos de agua, pero vacíos de esperanza, de ilusión. ¡Había tanto desaliento en aquellas arrugas que acumulaban un sinfín derrotas y sueños imposibles, tanta desesperación e impotencia, tanto cansancio de siglos, que se sintió profundamente turbado. “Abdul, Abdul”, musitó antes de alejarse definitivamente-. ¡Espera! No te vayas. Deja que te ayude, por favor. No sé. Algo podré hacer. ¿Necesitas dinero, ropa, comida?- dijo y al punto se dio cuenta de lo ridículo de su pregunta. Se trataba de un inmigrante clandestino, un sin-papeles, que debió entrar en el país de modo furtivo. Otro ilegal más, uno de los cientos, de los miles que residen en España, mano de obra barata sin derechos, carne de cañón que explotar. Gente ignorada, anónima, sin rostro, sin nombre, arrastrando sus miserias ante la muda connivencia de los ciudadanos... Se rebeló furioso. ¡No iba a permitir que se marchara así!
Y, a continuación, el impulso súbito, el ramalazo de supuesta lucidez: ¡Cuidado! Llévate ojo. Tratar con ellos sólo trae complicaciones, problemas. Mejor no inmiscuirse, preferible dejar las cosas como están. Nada puedes hacer. ¿Qué representas tú frente a la comunidad? Son las instituciones las que deben legislar, hacer justicia. Saldrá adelante por sí mismo. Esta gente está acostumbrada a luchar. Son fuertes, son valientes. Antes o después acabará por encontrará al hermano. Ya verás... Zozobra, remordimiento, cierta sensación de culpabilidad, necesidad de emprender la huida liberadora, la fuga acomodaticia. ¿Por qué no detenerse a considerar la fascinante casualidad de que exista alguien que puede ser tu doble? Marasmo, indecisión, incluso algo de temor, (Aziz/Abdul), aprensión, asco de sí mismo, de la cobardía de la gente. Se estremeció pensando que ya nada sería igual en adelante. Una última mirada. Aziz se alejaba cansinamente por el sendero, donde allá, al fondo, el chaval y el perro, ajenos a todo, seguían metiendo bulla. Hubiera querido decirle que se sentía mal, que compartía su desconsuelo, su pesar... Cerró los ojos y apretó los dientes. Adiós, Aziz; adiós Abdul, su otro yo...
¿Adiós? No. Estaba seguro que, a partir de ese momento, también él lo buscaría incansable.
(Para Eva Libertad y Miriam)
(No existe el amor, sino las pruebas del amor, y la mayor prueba de amor a aquel que amamos es dejarlo vivir libremente)
Anónimo
Al entrar en el zaguán mira de pasada el buzón. Ve que hay algo dentro, pero no se detiene a comprobar de qué se trata. Está harta de tanta propaganda: ¡siempre lo mismo, que si comunicados de la entidad bancaria en la que tiene la cuenta, que si un montón de folletos informativos de grandes superficies...! Cuando comienza a subir los peldaños se detiene un momento y vuelve sobre sus pasos. No sabe por qué, pero algo la obliga a introducir la llave en la cerradura y extraer el contenido. Como era de esperar, propaganda, un aviso de pago... y un sobre normal. Curiosa lo observa. El corazón le da un vuelco al identificar la letra de Lilian. ¿Lilian escribiéndole una carta? De pronto siente un pálpito extraño y adivina que algo extraño sucede. Su hermana vive ahora en otra ciudad; estudia allá; hablan por teléfono a menudo. De hecho, la llamó hace apenas unos días. Ahora que lo piensa, sí: la notó un tanto rara, menos comunicativa que otras veces, como desganada, y lo comentó, aunque de pasada. Ella se defendió diciendo que estaba cansada, que había tenido un mal día en la Facultad. El hecho de que envíe una misiva escrita no presagia nada bueno.
Entra
en casa y, aprensiva, rasga el sobre. En el mismo pasillo comienza a leer:
“Querida
Elisa: puedo imaginar la extrañeza que te causará recibir esta carta. Sobre
todo conociendo mi poca afición a la escritura. Tiene una explicación sencilla:
lo que quiero comentar contigo no me atrevo a hacerlo por teléfono. No sería
capaz, me temo; no podría expresarlo de viva voz. Por eso recurro a un método
indirecto, que siempre tiene algo de frío, hasta de impersonal, si me apuras;
en cambio, permite cierto distanciamiento, y logra a veces crear un clima de
intimidad, de complicidad. Es lo que pretendo.
Déjame
decirte que he encontrado algo que ha tumbado por completo algunas de mis
creencias, que ha puesto mi mundo patas arriba- Perdona la expresión tan
coloquial: ya sé que aborreces las frases hechas, sobre todo el melodramatismo.
Creo conocerte bien y sueles tacharlo de recurso barato, de una concesión a la
galería- el pequeño mundo de armonía y estabilidad que tan trabajosamente había
logrado reconstruir en los últimos tiempos, sobre todo desde que murió papá.
Sobre él,
precisamente, quiero hablarte.
¿Recuerdas
que nunca llegamos a entender cómo pudo suceder el accidente? ¡Era tan extraño
todo, tan incongruente, que siempre lo hemos tachado de absurdo! Se nos
antojaba increíble que papá hubiera tenido un fallo semejante... ¡Claro que
entonces lo justificamos pensando que comenzaba a tener problemas de
orientación, lapsos de memoria, despistes! Nunca se llegó a establecer el
diagnóstico de alzheimer- En realidad, no dio tiempo-, pero todos lo habíamos
aceptado de antemano. Algunos de los yerros y equivocaciones eran tan
increíbles que incluso llegamos a creer que la enfermedad estaba bastante más
avanzada de lo que parecía...”
¿Dónde quiere ir a parar su hermana?, se pregunta. ¡Claro que tenía alzheimer! Es lo que dijeron los especialistas. Por un instante rememora viejas escenas que llenan de dolor su corazón: su padre, con la mirada ida, aislado, abstraído, viviendo en otro mundo, olvidando a veces el uso de elementos tan comunes como la llave, la cuchara... Hace un esfuerzo por apartar a un lado las penosas imágenes, por ahogar el sollozo que pugna por asomar a su garganta. ¡Papá, pobre papá...! ¡Él, que siempre fue tan activo, vegetando casi en los últimos tiempos...!
Continúa con la lectura:
“Pues
bien, hoy he sabido algo que echa por tierra esa teoría. Y hasta me atrevería a
asegurar que papá confundió a todos de modo deliberado, que astutamente exageró
los síntomas para hacer creer que se encontraba más grave de lo que, en realidad,
estaba. Me figuro tu sorpresa al leer estas palabras, mas creo tener razones de
peso para afirmarlo.
Ayer
volví a casa. Son las fiestas locales de Madrid y he preferido aprovechar el
largo puente para regresar al pueblo y pasar allí estos días. Te lo comenté
cuando hablamos por teléfono. Me apetecía volver a encontrarme con la gente de
siempre, los amigos, la familia. ¡Con el tiempo que se ha ido!, en resumen. ¡Ya
nada es igual! ¡Han cambiado tanto las cosas desde que murió! ¡Sólo han
transcurrido tres meses, pero se me antoja que hace años que sucedió todo! Me
costaba aceptar que no estuviera, que nunca más lo volvería a ver. ¡Lo echo
tanto de menos! Me sentí inmensamente triste.
Como la
casa ha estado cerrada desde que nos fuimos, estaba llena de polvo. Tras el
desconcierto de los primeros instantes me armé de valor y comencé a limpiar.
Todo fue bien al principio. Iba de sala en sala, sin prisa alguna, con una
parsimonia tal que permitía que fuera reencontrándome con los viejos y queridos
fantasmas de siempre. Aquí tropezaba con una foto antigua que me hacía
detenerme a recordar con añoranza, allá el jarrón donde poníamos las flores,
una de las figuras que adornan el mueble... Te aseguro que no duele tanto como
temía. Poco a poco mi congoja iba apaciguándose; al final sólo sentía una leve
punzada de melancolía y tristeza.
Sin
embargo, al entrar en el salón y ver los libros, perfectamente alineados, en
las estanterías, ordenados aún como papá los dejase, no pude evitar una
repentina oleada de ternura, de pesar: aquél era, en cierto modo, su mundo. ¡Y
lo hemos compartido tanto...!
Cuando te
fuiste tras el entierro, llevaste contigo algunos de ellos, tus preferidos; por
mi parte quise hacer otro tanto; al final no fui capaz de coger ninguno: opté
porque quedaran aquí, donde los dejó. ¡Quería que todo siguiera igual, como si
sólo hubiera salido a dar un paseo y en cualquier momento fuese a regresar...!
Al tomar el tercer tomo de “Los gozos y las sombras: La Pascua Triste”, de
Torrente Ballester, sucedió algo que me ha abierto los ojos. Es el último libro
que papá leyó antes del accidente. Fui yo quien le habló de esa obra, quien se
lo regaló- De justicia es reconocer que antes tú me lo habías descubierto
durante las vacaciones del verano pasado. Hablaste de ella con tanta pasión que
sentí curiosidad por conocerla y, en cuanto tuve una oportunidad, lo adquirí.
Luego, en una de mis visitas, se lo regalé a papá. Como me gustó tanto, casi le
impuse su lectura. ¡Ya sabes cómo soy yo para algunas cosas...!
Al verlo,
lo cogí con nostalgia; encontré dentro un papel doblado. Por curiosidad,
pensando que pudiera tratarse de alguna anotación suya, la leí... Entonces, por
fin, he comprendido. ¡He comprendido cuanto pasó! ¿Sabes, Elisa? Siempre
sospeché algo así: se suicidó...”
Siente una sacudida emocional. ¿Papá suicidándose? Niega rotunda. ¿O acaso sí lo hizo?, cuestiona ahora. Le cuesta aceptar la idea. No sería propio de él, razona. Pero ha de reconocer que la duda ronda por su mente desde entonces, y parece que también Lilian lo teme. ¡Ay, la muda complicidad, el temor a causar daño a la persona querida! La boca se le ha llenado de ceniza amarga, cuesta respirar. Jamás se atrevió a abordar el tema con su hermana pese a que desde el primer momento receló que había algo raro, inexplicable, en cuanto sucedió. No era lógico que sucediera así el accidente...
“Me ha costado aceptar la idea, mas no cabe la
menor duda. ¡Qué ciegas hemos estado! Me queda el débil consuelo de pensar que,
en cierto modo, casi adiviné la verdad.
Te envío
copia de la nota, pero no creo que haga falta. Estoy segura de que tienes otra
idéntica ahí, en casa. ¿Que por qué digo esto? Espera y sabrás. Déjame jugar un
poco con el misterio. Antes de seguir adelante, párate a pensar, por un
momento, en cómo era papá, en la forma en que nos quiso siempre... Y pregúntate
en lo que pudo suceder, en cómo se
produjo el golpe. Luego trata de sacar conclusiones...”
Se siente cada vez más inquieta. De pronto se da cuenta de que está en la sala de estar, que se ha sentado en el sofá y no sabe ni cómo ha llegado hasta allí. Rebulle incómoda, su pulso late con fuerza en el pecho. ¿Una nota para ella?, asegura Lilian. ¿Dónde? Quiere saber, ¡necesita saber!, qué ha sucedido. Sigue leyendo ansiosa:
“No me
andaré con rodeos, voy a aclararte cuanto sé.
Pero
antes, piensa en los libros que te llevaste de casa; sobre todo en uno que sea
particularmente querido para ti, el que te recuerde más intensamente a papá.
Puede que yerre, pero ¿es posible que se trate de “El muchacho persa”, de Mary
Renault? Es uno de tus favoritos, y él lo sabía. Te lo regaló y sé que te
encantaba; os oí hablar tantas veces de él que también yo lo leí hace tiempo...
¿Me equivoco al asegurar que es tu preferido? No, ¿verdad? ¿Quieres
localizarlo, buscar en su interior? Quizá encuentres algo...”
Deja de leer, siente un repentino sobresalto. Han trascurrido varios meses desde la muerte del padre y todo parece superado. Fue un momento especialmente triste para ella, terriblemente doloroso. ¡Ah, aquella sensación de culpabilidad por andar tan lejos cuando sucedió el accidente, el sentimiento de falta por haber abandonado, años atrás, la casa cuando falleciera la madre, cuando más la necesitaban! ¡Su hermana era aún una cría y tuvo que asumir el reto de afrontar la tarea, mientras ella iba a estudiar fuera! Los años de distanciamiento, y luego los comentarios de Lilian, que si papá está raro, que si parece que esté perdiendo la cabeza, cada vez tiene despistes más grandes y, sobre todo, su temor a no poder estudiar la carrera que le gustaba si quedaba imposibilitado.
Presurosa, con la carta en la mano, va al saloncito donde los libros se acumulan en las estanterías. Sin una vacilación toma el que su hermana ha dicho. Al tenerlo en la mano la invade un hormigueo de tristeza. Lilian tiene razón. A pesar de los muchos que ha leído en su vida sigue siendo su predilecto. ¡Le recuerda tanto a su padre! Siente que se le empañan los ojos, que la añoranza le invade el pecho. Se esfuerza en apartar a un lado el sollozo, lo abre al azar; enseguida se topa con alguno de los párrafos subrayados por ella misma años antes, emocionada va releyéndolos. Cuando se trajo el libro, estaba tan desolada que no fue capaz de echar una mirada siquiera. De improviso, una cuartilla, meticulosamente doblada, resbala de entre las hojas; cae al suelo. Se apresura a cogerla.
Aprensiva, temerosa, la desdobla rápido. Reconoce al punto la letra de su padre. La caligrafía resulta inconfundible. Se da cuenta de que se trata de una nota que debió redactar poco antes del accidente, cuando los trazos de su escritura comenzaban a ser un tanto imprecisos, a deformarse. Suspira melancólica y, rebosante de tristeza, lee:
“Querida
Elisa: cuando leas estas letras ya no estaré con vosotras. Me habré ido. Observa
que digo me habré ido. Es una opción personal mía. Lo entiendes, ¿verdad? De
sobra sabes que prefiero irme a que
me lleven. Esta enfermedad es
irreversible y cada día que pasa estoy peor, más confuso, más aturdido cada
vez... Si sigo aquí sé que acabaré por crearos problemas. Y no. Deseo que seáis
libres: es mi mayor anhelo. Lo merecéis. No quiero convertirme en un obstáculo.
De ningún modo puedo hipotecar vuestro futuro: para mí es sagrado. Citando a
Gibran os digo que no sois sólo mis hijas, sino mucho más: sois hijas del
mundo, de la vida. No me pertenecéis, pues...
He
luchado siempre por daros lo mejor y en estos momentos, lo mejor que puedo
hacer es apartarme, dejaros volar libres, a vuestro aire”.
Volar libres... ¡Ay, papá!, piensa con ternura. No pude estar contigo cuando más falta te hacía. Cierra los ojos, una lágrima resbala lentamente por su mejilla. Recuerda los sucesos de aquellos días. Su padre obligado a dejar el trabajo, desorientado a veces, olvidando detalles recientes, preguntando de improviso por su mujer...
“No te
sientas culpable de nada. Ya digo que es una decisión personal mía. Que tu
hermana o tú podáis sentiros responsables de mis actos sería para mí terrible.
Es lo que digo también a Lilian. Tiene otra nota similar a ésta escondida en
uno de sus libros. Sé que, antes o después, una u otra la encontraréis y
acabaréis por poneros en contacto, que lo comentaréis, pero para entonces, como
digo, me habré ido. Perdonadme por esta última cobardía...
Nunca fui
demasiado fuerte; cuando mamá faltó quedé desarbolado. Sin ella- Disculpa este
arrebato de sinceridad. Tienes que entenderlo: nunca el amor de unas hijas, por
grande que sea, por maravilloso que pueda llegar a ser, logra llenar el vacío
que queda cuando falta la persona a la que has dado todo, que todo te lo ha
entregado, que ha sido el motor de tu vida- nada tiene sentido. Por eso me
aferraba con desesperación a vuestro cariño, negándome a ver que habéis crecido
hasta convertiros en mujeres hechas y derechas. Me engañaba pensando que
todavía me necesitabais: eso me ayudaba a soportar la soledad del alma. Pero
habéis crecido y tenéis que labraros vuestro propio destino.
Estoy
enfermo y sé que no hay remedio. Conozco otros casos y sé lo que sucederá. No
voy a esperar a que llegue la demencia senil, la inutilidad. ¡No voy a privaros
de la libertad que merecéis! Por eso, volad libres que yo, desde algún sitio
que todavía desconozco, contemplaré dichoso el cotidiano deambular de vuestros
días. Os quiero como no podéis imaginar. Siempre os he querido: es por eso-
Sólo por eso, por amor, entendedlo-, que elijo desaparecer ahora que todavía
soy capaz de razonar, que puedo moverme con autonomía. No quiero acabar
recluido en casa e hipotecar vuestro futuro con una larga inmovilidad...
No os preocupéis:
nadie sospechará nada. Todo lo tengo perfectamente planeado.
Un abrazo
y nunca olvidéis a este hombre triste y un mucho cobarde que os quiere por
encima de todo, como pocos padres han podido querer a sus hijos. Ya veis: no se
trata de una renuncia, sino de liberación. Vuestra y mía. Mi camino acaba aquí
mientras el vuestro apenas ha comenzado. Sed felices.”
Cierra los ojos abrumada por el llanto, siente que el pecho se desgarra de dolor. Permanece inmóvil una eternidad; está absorta, perdida, inmensamente triste. Luego se dirige al bolso, extrae el móvil y pulsa el número de su hermana.
IV.
TIEMPO DE SOLEDAD
(Para
Sole Rodríguez Valls)
La mujer da un paso hacia adelante, entra en el
cono de luz que crean los focos: la intensa claridad muestra con absoluta
nitidez, con crueldad casi, la enorme congoja que le invade. Mira al vacío con
ojos en los que asoma el desaliento; luego los cierra y cruza los brazos sobre
el pecho en un ademán que tiene algo de desamparo, de desvalimiento, como si
buscara protección contra alguna amenaza externa; permanece unos segundos así,
ensimismada; por fin, entre dientes, con acento desgarrado, susurra:
- ¿Qué
nos pasa? ¿Qué nos está pasando? No puedo entender esta situación tan absurda.
¿Cómo hemos llegado a esto? Dime. ¿Cómo? ¿Por qué te has ido? ¿Por qué, si te
quiero tanto, si tanto te necesito? ¿No comprendes que sin ti la vida no tiene
sentido? ¿Por qué me dejas después de haberte dado todo, mi amor, mi vida
entera? ¡Pudimos ser tan felices y nos hemos convertido en nudo de sombras
amargas, en pozo de renuncias y olvido, en silencio que agosta los sueños, en
desamparo que viste los días de nostalgia! ¡Qué largas y frías son las noches
cuando estoy tan sola...! ¡Ah, maldita seas, soledad! ¡Maldita seas! Me tienes
acorralada contra las cuerdas de la tristeza, me atormentas sin piedad a todas
horas...
Los
espectadores, hipnotizados, sobrecogidos, siguen en vilo el monólogo y ella,
absorta en el papel, cada vez más angustiada, cada vez más abatida, se da
cuenta de que ha superado los límites de la lógica, que ha dejado de
interpretar para sentir en carne propia la acción, que la ha interiorizado
hasta el punto de que se ha obrado el milagro final y ya no es un mero ente de
ficción, sino que se ha transmutado en personaje real.
La chica tiene húmedos los ojos, la piel de su corazón rezuma pena. No puede apartar la mirada de la mujer a la que la inmisericorde luz de los focos desnuda el alma. Cuando una lágrima resbala por su mejilla, cubre con disimulo el rostro para que nadie la vea llorar. Borrosamente observa la escena: se le antoja tan próxima, tan creíble y dura, que a punto está de estallar en un sollozo. Mira, por enésima vez, el programa de mano, relee el título de la obra que se representa: “Hombres y mujeres solos”; sobre él, en grandes caracteres, el nombre de su madre.
Afligida
piensa: “¡Es increíble la situación! Mamá ahí arriba, tan sola; y papá...” Mira
al asiento vacío que hay a su lado. “No ha venido. Al final no ha venido: no quiere
saber nada. Esperaba- ¡Dios cómo lo deseaba!- que acudiese. ¡Había soñado tanto
con que el estreno sirviera para un reencuentro entre los dos! Pero, no.
Definitivamente todo ha acabado. ¡Ay, mamá! Enfrentada a la soledad, con la
soledad como única compaña; papá, desarbolado y roto, lejos, como si huyera; y
yo, con el corazón agrietado, sin poder hacer nada por ayudaros, por ayudarnos.
El texto fue premonitorio: parece escrito ex profeso para nosotros...”
Sugestionado,
el hombre es incapaz de apartar la mirada de la actriz que encarna el espíritu,
las sentidas palabras, los complejos sentimientos que dolorosamente concibiera
un día, antes de plasmarlos en el folio. Sonríe triste. El estreno será un
éxito. Es, un éxito. No cabe duda,
basta con observar el gesto expectante del público: sufre con el drama, vive
intensamente la situación, participa del dolor de la protagonista... Eso
debiera hacerlo feliz: puede ser su consagración como autor. A pesar de ello,
continúa con la angustia aposentada en el corazón. ¡Duele tanto la soledad...! Hombres y mujeres solos. Desde el
comienzo de la representación ha comprendido que es la Clara ideal, que ninguna otra actriz hubiera podido encarar con
tanta solvencia, con esa riqueza de matices y gestos, el personaje, tan
conflictivo, tan atormentado. Es la Clara
que precisa el monólogo final, esa Clara que, en realidad, es mero trasunto de
la esposa que un día, hace apenas un par de años, le abandonó llevándose
consigo toda la ilusión, las ganas de vivir, de crear... ¡Cómo duele la herida
del desamor! No supo retenerla a su lado: escapó harta de su egolatría, de su
ambición desmedida por el éxito.
Abstraído,
fascinado, rememora el poema con el que concluirá la obra:
“Soledad.
Soledad dentro y fuera:
en las alcobas,
por las esquinas,
entre las cejas.
Soledad de lluvia que no cae,
de llanto que no cesa,
de gorriones claveteados
en los espinos,
de palomas que vuelan a ciegas...”
Y otra
vez, como entonces, cuando ideara el texto, vuelve a sentir el zarpazo fiero de
la soledad, que pone aroma de crisantemos en sus sueños, que clava alfileres de
cansancio en su pecho. Entorna los ojos y, desbordante de tristeza, piensa:
“¡Estaba tan desesperado aquellos días! ¡Cómo hiere la soledad cuando la sabes
invencible...!”
La
mujer alza los brazos al cielo, mira a lo alto con gesto desesperado. Su voz se
quiebra en un gemido cuando dice:
- Te
quería. Siempre te he querido. A pesar de tus infidelidades, de tus mentiras,
te he querido. Confiaba en ti, confiaba en que tras esta separación, volvieras
a mí con un sentimiento nuevo. Tenía esperanza. Sé que aún es posible la
reconciliación. No quiero la soledad. La odio. ¡Es tan dañina...!
Se
cubre el rostro con las manos, solloza desesperada y se da cuenta de que está
diciendo palabras que no aparecen en el manuscrito original, que brotan desde
el fondo mismo de su alma. Aparta los dedos y, a través de las lágrimas, mira
obsesivamente el hueco que hay junto a su hija. Cae de rodillas y clama:
- ¿No
te das cuenta? Sólo soy un gorrión atrapado en una alambrada de espino, una
paloma que vuela a ciegas... ¡Ah, soledad, qué cruel eres! ¡Cuánto te temo!
¡Cómo te desprecio! Si pudiera olvidarte por un momento, vencerte... ¡Y hacer
que la flor de la ilusión renazca en mi alma, que mis días se llenen de sueños,
de hermosas quimeras, de doradas utopías! ¡Estoy tan sola! ¿Qué me queda si no
el silencio impuesto, la renuncia forzosa, el adiós a la vida...?
Con
gesto desencajado da unos pasos hacia el proscenio y guarda un silencio que
estremece a los espectadores. Luego, despacio, con palabras que son más suyas
que del autor, comienza a decir el inicio del poema final.
La
chica recuerda con aflicción la larga, la interminable crisis, el lento
divergir de los destinos, el lánguido y tortuoso deterioro en la relación.
¡Papá y mamá se querían tanto! ¿Qué pudo suceder para que todo se torciera así?
¿Es cierto que fue infiel o son tus celos los culpables?, se pregunta afligida.
No puedo saberlo. Acaso exigiste mucho más de lo que podía dar; quizá diste
menos de lo que merecía, de lo que esperaba recibir. Ahora... ¡Ahora se ha
quebrado en mil pedazos este cuento de amor en el que he vivido inmersa durante
años! Nada, en adelante, será igual ya. Iré de aquí para allá, del uno al otro,
con la ausencia acumulada en los bolsillos, compartiendo trozos aislados de
vuestras vidas, retazos que jamás podrán llenar la mía. ¡Cómo duele esta
separación! Lo peor es saber que tengo parte de culpa, que fui incapaz de hacer
nada por ayudaros...
Sin
poder apartar los ojos, nublados por el llanto, de la imagen que tiene algo de
patética bajo la luz fría de los focos, rememora algunos de los versos que
enseguida va a recitar su madre. Conoce el texto perfectamente porque la ha
ayudado a prepararlo.
“Soledad del pulso quieto,
de las quimeras huecas,
de las hiedras que se tornan amarillas,
de las horas muertas,
de la ausencia acumulada en los bolsillos,
de sombras hambrientas...
¡Luna de aristas y cristales rotos!
¡Luna que se ahoga en las albercas!
Un gato soñoliento en un rincón
y un ladrido de perro
contra el silencio...!
Así
está mi alma ahora: rota en mil aristas que sangran por la soledad que me
imponéis, mamá, papá. Mi desilusión se ahoga en el pozo sin fondo de tanto
desatino, de vuestros desencuentros. Siento que cada latido de mi corazón es
como el ladrido de un perro que aúlla su dolor en el silencio de la noche...
Papá,
¿por qué no has venido? Mamá, ¿por qué no perdonas...?
La obra
está llegando a su final; el público, admirado, trémulo, observa que dos
lágrimas de plata, que parecen reales, resbalan lentas por las mejillas de la
mujer, que, con voz entrecortada, haciendo un esfuerzo supremo por mantener en
pie el armazón del drama, recita con cansancio:
“En la mirada, soledad.
En el alma, soledad amarga.
Y el corazón,
enmohecido y estéril,
un desierto sin palmeras.
En las manos, soledad.
Frente al amor, soledad sin calma.
Y ante la muerte,
- guadaña, espanto, espina-,
soledad como única compaña...”
Mientras la mujer susurra con acento desgarrado los versos que cierran el drama, otras dos voces al unísono, acompañan su dolor recitando entre dientes:
“Soledad.
Soledad siempre: dentro y fuera...”
Allá, al fondo, sentado en un palco de platea, casi sin dejarse ver, como escondido, un hombre con el rostro devastado por la tristeza, contempla abatido a la mujer con la que un día formó pareja y compartió media vida. Piensa: “¡Si no hubiera sido tan loco...! Pero me hacía tanta falta tu presencia, tu cuerpo adorado, tu presencia, durante las largas giras... Busqué un falso sustituto en otras sin darme cuenta que eras lo único que tenía, lo que más quería en el mundo”. Mira ahora el hueco que queda junto a su hija. “Quizás hubiera bastado sentarme junto a ella para dar una nueva oportunidad al amor. Ahora, es demasiado tarde...”
(Para
Lauro Hernando Arizaleta)
“Me
engaña: sé que me engaña. Algo esconde, algo me oculta. Disimula, trata de
disimular, pero no sirve de nada. Lo noto. ¡Y creo saber por dónde van los
tiros! Sí, creo saberlo. ¿Cómo he podido ser tan tardo en comprender, en darme
cuenta de lo que ocurría? Ya lo dice el refrán: ¡no hay peor ciego que el que
no quiere ver! Eso ha sucedido conmigo. ¡Estoy tan enamorado de ella...!”
El
hombre se masajea el hombro izquierdo, tiene un rictus de dolor. ¡Ah, este
maldito brazo que no acaba de curarse del todo...! A veces, en vez de músculos
parece tener madera, corcho. ¡Siempre la fastidiosa sensación de hormigueo!
Mira furtivo a su esposa que, ajena a su observación, trastea ensimismada con
los cacharros de la cocina. ¿Por qué ha cambiado tanto su carácter? ¿Qué motiva
su silencio, ese aislamiento que tiene a todas horas? Antes era distinta,
alegre, animosa; y ahora... ¡Ahora está siempre absorta, como apagada! Cierto
que lo cuida solícita- Lleva unos días sin poder asistir al trabajo debido a
los problemas de salud que tiene-, que se preocupa de él, pero nada es igual.
Nota diferencias en el trato, cierto... ¿Cómo decirlo? ¿Desapego? No es la palabra adecuada para expresar lo que sucede. Es
otra cosa, una frialdad extraña. Sí, quizá sea más exacto el término. Frialdad. Sobre todo en la intimidad. Es
lo que más le duele. ¡Eran tan vehementes, tan fogosos! Suspira tenso, aprieta
los labios con fuerza, frunce el ceño.
¡Qué
lejos queda ya el tiempo de la pasión desbordada, de la entrega total, sin
reservas! Ha disminuido mucho la frecuencia de los encuentros amorosos, se ha
perdido el toque mágico que llenaba de locura, de exaltación, esos momentos.
Hacen el amor porque él lo pide, no porque les apetezca a ambos. Suele
mostrarse desganada, apática, indolente casi. Es como si no le apeteciese, como
si estuviera pensando en otro mientras yace a su lado...
“Pensando en otro. ¡Ahí está la clave! El otro. Sospecho que es eso lo que pasa. ¿Ha dejado de amarme, de desear mi cuerpo, mi presencia? ¿Considera que hay otra persona que puede darle más, que puede llenarla más, en todos los sentidos? Es mi duda, mi gran duda. Otro... ¡Cómo me dolería si fuera cierto! Después de tantos años compartiendo la vida, alentando los mismos sueños, las mismas quimeras, esta quiebra tan inútil...”
Cambia de posición, fricciona su brazo en cabestrillo.
“Tengo que apartar de mi mente estos pensamientos tan absurdos! Desvarío. Ella me quiere, la necesito...”
“Quizá nos faltó tener un hijo. Nos hubiera unido más aún. ¿Más aún? ¡Imposible! Hemos sido uno desde que nos casamos. ¿Entonces? La soledad de la pareja abocada a contemplarse eternamente reflejada en el espejo que es el cónyuge. No, no echo de menos los hijos; ella tampoco. Estoy seguro. No hemos podido tenerlos. ¡No vinieron! Al final, después de muchas pruebas- Es enfermera. Nos dieron un tratamiento privilegiado-, supimos que no podía concebir. No me importó. La quería. ¡La quiero...!
Hace
tiempo que la noto rara, que tiene un comportamiento distinto. Poco a poco ha
ido cambiando. ¡Más en las últimas semanas! Ese vivir hacia fuera, el
entregarse ciegamente al trabajo, el hablar de los compañeros con tanto entusiasmo.
Sobre todo de Rafael, el neurólogo, tan brillante, tan atractivo. Lo conozco
bien. Llevan años juntos en la consulta. Nunca tuve la menor sospecha. Hasta
ahora...”
“Ha
cambiado, pero tampoco yo soy el mismo. Algo pasa: no me encuentro bien. No sé
exactamente lo que ocurre. Es algo difícil de explicar. No es sólo la molestia
del brazo: es esta apatía que a veces me gana, esta debilidad que me roba el
ansia, que me agobia y me deja vacío de ilusiones. ¿Serán sólo aprensiones, el
miedo a perderla...? No. Hay algo más. ¡Debe haber algo más, por fuerza! Me
estoy quedando delgado; en ocasiones tengo problemas a la hora de coordinar
ciertos movimientos. Desde que me dieron aquellos calambres- ¿Cuánto hace de
eso? ¿Dos, tres meses? ¡Qué rápido pasa el tiempo!- todo parece ir mal. Ando
inquieto, no descanso bien, me cuesta dormir, a veces reacciono de modo
extraño. Encima ella parece no darse cuenta...!”
¿Y no serán manías suyas? ¿No estará sacando las cosas de quicio? Siempre fue un poco aprensivo, algo hipocondríaco, se preocupa por nada. ¡Pero lo cierto es que su mujer está rara, que parece ocultar algo! ¿Qué mantiene una relación con Rafael? Podría ser. A veces la llama a casa. Últimamente más. ¿Qué falta hace, después de estar juntos, durante horas, en la consulta? Ella se encierra para hablar, contesta en voz baja, como si tratara de que no oiga lo que dice. Sin ir más lejos, anteanoche estuvieron charlando un buen rato; al colgar, parecía más deprimida que nunca. ¿Qué comentaron? ¿Qué pudo plantear el otro? Prefiere no pensar más en ello. Acaso exigió que rompa con él. ¡Pero Rafael está casado, y siempre se ha llevado bien con su mujer! Al menos, lo parece.
No entiende, no logra entender lo que está sucediendo.
Suena
el teléfono; al escuchar el sonido del timbre, se sobresalta. Anda con el
pensamiento ido, dando vueltas a los problemas. Imagina quién puede ser. Hace
un ademán resuelto y deja lo que estaba haciendo. Se lava las manos mientras
continúan los timbrazos.
- Yo lo
cojo, cariño- grita para evitar que el marido responda-. Tengo aquí, en la
cocina, el inalámbrico. ¿De acuerdo?- pregunta tratando de disimular la tensión
que la invade.
Desde
la salita, llega la voz de él respondiendo.
- De
acuerdo.
Suspira
más relajada y toma el auricular.
- Diga-
pide y no se extraña al reconocer la voz al otro lado del hilo.
- Hola,
soy yo- Tras una leve vacilación, pregunta:- ¿Se lo has dicho?
Tarda
unos segundos en responder.
- No,
no me he atrevido.
Una
pequeña pausa.
-
Tienes que hacerlo. ¡Es necesario!
Vacila
un instante.
- No
puedo. No tengo fuerzas...
Otro
silencio.
-
¿Quieres que lo haga yo, que sea yo quién se lo plantee?
- ¡No!-
responde rápido-. No, no, por favor. He de ser yo quien lo hable con él...
- Ya.
Lo decía por si resultaba más fácil...
Niega
con la cabeza como si pudiera ver su gesto.
- No,
de veras. Yo...
- No
puedes dejar pasar más tiempo- apremia-. ¡Tiene que saberlo cuanto antes! Lo
entiendes, ¿verdad?
- Sí-
responde con voz débil.
- Está
bien. No quiero angustiarte más. Nos vemos mañana- dice. Y cuelga.
Queda
con el auricular en la mano que tiembla, sin poder reaccionar, sin saber qué
hacer. Cierra los ojos, las lágrimas rebosan; siente que el corazón estalla de
pena. ¿Cómo decírselo? ¿De qué modo plantear la situación? Lo conoce bien, sabe
que no aceptará lo que sucede. Lo imagina deprimido, desalentado. ¡Y no!
¡Bastante tiene el pobre! ¡Es tan frágil, lo quiere tanto...!
Entiende
la postura de Rafael: está acostumbrado a bregar con el dolor. ¡Pero el pobre
Juan...! Aún así tiene que saberlo. No puede dejar pasar un día más. Si tuviera
valor, lo dejaría todo e iría a la salita de estar, se sentaría con él y le
plantearía que...
Rechaza
la idea. Es demasiado cruel. ¡Sufrirá tanto al saber lo que pasa! Deja
transcurrir unos segundos y, con la mirada perdida, piensa:
“¿Por
qué ha tenido que pasar esto? E.L.A.:
esclerosis lateral amiotrófica. ¡No te adelantes a las circunstancias! Aún no
hay nada cierto. Puede tratarse de eso, sí; es lo más probable, pero cabe la
posibilidad de que sea otra cosa... No te engañes. No sirve de nada: de sobra
sabes que hay pocas esperanzas de error. Los síntomas son irrebatibles:
debilidad, dificultad de coordinación en alguna extremidad, problemas en la
deglución, cambios en el habla, la aparición de movimientos musculares
anormales, tales como espasmos, sacudidas o calambres, pérdida de la masa
muscular, de peso corporal. Todo coincide. Rafael se dio cuenta en cuanto lo
llevé a la consulta. Tiene experiencia en el tema, está casi seguro, pero antes
de establecer el diagnóstico definitivo, quiere, necesita realizar otras
pruebas, confirmar sus temores. Es lo lógico...”
“¿Cómo
decírselo a Juan sabiendo que es tan aprensivo? Sospechará que hay algo raro en
todo esto. ¿Cómo planteárselo sin que se llene de temor, sin que se asuste? No
puedes reprocharle nada: ¡tú, en su lugar, también te espantarías! Es una
enfermedad que no tiene tratamiento posible, mortal. ¡Oh, Dios! ¿Por qué ha
tenido que caernos esta desgracia, si somos tan felices...?”
En la
salita de estar, el hombre siente que un sudor frío empapa su cuerpo. El miedo
le invade. Ha mentido a su esposa y, sin que ella se dé cuenta, ha levantado el
auricular del teléfono fijo y ha escuchado la conversación. Ahora tiene plena
certeza en que sus temores están fundados.
El
mundo se le viene encima y siente deseos de llorar...
VI.
TIEMPO DE RENUNCIA
(Para
Juande, que lo pidió)
La
mujer contempla al marido, sentado en la sala de estar, con el brazo izquierdo
en cabestrillo. Lo ve cabizbajo, abstraído, con un gesto de cansancio tan
profundo, que siente una pena infinita. ¡Cuánto sufre! ¡Y eso que aún no conoce
la verdad! El día que la sepa se desmoronará por completo, se convertirá en una
ruina moral. Le conoce bien, demasiado bien, y adivina cuál será su reacción.
Por eso duda, por eso calla...
Suspira
tensa, le cuesta respirar, la angustia es una pesada losa en su pecho. Pero por
otra parte, no puede dilatar más tiempo la confesión. Si ha de someterse a las
pruebas médicas, que sea cuanto antes. Aún queda una remota esperanza de que la
enfermedad no sea la temida Esclerosis Lateral. Niega con la cabeza. ¿Para qué
tratar de engañarse? No servirá de nada, no cabe abrigar falsas esperanzas: los
síntomas apuntan todos en esa dirección. Se ha documentado a conciencia sobre
el tema; no en vano es enfermera y tiene acceso a una información privilegiada:
Rafael, el neurólogo con quien trabaja, es uno de los mejores especialistas en
la rara dolencia; han charlado largamente sobre el tema. Aunque está casi
seguro en el diagnóstico, pide unas pruebas complementarias a las que ella se
resiste para no alertar al esposo. En el fondo de su alma, da por cierto el
dictamen. Sabe que es sólo cuestión de tiempo, que el trágico desenlace se
producirá en el plazo de dos meses, tres a lo sumo. La E.L.A. es así de fulminante, de inmisericorde... Una lágrima amarga
rueda por su mejilla; como hace siempre, llora hacia dentro, oculta su propio
sufrimiento.
Se
sobresalta de pronto cuando lo ve incorporarse con dificultad; rápidamente se
limpia los ojos. ¡Que no sospeche nada, que no pueda intuir la horrible verdad!
Inspira profundamente tratando de borrar las huellas de la desazón y, fingiendo
un ánimo que está lejos de sentir, corre a ayudarle. Entonces él tiene una
reacción extraña: la observa en silencio, de una forma rara, intensa, desde la
lejanía de su frustración y ella nota que tiene la mirada empañada: también
parece haber llorado. Se acerca angustiada, el marido hace un ademán de
rechazo; luego, con voz opaca, dice:
- Lo sé
todo...
Da un
respingo, se espanta. Esas tres palabras pueden esconder una sentencia de
muerte. Una ráfaga de viento helado estremece sus entrañas. Se esfuerza en
controlar la zozobra que la invade.
- No
entiendo... ¿A qué te refieres?
Otra
larga mirada, esta vez cargada de reproche, de desilusión acaso.
- Deja
de simular. Ya no sirve de nada... ¡He oído la conversación con Rafael!- musita
con un hilo de voz y señala el teléfono que hay sobre a la mesita. La mujer
queda aterrada, no puede evitar que de su garganta escape un gemido. Lo sabe. Hubiera debido imaginarlo,
esperar algo así: está escamado, presiente que hay algo extraño en todo esto.
Debe estar expectante. ¿Cómo ha podido ser tan descuidada? Hubiera debido temer
algo así, se lamenta ahora que sabe que no hay marcha atrás.
- Yo...- empieza a decir y luego calla desarbolada; no es capaz de concluir la frase. La sensación de inutilidad la desborda, la anula. Acabó el tiempo de duda. Nunca nada será ya como antes... Siente deseos de acercarse a él, de abrazarlo con ternura, de cobijarlo contra el pecho, de hacer suyo su malestar lacerante, tanta desesperación... Lo contempla con desamparo: la imagen de su rostro trémulo, descompuesto, danza ante sus ojos a través de la cortina de lágrimas. Ansía poder devolverle el ánimo, infundirle esperanzas, que la perdone por su indecisión, pero intuye que es imposible-. Lo siento...
Incapaz
de soportar tanto daño se deja caer abatido sobre el sillón y queda con la
cabeza cogida entre las manos. Solloza quedamente. Es la primera vez en todo el
tiempo que llevan juntos que lo ve llorar. Su alma se deshilacha como la tela
vieja zarandeada por el vendaval.
- ¿Cómo
has sido capaz de hacerme esto?- gime entre dientes y ella se duele con esas
palabras. “¿Cómo? ¡Ay, amor mío! Si tú supieras mi angustia... De nada ha
servido tanta mentira, tanta indecisión”. Trata de no prestar oídos a su
reproche, se sienta a su lado, rodea sus hombros con pasión. El brusco rechazo
de él la sorprende, la aturde casi. No esperaba esa violenta reacción. Lo mira
perpleja.
- ¿Qué
ocurre? ¿Qué tienes? ¿Estás peor...?
Desapego,
huida; un silencio de siglos, y luego:
-
¡Déjame!
El
lamento que trepa garganta arriba le impide responder.
- Por
favor...
- ¡No
me toques! Sabía que ocultabas algo...
- ¿Lo
sabías? Pero si...
-
¡Calla! Hace tiempo que sospecho...
Es
inútil tratar de defenderse, de justificar su proceder; aún así lo intenta.
-
¡Estaba confusa! No sabía qué hacer, cómo decírtelo. Por eso callé. Pensé que
era lo mejor- susurra indefensa.
Alza el
rostro, la observa con dureza.
- ¿Que
era lo mejor...?
Las
palabras quedan flotando ingrávidas, amenazantes, cargadas de odio; callan
durante segundos. El tiempo parece haberse detenido en el salón; en la calle
suena un agudo bocinazo, el largo y destemplado chirriar de unos frenos.
- ¿Qué
otra cosa podía hacer? ¿Qué querías que hiciese...?
No hay
respuesta. El reloj remueve lento, con desgana, el polvo del tiempo.
- ¿Cómo
has podido hacer esto?- repite en un tono tan desgarrado que acuchilla el alma.
Su voz tiene trémolos de derrota, de impotencia. Es la reacción que tanto
temía.
-
Olvídalo. Todo se arreglará- sisea ahogándose de dolor.
- ¡Cómo
podría olvidarlo...!
-
Perdóname. Ya verás... ¡Encontraremos una solución!
¿Es
desprecio lo que late en sus pupilas, tristeza acaso?
- ¡Una
solución, dice...!
Inclina
la cabeza abatida.
-
Tienes razón. ¡Ojalá se pudiera hacer algo!- exclama dejando que, por una vez,
su desolación, su pesimismo, afloren libremente. Ahora sí; lo sabe. ¡Ya no hay
por qué ocultar la ansiedad, el miedo a perderlo!
Otra
vez el silencio se enseñorea de la sala. Mil ángeles de muerte baten sus alas
de cristal cargadas de malos presagios.
- Y
ahora ¿qué?- pregunta él con un dejo de voz, como si mirase al fondo del pozo
negro que es el futuro que no existe.
El
gesto de orfandad de ella es expresivo: lágrimas de desconsuelo con sabor a
soledad, a renuncia, ruedan por sus mejillas. ¡Después de tanto tiempo juntos,
de amarse locamente, este final tan cruel, tan absurdo...! No sabe los minutos
que transcurren hasta escuchar de nuevo la voz rota.
- ¿Por
qué él?
No
entiende, parpadea confusa.
- ¿Qué?
- ¿Por
qué Rafael...?
Titubea
un segundo desorientada.
- Es el
mejor- replica sin fuerzas, pero convencida de sus palabras.
Él
masajea el hombro. Bajo los dedos siente la carne entumecida. Por fin se gira
para mirarla sin ver su rostro: sólo percibe su falta, su desamor.
-
¡Claro, el mejor...!- bufa triste-.
Dime. ¿Por qué tanta mentira?
Se
encoge de hombros evasiva.
-
Perdóname. Temía tu reacción- susurra-. Te conozco: sabía lo que podía pasar.
Los
ojos de él destellan con el fulgor de la rabia.
- ¿Qué
esperabas que hiciese?- exclama con gesto pesaroso-. ¡No entiendo cómo has sido
capaz de liarte con él...!- añade con desprecio.
Siente
una conmoción interna, frunce el ceño. ¿Cómo? ¿Qué ha dicho? ¿Liarse? ¡Liarse! ¡Y habla de Rafael! Pero, ¿qué
está pasando? ¿A qué se refiere? El corazón se dispara en su pecho. Hay algo
que no entiende, un matiz turbio, malsano, que no cuadra en todo esto. Lo
observa atónita, esforzándose en entender. De pronto se hace la luz en su
mente, cae en la cuenta de que dialogan de cosas distintas, antagónicas casi,
que, sin pretenderlo, han mezclado las razones ocultas que motivan el dolor
particular de cada uno.
Sólo
entonces empieza a comprender, y adivina que, haga lo que haga, el futuro será
un infierno para ambos...
Continúa
en el salón, sentado en la butaca; a ratos lo ha visto sollozar, lo ha oído
gemir ahogándose de impotencia, de sufrimiento. Lentamente, con la frialdad
lúcida del suicida, va urdiendo un plan. Se plantea qué puede ser mejor, qué
podría ser mejor para él: mantenerlo en el engaño hasta el final, que la
considere infiel y lo atormenten los celos, que lo reconcoma el desprecio por
creerla indigna; o aclararlo todo, facilitarle las claves que descifren el
enredo...
En
ambos casos es batalla perdida de antemano, y lo sabe. Pero su propio dolor no
cuenta, sólo importa el del esposo. Y acaso la rabia, la desesperanza, la duda,
actúen de revulsivo y hagan que olvide el malestar físico y se rebele, se
esfuerce en recuperar el cariño que teme haber perdido, que la desesperanza le
dé fuerzas para luchar, aliente su corazón estos pocos meses de vértigo y pena
que quedan.
Sí. Por
amor quizá renuncie a la verdad, razona mientras siente un carámbano de hielo
creciendo lentamente en el invierno eterno de su pecho.
Con un
último esfuerzo el automóvil coronó la empinada cuesta y allí, tras un ruidoso
estertor, se detuvo definitivamente. La aguja que indicaba la temperatura del
radiador rozaba ya la zona de peligro, comprobó con desánimo. El motor venía
dando problemas desde hacía un par de semanas; antes de iniciar el viaje lo
había llevado al taller para que le hiciesen una revisión; de poco había
servido, concluyó furiosa. Al final la había dejado tirada en una de las zonas
más solitarias de todo el trayecto. ¡Tarado de mierda!, gruñó entre dientes
recordando al mecánico que había hecho la puesta a punto. Si no servía para
este trabajo, que se dedicara a otros menesteres. Frustrada aporreó el volante.
¡Vaya por Dios! ¡Qué cosas le pasan a una! Bueno, pues algo habría que hacer,
concluyó filosófica. No iba a quedarse como una boba, parada en medio de la
calzada. Aunque no hubiera tráfico apenas, alguien podía chocar contra ella.
Observó atenta las inmediaciones, buscando algún lugar para aparcar. La
estrecha carretera era una larga serpiente de asfalto encajonada entre la
abrupta ladera del monte y un quitamiedos de mojones planos, que parecían ser
de cemento. Al divisar una pequeña explanada junto al arcén, dejó rodar el
vehículo por su propio peso, aprovechando la suave pendiente que comenzaba allí
mismo; estacionó como pudo.
Echó
mano a la cajetilla de tabaco y extrajo un pitillo. Sólo después de aspirar
unas bocanadas empezó a sentirse más calmada. De poco serviría andar
lamentándose, se dijo. Era una mujer práctica: no se iba a dejar arredrar por
un incidente tan estúpido. Además, conocía bastante bien aquella zona. Años
atrás había vivido cerca, en uno de los pueblitos que se encaramaban en la
ladera del valle. ¡Qué casualidad, vaya! Negó con la cabeza. Lo de hoy era una
sucia jugarreta del destino. ¡Mira que venir a romperse el coche justo aquí!
Sintió deseos de bajar y asomarse al abismo, contemplar el paisaje que una vez
había sentido como propio y que ahora era sólo un lugar de paso. Al principio,
se contuvo, luego, rezongando, de mala gana, lo hizo. La temperatura era
agradable, el aire templado a pesar de ser mediodía. En la ciudad, a esta hora,
el calor sería insoportable. ¡Todo no iba a ser malo, vamos!
Se
asomó al vacío y vio la mancha blanca de las casitas en la ladera de enfrente.
Casín, musitó. Sin dudas. Dirigió la mirada a otro paraje y el corazón le dio un
pequeño brinco al divisar ahora otra población, muy similar a la anterior.
Estaba situada algo más arriba de la falda. Con un ligero estremecimiento, dijo
para sus adentros: Roserna, mi
pueblo. Al momento negó enérgica. Mi pueblo, no. Jamás lo fue. Viví allí unos
años nada más, cuando trasladaron a papá temporalmente. Me sentía como un ave
de paso, era como si adivinase que nunca sería mi residencia definitiva... De
acuerdo. ¡Pero pudo serlo!, se contestó a sí misma. A punto estuvo.
Frunció
el ceño: cortar tanto desvarío. Eso no conduce a nada, decidió, e hizo un
ademán resuelto con la mano mientras lanzaba al vacío la colilla. Siguió con la
mirada la larga parábola que describió antes de quedar humeando sobre una roca,
varios metros más abajo. ¡Al diablo!, refunfuñó con acritud regresando al
interior del coche. No iba a ponerse melancólica ahora. ¡Faltaría más! No era
una persona especialmente dada a la nostalgia, y porque aquel maldito trasto le
hubiese gastado esta putada, no se iba a dejar atrapar en la añoranza.
Lo que
tenía que pensar era en cómo salir del atolladero. Era lo que realmente
importaba. Resuelta, abrió la guantera y tomó una carpeta azul. Revolvió el
contenido hasta dar con los papeles del seguro. En cuanto los hubo localizado,
rebuscó el número de teléfono de la ayuda en carretera. Sacó de su bolso el
móvil y tecleó unos dígitos. Le atendió una operadora que, tras anotar sus
datos, prometió llamar rápido para informarla de las pesquisas que iba a
realizar. Bien, vale. Hecho. Ahora, a esperar acontecimientos.
Mientras
aguardaba encendió un nuevo cigarrillo y fumó sin abandonar el coche, mirando
con cierta animadversión el abismo que se extendía poco más allá. Era como si,
en el fondo, temiera asomarse de nuevo al barranco. Es que, ¡vaya jodienda!, el
dichoso suceso había venido a remover viejos recuerdos que creía
definitivamente superados. Furiosa consigo misma conectó la radio, pero sonaba
una cancioncilla tan insulsa, que le desagradó y la apagó de un manotazo.
Durante unos segundos permaneció expectante; de cuando en cuando miraba al
móvil. ¿Nunca llamará esta mujer?, gruñó desabrida. Siempre ocurre igual: para
una vez que necesito los servicios del seguro… Intentando liberarse de la
desagradable sensación de frustración que la dominaba, pensó en ponerse en
contacto con la amiga a cuya casa iba. Llegaría tarde y no quería que se
preocupara. Se trataba de una compañera de trabajo que la había invitado a
pasar unos días en un chalelito que tenía en una urbanización de aquella
sierra. En principio se había negado. No tenía humor para irse de vacaciones a
ningún sitio. Hacía menos de un año que se había separado y aún estaba tratando
de adaptarse a la nueva situación. Entendámonos, no es que lamentase la
decisión tomada. ¡En ningún momento! No estaba loca para arrepentirse de algo
semejante. La ruptura había significado una auténtica liberación para ella
después del calvario que había supuesto la convivencia con un hombre al que
amaba locamente, pero que era infiel por naturaleza. Había dado carpetazo
definitivo a una relación que duraba varios años y que, pese a su drástica
resolución, le había dejado el alma en carne viva.
Abandonó
el móvil. No había necesidad de inquietar a su amiga. Quizá el coche no tuviera
nada grave y lo repararan rápido. En ese preciso momento sonó el teléfono. Era
la chica de antes; prometió que, en unos quince, veinte minutos, como máximo,
se presentaría una grúa que conduciría el automóvil averiado hasta el pueblo
más próximo. Casín, se llamaba. Agradeció su diligencia; cuando colgó, de
pronto se dio cuenta que había estado conteniendo el aliento. No quería
reconocerlo, pero había estado temiendo que la llevasen a Roserna. No hubiera
soportado tener que volver allí, aunque fuese sólo circunstancialmente. ¡Claro
que, bien pensado, su temor resultaba un poco ridículo! Era poco probable que
se tropezase con… Se negó a mencionar el nombre odiado. ¿Odiado? ¿Realmente
odiaba a Juan? En otro tiempo, sí, por supuesto. Mucho. Ahora... El corazón se
le encogió. Encogió los hombros abatida. Ahora quizá no tanto. Al menos, se
sentía confusa, tuvo que conceder. Una evoluciona, claro. No vamos a permanecer
inmutables. La vida ayuda a madurar...
Se apeó
del vehículo y se desperezó. Un cuarto de hora se pasa como sea, razonó más
serena ya. Se asomó al valle sin recelo alguno. Inspiró una gran bocanada del
aire tibio que ascendía desde el fondo. En algún recóndito lugar de su mente
algo se activó y creyó reconocer el aroma que flotaba en la brisa. Resultaba
vagamente familiar. Era el viejo olor del campo, de la huerta, de la tierra
plagada de plantas aromáticas, de frutales. ¡Qué distinto del contaminado de la
ciudad! Suspiró divertida. ¡Joder, no, si al final va a resultar que soy una
nostálgica empedernida! ¡Vivir para ver!, se burló sarcástica de sí misma. Juan. Comprobó con alivio que pronunciar
el nombre que durante tanto tiempo había estado vetado en su vida, no causaba
tanto dolor como cabía esperar. Pudimos ser tan felices... Desde el primer
momento, cuando llegó a Roserna, se sintió atraída por él. Era moreno, fuerte,
un mocetón robusto, de una belleza inusual. Siguiendo al padre, la familia vino
a instalarse en una casita cercana a la de Juan, que era apenas unos meses
mayor que ella. El flechazo fue mutuo y pronto se hicieron inseparables. Con el
paso del tiempo, la cosa derivó en noviazgo; después comenzaron a hacer planes
para el futuro, a hablar de matrimonio. Se entendía bien, formaban una de las
parejas más estables. Juan trabajaba en un taller de reparación de
electrodomésticos, pero ambicionaba poder instalarse por su cuenta. Ella, que
tenía estudios, feliz, se mostró dispuesta a compartir la aventura. Podría
retomar su carrera en otro momento sin hacía falta... Pero sus padres
cuestionaban esta unión: la estancia en el pueblo sería transitoria nada más y
sabían que, antes o después, tendrían que marchar. No querían dejar detrás a su
pequeña. Deseaban para su hija algo mejor. Aún así, al comprobar la rotundidad
de su decisión, acabaron por acatar sus deseos y comenzaron los preparativos
para la boda.
De
repente, todo empezó a ir mal cuando en la vida de ambos se inmiscuyó otra
persona, una antigua novia de Juan, que comenzó a asediarlo con verdadero
descaro. Habían roto definitivamente meses antes de conocerse la pareja y, de
una u otra forma, durante ese tiempo no había cejado en su empeño por
reconquistar su cariño. A él, en el fondo, le resultaba divertido ese
empecinamiento suyo en perseguirlo, aún a sabiendas de que nada podía esperar.
Un día la chica dejó decir que estaba dispuesta a hacer lo que fuese para
recuperar su amor. Al menos, eso se rumoreó en el pueblo. En los sitios así, ya
se sabe, tan pequeños y cerrados, donde la gente se conoce toda, no faltan los
dimes y diretes: los chascarrillos suelen estar al orden del día. Aunque tuvo
conocimiento de la anécdota, no se inquietó porque confiaba ciegamente en Juan.
Una
tarde, al salir del trabajo, faltando apenas un mes para el enlace, no regresó
a casa. A la mañana siguiente, cuando apareció, se encontraba en un estado lamentable.
Parecía haberse emborrachado, traía una resaca impresionante y había vomitado.
Estaba confuso y, como excusa, dijo que había tropezado con unos amigos de
Casín y lo habían invitado a tomar una copa. Debió beber más de la cuenta. No
recordaba apenas lo que había sucedido. Hasta tal punto se sintió indispuesto
que no pudo regresar y durmió la mona en casa de uno de ellos. El suceso le
disgustó enormemente, pero no dio excesiva importancia al tema. Hasta podía
disculpar lo ocurrido: los jóvenes solían celebrar las despedidas de soltero
ingiriendo más alcohol de la cuenta.
Una
semana antes de la boda, cuando todos los trámites estaban ultimados, Juan se
fugó con la pelandusca…
Prendió
un nuevo pitillo y aspiró golosamente una bocanada de humo; saboreó con
fruición el denso aroma. ¿Cuántos minutos habrían transcurrido desde la llamada
de la operadora? No podía precisarlo. Abismada en los tristes recuerdos, había
perdido por completo la noción del paso del tiempo. Miró al fondo del valle. En
alguna de aquellas casas quizá vivía Juan. ¿Habría puesto al final la tienda de
electrodomésticos? ¿Andaría reparando algún cacharro en ese momento? ¿Se
acordaría de ella? Suspiró nostálgica. Aprovechando un nuevo traslado del
padre- Coincidió casi con la espantada del novio-, la familia regresó a la
ciudad. Estaba destrozada, el corazón le sangraba. Intentando el olvido, buscó
trabajo en una oficina. El tiempo todo lo cura, dicen los sabios y, al final,
acabó conociendo a Pedro, que en nada se parecía a Juan. Tiempo después se casó
con él. Total, ¿para qué? ¡Para que también éste le saliera rana! ¡Qué vida...!
Cuando huyó de allí juró que jamás volvería al pueblo; ahora, mira por dónde,
estaba contemplándolo desde arriba. Con una punzada de melancolía, además.
Por la
empinada carretera subía rápido una grúa. Dejó caer la colilla al suelo y la
aplastó con el zapato. Punto final a los recuerdos, carpetazo al tiempo de
nostalgia. No más añoranza, nunca más dejarse atrapar por los recuerdos. Hasta
aquí hemos llegado. Juan pertenece al pasado: no quiero saber más de él, pensó
tajante. Pero se había abierto una minúscula rendija en sus defensas y no
resultaba fácil controlar las emociones. Por un instante se preguntó si no
habría escogido esta ruta a sabiendas de que podía suceder algo así. Había
otras carreteras para ir al chalé de su amiga y vino a elegir precisamente
ésta. Da igual. No tiene importancia. Adiós, Juan; adiós a mi pasado.
La grúa
había llegado, el conductor bajó de un salto y la saludó. Se trataba de un tipo
grandote, pesado, con una tripa impresionante, uno de esos hombres de pueblo,
con gesto calmoso, aire cachazudo, incluso algo pánfilo, que a veces encuentra
una por ahí, en cualquier rincón perdido. La saludó mientras se apeaba y, sin
dejar de trastear los mandos de la pluma, preguntó qué había sucedido. De
pronto se sobresaltó y lo miró de hito en hito.
-
¿Juan?- balbuceó atónita; el otro se giró con curiosidad.
- Sí.
¿Cómo sabe mi…?- fue en ese momento cuando también él la reconoció y tuvo un
gesto de estupor-. Pero... ¡No puede ser! Esto... Yo... ¡Joder, eres tú!-
susurró dejándolo todo; se acercó con inusitada agilidad. Se miraron en
silencio durante unos segundos eternos. El corazón se le había subido a la
garganta y sentía el golpeteo loco en las sienes. Juan, el mismo Juan de
antaño, amado/odiado, deseado/vilipendiado en el recuerdo, con un vientre
descomunal, un aspecto rudo, vulgar casi… ¡Y los mismo ojos claros, nobles, de
entonces, aquella sonrisa pícara que desarmaba-. ¿Qué haces aquí? ¡Si supieras las
veces que he soñado con algo así...!
Le
costó superar el impacto emocional.
-
Juan... ¡Estás tan cambiado!- dijo y se sintió grotesca por decir algo tan
obvio.
-
Bueno, tú también has cambiado lo tuyo, ¿no...? Deja que te diga algo- pidió él
mirándolo sin parpadear siquiera-. Te fuiste antes de que pudiéramos hablar.
¿Sabes? Te debo una explicación, al menos...
- No,
no. Déjalo- rebatió insegura.
Las
pupilas claras del hombre la contemplaban con desamparo.
- No
quise hacerlo; no quise. Te lo juro... Fue una trampa… Los amigos estaban
conchabados con ella: me hicieron beber mucho, me llevaron a su lado con
engaños… Estaba borracho como una cuba. No sabía lo que hacía. Me hizo creer
que nos habíamos acostado... No fue verdad. Pero luego me hizo creer que estaba
embarazada. No era cierto. ¡No era! Mi vida ha sido un completo fracaso desde
entonces. La dejé en cuanto lo supe todo...
Sonrió
al comprender que el tiempo de nostalgia quizá no había hecho más que empezar.
Acaso fuese mejor llamar a su amiga para decirle que se retrasaría...
VIII. TIEMPO DE ILUSIÓN
La música que
sonaba en la casa de al lado, era siempre la misma: una serie de piezas cortas
para flauta y orquesta- A veces, el solista era un flautín-, de varios autores,
casi todos ellos barrocos. Había estado deshabitada durante años, desde que el
anterior propietario se fuera a la ciudad. Por mamá supe que la ocupaba ahora
una mujer joven, a la que acompañaba una señora de más edad; ambas parecían
extranjeras. Desde el primer momento sentí viva curiosidad por conocerlas.
Resultaba bastante insólita esa extraña fijación musical de las nuevas vecinas.
El hecho de que aquellas melodías, tan delicadas y dulces, se repitieran con
tanta insistencia, llamó poderosamente mi atención. Desde niño, la flauta
travesera ha sido siempre mi instrumento favorito; de hecho, en aquel momento,
estudiaba segundo curso de interpretación y, en opinión del profesor, tenía
aptitudes. Poseía cierto talento para tocarla, aseguraba. Era su mejor alumno,
solía comentar con orgullo.
Puede que
tuviese razón, o acaso fueran cumplidos de maestro enamorado de su profesión,
pero he de confesar que, por mi parte, últimamente andaba muy desanimado al
respecto. Y es que, para dominar medianamente la difícil técnica, se precisaba
gran dedicación, muchas, muchísimas horas de práctica, y era joven,
inconstante; me gustaba salir, divertirme, estar con los amigos. En suma,
¡disfrutar de la vida! Tanta repetición me aburría, llegaba a cansarme, a
producirme un insoportable hastío. Aunque nunca lo hubiera confesado a nadie, a
menudo sentía la tentación de mandarlo todo al diablo y dedicarme a saborear
plenamente los escasos años de inconsciencia que aún tenía por delante.
Envidiaba la libertad de mis compañeros, que podían disponer a placer de su
tiempo libre, sin estar sujetos a tan severa disciplina. Por no dar un serio
disgusto a mis padres, que estaban muy ilusionados conmigo, ocultaba como podía
mi malestar. Todo eso hacía que, a la hora de ejercitar la flauta, me sintiese
un tanto apático, desganado.
Habían
transcurrido ya varios días cuando por fin pude ver a la nueva vecina. Se
trataba de una mujer de unos treinta años, alta, espigada, elegante, de cabello
rubio; se me antojó realmente atractiva a pesar de la leve cojera que le
impedía andar con soltura. Lo que más llamó mi atención era el aire de
melancólica tristeza, el gesto de desamparo, de profunda angustia, que tenía en
el rostro. La acompañaba una señora, mucho más mayor, que la llevaba cogida del
brazo con maternal solicitud. Enseguida pensé que andaba reponiéndose de una
enfermedad grave. En silencio cruzaron la calle sin llegar a percatarse
siquiera de mi presencia.
De pronto
reparé en que se le caía algo del bolsillo y me apresuré a recogerlo. Se trataba
de un papel en el que había escrito algo en otro idioma. Alemán, creí entender
por la profusión de consonantes. Reclamé su atención chistándoles y, cuando se
giraron ambas, alargué la hoja; al tomarla esbozó un asomo de sonrisa, mientras
daba las gracias con voz ronca, que tenía un acento muy marcado; luego
siguieron caminando despacio. Observé cómo se alejaban sin poder apartar la
mirada de su figura. Era bella. Cuando por fin entraron en casa, distinguí su
figura a través de la ventana del salón; al momento comenzó a sonar la música.
Nunca hasta esa tarde se me había antojado tan melancólica, tan desolada.
Cuadraba a la perfección con su semblante.
Sin saber bien
por qué, se despertó en lo más profundo de mi ser un sentimiento nuevo, un
ansia oscura, distinta a todo cuanto había sentido antes.
El fin de curso
se aproximaba y debía participar en el concierto que cada año celebraba la
academia. Tenía que tocar un fragmento de un concierto de Vivaldi que el
profesor me había impuesto y que, casualmente, era una de las piezas que a
menudo sonaba en la otra casa. No estaba entre mis predilectas. En realidad,
era de las que menos me atraía. De haber podido elegir hubiera escogido el
maravilloso allegro del Concierto en do para flautín, cuerda y bajo
continuo, RV 443, del mismo autor y que también se escuchaba continuamente
en la vivienda de al lado. Me fascina; creo que es una obra perfecta, de las
más hermosas que se han escrito. Era consciente de que nunca hubiese sonado
como en el disco, pero me habría sentido motivado al menos.
Mientras estaba
en mi habitación, estudiando sin ganas la partitura, sucedió algo que, a la
larga, iba a tener gran importancia para mi futuro. Llevaba buen rato pugnando
con la melodía, y me había atascado en uno de los pasajes; por más que
intentaba dar cada una de las notas, todo sonaba desafinado. Frustrado,
furioso, tiré la flauta sobre la cama; me disponía a cerrar el atril cuando
escuché unos golpecitos en la ventana. Me volví sobresaltado; entonces la vi.
Estaba parada en la acera, sonreía cordial; hizo un gesto con la mano a modo de
saludo y, por señas, pedía que me acercase. Sin dar crédito a lo que sucedía,
me acerqué para abrir. Con aquella voz que tenía extrañas resonancias
extranjeras, musitó:
-
Te equivocas en el la. Es bemol y lo
das natural. ¿Comprendes? Bemol.
Tardé en
reaccionar, estaba perplejo. ¡ Ella estaba allí, hablándome! Asombrado, observé
la partitura; llevaba razón: había estado tocando la nota medio tono más alto
todo el rato. De ahí que sonase tan mal. La miré fascinado. ¿Cómo diablos había
podido detectar el pequeño fallo? ¿Tan buen oído tenía? ¿O es que conocía
aquella obra a la perfección?
- Gracias-
musité confuso. Su sonrisa se acentuó. Había apoyado los brazos en el alféizar
y me observaba con curiosidad.
- Así que eras
tú quien tocaba…- musitó sin dejar de sonreír-. Nunca lo hubiese imaginado.
Eres tan joven... No sé por qué, imaginé que sería un adulto el que lo hacía.
El hecho de que
hubiera reparado en mí me llenó de orgullo; de repente, me invadió una
oprobiosa sensación de inseguridad; creo que hasta me ruboricé. Seguro que
habría estado burlándose del modo tan torpe que tenía de practicar.
- Yo… No sabía
que me oyese desde su casa. Siento haberla molestado…
Negó con la
cabeza; su sonrisa fue luminosa, tanto que, por un instante, el gesto de
tristeza pareció difuminarse, quedar sólo en un asomo de melancolía.
- ¡Oh, no! ¡En
absoluto! Me encanta la música de flauta- confesó. Con un mohín de complicidad,
añadió:- Ya te habrás dado cuenta, imagino... ¡No puedo permanecer mucho rato
sin escucharla!- Hizo una pausa, me observaba en silencio.- ¿Quieres repetir
ese pasaje, por favor?- rogó con una voz que ahora se me antojó increíblemente
dulce. ¡Que tocase de nuevo la pieza!, pedía, y yo sentí un desagradable
cosquilleo de temor corriendo por mi pecho. Era demasiado para mí. Debió
percibir mi inseguridad, pues enseguida añadió:- Inténtalo al menos. Sólo
quiero comprobar que el fallo está ahí y no en cualquier otro párrafo…
- Es que…- No
me atrevía a confesar que me moría de vergüenza.
- Tranquilo,
muchacho. Entiendo lo que sucede- dijo con increíble dulzura-. No te preocupes.
Por favor, permite que lo compruebe- Hizo un ademán señalando la flauta. Se la
entregué; al tomarla, se estremeció visiblemente. La contempló en silencio unos
segundos, luego acarició su cuerpo de metal con delicadeza. Tenía el gesto
ausente. Por fin inspiró profundamente y, acercando la embocadura a los labios,
sopló con cuidado; sus dedos se movieron con increíble agilidad presionando con
soltura los pistones. La música fluyó con ligereza, viva, con una gracia
especial. Para mi sorpresa, interpretó la pieza íntegra sin necesidad de
partitura. Cuando concluyó, la última nota quedó flotando como un trémolo
impregnado de nostalgia. Fue un momento mágico, irrepetible, único; deseé que
el tiempo se detuviera, que dejase de existir; comprendí que aquello rozaba la
perfección absoluta. Quedé envuelto en una atmósfera de irrealidad, preso de un
raro sortilegio. De pronto me sorprendí aplaudiéndola embelesado. Era, con
mucho, la mejor interpretación del largo
e cantabile
del “Concierto en fa para flauta, cuerda y continuo de Vivaldi” que había jamás
escuchado. Sólo cuando dejé de hacer palmas reparé en sus ojos bañados en
lágrimas, en su gesto desolado. Su espíritu parecía haber huido a un lugar
remoto, perdido, y sentí piedad ante tanto dolor manifiesto por los fantasmas
que atormentaban su memoria, sus recuerdos; adiviné que su enfermedad tenía
mucho más de espiritual y anímica, que de física, que las heridas del alma
debían dolerle más que la leve cojera que la aquejaba... ¡Y también que amaba
la música por encima de todo, que ella misma era música!
- ¿Quién es
usted?- pregunté impulsivamente sin poder apartar la mirada de su rostro
devastado por la tristeza-. ¿Cómo sabe tanta música?
Negó con la
cabeza, y se alejó dejándome perplejo.
Al día
siguiente, al regresar del instituto, la vi sentada en el parque. Estaba sola,
tenía un libro en las manos. Me acerqué vacilante, con timidez. Al reparar en mí,
sonrió abiertamente señalando el banco para que me sentase a su lado. Lo hice.
- Mi músico
favorito...- susurró mirándome a los ojos-. Perdona por lo de ayer. ¿Estás
enfadado?- Negué. ¡Cómo podría estar enfadado con ella!-. Me fui dejándote con
la palabra en la boca-. Hubo un largo silencio-. Preguntaste que quién soy...
¡Qué podría decirte! Alguien que ha perdido la fe en sí misma, en la vida...
- No
entiendo... no me cuadra. Es una persona llena de sensibilidad. Se advierte
enseguida. Y conoce la música como nadie. Usted misma es música.
Ella sonrió
melancólica, cerró el libro y lo colocó sobre su regazo. El rincón del parque
estaba solitario, la atmósfera invitaba a las confidencias
- Es precioso
lo que dices. Gracias... ¡Ah, la música! La que suena en casa está interpretada
por mí. La parte de la flauta, me refiero.- No me sorprendió en absoluto.
Hubiera debido imaginar algo semejante-. Se grabó hace apenas un par de años,
poco antes del accidente…
- ¿El
accidente?- repetí como un eco. Estaba absolutamente fascinado por lo que
contaba. Afirmó con gesto abstraído.
- Regresábamos
del estudio, de dar los últimos retoques a la maqueta del disco... Viajaba con
Víctor, mi esposo- Me miró y tuve la sensación de que no era a mí a quien veía
sino a otra persona-. Era director de orquesta, el hombre más maravilloso,
adorable, tierno del mundo. ¡Cómo lo quería! ¡Éramos tan felices! Habíamos
grabado las obras apenas semanas antes. Y, de pronto, el accidente… Murió… Yo
quedé destrozada…
Respeté su
silencio durante unos segundos. Recordaba algo acerca del accidente sufrido por
un prestigioso director de orquesta alemán, fallecido en el acto. Había salido
en los telediarios, incluso. Citaban también a su esposa, una reconocida
intérprete, que había quedado malherida. Así que se trataba de ella.
- ¿Nunca ha
vuelto a tocar?
Negó sonriendo
triste.
- ¡Nunca volveré a tocar! ¿Para qué? Si él falta,
nada tiene sentido…
No supe qué
responder. Evoqué su modo de interpretar, la perfección absoluta de su música
y, sin saber bien por qué, añadí:
- ¡Pero ayer
tocó...!
Otra vez su
sonrisa apagada.
-
Sólo para ayudarte... Había jurado no volver a hacerlo.
Sentí que una
sensación de rebeldía me desbordaba.
- No tiene
derecho a hacer eso. Somos muchos los que adoramos su música- dije con
convencimiento-. Desde el primer día que la escuché en su casa, quedé seducido
por su belleza… ¡Es usted magnífica! ¡Tiene que volver a tocar!
- Nunca lo
haré...
- Piénselo.
Aunque sólo sea para ayudar a los que amamos la música y no somos tan buenos
intérpretes como usted...
Me miró en
silencio, luego sonrió.
- ¡Tú eres
bueno tocando!- alabó-. Te falta quizá un poquito de convencimiento, un poquito
de confianza en ti mismo. ¡Eres tan joven aún! ¡Me recuerdas tanto a cuando yo
empezaba y aún tenía ilusión...! No, querido: nunca volveré a actuar. Cuando
perdí a Víctor dije adiós a todo ese mundo. No quiero saber más de él…
Quedé sin saber
qué decir. Cierto que eran un crío casi, pero podía comprender su dolor,
valorar la renuncia que se había impuesto. De repente, guiado por un extraño
instinto, pregunté:
- ¿Me ayudará a
perfeccionar la obra?- Vi su gesto de sorpresa, su momentáneo desconcierto. No
esperaba una petición así y quedó desarbolada-. He de tocar el sábado próximo y
tengo miedo… ¡Aún tengo tanto por aprender!
Me observó
desde la lejanía de su tristeza, debatiéndose en la duda; al fin dijo:
- Yo... Bueno.
Creo que te debo eso. Lo mereces. De algún modo has hecho que de nuevo conecte
con la música en vivo...- Me sonrió con indecible dulzura mientras se limpiaba
las lágrimas que habían rodado por sus mejillas-. Ahora, permite que me retire.
Esta pierna mía continúa doliendo a pesar del tiempo transcurrido…
La vi alejarse
cojeando apenas; cuando entró en casa, antes de que pudiese poner el disco,
corrí a coger la flauta. Inicié el largo
e cantabile que me había impuesto, pero que ahora sentía como algo propio.
No conectó el tocadiscos esta vez.
Asistió a la
fiesta de fin de curso a pesar de su negativa inicial cuando la invité. Se
sentó en una de las butacas del fondo, siempre acompañada de la fiel sirvienta
que la cuidaba con tanto esmero. Cuando llegó mi turno en el programa, subí al
estrado y antes de atacar la partitura, busqué su mirada. Me alentó con una
sonrisa dulce. Vi su gesto de sorpresa cuando, emocionado, dije que dedicaba mi
obra a una persona maravillosa que amaba la música más que a sí misma. Por
prudencia, silencié su nombre, pero rogué que siguiese siendo la mejor de
todas, amante de la belleza, maestra de neófitos…
Cuando concluí
la pieza, ambos estábamos llorando.
Han
transcurrido varios años desde entonces. Hoy, gracias a su impulso, soy un
acreditado solista que toca con algunas de las mejores orquestas del mundo.
Ella volvió a los escenarios porque se lo pedí aquel día. Una semana después
regresó a la capital; al poco, recibí una postal desde algún lugar de Alemania
en la que me comunicaba que había aceptado la invitación de la orquesta en la
que Víctor fuera director para colaborar con ella. Por expreso deseo suyo, el
programa se abría con el concierto para flautín que tanto me gustaba. Fue su
regalo para mí.
Siempre me ha
distinguido con una amistad muy especial. Nunca ha sabido que la amaba.
IX. TIEMPO DE ESPERA
Llueve, llueve
mansa, calladamente. Cae una lluvia tan fina como agua cernida y el cielo tiene
una tonalidad gris, melancólica, como de ceniza húmeda, una luminosidad entre
opalina y triste que llena el alma de congoja…
No. Hace un
esfuerzo y sacude con violencia la cabeza para apartar a un lado los
pensamientos que se obstinan en enredarse en su mente: llueve de forma continua
desde hace dos días, a veces con fuerza, a ratos un simple calabobos, pero
siempre molesta; la claridad del cielo es apagada, mortecina, sucia. Fuera
romanticismos... ¡Dos días ya, y sigue esperando, esperando, esperando! ¿Cuánto
más tendrá que soportar este tormento? ¿Es que nunca vendrán a decirle cómo
está Laura? ¿No se dan cuenta de cómo sufre, de que esta espera lo está
destrozando? ¡Tiene derecho a saber, a que alguien le informe! Por favor, que
vengan de una maldita vez diciendo que ha salido del coma. Por favor…
Sigue la
lluvia, monótona, pertinaz, interminable; la noche cae lentamente, casi con
desgana, como recreándose en la morosa lentitud que parece haberse adueñado del
paso del tiempo: no cuentan los segundos, no suman los minutos, no transcurren
las horas… y continúa esperando. El corazón zarandeado por la angustia, los
ojos ahítos de tristeza. Se le antoja mentira que haga sólo cuarenta y ocho
horas aún era todo perfecto, igual, como siempre. Ahora este quiebre súbito…
¡Al diablo! ¡Al
diablo las frases rimbombantes, alambicadas…! ¡No puedo más! Dios, tú que tan
poderoso eres, ¿por qué no haces algo? ¿Por qué no haces algo y me la devuelves
sana y salva? ¿Por qué no chascas los dedos, así, un simple clic, y decides que
despertemos de esta pesadilla, que abra los ojos y compruebe que se trata sólo
de un mal sueño; y me encuentre en la cama, con ella a mi lado? Si sucediera
eso la abrazaría con ternura y le diría… ¿Qué le diría después de esta horrible
experiencia? ¡No sé! Soy hombre de letras, no de palabras. Pero seguro que no
perdería el tiempo en pequeñeces. Y le diría cosas que nunca le he dicho: que
la quiero, que la quiero más que a mí mismo, más que a nada, como no sé
demostrarle; que no concibo la vida sin ella; que estos días que ha estado
ingresada han sido amargos como bocado de retama... ¡Alto! Ésa es una metáfora
bonita, pero absurda, una frase teatral, grandilocuente, vacía. ¡Borrada!
¡Dios, la
quiero tanto! ¡La quiero tanto y perdido en mi mundo nunca he sabido
expresárselo…!
Sensación de
vacío; la frente contra el frío cristal de la ventana; gotas de lluvia que
resbalan lentas, como lágrimas del cielo, sin que llegue a verlas. Ya es de
noche y sigue esperando, esperando a que alguien venga y le diga algo, lo que
ansía escuchar… ¡No! Cierra los ojos. La huida: ella en la cocina, preparando
la cena; él terminando de bañar al niño… Huida en doble dirección: un alivio
momentáneo. ¡El niño! Tendría que llamar a casa de Juan y Mari y preguntar por
él, qué menos, pero no tiene ánimos para hacerlo. Estará bien, sin duda. Luego
llamo… Y tendría que ir a casa también, darse una ducha, cambiarse de ropa. No
está acostumbrado a llevar las mismas prendas durante dos días seguidos... ¡No
lo hará! No abandonará el hospital si no es con Laura, no saldrá de allí hasta
que sepa que está bien, fuera de peligro. Porque es lo que espera que digan, lo
que más ansía en el mundo: que todo ha sido una falsa alarma, un susto, y se la
devuelvan de una vez... Cuando uno acude a la puerta de urgencias de una
institución sanitaria, cabe esperar lo peor: el enfermo desaparece en el
interior y pierdes su pista. ¡Sabe Dios qué harán con él! Se lo llevan, sí, y
el sano queda solo, desprotegido, tan inerme o más que la otra persona, con el
miedo acumulado en los bolsillos y el pecho rebosante de angustia… ¡No!
¡Que mi cabeza
pare, Dios, que pare de una vez o acabaré loco! Dos días. ¡Dos días ya aquí
encerrados! Dijeron que el golpe había sido grave. Podría ser grave, corrige con presteza, asustado, negándose a
admitir la posibilidad. Hasta pasadas las primeras cuarenta y ocho horas nadie
puede asegurar nada. Están haciéndole pruebas. ¿Me van a tener todo este tiempo
sin saber de ella? Es inhumano.
Fuera, la noche
se deshace en una fina cortina de lluvia. (Es una aliteración que resulta
inaceptable). Mejor: fuera, la noche se deshace en una cortina de llanto (Queda
algo cursi, desde luego, pero suena mejor). Puedo ver las luces de las farolas
nimbadas de una claridad brumosa. Está llegando el invierno y lo siento alojado
en el alma. Debe hacer frío, tanto que se hiela la piel de los huesos...
¡No! Consulta
el reloj. ¿Todavía las nueve? ¡Si hace un siglo que eran las ocho y treinta!,
piensa agotado, exhausto. Siente hambre. Da igual. No bajará a la cenar. No
podría tragar un sólo bocado de nada. A estas horas, ya nadie vendrá a
informar... ¡Otra larga noche de angustiosa expectación, otra madrugada
interminable, dañina como filos de cuchilla, hiriente como arista de vidrio
roto…!
¡No! Necesito
descansar, desconectar… No se dan cuenta de que es cruel lo que hacen, mantener
desinformados a los familiares. Laura me tiene sólo a mí. A mí y al niño, pero
él aún es demasiado pequeño para comprende. ¡Y sus padres están tan lejos!
Quizás lleguen mañana. Les avisé cuando la ingresaron…
Intento de
fuga: Si fuese al revés, si el enfermo fuera yo, ¿cómo se comportaría ella? No
sé. Seguro que hubiera luchado con uñas y dientes para que le permitiesen estar
a mi lado. Me conoce bien: sabe que sin su presencia me pierdo: no podría
permanecer tanto tiempo separado de su mano. Me da la vida, la seguridad que me
falta, que no tengo. ¡Y yo permití que se la llevaran sin oponerme…! ¿Por qué,
si tanto la quiero?
Pausa en el
devenir de los pensamientos: Llamaré a Juan y Mari, preguntaré por Álvaro.
Querrán saber cómo sigue Laura y no puedo decirles nada nuevo. No informan, no
dan detalles. Esta mañana rogué- Quizá hubiera debido exigir, pero no es mi
estilo. ¡Soy tan irresoluto, tan apocado! ¡Más aún en estas circunstancias…!-
ver al médico. La entrevista no ha durado más de tres minutos. Trato correcto,
algo frío, informe escueto: “Continúa estable dentro de la gravedad, sus
constantes vitales responden muy bien al tratamiento. Si sigue evolucionando
positivamente, cabe la probabilidad de que pronto se recupere. Confíe, tenga
confianza…” Confianza, ¿en quién? ¿En vosotros, que habéis detenido el paso del
tiempo, que hurtáis toda información y me condenáis a una espera eterna…?
Extenuado,
busca un rincón solitario. A esas horas las visitas se han ido y los pasillos
están vacíos- La noche terrible es para el enfermo, pero más para quien lo
vela-; encuentra un lugar apropiado y rápidamente saca el móvil, lo activa y
marca el número de sus vecinos. Gracias a ellos, que se quedaron con el niño.
Si no ¿qué hubiera hecho? ¿Qué hubiera hecho, si no conoce a nadie? Están solos
en la ciudad, llegaron hace poco, no tienen a nadie más a quien recurrir. Las
grandes ciudades a las que te trasladas para iniciar otra vida suelen tener
eso: a cambio de las oportunidades, soledad y sacrificios, vacío y ausencia.
Alguien toma el teléfono y escucha la voz de Mari. Sí, dime, Carlos. ¿Cómo está
Laura? ¿Y tú? ¿Cómo estás tú? Ah, el niño bien. Pobrecito. Es un ángel. No da
nada de guerra. No te preocupes por él. De veras. Lo hacemos encantados. Y
cuando cuelga, siente un frío de hielo en el alma.
La madrugada ha
puesto arena en su boca; está destemplado. La cabeza le pesa, siente los
músculos del cuerpo entumecidos. Se había jurado permanecer despierto por si
venían a buscarle, pero al final el sueño ha podido más y, sin saber cómo, a
pesar de que los sillones son tan incómodos, ha dado una cabezada. ¿Cuánto
tiempo ha sido? No hay peligro. El reloj sigue atorado, el ánimo en suspenso.
Retoma la vieja idea aparcada hace horas. Ella en la cocina, terminando de
preparar la cena; yo bañando al niño. Uno de los momentos más dulces y
gratificantes del día. Familia, intimidad, ternura... Y de pronto todo se
desmorona cuando Laura resbala, pierde el equilibrio y cae golpeándose la
cabeza; queda inmóvil, desvanecida... Ella tendida en el suelo, terriblemente
pálida; él con el niño en brazos, arrodillado a su lado, pidiendo que abra los
ojos, que responda a su ruego... Fue en ese momento cuando el tiempo se
distorsionó, razona, cuando las gotas de agua dejaron de fluir en la clepsidra.
Laura desmayada, él sin saber qué hacer, cómo ayudar, sin atreverse a llevar al
crío a la cuna por miedo a dejarla sola, asustado, terriblemente asustado,
saliendo a pedir auxilio. Mari y Juan acuden, llaman a urgencias y se encargan
de todo. Sólo tiene ojos para el rostro lívido de su esposa. El terror es una
serpiente metálica que se enrosca en su pecho. Mari ofreciéndose a cuidar de
Álvaro al llegar la ambulancia…
¡Si
pudiera huir, retornar al mundo onírico, a los cuentos! Tomaría un café, bien
cargado, sin azúcar, pero el que sirve la máquina que hay en la sala de espera
sabe a rayos. Mejor no arriesgarse: podría caerle mal. Desde ayer no ha comido
apenas, tiene el estómago medio revuelto. Se levanta cansinamente, da un paseo,
estira las piernas y mira en derredor. Hay más gente que ha pasado la noche en
vela, aguardando noticias, adormilados y que, como él, tienen aspecto demacrado,
la piel cerúlea; grandes ojeras lívidas circundan sus ojos, marchitos de tanto
mirar hacia dentro…
Se acerca hasta
la ventana. Por tercer día consecutivo el cielo está encapotado y tiene un
color sombrío; sigue cayendo la lluvia. Pertinaz, inacabable, triste. Es como
el llanto mudo del mundo que agoniza, de mi alma que espera… ¡No! Esta mañana
me dirán algo. Por fin. Y ojalá sea lo que ansío oír. ¡Tengo tantas ganas de
que todo acabe! Que acabe, no, censura febril: que se solucione…
Apoya la frente
contra el cristal, cierra los ojos. No es la lluvia lo que cae, sino sus
lágrimas; no es que haya oscuridad fuera: es que su alma está sombría, velada.
No tiene fuerzas para luchar contra el vacío y permite que la mente huya hacia
el desvarío, hacia el extravío, que siempre es más dulce, más consolador que la
realidad desnuda. Una turbadora imagen entrevista durante el marasmo: el
interior de una iglesia, sonido de rezos, llantos contenidos, sensación de
pérdida, música triste de órgano, el sacerdote tratando de infundirle ánimo, un
féretro rodeado de cuatro cirios que arden. Dentro no estás tú, se rebela. ¡No
puedes estar! No lo permitiré. Dicen que es tu cuerpo frío, pero me engañan. Y
sé lo que tengo que hacer: luchar por ti. Si el cura me dejara, subiría las
gradas y gritaría: “La amo más que a mi propia vida. Si alguien ha de morir,
que sea yo y no ella. Nunca ella. Mil veces yo, mil veces mi muerte, mil veces,
un millón, más si hace falta, con el sufrimiento que cada vez me acarree el
tránsito. ¡Dios, no lo permitas! Llévame a mí y deja en paz su persona…”
Parpadea
sobresaltado cuando en el altavoz del techo, una voz dice: “Familiares de Laura
R. Por favor, acudan a control”. Su corazón da un brinco en el pecho, corre al
encuentro del destino. Y sólo entonces se da cuenta de que, a pesar de tanto
miedo, en ningún momento ha perdido la esperanza: nunca ha creído posible que
pudiera suceder lo irreparable. Laura. Te quiero tanto. Por favor, vuelve a mí,
con nosotros. Álvaro te necesita, y yo… Yo no podría ni sabría ni querría vivir
sin ti. Déjame demostrarte cómo te amo… Mil veces mi muerte y no la tuya.
Seguiré esperando eternamente si hace falta. Te quiero, te quiero…
Un médico con
papeles en la mano mientras su corazón es un amasijo de espino y ansia, su
sonrisa afable frente a su temor atávico... Su esposa ha despertado. Pregunta
por usted. Hay que hacer alguna prueba más para descartar posibles secuelas,
pero todo parece estar en orden. Enhorabuena...
Mira a la
ventana tratando de ocultar las lágrimas de felicidad. Ya no llueve y un sol
tímido ha logrado abrir una pequeña brecha en el gris sucio del cielo. Adiós,
tristeza. Un rayo de luz, ingrávido, sutil como finísimo polvo de estrellas
molidas, flota entre los restos de la ceniza ácida. Laura: nunca he perdido la
esperanza y ahora te llevo conmigo hacia la vida…
Extracto
de una entrevista publicada el día 2 de octubre de 2003, en “Cálamo”,
suplemento literario de La Información,
a raíz de la presentación del libro “Tiempo de Esperanza”, de Santiago Gracia.
(...)
Pregunta.- La nueva novela aparece tras
un largo silencio de casi una década. Diez años es mucho tiempo para un autor
consagrado como usted... ¿No cree?
Respuesta.- ¡Todo es tan relativo! Citando
libremente a Aldo Nicolaj, en su excelente El
Péndulo, podría decirse que el arte no es un reloj de pesas al que basta
con dar cuerda a diario para que funcione sin mayor problema. La creatividad,
la capacidad de invención, la magia para fabular historias, es un don muy
especial, sumamente extraño. Vivo, libre, rebelde, esquivo, que coquetea con el
autor a placer, que va y viene a voluntad, que no se deja sojuzgar fácilmente.
De ahí que el ritmo de producción literaria pueda llegar a ser tan variable...
P.- ¿No teme que el gran público
haya podido olvidarle? Cada día se descubren nuevos valores.
R.- No creo que se trate de eso
exactamente. Cuestión de matices. Incluso habría que aplaudir el hecho. Sobre
todo si se trata de gente joven. Los gustos evolucionan, sí, pueden cambiar;
pero, por lo general, cada autor mantiene sus afectos particulares, su propia
parcela de lectores. Y éstos suelen ser fieles, constantes.
(...)
P.- ¿Qué ha motivado tan largo
silencio?
R.- Es una pregunta capciosa,
¿no cree? Seguro que recuerda bien que la crítica se ensañó duramente con mis dos últimas
obras...
P.- Bueno, sí. Las acusaron de rupturistas, de
excesivamente experimentales.
R.- Usted, que también ejerce de crítico, el
que más, posiblemente. No estoy de acuerdo en sus apreciaciones. Las invectivas
fueron desmedidas, creo, extremados los ataques. Siempre he creído que no
acabaron de entenderse. Sólo se trataba de novelas que indagaban territorios
nunca explorados por mí y lo hacía de un modo innovador, en cuanto a la forma...
P.- Quebraban la trayectoria seguida hasta el
momento.
R.- Esa fue mi pretensión, lo confieso. ¿O
acaso un autor está condenado a escribir siempre la misma obra? Quizá erré en
el planteamiento, aunque considero que es muy discutible. Tras el rotundo fracaso cosechado, era necesario
un replanteamiento del futuro.
P.- Muchos dudaban que existiese
un futuro para usted...
R.- ¡Pues lo había! Ya ve. Aquí
está hoy este “Tiempo de Esperanza”...
P.- ¡Que puede acabar
convirtiéndose en un auténtico boom
literario, en opinión de quienes han tenido el placer de leerlo!
R.- ¿Eso dicen? No me fío. ¡Es
tan voluble el parecer de los especialistas...!
(...)
P.- ¿Por qué un título tan... transparente? Usted siempre ha nominado
sus obras de modo alegórico, enigmático, incluso. ¿No resulta ilustrativo en
exceso?
R.- Creo que es el que mejor
define el espíritu de la novela. Ya sabe: uno no busca los títulos. Son ellos
quienes salen al encuentro.
P.- ¿Y la dedicatoria? “A F. G. G., que cada día me daba la historia
y luego me la exigía”. Aquí sí juega a ser críptico, misterioso. Convendrá
conmigo en que resulta curiosa, cuando menos.
R.- ¡Si a usted se lo parece...!
Todas mis obras anteriores llevan dedicatoria.
P.- Ninguna tan particular. Resulta muy chocante...
Volviendo al protagonista. ¡Es todo un acierto, un hallazgo! La crítica coincide en que ha creado un personaje
asombroso, profundamente humano, soberbio, antológico, digno de ser considerado
un arquetipo clásico. Ese hombre
tan... tan vulgar, si se me permite
la expresión, mediocre, casi adocenado, y, a la vez, complejo, tan rico en
matices... Tierno, sencillo, lleno de limitaciones, pero generoso, atormentado,
atrapado en una profunda depresión que lo anula. Como digo: resulta perfecto. Dígame. ¿Se ha basado en alguien,
en concreto?
R.- En más de una ocasión he
comentado que mi literatura hunde sus raíces en la vida misma, se nutre de la
más absoluta realidad.
P.- Sí, pero le recuerdo que, en
cierta ocasión, citando a Oscar Wilde, usted dijo: “Detesto la vulgaridad del
realismo en la literatura. Al que es capaz de llamarle pala a una pala,
deberían obligarle a usar una. Es lo único para lo que sirve”. ¿Se contradice
ahora?
R.- En absoluto. Son compatibles
ambas opiniones.
(...)
P.- Volvamos a la dedicatoria
del libro. Se ha remarcado también la coincidencia que hay entre las iniciales
que aparecen en ella y el nombre del protagonista. Por favor, Sr. Gracia.
¿Quién es realmente esa persona que
ha convertido usted en prototipo de la angustia vital, de las mil neurosis que
atenazan al urbanita, al animal urbano,
como lo define en alguna ocasión a lo largo de la novela...
R.- Prefiero no hablar del tema.
Sé que serán muchos los lectores que se hagan esa pregunta, que la curiosidad
puede ser grande. Y es que se trata de un tipo que acaba haciéndose realmente
entrañable: despierta la simpatía, la ternura, la solidaridad... ¡En el fondo,
todos nos sentimos un poco identificados con su drama particular!
P.- Cuando concluye la lectura,
el lector continúa inmerso en la atmósfera irreal del relato durante mucho
tiempo...
R.- “El recuerdo que deja un
libro es más importante que el libro mismo”, dejó dicho Bécquer. Es lo
absolutamente mágico de la Literatura, con mayúscula: lograr que una mera
ficción, no más que una anécdota, trascienda, que alcance la universalidad...
P.- Perdone que insista, pero se
da por sentado que puede tratarse de alguien de su entorno...
R.- ¡Allá cada cual con sus
conclusiones! Se empecinan en convertir en montaña un grano de arena. Es algo
que no tiene mayor trascendencia.
(...)
P.- Por otra parte, está el
hecho incuestionable de que el personaje del escritor es un trasfondo de usted
mismo, que astutamente ha desnudado su alma y se ha travestido en personaje de
ficción... ¿De nuevo la fábula se sustenta de la realidad?
R.- Me obliga a echar mano de
otra cita. Esta vez de Borges: “La literatura no es otra cosa que un sueño
dirigido”. ¡El escritor sólo describe acerca de lo que conoce...!
P.- Coincido plenamente: parece
conocer bien, muy bien, la ficción
que relata. Es más; incluso hay quien ha aventurado que la novela tiene mucho
de odisea personal, que, en realidad, se trata de un viaje iniciático.
R.- Podría ser. No aseguro ni desmiento nada.
P.- En caso de que así
sucediera, ¿para quién lo sería? ¿Para usted mismo, como autor? ¿Para el
desalentado protagonista que, al final del periplo, tras la intensa relación
con el escritor, recupera la ilusión y deja abierto un resquicio a la
esperanza?
R.- ¡Para ambos! Funcionan como
vasos comunicantes: es un continuo trasvase de sentimientos, experiencias y
logros. Al final, en uno de los diálogos que mantienen, hay una cita que
resume, con toda claridad, el espíritu de la obra: “Muchas personas se pierden
las pequeñas alegrías mientras aguardan la gran felicidad”.
R.- Pearl S. Buck, si no me
equivoco... Afirma, pues, que existe un componente autobiográfico.
R.- Sólo diré que el sustrato
básico de la obra es real.
P.- ¿Y es cierto también que la
disparatada acción está basada en hechos reales? Los lectores agradecerían que aclarase
ciertas particularidades de la trama. Sea benévolo con ellos, por favor. La
curiosidad es malsana, a veces; las especulaciones acabarán por dispararse;
siempre habrá quien trate de saber más; y, antes o después, alguien acabará por
identificar plenamente a ese patético
presunto suicida. ¿No sería conveniente hacer unas puntualizaciones al
respecto?
R.- Me niego a responder.
(...)
El
autor sonríe mientras concluye la lectura de la entrevista. ¡Estos
periodistas...! ¡Qué presuntuosos pueden llegar a ser! ¡Sobre todo éste! Lo
recordaba bien: fue acaso quien más se ensañó en la crítica acerba sobre las
últimas novelas. ¡Mira que atreverse a decir que el argumento de “Tiempo de
Esperanza” era algo rebuscado! ¡Qué
sabría él! ¡Qué puede saber nadie de las vueltas y revueltas que es capaz de
dar la vida! Niega con la cabeza condescendiente mientras recuerda una noche
del otoño pasado, cuando se produjo un encuentro fortuito que, a la larga,
cambiaría radicalmente su vida; también la de la otra persona.
Soñador,
rememora el momento. Hacía un tiempo desapacible, soplaba un viento desabrido,
importuno. A pesar de ello, había salido a pasear huyendo de los demonios
interiores. Desde el varapalo recibido años atrás, con el virulento rechazo de
las últimas novelas, había entrado en un larguísimo periodo de sequía
productiva, de inseguridad creadora, de impotencia, que amenazaba con dejarlo
fuera de juego definitivamente. Se encontraba abatido, tan desmoralizado que,
por doloroso que pueda parecer, comenzaba a acariciar la idea de abandonar
definitivamente la literatura. Se sentía incapaz de crear nada, de abordar una
obra nueva. No se le ocurrían temas apropiados y cuando creía dar con uno que
resultaba atractivo a priori, la duda, la irresolución y los titubeos acababan
por malograr el proyecto.
Volvía
a casa cuando, al cruzar el puente que hay cerca del parque, descubrió un
hombre encaramado en el pretil; parecía a punto de lanzarse al vacío. No había
nadie más cerca. Alarmado corrió hacia allá dando voces; al verlo aproximarse,
el otro se dejó caer. Llegó a tiempo de sujetarlo por el tobillo. Nunca supo
cómo pudo soportar el tirón. Quedaron ambos en una posición tan forzada, en un
equilibrio tan precario, que pensó que ambos acabarían cayendo. Para colmo de
males, el otro no cesaba de dar patadas, de forcejear tratando de liberarse...
¡Sí, como sucede en la novela! ¡Exactamente igual! Ya se sabe: la realidad
supera la ficción, en ocasiones.
Entonces
se produjo un hecho insólito: desde la difícil posición en que estaba con la
cabeza hacia abajo, el desconocido lo miró con asombro, luego musitó su nombre
de modo extraño, con vehemencia casi, con admiración. ¡Y es, a pesar del tiempo
que llevaba retirado del mundillo literario, lo había reconocido! Imaginen qué
situación tan absurda: el otro colgando del abismo, él allí, abrumado, tratando
de retenerlo, sintiendo que a cada instante que pasaba fallaban sus fuerzas. El
hombre confesó entre balbuceos que era un enamorado de su literatura, que sus
dos últimas novelas le habían parecido magníficas, subyugantes, tanto que, por
un tiempo, su lectura había sido la única ayuda para sobrellevar la maldita
soledad que lo rodeaba, la terrible depresión que arrastraba desde hace meses.
Quedó
boquiabierto al escucharlo, sin saber qué hacer, cómo responder. Aquella
rocambolesca situación lo desbordó. Aterrado por la idea de que ambos pudieran
morir de modo tan incongruente, se lanzó a improvisar sobre la marcha y, sin
saber por qué, dijo que andaba preparando otra obra, la más ambiciosa de
cuantas había escrito... La actitud del desequilibrado cambió de repente, dejó
de resistirse, se aferró a los travesaños con fuerza y se giró con dificultad
para poder mirarlo mejor. Parecía totalmente fascinado. Al percatarse de ello,
le aseguro que, si desistía de su intención, se la dedicaría.
Hubo un
gesto de estupor en el rostro del otro, quizá de felicidad. De inmediato,
depuso su actitud y trabajosamente se aupó en la baranda hasta encaramarse en
el borde sin dejar de contemplarlo con arrobo, con delectación. Tras un segundo
eterno, prometió que si cumplía su palabra, no se suicidaría...
¡Tan
sencillo todo! ¡Así de simple! Estarán de acuerdo conmigo en que resulta un
tanto inverosímil, sí, cierto. ¡Pero sucedió justo como se cuenta en el libro!
Punto por punto, sólo reproduciendo cuanto sucedió. Condujo al hombre a su casa
y le ofreció un café, que aceptó feliz, agradecido. Más calmado ya,
reconfortado con su presencia, comenzó a narrar la historia de su vida, la
desesperación que lo acuciaba, el cúmulo de desgracias que se había cebado en
él hasta convertirlo en un paria. Y él, de pronto, se dio cuenta de que le
estaba facilitando un argumento maravilloso.
Fue así
como surgió “Tiempo de esperanza”. Al hilo de las confidencias, poco a poco fue
despertando a la creatividad de antaño; lentamente retomó el gozo de la fábula,
de la invención. Tomó prestadas cosas de aquí y de allá, alteró a placer los
planos de la realidad, dispuso acciones paralelas, justificó actos... ¡Otra vez
fue dueño de la magia, capaz de ingeniar fabulosas tramas, de urdir nuevos
experimentos literarios!
A
partir de ese momento se estableció entre ellos un toma y daca perfecto. Cada
día el hombre relataba jugosas experiencias, un sinfín de anécdotas tristes,
curiosas, que luego, en casa, transcribía recreando libremente la acción. Lo
más inverosímil de todo es que, en cada encuentro mantenido, forzosamente tenía
que darle a leer cuanto había escrito la noche anterior, el reciente capítulo,
otro trozo de la novela... ¡Si no quería que volviera a amenazar con el
suicidio!
Ahora
son buenos amigos, se apoyan mutuamente y confían en el futuro.
Primero
fue un cielo que se iba cubriendo rápidamente de nubes, oscuras como grandes
manchas de tinta aguada; luego llegaron los relámpagos y truenos, distantes al
principio, pero que enseguida estuvieron sobre él; finalmente se presentó el
granizo, con piedras como huevos de paloma. La granizada más intensa que jamás
viera. En cuestión de segundos apenas, miles de bolas heladas golpeaban
ruidosamente contra la chapa del coche. Los impactos eran tan fuertes y
seguidos que producían un fragor insoportable, un auténtico pandemónium. Era
como si mil diablillos traviesos hubiesen convertido la carrocería en un
gigantesco tambor. Desalentado, pensó que iba a quedar hecho un asco, lleno de
abolladuras. Al momento razonó que alguno de los porrazos podía llegar a romper
los cristales. Eso sería aún peor. Se sintió lleno de zozobra. Todo dejó de
tener importancia cuando cayó en la cuenta de que no sólo el vehículo corría
peligro: podía acabar teniendo algún accidente. Para entonces, la calzada era
un manto albo y los límites se desdibujaban, confundidos con los alrededores.
Redujo
la velocidad hasta rodar lentamente. Aún así, el auto daba bandazos en cuanto
tocaba el volante. Angustiado, cada vez más tenso, buscó con la mirada un lugar
donde refugiarse. La visibilidad era muy escasa y no conocía la zona.
Fugazmente creyó entrever, allá a lo lejos, un puente con varios ojos. ¡Si
pudiera cobijarse bajo uno de ellos! Un camino de tierra se abría a la derecha
de la carretera y, sin pensarlo dos veces, giró para adentrarse en él.
A pesar
de que lo hizo con sumo cuidado, la maniobra resultó demasiado brusca debido a
la gran cantidad de granizo que había. Una capa blanca, de más de un palmo de
espesor, lo cubría todo. Las ruedas producían un crepitar extraño, un ruido
crujiente, como de cristal molido. Condujo con prudencia tratando de
aproximarse a las arcadas. No resultaba fácil porque la senda casi no se
distinguía ya. El pedrisco seguía cayendo sin cesar; en el terreno abrupto, el
automóvil daba bandazos al menor desnivel que encontraba a su paso.
Estremecido, con el alma en vilo, temiendo que las ruedas perdiesen apoyo a
cada metro que recorría, enfiló despacio una suave pendiente. Tuvo que
atravesar una pequeña hondonada en la que se había acumulado la piedra. Por un
instante temió embarrancar cuando los neumáticos giraron en el vacío,
chirriando sobre el hielo. Enseguida encontraron agarre y pudo seguir adelante.
Por fin vio la acogedora bóveda más cerca y, con un último esfuerzo, logró
cobijarse bajo ella.
A pesar
de que la tormenta seguía atronando fuera, en la burbuja de protección que era
el cubículo metálico, la sensación de silencio fue enorme al cesar súbitamente
el espantoso tamborileo sobre la capota. Respiró aliviado y sólo entonces se
dio cuenta de que estaba sudando copiosamente, que el corazón latía desaforado
en su pecho, con el ritmo alterado, loco. Tembloroso lamentó haber tomado tan a
la ligera los pronósticos del tiempo. Durante el informativo del mediodía había
oído decir al hombre del tiempo que estaban en alerta amarilla- ¿O era roja,
acaso? No podía precisarlo. Nunca prestaba atención a esos detalles-, por la
presencia de un embolsamiento de aire frío en las capas altas de la atmósfera,
asociado a una profunda borrasca instalada sobre la zona. Cabía la posibilidad
de que se desarrollara el fenómeno denominado gota fría, aseguraba, con presencia de abundantes granizadas y
grandes aguaceros.
La
situación se prolongó varios minutos. A través de los cristales podía ver un
espectáculo insólito. De improviso comenzó a amainar la granizada y suspiró
aliviado. ¡Por fin acababa el suplicio! Ahora podría regresar a la carretera y
continuar el viaje. Seguro que su mujer estaría inquieta sabiéndolo lejos del
hogar. Hubiera debido hacerle caso cuando dijo que se quedara en casa esa
tarde, que el tiempo no estaba para bromas. Él, llevado por su escrupulosidad, se
había empeñado en asistir al curso de formación que le habían designado en la
empresa y que se celebraba en una localidad distante. A la vuelta, como le
cogía de paso, se había desviado para visitar a un compañero, que había sufrido
un aparatoso accidente que lo retenía en la cama.
Cuando
salió del cursillo, gigantescas nubes de algodón trepaban afanosas desde el
horizonte cubriendo poco a poco el cielo. No se alarmó por ello: las tormentas
jamás le habían impresionado. Al abandonar la vivienda de su amigo, habían
adquirido un feo color ceniciento que no presagiaba nada bueno. ¡Qué imprudente
había sido!, lamentó.
A su
alrededor el paisaje tenía un blancor inmaculado; en varios sitios asomaban
hojas y ramas de árbol, tronchadas por la violencia de la pedrea. Decidió
aprovechar el respiro para llamar a su mujer. Tomó el móvil; con dedo nervioso
marcó el número. No llegó a conectar siquiera. En ese instante una violenta
ráfaga de viento aulló con fuerza bajo el puente y pareció que una gigantesca
mano sacudía el coche, un tanto inestable sobre el hielo. Quedó aterrado,
sobrecogido. La furia de la racha había sido increíble. Entre ventoleras cada
vez más huracanadas empezó a caer una cascada de lluvia. Los torbellinos rugían
alocados en todas direcciones trayendo y llevando turbiones de agua que
chocaban contra los cristales del automóvil. Se sobresaltó más todavía cuando
otra embestida lo zarandeó de nuevo. La tormenta descargaba con inusitada
vehemencia. La visibilidad se había reducido tanto que apenas podía distinguir
nada. Era como estar inmerso en una pesadilla. Nunca había visto un vendaval
así. Ahora los cielos se habían abierto en una catarata que fundía con
celeridad el hielo caído.
Sólo
entonces reparó que estaba en medio de una barranca. En su precipitación,
irreflexivamente había venido a refugiarse bajo la arcada de un viaducto que
salvaba el cauce del ramblizo. Horrorizado pensó que debía huir: podía
producirse una avenida y arrastrarlo. Despavorido, dio el contacto y aceleró
nerviosamente. Las ruedas giraron en vano, resbalando en el granizo que cubría
la hondonada. En determinado momento, el coche dio un brusco tirón y pareció
que iba a abandonar el lecho, pero el motor se caló y a punto estuvo de darse
de bruces contra el volante, tan brusco fue el tirón.
Cada
vez más desazonado, probó de nuevo y pisó a fondo el pedal. Otra vez las ruedas
rechinaron lanzando trozos de hielo en todas direcciones: el automóvil continuó
anclado en el mismo lugar. Soltó un bufido de contrariedad. Temblando, con el
corazón en un puño, decidió apearse para buscar la forma de salir de aquel
atolladero. Sintió un escalofrío cuando su pie izquierdo se hundió hasta más
arriba del tobillo. El móvil, que había olvidado antes, resbaló de su regazo y
cayó al agua. Se le encogió el corazón al darse cuenta de que acababa de perder
el único nexo de unión que tenía con el mundo exterior. ¡Ahora nadie podría
saber dónde estaba!
Permaneció
indeciso unos segundos. Se dio cuenta de que bajo el hielo la rambla corría con
fuerza. Cuando creyó que el automóvil se movía por sí solo, acobardado, se
metió dentro y cerró la puerta de golpe. Jadeaba aterrorizado, tenía la boca
seca. ¿Se había movido realmente o habían sido figuraciones suyas?
Permaneció
expectante. No le quedó duda alguna cuando vio que el vehículo era arrastrado
unos centímetros. El vello de todo el cuerpo se le puso de punta. El pánico lo
anuló por completo. Vaciló dudando sin saber lo que debía hacer. La terrible
situación le desbordaba. Sólo cuando la riada empezó a dar empellones al coche,
empujándolo poco a poco, salió del marasmo. Pero era tarde ya para solucionar
nada. Desconocía la zona, estaba desorientado y tan confuso que su ánimo se
había venido abajo. Antes de poder reaccionar, zarandeado por la furia de la
corriente, el auto empezó a dar tumbos. Avanzaba a trompicones, cabeceando de
acá para allá, chocando pesadamente contra las rocas del fondo, contra los
troncos de las orillas.
Permaneció
unos instantes aturdido, sin poder dar crédito a cuanto sucedía. Era algo tan absurdo,
tan inverosímil, que superaba su capacidad de razonamiento. Apenas unos minutos
antes rodaba tranquilamente por la carretera de regreso a casa, observando
entre distraído y curioso el centelleo fugaz de los relámpagos, escuchando el
bronco roncar de los truenos. Y ahora...
Ahora
el vehículo se detuvo empotrado entre dos grandes piedras que surgían en el
lecho. Casi no quedaba granizo. La cortina de lluvia lo iba fundiendo con
rapidez. Por el cauce corría un torrente tan impetuoso que amenazaba con arrastrarlo
hasta sabe Dios dónde. La crecida cubría por entero las ruedas. Desconcertado,
irresoluto, permaneció refugiado en el interior. El ímpetu del aluvión era cada
vez más intenso, mayor la altura alcanzada por las aguas; de nuevo fue empujado
arroyo abajo. La cantidad de lluvia que caía era tan grande que apenas podía
distinguir cuanto le rodeaba. Desesperado trató de buscar una vaguada, algún
punto donde pudiera abandonar el coche y huir de la crecida. Cada vez la masa
líquida era mayor y la velocidad aumentaba imparable. Poco a poco el interior
del coche iba inundándose: el agua cubría ya sus pantorrillas.
Espantado
recordó de pronto que el río debía estar muy cerca de allí. No sabía dónde,
exactamente, pero no podía estar lejos. Todo se complicaba, para desgracia
suya. Tenía que huir como fuera. El automóvil quedó momentáneamente detenido
contra el tronco de un álamo que crecía en la ribera; esperanzado se preguntó
si podría abrir la portezuela y sujetarse a alguna de las ramas bajas. Pero le
faltaba el valor suficiente para enfrentarse a la inundación. Desistió cuando
una nueva embestida obligó al vehículo a rodar de lado, flotando medio
sumergido. Se revolvió asustado, mirando a todos sitios, buscando en vano una
escapatoria.
De
improviso sintió un brusco choque contra algo sólido y vio que la corriente lo
había empujado contra la parte alta de un pequeño viaducto que antiguamente era
usado para elevar el agua a los regadíos vecinos y que ahora estaba casi
derruido. Creyó ver la oportunidad que andaba buscando. Trabajosamente trató de
abrir la puerta. El ímpetu de la avenida dificultaba la operación; cuando logró
separarla unos dedos, se abrió de golpe debido al empuje. Se abalanzó fuera,
pero el caudal era tal que le hizo perder pie y cayó; se hundió pesadamente.
Durante interminables segundos pugnó por mantener la cabeza a flote mientras
manoteaba torpemente entre remolinos de agua turbia; tragó una bocanada que le
supo a barro y le produjo toses y náuseas. Sus dedos tropezaron de pronto con
un trozo de hierro medio oxidado que colgaba de uno de los arcos y se aferró a
él con desesperación. Había quedado a rebufo de la incesante marea; la
construcción le servía de parapeto y por fin pudo llenar los pulmones de aire.
Luego trató de trepar aprovechando los intersticios que había en el muro. La
lluvia lo cegaba dificultando enormemente la tarea. Resbaló y a punto estuvo de
ser arrastrado de nuevo. Quedó en equilibrio, con las piernas zarandeadas por
los rabiones. Otra vez logró encaramarse sobre la pequeña atalaya y allí, en
tan precaria situación permaneció trémulo, con el gesto desencajado, mirando
alucinado el río impetuoso que rugía bajo él y desbordaba la barranca
arrastrando ciegamente cuanto encontraba a su paso.
Tiritaba
de miedo y frío. El fragor de la tormenta arreciaba; las ráfagas de viento eran
tan violentas que amenazaban con derribarlo de la torreta, en la que apenas
tenía espacio para situar los pies; la lluvia golpeaba con furia su rostro,
cegaba sus ojos...
No
sabía el tiempo que podría resistir allí subido. Tan inseguro se sentía que
sólo se le ocurrió quitarse el cinturón, rodear su muñeca derecha con el
extremo de la hebilla y anudar el otro a la base del hierro que le había
servido de asidero. Si el vendaval llegaba a hacerle perder el equilibrio, al
menos quedaría sujeto y no sería arrastrado. Hacía rato que el coche había
desaparecido; la riada bramaba bajo él. Parecía increíble que en tan poco
espacio de tiempo la pequeña rambla se hubiera convertido en un río turbulento,
en aquella vorágine de locura. Se sentía desamparado, inerme, mientras se
aferraba con desesperación a las ruinas que, en cualquier momento, podían ceder
ante el empuje de la avenida.
¡Si
hubiera podido llamar por teléfono, decir a su mujer dónde había venido a parar!,
pensó con desaliento. De pronto sintió una sacudida y, despavorido, notó que
los cimientos de la obra empezaban a fallar. El ímpetu de la avenida era
impresionante ya. Miró en derredor desesperado. Estaba rodeado por una
corriente que cubría por entero el cauce de la rambla, que superaba el metro y
medio de altura. Otra vez notó un temblor y antes de que pudiera reaccionar, la
base se desmoronó por entero, arrastrándolo. Cayó al agua y sintió que la
corriente lo jalaba con fuerza. Se hundió entre los remolinos y tragó una
bocanada. Intentó bracear, salir a la superficie, tomar aire, pero algo lo
impedía. El bloque de argamasa rodaba por el lecho del cauce dando tumbos y él
estaba prendido a los hierros por la correa que llevaba anudada a la muñeca. Intentó
aflojar el nudo pero la fuerza de la corriente lo imposibilitaba.
Supo
que era el final.
Ayer
descubrí en los ojos de mi hijo una mirada de odio y sentí miedo. Por mí, por
lo que pueda suceder conmigo; pero también por él. Sobre todo por él. De pronto
he comprendido que me odia, me odia más que me teme, y el descubrimiento me
aterra.
No
entiendo cómo he podido estar tan ciego, cómo he podido dejar que las cosas
lleguen a estos términos. Es algo que nunca me perdonaré. ¡Resulta tan
desalentador caer en la cuenta de que soy el único responsable, que debí tomar
cartas en el asunto hace mucho, cuando empezaron a surgir los problemas! No he
sido capaz: me ha faltado valor. ¡Ah, de qué forma tan gradual, casi
imperceptible, se han ido degradando nuestras vidas! Tratando de superar, de
olvidar cuanto ocurriera hace años, inconscientemente he repetido, paso a paso,
el mismo camino de destrucción que tanto mal causó entonces...
Déjenme
decirles que también yo odiaba a mi padre. ¡Cómo lo detestaba, cuánto lo
desprecié siempre! No sé en qué momento comenzó ese rencor, pero desde niño fue
creciendo dentro de mí como algo imparable, un cáncer destructivo y feroz que
se iba alimentando del maltrato continuo, nutriéndose del incesante
menosprecio, de cada uno de los golpes que recibía de su parte; crecía como la
mala hierba que, al principio, es sólo una planta endeble, raquítica, y que
poco a poco medra salvaje, crece voraz, invade sembrados, conquista zonas que
antes le estaban negadas, hasta ocupar el menor de los resquicios, sofocando el
clima familiar, poseyendo fríamente a las personas... ¡Y acaba por asfixiar,
por inutilizar los afectos, los sentimientos nobles, si es que quedara alguno!
Mamá le
temía, temblaba sólo con escuchar su voz: bastaba con sentir cercana su
presencia para quedar anulada por completo, para abismarse en un mutismo total,
una especie de marasmo resignado, dócil, que la invalidaba como persona. A
pesar de ser sólo un crío, me daba cuenta de que era como una muñeca rota, un
pelele sin vida interior. Si al principio no quería que se supiera el horror
que soportaba, y trataba de ocultar su dolor, su vergüenza, de esconder los
moratones, disimulados hábilmente bajo las ropas, luego, cuando no pudo más y
se rindió, empezó a darle igual que la gente pudiera ver los cardenales, las
señales de la violencia.
Hacía
mucho que había perdido la partida. La recuerdo como un alma en pena,
silenciosa, sometida, con eterno gesto de consternación, de sobresalto. Si
algún familiar, indignado, se ofrecía a mediar, se oponía trémula. Tan
abrumador era su pánico que no podía aceptar ayuda de nadie. En varias
ocasiones huyó conmigo de casa para refugiarse en la de la abuela, que,
acongojada, triste, nos acogía con los brazos abiertos. Es posible que en algún
momento llegara a plantearse incluso el que nos quedásemos allí, mas nunca se
atrevió: al final, cabizbajos, temblorosos, regresábamos; sumisos, inermes.
Sabía que no podía escapar, que antes o después iría a por ella, que la mataría
si no volvía a su lado...
De
algún modo intentaba protegerme; no siempre lo lograba. Su espanto era más
fuerte y cuando papá llegaba borracho, apenas si acertaba a cubrirme con su
cuerpo si se ponía violento y empezaba a pegarnos. Recibí muchas palizas a
pesar de sus esfuerzos; demasiadas para poder arrinconar mi aversión, para
perdonar. Mi mundo era un caos de frustraciones y resentimiento. ¡Cuántas
noches de insomnio, madrugadas en blanco, sin conciliar el sueño, llorando
aterrorizado en la oscuridad, aguardando tenso el ruido de los pasos que se
acercaban renqueantes, de la puerta que se abría, la inevitable pelea, las
maldiciones y gritos...! A veces, huyendo del castigo, mamá se encerraba en el
baño, y mi padre la buscaba, entre juramentos y reniegos, por todas las
dependencias. Cuando entraba en mi habitación, oliendo a vino agrio, a sudor
rancio, sabiéndome indefenso, desamparado, acababa por orinarme en la cama y me
sentía agonizar: solía descargar su rabia sobre mí.
Ahora
es mi hijo quien padece enuresis y nunca relacioné el detalle con mi modo de
ser. ¡Qué torpe he sido!
Rememoro
aquel tiempo con una angustiosa sensación de naufragio y soledad, de absoluta
impotencia. Creo incluso que llegué a odiar a mamá: no entendía por qué no
íbamos con la abuela, por qué teníamos que seguir junto a aquella bestia. Ahora
sé que era una persona insegura y apocada, incapaz de rebelarse; y mi padre un
hombre celoso y posesivo, primitivo, inculto, débil a pesar de su apariencia
tan feroz, que ocultaba su poquedad y su miseria con alardeos que tenían mucho
de infantil, su nulidad jactándose de una hombría que estaba lejos de poseer.
Por eso
me aterra tanto haber descubierto la mirada en los ojos del niño: me veo
reflejado en ellos como aquél a quien repudié...
La
primera vez que me propasé con mi mujer apenas fue un simple empellón, un
empujón sin más; le sorprendió tanto, por lo inesperado, que tuvo un cómico
gesto de asombro que casi me divirtió. Olvidarlo resultó fácil: éramos jóvenes,
llevábamos poco tiempo casados; fue como un juego más, algo sin mayor
trascendencia. Cuando semanas después, tras una discusión tonta, enfurruñado la
zarandeé con cierta rudeza, se asustó de verdad: nunca antes me había
comportado así. Quedaron las marcas lívidas de mis dedos en su brazo. Ya
entonces hubiera debido reaccionar, darme cuenta de lo que podía llegar a
pasar; no me lo planteé siquiera, tan lleno de soberbia estaba en aquel
momento. ¿Soberbia? No se trata de eso. Era otra cosa, una confusa mezcla de sentimientos,
de deseos, antagónicos muchos de ellos. No sé cómo podría explicarlo. Su mueca
de terror me produjo una satisfacción malsana, una morbosa sensación de poder,
de triunfo, que jamás logré entender. Demasiado complicado.
La vida
en común siguió adelante; unas cosas trajeron otras. Nunca protestó y yo creía
que, en el fondo, lo aceptaba, que no la disgustaba tanto, que, de alguna
forma, eso contribuía a dar intensidad a la relación, a ahuyentar la monotonía.
¡Pobre de mí! ¡Qué engañado estuve! Tienen razón los que dicen que no hay peor
ciego que el que no quiere ver. No supe darme cuenta que cada vez se mostraba
más insegura y apocada, retraída, como si, en realidad, no supiera a qué carta
quedarse conmigo, como si me temiera...
Sin ser
consciente de ello fui aumentando mi exigencia, mostrándome más y más
autoritario, más absorbente, comportándome con mayor brusquedad. Una noche se
negó a hacer el amor; la obligué por la fuerza. Quedó embarazada. Eso significó
el principio del fin. El mecanismo que había mantenido en marcha la pareja se
atoró de golpe...
Créanme
si digo que no sé cómo pude mantener tal conducta con alguien a quien amaba por
encima de todo. Porque es cierto: no podía- ¡Ni puedo!-, concebir mi vida lejos
de mi esposa. La necesito con desesperación, casi con rabia. Sin ella mi
existencia no tiene sentido. Ni siquiera tengo la excusa de ser como mi padre.
Hasta cierto punto soy culto, poseo formación; me considero una persona
honrada, íntegra; estoy aceptado por quienes me conocen... Entonces, ¿qué
demonio anida en mi pecho, qué diablos pasa en mi cabeza para actuar así? ¿Qué
me lleva a hacer daño a quien más quiero?
No hace
falta que nadie lo diga. En el fondo, lo sé; lo intuyo al menos. El velo que
cubría mis ojos ha caído por fin. Durante años he vivido inmerso en una nube de
ausencia, parapetado tras un muro de culpabilidad, de renuncia y dejación del
que ayer, de pronto, fui desalojado violentamente al percibir la mirada de odio
de mi hijo. Y tengo miedo. Ya lo he dicho: por mí, pero sobre todo, por él, por
lo que pueda hacer...
Cuando
reuní un poco de valor, hablé con ellos, les abracé llorando, pedí perdón por
tanto daño como he causado. Juré que iba a cambiar. ¡Rotundamente! Esta vez en
serio. ¡Nunca más ser la bestia! ¡Nunca más...!
Me he
decidido a seguir algún tipo de terapia, a acudir a un gabinete solicitando
ayuda: un experto me enseñará a controlar mi carácter, a modificar mi
comportamiento. ¡No puedo seguir maltratándoles! ¡No quiero ser tan detestable
como mi padre...!
Dicen que
todo adulto oculta al menos un secreto inconfesable; no sé si es cierto o no,
pero a estas alturas de la vida, imagino que sí. Yo oculto uno terrible,
demoledor, que ha marcado a fuego mi conciencia: maté a mi padre. Nadie lo ha
sospechado jamás pero así es. Siendo niño lo envenené. Una noche llegó borracho
y golpeó a mamá hasta hacerla caer al suelo, luego me tocó a mí. Se repetía la
horrible pesadilla. Como otras veces, huimos a casa de la abuela; tenía
achaques y tomaba pastillas para el corazón; yo sabía dónde las guardaba; a
escondidas cogí varias. Estaba desesperado; aún no sabía a ciencia cierta qué
pretendía hacer. El odio me guió: cuando pudimos volver, las eché en la botella
de vino; apenas quedaba un vaso; agité mucho hasta disolverlas. Sólo él bebía.
Últimamente estaba más violento si cabe. Esa misma noche intentó pegarnos de
nuevo y otra vez tuvimos que escapar. Dos días después, al regresar, lo
encontramos muerto. No le lloró nadie, nadie lamentó su muerte. Le hicieron la
autopsia, sí, mas no parece que se detectara nada extraño. Al menos, nada
trascendió al respecto. Era apenas una caricatura de hombre: todos lo
despreciaban. Estaba alcoholizado, enfermo, padecía cirrosis.
Entonces
tenía nueve años, la edad que tiene mi hijo ahora. Desde entonces, ya nunca me
oriné en la cama...
En cierto modo, todos los tanatorios se parecen. Suelen ser edificios grandes, de reciente construcción, situados en zonas algo apartadas; son asépticos, funcionales, con un diseño lo suficientemente atractivo como para disimular, en parte, la función a la que se dedican. Salas individuales donde los familiares pueden velar con cierta comodidad a sus muertos, ambiente mimético, de intimidad y recogimiento, una sensación de reserva, de privacidad, es lo que suelen ofrecer. Se respira en ellos un cierto confort siempre. En las paredes, cuadros nada llamativos; las plantas, naturales, sabiamente distribuidas por los rincones; en algunos, incluso suena música clásica, tan quedo que apenas se deja oír, que funciona más bien como elemento de decoración, como un mero acompañamiento. Todo ayuda a encubrir la magnitud del dolor que padecen los que han de recurrir a sus servicios.
En una
ciudad cualquiera, en uno de estos locales y en salas contiguas, hay dos
familias que velan el cadáver de un pariente fallecido. En la primera, el de un
hombre que murió arrastrado por una rambla durante la furiosa tormenta de la
última gota fría. Nadie se explica aún cómo pudo acabar de modo tan horrible.
En la otra, una mujer llora ante el féretro del esposo, fallecido por E.L.A.,
la fulminante esclerosis lateral amiotrófica, que apenas concede unos pocos
meses de vida tras haber sido diagnosticada. Acompañando a ambas, padres y
hermanos, un grupo de familiares, de amigos y conocidos, que quiere compartir
la consternación, se solidariza con su pena, que hace suyo tanto sufrimiento...
SALA 1.
Sentado
en uno de los sillones, cerca de la entrada, hay un hombre que está junto a dos
señoras que comentan algo entre sí. En estos sitios, ya se sabe, normalmente se
habla en voz baja, con susurros. A pesar de ello, hace un momento, la más
próxima ha comentado: “No me lo contó nadie. ¡Lo vi yo misma a través de la
ventana...!”, y él, que lo ha oído, siente de pronto un ligero sobresalto. Las
palabras reavivan viejos fantasmas arrinconados en los pliegues de la memoria,
y se siente abocado al triste recuerdo de un suceso que nunca ha podido
olvidar, que marcó a fuego su conciencia. ¡Tiempo de silencio, de cobardía y
vergüenza...! Siente en la boca el sabor amargo de la culpabilidad, la
desolación arañando suave el pecho. Deja de prestar atención y, tratando de
huir, de huir una vez más, como hizo entonces, como ha aprendido a hacer, echa
mano al periódico atrasado que encuentra sobre la mesa y que parece haber ido
pasando de mano en mano, rondando de acá para allá, llenando ratos de tedio,
ocupando huecos de incredulidad y desesperanza. Queriendo olvidar su drama
íntimo, se abisma en las páginas de cultura. En una de ellas halla la
entrevista que hacen a un viejo escritor, un tal Santiago Gracia, que ha
presentado su última novela y, como ha leído alguna de las anteriores, siente
una punzada de curiosidad. Tiempo de
Esperanza es el título. Quizás la compre. Le gusta su estilo, aunque no
existe esperanza de redención para él, y lo sabe. Pero ¡qué más da! ¡Lo
importante es no pensar, escapar del asedio, dejar de sentir! Tal vez consiga
conjurar los demonios interiores...
Llega
una pareja cogida de la mano, avanza hasta situarse en mitad de la sala y allí
se detiene como tratando de enfrentarse a la situación; la mujer es más bien
bajita, con el pelo castaño y unos ojos claros, chispeantes; su acompañante es
más bien grueso, con una barriga incipiente, y parece un poco fuera de lugar.
Aunque tratan de mostrarse serios, circunspectos, como la ocasión exige, tienen
un gesto de felicidad tal que apenas si logran disimular la felicidad interior
que comparten. Es probable que se hayan besado furtivamente, con pasión,
mientras el ascensor los conducía a la primera planta. Ella ha sido, durante
largos años, compañera de oficina de la viuda; aunque ahora haya dejado el
trabajo y ya no resida en la ciudad, se ha enterado casualmente de la tragedia
por los noticiarios, y acude a consolar a la amiga. Cuando la divisa, allá al
fondo, absorta entre una señora vestida de riguroso luto, que supone la suegra,
y un tipo de rostro cansado, que cree uno de los cuñados, se acerca para
abrazarla. El hombre, cohibido, permanece inmóvil, en un discreto segundo
término. Se siente ajeno a la desgracia. No conocía de al muerto, tampoco a la
esposa. Cuando su compañera hace un gesto llamándolo, se aproxima con timidez.
Al acercarse la oye decir: “Es Juan. Nos vamos a casar.”. A pesar de las tensas
circunstancias, sonríe porque su pecho desborda de ilusión.
SALA 2.
Un
joven matrimonio ha acudido a dar el pésame a la desamparada esposa, que,
vestida de luto, tiene un aspecto tan demacrado que inspira verdadera lástima.
¡Han sido semanas de angustia, de tristeza y dolor, de renuncia! Al final, su
salud se ha resentido y parece al límite de sus fuerzas, a punto de
derrumbarse. Se la ve ojerosa, pálida como hoja en otoño, delgada como junco
falto de humedad. Ha envejecido diez años de golpe. El único consuelo que le
queda es saber que, al final, el marido comprendió, entendió el porqué de su
oscuro proceder. Y cuando fue consciente de que la muerte rondaba como
gallinazo en historia garciamarquiana, la amó con la misma desesperada
intensidad con que la había amado desde el primer día...
La
recién llegada es antigua conocida suya: estudiaron juntas en el instituto y
después han mantenido la relación de amistad. Tras el abrazo y las lágrimas
compartidas saca fuerzas de flaqueza y aún tiene entereza para interesarse por
la salud de la otra.
- Me
dijeron que tuviste problemas- musita tratando de contener el llanto.
La
mujer suspira con gesto resignado y responde:
- Un
susto terrible, una simple caída, un golpe tonto. Permanecí en coma durante
varias horas. Me recuperé bien. Ya pasó todo. ¡Pero yo puedo contarlo y él...!-
señala la vitrina que hay al fondo, tras la que puede verse el féretro.
El
esposo, que permanece de pie a su lado, la mira en silencio y recuerda cuanto
sucedió. Siente que el vello de todo el cuerpo se le pone de punta. “Te quiero
más que a mi propia vida”, musita para su interior mirándola con arrobo. “Si
alguien ha de morir, que sea yo y no ella. Nunca ella. Mil veces yo, mil veces
mi muerte...”, pensaba durante aquella noche de atormentada espera. Y hoy, un
mes después, sigue creyendo que ésa es la única verdad que da sentido a su
vida.
Entran
dos chicas; una de ellas tiene el gesto sombrío, una mueca de desagrado en el
rostro. No le gustan los tanatorios, los detesta por lo que significan: el
adiós forzoso, la ruptura y el quiebre absurdo, la negación de la vida. Nunca
olvidará las largas horas que tuvo que permanecer en uno de estos
establecimientos velando el cadáver del padre, junto a su hermana y el resto de
la familia. Había fallecido en un accidente que todo el mundo calificó de
fortuito y que ellas consideraban ilógico, incomprensible. ¡Entonces aún no
conocían la verdad, la terrible verdad! “¡Qué hermosa lección de amor nos
diste, papá!”, piensa con nostalgia y la mirada se le empaña. “Nunca debiste
hacerlo, pero no soy capaz de juzgarte. No puedo ni quiero ni debo... Fue una
decisión personal tuya y he de respetarla. ¡Ojalá yo sea capaz algún día de
entregarme con la pasión, con la ternura y la generosidad, con que tú lo
hiciste! ¡Te debemos tanto Lilian y yo...!”
Ha ido
allí por compromiso, acompañando a una compañera que no se atrevía a acudir
sola. El lugar le produce un profundo rechazo y está deseando marcharse. La
otra ha prometido que se demorarán sólo unos minutos; el tiempo justo para dar
el pésame a la viuda. Como se siente ajena al drama, trata de aislarse
prestando atención a la música que suena; el rumor monocorde de la sala apenas
permite apreciarla, tan flojito suena. Desde niña, en casa ha escuchado
regularmente a los clásicos porque su padre amaba esta forma de arte. No le
supone esfuerzo reconocer el largo
del Concierto en fa para flauta, cuerda y
continuo de Vivaldi. “Es... era
una de sus piezas favoritas”, rememora sintiendo que la piel del alma se vuelve
de terciopelo al recordar el hecho. A veces aún le cuesta admitir que ya no
está, que nunca volverá. Cuando se acuerda de él, su corazón se impregna de una
tristeza dulce, una melancolía que no duele...
Para
ocultar su turbación, se pone a ojear la revista que trae en la mano. Viene la
crítica de un éxito teatral; “Hombres y mujeres solos”, se titula. Le acompaña
unas fotos de la protagonista tomadas durante el estreno. La reseña asegura que
en el duro, intenso monólogo, la actriz está realmente inconmensurable...
Un
hombre abandona el local tras haber permanecido un buen rato acompañando en su
dolor a una de las familias. Bajo el influjo de la atmósfera de pesadilla que
impera en los tanatorios, camina apresurado hacia su coche, aparcado cerca.
Abre la portezuela y entra en el vehículo. Cuando va a arrancar observa que
alguien viene calle abajo; su corazón da un vuelco cuando se fija en los rasgos
del tipo que camina por la acera. Hay algo familiar en él que lo alerta. Se
trata de un árabe. Al acercarse más reconoce los rasgos propios en el rostro
cetrino del moro. ¡Abdul!, musita con un hilo de voz. ¡Es él! ¡El hermano
perdido del Aziz, el que un día lo confundiera en el parque! ¡Abdul!, repite y
lo ve aproximarse sin poder reaccionar. De pronto cae en la cuenta de que, de
una u otra forma, consciente o inconscientemente, desde aquella lejana mañana
de domingo, lo ha estado buscando. Cuando tropezaba con un inmigrante, lo
estudiaba esperanzado, anhelante, queriendo conocer a la persona que tanto se
le parece... ¡Y ahora esta aquí, a dos pasos! El pulso late con fuerza, siente
un cosquilleo de excitación corriendo por su espalda. Lo contempla hipnotizado.
¡La fascinación por el doble, el sosia perfecto; la posibilidad de verse a sí
mismo como alguien distinto, ajeno, otra persona! Recuerda: él con otros dos magrebíes, ante una
casa de una sola planta, en una calle sin asfaltar. Aziz y él, sentados bajo un parral y arriba la claridad del Rif. Él abrazando con ternura a un niño que
debe ser su hijo... Marasmo, quietud,
parálisis, imposibilidad de hacer, de decir nada.
El
pobre está casi tan delgado como Aziz lo estaba el día del encuentro; tiene un
gesto de agotamiento... ¡A saber en qué trabaja, dónde, cómo, cuál es su
jornada laboral! No le van demasiado bien las cosas, razona triste. Es un ilegal. La curiosidad, la exaltación y
el entusiasmo de antes, de golpe dan paso a una desagradable sensación de
zozobra. Puede que no sepa que su hermano lo busca, que no se hayan encontrado
aún... ¡Bajar del coche y decirle lo que ocurre, ayudar de algún modo! Me
confundió contigo, tanto nos parecemos. Me abrazó con calor, con pasión, al
creer que eras tú. Yo le dije...
No dije
nada. No fui capaz, no me atreví, piensa descorazonado mientras el otro pasa
junto al coche con su andar cansino, su mirada mustia y un viejo macuto colgado
al hombro. Luego se aleja, sigue su camino, mientras lo observa por el
retrovisor...
Al
cruzar la siguiente bocacalle, un coche dobla la esquina demasiado rápido y el
marroquí, que cruza un paso de cebra, ha de dar un salto para evitar que lo
atropellen. Dentro viajan tres personas, un matrimonio joven y un niño de unos
nueve o diez años. Por la ventanilla entreabierta se escucha el retazo de una
agria disputa. La mujer, con gesto de impotencia y ojos enrojecidos por el
llanto, gimotea desesperada: “Prometiste que ibas a cambiar. Lo prometiste...
Pero no sirve de nada. ¡Todo sigue igual!”. El gesto del hombre, adusto,
muestra a las claras su frustración, su rabia, mientras piensa: “Soy un mierda.
¡Soy una puta mierda...!” El crío guarda un hosco silencio y sólo desea que el
suplicio acabe de una vez, de una maldita vez.
Sí, en cierto modo, todos los tanatorios se parecen. Como se parecen también las ciudades, las gentes que las pueblan, las sociedades que conforman. Y, si me apuran, en ocasiones, hasta podrían ser considerados pequeños microcosmos, universos soberanos, mundos autónomos, donde se acumulan vivencias y hechos de todo tipo, experiencias, logros, miserias, infortunios, triunfos, sentimientos, pasiones, que son, al fin y al cabo, el único y verdadero motor de la historia.
15 de
diciembre de 2003
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