El título que encabeza estas líneas podría haber sido sustituido por el
de la mentira
creíble, o alguna otra paradoja similar. Pues
nada resulta, a primera vista, tan incongruente
como el atribuir credibilidad
a una especie literaria, la novela, cuyo nombre
es casi un sinónimo de embuste o mentira. O al
menos, lo fue en el pasado, cuando en la lengua
de nuestros clásicos del XVI y del XVII, novela
y sus derivados -novelerías, noveleros, etc. – eran términos inscribibles en la zona semántica
del embuste,
la trapacería, lo peyorativamente imaginativo, etc.
La desconfianza que, en tales
textos suscitaban los hombres noveleros
–y, sobre todo, las mujeres noveleras-
parece fácilmente relacionable con la condición
rotundamente mentirosa asignada a determinadas especies
narrativas, y muy especialmente a los libros de caballerías, paradigma del género novelesco, durante tanto
tiempo. Se requería estar
tan loco como don Quijote o ser tan rústicamente
ingenuo como el ventero Juan Palomeque, para aceptar
como verdades los exagerados embustes contenidos
en tales libros de caballerías. Frente a ellos
era preciso manejar la argumentación quijotesca
de considerar poco menos que imposible el que
tales libros –de ser mentirosos- pudieran circular
con autorización real.
La actitud de don Quijote
apunta, en versión superlativa, a la de cualquier
lector común de novelas que, durante el tiempo
de su lectura, ha de situar su credibilidad entre
paréntesis, para sustituirla por esa credibilidad
sui generis a que parece obligarle la condición
de lo que lee.
El novelista es un mentiroso
aceptado socialmente, y lo que en el embustero
común sería pecado condenable, se hace en él virtud
merecedora de elogios. Si las verdades del embustero
de la comedia alarconiana acababan por configurarse
como sospechosas en virtud del sostenido gusto
por la mentira del personaje; las mentiras del
novelista son aceptadas como mentiras creíbles,
como mentiras sospechosas en cuanto a su condición
de tales. De no ser así, al lector adulto le repugnaría
el haber dedicado tanto tiempo y atención a unas
páginas cargadas tan sólo de abultadas mentiras.
Que el hombre tenga necesidad
de ese artístico tipo de mentiras, parece incuestionable.
Y por ello, nada resulta tan vano como ese empeño
por desterrar de la literatura infantil los cuentos
de hadas, de duendes, de seres y de sucesos fantásticos,
para sustituirlos por una temática y unos personajes
reales y cotidianos.
Menéndez Pelayo supo ver
bien cómo el auge de los libros de caballerías
tenía algo que ver con las horas infantiles del adulto, con la necesidad
de fantasía, de suspensión de la credibilidad
normal, para aceptar, momentáneamente, como creíbles, unas indudables
mentiras.
Con todo, este asunto de
la credibilidad novelesca me parece que tiene
más interés referido, no tanto al lector, como
al novelista. De no creer
éste en lo que nos está contando, difícilmente
creerá el lector.
Ortega y Gasset situó el
problema no en la zona de la credibilidad, sino
en la del interés. Para Ortega, el novelista que
no era capaz de interesarse realmente por lo que
estaba narrando, estaba condenado al fracaso,
ya que ese desinterés o desapego repercutiría,
inevitablemente, en el del lector.
Creo que no pocas manifestaciones
de la novelística actual acusan tal defecto. Si
al novelista no le importa verdaderamente lo que
está novelando, y sí tan sólo los aspectos técnicos
de su oficio, será difícil que todo eso acabe
por importar al lector.
Y, por este camino, me atrevería
a manejar de nuevo el concepto de credibilidad; ya que tal vez el meollo de la cuestión no esté tanto
en interesarse por lo novelado, o en que esto
importe al novelista, como en creer
en ello.
El novelista puede creer, por supuesto, de muy diferentes
formas, pero alguna tendrá que darse para que
la ficción novelesca se sostenga como creíble
a los ojos del lector.
Cabe creer, desde luego, tan apasionadamente como lo hizo Balzac en su
gigantesca construcción de La
Comedia Humana. Se diría que, en ocasiones,
los planos de la invención y de la realidad se
confundieron o, más bien, se invirtieron para
Balzac. El titánico esfuerzo que a sí mismo se
exigió, sostenido por el beber y beber grandes
dosis de café, para –robando horas al sueño y
al descanso- escribir poco menos que sin tregua,
trajo, entre otras consecuencias, la de que el
mundo novelesco inventado por Balzac, acabara
configurándose para él, como poco menos que su mundo, el mundo real en que vivía.
Anécdotas tan conocidas como la de reclamar Balzac,
en ocasión de una enfermedad, la asistencia médica
de Horace Blanchón, personaje sólo existente en
las páginas de La
Comedia Humana, resultan enormemente significativas
a este respecto.
Pero no es preciso llegar
a tales extremos, ni tan siquiera a los de un
Dickens, lamentando con los lectores de sus entregas
y casi derramando lágrimas, la inevitable muerte
de Nelly en Almacén
de antigüedades.
Cuando un novelista como
éstos –un Balzac, un Dickens o un Galdós en nuestras
letras- es capaz de levantar tupidos mundos novelescos,
densos y bien trabados, no puede chocar demasiado
el que se produzcan espejismos de esa índole;
por virtud de los cuales los personajes de ficción
casi parecen imponerse como reales para sus creadores.
Pero aún hay más. Ni tan
siquiera el narrador escéptico, que tiene conciencia
de estar manejando una ficción y no sólo no se
esfuerza en disimularla como tal, sino que, por
el contrario, se sirve de una serie de recursos
que acentúan esa naturaleza ficcional; ni tan
siquiera este tipo de novelista puede renunciar
a una actitud de cierta credibilidad por irónica
que resulte. Todo el sutil juego literario montado
por Cervantes en torno a D. Quijote y al historiador
de sus hazañas, el moro Cide Hamete Benengeli,
aspira, en última instancia, a que el no menos
sutil lector acepte tal juego, entre en él, crea en él y lo disfrute desde esa extraña perspectiva que supone
una incredibilidad
creíble. Lo que de lúcido hay en este montaje
cervantino perece iluminar suficientemente el
alcance y sentido de la paradoja que nos viene
ocupando.
Cuando una obra tan bella
como la trilogía de Tolkien, El
señor de los anillos, obtiene una aceptación
como la conseguida en tantos y tantos países (y
últimamente en España), hay que volver a plantearse
este tema de la credibilidad novelesca.
Un mundo tan coherente como
el presentado por Tolkien, un tono y un lenguaje
tan prodigiosamente sostenidos a lo largo de una
muy larga historia, una capacidad de comunicación
que deja sorprendido –y captado-
al lector que ha iniciado su viaje por
la trilogía, sólo pueden entenderse y aceptarse
a la luz de la paradoja que ha suscitado estas
consideraciones. El que tal paradoja resulte poco
menos que inextricable, es una de las consecuencias
entrañadas en el misterio de nuestra condición
humana, hecha, como quería Shakespeare, de la
misma estofa que los sueños.
(Publicado
en El Suplemento
Literario de La Verdad, nº 31, 14 de diciembre
de 1980)
_________________________________________________
MARIANO BAQUERO Y SU PARTICIPACIÓN
EN LA SEGUNDA ÉPOCA DE EL
SUPLEMENTO LITERARIO DE LA
VERDAD.
Manuel Llanos de los Reyes
(Universidad de
Murcia)
La extraordinaria personalidad humana, docente e investigadora
del que fuera Catedrático de Literatura Española
de la Universidad de Murcia Mariano Baquero Goyanes
–don Mariano, en la cercanía cotidiana del aula
o de su despacho, para los muchos jóvenes universitarios
que tuvimos el privilegio de contar con él no
solamente como profesor, sino aún más, como maestro,
en la plena acepción que esta palabra tiene- dejó
en compañeros, alumnos y amigos una indeleble
huella marcada por su esmerada educación, gran
sensibilidad y exquisito trato personal que el
paso de los años no ha conseguido borrar.
Nacido en Madrid en 1923, realizó sus estudios de
Filología Románica en la Universidad de Oviedo,
doctorándose en la Universidad Central. Tras aprobar
las oposiciones a cátedra llegó destinado a Murcia
en 1950, desarrollando en esta Universidad una
intensa e ininterrumpida actividad profesional.
A pesar de las muchas oportunidades que se le
ofrecieron, nunca quiso abandonar nuestra ciudad,
a la que se vinculó para siempre: aquí se casó,
aquí nacieron sus hijos y aquí murió en 1984.
La labor investigadora y crítica del profesor Baquero
Goyanes ha traspasado los límites nacionales y
su autor goza de un merecido prestigio como uno
de los máximos especialistas en el campo de la
narrativa (baste citar dos de sus estudios más
decisivos: su tesis doctoral El cuento en el siglo XIX o su más reciente Estructuras de la novela actual) y por su aportación sobre el perspectivismo literario, denominación
que él acuñó, y que, como es sabido, consiste
en el análisis de la obra literaria atendiendo
a los distintos enfoques o puntos de vista desde
donde se materializa la observación de la realidad
(así puede verse en Perspectivismo y contraste (De Cadalso a Pérez
de Ayala) o
Visualidad y perspectivismo en las “Empresas”
de Saavedra Fajardo, por poner sólo dos ejemplos
de entre sus libros más representativos).
Dentro de toda esa interesante producción en el campo
de los estudios literarios que es hoy unánimemente
apreciada y estudiada, y con la que su autor tanto
ha contribuido a un mejor conocimiento del cuento
y de la novela en nuestro tiempo, queremos ocuparnos
en este modesto trabajo de unas breves colaboraciones
que Mariano Baquero realizó para el diario murciano
La Verdad,
que entre el 18 de mayo de 1980 y el 29 de noviembre
de 1981, con la única interrupción de los meses
de julio, agosto, septiembre y octubre de este
último año, impulsó una nueva etapa del Suplemento Literario que tanto éxito tuvo en la década de los años
veinte.
De periodicidad semanal, cada domingo aparecía dentro
del periódico, conteniendo en los límites de sus
ocho páginas, inicialmente sin publicidad, las
distintas secciones en que se estructuraba.
Al frente del Suplemento,
como coordinador, figura el escritor Salvador
García Jiménez, aunque desde dentro del periódico,
tuvo un papel importante en la publicación el
periodista e investigador Antonio Crespo, quien
en la última página ponía el contrapunto a la
modernidad que allí se ofrecía con una sección
titulada “Vieja literatura murciana”, en donde
pasa revista a los más destacados escritores regionales,
de quienes traza unas breves referencias biográficas
y muestra algunos textos escogidos de sus obras.
En el número uno, en una nota titulada “Pre-textos
para un brindis”, que puede considerarse una verdadera
declaración de intenciones, se
lee:
“De las razones que nos hicieron aceptar esta brújula
tamizamos la de abrir un cauce a todos aquellos
desasosiegos que se han sentido en el arte desacompañados;
la de clarificar con nuestras posibilidades el
vasto y confuso campo en que crecen, sobre todo,
los hechos literarios. Nadie que anide algo importante
para echar a contar o cantar –y nos lo remita
envuelto con dignidad literaria- quedará silenciado.
Ni nos ha cruzado por las sienes la idea de amurallarnos
en una cultura de élite, en una tarima de mandarines
oficiales. Percibimos un nuevo aliento en la poesía
murciana; sabemos que se publican una serie de
libros en el país oscurecidos por los otros frutos
del consumo; escritores que se rescatan de un
tiempo por unos lectores exigentes. Y nos creemos
en el deber, los que sufrimos el tirón del oficio
pavesiano, de informar con la mayor transparencia.”
Durante el año y medio aproximadamente que alentó
la publicación, y a lo largo de sus 64 números
impresos, participaron en ella diversos escritores,
novelistas, poetas y ensayistas de gran talla
y modernidad. Entre los murcianos destacan Miguel
Espinosa, Francisco Sánchez Bautista, Eloy Sánchez
Rosillo, Francisco Alemán Sáinz, Dionisia García,
José Mª Álvarez, Andrés Salom, Alfonso Martínez-Mena,
Asensio Sáez, Francisco Aroca, María Cegarra,
Fernando Martín Iniesta, José Luis Castillo-Puche,
Mariano González Vidal, Juan García Abellán, Antonio
de Hoyos, Pedro García Montalvo y Carmen Conde.
A nivel nacional e internacional colaboran firmas
tan destacadas como Manuel Andújar, José Donoso,
Juan Carlos Onetti, Álvaro Cunqueiro, Nicolás
Guillén, José García Nieto, Miguel Delibes y Ramón
J. Sender.
De las entrevistas a consagradas figuras en el campo
de la poesía, la novela o el periodismo se ocupa
el propio coordinador del Suplemento,
Salvador García Jiménez, aunque, en ocasiones,
esta sección es realizada por otros colaboradores.
Pero es en el terreno de la crítica donde se manifiesta
con más relieve e intensidad si cabe el deseo
de modernidad que traía la nueva publicación.
Las pluriangulares
miras que se prometían ya desde el nº 1 van
consolidándose conforme discurren los distintos
números del Suplemento
en las numerosas revisiones y comentarios de las
obras más significativas e interesantes del panorama
literario que se vive en aquellos momentos.
Hay que destacar, en este sentido, las colaboraciones
sostenidas de jóvenes profesores que comienzan
a dar muestras de su aguda perspicacia crítica
y finura intelectual como Francisco Javier Díez
de Revenga, que se ocupa de la obra de los poetas
del 27 a la par que se muestra siempre atento
a los temas y autores murcianos, dos líneas de
investigación a las que posteriormente ha venido
dedicándose con consumada maestría y amplitud,
hasta el punto de estar hoy considerado como uno
de sus mayores expertos; Ramón Jiménez Madrid,
especializado en el campo de la narrativa, que
centra su atención en los novelistas más significativos
del momento, tanto en el panorama nacional como
en Hispanoamérica, y Santiago Delgado, quien desde
su sección “El huerto de las letras” se sitúa
como un agudo observador y comentarista de la
cultura murciana y española contemporáneas. Junto
a ellos cabe citar también a Jesús Fuentes, Lorenzo
Miralles, Juan E. García Jiménez, José Ramón Ripoll,
Martín Martí Hernández y José López Martínez.
Yo mismo alcancé a publicar en el Suplemento uno de mis primeros artículos
pocos meses antes de que éste tocara a su fin.
Mariano Baquero había sido profesor de Literatura
de casi todos los que allí escribíamos y su presencia
en la publicación, aunque se produjo un poco tardíamente,
cuando ésta había iniciado ya su andadura, trajo
la inestimable aportación de su buen hacer, de
su calidad y maestría, pues conjugaba en sus escritos
la delicada sensibilidad de que estaba dotado
para la crítica con sus vastos conocimientos de
lector y estudioso del hecho literario.
Si bien las colaboraciones del profesor Baquero Goyanes
en el Suplemento
no se prodigaron en exceso, ocho en total,
sí que mantuvo su autor una cierta regularidad
en su envío, encontrándose éstas publicadas en
los números 23, 27, 31, 34, 36, 37, 51 y 57.
En cuanto a sus títulos, en el mismo orden en que
aparecieron, son los siguientes: “Hablar en verso,
hablar en prosa”, “El romanticismo, ordenado”,
“Credibilidad novelesca”, “Dickens y el espíritu
de la navidad”, “Magdalena con té, o volver a
leer”, “El arte de titular”, “Transparencia y
misterio de Henry James” y “La poesía de Sánchez
Rosillo: redescubrimiento de la claridad”.
En “Hablar en verso, hablar en prosa”, su autor reflexiona
sobre tal dualidad expresiva a cuyas divergencias
venían sometiéndose desde antiguo y de manera
muy estricta escritores y lectores, atenazados
por la rigidez que imponían los propios géneros
literarios. Señala Baquero las múltiples y variadas
intersecciones que a lo largo de la historia de
la literatura –sobre todo desde los Siglos de Oro hasta nuestros
días- ambas formas han venido desarrollando, y
cómo este hecho ha ido incrementándose, especialmente
desde el siglo XIX y la revolución romántica,
hasta constituir un fenómeno habitual en la literatura
de nuestra época, en la que resulta fácil encontrar
textos en los que se confunden invertidos los
distintos tonos de la prosa y del verso.
El articulista se
apoya siempre en una serie de ejemplos que le
sirven de justificación para delimitar de manera
precisa y didáctica el tema de su exposición.
Comienza refiriéndose a M. Jourdain, el conocido
personaje protagonista de El burgués gentilhombre, de Molière, un
comerciante que, aspirando a ser recibido en la
Corte, contrató a un «profesor» para que le diera
clases, entre otras materias, de literatura, quedando
maravillado de su innata sapiencia cuando se enteró
de que él hablaba normalmente y sin ninguna preparación previa, en “prosa”.
Para él era tan normal hablar en prosa que nunca
se había percatado de ello; es más, probablemente
ni sabía que había otras formas de poder hablar.
Cuando M. Jourdain formula la pregunta: "¿Sólo
existen la prosa o los versos?", el Maestro
de Filosofía le responde: "todo lo que no
es prosa es verso; y todo lo que no es verso es
prosa".
Alude después al pastor Toribio, personaje perteneciente a La Santa Juana, de Tirso de Molina, que considera que para hablar en verso es preciso
abandonar el tan común y trillado empleo de versos
octosilábicos en las comedias clásicas y emplea
para ello otros metros como el soneto. Baquero relaciona a este personaje con M. Jourdain,
en cuanto que para Toribio la “prosa” octosilábica
a que está tan acostumbrado resulta tan espontánea
como para aquel la prosa que con tanta facilidad
aprendió a diferenciar del verso.
El puntual recorrido literario continúa, invirtiéndose ahora los términos,
para observar a través de representativos textos
en prosa llenos de metricismos, de fray Antonio
de Guevara, fray Bernardino de Laredo o de novelistas
barrocos como Cristóbal Lozano y Gonzalo de Céspedes,
cómo también la prosa narrativa puede asimilarse
al verso.
Pero es en el caso del gran escritor y prosista Azorín, donde Baquero se
expresa con más autoridad, pues no debe olvidarse
que él fue el primero que descubrió y dio a conocer
la presencia de elementos rítmicos en las páginas
del ilustre maestro del 98, así como en destacar
la condición de novela lírica, que puede aplicarse
a varias de sus obras.
Finalmente, la cita se extiende a algunos poetas del 27, como Aleixandre
y Cernuda, y al mejicano Octavio Paz, que como
bastantes otros después, han buscado expresar
en prosa una tensión poética que parece nacer
así de una forma más espontánea, libre y natural.
En ”El romanticismo, ordenado”, Baquero realiza una extensa reseña crítica
del por entonces recién aparecido volumen IV de
la Historia de la Literatura, de Juan Luis Alborg, una obra de excepcional
importancia, ansiadamente esperada por los estudiosos de esta materia. Justifica
el largo tiempo dedicado a su elaboración –ocho
años- por el esfuerzo realizado para el estudio
de un periodo tan denso y rico literariamente
y que se presenta lleno de dificultades a la hora
de agrupar a los diferentes autores y obras, para
lo que Alborg recurre a ciertos convencionalismos
cronológicos, distinguiendo etapas como la de
Espronceda -la más pura y representativa-, ampliando
su extensión hasta los límites del siglo XX, en
un apartado que titula “Evolución de la lírica
romántica”.
Subraya Baquero, desde su destacada posición de gran conocedor del movimiento
cuya historia reseña, cómo Alborg defiende las
teorías de Allison Peers frente a los juicios
de otros investigadores como Ángel del Río, al
considerar que el romanticismo español se configuró
más que como una revolución contra el neoclasicismo,
como una evolución de éste. Y pone como ejemplo
a Cadalso, en la segunda mitad del siglo XVIII,
para corroborar la interpretación de R. Sebold,
con la que Alborg se muestra totalmente de acuerdo,
al negar el concepto de “prerromanticismo” que
encubriría en realidad al verdadero romanticismo,
considerando al hasta ahora tenido como tal, algo
así como un “manierismo romántico”.
Junto a la alabanza al trabajo de J. L. Alborg y su esforzado empeño por
manejar una muy actualizada bibliografía, Baquero
matiza algunas leves contradicciones que observa
en el tratamiento de determinadas figuras como
Larra y su dudosa adscripción al costumbrismo,
al caracterizar su obra como pretende el crítico
F. C. Tarr por la casi total ausencia de descripciones
pintorescas. Baquero busca la explicación a este
dilema en la definición que de esa tendencia pueda
establecerse, y así se pregunta: “¿Se trata de
una especie literaria, género o subgénero tan
variado como matizable –artículo, cuadro, escena,
estampa, fisiología, etc.- o es fundamentalmente
un tono, perceptible en distintas modalidades
literarias: periodismo, poesía, novela, teatro?”
Gran aficionado a la música, Mariano Baquero gustó siempre en sus estudios
y comentarios de patentizar la relación que le
sugerían determinados pasajes de obras literarias
con aquellos fragmentos de obras musicales con
los que hallaba correspondencia sensorial o rítmica.
Así, no le pasa desapercibida la observación que
hace Alborg respecto a El
estudiante de Salamanca, cuando considera
esta obra como una sinfonía o cuando llama a las
escalas métricas como la que arrebata al protagonista
don Félix de Montemar en su descenso a los infiernos,
“pirámides rítmicas”, opinión que Baquero considera
acertada pero que matiza afirmando que sería mejor
hablar de “crescendos”, tan característicos de
la música romántica.
Finalmente, tras lamentar que, pese al acertado tratamiento de la figura
y la obra de Martínez de la Rosa, no se haya realizado
un mínimo resumen argumental de La
conjuración de Venecia, pensando sobre todo
en los estudiantes que puedan consultar la obra,
acaba su comentario Baquero alabando la valoración
que en la misma se otorga a Bécquer, de quien
se destaca especialmente la calidad de su prosa,
a la par que se congratula de la revisión de Ramón
de Campoamor, el autor de Doloras, de cuya poesía tan denostada
en los últimos años, ofrece aquí una visión más
positiva, tras el estudio que realizara Vicente
Gaos.
“Credibilidad novelesca” es una interesante y lúcida disertación sobre
la fabulación novelística, sobre la capacidad
de inventar, de crear historias imaginarias que
posee el escritor desde los orígenes de la literatura.
Resalta su autor la incongruencia del título de su artículo, pues el término
“novela” y sus derivados “novelería”, “noveleros”…
ya desde la lengua de nuestros clásicos del siglo
XVI o XVII venía a significar algo similar a embuste
o mentira. De modo especial se hace esto patente
por aquel tiempo en los libros de caballerías,
paradigma del género, citando Baquero determinados
pasajes del Quijote,
la novela que vino a acabar con ellos, que resultan
harto significativos en este sentido.
“Se requería estar tan loco como don Quijote o ser tan rústicamente ingenuo
como el ventero Juan Palomeque, para aceptar como
verdades los exagerados embustes contenidos en
tales libros
de caballerías. Frente a ellos era preciso
manejar la argumentación quijotesca de considerar
poco menos que imposible el que tales libros –de
ser mentirosos- pudieran circular con autorización
real.”
Que el novelista es un mentiroso aceptado socialmente y que el hombre siempre
ha tenido y continúa teniendo necesidad de este
artístico tipo de mentiras parece incuestionable.
Por ello Baquero se muestra contrario a ese empeño
por desterrar de la literatura infantil los cuentos
de hadas, de duendes, de seres y sucesos fantásticos,
para sustituirlos por una temática y unos personajes
reales y cotidianos.
Para Baquero, como para Ortega, es imprescindible que el novelista crea
en lo que cuenta, para que tal ficción novelesca
se haga asimismo creíble al lector. Y así cita
a grandes narradores como Cervantes, Balzac –quien,
en cierta ocasión, estando enfermo llamaba a Horace
Blanchon, el médico de una de sus novelas, para
que viniera a visitarle-, Dickens, Galdós o Tolkien.
“Cuando un novelista como éstos es capaz de levantar tupidos mundos novelescos,
densos y bien trabados, no puede chocar demasiado
el que se produzcan espejismos de esa índole;
por virtud de los cuales los personajes de ficción
casi parecen imponerse como reales para sus creadores.”
Curiosamente, en otro artículo de Miguel Delibes, titulado Los personajes en la novela, publicado
también en el Suplemento
Literario, justo al lado del que firma Mariano
Baquero, el escritor coincide con el crítico en
que el principal deber del novelista es crear
tipos vivos, personajes que vivan de verdad y
que pueden convertir en verosímil el argumento
más absurdo. Y así, al hilo de lo que Baquero
dice, también Delibes señala que “una novela es
buena cuando pasado el tiempo después de su lectura,
los tipos que la habitan permanecen vivos en nuestro
interior y, no sólo los recordamos, sino que somos
capaces de presumir sus reacciones ante las incidencias
de la vida diaria.”
Pero entre todos esos ejemplos, sin duda ninguno tan representativo de
credibilidad novelesca como la alusión
que realiza Baquero al final de su artículo a
la trilogía de Tolkien El señor de los anillos, una obra donde
la ficción, la inventiva, la imaginación supera
cualquier referencia a la común realidad y que
sin embargo es objeto hoy de gran atención e interés
por parte de los lectores que quedan prendidos
al talento narrativo y a la portentosa fabulación
de su autor.
“Dickens y el espíritu de la navidad” es un bello y emotivo artículo en
el que su autor alude a la tradicional asociación
del gran escritor inglés con esta conmemoración
tan entrañable. Baquero destaca la exaltación
de las virtudes tradicionales, burguesas y hogareñas
que sobresalen en el singular universo creativo
de este novelista y que son vividas de un modo
especial por tantas gentes en estas fechas consideradas
particularmente más familiares.
Debido a que tuvo una infancia dura en la que trabajó como criado en una
fábrica de tintes para calzado, hasta que gracias
a una herencia pudo estudiar, Dickens fue un gran
conocedor de las condiciones sociales de la época
y de la explotación de los menores. Quizás por
ello resultan especialmente emotivas las recreaciones
autobiográficas que realiza en Oliver Twist o David Copperfield, y sobre todo en sus
Cuentos de Navidad, El Carillón y El Grillo del Hogar, obras que calaron
hondamente en la sociedad anglosajona y europea.
En este sentido destaca el articulista, como docto conocedor de la novela
del siglo XIX, “la especial perspectiva infantil
desde la que Dickens contempló el mundo, y que
aún no siendo exclusiva, explica tantas cosas
de ese personalísimo mundo literario”. La predilección
por las caricaturas literarias, tan consustancial
al estilo dickensiano, tiene mucho que ver, sigue
diciendo Baquero, con la estimativa infantil,
tendente a desfigurar la realidad.
Sin duda resultó decisiva la publicación de Christmas Carol (1844), narración
dotada de un gran sentimentalismo,
para crear
como ninguna otra de sus obras, ese vínculo
afectivo asociado con el mundo infantil. Este
cuento navideño, subtitulado Cuento
navideño de fantasmas, se basa en esos
tres famosos espectros, el de las Navidades
pasadas, el de las Navidades
presentes y el de las Navidades
futuras, que consiguen atemorizar al viejo
avaro de Ebenezer Scrooge aunque también le ofrezcan
una oportunidad de arrepentimiento por ser Navidad,
con lo que este personaje tan egoísta se redime,
pero no sólo por Navidad sino para siempre.
El patente recuerdo de su niñez de que
Dickens hizo gala en tantas ocasiones, le llevó
incluso a adquirir, en 1856, la casa donde había
transcurrido su infancia, Gad’s Hill Place, convirtiéndola
en su residencia permanente.
Tras destacar la ornamentación de que hacen gala las ciudades en las fiestas
navideñas y el derroche de alegría que contrasta
con la diaria rutina de los demás días del año,
termina su artículo Baquero expresando su convicción
y su deseo de que el universo literario dickensiano
lleno de niños: Oliver Twist, David Copperfield,
la pequeña Dorrit, el hijo de Dombey … puede dar
luz y esperanza a un mundo necesitado de tales
dones.
“Magdalena con té, o volver a leer” es ya desde su título una clara alusión
a ese bellísimo pasaje de A
la recherche du temps perdu, de Marcel Proust,
en el que el narrador durante el desayuno, al
mojar una magdalena en el té, evoca con sorprendente
nitidez sus años infantiles transcurridos en Combray.
Mediante el mecanismo de la memoria involuntaria
se activa toda una dulce e íntima asociación sensorial
y psicológica que llena de felicidad al personaje
al transportarle a ese tiempo pasado, permitiéndole
recrear intensamente aquellos momentos vividos.
Releamos, una vez más, en Por
los caminos de Swam, el texto a que se refiere
Baquero Goyanes:
"Apenas había tocado mi paladar el tibio líquido mezclado con las
migas, un estremecimiento recorrió todo mi cuerpo
y me detuve, atento al extraordinario fenómeno
que me estaba sucediendo. Un exquisito placer
había invadido mis sentidos...sin sugerir su origen..."
"Repentinamente el recuerdo se reveló a sí mismo. El sabor era el
de un pequeño pedazo de magdalena, que en las
mañanas de domingo...solía darme mi tía Leona,
sumergiéndolo primero en su propia taza de té...Inmediatamente
la antigua casa gris sobre la calle, donde estaba
su habitación, se elevó como un decorado...y el
pueblo entero, con su gente y sus casas, sus jardines,
su iglesia y sus alrededores, fue tomando forma
y solidez, cobró vida desde mi taza de té".
El sólo ver la magdalena no me devolvió estas memorias, anotó Proust. Tuvo
que probarla y olerla. "Cuando nada más subsiste
del pasado después que la gente ha muerto, después
que las cosas se han roto y desparramado...el
perfume y el sabor de las cosas permanecen en
equilibrio mucho tiempo, como almas...resistiendo
tenazmente, en pequeñas y casi impalpables gotas
de su esencia, el inmenso edificio de la memoria".
El articulista se sirve de este conocido ejemplo introspectivo para justificar
el auge que, en el momento de escribir su artículo,
las viejas novelas de acción y de aventuras parecían
estar experimentando. Y es que las editoriales,
sigue pensando el autor, han caído en la cuenta
de que la lectura de tales obras puede permitir
a los lectores adultos el rescate de la adolescencia.
“Volver a leer viejas novelas de aventuras, que leímos en la niñez o en
la adolescencia, puede que equivalga a disponer
de nuestro particular sabor de una magdalena mojada
en té. Puede que lo que ahora volvemos a leer
no sea tanto una ficción novelesca como esa otra
historia, por ella suscitada o evocada, de unos
años de colegio o de instituto, de unas primeras
experiencias juveniles, de unas amistades, de
unas inquietudes sentimentales… A través de las
selvas africanas, de los mares surcados por los
corsarios, de las praderas recorridas por los
indios, de la junglas exóticas repletas de peligros,
emergerá, como el Combray proustiano, otro mundo
sencillo e ingenuo, con tardes de cine y de paseo,
con el tacto de un viejo y frecuentado pupitre
escolar, con el aroma de unas determinadas vacaciones,
con el sonido de unas voces o unas músicas que
se sienten ligadas a algo muy personal.”
De esta manera cada lector podrá superponer a la propia lectura aquella
otra que hizo años atrás y que de algún modo ahora
vuelve a recuperar. Ese es probablemente el principal
mecanismo inductor que movía en aquel tiempo a
las editoriales, ávidas de ventas, a reeditar
las viejas novelas publicadas en décadas anteriores.
En el artículo “El arte de titular” reflexiona su autor sobre esta facultad
literaria que no todos los grandes escritores
poseyeron, y lo hace a propósito de la lectura
del estudio de Manuel Martínez Arnaldos: “Semántica
del título en la narrativa de Ramón Pérez de Ayala”,
publicado en “Monteagudo”, revista fundada y dirigida
por el propio Mariano Baquero Goyanes.
Tras enumerar varios de los principales títulos de distintas obras del
escritor asturiano –por ejemplo El
curandero de su honra, irónica paráfrasis
del calderoniano Médico de su honra-, en los que resalta su gran dominio en este arte
literario, traza Baquero con su ya habitual maestría
y profundo conocimiento de la literatura española
un recorrido por casi todo su ámbito de extensión,
desde el vitalista Juan Ruiz, arcipreste de Hita,
y su intitulado Libro de buen amor, llamado en alguna
ocasión Libro
de los cantares, pasando por el Arcipreste
de Talavera, Alfonso Martínez de Toledo, quien
dio, inicialmente, al Corvacho,
su propio nombre:
“syn bautismo
sea por nombre llamado
Arcipreste de Talavera
donde quiera que fuere levado.”
Destaca Baquero que fue en
el teatro de los Siglos de Oro, sobre todo en
el XVII, cuando se concede especial atención al
arte de titular, empleándose muy frecuentemente
un octosílabo, un verso de romance, e incluso
un doble o triple octosílabo, como se observa
en tantas obras del dramaturgo Rojas Zorrilla.
Pero también, continúa señalando el articulista, “refranes, estribillos
de canciones, frases proverbiales, giros propios
del lenguaje coloquial, etc., entran en los títulos
de tantas y tantas comedias del XVII; sugiriendo
ya, con su sola presencia, una temática, una tonalidad…
Piénsese en el sabor que un espectador del XVII
podía percibir en títulos como Por la puente Juana y El perro
del hortelano, de Lope, con la sugerencia
de refranes o frases proverbiales.”
Señala asimismo Baquero que estos ejemplos debieron influir en los títulos
de muchas novelas de la época, especialmente en
las consideradas genuinamente novelas,
es decir, las narraciones cortas a la manera italiana.
“En un estudio preliminar que puse a una edición de las Novelas ejemplares de Cervantes, tuve
ocasión de apuntar algo sobre este aspecto: el
de la función captadora del interés lector, asignada
a los títulos de esos relatos, octosilábicos en
algunos casos, como los de las comedias de la
época –Rinconete y Cortadillo, El
licenciado Vidriera, El
casamiento engañoso, El
coloquio de los perros-. Y junto al reclamo
sonoro, el conceptual entrañado en formulaciones
tan sorprendentes o paradójicas como la de una
Española
inglesa o una Ilustre
fregona.”
Más original se muestra el articulista cuando se fija no ya en los títulos
de las obras completas, sino de los capítulos,
destacando cómo Cervantes en su Quijote
no mostró en este terreno todo el cuidado que
debiera, produciéndose algún que otro desajuste
entre lo anunciado en el título y lo escrito en
el interior del capítulo.
Pero es en el siglo XIX cuando más atención se presta al arte de titular,
incluso los capítulos. Baquero cita a Walter Scott
como el pionero en encabezar con breves textos
sus capítulos, cosa que hicieron muchos de sus
seguidores, incluido el propio Espronceda.
Baquero concluye su artículo con la alusión a otros dos grandes novelistas
del XIX, Ros de Olano, de quien destaca su gusto
romántico por lo efectista y extravagante, que
le lleva a titular de esta manera determinados
capítulos de El
doctor Lañuela como el IV: “Amar, verbo activo.-
Inmediato presente.- Primera persona.- Yo amo”,
y Pedro Antonio de Alarcón a quien considera uno
de los autores más ingeniosos en el arte de titular,
destacando la primacía de la música en la rotulación
de muchos de los capítulos de su novela El
final de Norma: “Elocuencia de un violín”,
“Cuarteto de celosos”, “El mar es un contrabajo”,
etc.
En “Transparencia y misterio de Henry James” relaciona su autor la música
del compositor austriaco Gustav Mahler, tan poco
conocida en España en los años cuarenta, pero
que cuando escribe este artículo se había impuesto
mayoritariamente, con la obra narrativa de Henry
James, y se pregunta si no estaría sucediendo
algo semejante con este novelista, de quien también,
aún a pesar de su condición de gran escritor minoritario,
resultaba otrora casi imposible encontrar sus
títulos en las librerías españolas, teniendo que
recurrir a ediciones en lengua inglesa, y que
ahora atravesaba por un momento de mayor reconocimiento
al editarse algunas de sus novelas, sobre todo
las de la última época, como Las
alas de la paloma o La
copa dorada.
“Y caigo ahora en la cuenta de que, aun tratándose de valores estéticos
de muy distinto signo, puede que no sea casual
el que, desde la consideración del caso Mahler
haya pasado a ocuparme de Henry James. Pues aunque
me resultase difícil explicar el porqué de la
relación, la verdad es que la melancólica y reposada
belleza que poseen los movimientos lentos de las
sinfonías mahlerianas, me ha quedado asociada
a esa sutil e inconfundible lentitud o morosidad
narrativa que tan característica es de Henry James.”
A continuación destaca Baquero con certero juicio algunas de las principales
características que conforman el peculiar mundo
narrativo de este autor: su capacidad para escribir
extensas novelas cuya sinopsis argumental podría
hacerse en muy pocas líneas; el rehuir lo verdaderamente novelesco; su condición de gran teorizador de la novela,
especialmente visible en los prólogos de sus más
importantes narraciones…
Cualquier lector de James, sobre todo de sus últimas obras, sabe del estilo
especialmente complejo que hay en ellas, revelando
oblicuamente los motivos y conducta de sus personajes
por medio de sus conversaciones y a través de
las observaciones minuciosas que se hacen entre
sí.
No olvida mencionar Baquero las universalmente conocidas teorías jamesianas
del punto
de vista, de la dramatic
novel, de las acciones y de los personajes
que funcionan como ficelles
respecto a la trama principal, etc.
Finalmente, alude Baquero a lo ya expresado en el titulo de su artículo,
la existencia de otras características no tan
visibles en la obra del novelista inglés, la transparencia
y el misterio, que hacen de él un fenómeno que
por su singularidad en el arte de novelar no podrá
volver a repetirse.
“Pero con todo, pese a estas explicaciones
y a las de los mejores estudiosos y comentaristas
de Henry James, hay siempre en él, en su obra,
algo que se nos escapa, por virtud de un fenómeno
relacionable con el que, en otro plano, cabe advertir
en Cervantes. Si el secreto de éste –o uno de
sus secretos- ha podido alguna vez ser descrito
en función de la especial mezcla de ambigüedad
y transparencia que se da en su obra, parece claro
que la ambigüedad de James está, asimismo, ligada
a su secreto o, más bien a su misterio.”
Queda patente, pues, el conocimiento y la admiración que Baquero sentía
por la obra de este gran narrador al que dedica
estas tan interesantes como entusiásticas líneas.
“La poesía de Sánchez Rosillo: redescubrimiento de la claridad”, última
de las colaboraciones de Mariano Baquero en el
Suplemento, fue recogida posteriormente en el libro Literatura de Murcia, homenaje póstumo
que en 1984 le rindió la Academia Alfonso X el
Sabio, de la que fue subdirector, y que recogía
los artículos que a lo largo de su trayectoria
profesional había escrito sobre autores murcianos.
Esta colaboración es, en realidad, un comentario crítico del por entonces
recién aparecido libro del poeta murciano Eloy
Sánchez Rosillo, Páginas de un diario, al que Mariano Baquero
considera tan bello literariamente o más que el
anterior Maneras de estar solo, con el que su autor
obtuvo el Premio Adonais en 1977. Incluso subraya
la evidente relación entre ambas obras, señalando
que quizás pudieran intercambiarse los títulos
sin que ello afectase demasiado a su contenido.
Inicia el artículo Baquero haciendo un extenso análisis sobre los movimientos
pendulares que el gusto literario ha tenido a
lo largo de las distintas épocas y la oscilación
que ello ha determinado, fundamentalmente, entre
formas convencionales caracterizadas por lo barroco
y oscuro frente a otras de mayor sencillez y claridad
expresiva. Y, como es en él habitual, pone abundantes
paradigmas referidos a diversos autores de la
historia literaria: Calderón, Leandro Fernández
de Moratín, Azorín, Antonio Machado, Rubén Darío,
Góngora o Lope, para justificar su exposición.
Tras tales consideraciones introductorias pasa a ocuparse el articulista
del libro de Sánchez Rosillo, alabando las múltiples
facetas que le otorgan su gran valor lírico.
“Porque de páginas de un diario se trata, Eloy Sánchez Rosillo puede incluir
en ellas los más aparentemente heterogéneos, pero
nunca inconexos, textos: confidencias, homenajes
pictóricos, musicales y literarios –Goya, César
Frank, Melville, Ramón Gaya-, recuerdos e impresiones
de viajes, semblanzas de seres y de paisajes,
evocaciones de infancia y de adolescencia… Todo
ello atravesado por dos motivos que me atrevería
a calificar de dominantes en la poesía de Sánchez
Rosillo, y perceptibles ya en Maneras
de estar solo: la belleza y la soledad.”
Sobre estos dos ejes centrales, la belleza y la soledad, apuntados por
primera vez por Baquero y repetidos reiteradamente
por la crítica posterior, se organiza todo el
entramado de Páginas
de un diario, del que cita poemas
como “Apunte”, “Melville o la aduana” y
“Los pinos de Postdam”, este último considerado
como una de las piezas claves de libro al conseguir
su autor “una hermosa fusión de paisaje, narración,
drama y lirismo”.
Resulta asimismo acertada y original la relación establecida por Baquero
entre las estrofas intimistas de Sánchez Rosillo
y los lied románticos y postrománticos –Schubert, Schuman, Wolf, Strauss,
Mahler-, cuya música sólo puede captarse si se
atiende no sólo a la sonoridad, sino también a
que buscan expresar, como los poemas referidos,
un sentimiento profundo.
Y acaba subrayando la claridad que emerge de sus palabras, la luz que ilumina
toda la poesía del vate murciano.
Hasta aquí la relectura de los ocho artículos que Mariano Baquero Goyanes
escribió para ese trozo de la vida literaria de
Murcia de principios de los ochenta que fue el
Suplemento
Literario de La
Verdad. Lejos de haber perdido vigencia por
el paso del tiempo, siguen conservando hoy el
mismo interés que en el momento de su publicación,
pues están escritos de forma sincera, transmitiéndonos
sus amplios conocimientos repletos de datos elaborados
desde una enriquecedora visión personal llena
de calor humano y sentimiento.
Por todo ello, estas colaboraciones nos ofrecen, rescatadas del olvido
de las hemerotecas, el recuerdo de un auténtico
profesor universitario apasionado por la literatura,
cuya labor intelectual y crítica, así como su
generoso magisterio, permanecen vivos entre los
que tuvimos ocasión de conocerle y de tratarle.
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