REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS

 

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“CREDIBILIDAD NOVELESCA”
Mariano Baquero Goyanes

 
         El título que encabeza estas líneas podría haber sido sustituido por el de la mentira creíble, o alguna otra paradoja similar. Pues nada resulta, a primera vista, tan incongruente como el atribuir credibilidad a una especie literaria, la novela, cuyo nombre es casi un sinónimo de embuste o mentira. O al menos, lo fue en el pasado, cuando en la lengua de nuestros clásicos del XVI y del XVII, novela y sus derivados -novelerías, noveleros, etc. – eran términos inscribibles en la zona semántica del embuste, la trapacería, lo peyorativamente imaginativo, etc.

        

         La desconfianza que, en tales textos suscitaban los hombres noveleros –y, sobre todo, las mujeres noveleras- parece fácilmente relacionable con la condición rotundamente mentirosa asignada a determinadas especies narrativas, y muy especialmente a los libros de caballerías, paradigma del género novelesco, durante tanto tiempo. Se requería estar tan loco como don Quijote o ser tan rústicamente ingenuo como el ventero Juan Palomeque, para aceptar como verdades los exagerados embustes contenidos en tales libros de caballerías. Frente a ellos era preciso manejar la argumentación quijotesca de considerar poco menos que imposible el que tales libros –de ser mentirosos- pudieran circular con autorización real.

 

         La actitud de don Quijote apunta, en versión superlativa, a la de cualquier lector común de novelas que, durante el tiempo de su lectura, ha de situar su credibilidad entre paréntesis, para sustituirla por esa credibilidad sui generis a que parece obligarle la condición de lo que lee.

 

         El novelista es un mentiroso aceptado socialmente, y lo que en el embustero común sería pecado condenable, se hace en él virtud merecedora de elogios. Si las verdades del embustero de la comedia alarconiana acababan por configurarse como sospechosas en virtud del sostenido gusto por la mentira del personaje; las mentiras del novelista son aceptadas como mentiras creíbles, como mentiras sospechosas en cuanto a su condición de tales. De no ser así, al lector adulto le repugnaría el haber dedicado tanto tiempo y atención a unas páginas cargadas tan sólo de abultadas mentiras.

 

         Que el hombre tenga necesidad de ese artístico tipo de mentiras, parece incuestionable. Y por ello, nada resulta tan vano como ese empeño por desterrar de la literatura infantil los cuentos de hadas, de duendes, de seres y de sucesos fantásticos, para sustituirlos por una temática y unos personajes reales y cotidianos.

 

         Menéndez Pelayo supo ver bien cómo el auge de los libros de caballerías tenía algo que ver con las horas infantiles del adulto, con la necesidad de fantasía, de suspensión de la credibilidad normal, para aceptar, momentáneamente, como creíbles, unas indudables mentiras.

 

         Con todo, este asunto de la credibilidad novelesca me parece que tiene más interés referido, no tanto al lector, como al novelista. De no creer éste en lo que nos está contando, difícilmente creerá el lector.

 

         Ortega y Gasset situó el problema no en la zona de la credibilidad, sino en la del interés. Para Ortega, el novelista que no era capaz de interesarse realmente por lo que estaba narrando, estaba condenado al fracaso, ya que ese desinterés o desapego repercutiría, inevitablemente, en el del lector.

 

         Creo que no pocas manifestaciones de la novelística actual acusan tal defecto. Si al novelista no le importa verdaderamente lo que está novelando, y sí tan sólo los aspectos técnicos de su oficio, será difícil que todo eso acabe por importar al lector.

 

         Y, por este camino, me atrevería a manejar de nuevo el concepto de credibilidad; ya que tal vez el meollo de la cuestión no esté tanto en interesarse por lo novelado, o en que esto importe al novelista, como en creer en ello.

 

         El novelista puede creer, por supuesto, de muy diferentes formas, pero alguna tendrá que darse para que la ficción novelesca se sostenga como creíble a los ojos del lector.

 

         Cabe creer, desde luego, tan apasionadamente como lo hizo Balzac en su gigantesca construcción de La Comedia Humana. Se diría que, en ocasiones, los planos de la invención y de la realidad se confundieron o, más bien, se invirtieron para Balzac. El titánico esfuerzo que a sí mismo se exigió, sostenido por el beber y beber grandes dosis de café, para –robando horas al sueño y al descanso- escribir poco menos que sin tregua, trajo, entre otras consecuencias, la de que el mundo novelesco inventado por Balzac, acabara configurándose para él, como poco menos que su mundo, el mundo real en que vivía. Anécdotas tan conocidas como la de reclamar Balzac, en ocasión de una enfermedad, la asistencia médica de Horace Blanchón, personaje sólo existente en las páginas de La Comedia Humana, resultan enormemente significativas a este respecto.

 

         Pero no es preciso llegar a tales extremos, ni tan siquiera a los de un Dickens, lamentando con los lectores de sus entregas y casi derramando lágrimas, la inevitable muerte de Nelly en Almacén de antigüedades.

 

         Cuando un novelista como éstos –un Balzac, un Dickens o un Galdós en nuestras letras- es capaz de levantar tupidos mundos novelescos, densos y bien trabados, no puede chocar demasiado el que se produzcan espejismos de esa índole; por virtud de los cuales los personajes de ficción casi parecen imponerse como reales para sus creadores.

 

         Pero aún hay más. Ni tan siquiera el narrador escéptico, que tiene conciencia de estar manejando una ficción y no sólo no se esfuerza en disimularla como tal, sino que, por el contrario, se sirve de una serie de recursos que acentúan esa naturaleza ficcional; ni tan siquiera este tipo de novelista puede renunciar a una actitud de cierta credibilidad por irónica que resulte. Todo el sutil juego literario montado por Cervantes en torno a D. Quijote y al historiador de sus hazañas, el moro Cide Hamete Benengeli, aspira, en última instancia, a que el no menos sutil lector acepte tal juego, entre en él, crea en él y lo disfrute desde esa extraña perspectiva que supone una incredibilidad creíble. Lo que de lúcido hay en este montaje cervantino perece iluminar suficientemente el alcance y sentido de la paradoja que nos viene ocupando.

 

         Cuando una obra tan bella como la trilogía de Tolkien, El señor de los anillos, obtiene una aceptación como la conseguida en tantos y tantos países (y últimamente en España), hay que volver a plantearse este tema de la credibilidad novelesca.

 

         Un mundo tan coherente como el presentado por Tolkien, un tono y un lenguaje tan prodigiosamente sostenidos a lo largo de una muy larga historia, una capacidad de comunicación que deja sorprendido –y captado-  al lector que ha iniciado su viaje por la trilogía, sólo pueden entenderse y aceptarse a la luz de la paradoja que ha suscitado estas consideraciones. El que tal paradoja resulte poco menos que inextricable, es una de las consecuencias entrañadas en el misterio de nuestra condición humana, hecha, como quería Shakespeare, de la misma estofa que los sueños.

 

         (Publicado en El Suplemento Literario de La Verdad, nº 31, 14 de diciembre de 1980)

                                                                 

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MARIANO BAQUERO Y SU PARTICIPACIÓN EN LA SEGUNDA ÉPOCA DE EL SUPLEMENTO LITERARIO DE LA VERDAD.

 

Manuel Llanos de los Reyes

(Universidad de Murcia)

 

La extraordinaria personalidad humana, docente e investigadora del que fuera Catedrático de Literatura Española de la Universidad de Murcia Mariano Baquero Goyanes –don Mariano, en la cercanía cotidiana del aula o de su despacho, para los muchos jóvenes universitarios que tuvimos el privilegio de contar con él no solamente como profesor, sino aún más, como maestro, en la plena acepción que esta palabra tiene- dejó en compañeros, alumnos y amigos una indeleble huella marcada por su esmerada educación, gran sensibilidad y exquisito trato personal que el paso de los años no ha conseguido borrar.

 

Nacido en Madrid en 1923, realizó sus estudios de Filología Románica en la Universidad de Oviedo, doctorándose en la Universidad Central. Tras aprobar las oposiciones a cátedra llegó destinado a Murcia en 1950, desarrollando en esta Universidad una intensa e ininterrumpida actividad profesional. A pesar de las muchas oportunidades que se le ofrecieron, nunca quiso abandonar nuestra ciudad, a la que se vinculó para siempre: aquí se casó, aquí nacieron sus hijos y aquí murió en 1984.

La labor investigadora y crítica del profesor Baquero Goyanes ha traspasado los límites nacionales y su autor goza de un merecido prestigio como uno de los máximos especialistas en el campo de la narrativa (baste citar dos de sus estudios más decisivos: su tesis doctoral El cuento en el siglo XIX o su más reciente Estructuras de la novela actual) y por su aportación sobre el perspectivismo literario, denominación que él acuñó, y que, como es sabido, consiste en el análisis de la obra literaria atendiendo a los distintos enfoques o puntos de vista desde donde se materializa la observación de la realidad (así puede verse en Perspectivismo y contraste (De Cadalso a Pérez de Ayala) o Visualidad y perspectivismo en las “Empresas” de Saavedra Fajardo, por poner sólo dos ejemplos de entre sus libros más representativos).

 

Dentro de toda esa interesante producción en el campo de los estudios literarios que es hoy unánimemente apreciada y estudiada, y con la que su autor tanto ha contribuido a un mejor conocimiento del cuento y de la novela en nuestro tiempo, queremos ocuparnos en este modesto trabajo de unas breves colaboraciones que Mariano Baquero realizó para el diario murciano La Verdad, que entre el 18 de mayo de 1980 y el 29 de noviembre de 1981, con la única interrupción de los meses de julio, agosto, septiembre y octubre de este último año, impulsó una nueva etapa del Suplemento Literario que tanto éxito tuvo en la década de los años veinte.

 

De periodicidad semanal, cada domingo aparecía dentro del periódico, conteniendo en los límites de sus ocho páginas, inicialmente sin publicidad, las distintas secciones en que se estructuraba.

 

Al frente del Suplemento, como coordinador, figura el escritor Salvador García Jiménez, aunque desde dentro del periódico, tuvo un papel importante en la publicación el periodista e investigador Antonio Crespo, quien en la última página ponía el contrapunto a la modernidad que allí se ofrecía con una sección titulada “Vieja literatura murciana”, en donde pasa revista a los más destacados escritores regionales, de quienes traza unas breves referencias biográficas y muestra algunos textos escogidos de sus obras.

 

En el número uno, en una nota titulada “Pre-textos para un brindis”, que puede considerarse una verdadera declaración de intenciones, se  lee:

 

“De las razones que nos hicieron aceptar esta brújula tamizamos la de abrir un cauce a todos aquellos desasosiegos que se han sentido en el arte desacompañados; la de clarificar con nuestras posibilidades el vasto y confuso campo en que crecen, sobre todo, los hechos literarios. Nadie que anide algo importante para echar a contar o cantar –y nos lo remita envuelto con dignidad literaria- quedará silenciado. Ni nos ha cruzado por las sienes la idea de amurallarnos en una cultura de élite, en una tarima de mandarines oficiales. Percibimos un nuevo aliento en la poesía murciana; sabemos que se publican una serie de libros en el país oscurecidos por los otros frutos del consumo; escritores que se rescatan de un tiempo por unos lectores exigentes. Y nos creemos en el deber, los que sufrimos el tirón del oficio pavesiano, de informar con la mayor transparencia.”

 

Durante el año y medio aproximadamente que alentó la publicación, y a lo largo de sus 64 números impresos, participaron en ella diversos escritores, novelistas, poetas y ensayistas de gran talla y modernidad. Entre los murcianos destacan Miguel Espinosa, Francisco Sánchez Bautista, Eloy Sánchez Rosillo, Francisco Alemán Sáinz, Dionisia García, José Mª Álvarez, Andrés Salom, Alfonso Martínez-Mena, Asensio Sáez, Francisco Aroca, María Cegarra, Fernando Martín Iniesta, José Luis Castillo-Puche, Mariano González Vidal, Juan García Abellán, Antonio de Hoyos, Pedro García Montalvo y Carmen Conde. A nivel nacional e internacional colaboran firmas tan destacadas como Manuel Andújar, José Donoso, Juan Carlos Onetti, Álvaro Cunqueiro, Nicolás Guillén, José García Nieto, Miguel Delibes y Ramón J. Sender.

 

De las entrevistas a consagradas figuras en el campo de la poesía, la novela o el periodismo se ocupa el propio coordinador del Suplemento, Salvador García Jiménez, aunque, en ocasiones, esta sección es realizada por otros colaboradores.

 

Pero es en el terreno de la crítica donde se manifiesta con más relieve e intensidad si cabe el deseo de modernidad que traía la nueva publicación. Las pluriangulares miras que se prometían ya desde el nº 1 van consolidándose conforme discurren los distintos números del Suplemento en las numerosas revisiones y comentarios de las obras más significativas e interesantes del panorama literario que se vive en aquellos momentos.

 

Hay que destacar, en este sentido, las colaboraciones sostenidas de jóvenes profesores que comienzan a dar muestras de su aguda perspicacia crítica y finura intelectual como Francisco Javier Díez de Revenga, que se ocupa de la obra de los poetas del 27 a la par que se muestra siempre atento a los temas y autores murcianos, dos líneas de investigación a las que posteriormente ha venido dedicándose con consumada maestría y amplitud, hasta el punto de estar hoy considerado como uno de sus mayores expertos; Ramón Jiménez Madrid, especializado en el campo de la narrativa, que centra su atención en los novelistas más significativos del momento, tanto en el panorama nacional como en Hispanoamérica, y Santiago Delgado, quien desde su sección “El huerto de las letras” se sitúa como un agudo observador y comentarista de la cultura murciana y española contemporáneas. Junto a ellos cabe citar también a Jesús Fuentes, Lorenzo Miralles, Juan E. García Jiménez, José Ramón Ripoll, Martín Martí Hernández y José López Martínez. Yo mismo alcancé a publicar en el Suplemento uno de mis primeros artículos pocos meses antes de que éste tocara a su fin.

 

Mariano Baquero había sido profesor de Literatura de casi todos los que allí escribíamos y su presencia en la publicación, aunque se produjo un poco tardíamente, cuando ésta había iniciado ya su andadura, trajo la inestimable aportación de su buen hacer, de su calidad y maestría, pues conjugaba en sus escritos la delicada sensibilidad de que estaba dotado para la crítica con sus vastos conocimientos de lector y estudioso del hecho literario.

 

Si bien las colaboraciones del profesor Baquero Goyanes en el Suplemento no se prodigaron en exceso, ocho en total, sí que mantuvo su autor una cierta regularidad en su envío, encontrándose éstas publicadas en los números 23, 27, 31, 34, 36, 37, 51 y 57.

 

En cuanto a sus títulos, en el mismo orden en que aparecieron, son los siguientes: “Hablar en verso, hablar en prosa”, “El romanticismo, ordenado”, “Credibilidad novelesca”, “Dickens y el espíritu de la navidad”, “Magdalena con té, o volver a leer”, “El arte de titular”, “Transparencia y misterio de Henry James” y “La poesía de Sánchez Rosillo: redescubrimiento de la claridad”.

 

 

En “Hablar en verso, hablar en prosa”, su autor reflexiona sobre tal dualidad expresiva a cuyas divergencias venían sometiéndose desde antiguo y de manera muy estricta escritores y lectores, atenazados por la rigidez que imponían los propios géneros literarios. Señala Baquero las múltiples y variadas intersecciones que a lo largo de la historia de la literatura  –sobre todo desde los Siglos de Oro hasta nuestros días- ambas formas han venido desarrollando, y cómo este hecho ha ido incrementándose, especialmente desde el siglo XIX y la revolución romántica, hasta constituir un fenómeno habitual en la literatura de nuestra época, en la que resulta fácil encontrar textos en los que se confunden invertidos los distintos tonos de la prosa y del verso.

El articulista se apoya siempre en una serie de ejemplos que le sirven de justificación para delimitar de manera precisa y didáctica el tema de su exposición. Comienza refiriéndose a M. Jourdain, el conocido personaje protagonista de El burgués gentilhombre, de Molière, un comerciante que, aspirando a ser recibido en la Corte, contrató a un «profesor» para que le diera clases, entre otras materias, de literatura, quedando maravillado de su innata sapiencia cuando se enteró de que él hablaba normalmente y sin ninguna preparación previa, en “prosa”. Para él era tan normal hablar en prosa que nunca se había percatado de ello; es más, probablemente ni sabía que había otras formas de poder hablar. Cuando M. Jourdain formula la pregunta: "¿Sólo existen la prosa o los versos?", el Maestro de Filosofía le responde: "todo lo que no es prosa es verso; y todo lo que no es verso es prosa".

Alude después al pastor Toribio, personaje perteneciente a La Santa Juana, de Tirso de Molina, que considera que para hablar en verso es preciso abandonar el tan común y trillado empleo de versos octosilábicos en las comedias clásicas y emplea para ello otros metros como el soneto.  Baquero relaciona a este personaje con M. Jourdain, en cuanto que para Toribio la “prosa” octosilábica a que está tan acostumbrado resulta tan espontánea como para aquel la prosa que con tanta facilidad aprendió a diferenciar del verso.

El puntual recorrido literario continúa, invirtiéndose ahora los términos, para observar a través de representativos textos en prosa llenos de metricismos, de fray Antonio de Guevara, fray Bernardino de Laredo o de novelistas barrocos como Cristóbal Lozano y Gonzalo de Céspedes, cómo también la prosa narrativa puede asimilarse al verso.

Pero es en el caso del gran escritor y prosista Azorín, donde Baquero se expresa con más autoridad, pues no debe olvidarse que él fue el primero que descubrió y dio a conocer la presencia de elementos rítmicos en las páginas del ilustre maestro del 98, así como en destacar la condición de novela lírica, que puede aplicarse a varias de sus obras.

Finalmente, la cita se extiende a algunos poetas del 27, como Aleixandre y Cernuda, y al mejicano Octavio Paz, que como bastantes otros después, han buscado expresar en prosa una tensión poética que parece nacer así de una forma más espontánea, libre y natural.

 

En ”El romanticismo, ordenado”, Baquero realiza una extensa reseña crítica del por entonces recién aparecido volumen IV de la Historia de la Literatura, de Juan Luis Alborg, una obra de excepcional importancia, ansiadamente esperada  por los estudiosos de esta materia. Justifica el largo tiempo dedicado a su elaboración –ocho años- por el esfuerzo realizado para el estudio de un periodo tan denso y rico literariamente y que se presenta lleno de dificultades a la hora de agrupar a los diferentes autores y obras, para lo que Alborg recurre a ciertos convencionalismos cronológicos, distinguiendo etapas como la de Espronceda -la más pura y representativa-, ampliando su extensión hasta los límites del siglo XX, en un  apartado que titula “Evolución de la lírica romántica”.

Subraya Baquero, desde su destacada posición de gran conocedor del movimiento cuya historia reseña, cómo Alborg defiende las teorías de Allison Peers frente a los juicios de otros investigadores como Ángel del Río, al considerar que el romanticismo español se configuró más que como una revolución contra el neoclasicismo, como una evolución de éste. Y pone como ejemplo a Cadalso, en la segunda mitad del siglo XVIII, para corroborar la interpretación de R. Sebold, con la que Alborg se muestra totalmente de acuerdo, al negar el concepto de “prerromanticismo” que encubriría en realidad al verdadero romanticismo, considerando al hasta ahora tenido como tal, algo así como un “manierismo romántico”.

Junto a la alabanza al trabajo de J. L. Alborg y su esforzado empeño por manejar una muy actualizada bibliografía, Baquero matiza algunas leves contradicciones que observa en el tratamiento de determinadas figuras como Larra y su dudosa adscripción al costumbrismo, al caracterizar su obra como pretende el crítico F. C. Tarr por la casi total ausencia de descripciones pintorescas. Baquero busca la explicación a este dilema en la definición que de esa tendencia pueda establecerse, y así se pregunta: “¿Se trata de una especie literaria, género o subgénero tan variado como matizable –artículo, cuadro, escena, estampa, fisiología, etc.- o es fundamentalmente un tono, perceptible en distintas modalidades literarias: periodismo, poesía, novela, teatro?”

Gran aficionado a la música, Mariano Baquero gustó siempre en sus estudios y comentarios de patentizar la relación que le sugerían determinados pasajes de obras literarias con aquellos fragmentos de obras musicales con los que hallaba correspondencia sensorial o rítmica. Así, no le pasa desapercibida la observación que hace Alborg respecto a El estudiante de Salamanca, cuando considera esta obra como una sinfonía o cuando llama a las escalas métricas como la que arrebata al protagonista don Félix de Montemar en su descenso a los infiernos, “pirámides rítmicas”, opinión que Baquero considera acertada pero que matiza afirmando que sería mejor hablar de “crescendos”, tan característicos de la música romántica.

Finalmente, tras lamentar que, pese al acertado tratamiento de la figura y la obra de Martínez de la Rosa, no se haya realizado un mínimo resumen argumental de La conjuración de Venecia, pensando sobre todo en los estudiantes que puedan consultar la obra, acaba su comentario Baquero alabando la valoración que en la misma se otorga a Bécquer, de quien se destaca especialmente la calidad de su prosa, a la par que se congratula de la revisión de Ramón de Campoamor, el autor de Doloras, de cuya poesía tan denostada en los últimos años, ofrece aquí una visión más positiva, tras el estudio que realizara Vicente Gaos.

 

“Credibilidad novelesca” es una interesante y lúcida disertación sobre la fabulación novelística, sobre la capacidad de inventar, de crear historias imaginarias que posee el escritor desde los orígenes de la literatura.

Resalta su autor la incongruencia del título de su artículo, pues el término “novela” y sus derivados “novelería”, “noveleros”… ya desde la lengua de nuestros clásicos del siglo XVI o XVII venía a significar algo similar a embuste o mentira. De modo especial se hace esto patente por aquel tiempo en los libros de caballerías, paradigma del género, citando Baquero determinados pasajes del Quijote, la novela que vino a acabar con ellos, que resultan harto significativos en este sentido.

“Se requería estar tan loco como don Quijote o ser tan rústicamente ingenuo como el ventero Juan Palomeque, para aceptar como verdades los exagerados embustes contenidos en tales libros de caballerías. Frente a ellos era preciso manejar la argumentación quijotesca de considerar poco menos que imposible el que tales libros –de ser mentirosos- pudieran circular con autorización real.”

Que el novelista es un mentiroso aceptado socialmente y que el hombre siempre ha tenido y continúa teniendo necesidad de este artístico tipo de mentiras parece incuestionable. Por ello Baquero se muestra contrario a ese empeño por desterrar de la literatura infantil los cuentos de hadas, de duendes, de seres y sucesos fantásticos, para sustituirlos por una temática y unos personajes reales y cotidianos.

Para Baquero, como para Ortega, es imprescindible que el novelista crea en lo que cuenta, para que tal ficción novelesca se haga asimismo creíble al lector. Y así cita a grandes narradores como Cervantes, Balzac –quien, en cierta ocasión, estando enfermo llamaba a Horace Blanchon, el médico de una de sus novelas, para que viniera a visitarle-, Dickens,  Galdós o Tolkien.

“Cuando un novelista como éstos es capaz de levantar tupidos mundos novelescos, densos y bien trabados, no puede chocar demasiado el que se produzcan espejismos de esa índole; por virtud de los cuales los personajes de ficción casi parecen imponerse como reales para sus creadores.”

Curiosamente, en otro artículo de Miguel Delibes, titulado Los personajes en la novela, publicado también en el Suplemento Literario, justo al lado del que firma Mariano Baquero, el escritor coincide con el crítico en que el principal deber del novelista es crear tipos vivos, personajes que vivan de verdad y que pueden convertir en verosímil el argumento más absurdo. Y así, al hilo de lo que Baquero dice, también Delibes señala que “una novela es buena cuando pasado el tiempo después de su lectura, los tipos que la habitan permanecen vivos en nuestro interior y, no sólo los recordamos, sino que somos capaces de presumir sus reacciones ante las incidencias de la vida diaria.”

Pero entre todos esos ejemplos, sin duda ninguno tan representativo de credibilidad novelesca como la alusión que realiza Baquero al final de su artículo a la trilogía de Tolkien El señor de los anillos, una obra donde la ficción, la inventiva, la imaginación supera cualquier referencia a la común realidad y que sin embargo es objeto hoy de gran atención e interés por parte de los lectores que quedan prendidos al talento narrativo y a la portentosa fabulación de su autor.

 

“Dickens y el espíritu de la navidad” es un bello y emotivo artículo en el que su autor alude a la tradicional asociación del gran escritor inglés con esta conmemoración tan entrañable. Baquero destaca la exaltación de las virtudes tradicionales, burguesas y hogareñas que sobresalen en el singular universo creativo de este novelista y que son vividas de un modo especial por tantas gentes en estas fechas consideradas particularmente más familiares.

Debido a que tuvo una infancia dura en la que trabajó como criado en una fábrica de tintes para calzado, hasta que gracias a una herencia pudo estudiar, Dickens fue un gran conocedor de las condiciones sociales de la época y de la explotación de los menores. Quizás por ello resultan especialmente emotivas las recreaciones autobiográficas que realiza en Oliver Twist  o David Copperfield, y sobre todo en sus Cuentos de Navidad, El Carillón y El Grillo del Hogar, obras que calaron hondamente en la sociedad anglosajona y europea.

En este sentido destaca el articulista, como docto conocedor de la novela del siglo XIX, “la especial perspectiva infantil desde la que Dickens contempló el mundo, y que aún no siendo exclusiva, explica tantas cosas de ese personalísimo mundo literario”. La predilección por las caricaturas literarias, tan consustancial al estilo dickensiano, tiene mucho que ver, sigue diciendo Baquero, con la estimativa infantil, tendente a desfigurar la realidad.

Sin duda resultó decisiva la publicación de Christmas Carol (1844), narración dotada de un gran sentimentalismo, para crear como ninguna otra de sus obras, ese vínculo afectivo asociado con el mundo infantil. Este cuento navideño, subtitulado Cuento navideño de fantasmas, se basa en esos tres famosos espectros, el de las Navidades pasadas, el de las Navidades presentes y el de las Navidades futuras, que consiguen atemorizar al viejo avaro de Ebenezer Scrooge aunque también le ofrezcan una oportunidad de arrepentimiento por ser Navidad, con lo que este personaje tan egoísta se redime, pero no sólo por Navidad sino para siempre.

         El patente recuerdo de su niñez de que Dickens hizo gala en tantas ocasiones, le llevó incluso a adquirir, en 1856, la casa donde había transcurrido su infancia, Gad’s Hill Place, convirtiéndola en su residencia permanente.

Tras destacar la ornamentación de que hacen gala las ciudades en las fiestas navideñas y el derroche de alegría que contrasta con la diaria rutina de los demás días del año, termina su artículo Baquero expresando su convicción y su deseo de que el universo literario dickensiano lleno de niños: Oliver Twist, David Copperfield, la pequeña Dorrit, el hijo de Dombey … puede dar luz y esperanza a un mundo necesitado de tales dones.

 

“Magdalena con té, o volver a leer” es ya desde su título una clara alusión a ese bellísimo pasaje de A la recherche du temps perdu, de Marcel Proust, en el que el narrador durante el desayuno, al mojar una magdalena en el té, evoca con sorprendente nitidez sus años infantiles transcurridos en Combray. Mediante el mecanismo de la memoria involuntaria se activa toda una dulce e íntima asociación sensorial y psicológica que llena de felicidad al personaje al transportarle a ese tiempo pasado, permitiéndole recrear intensamente aquellos momentos vividos. Releamos, una vez más, en Por los caminos de Swam, el texto a que se refiere Baquero Goyanes: 

"Apenas había tocado mi paladar el tibio líquido mezclado con las migas, un estremecimiento recorrió todo mi cuerpo y me detuve, atento al extraordinario fenómeno que me estaba sucediendo. Un exquisito placer había invadido mis sentidos...sin sugerir su origen..."

"Repentinamente el recuerdo se reveló a sí mismo. El sabor era el de un pequeño pedazo de magdalena, que en las mañanas de domingo...solía darme mi tía Leona, sumergiéndolo primero en su propia taza de té...Inmediatamente la antigua casa gris sobre la calle, donde estaba su habitación, se elevó como un decorado...y el pueblo entero, con su gente y sus casas, sus jardines, su iglesia y sus alrededores, fue tomando forma y solidez, cobró vida desde mi taza de té".

El sólo ver la magdalena no me devolvió estas memorias, anotó Proust. Tuvo que probarla y olerla. "Cuando nada más subsiste del pasado después que la gente ha muerto, después que las cosas se han roto y desparramado...el perfume y el sabor de las cosas permanecen en equilibrio mucho tiempo, como almas...resistiendo tenazmente, en pequeñas y casi impalpables gotas de su esencia, el inmenso edificio de la memoria".

El articulista se sirve de este conocido ejemplo introspectivo para justificar el auge que, en el momento de escribir su artículo, las viejas novelas de acción y de aventuras parecían estar experimentando. Y es que las editoriales, sigue pensando el autor, han caído en la cuenta de que la lectura de tales obras puede permitir a los lectores adultos el rescate de la adolescencia.

“Volver a leer viejas novelas de aventuras, que leímos en la niñez o en la adolescencia, puede que equivalga a disponer de nuestro particular sabor de una magdalena mojada en té. Puede que lo que ahora volvemos a leer no sea tanto una ficción novelesca como esa otra historia, por ella suscitada o evocada, de unos años de colegio o de instituto, de unas primeras experiencias juveniles, de unas amistades, de unas inquietudes sentimentales… A través de las selvas africanas, de los mares surcados por los corsarios, de las praderas recorridas por los indios, de la junglas exóticas repletas de peligros, emergerá, como el Combray proustiano, otro mundo sencillo e ingenuo, con tardes de cine y de paseo, con el tacto de un viejo y frecuentado pupitre escolar, con el aroma de unas determinadas vacaciones, con el sonido de unas voces o unas músicas que se sienten ligadas a algo muy personal.”

De esta manera cada lector podrá superponer a la propia lectura aquella otra que hizo años atrás y que de algún modo ahora vuelve a recuperar. Ese es probablemente el principal mecanismo inductor que movía en aquel tiempo a las editoriales, ávidas de ventas, a reeditar las viejas novelas publicadas en décadas anteriores.  

 

En el artículo “El arte de titular” reflexiona su autor sobre esta facultad literaria que no todos los grandes escritores poseyeron, y lo hace a propósito de la lectura del estudio de Manuel Martínez Arnaldos: “Semántica del título en la narrativa de Ramón Pérez de Ayala”, publicado en “Monteagudo”, revista fundada y dirigida por el propio Mariano Baquero Goyanes.

Tras enumerar varios de los principales títulos de distintas obras del escritor asturiano –por ejemplo El curandero de su honra, irónica paráfrasis del calderoniano Médico de su honra-, en los que resalta su gran dominio en este arte literario, traza Baquero con su ya habitual maestría y profundo conocimiento de la literatura española un recorrido por casi todo su ámbito de extensión, desde el vitalista Juan Ruiz, arcipreste de Hita, y su intitulado Libro de buen amor, llamado en alguna ocasión Libro de los cantares, pasando por el Arcipreste de Talavera, Alfonso Martínez de Toledo, quien dio, inicialmente, al Corvacho, su propio nombre:

“syn bautismo

sea por nombre llamado

Arcipreste de Talavera

donde quiera que fuere levado.”

 

         Destaca Baquero que fue en el teatro de los Siglos de Oro, sobre todo en el XVII, cuando se concede especial atención al arte de titular, empleándose muy frecuentemente un octosílabo, un verso de romance, e incluso un doble o triple octosílabo, como se observa en tantas obras del dramaturgo Rojas Zorrilla.

Pero también, continúa señalando el articulista, “refranes, estribillos de canciones, frases proverbiales, giros propios del lenguaje coloquial, etc., entran en los títulos de tantas y tantas comedias del XVII; sugiriendo ya, con su sola presencia, una temática, una tonalidad… Piénsese en el sabor que un espectador del XVII podía percibir en títulos como Por la puente Juana y El perro del hortelano, de Lope, con la sugerencia de refranes o frases proverbiales.”

Señala asimismo Baquero que estos ejemplos debieron influir en los títulos de muchas novelas de la época, especialmente en las consideradas genuinamente novelas, es decir, las narraciones cortas a la manera italiana.

“En un estudio preliminar que puse a una edición de las Novelas ejemplares de Cervantes, tuve ocasión de apuntar algo sobre este aspecto: el de la función captadora del interés lector, asignada a los títulos de esos relatos, octosilábicos en algunos casos, como los de las comedias de la época –Rinconete y Cortadillo, El licenciado Vidriera, El casamiento engañoso, El coloquio de los perros-. Y junto al reclamo sonoro, el conceptual entrañado en formulaciones tan sorprendentes o paradójicas como la de una Española inglesa o una Ilustre fregona.”

Más original se muestra el articulista cuando se fija no ya en los títulos de las obras completas, sino de los capítulos, destacando cómo Cervantes en su Quijote no mostró en este terreno todo el cuidado que debiera, produciéndose algún que otro desajuste entre lo anunciado en el título y lo escrito en el interior del capítulo.

Pero es en el siglo XIX cuando más atención se presta al arte de titular, incluso los capítulos. Baquero cita a Walter Scott como el pionero en encabezar con breves textos sus capítulos, cosa que hicieron muchos de sus seguidores, incluido el propio Espronceda.

Baquero concluye su artículo con la alusión a otros dos grandes novelistas del XIX, Ros de Olano, de quien destaca su gusto romántico por lo efectista y extravagante, que le lleva a titular de esta manera determinados capítulos de El doctor Lañuela como el IV: “Amar, verbo activo.- Inmediato presente.- Primera persona.- Yo amo”, y Pedro Antonio de Alarcón a quien considera uno de los autores más ingeniosos en el arte de titular, destacando la primacía de la música en la rotulación de muchos de los capítulos de su novela El final de Norma: “Elocuencia de un violín”, “Cuarteto de celosos”, “El mar es un contrabajo”, etc.

 

En “Transparencia y misterio de Henry James” relaciona su autor la música del compositor austriaco Gustav Mahler, tan poco conocida en España en los años cuarenta, pero que cuando escribe este artículo se había impuesto mayoritariamente, con la obra narrativa de Henry James, y se pregunta si no estaría sucediendo algo semejante con este novelista, de quien también, aún a pesar de su condición de gran escritor minoritario, resultaba otrora casi imposible encontrar sus títulos en las librerías españolas, teniendo que recurrir a ediciones en lengua inglesa, y que ahora atravesaba por un momento de mayor reconocimiento al editarse algunas de sus novelas, sobre todo las de la última época, como Las alas de la paloma o La copa dorada.

“Y caigo ahora en la cuenta de que, aun tratándose de valores estéticos de muy distinto signo, puede que no sea casual el que, desde la consideración del caso Mahler haya pasado a ocuparme de Henry James. Pues aunque me resultase difícil explicar el porqué de la relación, la verdad es que la melancólica y reposada belleza que poseen los movimientos lentos de las sinfonías mahlerianas, me ha quedado asociada a esa sutil e inconfundible lentitud o morosidad narrativa que tan característica es de Henry James.”

A continuación destaca Baquero con certero juicio algunas de las principales características que conforman el peculiar mundo narrativo de este autor: su capacidad para escribir extensas novelas cuya sinopsis argumental podría hacerse en muy pocas líneas; el rehuir lo verdaderamente novelesco; su condición de gran teorizador de la novela, especialmente visible en los prólogos de sus más importantes narraciones…

Cualquier lector de James, sobre todo de sus últimas obras, sabe del estilo especialmente complejo que hay en ellas, revelando oblicuamente los motivos y conducta de sus personajes por medio de sus conversaciones y a través de las observaciones minuciosas que se hacen entre sí.

No olvida mencionar Baquero las universalmente conocidas teorías jamesianas del punto de vista, de la dramatic novel, de las acciones y de los personajes que funcionan como ficelles respecto a la trama principal, etc.

Finalmente, alude Baquero a lo ya expresado en el titulo de su artículo, la existencia de otras características no tan visibles en la obra del novelista inglés, la transparencia y el misterio, que hacen de él un fenómeno que por su singularidad en el arte de novelar no podrá volver a repetirse.

 “Pero con todo, pese a estas explicaciones y a las de los mejores estudiosos y comentaristas de Henry James, hay siempre en él, en su obra, algo que se nos escapa, por virtud de un fenómeno relacionable con el que, en otro plano, cabe advertir en Cervantes. Si el secreto de éste –o uno de sus secretos- ha podido alguna vez ser descrito en función de la especial mezcla de ambigüedad y transparencia que se da en su obra, parece claro que la ambigüedad de James está, asimismo, ligada a su secreto o, más bien a su misterio.”

Queda patente, pues, el conocimiento y la admiración que Baquero sentía por la obra de este gran narrador al que dedica estas tan interesantes como entusiásticas líneas.

 

“La poesía de Sánchez Rosillo: redescubrimiento de la claridad”, última de las colaboraciones de Mariano Baquero en el Suplemento, fue recogida posteriormente en el libro Literatura de Murcia, homenaje póstumo que en 1984 le rindió la Academia Alfonso X el Sabio, de la que fue subdirector, y que recogía los artículos que a lo largo de su trayectoria profesional había escrito sobre autores murcianos.

Esta colaboración es, en realidad, un comentario crítico del por entonces recién aparecido libro del poeta murciano Eloy Sánchez Rosillo, Páginas de un diario, al que Mariano Baquero considera tan bello literariamente o más que el anterior Maneras de estar solo, con el que su autor obtuvo el Premio Adonais en 1977. Incluso subraya la evidente relación entre ambas obras, señalando que quizás pudieran intercambiarse los títulos sin que ello afectase demasiado a su contenido.

Inicia el artículo Baquero haciendo un extenso análisis sobre los movimientos pendulares que el gusto literario ha tenido a lo largo de las distintas épocas y la oscilación que ello ha determinado, fundamentalmente, entre formas convencionales caracterizadas por lo barroco y oscuro frente a otras de mayor sencillez y claridad expresiva. Y, como es en él habitual, pone abundantes paradigmas referidos a diversos autores de la historia literaria: Calderón, Leandro Fernández de Moratín, Azorín, Antonio Machado, Rubén Darío, Góngora o Lope, para justificar su exposición.

Tras tales consideraciones introductorias pasa a ocuparse el articulista del libro de Sánchez Rosillo, alabando las múltiples facetas que le otorgan su gran valor lírico.

“Porque de páginas de un diario se trata, Eloy Sánchez Rosillo puede incluir en ellas los más aparentemente heterogéneos, pero nunca inconexos, textos: confidencias, homenajes pictóricos, musicales y literarios –Goya, César Frank, Melville, Ramón Gaya-, recuerdos e impresiones de viajes, semblanzas de seres y de paisajes, evocaciones de infancia y de adolescencia… Todo ello atravesado por dos motivos que me atrevería a calificar de dominantes en la poesía de Sánchez Rosillo, y perceptibles ya en Maneras de estar solo: la belleza y la soledad.”

Sobre estos dos ejes centrales, la belleza y la soledad, apuntados por primera vez por Baquero y repetidos reiteradamente por la crítica posterior, se organiza todo el entramado de Páginas de un diario, del que cita poemas  como “Apunte”, “Melville o la aduana” y “Los pinos de Postdam”, este último considerado como una de las piezas claves de libro al conseguir su autor “una hermosa fusión de paisaje, narración, drama y lirismo”.

Resulta asimismo acertada y original la relación establecida por Baquero entre las estrofas intimistas de Sánchez Rosillo y los lied románticos y postrománticos –Schubert, Schuman, Wolf, Strauss, Mahler-, cuya música sólo puede captarse si se atiende no sólo a la sonoridad, sino también a que buscan expresar, como los poemas referidos, un sentimiento profundo.

Y acaba subrayando la claridad que emerge de sus palabras, la luz que ilumina toda la poesía del vate murciano.

 

Hasta aquí la relectura de los ocho artículos que Mariano Baquero Goyanes escribió para ese trozo de la vida literaria de Murcia de principios de los ochenta que fue el Suplemento Literario de La Verdad. Lejos de haber perdido vigencia por el paso del tiempo, siguen conservando hoy el mismo interés que en el momento de su publicación, pues están escritos de forma sincera, transmitiéndonos sus amplios conocimientos repletos de datos elaborados desde una enriquecedora visión personal llena de calor humano y sentimiento.

Por todo ello, estas colaboraciones nos ofrecen, rescatadas del olvido de las hemerotecas, el recuerdo de un auténtico profesor universitario apasionado por la literatura, cuya labor intelectual y crítica, así como su generoso magisterio, permanecen vivos entre los que tuvimos ocasión de conocerle y de tratarle.