UN
EXTRANJERO EN TRILCE
ACERCAMIENTO
PERSONAL AL JUEGO DE
LA
IMAGINACIÓN
Mercedes
Izquierdo Galindo
El primer día de colegio para ese niño asustado, enajenado, tembloroso
e ilusionado contiene las sensaciones seminales de mi descubrimiento trílcico.
Hace ya algunos años comencé a introducirme por los senderos del mundo
de César Vallejo, como un golpe, de repente estaba allí… Yo no sé exactamente cuándo el nombre de este artista peruano y su
poesía comenzaron a avanzar conmigo.
La experiencia trílcica configura un crisol de reconocimiento en el
que toda huella de una percepción individual se transmuta, se amplía hasta
engendrar en su vientre un espacio colectivo, de otredad, donde el “yo-lector”
acoge a todos los lectores. Por esto, las sensaciones de mi descubrimiento
trílcico son las sensaciones que Trilce implementa
en toda mirada que se asome a los espeluznantes abismos de sus versos y de sus
imágenes.
El momento exacto, cronológico, de nuestro contacto con César Vallejo,
puede situarse fácilmente en la línea del tiempo. Este autor, que hasta ese
momento fuera un eco lejano, se erige ante nosotros como uno de los pilares
fundacionales de la poesía hispanoamericana. Sin embargo, determinar el
instante, el punto de intersección entre una vida y su poesía, sería algo
imposible como asir algo flotante con
unas manos abarquilladas o
encontrar el cuarto ángulo del círculo,
como diría César Vallejo.
De modo que mi/nuestra relación con Vallejo, o la relación de Vallejo
conmigo/con nosotros, encuentra su pináculo en el pedernal del tiempo. Ante
esta inefabilidad, ininteligible comunicación desde una percepción meramente
conceptual, volvemos a esa escena de un niño en su primer día de colegio.
Al igual que Paco Yunque,
protagonista de uno de sus relatos, cuando entramos por primera vez en el aula
donde las imágenes despliegan sus alas, sólo percibimos una bulla inicial, una
continua emisión de sentidos y sensaciones que nos aíslan, nos destierran de su
universo en movimiento. A pesar de esta paletada inicial, hay un algo que nos envuelve, que nos anima a avanzar el paso hasta el
pupitre, un misterio que nos aguarda con su brazo increado y que nosotros
intuimos.
A continuación, toda esa masa de niños que revolotea como un enjambre
toma asiento, esperando que la voz del maestro comience a modular una deseada
calma, y es en este intervalo donde esa bulla inicial se deshace y el espacio
queda lleno de silencio, de una ausencia de sonido que nos asusta. En este
momento, las imágenes trílcicas ya nos rodean, nos susurran, y aunque todavía
no conseguimos entenderlas, ya hemos comenzado nuestro viaje, el paso meridiano de las lindes a las Lindes (“Espergesia”, 2002, p.141).
Este silencio, unido a la bulla que lo preside, genera un motivo tan
vinculado con nuestro poeta como es el llanto, unas verdaderas ganas de llorar
ante una escena inicialmente incomprensible que ya ha levantado su telón. Estas
sensaciones de aislamiento, miedo e intuición no van a desaparecer, sino que
van a acompañarnos a lo largo de nuestro curso.
Como hemos indicado, nuestras voces se unen en el tiempo y es en la
vibración de sus tonalidades donde puede sentirse un principio y no un final
(una sensación de clausura que por el tono elegíaco y desgarrador puede
implementar erróneamente una lectura epidérmica de su obra). Así es, su poesía
es principio, sus imágenes nos atan al tiempo poético, en el que el sujeto
lírico se convierte en el laceador de la imaginación, el hilandero de las
emociones que tejen los paisajes de su alma, la sierra de su existencia.
Al adentrarnos en su poesía, participamos de su creación. Nos
encontramos ante un tiempo original y ante la imaginación poética como criatura
viva, como explica O. Paz (2004, p.25): “El
poema es mediación: por gracia suya, el tiempo original, padre de los tiempos,
encarna en un instante. La sucesión se convierte en presente puro, manantial
que se alimenta a sí mismo y trasmuta al hombre. La lectura del poema ostenta
una gran semejanza con la creación poética. El poeta crea imágenes, poemas; y
el poema hace del lector imagen, poesía”.
De esta manera, nos adentramos en el instante; también nosotros somos
poesía. Activamos juntos el mecanismo de la memoria con el que, abierto al
vendaval del tiempo, pasamos en claro nuestros pasos para hacer presencia en el
presente. Viajamos por puentes volados como Vallejo, y lo sentimos hombre.
Vivimos con él y como él a través de sus versos, recorriendo juntos las
oquedades de nuestra realidad, navegando por un mar de imágenes con olas que
van y vienen, abrimos surcos en una tierra aparentemente baldía por esa
opacidad, que termina convirtiéndose, con los ecos de su voz, en un vergel de
emociones, para atravesar juntos,
finalmente, el mismo cristal.
Esta unión gestada en el
vientre de la imaginación, estos nudos poéticos corren el peligro de deshacerse
cuando intentamos analizar y distanciarnos para aguaitar y estudiar esta
poesía. He aquí uno de los problemas: ¿Cómo nos acercamos a César Vallejo, a
esta poesía concebida directamente del corazón sin rasgar ninguna de sus fibras?
No hemos intentando definirlo bajo un estilo concreto, porque como
señala O. Paz (2004, p.18): “El poeta se
alimenta de estilos. Sin ellos no habría poemas. Los estilos nacen, crecen y
mueren. Los poemas permanecen y cada uno de ellos constituye una unidad
autosuficiente, un ejemplar aislado, que no se repite jamás”. Así, cada
poema trílcico es un llanto, la puesta en escena de una crisis del hombre. Y el
lector termina siendo como César Vallejo, fuera de cualquier ejercicio
exegético, porque su aparato imaginante es encendido por un voltaje emotivo que
hace de sus versos temblor, vibración.
Pero si nos alejamos de una clasificación estilística: ¿Cómo lo
definimos?
Podríamos decir que es un ser pesimista, por el hecho de que nuestro
artista peruano borra todos los asideros de su universo: desde el mito, las
construcciones mentales y creencias que sostienen los pilares culturales de la
humanidad, más allá de cualquier constatación empírica, hasta las bases físicas
y científicas sobre las que se asienta el conocimiento, tales como la ley de la
gravedad o procesos químicos. Al caer todos estos pináculos, el hombre
vallejiano se encuentra en un mundo donde sufre los golpes y las caídas del
alma, pero sin la certidumbre de la fe y del progreso.
Pero no, porque a pesar de todo esto su mirada sobrepasa el melodrama
y el didactismo que puede desprenderse de una conciencia nostálgica. Vallejo sufría, mejor
dicho sufre, de un modo universal y en ese sufrimiento cabe toda la humanidad,
por ello, ese “pesimismo” se amplia y se llena de ternura y caridad.
Merced al recorrido por la geografía del alma del hombre y porque la
poesía no supone, como veremos, una salvación: ¿Podemos llamarlo realista?
Tampoco; como dice G. David Friedich (1994, p.53): “El arte no debe en modo alguno proponerse el engaño, y ejecuciones de
tal dimensión constriñen la imaginación del espectador; la imagen sólo debe
insinuar y, ante todo, excitar espiritualmente y entregar a la fantasía un
espacio para su libre juego, pues el cuadro no debe pretender la representación
de la naturaleza, sino sólo recordarla”. Vallejo no representa al ser, sólo
puede insinuarlo porque éste nunca llega a ser, sino que es un continuo fluir
de búsqueda y de reconocimiento en su realidad, un proceso inexorable de pérdida
y desintegración que paradójicamente, sólo se finaliza y completa con la muerte.
Este barro pensativo, que va desislándose, se yergue en su propia
esencia contradictoria: entre sus anhelos de verticalidad y la impuesta
horizontalidad, entre la realidad y el deseo.
César Vallejo da un primer paso para eliminar las antinomias de su
realidad (ausencia-presencia, subir-bajar, eternidad-contingencia,
unidad-soledad, vida-muerte…) y ese primer paso se resuelve en la imposibilidad
de superación. Por ello, pasa a buscar, en un segundo paso, el punto
equidistante entre ellas. Pero el punto de intersección de las mismas son “las más mudas equis” (LXXVI, p.351), no
se sostienen en el espacio y en el tiempo, sólo emergen en el instante que
tiene, finalmente, que dejarle huérfano.
Así, asimila esta realidad para declarar, en un tercer paso, la
necesidad de habitar en la contradicción, vivir en ella como único modo de
aceptar una vida contradictoria. En esta línea llegamos a imágenes como “boca venidera/ sin dientes. No desdentada”
(XXXVIII, p.187), con la que poder asimilar un mundo igualmente opuesto
desde la lógica del pensamiento, y ante el cual queda inutilizada una boca
dentada, propia de los vivos, o una desdentada, propia de los muertos. Así, la
voz poética declara su estado contradictorio: “Y yo que pervivo./Y yo que sé plantarme” (LXIV, p.297), “Tengo pues derecho/a estar verde y contento
y peligroso, y a ser/el cincel, miedo del bloque basto y vasto;/a meter la pata
y a la risa” (LXXIII, p.336), para terminar reflexionando: “¿No subimos acaso para abajo?” (LXXVII, p.356).
Pero este sendero redentor es inviable a la naturaleza del hombre y
por ello, la lucha es acción continua en su vida y en su poesía. Esta
conciencia le lleva a la búsqueda de una nueva armonía en la imagen poética;
capaz de albergar contrarios sin suprimirlos, sin necesidad de resolverlas, y
desarrollar pleno sentido en una cadena lógica propia.
Por este tipo de proyecciones sobre la concepción del hombre podríamos
clasificarlo como filósofo. Tampoco, porque, a pesar de lo expuesto, no busca
formular una teoría sobre su visión del ser humano. Esto supondría un
desarrollo argumentativo con un principio y un final cuyo hilo se asentara
sobre conceptos racionales, y tampoco se ubica en una base ensayística, que
alejada de toda demostración categórica, ofreciera su perspectiva.
En su poesía presenta al hombre porque él es hombre, porque como
apunta Gaston de Bachelard (2005, p.9) la imagen es un producto directo del
corazón, del alma, del hombre captado en su actualidad, y por ello, no se
conforma con una resignación de esa fatalidad desvelada ante sus ojos (que
sería lo lógico); sino que ese hombre que llora, que sufre ante su
imposibilidad de ascensión al absoluto y consecución de la unidad, deja abierto
un resquicio de esperanza que no desaparece de su alma (su poesía no es final).
Estas son algunas de las indeterminaciones con las que nos enfrentamos
a la hora de comenzar a jugar con César Vallejo. No obstante, estas opacidades
pueden comenzar a iluminarse si asimilamos nuestro acercamiento a una
estructura retórica, esto es, comenzamos con dilucidar de qué habla (inventio):
habla del hombre, pero desde la imaginación, donde la luz proviene de la
novedad, de la actualidad. Por tanto, debemos penetrar en la imagen para
descubrir el mundo trílcico y, a continuación, organizarlo, construir una
disposición (dispositio), estructurarlo en un orden lógico sin que atente
contra la propia naturaleza de la imagen. Y una vez completado, debemos plantearnos
la elocución (elocutio), cómo enunciarlo, cómo dilucidar el ensamblaje trílcico
sin sumergirnos en el mismo mecanismo opaco propio de la imaginación.
Entre estos dos polos nos movemos cuando comenzamos a sumergirnos en
sus imágenes: esclarecer la significación de la imagen trílcica simplificándola
y destruyendo su riqueza y naturaleza o conservarla intacta en su urna griega
pero sin conseguir penetrar en su esencia. La resolución de este proceso
pudiera ser aceptar y mantener el balanceo, este pulso de contrarios por las
conexiones tanto formales como emocionales de los escenarios presentados. Por tanto, podemos jugar con Trilce siguiendo
las mismas reglas con las que César Vallejo ha alzado su poesía, como un
continuo paso de la frontera que equidista los aparentes términos opuestos,
esto es, partiendo de la imagen como un producto del ser individual, y que a su
vez, se inserta en una tradición cultural y viceversa. Esta base nos permite
observar el tratamiento de los símbolos trílcicos con sus convergencias y
divergencias respecto a las estructuras antropológicas del imaginario.
Imágenes como la flecha coinciden con el esquema asignado en los
estudios realizados por Gilbert Durand (2005, p.139), esta sustitución
tecnológica del ala, supone un impulso mayor, una amplificación del movimiento,
conteniendo en sí misma la velocidad y la derechura para ir de la mano de la
iluminación; supone la idea de lo mental lanzado hacia el blanco transcendente
porque toda flecha implica su objetivo. Así, esos “niños que apenas enflechan la cara” (LXXIV, p.342) apenas
vislumbran, protegidos por su inocencia infantil, su esencial mortal para más
tarde descubrir que “reclusos para
siempre nos irán a encerrar” (LXXIV, p.342).
Por otro lado, podemos encontrar imágenes como la escalera, que sufren
una mutación; pues este símbolo, como indican Chevalier y Gheerbrant (1999,
p.460), alberga el drama de la verticalidad, las subidas y bajadas, es un
símbolo de la elevación integrada de todo el ser, el eje del mundo y una
progresión hacia el conocimiento, hacia el saber. Sin embargo, sólo es plasmada
por los peldaños (“re/toñan los peldaños,
pasos que suben,/pasos que baja/n”. LXIV, p.297), la parte por el todo, y
así, la voz lírica elimina, con este modo de plasmar el objeto, todo absoluto y
unidad de su vida.
Los símbolos en Trilce no
sólo configuran los pilares de la imagen poética, sino que además tejen el alma
vallejiana, habitando en sus rincones más íntimos, desplegándose en el mundo de
la infancia, como escenario principal de ese teatro del pasado que es la
memoria, para pasar a continuación al espacio, a los diferentes lugares de
búsqueda de la figura del “yo”. El espacio se convierte así, en uno de los
mejores trampolines que posee Vallejo para volcar su mirada encharcada, porque
el ser humano se desarrolla y se conoce en “una
serie de fijaciones en espacios de estabilidad del ser” (Bachelard, 2005,
p.38) y por ello necesita la espacialización del tiempo.
En esta necesidad ancestral de ordenar y jerarquizar, no sólo su temporalidad,
sino toda su realidad, para poder conocerla, nombrarla, es donde intenta
insertar la dualidad, el mundo de la pareja que termina sucumbiendo a su “ser así”(LVII, p.266) sin causa, aunque
siempre con “buena voluntad”(LVII, p.266).
Finalmente este universo queda sellado por el guarismo, pilar y vientre de la
condena, como expresa Vallejo: “acaba por
ser todos los guarismos/la vida entera” (XLVIII, p.226).
No podemos olvidar que todo
análisis y estudio de la imaginación supone someter la naturaleza libre de la imagen a las cadenas
de una clasificación artificial, por esa necesidad de ordenar y jerarquizar
(paso del caos al cosmos). Aunque parezca paradójico (porque sus naturalezas
son opuestas) se puede realizar una clasificación cuyas relaciones obedezcan o
sean demandadas por la propia imagen, y, de este modo, los setenta y siete
poemas, que configuran Trilce, sean
enlazados en el edificio imaginativo de la conciencia del lector, o bien
tratadas en sí mismos, o bien por sus relaciones tejidas con los demás.
Con esta serie de mecanismos y estructuras intentamos evitar una
posible alienación del lector de Trilce,
sin dejar en ningún momento de lado la concepción de la poesía para Vallejo; un
acto, ante todo, de libertad, en el que la poesía no es el espejo que refleja
el ser, sino el sendero que penetra en él.
Para nuestro artista (1978, p.101-102) hay que liberar al poeta de las
cadenas formales y estilísticas para que pueda realizarse lo que él denomina
una “taumaturgia del espíritu”, romper una literatura aburguesada, “de pijama”;
no llegar a ser un escritor que “a puerta cerrada” nada sabe de la vida y se
convierte en una momia que pesa, pero no sostiene, como esa “brisa sin sal” (XLV, p.215), sin esencia, que pasa pero no se posa.
Empero, esta concepción de poesía como libertad de Vallejo también
posee sus límites, como sucede en la realidad, sus propias palabras señalan
cuánto miedo despertaba en el proceso de la creación poética asomarse a
espeluznantes abismos de la libertad sin caer en el libertinaje.
Porque la verdadera libertad, y bien entendida, implica el derecho a renunciar
a ella.
Estos límites nacen de la fusión de experiencia y poesía en nuestro
autor, exprime el lenguaje hasta límites insospechados, pero para Vallejo la
poesía no supera la vida, es decir, con ella no encuentra la salvación, porque
si el hombre es el eterno recluso, un desterrado; la poesía también lo es.
No encontramos en sus versos la creación de absolutos, paraísos que
sólo con la palabra poética puedan alcanzarse, con ella no amplia los límites
de la realidad porque si la poesía nos sitúa en el umbral del ser, no puede
superarlo, pues hombre y poesía son uno.
Esta forma de entender la poesía y al hombre es lo que permite una
posible identificación con el lector. Cuando nos perdemos en sus versos se
produce un acto de solidaridad, de conmiseración por el cual siente el dolor
del hombre como su propio dolor y se convierte en el primer ejemplar de sujeto
doliente.
Así, la verdadera poética de la solidaridad, tan acuñada a este autor,
se produce en la lectura de sus versos y en la vivencia de sus imágenes. Y así
creamos nuestro anillo de fraternidad: si César Vallejo sospechaba la vida,
nosotros sospechamos su poesía.
La poesía por tanto, nace e ingresa a la vida como semillas que son
promesas de más poesía. Por eso, no pocos poetas han hecho florecer versos a
partir de semillas vallejianas, poemas como éste con el que buscamos rendirle
nuestro pequeño homenaje con un poema que recoge y siembra a su vez a Vallejo:
Por Vallejo de Gonzalo Rojas (2004, p.42)
Ya todo estaba escrito
cuando Vallejo dijo: Todavía.
Y le arrancó esta pluma al viejo cóndor
del énfasis. El tiempo es todavía,
la rosa es todavía y aunque pase el verano, y las estrellas
de todos los veranos, el hombre es todavía.
Nada pasó. Pero
alguien que se llamaba César en peruano
y en piedra más que piedra, dio en la cumbre
del oxígeno hermoso. Las raíces
lo siguieron sangrientas cada día más lúcido. Lo fueron
secando, y ni París pudo salvarle el hueso ni el martirio.
Ninguno fue tan hondo
por las médulas vivas del origen
ni nos habló en la música que decimos América
porque éste únicamente sacó el ser de la piedra más oscura
cuando nos vio la suerte debajo de las olas
en el vacío de la mano.
Cada cual su Vallejo
doloroso y gozoso.
No en París
donde lloré por su alma, no en la nube violenta
que me dio a diez mil metros la certeza terrestre de su rostro
sobre la nieve libre, sino en esto
de respirar la espina mortal, estoy seguro
del que baja y me dice: Todavía.
De nuestro viaje por el imaginario de Trilce de deslinda una verdadera poética de la solidaridad, un
espacio común en el que todo lector termina reconociéndose y dejándose
arrastrar por una fuerza poética, nacida en el corazón y en el alma de César
Vallejo. De esta manera, ese niño, extranjero en Trilce, temeroso como el primer día de colegio, consigue habitar en
sus imágenes y llegar a la orilla de un mar ahíto de posibles e infinitos para
que su/nuestro paso por los versos, no haya sido su/nuestro crisol de pérdida,
sino el tesoro de haber logrado un ágape poético.
BIBLIOGRAFÍA
-
Obras de César
Vallejo:
Vallejo, C. (1978) “Literatura a puerta cerrada” en Revista Litoral.
Málaga, pgs.102-102.
Vallejo, C. (1996) Narrativa
completa. Madrid, ed: Akal, coordinada por A. Merino.
Vallejo, C. (2002) Los heraldos
negros. Madrid, ed: Cátedra, edición de René de Costa.
Vallejo, C. (2003) Trilce. Madrid,
ed:Cátedra, edición de Julio Ortega.
-
Bibliografía
sobre César Vallejo:
Alegría, F. (1974) “Las máscaras mestizas” en César Vallejo. Madrid, ed: Taurus, col: El escritor y la crítica,
coordinado por J. Ortega, pgs.75-93.
Debicki, A. (1976) “El hablante y la poetización de la tragedia humana
en la obra lírica de César Vallejo” en Poetas
hispanoamericanos contemporáneos. Madrid, ed: Gredos, pgs. 38-56.
Ferrari, A. (2003) “César Vallejo entre la angustia y la esperanza”,
Introducción en César Vallejo. Obra
poética completa. Madrid, ed:Alianza, pgs.9-55.
Franco, J. (1997) “La temática de Los
heraldos negros a Poemas humanos” en César Vallejo. Obra poética. Francia,
col: Archivos, pgs. 575-605.
Ortega, J. (1970) “Lectura de Trilce”
en Revista Iberoamericana, nº 17, vol: XXXVIII, pgs.165-190.
Ortega, J. (1997) “La hermenéutica vallejiana y el hablar materno” en César Vallejo. Obra poética. Francia,
colección Archivos. Pgs.606-620.
-
Bibliografía
general:
Arnaldo, J. (1994) Fragmentos
para una teoría romántica del arte. Madrid, ed: Tecnos.
Bachelard, G. (2005) La poética
del espacio. México, ed: Fondo de cultura económica, traducción de
Ernestina de Champourcin.
Carreter, L. (1990) De poética y
poéticas. Madrid, ed: Cátedra.
Chevalier,J. y Gheerbrant, A. (1999) Diccionario de los símbolos. Barcelona, ed: Herder, versión
castellana de M. Silvar y A. Rodríguez.
Durand, G. (2005) Las estructuras
antropológicas del imaginario. Madrid, ed: Fondo de cultura económica de
España, traducción de V. Goldstein.
Paz, O. (2004) El arco y la
lira. Madrid, ed: Fondo de cultura económica.
Rojas, G. (2004) Antología
poética. Madrid, ed: Fondo de cultura económica, col: biblioteca premios
cervantes.