REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS



 

Por la escuela renovada, de Carmen Conde

 

Milagro en Miami, de Zoé Valdés

 

La lengua absuelta, de Elías Canetti

 

Cartas Filológicas, de Francisco Cascales

 

 


CARMEN CONDE, Por la escuela renovada, Universidad de Murcia, 1978 (2ª ed.), pp. 71 – 73. (Primera edición de 1931)

 

 

EL ARTE EN LA ESCUELA

 

I

         Será bueno y será bello investigar la razón de una enseñanza poética. Se enseñaría la Poesía porque ésta influye para perfeccionar y afinar al niño. ¿Existe una teoría pedagógica sobre Poesía? Porque hay teorías exclusivas sobre cosas áridas, aunque precisas y nobles, bien fundamentadas y aquilatadas, de las cuales el maestro se sirve apoyando su propia experiencia.

         Digamos ante todo que de la Poesía no pueden existir tratados. El tratado es cosa antipática que en los Institutos se llama “Preceptiva Literaria” o “Retórica y Poesía”. Nos referimos al tratado íntimo del alma poética, que tan hermoso bien puede reportar a la infancia. Hay antologías de Poetas, antologías rígidamente ajustadas al tiempo, que ponen demasiado cerca a Bécquer de Campoamor. Estas antologías están hechas con un sentido militar de la Belleza: se agrupa por siglos, por escuelas, y no por sensibilidades. He aquí el método para alumnos mayores, de Universidad. Para el niño y la niña que aún orientan su universo entre las vigilantes altezas de los mapas, hay que hacer selecciones de gusto irrefutablemente lírico, si se quiere enseñar la Poesía. Porque la Poesía tiene una importancia enorme en la escuela, donde se enseñan tantas cosas para después, para cuando ya no se está en la escuela.

         Se nos ha dicho razonablemente que nada le importa al niño saber quién fue Santa Teresa de Jesús. Y ¿qué le importa conocer a don Sancho el Bravo, a doña Urraca, a don Álvaro de Luna como político o como guillotinado? En esto de la importancia todo depende de todo, pues en un tono de humanidad solemne sólo hay tres funciones importantes: nacer, reproducirse y morir. Queda, por tanto, una cosa en pie: si al niño hay que enseñarle Historia, ¿por qué no enseñarle Poesía? Y no es que nos parezcan ligadas ni un punto siquiera estas asignaturas: es que si existe don Sancho el Bravo, existe San Juan de la Cruz. Esto es indudable.

         En verdad, donde hay que poner la atención es en el maestro antes de acercarnos con miras poéticas al niño. Si el maestro sabe y siente la Poesía, vayamos con él al niño. No son las cosas hechas ya las que interesan, no. Ante todo hay que preparar la sensibilidad. Del mismo modo que en el laboratorio químico entramos a preparar los elementos que hemos de combinar, así en el alma sin denominador del niño hemos de introducirnos para elaborar el continente de la Poesía.

         Primera vacilación: hoy que se enseña la Historia (por lo menos así debería enseñarse) partiendo de lo actual a lo remoto, ¿hemos de hacer lo mismo con el arte? El niño nacido en la edad del cubismo, ¿podrá apreciar el sentido puramente pictórico, solemnemente geométrico del cuadro cubista? ¿Podrá percibir las minuciosas infantilizaciones del poema presente? En realidad, el arte moderno tiende a una aspiración eterna: volver a la infancia. Si comparamos el Arte con el Día, por lo luminoso y perenne, recordemos dos versos que no morirán nunca: “Es un día parado en su mediodía”, dice Jorge Guillén meditando en la luz; “Es un día que vuelve a la aurora”, dice Juan Ramón Jiménez, el poeta de todos los meridianos. Cabe en esta afirmación suya un calor romántico que encuadra perfectamente nuestra indagación de la teoría poética escolar: el Arte vuelve a su aurora. Para los contemplativos, para los que temen desnivelar el curso de un amanecer o de un atardecido, si cantan, deberá estar parado en su mediodía. Pero el Arte vuelve a la aurora. Así, pues, el niño debe empezar a leer la poesía primera, la poesía infantil, la que, como él, contiene los balbuceos retóricos, los temblores líricos de una estrella recién creada. 

 

 

 





 

ZOÉ VALDÉS, Milagro en Miami, Planeta, Barcelona, 2001. Pp. 49 – 51.

 

 

         Tierno oyó las palabras de Neno como si unas manos rasgaran una tela y por ese espacio se colara el sonido real; pese a la solidificación momentánea de su cerebro no había perdido del todo la apreciación del contacto, oía la paluchería y los fotutazos de modo muy especial, como rasguños chirriantes en un pizarrón.

         Las calles retomaron sus características de calles, y el paisaje a su alrededor recuperó la normalidad. Se engurruñó de un escalofrío.

         - ¿Eh, qué, te pasó un muerto? Bróder, estás más pálido que una lagartija con anemia. ¡Paragüero! – gritó Neno a un motorista que le tomó la delantera.

         Evitó entrar en detalles y cambió la conversación:

         - No es nada. ¿Te quedas con nosotros?

         - ¿A lonchar? No, qué va, te agradezco, es que voy a jamar un sanguiche o una medianoche y luego voy a resolver un problemita con un postalita que me debe mil cañas de una ponina que hicimos para sacar a un socio del tanque. Cada uno puso mil, yo puse el doble para socorrer a este que estaba pela’o a la malanguita, pero el gallo is a postcard, asere, voy a presionarlo a ver si me paga. También debo sacar un rollo de fotografía y traértelo… Si me necesitas antes, aquí tienes el número de mi celular. – Extendió una tarjeta de visita -. Ah, y se me olvidaba, toma el tuyo, tu móvil, la cifra está dentro del estuche protector.

         El hombre sopesó el minúsculo teléfono en su mano, agradeció a Neno. Faltaban sólo unas cuadras para llegar al parqueo, según sus cálculos.

- Me quedo por esta parte de Mallamibish, ahora que me acuerdo debo ir a printear unos documentos en una oficina aquí cerca. – Neno revisó su agenda en alta voz.

         Tierno estuvo a punto de jaranear con él sobre su utilización del “espanglish”, el dialecto mezcla de español con inglés, pero se contuvo. No, dejemos las confiancitas para momentos de aprieto, se dijo. Alinearon el carro en el parqueo situado en la calle detrás del restaurante Ñame. Neno lo acompañó hasta la cafetería francesa y siguió de largo doblando por la esquina siguiente luego de asegurar que regresaría dos horas más tarde a buscarlo.

         - Solon, mulato.

         El Lince se le había adelantado. Pudo verlo a través de los cristales, vestido con guayabera desabotonada, camiseta, pantalón negro y tacos a dos tonos. Se ponía y se quitaba los espejuelos, ansioso:

         - ¿Cómo puedes vestirte con tanto trapo prieto con la candela que está cayendo? – comentó el hombre.

         Se encogió de hombros y replicó:

         - Disculpa, pero cuento con “el justo tiempo humano” para almorzar, un  homenaje al gran poeta Heberto Padilla, debo ir a coordinar un ensayo con los músicos – se excusó el Lince, quien era dueño de uno de los cafés – cabarets más célebres de la playa.

 





 

ELÍAS CANETTI, La lengua absuelta, Muchnik Editores, Barcelona, 1985 (4ª ed.), pp. 12 – 14.

 

 

ORGULLO DE FAMILIA

         

         Rustschuk, en el bajo Danubio, donde vine al mundo, era una ciudad maravillosa para un niño, y si digo que está en Bulgaria no doy más que una vaga idea de ella. Allí vivían gentes de las más diversas procedencias, en un mismo día se podían escuchar siete u ocho idiomas diferentes. Además de los búlgaros, que por lo general provenían del campo, había muchos turcos que vivían en su propio barrio, y colindando con éste estaba el barrio de los sefardíes, el nuestro. Había griegos, albanos, armenios y gitanos. Los rumanos venían de la otra orilla del Danubio; mi nodriza, de la que no me acuerdo, era rumana. Ocasionalmente también había rusos.

         Como niño yo no tenía manera de aprehender esta multiplicidad, sin embargo nunca dejé de percibir sus efectos. Algunos personajes se me han quedado grabados sólo porque pertenecían a un grupo étnico determinado y se diferenciaban de los demás por su indumentaria. Entre los criados que tuvimos en casa durante aquellos seis años hubo una vez un cherqueso y más tarde un armenio. La mejor amiga de mi madre, Olga, era rusa. Una vez por semana se reunían en nuestro patio los gitanos, y tantos eran que me parecían un pueblo entero; del miedo que me daban hablaré más adelante.

         Rustschuk era un viejo puerto del Danubio, lo que le confería cierta importancia. Como puerto, había atraído gente de todas partes y el Danubio era el tema constante de conversación. Se contaban historias sobre aquellos años singulares en los que el río se había helado; de viajes a Rumania en trineo, a través del hielo; de lobos hambrientos que pisaban los talones a los caballos de los trineos.

         Los primeros animales salvajes de que oí hablar fueron los lobos. En los cuentos que me contaban las campesinas búlgaras aparecían los licántropos y una noche mi padre me dio un susto poniéndose una máscara de lobo en la cara.

         Me resulta difícil dar una imagen del colorido de estos primeros años de Rustschuk, de sus pasiones y sus miedos. Todo lo que viví después ya había ocurrido alguna vez en Rustschuk. Allí llaman “Europa” al resto del mundo y si alguien remonta el Danubio en dirección a Viena se dice que va a Europa. Allí, Europa comienza donde en otro tiempo terminaba el imperio turco. La mayoría de los sefardíes eran todavía ciudadanos turcos. Las cosas les habían ido siempre mejor que a los cristianos eslavo – balcánicos. Pero debido a que muchos de los sefardíes eran comerciantes acomodados, el nuevo régimen búlgaro tenía buenas relaciones con ellos y al rey Ferdinand, que gobernó durante un prolongado periodo, se le consideraba amigo de los judíos.

         En cierta forma las fidelidades de los sefardíes fueron complejas. Eran judíos creyentes para quienes la vida de la comunidad religiosa tenía significado; ocupaba, sin excesivo ardor, el centro de sus existencias. Pero se consideraban judíos especiales, lo que estaba estrechamente relacionado con su tradición española. En el transcurso de los siglos, el español que hablaban desde su expulsión, había evolucionado muy poco. Habían incorporado algunas palabras turcas, pero se las reconocía como turcas, y casi siempre tenían vocablos equivalentes en castellano. Las primeras canciones infantiles que oí eran españolas, se trataba de viejos “romances” españoles, pero lo que se grababa con más fuerza en un niño era la mentalidad de los españoles. Con ingenua arrogancia miraban por encima del hombro a los demás judíos, y utilizaban la palabra “todesco”, cargada de sarcasmo, para designar a un judío alemán o askenazi. Hubiera sido impensable casarse con una “todesca” y entre las muchas familias de las que oí hablar o conocí en Rustschuk de niño, no recuerdo ni un solo caso de matrimonio mixto. No tenía seis años de edad cuando ya mi abuelo me previno contra este tipo de alianza. Pero esta discriminación generalizada no era todo. Entre los mismos sefardíes existían las “buenas familias”, por lo que se entendía las familias adineradas desde hacía mucho tiempo. Lo más arrogante que podía decirse de alguien era “es de buena familia [1] . Cuántas veces, ad nauseam, le había oído decir esto a mi madre. Cuando se entusiasmaba con el Burgtheater y leía Shakespeare conmigo, incluso mucho más tarde, cuando hablaba de Strindberg, su autor predilecto, no paraba mientes en decir que ella misma pertenecía a una buena familia, que no había otra mejor. Ella, para quien la literatura universal, que dominaba, llegó a constituir el único sentido de su vida, no sentía que hubiera la menor contradicción entre esta universalidad apasionada y el vano orgullo familiar que alimentaba sin cesar.

 

 





Cartas Filológicas, de Francisco Cascales (1564-1642). Edición de Justo García Soriano (Madrid, Espasa, 1961).

Edición electrónica de http://cervantesvirtual.com

 

 

Epístola IV

Al Licenciado Nicolás Dávila

Sobre la ortografía castellana

 

 

Bien me parece, señor licenciado, que aun de las cosas mínimas se quiera v. m. hacer dueño; siendo verdad que no se deben despreciar las cosas menores, sin quien las mayores no pueden pasar. Tratamos ayer algunos puntillos de ortografía castellana; pero tan sobre peine, que apenas se dió lugar a las dudas que en esta materia suelen ocurrir. Y v. m. me pidió, pudiéndome mandar, que hablase más extensamente de ello. In tenui labor est, at tenuis non gloria. Y si va a decir verdad, no es cosa tan tenue y humilde la que es bastante a desacreditar a un médico, a un teólogo y a un jurisconsulto, padre de la autoridad. Que un romancista, un idiota, un sin letras peque contra la ortografía, vaya; no me aspanto, no me encolerizo por ello; mas que los hombres que han frecuentado universidades, han arrastrado manteos, han recebido grados y láureas con general aclamación y aplauso, tropiecen a menudo en estas niñerías, reputación corre aquí; contagio tan común, antes que se extienda más, remedio presentáneo pide. A los impresores, a los maestros de escuela, dirán que toca la noticia de esta arte. Sí, su oficio proprio es. Mas están tan ajenos de saber las reglas de ella, que parece han estudiado en ignorarlas.

Pues para que hablemos con algún acierto, comencemos por su definición. La ortografía es arte que nos enseña con qué letras se escribe cada dicción. Ésta consta de letras y sílabas. Las letras unas son vocales, otras consonantes. Las vocales se pueden pronunciar solas, como ara, era, ira, ola, una. Las consonantes por eso se llaman así, porque no pueden sonar sino acompañadas con las vocales, como ramo, pena. Las vocales en castellano son cinco: a, e, i, o, u.

Sea, pues, la primera regla de ortografía

Cuantas vocales tiene una dicción, tantas sílabas tiene; como romano consta de tres sílabas, porque tiene tres vocales; parra de dos, porque tiene dos vocales; circunvecino de cinco sílabas, porque tiene cinco vocales. De esta regla se sacan los diptongos y contracciones. Diptongos castellanos son au, eu, como cauto, Ceuta; adonde, aunque hay tres vocales, no son más de dos sílabas, porque el diptongo reduce a una las dos vocales. Nuestra lengua vulgar tiene muchas maneras de diptongos: en ai, como baile; ei, como deleite; oi, como Zoilo; ie, como cielo; ue, como sueño, y otros así. Contracciones son donde las dos vocales, ya se vuelven en una, como el diptongo, ya se separan, como glorïoso, süave, que la primera dicción puede ser de cuatro y tres, y la otra de tres y dos. De estas cinco vocales dos hay comunes, que ya hacen oficio de vocales, ya de consonantes; i, u, la i es vocal, como mira, consonante como Troia; si bien en romance se usa la y más ordinario, como Troya, Mayo. La v es vocal, como vno; consonante, como vena. Y adviértase más, que la v suele ser líquida, esto es, que no tiene fuerza entera de letra, ni constituye sílaba. Pero, con todo eso, ha de oírse tanto cuanto, como cuando, cual, cuero. Aquí se engañan muchos, pensando que se pierde; no se pierde. Llegados aquí, digo que nuestra lengua castellana tiene necesidad de reparo en lo que diré. En los ejemplos de arriba, cuando, cual, cuero, la u es líquida, pero se oye. En otras dicciones no se oye de ninguna manera, como que, guitarra, guerra; diferente pronunciación que agüero, güeneja, agua, adonde se oye la u líquida, lo que no hace en guindo y otros. El italiano tiene remediado este inconveniente en su lengua; porque en vez de u pone h, y dice sighe por sigue, vaghea por vaguea. Y a su imitación podríamos nosotros decir ghindo, gherra; y la u que se sigue tras la q quitarla, porque conozcamos la diferencia de que a cual, pues aquí se oye la u líquida, y allí no. Este absurdo lo remedió el Toscano, diciendo en lugar de que, che, lo que nosotros no podemos imitar, por tener ya otro sonido en la lengua castellana, como lo vemos en ocho, broche. A quien le pareciere otra cosa, por no estar esto aún en uso, siga su suerte; pero a lo menos esto es cierto, que queda confusa la pronunciación entre gualda y guerra, escribiéndose ambas de una misma manera.



Segunda regla de ortografía

Cada letra tiene un sonido no más, como se ve en cualquiera de todo el abecedario; sola la c y la g padecen excepción; porque de una manera suenan con las vocales a, o, u que con e, i, como se ve por experiencia; pues decimos ca, co, cu, ga, go, gu; y no suenan así ce, ci, ge, gi. Y según dije antes, los italianos remedían esto diciendo ca, che, chi, co, cu, ga, ghe, ghi, go, gu. Y porque los castellanos usamos diferentemente la c y la z en ciertas dicciones, ponemos cedilla a la c para distinguir lo uno de lo otro, y esta diferencia no se halla en la lengua latina; porque diversa pronunciación es ça, ce, ci, ço, çu, que za, ze, zi, zo, zu, como cabeça, grandeza; en cuyo conocimiento yerran muchos, como si fuera alguna cosa muy difícil.



Tercera regla

Como escribimos, así habemos de pronunciar. Quintiliano: Scribendi ratio coniuncta cum loquendo est. De modo que si en romance digo: yo estoy sujeto, no escribiré: yo estoy subiecto, aunque en latín se diga y escriba de esta suerte. Esta regla no la siguen otras lenguas vulgares, cuales son la francesa, flamenca, alemana, moscovítica, porque el francés escribe dieu, mestre, y pronuncia diu, metre; y el alemán, flamenco y moscovita escriben Witiza, Wamba, y pronuncian Vitiza, Vamba, porque ellos, cuando usan de la v consonante, la duplican, y cuando vocal, la ponen sencilla. Mírese a Sigismundo Líbero, en el proemio de su Historia moscovítica.



Cuarta regla

Las consonantes cargan sobre las vocales, y si en medio hay dos consonantes, la una irá con la primera vocal, la otra con la segunda. Ejemplo de lo primero: para, pa-ra, cosa, co-sa; ejemplo de lo segundo: parra, par-ra, conde, con-de. Mas si una consonante va entre dos vocales, carga la consonante sobre la segunda vocal, como ara, a-ra, uno, u-no.



Quinta regla

Cuando dos consonantes disímiles se hallan en alguna dicción, las mismas han de ir inseparables en medio de cualquiera otra dicción. Y esta regla es de Theodo Gaza, observada de todos los hombres doctos. Hállanse Scipión, Ptolomeo, Psalmo, Gnaton, Stoico, Mnemósine; y por eso decimos discípulo, di-scí-pu-lo; apto, a-pto; Calipso, ca-li-pso; dignus, di-gnus; basta, ba-sta; Polimnia, po-li-mnia. Dos ll juntas solamente se hallan en nuestra lengua, y corren por la misma ley; llanto decimos con dos ll al principio, y así deletrearemos Castilla, Ca-stilla; morillo, mo-ri-llo. Lo que no pasa en latín, que Sylla se divide Syl-la; y es la causa, porque entre los latinos no hay dicción que comience por dos letras símiles.



Sexta regla

Cuando a la vocal antecedente se signen muta y líquida, las dos hieren a la siguiente vocal, como agro, a-gro; Pablo, Pa-blo. Líquidas son en castellano, solas r, l, como milagro, Agramante, Agreda, vocablo, Atlante, pentatlo, Acrocorinto, y otros muchos.

Dichas estas reglas, que me parece que bastan para la inteligencia de la ortografía, se deben advertir algunas notas más menudas sin nombre de regla.

Nota primera: la r y la s en principio de parte suena tanto como dos en medio, como ramo, sabio, parra, massa. Una en medio tiene sonido más tenue, y dos más fuerte, como marquesa, condessa, casa, escassa. Pero si la r o la s en medio de parte se ponen tras de alguna consonante, suena tanto sencilla como si fuera doble; y tras de consonante no se ha de poner doble, como Enrique, inmensa; y no se ha de escribir Enrrique ni inmenssa.

Nota segunda: los superlativos acabados en simo tengan dos ss, como doctíssimo, y los romances acabados en asse o esse, como amasse, leyesse. Otra cosa es cuando se sigue tras el verbo el pronombre se, como dícese, trátase.

Nota tercera: los nombres proprios y principios de versos y de cláusulas se escriben con letra versal, como Pedro, María, España, Toledo, Guadiana. Los nombres de dignidades es cosa indiferente; no es error ponerlos ni dejarlos de poner, como Duque y duque, Rey y rey.

Nota cuarta: los derivativos acabados en ivo se escriben siempre con v, como captivo, motivo, pasivo.

Nota quinta: los pretéritos imperfectos del indicativo, como en latín se pronuncian con b, en romance con v, como amava, quitava.

Nota sexta: ante b, m, p no se pone n, sino m, como campo, ambos, summo; la causa es, que para proferir la b, m, p se cierran los labios, y como todo se dice de un golpe, es fuerza que la que había de ser n se pronuncie como m. Hágase la prueba, y se verá, claro.

Nota séptima: la i latina sirva de vocal, como viviente; la y griega de consonante, como ayo.

Nota octava: la j tiene diferente pronunciación que la x, porque trabajo, Cornejo, hijo, más fuerte y robustamente se pronuncian que baxo, dixo, lexos; porque para aquéllos se juntan y aprietan los dientes, y para éstos no se llegan.

Nota nona: la j y la g tienen una misma pronunciación, pero se escriben distintamente. Todas las dicciones que en el presente del infinitivo se escribieren con j, escribirán en todas las demás veces con j, y las que con g, se escribirán también con g, como trabajar, despojar, ultrajar, en las demás veces diré también trabajo, trabajaba, trabajaren, trabajase, trabajé, etc. Y así mismo, de eligir, escoger, dirigir, etc., diré elige, eligía, eligiese, eligiré. Salvo donde la g carga sobre la a y la o, que entonces habemos de usar de la j, como elijo, elija, porque con g sonará eligo, eliga. En las demás dicciones servirá generalmente la g, como page, linage, hospedage, generación, ginete, Argivo, etc.

Nota décima: la ç y la z son de diferente pronunciación, como cabeça, pieça, calabaça, calaboço; grandeza, pureza, extrañeza. Y la b y la v también, como alcoba, lobo, bota, bestia, etc.; voto, uva, vano, verdad, veraz, etc. De aquí viene que dixo y hijo no son consonantes, ni trabajo y baxo, ni cabeça y grandeza, ni marquesa ni condessa, ni suave y cabe; yerros pueriles, pero dignos de gran pena en poetas célebres y doctos. Hallo en esta parte a los poetas españoles con oído tan boto y obtuso, que apenas sienten las dichas diferencias. Son tan remirados en esto los italianos, que usan los asonantes por consonantes diferentes, como puente y fuerte, condessa y marquesa, etc. Ariosto, canto 15:

Veggio la santa croce: e veggio i segni

 

Imperial nel verde lito cretti.

 

Veggio altri a guardia de i battuti legni,

 

Altri a l'acquisto del paese eletti.

 

Veggio da dieci cacciar mille, e i regni

 

Di la da l'India ad Aragon sugetti:

 

E veggio i capitan di Carlo Quinto,

 

Dovunque vanno, haver per lutto vinto.

Y en el canto 17:

E poi, che'l tristo puzzo haver le parve,

 

Di che il fetido Beceo ogn'hora sape;

 

Piglia l'hirsuta pelle, e tutto entrarve

 

Lo fe: ch'ella e si grande che lo cape,

 

Coperto sotto a cosi strane larve.

 

Facendol gir carpon seco lo rape.

 

Là, dove chiuso era d'un sasso grave

 

De la sua donna il bel viso soave.

Y en el mismo canto:

Se conosciute il Re quell'arme havesse,

 

Care havute l'havria sopra ogni arnese:

 

Ne in premio de la giostra l'havria messe,

 

Como che liberal fosse e cortese.

 

Lungo saria chi raccontar volesse

 

Chi l'havea si sprezzate e vilipese:

 

Che'n mezo de la strada le lasciasse

 

Preda a chiunque, o inanzi, o indietro andasse.

Semejante a esta estancia es esotra del libro 46, que comienza:

Ruggier acrettò il Regno, e non contese

 

A i preghi loro: e in Bulgeria promesse

 

Di ritrovarsi dopo il terzo mese,

 

Quando fortuna altro di lui non fesse.

 

Leone Augusto, che la cosa intese,

 

Disse a Ruggier, ch'a la sua fede stesse,

 

Che poi, ch'egli de Bulgari ha il domino,

 

La pace e tra lor fatta, e Costantino.

Éste es mi sentimiento, conformándome con los Toscanos. Tengamos empacho nosotros de tener tan rústico oído, que no hallemos en los ejemplos dichos la diferencia que ellos.

En fin, señor, ¿quién no sabe las puntuaciones de comas, membros y períodos, admiraciones, interrogaciones y parénteses? Ignorar esto sería no saber nada. No digo más, ya porque hablo con quien está en el caso más presto que otro por su felice ingenio, ya por cumplir el precepto de Horacio: Quidquid praecipies, esto brevis. Vale.

De Murcia y Enero 4.

 

 


 

 

 

Fragmentos sueltos

 

Buscar hombre la muerte antes de tiempo, es comprar caro la fruta temprana, aún no sazonada, por no aguardar la madura, que vale más y es más barata.

 

¿Qué tienen las letras necesario o de provecho para el ingenio del hombre? La lección de las letras desvanece los espíritus, ofusca la vista de los ojos, encorva la espalda, enflaquece el estómago, compele a sufrir el frío, el calor, la sed, la hambre, cuatro crueles verdugos de la naturaleza humana; impide muchas veces los piadosos oficios de la virtud, roba y nos quita las horas de recreo; y a los estudiosos los veréis cabizcaídos, los ojos encarnizados, la frente rugosa, el cabello intonso, los carrillos chupados, las cejas encapotadas, la barba salvajina. No diréis, no, que son gente política y urbana, sino cíclopes, paniscos, sátiros, egipanes y silvanos. ¿Qué cosa más contraria a la naturaleza, la cual nos dió la lengua para el uso de hablar, y nosotros la metemos en la vaina del silencio, y damos sus oficios a las manos, al papel, a la pluma?

 

Pues los bienes que resultan de ser uno castrado no son poco considerables. Lo primero, se libran del trato de las mujeres; de aquel perpetuo enfado de dame, tráeme, esto deseo, esotro, quiero; de aquel pedir celos, de sus desdenes, de sus caricias falsas, de sus embustes, de las noches pasadas al sereno, de los días pasados en perpetua centinela, de sus lágrimas de cocodrilo, de su risa cautelosa, de su variedad, de su condición dura; en fin, gente con más vueltas que espada genovesa y que turbante armenio. Lo segundo, están libres de casarse, y de llevar a sus hombros, como palanquines, las pesadas, las insufribles cargas del matrimonio. Plauto, dijo que quien se encarga de una mujer, se encarga del gobierno de una nave tan llena de jarcias, tan llena de diversas faenas. Aquí se ofrece la obligación de los mantenimientos, el pan cotidiano, la riña cotidiana, las lágrimas de la ausencia, los disgustos de la presencia, el bramido de los niños, el enfado de, las amas, los azares de la fama, los detrimentos del honor, los trances de necesidades y, si es mal acondicionada, el infierno de sufrilla.

 

No quiero sepultar en silencio la viva y natural acción de los representantes, que con ella levantan las cosas caídas, despejan las obscuras, engrandecen las pequeñas, dan vida a las muertas. Las partes de la elocuencia son cinco: invención, disposición, elocución, memoria y acción. Ésta tiene en las oraciones (así lo dice Quintiliano) admirable virtud y dominio, porque no importa tanto que las cosas que decimos sean calificadas, cuanto el modo con que se pronuncian. Que de la manera que yo oigo la cosa, de esa manera me persuado y me muevo. Si me dicen el concepto flojamente, flojamente se me encaja, y al contrario. Y así digo que no hay razón tan fuerte, que no pierda sus fuerzas si no es ayudada con la animosa acción del que dice; y los afectos del ánimo es fuerza que relinguen y desmayen si no los sopla el viento de la voz, si no los favorece el semblante del rostro, si no los anima el movimiento de las partes del cuerpo. Tratando de esto particularmente Fabio, dice así: «Documento sunt scenici actores, etc.» Esto que he dicho, dice, se echa de ver en los representantes escénicos, los cuales aun a los más excelentes poetas les añaden tanta gracia y los realzan de manera, que aquellas mismas poesías que les oímos, cuando las leemos nos agradan infinitas veces menos, y cebados de la buena acción nos hacen oír con gusto vilísimas raterías, y hacen que nos agraden poetas que puestos en nuestra librería no nos acordamos de ellos, y en los teatros son celebrados con grande copia y frecuencia de gente.

 

El oficio del gramático, aquí y en otros lugares, dice el mismo que es la ciencia de hablar y explicación de los auctores; la primera se llama metódica, la última histórica: Et finita quidem sunt partes duae, quas haec professio pollicetur, id est, ratio loquendi, et enarratio auctorum, quarum illam methodicen, hanc historicen vocant, lib. 1, cap. XIV.

Cicerón, en el lib. I De Oratore, dice que al gramático le pertenecen cuatro cosas: comentar los poetas, dar noticia de las historias, interpretar las palabras y enseñar el tono de la pronunciación: In grammaticis poetarum pertractatio, historiarum cognitio, verborum interpretatio, pronuntiandi quidam sonus.

 

El cuarto y postrero lugar que tocó Cicerón fué los tonos de la pronunciación, es a saber, la noticia de la Prosodia, que contiene dos cosas, la cuantidad de las sílabas y la razón de los acentos; si es breve o si es larga la sílaba, porque en pronunciar la breve se gasta un tiempo, y en la larga dos. Este beneficio de conocer la pronunciación verdadera lo debemos a los poetas; que si ellos en sus versos no nos hubieran enseñado y dejado rubricada la cuantidad de las sílabas, perecido había la recta pronunciación de las palabras; porque, sin ellos, ¿dónde supiéramos sí habíamos de pronunciar dócere o docére, dócebam o docébam?, y así lo demás.

 

De ninguna manera me atreviera yo a decir tantas grandezas de la gramática sin echar delante, como lo he hecho, al maestro de maestros Fabio Quintiliano. ¿Qué dice pues? Que ultra de ser oficio del gramático enseñar a escribir y hablar, y explicar los auctores de que arriba bastantemente habemos tratado, le incumbe también la emendación de las lecciones, y el echar en todas estas cosas su juicio. Del cual usaron tan fuertemente los gramáticos antiguos, que tuvieron licencia y autoridad, no sólo para castigar los versos con la vara de censores y críticos, y para degraduar los libros a su parecer, falsamente intitulados, como subditicios y adulterinos; pero para poner en orden unos autores, y para sacar a otros del número de autores.

Y no le basta al gramático haber leído poetas; discurrir tiene por todo género de escriptores, no sólo por el conocimiento de las historias, mas por las palabras que ordinariamente toman su potestad y derecho de los autores. Ni tampoco puede ser perfecta la gramática sin la música; pues le es forzoso hablar de metros y ritmos, que no solamente la oración poética, pero la prosa ha de ser en su modo numerosa. Ni, si ignora la razón de los astros, entenderá los poetas, los cuales, fuera de otras cosas, tantas veces usan del nacimiento y ocaso de las estrellas, para significar los tiempos. Ni ha de ignorar la filosofía, así por muchos lugares traídos en los versos de la íntima subtileza de las cuestiones naturales, como por Empedocles entre los griegos, y por Varrón y Lucrecio entre los latinos, que escribieron en verso los preceptos de la sabiduría.

Asimismo tiene necesidad, y no poca, de la elocuencia, para decir propria y copiosamente de cualquiera de aquellas cosas que arriba dijimos. Y así no se deben sufrir aquellos que malsinan esta arte, llamándola tenue y de poca substancia; antes, si ella no hubiere echado muy buenos cimientos al que hubiere de ser orador, cuanto se labrare en él vendrá al suelo.

Es, en fin, necesaria a los mancebos, agradable a los viejos, dulce compañera de los secretos, y ella sola, con tanto género de estudios, se precia más de obrar que de hacer ostentación.

 

No os puedo negar que la gramática ha estado siempre por los indoctos en bajo predicamento; pero vos, ya que sabéis las grandes obligaciones del gramático, sin duda pienso que de aquí adelante la estimaréis en mucho.

 

Y como estos maestros daban preceptos de elocuencia y enseñaban, sobre la lengua latina, erudición de letras humanas, fueron llamados gramaticos en griego, y literatos en latín, que es lo mismo que letrados.

 

Ahora bien: si no hay lenguaje crítico, a lo menos hay lenguaje culto. Eso es así, yo lo confieso y afirmo. Mas el lenguaje culto está tan lejos de ser vituperado en el púlpito y cátedra de los hombres doctos, que debe observarse en él con estrecho rigor. Culto viene del verbo colo, que significa pulir y adornar. Cicerón, pro Quinctio: Erat ei pecuaria res ampla et rustica sane bene culta et fructuosa. Así que, lenguaje culto es un modo de hablar bien trabajado y cultivado, no humilde ni desechado en ninguna manera; porque, si tal fuese, sería indigno de la gravedad del púlpito sagrado, indigno de las materias altas y divinas que en él se predican.

 

No se cansen los viejos con pensar que han de ir los mozos a su paso. Lo que en su tiempo fué bueno y muy estimado, ya no tiene precio ni estima: una edad sucede a otra, y en cada una corre su moneda, y la moneda corriente es sola la que vale. Y si hay algunos mozos tan al temple de los viejos, que gustan más del sencillo lenguaje, y aun inculto, de ellos, y quieren que les ponga la ceniza en la frente, yo lo haré. Digo que eso nace, o de cortedad de ingenio, o negligencia propria. Si es de lo primero, disimulo y callo; que no debo pedirles lo que naturaleza les negó; si de lo último, no quiero pasar por su descuido. Trabajen, desvélense en adquirir la elocución oratoria que el venerable púlpito pide; miren cómo y con qué ropa han de vestir diferentes conceptos; adónde han de alargar la hebra, adónde la han de tirar; dónde han de angelicarse y pisar las estrellas, dónde han de humillar la cerviz y coserse con la tierra; en las alabanzas sean difusos y floridos, en las reprensiones afectuosos y fervientes, en la doctrina claros, pero concisos; concisos, pero claros; en las descripciones ingeniosos y galanes, y en nada sin estudio y cuidado, trabajando que no parezca el trabajo, y cuidando que se disimule el cuidado.

Todos los retóricos que hasta hoy han escrito del arte de la elocuencia, convienen en esto: que la retórica es arte de bien hablar, y que bien hablar es hablar culta, copiosa y elegantemente: Ornate, copiose et dilucide loqui. Tras esto dicen, uniformes, que el modo de hablar es tripartito: sublime, templado y humilde. El sublime toma para sí el orador, sea gentil, sea cristiano, y principalmente pertenece el grave, culto y levantado estilo al orador cristiano, digo al predicador evangélico, porque la materia que trata, no sólo es alta y grandílocua, pero divina. Y si al concepto han de seguir las palabras, siendo la doctrina que explica, enseña y persuade no menos que del cielo, no menos que del mismo Dios, las ropas con que se ha de vestir aquel concepto divino, necesariamente será sublime, elegante y culto.

 



[1] Lo que está en ladino (castellano antiguo) en el original, como toda palabra extranjera, aparece en cursiva en esta edición. (N. del E.)