REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS




  

DE VNIVERSITATIS SPLENDORE

Elías Hernández Albaladejo
(Universidad de Murcia)

Desde que en 1088 se fundara en Bolonia la primera universidad no solo el mundo fue visto de otro modo a través de la ciencia y del saber, sino que desde entonces símbolos, emblemas, protocolos y ritos fueron apareciendo en el seno de una institución que habría de ser universal, buscando siempre expresar y guardar su identidad. Y, aunque fueron muchas las universidades creadas por la Iglesia –de ahí su influencia en la organización y desarrollo de las ceremonias académicas-, no hay que olvidar las disposiciones de reyes, concejos y nobles que hicieron posible el nacimiento de muchos de estos centros de estudios superiores. A pesar de unos orígenes tan diversos no resulta extraño que, en una época en la que el poder de lo religioso llegaba a todos los rincones de la sociedad, el ritual eclesiástico imprimiera una parte importante del fascinante y bello ritual que la universidad conserva y mantiene todavía, independientemente de los cambios y progresos que siempre han afectado a una institución en permanente evolución.

Conviene recordar, no obstante, que todo grupo humano y cualquier institución en todas las civilizaciones y culturas crearon una serie de usos, costumbres y hábitos sociales que derivaron en la formación de un ceremonial público, es decir, un ritual que podría ser sencillo o complejo, más o menos flexible, según las circunstancias o la naturaleza de los actos, pero siempre orientado a la realización de unas manifestaciones públicas, en las que la participación de cada individuo estaba subordinada a unas normas reglamentadas bien por la tradición o por la rigidez de una codificación escrita. Podrían buscarse en la más remota antigüedad, en tiempos más recientes o en la época actual ejemplos de ceremonias rodeadas de símbolos y muchos signos de ostentación: desde el fasto en torno a los faraones egipcios, la procesión de las panateneas en Atenas, la presentación de los emperadores romanos, los rituales de Teotihuacan, la coronación de los monarcas franceses en la catedral de Reims, el boato en los ceremoniales eclesiásticos hasta llegar a la magnificencia en la apertura anual del parlamento inglés y en otros acontecimientos que se pueden contemplar en la actualidad.

Un rasgo general en todos los rituales es la voluntad de permanencia de unos signos y símbolos que entroncan con el mismo origen y con la historia de la institución que los conserva a través del tiempo. La misma repetición del rito con cierta periodicidad confiere al ceremonial un valor que trasciende el transcurso de los años. Incluso, se acumulan otros elementos que son producto de nuevos significados que se han ido añadiendo como consecuencia de la evolución y de los cambios sociales e históricos. Por eso, la demostración de estos ritos no ha de contemplarse únicamente como una apelación nostálgica hacia los orígenes, sino que ha de entenderse también que la regulación ceremonial de hoy día viene a solemnizar los actos y, sobre todo, “pone orden y belleza, dignidad y perfección en su celebración y desarrollo”, en palabras de Sabino Fernández Campo.[1] No es solo la vistosidad del rito lo que justifica su recuperación o permanencia, sino el sentido de la historia que toda institución ha de tener y que aprovecha algunos de los signos de su pasado para mostrarlos ante la sociedad y celebrar su vitalidad.[2]

Es de sobra conocido que la Universidad, junto con el Ejército y la Iglesia han sido quizás las instituciones que mejor han expresado a través de signos bien visibles todo un rico ceremonial en el que el cortejo, la música y el vestuario han configurado el desarrollo de unos actos presididos por el boato y la riqueza de detalles, cuyos significados a veces se nos escapan pero a los que estamos habituados por su contemplación periódica. Fenómeno que se acrecienta ante el poder en la sociedad de la imagen, pues ofrece notable relevancia a toda representación pública, porque símbolos, ceremonias y rituales parecen necesarios en el mundo moderno.[3]

Un análisis exhaustivo del ceremonial universitario obligaría al tratamiento pormenorizado de los numerosos elementos que lo integran. Un largo proceso histórico ha ido transformando, enriqueciendo unas veces, simplificando otras los componentes de un ritual que habitualmente se recogía en las constituciones fundacionales de las universidades. Cabe destacar que, desde el mismo momento de su creación en los siglos del medievo, las antiguas universidades empezaron a configurar sus propios rasgos distintivos, que con ligeras variantes se fueron manteniendo con el transcurso del tiempo y fueron asumidos por los nuevos centros docentes fundados en la edad moderna, con una voluntad clara por preservar aquellos símbolos que habían sido transmitidos a través de una inveterada tradición. Tal fenómeno explica que no se dieran notables diferencias en cuanto a estos elementos de identidad en esas instituciones. Si a ello se añade lo apuntado más arriba en cuanto a la influencia de la Iglesia en la creación de las universidades se podrá entender la semejanza existente en muchos de sus elementos.

Cualquier ritual tiene como signo destacado la indumentaria y, en este sentido, el traje académico posiblemente sea uno de los signos de identidad más sobresalientes de la Universidad, por lo que tiene de fasto externo, vistoso y colorista, que siempre llama la atención, tanto en el deambular cadencioso del cortejo como en el desarrollo de las ceremonias claustrales de los paraninfos. La vestimenta actual constituye el eslabón final de una larga tradición que arranca de la cultura romana, después recogida por la Iglesia que arropó precisamente a todas aquellas instituciones que nacieron a su amparo. Sería prolijo enumerar las descripciones del atuendo académico que aparecen en diversas constituciones universitarias y otros documentos antiguos, en los que se especifican sus detalles, calidad, medidas o normas de uso.

Así, han llegado a nosotros togas, mucetas, birretes, puñetas y guantes, cuya configuración definitiva cristalizó a partir de 1850, por medio de unos Reales Decretos firmados por Isabel II, coincidiendo con una época en la que el sistema educativo en general y las universidades en particular eran objeto de importantes transformaciones. A través de estas normas se reguló en España gran parte de lo que venía siendo habitual desde siglos anteriores y esa tradición se ha seguido manteniendo en la legislación posterior, con la introducción de ciertas variaciones, hasta la actualidad.[4] En esa uniformización dictada por el Estado se revelan algunas de las características del atuendo y su uso. En primer lugar se destaca la prenda común de todos los trajes académicos: la toga, también denominado “traje talar”, porque llegaba hasta los talones. Su origen arranca de la época romana y del traje eclesiástico, ya que los clérigos formaron inicialmente el profesorado de las universidades. En el Decreto de 6 de marzo de 1850 se puede leer lo siguiente: “El traje académico para todos los actos solemnes de las Universidades literarias e Institutos de segunda enseñanza será desde hoy en adelante el de la toga profesional...” (art. 1); y se especifica que “La toga profesional será enteramente igual a la que usan los abogados, con manga abierta doblada y asida por un botón al brazo... Debajo de la toga se llevará traje enteramente negro; pero en los actos solemnes se usará de la corbata blanca.” (art. 2). Esta prenda, que prácticamente ha permanecido inalterable desde su regulación en 1850, constituye la base de la indumentaria académica y se complementa con los vuelillos o puñetas que, de ser unas piezas para evitar el deterioro de las bocamangas de las togas, pasaron a significar rango y autoridad. Un decreto posterior al que se ha mencionado, fechado el 2 de octubre del mismo año de 1850, indica en su art. 3 que “El Ministro, Director y Consejeros de Instrucción Pública y los Rectores de las Universidades usarán además, de vuelillos o puños de encaje blanco sobre un vivo encarnado rosa, ajustados a la muñeca por botones de oro”. Más adelante, en 1859 se dispuso que también los profesores de las universidades habrían de llevar puñetas sobre fondo del color de su Facultad con botones de plata. Estos vuelillos de encaje han sufrido algunas variaciones, al desaparecer por evidente sentido práctico sus botonaduras y sujetarse a las bocamangas con medios más sencillos y económicos.[5] La Universidad de Murcia ha conferido un valor simbólico a las puñetas o vuelillos ya que en la solemne ceremonia de la apertura del curso académico son impuestos por el rector en la de investidura de aquellos doctores que se han integrado en los cuerpos docentes.

El traje académico se enriquece visiblemente con la muceta. En su origen fue una especie de capa corta para guarecerse de las inclemencias del tiempo, cuyo origen puede rastrearse en mosaicos y relieves tardorromanos. Esta capellina se convirtió después en una prenda que habría de distinguir a ciertas jerarquías y dignidades eclesiásticas, tal como la vemos hoy. Tampoco puede obviarse que este tipo de capa corta marcaba el rango en Bizancio y otros imperios orientales. Si se acude al Diccionario de Autoridades (1726) muceta aparece descrita como “ornamento de prelados, a modo de esclavina, dando a entender por ella la peregrinación en respeto de ir a sembrar la palabra de Dios y el Santo Evangelio”. Es decir, lo que en un principio fue una simple prenda con un uso funcional determinado pasó al terreno de los símbolos y en el mundo académico se convirtió en una distinción de la misión de enseñar y de protección por la mejora de la Ciencia.[6] Por eso la legislación de 1850 ordena en el Decreto del 6 de marzo que “Los doctores usarán sobre la toga una muceta en forma de esclavina de terciopelo del color de la Facultad, prendida al cuello con broches de oro y también con cogulla” (art. 4). Meses después se modificó la calidad de la prenda pues “La muceta, que debe cubrir el codo, será de raso del color de la Facultad, forrada de seda negra, con gran cogulla y abotonada por delante”. La máxima distinción quedó reservada para el traje rectoral con muceta de terciopelo negro. Se han dado diversas explicaciones sobre la finalidad que antaño pudo tener la cogulla: bien como capucha para cubrirse de la lluvia, bien como portapergaminos. Lo cierto es que se trata de una pieza que ha perdido su función original y que se esconde dentro de la muceta. Cuando en 1967 se regularon las normas sobre la indumentaria académica de las Escuelas Técnicas Superiores de Arquitectura e Ingeniería se estableció que la muceta “Tendrá la forma tradicional, pero no será doble, carecerá de la antigua capucha o embudo portatítulos y será abierta por delante (con botonadura figurada del mismo color de la muceta) unida a la toga mediante botones no vistos en la parte superior. Será confeccionada en raso de seda...”. Con esta disposición se simplificó tan significativa prenda de la vestimenta universitaria pero al mismo tiempo se quiso imprimir a estos centros docentes el prestigio de unos ropajes históricos y dotarlos del mismo ceremonial de centenaria tradición.

Acaso la pieza más relevante de la indumentaria académica sea el birrete, por el simbolismo que se le ha atribuido y la destacada presencia que tiene en el rito de investidura del grado de doctor o en las solemnidades que se celebran, cuando se otorga el doctorado honoris causa. Es sabido que en cualquier vestimenta y atavío de gala siempre ha existido una consideración especial en torno a la prenda que cubre la cabeza, que va mucho más allá de razones prácticas, funcionales o de seguridad. Su tratamiento ornamental, a veces de gran lujo, ha servido para jerarquizar e indicar el rango o actividad del personaje, hasta el punto que los escudos heráldicos aparecen timbrados por piezas de este tipo. La culminación de semejante boato la ostentan precisamente los cascos o cimeras, mitras, capelos, tiaras y coronas, de cuyo simbolismo no se puede dudar. El birrete universitario ha ido evolucionando con el transcurso de los siglos, según es posible observar en algunos textos y representaciones pictóricas. El primero de los decretos de 1850 ya especificaba que “La gorra será también igual a la que usan los abogados, de seis lados y seis ángulos.” (art. 2) y añadía que “La borla del birrete será de torzal de seda... de una tercia de largo y suelta.” (art. 4).[7] En esos años, en los que se fijaban las características del atuendo académico, se introdujeron cambios en la configuración del birrete y en 1859, en el Reglamento de las Universidades que desarrollaba la conocida Ley Moyano de 1857, se estableció que la borla del bonete de los doctores será “de seda que lo cubra enteramente, del mismo color que la muceta” (art. 224), reservándose como siempre el negro para el del rector. Aún habrían de surgir cambios en algunos detalles del birrete y de su borla en la legislación del siglo XX, según las disposiciones fechadas en enero de 1931, julio de 1944 y noviembre de 1967. A través de estas normas se determina la forma octogonal del birrete de doctor (el de seis lados queda para los licenciados), forrado en seda negra, rematado por borla compacta en la parte superior, flecos largos cayendo desde las aristas del octógono sobre las ocho caras laterales y con un cordón de seda entre la base de la borla y el origen de los flecos. La prosa legal y el cuidado puesto en la configuración del birrete patentizan la superior significación que dicha prenda académica posee y la distinción que otorga a quien la porta sobre su cabeza, lo que aparece explícitamente en las fórmulas rituales utilizadas. Por ejemplo, cuando en la festividad de Santo Tomás de Aquino la Universidad de Murcia efectúa la investidura de doctores, el rector pronuncia las siguientes palabras: “Recibe el birrete laureado, antiquísimo y venerado distintivo del magisterio. Llévalo sobre tu cabeza como la corona de tus estudios y merecimientos”. No parece que sean necesarios más comentarios en cuanto a su significado y, sobre todo, a la facultad de enseñar que recibe quien ha superado el más alto grado académico en su largo aprendizaje, a través del camino del saber y de la ciencia. Incluso, las referencias a la cultura clásica y a toda una tradición que hunde sus raíces en la historia europea se hacen evidentes en la fórmula empleada en la ceremonia de investidura de doctor “honoris causa”: “Accipe capitis decorem apice..., quo non solum splendore ceteros praecellas, sed quo etiam tamquam Minervae casside ad certamen munitior sis.”

Ese mismo ceremonial alude en otro momento a los honores, libertades, privilegios y exenciones de las que pueden gozar los doctores, consecuencia del reconocimiento que en su momento recibieron. Cabe recordar que en las Cortes de Monzón (1553) se concedió el fuero de nobleza a los doctores, en una práctica similar que ya ocurría en otros reinos de España: “por razón de los grandes trabajos y gastos que han sostenido en poder obtener tal grado, y muchos se aficionan a tal profesión; por ende Su Alteza estaueçe y ordena que el que fuere graduado de Doctor en Cánones o en Leyes en cualquier Universidad aprobada por los Reynos de Su Magestad, puedan ser promovidos, conforme a fuero, a Cavallero...”.[8] De ahí que pueda entenderse en toda su extensión alegórica el sentido de las palabras por las que comienza un solemne acto académico -“Doctores, sentaos y cubríos”-, emanadas de la autoridad regia, como se comprobará a continuación. Cuando Felipe III, en una visita a la ciudad de Zaragoza en 1599, tuvo ocasión de presenciar una investidura de doctor, ordenó al rector y doctores no solo que se sentaran sino que se cubrieran con el birrete. Con semejante actitud el rey otorgaba a los doctores el privilegio de estar cubiertos ante él, la misma prerrogativa que poseían los grandes de España. Por eso el ceremonial académico indica que los doctores han de permanecer cubiertos durante el desarrollo del acto, excepto en los momentos de juramento o del canto del Gaudeamus.

Una vez que se ha hecho mención de las prendas más significativas del traje académico conviene citar otros distintivos, también privativos de los doctores, como los guantes blancos y la medalla. En cuanto a los primeros, símbolos de la pureza y ecuanimidad en el trabajo y en la escritura, tuvieron la misma regulación que el resto de las piezas que ya se han aludido. La medalla, sin embargo, constituye un distintivo especial como símbolo del servicio a la ciencia. Como tal fue creada en los decretos de 1850, cuando se fijó la medalla rectoral, de esmalte blanco sobre oro, con las armas reales en el anverso y un sol radiante, con la cabeza de Apolo, como dios de la luz y protector de las artes, circundado por la leyenda Perfundet omnia luce, en el reverso. Años después, en 1893, una Real Orden de la Reina Regente María Cristina autorizaba “a los Doctores de todas las Facultades universitarias para el uso de una Medalla como distintivo especial, que será de oro, sin ningún esmalte”, según el modelo preparado por la Academia de San Fernando. La venera doctoral, que aparece rematada por corona y orlada de palmas, ostenta en el anverso el escudo de España y en el reverso la leyenda Claustro extraordinario universitario.[9]

La medalla pende de un cordón que será de hilo de seda del color de la Facultad para los doctores, seda con hilo de plata para los vicedecanos, seda con hilo de oro para los decanos, seda negra con hilo de plata para los vicerrectores y seda negra con hilo de oro para el rector. No obstante, se han establecido más variaciones en el diseño de la medalla, al introducir en algunos casos el escudo de la universidad en su anverso e, incluso, al modificar la leyenda del reverso. En cuanto al uso de este distintivo existen ciertos reglamentos elaborados por algunas universidades regulando el uso, categoría y concesión de las medallas.

Ya se ha señalado el aspecto vistoso y rico del ritual académico y, posiblemente, semejante aparatosidad sea la consecuencia de una de las características más notables de la indumentaria universitaria. Se trata de la riqueza colorista que singulariza como ninguna otra el boato del traje y el sorprendente ceremonial que la tradición ha legado y cuidado en sus múltiples aspectos. Es evidente que la variedad de colores, por su simbolismo, llegó a convertirse en un ingrediente fundamental de cualquier celebración festiva. Habría que remontarse nuevamente a las ceremonias religiosas o a otras manifestaciones similares, en las que la puesta en escena adquiere un tratamiento excepcional a través de unos colores elegidos en función del significado que se les ha conferido. En este sentido el esplendor universitario adquiere su máxima dimensión por medio de los colores de mucetas, birretes y vuelillos. Según Darias Príncipe, “la adjudicación de colores como distintivo para los distintos estudios universitarios es tan antiguo como la misma universidad”. Es cuestión de contemplar algunas pinturas de los siglos XV al XVII con escenas de la vida académica para observar esta clasificación cromática.[10] Esos colores tradicionales fueron recogidos en la normativa legal del siglo XIX tantas veces comentada. En el primero de los Decretos de 1850 se especificaba que “Los colores de las Facultades serán: Teología, blanco; Jurisprudencia, rojo; Medicina, amarillo; Farmacia, violado; Ciencias, verde; Letras, azul.” (art. 14). En 1859 se modificó el color de ciencias que pasó a ser azul turquí. La evolución de los estudios universitarios con el incremento de titulaciones, la creación de nuevas facultades y de las universidades politécnicas obligaron a la elección de nuevos colores distintivos que fueron apareciendo en los Decretos del 7 de julio de 1944 y en las Órdenes de 30 de noviembre de 1967, a los que habría que añadir otras normativas ulteriores, algunas muy específicas o emanadas de disposiciones adoptadas por los mismos centros docentes. En la actualidad la clasificación cromática más generalizada sería:

- Derecho, rojo,

- Filosofía y Letras: Filosofía, Geografía e Historia, Filología y Ciencias de la Educación, azul celeste,

- Ciencias: Física, Geología, Matemáticas, Química, Biología e Informática, azul turquí.

- Medicina, amarillo oro,

- Farmacia, morado,

- Veterinaria, verde,

- Ciencias Políticas, Sociología, Económicas y Empresariales, anaranjado,

- Psicología, violeta,

- Bellas Artes, blanco,

- Ciencias de la Información, gris azulado,

- Odontología, fucsia,

- Ciencias de la Actividad Física y el Deporte, verde claro,

- Escuelas Técnicas Superiores de Arquitectura e Ingeniería, marrón,

- Escuela Universitaria de Enfermería, gris medio.

En unos casos se han mantenido los colores históricos, aunque convendría recordar que existe cierta confusión en cuanto a las nuevas titulaciones, donde debería atenderse sobre todo a la uniformidad para que la distinción cromática sirviera para subrayar los rasgos de identidad y su riqueza simbólica.[11] Como ha explicado Galino Nieto, “La función que cumplen los colores del traje académico es la de poner de manifiesto la especificidad de los estudios realizados, que se identifican a través de este distintivo y convierten el color en un concepto intelectual.”[12] Esta diversidad colorista que afecta a algunas de las prendas más emblemáticas del traje académico, ya que condiciona por igual al birrete, cordón de la medalla, muceta y puñetas o vuelillos, es la que dentro del marco general de la indumentaria diferencia unos centros de otros dentro de la Universidad e identifica los diversos saberes y disciplinas, alcanzando su máxima expresión en la comitiva académica y en el Paraninfo.

Una indumentaria que, al reflejar las funciones internas del mundo académico, singulariza también la de su máxima jerarquía, con la presencia sobresaliente del color negro en todo su atuendo, a excepción del fondo de las puñetas en rosa y la medalla y su cordón, mas el bastón de mando. Esa misma preeminencia se completa con el tratamiento que recibe, cuyo origen sigue siendo hoy por hoy desconocido. Se sabe que Alfonso X el Sabio en Las Partidas ya señalaba que “En la universidad pueden establecer de si mesmos un mayoral sobre todos a que llaman en latín rector que quier tanto decir como regidor del estudio...”. Por documentos antiguos se conoce que los rectores recibían el título de señoría, pero también cabe mencionar que existen otros textos del siglo XVIII en los que se añade a la denominación de rector el adjetivo de magnífico. No se puede olvidar, por su parte, que el tratamiento de “muy magnífico señor” era habitual desde el siglo XV para dirigirse a los reyes y a diferentes personalidades. Claro es que estamos hablando de una época en la que la cuestión de los tratamientos no estaba de ninguna manera regulada, lo que no se efectuó hasta bien entrado el siglo XIX. No ha de extrañar que semejante denominación aparezca en muchas ocasiones como una designación laudatoria relacionada con personalidades de la nobleza, de la Iglesia y del ejército, hasta que en el siglo XVIII quedara casi exclusivamente reservada a la máxima jerarquía académica. El hecho ofrece aún más trascendencia cuando se comprueba que los rectores de las universidades españolas y del mundo hispánico son los únicos que han mantenido el apelativo de magnífico, tanto en el ámbito docente occidental como en el marco más amplio de los tratamientos honoríficos. La normativa legal recogió esa tradición en un Real Decreto del Ministerio de Instrucción Pública, fechado el 10 de enero de 1931: “Los Rectores de las Universidades del Reino tendrán mientras desempeñen el cargo en propiedad, exclusivamente, tratamiento de Magnífico, como en lo antiguo y en las Universidades de otras naciones de Europa.” (art. 6). Hay que recordar que semejante disposición coincidía con las obras de la ciudad universitaria madrileña, bajo la iniciativa de Alfonso XIII, como una de las realizaciones más significativas de su reinado. La singularidad del tratamiento, que el legislador en esa ocasión atribuía exclusivamente a los rectores, nuevamente sancionaba una enraizada tradición y, lo que parece más importante, reconocía que “El tratamiento de Magnificencia se entenderá así propio y privativo de la Universidad...”. Esto quiere decir que la institución académica en su totalidad y, por tanto, su máximo representante, se convierten en los depositarios del “magnificus” latino al brillar con luz propia en el camino de la ciencia y en la transmisión de saberes. En 1943, a través de una nueva ley de ordenación universitaria, el Estado volvía a reconocer semejante distinción, ya que no se conformaba con el título de excelencia, instituido hacía bastante tiempo y utilizado por el rector de la Universidad Central desde 1845, sino que corroboraba una vez más que “El Rector tendrá los tratamientos de Magnífico y Excelentísimo...”.[13]

A través de los datos expuestos, que no agotan los numerosos matices del ceremonial académico y que requeriría una investigación mucho más rigurosa, es posible comprobar cómo la indumentaria y sus colores, los gestos, los tratamientos y el ritual son parte de una serie tradiciones -que el transcurso del tiempo ha ido definiendo hasta convertirse en uno de los legados más queridos de la institución académica-, que adquiere todo su sentido con la interpretación del Gaudeamus que cierra solemnemente la celebración de vniversitatis splendore.

 



[1] Iglesias de Usell, J., “Implicaciones sociológicas del protocolo”, en El Protocolo en la Universidad, M. Suárez Pinilla (ed.), Granada, 1997, pp. 17-41.

[2] Verdugo Gómez de la Torre, I., “Ocho siglos de convivencia”, prólogo a la ed. facsímil Zeremonial Sagrado y Político de la Vniversidad de Salamanca (1720), estudio introductorio de L. E. Rodríguez-San Pedro Bezares, Salamanca, 1997

[3] Balandier, G., El poder en escenas: de la representación del poder al poder de la representación, Barcelona, 1994.

[4] Galino Mateos, Mª. T., “La simbología de los colores en el traje académico”, ponencia pronunciada en el III Encuentro de responsables de Protocolo y Relaciones institucionales de las Universidades españolas, celebrado en la Universidad Complutense, los días 19 y 20 de abril de 1999.

[5] Galino Nieto, F., Del Protocolo y Ceremonial Universitario y Complutense, Madrid, 1999, pp. 41-55.

[6] Martín Villegas, A., “Ritual y uso del traje académico”, en El Protocolo en la Universidad, M. Suárez Pinilla (ed.), Granada, 1997, pp. 103-121.

[7] Precisamente, la expresión “tomar o recibir la borla” aludía a doctorarse, aunque existieron borlas de diverso tamaño para otro tipo de graduaciones (Ibídem).

[8] Martín Villegas ha dado a conocer estos privilegios históricos relacionados con la Universidad de Zaragoza, pero que obedecían a unos usos y costumbres muy extendidos en otros centros docentes de similares características y que venían a demostrar el reconocimiento adquirido en la sociedad del Antiguo Régimen por los doctores universitarios. (Ibídem).

[9] Galino Nieto, F., op. cit., pp. 61-68.

[10] Darias Príncipe, A., “Los colores en la indumentaria académica: pasado y futuro”, en II Encuentro de Responsables de Protocolo y Relaciones Institucionales de las Universidades Españolas, Logroño, 1999, pp. 64-66

[11] Ibídem, y Calleja Leal, G., “Problemática actual de los colores en el Protocolo Universitario”, ponencia pronunciada en el III Encuentro de responsables de Protocolo y Relaciones institucionales de las Universidades españolas, celebrado en la Universidad Complutense, los días 19 y 20 de abril de 1999.

[12] Galino Nieto, F., op. cit., p. 55.

[13] Ibídem, pp. 32-34.