REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS




 

LEPISMAS

Vicente Cervera Salinas1

 

 

 

"Terminamos siempre por tener el rostro de nuestras verdades"

 (Albert Camus)

 

 

Muchos de los hombres y mujeres que conozco parecen haber claudicado.

          

Los hay conscientes. Los hay que observan con argumentos impecables la tenacidad de la costumbre. Antes o después, aseguran, se imponen los hábitos adquiridos, los usos consustanciales al decurso de la existencia. Arrojos juveniles, destellos imaginativos de la infancia, acasos entrevistos en los resquicios del horario riguroso o del calendario inequívoco van dejando paso a la repetición fidedigna de las vidas precedentes.

 

Otros no reparan en tal mecanicismo. Los ves entrar en años y en carnes de manera simultánea. Adquieren ellas el gesto inquisitivo de sus madres cuando repasaban la cuenta de la compra y examinaban atentamente la precipitada suma del cajero. Ajenos ellos al proceso, elevan el tono del repudio ante la pueril mirada de un retoño de cinco primaveras, que así evoca los labios apretados y agresivos de sus progenitores. Larvan las mismas excusas, estampan idénticas naderías mientras aturden los desayunos. Interrogan similares dudas de respuestas prefijadas. Elaboran cuestiones donde la presencia del temor ha sido cobardemente esquivada. Materializan usos amorosos con la colcha retirada sobre el rito de la higiene mental. Les van cubriendo las mismas escamas. Cuando despiertan, jamás relatan sus muertes ni sus coitos.

 

  Pensé salvarme de tal desdicha. Aprovechaba cualquier distracción de los mayores para colarme entre hermosísimas páginas en blanco y zambullirme de palabras arbitrariamente emparejadas, como amigos que se recuestan en el diván de la inocencia para empezar a conocerse. Esas páginas combinaban la posibilidad no sólo de abrazar palabras entre sí, sino también destinos, imprecisiones que pronto abonarían el lugar privilegiado de su encuentro. Nunca hubiera sospechado que la palabra escrita y los fantasmas hacían tan buena compañía.

 

  Sin ese descubrimiento temprano, los libros jamás hubieran pasado de ser murallas defensivas, imperiosas y babélicas ante el novato peregrino. Lomos de cartón, adornados con cifras, blancos, letras y silencios. Su hallazgo me deparó los primeros raptos de placer. Pero el mayor de los placeres no resultaba de su constante comercio con mi mirada. Curiosamente, era tanto más dichoso cuantos más fueran los folios blancos apilados ante mí y a la espera de mi ejecución, que era su mancha.

 

  Recuerdo esos detalles con nitidez. Siento la fuerza con que el bolígrafo apretaba sobre el papel, dejando signos sin tinta en los lastimados folios que esperaban bajo la página primera. Y ésta era calada en toda su extensión con firmeza y rapidez. Lo más notable de aquella experiencia -y empleo el demostrativo no sin melancolía- era que la mano se movía casi tan veloz como el pensamiento. La imaginación fluía viva y plena. Tajante el rictus de agrado en el rostro, apenas comenzaba la escritura cuando ya volaban cinco páginas maltrechas. No se crea que el gozo era efímero por estas circunstancias. La motilidad extrema del acto no iba acompañada de insatisfacción. Al concluir, quedaba en mí una sensación de partida jugada, y la mente se mostraba predispuesta a acometer próximas contiendas. Así era.

 

He visto cerca de mí el giro inesperado de la libélula que quiere humedecer su cuerpo en la balsa, evitando que su deseo de ser acariciada por el agua escapase a su atención, provocando con ello la inutilidad de sus élitros. Y con ello, su fin. He observado con atención la fuerza motriz de enormes mariposas azuladas, cuyos arabescos de luz apenas admitían la fascinación del observador, a causa de su esquivo y frágil, pero exacto movimiento. Tales vaivenes me han hecho recordar el curso de mi escritura. De la escritura aquella. Y la semejanza procede no sólo de su forma, de su estilo comparable, ausente de geometrías. La paridad se muestra también en el "sentido". Sí. En la absoluta dependencia del modo a la función: a la necesidad del acto. O mejor aún, a su naturalidad absoluta.

 

Así pues, natural y fresca, alígera, trascurría mi tarde estival, mi siesta de Agosto, mi reclusión tras las lecciones invernales. Espaciosas, las horas se servían como el material más valioso para agotar la febril actividad. El tiempo nunca rendía signos de aburrimiento, ni mohínes de tedio presentido. No entonces. Y por esa misma razón parecía prefigurar un modelo de ser: de ser tiempo al servicio de la voluntad. Sin fisuras. Sin caídas. Sin grietas.

 

  En una ocasión, mi padre había regresado a casa antes de lo previsto. Mi hora de llegada solía ser las cinco y media, con los retrasos habituales del niño distraido y solitario. Después de un rato de cama y duermevela, se le ocurrió a mi padre hurgar por mi dormitorio. El motivo de tal empeño, lo ignoro todavía. Sólo sé que aprovechó mi ausencia y dispersó el almacén de mis papeles. Sus ojos de aguja recorrieron con atención prefijada aquel nido de banalidades donde, de pronto, quiso reconocer a su hijo. Atónito, inmerso en su hallazgo, iba descubriendo una letra incómoda, desdibujada pero de fuerte impronta personal. Recorrió paso a paso los renglones. Releyó los períodos incorrectos hasta penetrar su posible sensatez. Captó los tiernos brotes de valía, sintiendo cada vez menos molestia en los borrones, menos desdén en los errores de ortografía y recompuso mentalmente las imágenes vividas que pudieron provocar las escenas allí descritas, los argumentos retorcidos, el corazón de las grafías.

 

Su interés fue tan intenso y prolongado que apenas tuvo tiempo para reordenar el material cuando su hijo entraba al cuarto, sin sospechas, a la hora acostumbrada. Acaso nos miramos un instante, tan explícito y claro. Heló una sonrisa abrupta y me cedió su asiento, que era el mío. Con premura, investigué en el alboroto y descubrí, con fastidio y con vergüenza, que nada quedaba por profanar. No recuerdo indignación ni rabia. En cambio, sentí que aquellos papeles carecían de sentido y que muy pronto comenzarían a salirle escamas. Las primera palabras que pude leer entre el montón disperso eran de un fragmento inacabado: "La casa tiene dos pisos, arriba dormían los invitados. Las puertas estaban cerradas con llave por las mañanas..."

 

  En mi vida, he intentado aplicar la fruición verbal de mi adolescencia. Con mayor o menor fortuna, mis logros parecen depender siempre de la cercanía anímica con la sensación de sed sin ansiedad que entonces vivía, y que se convirtió en patrón invisible de mi sonrisa. Pero lo cierto es que su progresión fue decreciendo de manera no menos solapada y escondida.

 

  Escondidos quedaron también los documentos de mi pasión. No fueron destruidos, dejé que los ajara el tiempo, y en ocasiones vuelvo a reencontrarme con ellos. A mi padre le debo el celo con que evité que miradas fortuitas desnudaran esos signos nuevamente. Todo se mantuvo recogido entre libros escolares y cuadernos de operaciones matemáticas, que a nadie podrían interesar. Apliqué a esa tarea la misma naturalidad que anteriormente dispensaba a mis espacios de esparcimiento. Con la diferencia, terrible, de que ahora se trataba de una naturalidad "aplicada". Subrepticiamente había descubierto, sin ser capaz de atestiguarlo entonces -de escribirlo- algo mucho más importante que la conciencia de privacidad: comencé a sospechar que mi padre había claudicado. De ahí su reserva. De ahí, su silencio.

 

Todos los años se dedicaba en mi casa un tiempo a la limpieza de la biblioteca. Era una sana costumbre. Al desempolvar carpetas viejas y libros dormidos, alguna vez alguien dejó caer un grueso volumen con repugnancia. Yo me acerqué a recogerlo, sin perder tiempo, para que nadie adivinara que su contenido me pertenecía y, al abrirlo, vi circular en su interior unas escamas plateadas. "Es un lepisma", dijo mi padre. Y así supe que existían esos insectos livianos, cuyo tamaño oscila en relación a su edad y a su alimento: hojas de papel. Habitan en lo postrado y esperan el olvido de quien fue su dueño para carcomer la letra hasta horadarla, como la polilla entre el tejido vegetal. Era la primera vez que escuchaba su nombre, y sentí una recóndita, inconfesable admiración hacia quien me la enseñaba.

 

  Nunca sospeché que el sino de mi pasión estuviera asociado a esa palabra. Palabra sobre mis palabras, cobraban los lepismas el tributo de mi claudicación.

 

Al descubrir, también hoy, maculado, corrompido el testimonio de mi voluntad de ser distinto, acato un dictamen secreto y severo. Algunos lepismas huyen cuando mi mano descubre, con forzado aplomo, los restos del tesoro escondido. Otros perecen por la presión de mi gravedad. Insensibles al contenido del relato, los sobrevivientes sin duda se inmiscuirán entre las páginas de esa novela que, inexplicablemente, no consigo terminar.    

 



1vicente cervera salinas(1961) profesor de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Murcia. Nació en tierras manchegas, y heredó de sus padres la noble inclinación por las artes y la Filosofía (sus padres fueron profesores de esta disciplina). Cambió la biblioteca de su paisano, el hidalgo cervantino, por la Biblioteca de Babel de un admirado Borges, y se inició en la investigación con un estudio de la obra del argentino ("La poesía de Jorge Luis Borges. Historia de una eternidad"). Su formación intelectual es sólida y multidisciplinar: Doctor en Filología Hispánica con una excelente tesis sobre la obra poética de Jorge Luis Borges ("La poesía del Logos"), Licenciado en Arte Dramático, Diplomado en Cine por la Universidad de Valladolid (ha escrito en colaboración un libro sobre el cine y su relación con las distintas artes titulado "El compás de los sentidos", y prepara otro sobre la figura del cineasta ruso Andrei Tarkovski), y Profesor de Canto por el Conservatorio Superior de Música en Murcia, fue Premio de Ensayo de la Editorial Anthropos en 1992 ("La Poesía y la Idea. Fragmentos de una vieja querella").

Ha impartido distintos cursos sobre literatura hispanoamericana en las Universidades de Buenos Aires (Argentina), San José (Costa Rica), La Habana (Cuba) y Viena (Austria). Coordinador de la recién creada Aula de Humanidades de la Universidad de Murcia, compagina esta actividad con la preparación de una Cátedra en Literatura Hispanoamericana, la edición de las actas del congreso sobre George Santayana que organizó el pasado curso, y la elaboración de otro libro sobre la deconstrucción de mitos e imágenes literarias.

Ha combinado su actividad docente con la investigación y la creación artística. Es autor de tres poemarios: "De Aurigas Inmortales" (Premio "América" de Poesía, 1991), "La Partitura" (2001) y "Panóptica" (inédito). Nostalgia del mundo, inquietud, búsqueda y sensualidad caracterizan su obra.  

 

 

Bibliografía:

LA POESÍA DEL "LOGOS". Comunidad Autónoma de Murcia. Colección "Carabelas", 1992. I.S.B.N. 84-606-0631-7

LA POESÍA DE JORGE LUIS BORGES: HISTORIA DE UNA ETERNIDAD. Servicio de Publicaciones de la Universidad de Murcia, 1992. I.S.B.N. 84-7684-313-5 (Re-impreso en 2001)

DE AURIGAS INMORTALES. Poemario finalista de los Premios "América" de Poesía, organizados por la Comisión V Centenario de la Comunidad Autónoma de Murcia, 1993. I.S.B.N. 84-606-1224-4.

LA POESÍA Y LA IDEA. FRAGMENTOS DE UNA VIEJA QUERELLA. Servicio de Publicaciones de la Universidad de Costa Rica, Costa Rica, 2001. I.S.B.N.: 9977-67-644-5

LA PALABRA EN EL ESPEJO. ESTUDIOS DE LITERATURA HISPANOAMERICANA COMPARADA. Servicio de Publicaciones de la Universidad de Murcia, 1996. I.S.B.N.: 84-7684-691-6

EL COMPÁS DE LOS SENTIDOS. Servicio de Publicaciones de la Universidad de Murcia, 1998.  I.S.B.N.: 84-8371-022-6

LA PARTITURA. Editorial Vitruvio. Madrid, 2001. ISBN: 84-89795-38-X